Decido que, ya que estoy en casa, a lo mejor debería hacer la colada. Lo prosaico de esta sencilla tarea me mantiene ocupada durante esta interminable espera. Bajo al lavadero y voy repasando las prendas que han quedado revueltas en un montón: una maraña sucia compuesta por la ropa de todos. Meto la mía en la lavadora, pero solo la llena hasta la mitad, así que cojo otras prendas de colores parecidos y, cuando estoy a punto de meterlas también, veo la sangre.
Agito la tela para extenderla y localizo una mancha roja donde no debería haberla. No lo entiendo, y tampoco quiero tocarla. Una parte de mí cree que no puede ser lo que creo que es, que sin duda habrá una explicación racional, pero otra parte sabe exactamente lo que significa. Me la quedo mirando unos instantes y decido no ponerla a lavar. En lugar de eso, arrugo la prenda amarilla y la meto en una funda de almohada para esconderla en el fondo de la cesta de la ropa sucia.
—No puede ser —me digo mientras subo del sótano.
Estoy sola en la casa, así podré registrar todos los armarios, aunque al principio no sé muy bien qué es lo que estoy buscando. Tengo que revolverlo todo sin muchos miramientos y cambiando de sitio las cosas, lo cual sin duda delatará que he estado fisgoneando, pero al fin confirmo mis sospechas.
Bajo a la cocina, todavía desconcertada por lo que he encontrado. No parece que tenga ningún sentido. Veo que la lucecita de la base del teléfono parpadea, lo cual indica que han dejado un mensaje. No hace mucho que he llegado. Aprieto el botón y al principio pienso que es una broma, pero de pronto, entre todos esos jadeos y esa respiración enloquecida, aparece la voz de una mujer desesperada.
—¿Estás ahí? ¿Hay alguien? Ayúdame… ¿por favor?
—Es Pip —digo, preocupada y casi tan jadeante como el mensaje que me ha dejado.
«A lo mejor se ha puesto de parto. En ese caso, ¿por qué no está en el hospital? ¿Y por qué no ha llamado a su comadrona, o a Clive? Espero que no le haya pasado nada».
Le devuelvo la llamada enseguida, solo para comprobar que todo va bien, pero marco su número y me salta directamente el buzón de voz. Me extraña, pero de pronto me doy cuenta de la hora que es. Tengo que ir a buscar el coche de James al mecánico, después de lo cual quizá debería acercarme por casa de Pip para comprobar que todo va bien.
Veinte minutos más tarde descubro que el coche solo necesitaba una bombilla en un faro trasero y un pequeño ajuste del freno de mano. Todavía distraída, pago la factura y el mecánico me entrega el certificado conforme el coche ha pasado la inspección técnica obligatoria. No consigo quitarme de la cabeza el lastimero mensaje de Pip. Lo tengo ahí atravesado, junto con el contenido del armario y la prenda ensangrentada. Mi mente se despierta de pronto. El trayecto hasta su casa es breve. Además, a lo mejor agradece que alguien recoja a Lilly del colegio.
Diez minutos después ya estoy en el camino de entrada de su casa. Su coche está aparcado frente al garaje, como siempre, pero también hay una bicicleta que reconozco tirada sobre el asfalto. Mi corazón tartamudea al verla. La miro fijamente al pasar a su lado, preguntándome qué significa, casi esperando que la rueda delantera se ponga a girar y rechinar sola. Descarto ese pensamiento, pero entonces veo el destello de una cara que se aparta rápida de la ventana delantera mientras me acerco a la puerta. No he visto quién era.
Llamo al timbre y espero. Nadie viene a abrir. Intento mirar por la ventana en saliente, pero el salón está vacío y a oscuras. Mientras mis ojos recorren la sala veo en el suelo varias tazas, una de ellas hecha pedazos, y un móvil roto junto a la chimenea.
«Qué raro», pienso. Pip es ordenada hasta extremos ridículos.
