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—Usted otra vez —me dice al levantar la mirada desde la pila de trabajo que hay en su mesa. El maestro hace una mueca en dirección a mí antes de regañar a los gemelos.

Entre los dos han construido una torre de Lego más alta que ambos. Noah está de pie en una sillita, a un lado, sosteniendo la parte de arriba mientras toda la estructura se comba por el centro.

—Es la última vez que me verá, se lo prometo.

Al oír mi voz, los niños miran hacia nosotros.

—¡Hurra! —canturrea Oscar.

—¡Ha venido Zoe! —Noah salta de la silla y los dos vienen corriendo hasta mí. La torre se desmorona en el suelo.

—A por vuestras fiambreras, amiguitos. Nos vamos a casa. —Ya he recogido sus abrigos de los ganchos que hay junto a la puerta del Club extraescolar. Los dos niños se abrazan a mis piernas y tengo que despegármelos para poder vestirlos.

—Este es el tuyo, ¿verdad? —le digo a Noah, aunque sé perfectamente que no lo es. Él se ríe y me da un puñetazo de mentira. No sé por qué, pero tengo ganas de llorar.

—¿Mamá ya está en casa? —pregunta Noah. Me da la mano en cuanto echamos a andar por la acera, la tiene caliente y un poco pegajosa. Para ser sincera, no quiero soltársela.

—No, no está. —No tengo ni idea de qué voy a decirles. Cuando conseguí el trabajo jamás esperé que sentiría esto por ellos. «Entra, encuentra la información, sal». Esas eran las instrucciones básicas. Si la cagaba, sabía que me costaría conseguir ningún trabajo más, y más aún que volvieran a asignarme una misión de incógnito. Tal como están las cosas, hacerle el té y limpiarle los zapatos al jefe me parecería un golpe de suerte.

—¿Papá ya está en casa? —dice Oscar, imitando a su hermano. Le aprieto la mano.

—Idiota —se burla Noah, que se abre paso entre Oscar y yo, intentando soltar nuestras manos. Con dulzura, lo hago regresar a mi otro lado.

—Tampoco está en casa aún, me temo. Pero ¿sabéis una cosa? Me parece que no tardará en volver.

Ya lo he hablado con mi jefe y él se ha puesto en contacto con los peces gordos. Ojalá puedan localizar a James. Los niños eran demasiado pequeños para recordar la última vez que perdieron a su madre, pero no creo que ahora deban enfrentarse a este desastre sin su padre.

—¿A quién le apetecen unas golosinas antes de volver a casa? —Obtengo la respuesta que esperaba y nos detenemos en un quiosco que hay de camino. Los gemelos tardan más de diez minutos en llenar una bolsita de papel con gominolas rosa en forma de gamba, regalices rojos y platillos volantes de picapica. Así están distraídos mientras se lo cuento todo durante lo que queda de trayecto.

—¿O sea que mamá se ha ido igual que papá? —pregunta Oscar cuando he terminado de explicárselo.

Esperaba que Noah saltara con la pulla de siempre hacia su hermano, pero sigue pensativo y callado, chupando un caramelo. Nos acercamos a la puerta de casa.

—Sí. Mamá estará fuera una temporada. Ha hecho algo que estaba mal. —Entorno los ojos mientras abro con la llave y los dejo entrar. El resto del día tendré que pasarlo recogiendo mis cosas e informando de lo sucedido. Pero antes tengo que hacer una llamada.

—Pues ahora tú serás nuestra mamá, ¿a que sí, Zoe? —dice Oscar, como si ya lo tuviera todo pensado.

Me acuclillo junto a ellos, les deshago los cordones de los zapatos y meto sus piececitos en las zapatillas. Las bolsas de golosinas quedan apretujadas en sus manos mientras ellos intentan quitarse los abrigos.

—No, ya no podré seguir cuidando de vosotros. —No tiene sentido mentirles—. Lo siento mucho. Pero me ha encantado ser vuestra niñera. —Eso es cierto. Resulta que me importan más de lo que jamás creí posible, aunque haya tenido que levantarme por las noches para ver cómo estaban cuando oía ruidos. No era mi intención que Oscar tuviera pesadillas y pensara que había un monstruo en su habitación.

