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Cuando llegaron, el camino de entrada del final del callejón ya estaba ocupado por varios coches patrulla y una ambulancia. Media docena de vecinos habían salido y se iban acercando, como si la casa fuese un imán gigante que los atraía hacia la tragedia de esa calle normalmente tranquila.

—Parece que nos hemos perdido toda la acción —dijo Adam mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.

Lorraine tiró de la palanca del freno de mano y los dos bajaron del coche y avanzaron a rápidas zancadas hacia la casa.

La llamada había llegado justo cuando Matt acababa de irse y ellos intentaban asimilar lo que les había explicado sobre Grace. De camino, Adam había compartido con Lorraine la poca información que les habían dado por el momento, y ambos habían pasado el acelerado trayecto intentando hacer encajar las irregulares piezas de la investigación. Un agente al que no conocían los recibió en la puerta y los puso al día de todo.

—Señor, señora, aún no estamos seguros de si ha sido un caso de violencia doméstica o qué. Hay una mujer embarazada con heridas leves arriba. No podemos sacarla, se ha puesto de parto y está muy avanzado. —El agente jadeaba como si acabara de verse envuelto en una refriega—. Parece que otra mujer ha perdido la chaveta, tenía un cuchillo y estaba a punto de perpetrar toda clase de mutilaciones. Yo diría que la ha interrumpido una amiga o algo así, porque había otra mujer más ahí dentro que ya estaba ocupándose de la situación antes de que llegáramos nosotros. No les hemos tomado declaración todavía, pero ya está todo controlado y no hay bajas ni heridos de gravedad.

—Bien. Gracias —dijo Adam, dando por zanjada la conversación.

Entraron en el edificio y evaluaron la escena. Allí dentro había muchísimas más personas de lo que le habría gustado a Lorraine. Todavía estaba junto a Adam cuando una mujer bajó por la escalera aferrándose el hombro y se detuvo en el último peldaño.

Era esa niñera, Zoe No-sé-qué. Tenía sangre en la ropa. Lorraine se la quedó mirando y, por un momento, sus ojos se encontraron. Esa chica le transmitía algo extraño, como si acarreara consigo un dolor profundo, no solo el de la herida. Y entonces Adam habló.

—Tiene que verla un médico —dijo, otra vez con ese tono ridículo.

—Sí, señor —repuso ella. Su voz era la misma pero a la vez sutilmente diferente a las otras ocasiones en que Lorraine había hablado con ella. Esta vez era más autoritaria, como si se hubiera quitado de encima una capa falsa. Buscó algo en su bolsillo y sacó una identificación de policía—. De incógnito, por si todavía no lo habían supuesto. —Le hablaba sobre todo a Lorraine, aunque su mirada se escapó un fugaz instante hacia Adam. Su tono tenía cierto deje a «chúpate esa».

Lorraine sintió que se le tensaba la garganta, miró a Adam e interpretó su impasible cara de póquer como una respuesta directa (fue como leer entre líneas), como si conociera a Zoe de antes, como si compartieran un secreto.

—¿Adam? —le preguntó, y Zoe se retiró al salón. Un enfermero la siguió y cerró la puerta tras ellos—. ¿Qué narices pasa aquí?

—Sé lo mismo que tú —respondió él sin mirarla—, pero me da la sensación de que tenemos entre manos otra cesárea amateur.

—No, Adam. Me refiero a ella. A esa mujer. La niñera. Parecías… conocerla, de pronto. —Si no llevara tanto tiempo casada con él, seguramente no habría sabido verlo. A veces Lorraine creía que lo conocía mejor que él mismo—. ¿Qué trabajo de incógnito está haciendo?

Adam puso los brazos en jarras y Lorraine vio cómo sus ojos seguían las idas y venidas del recibidor.

—No tengo ni idea —contestó en un tono nada convincente.

—Pero la conoces. De eso me he dado cuenta. —Lorraine estaba segura. Lo que quería saber en realidad era por qué no le había dicho nada la otra vez.

Adam se encogió de hombros.

