5

La casa está tranquila. Los cacharros del desayuno siguen en la mesa y el olor a café, a niños y a amor todavía perdura. Se me revuelve el estómago. Recojo los platos y empiezo a llenar el lavavajillas sin mucha idea. «¿Forma parte de mi trabajo?», me pregunto. Claudia me ha dicho que la mujer de la limpieza viene cuando quiere y que, siempre que haga sus diez horas semanales, a nadie le importa cómo ni cuándo se limpia la casa. Se llama Jan, por lo visto. Me pregunto si nos llevaremos bien, si se entrometerá en mis asuntos. Me digo que tendré que hacerme la simpática con ella para descubrir cuándo es más probable que se presente en casa. No quiero que nada salga mal.

—Bueno, pues yo me marcho ya.

Doy media vuelta sobresaltada. Se me había olvidado que James aún estaba aquí. Se le ve torpe en su propia casa. Antes Claudia me ha dicho que estaba en su estudio poniendo al día los papeles. He conseguido asomar la cabeza por la puerta y echar una ojeada un momento en que él había salido. La habitación tiene un gran escritorio con sobre de piel y estanterías en todas las paredes. Está decorada con motivos navales: cuadros de barcos, fotografías de hombres uniformados, diplomas enmarcados en la pared y una cabeza de porcelana blanca con marcas frenológicas en el cráneo. He sonreído al ver las gafas de sol que se aguantan haciendo equilibrios sobre su nariz. También hay una mesita hecha con un timón de barco entre dos sillones. Me he imaginado a James y a Claudia allí sentados, bebiendo té a sorbos, charlando de lo divino y lo humano. Claudia dice que él pasa mucho tiempo en su estudio, lo cual podría complicarlo todo hasta que se marche.

—Adiós —digo, pensando que tendría que haber dicho otra cosa. Sonrío y él espera, luego asiente con la cabeza y se va. Me parece que se siente tan incómodo como yo.

Me inclino hacia atrás y apoyo la cabeza contra la pared. Es hora de ponerme en marcha.

Por la tarde salgo temprano hacia el colegio. Conocer a las mejores amigas de Claudia podría resultarme útil, y quedarse un rato en el patio es la mejor forma de hacerlo. Además, es lo que haría una niñera. Voy a pie, aunque Claudia me ha dado permiso para usar el pequeño Fiat que está guardado en el garaje y, para trayectos más largos, el coche de James cuando él se haya ido. Es un paseo agradable. El sol está cubierto por un velo de nubes y hace bastante fresco, lo cual me ayudará a enfriar el corazón. Así debe ser por el momento.

A lo mejor doy un rodeo por el parque con los niños de camino a casa, a ver si encontramos algún pato o montamos un rato en la rueda giratoria. De esa manera podré fingir que soy algo parecido a una niñera.

Pensaba que sería la primera en llegar al colegio y vería a las demás entrando en el patio sin fijarse en mí, que acecharía bajo un árbol intentando averiguar quién es quién. Todavía no son las tres y las clases no terminan hasta y diez, pero ya hay muchos grupitos de mujeres cotorreando. Oigo que dicen algo sobre el AMPA y una venta de plantas, y también algo sobre un niño que se llama Hugh y su horrible madre. Alguien se queja de los menús del comedor. Veo a una madre que está sola, dando fuertes pisotones y palmadas con las manos enfundadas en guantes, muy consciente de que no tiene a nadie con quien hablar.

Yo hago ver que leo los anuncios plastificados que cuelgan de un tablón, cuando una mujer se me acerca.

—Déjame adivinar —dice. Tiene un ligero acento escocés—. Seguro que tú eres Zoe.

Me vuelvo y fuerzo una sonrisa. La mirada se me va hacia abajo (no puedo evitarlo) y remplazo ese reflejo involuntario con una sonrisa aún mayor.

—La misma. Qué rápido corre la voz.

—Yo soy Pip. Una buena amiga de tu jefa.

Me ofrece una mano, se la estrecho. Tiene los dedos congelados.

—Estás… —¿Es de mala educación mencionarlo? No lo puedo evitar—. Tú también estás embarazada.

—Debe de ser que el agua de aquí tiene algo —dice con una risa cantarina—. Somos unas cuantas ahora mismo.

«El agua». Tengo que reprimirme para no darme un golpecito en la cabeza y soltarle: «Anda, ¿así de fácil era? Das unos cuantos tragos del agua del grifo de Birmingham y antes de que te des cuenta ya te has quedado preñada. Caray, ¿cómo es que no se me había ocurrido?».

Pero no digo nada. Me río de su chistecito y busco como loca algún tema normal para conversar.

—¿Cuántos niños tienes en el colegio?

—Solo una. Lilly. Va a la misma clase que Oscar y Noah. Muchas veces juegan juntos, así que, si te apuntas a un poco de caos después del cole, algún día tenemos que quedar.

