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Russ Goodall era un hombre flaco y nervioso. «De haber sido un perro —pensó Lorraine—, sería un galgo». El simple hecho de estar en la misma habitación que él la alteraba, y eso no sucedía a menudo. Con el paso de los años (y sobre todo en los últimos meses) había aprendido a irradiar una calma y una serenidad que ni siquiera Adam era capaz de perturbar. Ni sus madrugones, ni sus carreras de quince kilómetros, ni esa manía de pesar el muesli del desayuno y contar la cantidad exacta de ciruelas, ni su obsesión con beber exactamente ocho botellas de agua mineral cada día, ni sus rutinarios treinta minutos de meditación (que le había visto realizar incluso en el escenario de un crimen) conseguían hacer tambalear el sólido centro de gravedad de Lorraine. Pero Russ Goodall, a pesar de su constitución enclenque y su pelirroja mata de pelo ralo, la tenía al borde del ataque de nervios con su aura asustadiza.

—Le enviaste una tarjeta para desearle buena suerte. —Lorraine estaba jugando sus bazas. El nombre de Russ no era tan poco habitual, pero sí lo suficiente para que resultase extraño que Sally-Ann conociera a más de uno.

—Ya se lo he dicho, no conozco a ninguna Sally-Ann.

—Apareces como el familiar más cercano en el expediente de su embarazo. El centro médico de Willow Park nos ha confirmado que eres el Russ Goodall al que Sally-Ann inscribió en su formulario. También eres paciente del consultorio.

—No tendrían que haber hecho eso. Es una violación de la confidencialidad.

—No. Si tengo una orden judicial, no lo es.

Lorraine intentaba respirar todo lo superficialmente que podía sin llegar a desmayarse. La habitación apestaba: una mezcla nauseabunda de olor corporal, manteca rancia de la sartén que estaba sin limpiar sobre el hornillo de gas y humo de tabaco. Seguro que los padres de Sally-Ann estuvieron encantados cuando les llevó a Russ a casa por primera vez. Sin embargo, era curioso, la habitación donde vivía Russ, en el último piso de una casa grande de esas que comparten los estudiantes (aunque él había dicho que no estudiaba), estaba bastante recogida.

—¿Te importa si abro un poco? —preguntó.

Él se encogió de hombros y observó a la inspectora mientras se peleaba con la ventana de guillotina, que al final cedió a sus decididos empujones y se deslizó hacia arriba. Lorraine se asomó y cogió una bocanada de aire fresco con la que llenó los pulmones.

—O sea que será más fácil para todos si admites que conocías a Sally-Ann. Así podrás ayudarme con lo que necesito saber.

Le echó un vistazo a la basura esparcida sobre la azotea que quedaba más abajo. ¿La habría tirado Goodall?

—¿Por qué? —preguntó él, y se encendió un cigarrillo. Estaba sentado en la cama, muy erguido, rígido, con sus piernas ridículamente flacuchas y frágiles unidas por las rodillas. Los hombros y el cuello le temblaban, lo cual hacía que su cabeza se bamboleara y se sacudiera como si fuese una espantosa bola de pelusa sudada—. ¿Qué ha pasado?

—Lo siento mucho. —Lorraine se volvió hacia él. Había dado por hecho que ya lo sabía—. Sally-Ann ha muerto.

—Y entonces ha sido cuando se ha echado a llorar como un bebé. No, de verdad, con ganas. A moco tendido. —Lorraine mordió su napolitana de frankfurt mientras Adam iba apartando trocitos de su ensalada de lentejas y judías como si fueran radioactivos. Normalmente se la hacía él mismo, pero esa era de supermercado—. ¿Cómo puedes comer esa porquería?

—Eso debería preguntarte yo a ti —repuso él.

Se detuvieron en un banco. El sol que por fin se había abierto paso entre las nubes había derretido ya la tenue capa de escarcha matutina. Hacía un frío espantoso, demasiado para estar comiendo fuera, pero les hacía falta un poco de aire fresco, espacio, un lugar neutral para discutir sobre el caso. Veinticuatro horas desde el descubrimiento del cadáver y todavía no habían avanzado ni un poco. Igual que el resto del equipo, cada uno de ellos había regresado varias veces al escenario del crimen. Habían interrogado a vecinos, les habían tomado declaración, y Lorraine todavía podía oler la pestilencia de la asquerosa habitación de Russ Goodall en el tejido de su abrigo. Tendría que comprar un espray ambientador de camino a casa.

—Bueno, el caso es que, cuando se ha calmado, ha accedido a ayudarnos. Yo creo que nadie habría podido fingir la reacción que ha tenido cuando le he dado la noticia. Para mí que no sospechaba siquiera que estaba muerta, sinceramente.

Adam enarcó las cejas con el tenedor de plástico a medio camino hacia su boca.

—Haré como si no hubiera oído esa suposición —dijo, y siguió comiendo.

—Es que ha sido una reacción muy auténtica. Ha dicho que era el padre del niño de Sally-Ann y ha accedido a darnos una muestra de ADN.

—Pero no vivían juntos. —Una afirmación más que una pregunta por parte de Adam.

—No. Los vecinos dicen que iba a verla a menudo. —Lorraine se sacudió unas migas de hojaldre de los pantalones—. Según parece, los padres de Sally-Ann se oponían por completo a esa relación y no sabían que Goodall era el padre de la criatura. Créeme, Adam, si una de nuestras hijas nos trajera a casa a un tipo así, tú mismo lo echarías a la calle a patadas.

—De nuevo vuelves a suponer demasiado. Espera a tener los resultados de las pruebas de ADN antes de catalogarlo como padre. Además, todavía no sabemos quién era el verdadero objetivo, si la madre o el niño.

—O ambos —añadió Lorraine antes de devorar el último bocado de su napolitana—. ¿Y por qué no iba a ser el padre? Sally-Ann así lo había hecho constar en su expediente médico.

—Había tachado otro nombre antes de apuntar el de Goodall en el formulario.

—¿Lo tachó Sally-Ann? —preguntó Lorraine—. ¿Quién es ahora el que supone cosas?

Adam tiró el envase de plástico de la ensalada de supermercado a una papelera que había cerca. No se la había terminado.