Llamo otra vez al timbre y doy varios golpes en el buzón. Luego abro la ranura y la llamo por ella, canturreando su nombre con la esperanza de que me oiga aunque esté en el piso de arriba. No quiero asustarla, pero no puedo evitar que la urgencia de mi voz vaya en aumento.
—Pip. Pip, ¿dónde estás?
Acerco el oído a la ranura esperando una respuesta. No oigo nada, ni siquiera las patas o los ladridos agudos de Jingles, su pequeño Jack Russell. Me pregunto si habrá salido a pasear para acelerar la dilatación del parto, aunque a lo mejor ya se la han llevado en ambulancia. Pero juraría que he visto a alguien en su salón.
Doy la vuelta a la casa por el camino del jardín, menos mal que la verja no está cerrada con llave. Casi espero que Jingles venga correteando a saludarme, pero el perro tampoco está aquí fuera. El jardín trasero de Pip es un pulcro cuadrado de verde invernal y matas podadas. Hay un par de pelotas de vivos colores tiradas en el césped y un coche de pedales olvidado en el porche de la puerta de la cocina. Lo aparto con el pie y apoyo una mano de lado en el cristal para ver mejor. Esta vez la persona que está dentro no tiene tiempo de esconderse.
Cuando se da la vuelta hacia mí, su cara se arruga en una expresión que no sé interpretar (es una emoción que nunca he visto en nadie), pero entonces, un instante después, vuelve a ser ella misma, a ser la persona que conozco, serena y controlada. Quiero suspirar de alivio, porque ya hay alguien ayudando a Pip, pero en mi interior algo me lo impide. Al principio no sé qué es, no sé por qué no puedo sentir gratitud al ver que Pip ya tiene asistencia y consuelo. Solo cuando me abre la puerta de la cocina y me obliga a entrar me doy cuenta de por qué se me ha acelerado tanto el corazón y tengo los puños apretados en tensos nudos. Pero entonces ya es demasiado tarde.
—Zoe.
—Claudia.
Nuestro saludo es falso y queda puntuado por dos rígidas cabezadas. Intento no perder la calma. Mi mente va más deprisa que mi boca y sé lo que quiero decir, lo que debería decir, pero no digo nada. Sigo sin estar segura de qué significa todo esto.
—¿Dónde está Pip? ¿Se encuentra bien? —Doy un paso por la cocina, intentando mirar hacia el salón. Ella retrocede, pero sigue tapándome la vista—. ¿Se ha ido al hospital?
Niega con la cabeza a cada una de mis preguntas. Levanta las manos con impotencia y se las pasa por el pelo. A continuación las deja caer de nuevo a los costados.
—La niña —dice con una voz lastimera, y no sé si esas dos palabras están llenas de tristeza o dicha o desesperación o alguna otra cosa que todavía no he captado.
—¿Qué le pasa a la niña? —pregunto—. ¿La ha tenido ya? Tienes que contarme qué está pasando. —Soy consciente de que el pánico impregna mi voz a la vez que intento esquivarla para recorrer el resto de la casa, pero ella me corta el paso.
—¡No, no, quieta! No sabes lo que estás haciendo. —Se ha echado a llorar. Le salen burbujas de moco por la nariz y tiene las mejillas coloradas.
Un alarido escalofriante invade de repente toda la casa y unos fuertes golpes desde el piso de arriba hacen temblar el techo.
Se vuelve y echa a correr por el pasillo, sube los peldaños de la escalera de dos en dos. Yo la sigo, pero no le cuesta nada dejarme atrás y llegar antes que yo al baño. Cierra de un portazo y oigo cómo desliza el pestillo justo cuando otro atormentado quejido sale por el resquicio de la puerta.
Tiene a Pip ahí dentro.
Lanzo el hombro contra la puerta, pero no se abre.
—¡Déjame entrar, por Dios! ¿Qué estás haciendo? —No me responde, pero oigo chillar a Pip. Grita dos veces mi nombre y luego se oye una bofetada a la que sigue el silencio.
Aporreo la puerta e intento echarla abajo con todo mi peso varias veces más, pero es resistente. Me detengo, intento pensar un momento con calma qué está pasando, pero es mucho, demasiado grande para asimilarlo. Recorro el pasillo escuchando los desgarrados alaridos de Pip a medida que su parto sigue adelante.