—Tienes razón. La conozco. —Y subió la escalera a toda prisa para reunirse con los dos agentes que había arriba, en el pasillo.

Lorraine esperó un momento antes de seguirlo, y ya no encontró el momento de continuar interrogando a su marido, porque los guiaron hacia la habitación donde habían detenido a la sospechosa. La impresión que sufrió al ver a Claudia Morgan-Brown esposada y saliendo de allí custodiada por dos agentes hizo que todo lo demás se borrara de su mente.

Durante unos buenos treinta segundos, Lorraine se sintió muy maternal. Se quedó mirando a esa minúscula criaturita arropada en una manta blanca y acunada a salvo en brazos de su madre. Su carita arrugada miraba al exterior como una tortuga sacando la cabeza de su caparazón, parecía sentir que su madre estaba cerca y su boquita perfecta se retorcía al más leve roce de la ropa o de un dedo.

—¿Niño o niña? —preguntó Lorraine. Se sentía como una torpe intrusa en esos momentos tan absolutamente íntimos. A juzgar por cómo se había quedado Adam atrás sin pasar de la puerta, suponía que él se sentía igual.

—Otra niña —respondió el hombre que estaba junto a la cama—. Yo soy Clive —añadió con voz temblorosa—. No sé si celebrarlo o qué hacer. He recibido como una docena de mensajes diciéndome que la niña estaba de camino, y cuando llego aquí me encuentro con que casi han asesinado a mi mujer. Esto no tiene sentido.

—Clive… —dijo la madre.

Lorraine pensó que parecía ebria con su nueva hija. O eso, o estaba todavía en estado de shock por el trauma que había vivido. Lorraine recordaba muy bien el dulce alivio que se sentía después de dar a luz y, no obstante, resultaba extraño, pero era un recuerdo que raras veces se evocaba en los caóticos años de la educación de los niños. De repente se sintió culpable, como si hubiera descubierto una docena de álbumes de fotos nuevos que nunca se había molestado en mirar.

La mujer continuó hablando:

—No puedo recordar todo eso ahora, Clive, o me volveré loca. Pensemos solo en… —Dudó, mirando a su hija—. ¿Cómo la llamaremos? ¿De qué tiene cara? —preguntó con una sonrisa.

—De tener una suerte bárbara —dijo Clive.

Lorraine estaba pensando justo lo mismo.

Volvió a casa en el coche ella sola. Estaba agotada y emocionalmente exhausta. Adam, que había acompañado a comisaría a los agentes de la detención, llamó para darle la noticia justo cuando ella se detenía frente a su casa. Claudia Morgan-Brown acababa de confesar que era la autora de los ataques contra Sally-Ann Frith y Carla Davis. Al día siguiente realizarían el interrogatorio oficial.

Lorraine se quedó sentada en el coche un momento más. A su alrededor, el mundo seguía girando (el tráfico avanzaba despacio por la calle, una madre empujaba un cochecito mientras un pequeño trotaba riendo a su lado, un ciclista paraba para hablar con su compañero, el barrendero empujaba su ruidosa máquina amarilla) y de alguna forma toda esa actividad cotidiana hizo que se sintiera segura, a solo un gesto de distancia de una vida normal.

En cuanto apagó el motor, el aire atemperado por la calefacción empezó a enfriarse enseguida. Lorraine bajó del coche y entró, detestaba pensar que regresaba a una casa vacía. La madre de Kate había recogido a Stella, y Grace…

«Ay, Grace», pensó Lorraine, compungida.

¿Dónde habían quedado las risas y las alegres bromas de sus hijas al verla llegar cansada después de todo un día de trabajo? ¿Dónde estaban las cariñosas pullas de Adam cuando reñían, aunque de buen humor, mientras preparaban la cena a toda prisa, se explicaban su jornada, se tomaban un vino y, al final, agotados, se quedaban dormidos? Ya echaba de menos el caos de sus habituales noches en familia. En lugar de eso, de pronto lo único que tenía por delante eran taciturnas lamentaciones por haber decepcionado a Grace, por haber sido una madre negligente con sus dos niñas, por haber perdido al amor de su vida y, lo peor de todo, por haber perdido su confianza en Adam.

