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El teléfono fijo deja de sonar justo antes de que descuelgue. Mientras resbalo sobre las baldosas del recibidor para frenarme, me doy cuenta de que siento un cosquilleo por todo el cuerpo. Mi nerviosismo está alimentado únicamente por mi cabeza. Eso me asusta. Es como la erupción de un volcán sobre el que no tengo control, o una enfermedad que no tiene cura. Levanto el auricular para asegurarme de que la otra persona no está todavía al otro lado, esperando a que descuelgue. Casi al instante empieza a sonar el móvil. Corro en su busca y por fin lo encuentro, en mi bolso, en la cocina.

—¿Diga? —pregunto antes incluso de apretar el botón.

Esta tarde tiene una extraña aura de urgencia, algo agobiante y definitivo flota en el ambiente, como si casi se me hubiera agotado el tiempo, cuando yo no quiero que se agote; es un tramo decisivo de mi existencia que sencillamente no había esperado que terminara tan pronto.

—¿Diga? —repito—. ¿Quién es? —Lo único que oigo es la respiración convulsa de alguien anónimo. Es casi como si el teléfono mismo aspirase y expulsase el aire de la cocina—. ¿Quién es? —Estoy a punto de colgar cuando oigo la voz de una mujer.

—Por favor, ayúdame —dice, y al instante sé que es Pip. Mi corazón rueda como un bolo caído en el interior de mi pecho. Sé por qué llama. Mi mano cae inerte a un costado mientras lo asimilo, mientras decido qué implica. Vuelvo a llevarme el teléfono al oído y esa respiración frenética sigue ahí. Casi puedo sentir cómo su mano aprieta la mía mientras su cuerpo se desgarra, mientras su útero se prepara para vaciarse.

—¿Pip? —pregunto, aunque sé muy bien que es ella—. ¿Te encuentras bien?

Hay una larga pausa. Al final habla:

—Estoy de parto.

Más jadeos seguidos de unas respiraciones controladas, como si solo hablar conmigo la ayudara ya a calmarse.

—¿Acabas de llamar tú al fijo? —Una pregunta estúpida.

—Sí, sí —dice durante una pausa entre contracciones—. Siento muchísimo molestarte. No sabía a quién más llamar. He dejado un mensaje.

No he tenido ocasión de escucharlo, pero me gusta que me haya llamado a mí, que en mitad del drama de las convulsiones de su cuerpo haya acudido a mí en busca de ayuda.

—¿Puedes venir? —pide. Casi veo la mueca de dolor de su rostro—. De verdad que necesito que me ayudes. La niña llegará pronto y no consigo encontrar a nadie. Clive debe de estar en una reunión.

La bomba de lo que acaba de decirme me saca de mi estado de inacción. Aun antes de haber terminado la llamada, ya me estoy poniendo los zapatos y cogiendo el abrigo.

—Voy para allá, Pip. Tú espérame.

La mantengo al teléfono mientras busco las llaves del coche por todas partes, pero no doy con ellas. Decido ir en el coche de James, pero entonces recuerdo que lo están revisando en el mecánico. Me tiro del pelo, frustrada, pero intento que Pip no sienta mi inquietud.

—Por favor, no des a luz antes de que llegue yo. Quiero estar contigo. Te prometo que estaré ahí dentro de nada. —Entonces le pregunto si ha llamado a una ambulancia y, como me dice que no, le doy unas instrucciones muy concretas. Rezo por que haga lo que le he dicho.

El aire frío me deja sin respiración, pero no tanto como para no pensar con claridad. Sin otro vehículo a mano, solo me queda la bicicleta. La saco de detrás de la puerta lateral y paso una pierna por encima del sillín. Al empezar a pedalear no hago más que resbalar sobre las placas de hielo de la acera. Un conductor me pita cuando salgo bruscamente por entre los coches aparcados, pero recupero el equilibrio justo a tiempo para no chocar contra el costado de una furgoneta.

La casa de Pip no está lejos (o al menos nunca me lo ha parecido cuando he ido en coche), pero ahora que tengo que impulsarme yo misma es casi como si estuviera intentando llegar a la cara oculta de la luna. El cielo está muy tapado y con unas nubes bajas que se ciernen sobre mí igual que el peso de mi misión. Esto es una culminación, un eclipse, una oportunidad perfecta que no puedo permitirme perder. Me lo repito una y otra vez mentalmente mientras mis piernas hacen dar vueltas y vueltas a los pedales y me acercan cada vez más adonde tengo que llegar.

La calle de Pip es un perfecto remanso de clase media. En él todo es cómodo, tranquilizador, seguro y sereno. La última vez que le hice una visita fue para llevar a los gemelos a jugar con Lilly. Ahora, mientras pedaleo como una loca para ir en su ayuda, casi me parece que ocurrió en un sueño, que fue en una vida diferente. «Por favor, Dios, no dejes que dé a luz sin mí».