—¡Escúchame! —grito—. ¿Puedes oírme desde ahí dentro? ¡Por favor, dime que puedes oírme!
Se produce un silencio interminable, pero al final oigo un «Sí» muy débil. Luego otro sonido estremecedor que Pip profiere cuando la contracción llega a su punto máximo y por fin remite.
Intento comprender lo que me llega desde el otro lado de la puerta por encima de los suaves jadeos y los lastimeros sollozos. Todavía no estoy segura de qué le está haciendo.
—Pip se ha puesto de parto —digo. Casi me daría un tortazo por afirmar algo tan evidente—. Tiene que ir al hospital para que se ocupen de ella. Seguro que quieres lo mejor para ella y para la niña, ¿verdad que sí? Pip es una amiga. ¿Por qué quieres hacerle daño? ¿Me oís ahí dentro?
No contestan. Entonces resuena el rumor de un grifo, como si alguien estuviera llenando la bañera. A eso le siguen unos golpeteos, quizá algo metálico que se ha caído al suelo. No puedo estar segura.
—¡No, no! ¡Dios mío, no, por favor! ¡Ayuda! —Esa voz, que a medias grita y a medias suplica, ya no parece Pip.
El teléfono se cae de mis manos temblorosas cuando intento llamar para pedir ayuda. Lo recojo, marco el número de emergencias y doy los datos con la máxima claridad posible. Después llamo al otro número, el que nunca pensé que tendría que usar, e informo con calma. Admito que he fracasado por completo y tendré que pagar las consecuencias, pero los gritos que salen del baño (ahora ya son por algo mucho peor que los dolores del parto) hacen que me lance una vez más contra esa puerta con el peso de toda mi vida. Tengo que sacar a Pip de ahí dentro.
Siento que la madera cede un poco y retrocedo más por el pasillo. Vuelvo a cargar otra vez, golpeo con la cadera y el hombro todo lo fuerte que puedo. Oigo que la madera se astilla y luego más gritos y golpes y me pongo a embestir contra la puerta como una loca. No importa lo que haya podido destrozar, no puedo permitir que le pase nada a Pip.
De repente la puerta cede, se abre y yo caigo en el baño, tropiezo y me doy un golpe en la mejilla con el borde del lavabo. No estoy preparada para lo que veo, aunque mi mente ha estado barajando ideas descabelladas desde el momento en que he visto a Claudia en la cocina de Pip con unos vaqueros de cintura tan ajustada que hasta a mí me costaría ponérmelos.
—Claudia —digo. Estoy tan furiosa que me tiembla la voz—. Nadie va a hacerte daño si mantienes la calma. Quiero que dejes ese cuchillo en el suelo.
El baño es pequeño y mal ventilado y ya apesta a muerte. Aún no me he atrevido a mirar a Pip, pero sé que está tumbada boca arriba en la bañera. Oigo su respiración superficial y desesperada y sé que todavía está viva. No puedo apartar los ojos de Claudia ni del cuchillo que sostiene sobre la barriga desnuda de Pip.
—Tienes que escucharme con mucha, mucha atención, Claudia.
Se vuelve y me mira directamente. Tiene el brazo derecho extendido y su mano aferra el mango de madera del cuchillo de cocina. ¿Cómo puede ser la misma mujer que me entrevistó para que fuera su niñera hace tan poco tiempo, o la madre que arropa a los gemelos en la cama por las noches con tanto amor como si fueran sus propios hijos? Algo falta en los ojos de Claudia, que sostiene mi mirada. Es como si sus iris se hubieran descolorido, como si alguien hubiera legrado la compasión de su alma. No sé si es maldad o enfermedad.
—Ya vienen a ayudarnos, Claudia. Si ahora haces lo que te diga, podremos solucionarlo. Sé que no quieres hacerles daño ni a Pip ni a la niña.