¿Cómo iba a volver nada a ser como antes?

Tiró el chaquetón sobre la barandilla de la escalera, lanzó las llaves a la mesita del recibidor y se fue directa a la cocina, pero se detuvo en el umbral.

Grace estaba sentada a la mesa, con sus libros del colegio abiertos ante sí.

Su hija levantó la mirada, despacio. Tenía los ojos cargados por la falta de sueño, la tristeza, los remordimientos.

—Hola, mamá —dijo.

—Cielo —repuso Lorraine, dando un paso al frente—. Estás en casa. —Enseguida se dio cuenta de que no tendría que haber hecho ese comentario. Había sonado demasiado artificial.

Grace se encogió de hombros sin dejar de toquetear una página del libro de Química.

—Sí —fue todo lo que logró decir.

Lorraine dejó caer su pesado bolso de piel en una silla de la cocina. ¿Había conseguido Matt hacerla entrar en razón o había vuelto Grace por su cuenta?

—Aunque eso a ti no te importa —añadió su hija, rompiendo así el incómodo silencio. Apartó un par de libros de la mesa y se reclinó en el respaldo de la silla.

Lorraine vio entonces que había estado llorando. No, llorando exactamente no. Eso hacía pensar en una clase de tristeza terrenal y cotidiana que podía enjugarse con un pañuelo de papel. Lo que había vivido Grace era algo más: unos sollozos profundos, la expulsión de algo que estaba arraigado en las profundidades de su alma. Los ojos rojos e hinchados y los ríos de rímel que le bajaban hasta la mandíbula explicaban una historia descorazonadora.

—¡Qué dices! Claro que me importa, no seas tonta. —Lorraine se sentó a su lado—. Desde que naciste no has dejado de importarme.

—Entonces, ¿por qué no hacéis más que pelearos papá y tú? ¿Por qué no podéis ser padres normales como los demás?

Lorraine cogió aliento para lanzarse a responder en cuanto Grace dudara un segundo, pero se mordió la lengua.

—Stella y yo nos sentimos… nos sentimos olvidadas y abandonadas. Por las noches pasáis más tiempo hablando de vuestra mierda de trabajo que preguntándonos cómo nos va. ¿Te has dado cuenta de que Stella se ha hecho otro agujero en la oreja?

Lorraine solo pudo negar débilmente con la cabeza. Aquello le hacía mucho daño.

Grace se levantó y fue al fregadero. Se sirvió un vaso de agua y dio media vuelta para mirar a su madre de frente.

—Vives atrapada en tu propio mundo. No haces más que trabajar, beber y meterte con papá. ¿Qué te ha hecho él, eh, mamá? Joder, ya ni siquiera sonríes nunca. Y luego, cuando resulta que pasa algo un poco grave, de alguna forma consigues hacer como si no fuera nada. Que me había ido de casa, que estaba a punto de dejar los estudios, mamá, de casarme, y a ti te daba igual. —La voz de Grace estaba tensa, cargada de frustración.

Lorraine sintió un grato alivio por dentro al ver que Grace hablaba en pasado.

—¿De verdad crees que me da igual? —Sintió un temblor inestable entre sus palabras.

—No veo que sea de otra forma. Fuiste a buscarme a casa de Matt, pero al final me dejaste allí y te quedaste tan tranquila. En realidad no querías que volviera. Te alegrabas de que me hubiera ido y…

—¡Basta! —exclamó Lorraine, levantándose.

Grace abrió mucho los ojos.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo. Stella y tú sois mi vida. Yo literalmente daría la mía por vosotras. Pero también tengo un trabajo que hacer, y es estresante y exige mucho de mí. —Dio un par de pasos en dirección a Grace, que seguía anclada con firmeza al fregadero. Un hondo suspiro le sirvió para centrarse—. Y llevas razón en eso de que papá y yo tenemos problemas en estos momentos.

Ya está. Ya lo había dicho. ¿Cómo reaccionaría si Grace le preguntaba qué problemas eran esos?