—Me gustaría mucho —digo.

El patio, con su castillo de barras de extrañas formas y su pavimento de caucho, con su murete de ladrillo para separar una zona con árboles recién plantados que tienen campanillas colgando de sus ramas desnudas, y unos cuantos maceteros con romero y lavanda secos (curiosamente, un cartel los anuncia como «Jardín sensorial»), se está llenando de madres. Algunas, mientras charlan, empujan cochecitos y los mecen de un lado a otro casi sin darse cuenta, otras esperan solas, y también hay un único padre con un grupo de mujeres cerrado a su alrededor, como si fuera un mono de feria.

—Me parece que a los niños les encantará. Quiero que todo sea lo más normal posible para ellos.

«Que no tienen culpa de nada», pienso.

—Ya me ha dicho que eras buena —dice Pip.

Ha posado una mano en mi brazo. Yo me aparto con delicadeza.

—Solo intento ayudar en todo lo que pueda. Es mi trabajo.

—¿De dónde eres? —pregunta Pip.

«Allá vamos».

—Nací en Kent. Luego mis padres se divorciaron y acabé viviendo con mi madre en Gales, en un rincón perdido del mundo. En mi colegio no había mucha gente que luego siguiera los estudios, yo incluida, pero desde muy joven supe a qué quería dedicarme. Siempre me han gustado los niños. Decidí estudiar puericultura en una escuela superior, y gracias a eso he conseguido unos trabajos estupendos. Hace poco estuve en Italia, donde asistí a un curso del método Montessori. Fue una experiencia fenomenal. —Me estremezco por dentro. Suena demasiado ensayado.

—¡Venga ya! —exclama Pip—. Tengo otra amiga que está como loca con el método Montessori. Ha inscrito a sus tres niños y están en lista de espera. Tengo que presentaros.

«No, por favor, no», pienso. Otra vez esa enorme sonrisa. La tengo tan preprogramada como esa historia, y así seguirá hasta que me marche de aquí.

Por fin suena el timbre y, como una jauría de perros bien adiestrados, las madres y el padre que esperaban en el patio (este último, ahora con varias más a su alrededor) se vuelven hacia la puerta del colegio. Una hilera de niños desfila por ella siguiendo a una profesora con cara de cansada que los hace formar en fila. Uno a uno van localizando a sus mamás, y sus piececitos se impacientan por romper la formación y salir corriendo hacia los brazos del hogar. Oscar y Noah no están por ninguna parte.

—¿Es la clase de los pequeños? —le pregunto a Pip.

—Sí —responde sin dejar de mirar a una niñita rubia que está al final del todo. Se saludan con la mano.

Lilly, deduzco. Con sus coletas torcidas y una monada de nariz respingona, zapatos relucientes y fiambrera de color rosa, está claro que es el ángel de la clase.

—No veo a los gemelos.

—Ah. No, tienes razón. —Pip recorre toda la fila con la mirada por si me los he saltado. No creo que hubiera forma de pasar por alto a dos trastos como ellos en esa formación tan obediente.

—Voy a preguntar a la profesora —digo.

Mi corazón mete la directa. ¿Me echarán a mí la culpa si se han escapado del colegio o los han secuestrado en mi primer día de trabajo? No me gustaría que me echaran tan pronto. No me gustaría nada.

—Hola, señora Culver —saludo—. Los niños. Los gemelos. Oscar y Noah.

Su expresión me dice que me recuerda vagamente de esta mañana pero que su cerebro, agotado de tanto niño, le está gritando que han pasado miles de años desde que nos estrechamos la mano en su colorida y decorada aula.

La señora Culver escudriña la fila.

—Los he contado a todos —dice—. Lilly, ¿sabes adónde han ido los gemelos? —Se vuelve hacia mí sin hacer caso de la respuesta de la niña—. Seguro que están haciendo bombas de agua en el lavabo de los chicos.

—Me parece que Lilly lo sabe… —Miro a la pequeña. Está intentando decir algo.

—Más alto, Lilly —protesta la señora Culver.

Lilly señala hacia el interior del colegio, una construcción de planta baja. Le guiño un ojo y sonrío. Eso me hará ganar puntos cuando por fin nos conozcamos. Me dirijo a la entrada y dejo que la señora Culver entregue el resto de los niños a sus padres.

Dentro está oscuro, hace fresco y huele a témperas en polvo, fiambreras y pedos. Desde los suelos de madera me llega un evocador aroma mientras recorro los pasillos. A través de los cuadrados de cristal abiertos en las puertas de las aulas veo a otros niños que todavía están recogiendo sus cosas. Muy pronto habrá una estampida. Al final del pasillo hay una puerta con un cartel que dice: «Club extraescolar». Unos cuantos críos acaban de entrar ahí dentro.

—Ay, niños, me habéis dado un susto de muerte —digo al ver a los gemelos allí.