—No es justo, joder —dice ella con una voz que no reconozco—. Quiero a su niña. —Su brazo tiembla con furia y por sus mejillas resbalan lágrimas. Se vuelve con rigidez para mirar a Pip, que se agarra al borde de la bañera y está llorando. Veo el tono rosado que ha teñido los pocos centímetros de agua que hay en la bañera y me preocupa que esté herida.
Recuerdo el contenido de la caja del armario de Claudia: un alijo de desesperación lleno de recuerdos dolorosos y esperanzas perdidas.
—Ya sé que no es justo, pero tampoco es justo hacerle daño a Pip, ¿verdad?
—Necesito a su niña —dice Claudia, y se arrodilla junto a la bañera—. Tengo que quedármela. —Veo las líneas de tensión muscular en su rostro—. La niña viene ya y tengo que sacarla sana y salva. —Su voz posee una serenidad inquietante, y entonces coloca la mano izquierda sobre la barriga de Pip y acaricia toda su curvatura.
Doy un paso, pero ella se vuelve y me apunta directamente con el cuchillo. Retrocedo y centra de nuevo su atención en Pip.
—Quiero que me digas cuándo estás entre dos contracciones —le pide con una voz diferente, como si fuera una comadrona y tuviera la situación controlada—. Te sacaré ese bebé de ahí en un periquete.
El cuchillo sigue firme en su mano derecha. Tiene los nudillos blancos de la tensión.
Pip no puede hablar. Sigue tumbada en la bañera, intentando controlar el dolor que la recorre cada par de minutos y la consume más aún que el miedo. Por un breve instante levanta la vista y me mira, implorándome ayuda. Yo, detrás de Claudia, asiento despacio y muevo los labios pronunciando un mudo «Tranquila» con la esperanza de que me entienda.
Entonces lo oigo. Ruidos que vienen de abajo, de la calle. Rezo por que sea la ayuda que he pedido. Espero que Claudia reaccione, pero está demasiado absorta intentando palpar las estriaciones musculares del abdomen de Pip para darse cuenta de nada. No sé hacia dónde volverme. Si la dejo sola y bajo, Claudia podría hundir la hoja en la tripa de Pip en menos de un segundo. Por otro lado, no puedo arriesgarme a que llamen a la puerta porque una amenaza repentina podría provocar exactamente lo mismo.
—¿Por qué no me esperas aquí un momento, Claudia? —digo—. Tómatelo con calma. Es mejor no apresurarse, y quieres hacerlo bien, ¿verdad? —Es lo único que se me ocurre. No estoy entrenada para esta clase de cosas—. ¿Preparo un té para Pip?
Despacio, Claudia levanta la cabeza hacia mí. La punta del cuchillo descansa sobre la pálida piel de Pip, que se estremece cuando llega la siguiente contracción. Yo estoy en el umbral, esperando haberla distraído lo bastante para posponer la espantosa maniobra. Podría lanzarme sobre ella, arrebatarle el cuchillo, luchar con ella en el suelo y golpearle la cabeza contra el váter, pero si no lo consigo, o si ella me gana, todo habrá terminado.
Oigo otro ruido. Sí, vienen del otro lado de la puerta de entrada. Hay gente ahí fuera. Tiene que ser la policía.
De pronto Claudia vuelve la cabeza.
—¿Qué me dices? Yo creo que a Pip también le vendría bien una galleta —añado, arrancándome una risita con la que intento tapar el ruido de abajo.
Aunque casi no me lo creo, Claudia asiente con la cabeza y arruga un poco la frente, como si el horror que está a punto de cometer fuese calando poco a poco en su conciencia. Se mira sus propias manos, mira el destello del cuchillo que sostiene con la derecha, a Pip medio desnuda y tirada, impotente, silbando de dolor con cada respiración hasta que la contracción por fin afloja. Se recoloca, aún de rodillas, y se agarra al borde de la bañera con ambas manos. El cuchillo choca contra el plástico cuando se pone en pie, aún ceñuda, pensando, casi con cara de remordimiento.