—Pero nada es comparable a tu felicidad y la de Stella. Siento mucho, muchísimo, que creas que os he descuidado. —Lorraine se acercó y estrechó las manos de Grace entre las suyas—. ¿Sabes lo que se siente cuando una de las personas a quien más quieres en el mundo te rechaza de golpe y porrazo, cuando sale de tu vida sin apenas mirar atrás?

Por un momento ninguna de las dos dijo nada, y entonces Grace rompió a llorar.

—Ay, cariño, tesoro mío, ven aquí. —Lorraine atrapó a su hija entre sus brazos y la estrechó. Dejó que sollozara en su hombro todo el tiempo que necesitara, meciéndola con ternura atrás y adelante hasta que sacó casi toda la tristeza y la desesperanza.

—Sí que lo sé, mamá —dijo Grace, sorbiéndose la nariz mientras buscaba un pañuelo de papel—. Sé exactamente lo que se siente. Y os lo he hecho a papá y a ti. Lo siento mucho. —Sus palabras estaban interrumpidas por hipos y resuellos.

Lorraine frunció el ceño.

—¿Matt? —preguntó, fingiendo que no sabía nada.

Grace asintió y se sonó la nariz.

—Me ha dejado esta tarde.

—Lo siento muchísimo, mi vida —dijo Lorraine. Y de verdad sentía por Grace que su relación hubiese terminado, aunque, con el tiempo, suponía que podrían seguir siendo amigos. También Matt lo esperaba, según les había dicho cuando había pasado antes a hablar con ellos.

«—Grace lleva un tiempo algo retrasada con los estudios, señora Fischer… inspectora —había añadido el chico con timidez—. Copiaba los deberes de sus amigas y hacía muchísimo que engañaba a los profesores. Cada vez era peor. Nuestra relación la estaba distrayendo mucho. Me dijo que… bueno, me dijo que odiaba el colegio y quería dejarlo, que no tenía sentido seguir estudiando porque se había quedado demasiado atrás en todo. No me había dado cuenta de que el hecho de salir juntos le estuviera suponiendo tanta presión. No quiero ser el responsable de destrozarle la vida. Creo que todavía está a tiempo de ponerse al día.

—No tenía ni idea —había dicho Lorraine, sorprendida al ver que no había notado nada de todo eso—. Yo pensaba que le iban muy bien los trabajos del colegio.

—Pues no —había insistido Matt, sacudiendo la cabeza—. Y luego empezó con eso de querer casarse y… y, ay, Dios. —Se tapó la cara—. Yo tendría que haber dicho algo antes, pero pensaba que hacía lo correcto. Supongo que me sentía halagado. Creía que hacía lo mejor para ella apoyándola. Mi madre es tan despreocupada que no le importa a quién llevo a casa a dormir, y la verdad es que no le explicamos exactamente eso de que íbamos a casarnos y que Grace dejaría los estudios.

—Sigue, Matt. —Lorraine sentía la impaciencia de Adam, que estaba detrás de ella.

—Todo surgió de pronto hace un par de semanas. Grace me anunció que dejaba el colegio y que, si no podíamos vivir juntos y casarnos, pensaba… pensaba, bueno, desaparecer para siempre.

—Lorraine respiró hondo.

—Matt, has hecho lo correcto viniendo a contarnos todo esto. ¿Dónde está Grace ahora?

—En mi casa. Recogiendo sus cosas. Por si quieren saberlo, acabo de romper con ella. Le he dicho que vuelva a casa y que no deje de estudiar».

Enferma de preocupación, Lorraine le había dejado un mensaje a Grace en el buzón de voz diciéndole que la llamara enseguida, que todo saldría bien, que la querían mucho y que tenía que volver a casa con ellos.

Y allí estaba al fin, temblando en brazos de su madre, acurrucándose en el reconfortante hueco de su abrazo. Al principio, Lorraine pensó que volvía a llorar, pero entonces empujó la cabeza de su hija hacia atrás con suavidad y vio que Grace en realidad reía.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú. Nosotras, esto. —Se sonó otra vez la nariz y tiró el pañuelo a la basura—. Nuestra familia. Somos una panda de anormales, ¿a que sí? —Otra risotada nasal y llena de mocos.