Contemplo la cara de uno y otro niño, y el corazón se me encoge un poco al ver cómo se les sonrojan las mejillas. Oscar rompe a llorar.

—Llorica —dice Noah con desprecio, pero yo sé que él siente lo mismo.

—¡No es verdad!

Entonces sé que estarán bien. Se tienen uno al otro; son dos mitades de un todo. Después de eso salen corriendo hacia la sala de estar y se pelean por el mando a distancia.

Sé exactamente cómo se sienten.

La puerta forzada del estudio sigue abierta de par en par. La inoportuna intrusión de los hermanos de Elizabeth tiene sentido ahora, después de hablar con mi jefe al salir de casa de Pip. No sabía adónde ir, así que he venido primero aquí con el coche y luego me he ido andando hasta el parque. Me he sentado en un banco, todavía traumatizada por los hechos que acababa de vivir. He marcado el número y le he explicado lo que había sucedido. Él me ha hecho ver que los hermanos Sheehan debían de andar buscando los mismos papeles que yo.

—Lo has hecho bien, Heather —me ha dicho, como si nunca hubiese creído que lo lograría. Me he permitido disfrutar del elogio—. Ya sé que te han interrumpido el trabajo antes de tiempo, pero muchos de los documentos que enviaste eran clave. La brigada antifraude de Jersey tiene ahora un caso sólido, gracias a ti.

Yo suponía que esta misión era mi última oportunidad para impresionarlo. Las exigencias de Cecelia le habían pasado factura a mi carrera en el cuerpo con el paso de los años. Los días que me cogía de baja por falsa enfermedad, junto con las llamadas que no dejaba de hacerme y sus descabelladas visitas a comisaría habían hecho imposible que desempeñara mi trabajo como es debido. Tenía que cuidar de ella y no había nadie más para ayudarme. Las hermanas, igual que los gemelos, tienen que permanecer unidas. Eso le prometí a mamá hace dieciocho meses, antes de que muriera y dejara este mundo en uno de sus arrebatos de irrealidad y delirios, y lo mismo había susurrado ante el ataúd de papá cuando cerraron la tapa siendo yo una adolescente. Ahora quedamos solo mi tata y yo.

Por eso me desconcertó tanto que me escogieran para esta misión de incógnito. La excéntrica incorregible con un historial por debajo de la media no debió de ser precisamente la primera opción para un caso de fraude mayor. Aunque a lo mejor solo fue porque, de todo el departamento, yo era la que más pinta de niñera tenía.

—Seguro que tendrás alguna experiencia con niños, ¿no? —me dijo el jefe después de ponerme al corriente del caso. Casi me lo estaba afirmando.

—No —fue mi sincera respuesta.

Todo se sucedió muy deprisa en cuanto decidieron que la seleccionada para el trabajo era yo. Un equipo dedicado a producir sólidos antecedentes para polis de incógnito creó a Zoe Harper de la nada. Como era medio novata en el cuerpo había oído historias, claro, pero jamás se me había pasado por la cabeza que me caería algo así de grande con tan poca carrera a mis espaldas.

Me pasé los cinco días siguientes con la cabeza enterrada en informes y listas de datos, y descubrí que mi nuevo currículum contenía detalles que yo ni siquiera conocía de mi verdadera identidad. Estudié libros sobre puericultura, método Montessori incluido, e investigué sobre todos los lugares en los que se suponía que había estado con las familias anteriores. Fue una inmersión arrolladora en la vida de otra persona, todo para conseguir pruebas documentales de una serie de contabilidades que no habrían sido accesibles de ningún otro modo.

Para ser sincera, era justo lo que necesitaba, porque Cecelia se estaba volviendo completamente loca, y a mí también.

—Por cierto, vas en bici —me dijo el jefe.

—¿Ah, sí? —Hacía siglos que no montaba.