El profesor, un señor de cincuenta y tantos, levanta la mirada desde la pila de trabajo que tiene en su mesa.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—He venido a buscar a Oscar y a Noah. Soy su nueva niñera. Vamos, chicos —digo.

Necesito salir. Esto es sofocante, no hay aire, trescientos chavales ansiosos han chupado todo el oxígeno.

El profesor se quita las gafas.

—La primera noticia que tengo. Los niños vienen siempre al Club extraescolar. Su madre los recoge a las seis.

—Pues ahora ya no —contesto, demasiado brusca, así que al instante me lo pongo en contra—. Mire, me llamo Zoe Harper. Claudia Morgan-Brown me presentó esta mañana a la señora Culver, a quien informó de la nueva situación.

—Hay unos formularios —dice el hombre, que no me ayuda en nada—. Tendrá que ir a ver a la secretaria.

—¿Dónde está?

—Ya se ha ido a casa —responde—, pero los formularios los tiene que firmar uno de los padres, así que hoy no podrá llevarse a los niños. No sin un formulario.

—Por el amor de… —«No pierdas los nervios»—. Niños, ¿queréis decirle a vuestro profesor quién soy, por favor?

Los niños se me quedan mirando. Están rompiendo plastilina seca en trocitos y la esparcen por el suelo. Cualquiera habría supuesto que el hombre querría librarse de ellos.

—¿Por favor…? —suplico—. No lo entiende. Si no puedo llevarme a los niños, bueno, la verdad es que no estaré dando muy buena imagen en mi primer día de trabajo. —Dejo colgar los brazos inertes a los costados. Lo que me gustaría hacer con ellos en realidad es atizar a este viejo imbécil.

—Lo siento —insiste el hombre—, eso no es problema mío. Ahora tendré que pedirle que se vaya.

En un arrebato de desesperación avanzo directa hacia los niños y los agarro a cada uno de una mano. Sin decir palabra ellos me siguen obedientemente mientras yo les tiro del brazo. «¡Buenos chicos!», pienso, y les dedico una ovación silenciosa por no armar un escándalo cuando salimos de allí corriendo. Detrás de mí, sin embargo, el maestro sí que está organizando uno bueno.

—¡Alto! ¡Secuestradora! ¡Robaniños!

Lo oigo tropezarse con las sillas mientras intenta iniciar la persecución, pero está muy mayor para alcanzarnos. Llama a gritos a su ayudante y descuelga un teléfono para pedir ayuda mientras yo desfilo hacia la salida con Noah y Oscar.

Ya de camino al parque, tengo que recordarme que robar niños de otra gente no está bien visto.

Más tarde nos reímos de ello, por supuesto, y Claudia está completamente de mi parte.

—La estúpida de la secretaria. Le escribí una carta. Le envié un correo electrónico. Le pedí que lo hiciera circular entre el personal. Hasta hablé con la señora Culver antes de que empezaras, y hemos ido a verla esta mañana. —Ya ha vuelto del trabajo. Ha dejado tiradas las llaves, el bolso y los zapatos en el recibidor—. Ni que fueras a secuestrarlos.

Eso he hecho.

—Es lo que ha dicho ese viejo cascarrabias cuando he salido de allí arrastrándolos de la mano —comento con una media sonrisa.

—Me han llamado por teléfono enseguida. Supongo que no podemos culparles por hacer bien su trabajo. —Y Claudia ríe con una hermosa risa de dientes blancos y echando la cabeza hacia atrás. Tiene un cuello muy bonito.

Más tarde, en mi dormitorio, con el cuento ya contado, los niños ya bañados y arropados en sus camas, agotados y felices y con aliento mentolado, enciendo mi portátil. A toda velocidad escribo un correo electrónico y hago clic en «Enviar».

Después me pongo a deshacer el resto de las maletas. Camisetas y tops en un cajón, ropa interior en otro, todo bastante desorganizado. Pienso en lo pesado que va a ser hacer otra vez la maleta cada viernes por la tarde. Me parece ridículo. Claudia no me quiere aquí los fines de semana (puedo entender que necesiten disfrutar de su tiempo en familia), pero, sinceramente, no me lo puedo permitir. La fecha prevista de parto está demasiado cerca.

Vuelvo al ordenador y escribo algunas notas. Al teclear «sale de cuentas» me hago un lío con los dedos y acabo poniendo «sale de muerta». Me muerdo una uña rota. Al final, con el portátil bailando sobre mis rodillas, me quedo dormida sin haberme desvestido.

Me despierto con el cuello rígido. El reloj que hay junto a la cama parpadea las dos y veinte de la madrugada. Me estiro, me incorporo y me quito la ropa. Completamente desnuda me observo en el espejo de cuerpo entero. No soy más que piel y huesos. Mis caderas vacías sobresalen, y mi tripa lisa, casi cóncava, sería la envidia de la mayoría de las mujeres. Ni siquiera soy capaz de empezar a imaginarme embarazada.