—Un té, sí —dice, y da rienda suelta a la sonrisa desquiciada de su rostro. Se mira en el espejo como si estuviera contemplando el infinito, y no a sí misma. Tiene el cuchillo en una mano, colgando junto a su muslo.
—Eso mismo —insisto—. Podemos hablar de lo de tu bebé. —Miro a Pip, que tiene un momento de lucidez a pesar de sus temblores, a pesar de la baba que le mancha las comisuras de la boca—. Venga, Claudia, vamos a…
Pero los repentinos golpetazos en la puerta de entrada lo cambian todo. Claudia pierde su momento de cordura, se deja caer pesadamente de rodillas y vuelve a apretar el cuchillo con fuerza contra la piel de Pip.
—Crees que soy idiota, que no sé hacerlo, pero he estado practicando —informa con decisión—. Esta vez me saldrá bien. —Se lame los labios, ladea la cabeza y estudia la zona que rodea el ombligo de Pip.
Yo me aferro al marco de la puerta. Los golpes de abajo son ahora más insistentes y la médico de la ambulancia grita por la rendija del buzón, pero estoy segura de que Claudia atacará si bajo a abrir. Solo puedo rezar por que la policía fuerce la puerta. Mientras yo esté aquí arriba, tendré posibilidades de detenerla.
—Debería haber cortado por aquí, ¿ves? —dice, trazando una línea horizontal en la parte baja del vientre de Pip con la punta de la hoja. Pip profiere un pequeño sollozo y se agarra al borde de la bañera. Con un movimiento diestro, Claudia le tira la cabeza hacia atrás y se la golpea. Oigo un crujido amortiguado cuando su cráneo impacta contra el grifo—. Aquí no hay atajo que valga, ¿sabes? —exclama, levantando la mirada hacia mí mientras agarra un manojo de pelo de Pip y pasa el cuchillo contra su piel.
La línea de sangre no mana inmediatamente, pero enseguida veo una gema roja que brota del corte superficial. Claudia se concentra en ella como si estimulara sus ansias de más. No me cabe ninguna duda de que ahora seguirá adelante con esto, así que, cuando oigo que tiran abajo la puerta de la entrada, por fin me lanzo sobre ella con todas mis fuerzas.
Durante un segundo no siento nada.
Luego oigo gritar a Pip. Oigo el rugido de los agentes que suben la escalera a la carga. Oigo el gruñido de Claudia al hundir el cuchillo en mi hombro. Oigo mi propia respiración, áspera, que entra y sale de mis pulmones mientras mi cerebro poco a poco toma consciencia de una única cosa: algo no marcha bien.
Entonces siento unas manos que me tocan, tiran de mí hacia atrás de manera que mi cabeza sale lanzada y choca contra el muslo de alguien. Siento un momento de duda cuando el agente me mira para evaluarme y decidir si tirarme al suelo y esposarme o rescatarme, y siento el dolor cuando la primera puñalada de agonía consigue abrirse camino hasta mi cerebro.
—¡Tire el arma! —grita el segundo agente. Tiene las mejillas rojas del esfuerzo y escupe saliva al hablar. Veo las duras líneas de los músculos de sus brazos cuando agarra a Claudia de las muñecas y casi se las ata con un nudo a la espalda. Entonces veo la expresión de sorpresa y desesperación que cubre el rostro de Claudia al darse cuenta de que ha fallado, de que todo ha terminado.
—Estoy sangrando —digo en voz baja. Me miro los dedos, aunque no soy consciente de haberme tocado la herida del hombro. El agente que me sostiene me suelta un poco y me ayuda a levantarme—. Estoy bien —le digo. Automáticamente me llevo la mano al bolsillo trasero, pero el dolor del hombro me impide sacar mi identificación—. Soy agente de policía. Esta mujer necesita asistencia médica urgente.
Entonces me apartan a un lado y el primer agente saca a Claudia al pasillo. El cuchillo ha quedado tirado en el suelo del baño con una gota de rojo en la punta. Lo dejo exactamente donde está mientras los agentes se la llevan a un dormitorio.