—Unos anormales rematados. Pero que muy anormales —añadió Lorraine.

—Los más anormales de la historia.

—¿Quién es anormal?

Las dos se volvieron. Stella estaba en la puerta de la cocina y Adam asomaba detrás de ella.

—Todos nosotros —le dijo Grace a su hermana pequeña, y las dos se echaron a reír de pronto—. Sobre todo tú.

Lorraine miró a Adam. Percibió su alivio en la cálida mirada que le dirigió por encima de las cabezas de Stella y Grace mientras las dos hermanas se abrazaban.

—Te he echado de menos, anormal —masculló Stella.

—Si casi ni me he ido… —fue la respuesta de Grace.

Adam las rodeó para acercarse a Lorraine.

—Menudo día —le dijo en voz baja al oído.

Al sentir su aliento en el cuello, Lorraine se estremeció. Entonces sintió la pierna de su marido junto a la suya. Fue una buena sensación. Como si de algún modo fuera lo correcto. Como si todo ese tiempo no hubiese estado más que a unos centímetros de la felicidad.

—Bueno, pues ya está. Grace ha vuelto a casa. Seguirá con los estudios. Fin de la tragedia.

Lorraine soltó un suspiro enorme, uno que le daba la sensación de haber estado conteniendo gran parte de su vida, y entró en el estudio del desván.

Era tarde y hacía ya una hora que las niñas se habían acostado. De camino al piso de arriba, Lorraine se había asomado a las habitaciones de ambas, una costumbre que se había permitido todas las noches cuando eran más pequeñas. Ahora que eran adolescentes, no se atrevía a invadir su intimidad ni siquiera cuando estaban dormidas, pero ese día era diferente: el comienzo de una vida diferente.

—Ya lo creo que sí —dijo Adam, y la mirada que le dirigió al levantar la vista de la pantalla del ordenador le transmitió mucho más que esas simples palabras. En su rostro empezó a formarse una media sonrisa, pero se esfumó al recordar que a lo mejor ella seguía furiosa con él.

Lorraine se sentó en la silla de madera que había al otro lado del escritorio. El estudio, una caja de zapatos con el techo inclinado, hacía también las veces de habitación de la colada, cuarto para hacer los deberes cuando en la cocina había demasiado jaleo para las niñas, y dormitorio de invitados con un futón plegable en el que Adam había estado durmiendo los últimos meses.

—Bien —dijo, alargando la conversación. Por dentro sentía todavía restos de ira y resentimiento. Por fuera seguramente solo se la veía cansada—. Me alegro mucho de tenerla otra vez con nosotros.

—Yo también. —Adam se levantó y se reunió con ella desde el otro lado de la mesa. Bajó la mirada hacia Lorraine, a quien le dio la sensación de que su marido esperaba que se levantase y se acomodase en la curva de su brazo, cuando lo que en realidad quería hacer era clavarle un fuerte rodillazo entre las piernas.

—Sé que fue con Zoe, ¿o debería decir Heather Paige?

Dio gracias a Dios por que su voz hubiera aguantado, nítida y decidida. Pensaba continuar, pero, para su sorpresa, Adam ya estaba asintiendo. No fue un gesto demasiado vehemente, y tampoco parecía arrepentido. Fue una simple cabezada con la que indicaba que tenía razón.

Adam cruzó los brazos contra el cuerpo.

—Delatarla habría tenido graves repercusiones. Yo sabía que era una agente y que había realizado algunas misiones de incógnito. Estaba trabajando en un caso de fraude. Ha sido una coincidencia desafortunada. El karma me ha dado una patada en el culo, supongo, pero tenía que guardar silencio. Lo que sucedió en la fiesta de Navidad ya era bastante malo como para además andar poniendo en peligro el puesto de trabajo de ambos haciendo saltar su tapadera.