—Y sigues en contacto con muchas de tus anteriores familias. —Me pasó un fajo de cartas con letra infantil en el sobre, todas abiertas y algo arrugadas, enviadas a una dirección que no me sonaba de nada—. Es donde has vivido una temporada —me explicó mientras yo pasaba un dedo por encima del nombre de esa localidad que no conocía—. Objetos como estos irán junto con tus pertenencias generales. Los tendrás listos para recogerlos veinticuatro horas antes de que te traslades. Ni se te ocurra llevar nada más contigo. Suponiendo que los Morgan-Brown te den el trabajo, claro —añadió con una mueca que a mí me pareció amenazadora. Tenía razón—. Y más te vale que te den ese trabajo —dijo aún—. El precio en caso contrario será incalculable. Estamos investigando esto junto con la Comisión del Mercado de Valores de Washington y no queremos quedar como una panda de idiotas. Solo es una pequeña parte de toda la investigación, pero estarás en terreno y tendrás oportunidad de colaborar y hacer un poco de historia.

Tragué saliva mientras escuchaba con atención a pesar de estar completamente aterrorizada.

—Cientos de fondos fiduciarios en paraísos fiscales de todo el mundo se vienen alimentando con un capital que no tiene, digamos, una procedencia muy saludable. Si a eso le sumamos que los gestionan de manera ilegal, que es donde entra nuestra conexión de Jersey, resulta que hemos dado con la punta de iceberg de un enorme chanchullo a escala mundial.

Entonces me explicó que desde Estados Unidos se habían transferido 228 millones de dólares a varias cuentas de paraísos fiscales de todo el mundo hacía más o menos un año, en los meses subsiguientes a un gran fraude de compraventa de acciones. Después de una maniobra para inflar los precios realizada desde internet, las acciones de Chencorp, una nueva empresa que alardeaba de haber conseguido un macrocontrato para suministrar material escolar a China, subieron como la espuma e hicieron asquerosamente ricos a los principales accionistas.

—Esa fue la primera parte: inflar precios —dijo.

Yo en realidad no entendía lo que significaba todo aquello y me lo quedé mirando con ojos impertérritos, lo único que quería era que me comunicara lo que tendría que hacer, pero él siguió explicando que, como era de esperar, con la venta masiva de acciones se había provocado una caída en picado de los precios, y los auténticos inversores («el ciudadano de a pie, gente como tú y como yo») habían perdido todo su dinero.

Reflexioné. Empezaba a comprenderlo y compadecí mucho a ese «ciudadano de a pie» del que hablaba mi jefe. Esas cosas no eran justas, sobre todo cuando me dijo que quienes perpetraban esa clase de estafas se iban a su casa con una sentencia sin privación de libertad y una multa ridícula en comparación con todo lo que habían provocado.

—El caso es que son grandes figuras filántropas, Heather —me explicó cuando empecé a despotricar contra los capitalistas—. Cada cierto tiempo realizan donaciones a grandes centros de investigación, instituciones médicas, el programa espacial, educación… todo lo que se te ocurra. Así es como funciona el mundo. Lo más que podemos hacer es ponérselo todo lo difícil posible. Y para eso, necesito que tu personita se meta en esa casa de la lluviosa Birmingham para cuidar de esos niños.

Estaba lista para el desafío.

Resultó que los hermanos Sheehan no eran más que una pequeña parte de toda la actividad delictiva y, sin los documentos que yo había descubierto, podrían haber salido airosos recurriendo a un tecnicismo jurídico. Mi jefe me aseguró que, con las pruebas que yo había proporcionado en forma de cartas, correos electrónicos impresos y estados de cuentas, no tendrían forma de aducir que no conocían la procedencia del dinero que blanqueaban en nombre de sus clientes. Los habíamos pillado con las manos en la masa y se sentarían en el banquillo de los acusados en primavera.