Entonces el enfermero de la ambulancia y yo atendemos a Pip y la ayudamos a salir de la bañera chorreando una viscosa mezcla de agua y sangre. Es sorprendente cómo logra recobrar la compostura y traba su mirada con la mía cuando llega la siguiente contracción. Se agarra a mí, estremeciéndose y gimiendo y respirando para controlarla y superarla tal como le han enseñado. Llega la médico y, entre las dos, en medio de la caótica escena que nos rodea, conseguimos tumbar a Pip en su cama y ponerla mucho más cómoda. La médico coge su maleta, prepara su material y empieza con una rápida valoración.
—No tenemos tiempo de llevarte al hospital, cielo —dice—. Me parece que el bebé no tardará mucho en llegar. —Mira al techo mientras su mano enguantada confirma lo avanzado que está el parto de Pip.
El enfermero le toma la tensión y se encarga de la herida superficial que tiene en la barriga mientras yo salgo de la habitación. Pip está en buenas manos. Un ecógrafo portátil transmite con sus siseos el reconfortante zumbido de la nueva vida mientras yo bajo la escalera apretándome el hombro.
—Tiene que verla un médico —me dice el inspector que está en la entrada.
Me quedo inmóvil en el último escalón. Me está mirando fijamente. Su compañera está a su lado, me mira arrugando la frente y yo cierro más la mano sobre mi herida. Nuestras miradas se cruzan un momento, cada una calibrando a la otra.
—Sí, señor —digo. Esta vez los dedos de mi mano buena consiguen meterse en el bolsillo y sacar mi identificación. La fuerza de la costumbre me hace enseñársela—. De incógnito, por si todavía no lo habían supuesto —informo, sobre todo por la inspectora Fisher, que me mira con más incredulidad que otra cosa.
En mi interior, algo me impulsa a ofrecerle una sonrisa delirante y nada oportuna, pero mi rostro no consigue darle forma. Después de esto, dudo que vuelva a trabajar en ningún otro caso. Supongo que era mi última oportunidad para impresionarlos y la he cagado. A partir de ahora me pondrán a ordenar archivos en el sótano.
—¿Adam? —oigo que dice la inspectora Fisher cuando me retiro al salón.
Me mareo y necesito sentarme. No quiero oír cómo él se lo explica, o cómo ella va atando cabos. Lo único que quiero es dormir, pero parece que no voy a poder. Otro asistente sanitario se me acerca y corta mi ropa para dejar al descubierto la herida del hombro.
—Tiene mal aspecto, pero sobrevivirás —me dice, cogiendo aire entre los dientes apretados.
—Seguro —contesto—. De todas formas, no todo lo que ves es de la puñalada. El otro día me caí de la bici.
Oigo más gritos desde el piso de arriba, pero esta vez son diferentes. No son gritos de miedo.
El enfermero me limpia y me pone un apósito. Le doy las gracias. Los dos nos detenemos, inclinando los oídos hacia la puerta. Sonrío.
—¿Oyes eso? Ahora lloran dos —digo, tragando el nudo que tengo en la garganta. Los gritos de dolor de Pip se han convertido en emocionados sollozos de alegría, mientras que el segundo llanto es mucho más débil, más nuevo, y apenas si se oye desde la planta baja.
Imagino a la niña acurrucándose junto a su madre. Siento un alivio absoluto al saber que ha nacido bien.
Decido no ir a ver a Pip aún, sino esperar y hacerle una visita dentro de uno o dos días, cuando se haya recuperado. Ya han pasado varios vecinos por aquí, sin duda alertados por la llegada de los coches patrulla y la ambulancia. Veo que una de ellas ha tenido la buena idea de ir a recoger a Lilly al colegio. Después, cuando Clive por fin llega a casa, angustiado, aturullado y desesperado por ver a su mujer y a la recién nacida, me marcho discretamente. Para mí, es lo más correcto. Los inspectores no estarán contentos al ver que me he ido sin hacer una declaración oficial, pero yo necesito volver a casa.
Solo cuando pongo un pie en la calle me doy cuenta de que no tengo la menor idea de a qué casa volver.