—Me partes el corazón…

—No empieces con los clichés.

—¿Clichés, Adam? Tu conducta es el único cliché que veo yo por aquí. ¿Sabes cómo me siento ahora mismo, sabiendo que compartíais ese secreto estando yo delante? No esperaba que la delataras como agente de policía, pero decírmelo a mí sí que habría sido lo más decente, joder.

Lorraine vio entonces la copa de tinto casi llena que había en la mesa.

—¿Te importa? —dijo, y la alcanzó.

Adam asintió y vio cómo vaciaba la mitad de un trago. Estaban a apenas unos centímetros uno del otro, y Lorraine dio rienda suelta a sus emociones. Estaba harta de luchar contra ellas, harta incluso de sentirlas.

—Podría echarte de casa, ¿sabes? Decirles a Grace y a Stella lo que hiciste.

Adam asintió. Por lo visto estaba preparado para cualquier cosa.

—Me las arreglaría bien yo sola con las niñas. Estaríamos estupendamente.

Por unos instantes, Lorraine retuvo esa situación en su mente. No le gustaba la sensación que le transmitía; no, si era sincera. Grace y Stella necesitaban a su padre, por muy capullo que hubiese sido. Bebió más vino. Y si era sincera del todo, también ella lo necesitaba.

Adam seguía sin decir nada.

—Pase lo que pase entre nosotros, no puede haber más mentiras —añadió Lorraine—. No lo soporto, y las niñas no se lo merecen.

Entonces, antes de que él pudiera contestar nada, se sorprendió buscando la mano de su marido. Ansiaba tocarlo. Se dio cuenta de lo firme que estaba y en ese momento se descubrió recordando todo lo que amaba de él: su pasión por los deportes y la buena forma física, cómo animaba a sus hijas a apuntarse a deportes de equipo y cómo iba a ver todos sus partidos, hiciera el tiempo que hiciese. La forma en que tantas veces lo había sorprendido mirándola a lo largo de todos esos años, como si ella fuese una parte tan integral de su vida como el latido de su propio corazón. La manía que tenía de poner la música demasiado alta en el coche, y de dormirse en el cine. Los espantosos regalos que le hacía por su cumpleaños y eso de que siempre se pusiera ese holgado jersey gris con un agujero bajo el brazo cuando tenía el domingo libre. El hecho de que hubiese empezado a jugar al golf hacía solo un año y luego lo dejara de pronto, o cómo insistía en ponerse calcetines de colores cuando iba a los juzgados.

Cosas nimias, ridículas, que al sumarlas todas ellas adquirían unas proporciones más grandes que la vida misma.

Esa forma que tenía de ser… Adam, y nada más.

Lorraine cerró los ojos. Todo ello le daba vueltas en la cabeza, retazos descontrolados e insoportables, y aun así alegres, hermosos, suyos. La calidez, la seguridad, la pasión, la cotidianeidad, el amor, las preocupaciones, las esperanzas y las necesidades de su familia anegaban su pensamiento. No podía renunciar a él. Esa familia había sido la obra de toda su vida.

Dejó la copa y se acercó a él. Lo intentaría. Intentaría por todos los medios olvidar, y cada día, al despertarse, se prometería ver al hombre con quien se casó, el hombre al que amaba y adoraba, y no al hombre con el que Adam se había confundido en un pasajero ataque de insensatez.

—Stella necesita zapatos nuevos para el colegio —susurró contra su cuello, y levantó el rostro hacia el de su marido. Notó su calidez y su familiaridad.

—Y hay que limpiar los canalones —repuso él, dejando resbalar sus manos hasta las caderas de ella.

—Tampoco hay nada para desayunar —informó Lorraine mientras su boca rozaba la de él.

El beso fue inseguro y delicado al principio, pedía perdón pero perdonaba también. Y entonces, a través del encuentro de sus labios, por entre el amasijo de manos que palpaban y extremidades que se entrelazaban, Lorraine creyó oírle mascullar algo así como que lo sentía, que siempre la había querido, pero lo cierto es que después de eso no recordaba mucho más.