Elizabeth Sheehan no sabía nada de las actividades de sus hermanos. Su trabajo como abogada se situaba en el extremo opuesto del espectro social. Y puesto que yo había llegado a conocerlo un poco antes de que tuviera que embarcarse, me pareció una lástima que James no saliera demasiado limpio de todo aquello. Su implicación en las actividades de los hermanos era ahora cuestión de los militares, ya que se había descubierto que había «heredado» muy oportunamente unos fondos fiduciarios ilegales en nombre de Elizabeth. Se enfrentaría a una investigación a fondo por parte de la Armada, que sin duda lo relegaría del servicio.

«En caso de duda, fotografíalo todo», me había dicho mi jefe, y a mí se me había quedado grabado.

—Bueno, casi todo —añadió riendo al final de nuestra llamada telefónica. Me dijo que ya había destruido las imágenes de los irrelevantes informes de trabajo social que yo había documentado solo por si acaso. Durante las semanas anteriores me habían entrenado para copiar todo lo que pudiera conseguir, desde el contenido de archivadores hasta los papeles desordenados del cajón de la cocina. Yo simplemente cumplía mis órdenes y, a decir de todos, les había entregado justo lo que necesitaban.

Sin embargo, jamás había esperado sentirme tan mal ante la perspectiva de marcharme de esta casa justo antes de que Claudia diera a luz. Me parecía que le estaba haciendo una jugada.

«Te conseguiremos una razón verosímil para que salgas de allí», me había dicho el jefe. Pero, claro, nunca hizo falta esa razón.

En estos momentos estoy atónita, vacía, desconsolada y más que abatida solo de pensar en lo que sé que debo hacer.

Mientras los niños están viendo la tele hago la llamada que tanto temo. Necesitarán un hogar de acogida de inmediato, y le he pedido al jefe que me deje encargarme personalmente de ello. Respiro hondo y marco el número de los servicios sociales.

—¡Estoy en casa! —entono sin demasiada convicción. Me siento extraña diciéndolo. El piso huele a fresas y café. Cecelia está hundida en el sofá con cuatro cajas de fruta roja madura a su alrededor. Me sonríe. Es como si nunca me hubiese ido.

—Heather —dice con ternura, convenciéndome casi de que todo es normal. Rezo por que hoy tenga un buen día. Tenemos que hablar de algunas cosas.

—Tata —digo yo, y me lanzó de cabeza—: He estado pensando. Las cosas van a mejorar por aquí. —Estoy de pie y el invierno humea desde mi cazadora. Me la quito.

Cecelia no reacciona. En lugar de eso se mete en la boca la fresa más grande que he visto nunca. Parece estar dentro de un sueño, parece irreal.

«Cuida de tu hermana, Heather —me dijo mamá—. Va a necesitarte el resto de su vida. Prométeme que te ocuparás de ella pase lo que pase».

—Mira, no sé si he estado a punto de perder el trabajo por tu culpa o si lo he conservado gracias a ti. —Es el principio de lo que tengo que decirle, cosas que acabo de decidir mientras venía hacia aquí, pero que llevo una barbaridad de tiempo pensando—. Quiero cuidar de ti, Tata, de verdad que sí, pero las cosas van a tener que cambiar. Tú vas a tener que cambiar. —Ahora tengo su atención—. Soy agente de policía y es un trabajo muy duro. Necesito que colabores.

Sus ojos no desvelan si ya hace tiempo que lo sabe y simplemente lo había olvidado, o si para ella es la sorpresa del siglo. De cualquier forma, sigue del todo inmóvil.

—Tenemos que llegar a un acuerdo sobre algunas cosas.

Cecelia no sabe nada sobre mi misión de incógnito y yo no pienso contárselo. Recuerdo que me uní al cuerpo de policía en pleno arrebato de pánico siendo una pringada de dieciocho años. No tenía ni idea de qué hacer con mi vida. En el colegio era la torpe de notas mediocres, mientras que mi hermana siempre fue la artista, la creativa, la extravagante. Siempre tenía que ser el centro de atención, pero, sin que Cecelia lo supiera, yo siempre estaba cerca para mantener a raya a los que se metían con ella. Era su guardaespaldas personal secreta. Siempre había cuidado de ella.

Ya de adultas, en sus momentos de mayor lucidez, se enfadaba y se ponía desafiante cuando yo me encogía de hombros para decirle que había cambiado de trabajo, que había dejado el cuerpo y estaba en un bar, que era limpiadora o que vendía de puerta en puerta. Eso explicaba mis horarios cambiantes, mi vestuario (a veces raro), y además era más o menos cierto, según el caso en el que estuviera trabajando. La parte trastornada de mi tata, no obstante, siempre acababa saliendo a relucir. Percibía cuándo estaba evasiva y se sentía amenazada. Por lo que a mi hermana respecta, yo vivo única y exclusivamente para cuidar de ella. Y casi siempre es así.

Sin embargo, en el último año o dos, su sentido de la realidad se ha relajado y ahora, en lugar de obsesionarse con mi trabajo, está obsesionada con tener un niño. El médico dijo que podría ser por todos los cambios de medicación que ha sufrido. Parece que no aciertan con la más indicada.

—He estado pensando largo y tendido sobre algunas cosas. —Me siento a su lado. El sofá gruñe entre ambas—. Sobre nosotras dos, Tata.

—¿Fresas? —me ofrece, acercándome una—. Quiero hacer joyas comestibles. —Coloca la fruta en mi cuello.

—Para empezar, nos mudaremos a otro piso. —Será un alivio y una salvación salir de este sitio minúsculo.

Cecelia baja la mano y mira fijamente la fresa antes de lamerla. Es como si no me hubiera oído o no hubiera digerido lo que eso implica.

—Podremos hacer una buena limpieza —digo—. Buscaremos un lugar mejor, un lugar con más espacio para que hagas tus joyas. —Cuando crea es cuando mejor se encuentra. Más inestable e imprevisible, cierto, pero en cierto modo parece más viva. Prefiero verla así; así es como nació.

«Cecelia tiene algo de tu madre en ella —me dijo papá una vez—. Cuando nosotros estemos muertos y enterrados, te va a dar mucho trabajo». Se rió y encendió un cigarrillo, y unos meses después murió. La responsabilidad pasó a la siguiente generación. A veces tengo la sensación de que nuestra infancia le ocurrió a otra persona.

Cecelia ríe y se mete la fresa entera en la boca. Al morderla, el jugo rezuma entre sus labios.

—¿Adónde nos mudaremos? —pregunta, incrédula—. Nunca nos mudamos.

—Exacto. Así que ya va siendo hora.

Veo cómo pasea la mirada por el contenido del piso, metiéndolo todo en cajas mentalmente, asegurándose de que no me deshago de nada de su valiosísima basura.

—Tengo algo de dinero ahorrado —le digo—. Podría darlo como entrada. Y a lo mejor me ascienden pronto. —Casi no reacciona ante esa buena noticia, pero mi tata es así. El jefe me ha enviado un correo diciéndome que vaya a verlo la semana que viene. Quiere que solicite una plaza que ha quedado libre.

—Podríamos dar una fiesta —propone Cecelia—. Y comprar un gato. Y a lo mejor yo podría volver a montar una pequeña tienda.

Suspiro. Será mejor que me decida a decir lo que de verdad quiero decirle antes de que tergiverse todo mi plan.

—¿Sabes esos dos niños de los que te hablé, los gemelos? —Cruzo los dedos, esperando que siga el hilo. Cecelia intenta aparentar desinterés, pero de todas formas asiente con la cabeza. Lo que quiero, sobre todo, es que alguien conozca el destino de los gemelos para que no queden relegados únicamente a mi pensamiento—. Van a necesitar un hogar de acogida. —Después de eso, no sé qué será de ellos. Dependerá del destino de su padre—. Y hablando de niños… de bebés… —Tartamudeo.

No me está escuchando.

—Cecelia —digo, cogiéndole las dos manos. Sus ojos empañados intentan enfocar—. Tenemos que dejar clara una cosa. No vas a tener ningún bebé. ¿Me entiendes bien?

Su mirada vacía no transmite nada.

—Ya sé que tienes la cabeza llena de ideas y que parecen todas muy emocionantes y maravillosas, pero, créeme, será mejor que te concentres en tus diseños. Vuelca en ellos toda tu energía, ¿vale?

—Ya entiendo —dice sin ninguna emoción. Puedo ver cómo los primeros indicios de un arrebato van escalando por su cuerpo desde los pies hacia arriba. Junta con fuerza las rodillas y traba sus brazos en un desafiante abrazo alrededor de su torso. Después llega una gran inspiración profunda con la que parece aspirar la habitación entera, seguida de las mejillas sonrojadas, la mandíbula apretada y la dureza de sus ojos. Luego, nada más. La calma antes de la tormenta. La conozco muy bien.

—Lo digo en serio, Tata. Me he quedado hecha polvo después de todo lo que me has hecho pasar. Pensaba que hacía lo correcto intentando acceder a tus exigencias, pero se nos fue de las manos. Yo tengo tanta culpa como tú, la verdad, y tendría que haberte dado un firme no por respuesta desde el principio.

Ya está. Ya lo he dicho. Me dejé arrastrar a un rincón oscuro de la mente de Cecelia y me vi atrapada en la corriente de su deseo. Ella jamás podrá cuidar de un bebé, por mucho que yo creyera que podría ser justamente lo que le hacía falta. Y yo ni mucho menos quiero quedarme embarazada. Tendría que dejar el trabajo para cuidar de la pobre criatura. Ese nunca ha sido mi plan de vida.

—Quiero que dejemos todo eso atrás, Tata, y finjamos que nunca sucedió. No estoy orgullosa de lo que hice, pero no quiero ni oír hablar de bebés, ¿de acuerdo? —La agarro de los hombros y la obligo a mirarme.

—No tienes ni idea de lo mucho que deseo un bebé —susurra con una voz que me parte. Por primera vez desde hace una eternidad, Cecelia parece… normal, sincera, como si sus ideas procediesen de un lugar cuerdo—. Yo siempre, siempre he querido un bebé.

—Pobre Tata —digo, y no puedo evitar pensar un momento en Claudia.

—Desde que era pequeña, siempre he sentido un deseo inmenso de cuidar de un niño. Amarlo, alimentarlo, arroparlo y ver cómo crece. —Hace una pausa. Un momento de silencio y recuerdo—. Tenía una muñeca —sigue, con lágrimas en los ojos— y recé por que cobrara vida. Probé con toda clase de poderes mágicos para que se convirtiera en una niña de verdad, pero ella seguía siendo un montón de plástico frío.

—Tata —le digo—, no tenía ni idea. —Y pensar que compartimos toda nuestra infancia sin que yo supiera nada de eso…

—A lo mejor es porque mamá nunca nos quiso de verdad, con el corazón.

Es lo más verosímil que he oído jamás de boca de Cecelia.

—Yo… no sé si eso es cierto. Seguro que nos quería, a su manera. —En mi mente veo a una mujer que existe, actúa, se ocupa de sus hijas, hace todo lo que hay que hacer en la vida; pero en cuanto al amor, no sé decir si le importaba de verdad. A lo mejor yo misma estaba demasiado ocupada protegiendo a mi tata para darme cuenta. Como dice ella, tener algo que amar hace mucho por llenar el vacío que deja el hecho de no ser amado.

—De todas formas sé que tienes razón —sigue diciendo, ahora parece menos taciturna.

—¿De verdad?

—Sé que no puedo tener un bebé —dice en voz baja—. Y me entristece muchísimo. —Su tono es de una irrevocabilidad conmovedora, como si su vida siempre hubiese estado escrita con esa ausencia de niños, desde el momento de su propia concepción—. Si te digo la verdad, seguramente no habría sido muy buena madre —añade con resignación—. Y… ¿Heather? —Su expresión sigue siendo de una serenidad inquietante, como si todos estos años de agonía, de deseo, de ansia, no fueran más que el embrión de un sueño de su mente insondable que no ha llegado a buen término.

—¿Sí, Tata? —Siento sus manos cálidas en las mías, algo pegajosas por la fruta.

—Lo siento mucho. De verdad.

Y entonces descansa la cabeza en mi hombro, donde debe estar.