—¡Mira por dónde vas! —me grita desde la ventanilla del coche un hombre que sale de su casa dando marcha atrás. Viro y esquivo por poco la parte trasera de su vehículo.

Al final de la calle sin salida freno con un chirrido sobre la gravilla del camino de entrada de Pip. Tiro la bicicleta al suelo y echo a correr hacia su puerta. Aprieto el timbre varias veces, además de llamar a golpes con la aldaba.

Pip me abre antes de lo que esperaba, a primera vista parece perfectamente normal e incluso sonríe nada más verme. Pero su sonrisa se desvanece enseguida y ella se lanza al abismo de otra contracción. Remplazo su sonrisa por una mía y la miro, aliviada, agotada, contenta de que por fin vaya a suceder. Todavía está muy embarazada. La empujo con rudeza al recibidor y cierro de un portazo.

—Lo siento, Pip —le digo—. Nunca fue esta mi intención.

Está horrorizada, es incapaz de hablar. Se aferra el abdomen y se inclina contra la pared mientras pone una cara que yo no le había visto jamás. Se le arruga la frente, la boca se le contorsiona y descubre sus dientes en una sonrisa agónica. Entonces pone los ojos en blanco y parece transportarse a un lugar diferente durante uno o dos minutos, ni siquiera consigue inquietarse por la violencia con que he irrumpido en su casa.

Me acerco a ella y le acaricio el hombro para ver cómo reacciona, siento una repentina punzada de culpabilidad. Espero que se encoja intentando apartarse de mí, pero ni siquiera parece darse cuenta de que estoy a su lado. Cuando le pongo una mano en la barriga, la noto dura como una piedra. Sus músculos se cierran en torno a la niña y hacen que me pregunte cómo sobrevivirá al trauma.

—Me parece que será mejor que te sientes, Pip. Me preocupa que puedas caerte.

Durante un momento no me hace caso, pero luego es como si alguien le hubiese dado a un interruptor y la Pip de siempre regresa. Me mira a los ojos, preguntándose si soy la persona que ella conoce.

—Pip, quiero que te sientes en el sofá. —Mi voz da órdenes y suena perversa, algo que nunca ha oído viniendo de mí, pero tengo un trabajo que hacer y nada va a impedírmelo. Abre la boca para decir algo y mi dedo automáticamente le aprieta los labios y la silencia. No me rehúye—. Tú relájate. No queremos que le pase nada malo a la niña, ¿verdad?

—No… No lo entiendo. ¿Qué está pasando aquí? Quiero que venga Clive. —Sus labios humedecen mi dedo al hablar.

Se me ocurre que Clive podría estar de camino.

—¿Has hablado con él? ¿Has conseguido hablar con él? ¡Dímelo! —Miro mi reloj. No tengo mucho tiempo.

Pip niega con la cabeza.

—Solo le he dejado un mensaje.

—¿Has llamado a alguien más? —Pongo una mano en la brillante superficie blanca de la repisa de la chimenea para sostenerme. El mareo me viene en oleadas y hace aumentar mi ansia por momentos.

—Al hospital —reconoce Pip después de dudar un instante.

—¿A la ambulancia? —Le he dicho que no lo hiciera. Le he dicho que me esperara.

Pip niega con la cabeza, tiene miedo de lo que pueda hacerle si admite haber llamado pidiendo ayuda. Otra contracción se apodera de su cuerpo. Han pasado solo un par de minutos desde la última.

Me arrodillo frente a ella y la tomo de las manos.

—Ay, Pip. Respira para que pase. Concéntrate en mí, concéntrate en mis ojos. —No quiero que dé a luz todavía. De una forma extracorpórea parece conectar conmigo, nuestras mentes se entrelazan en esa lucha por sobrevivir a la contracción—. Podemos hacerlo juntas, Pip —le digo, aunque creo que no me oye.

De sus pulmones emana un gruñido, y todo lo que puedo hacer yo es mirarla y padecer mi propia agonía mental mientras el agarrotamiento de su cuerpo va remitiendo.

Cuando pasa, voy a la cocina a equiparme. Al regresar veo que me ha desobedecido y tiene el teléfono en sus manos temblorosas. Lo envío de un manotazo por el suelo hasta la otra punta de la habitación.

—¡Zorra estúpida! ¿Es que no confías en mí? ¿Crees que no sé lo que estoy haciendo?

Pip se queda mirando el teléfono en el suelo. Es extraño, pero está completamente calmada y se vuelve hacia mí, ofreciéndome una de sus sonrisas maternales.

—Claro que confío en ti.

Otra rauda mirada suya al teléfono y entonces lo aplasto con mi bota y convierto la pantalla en un mapa de añicos irregulares.

—Lo siento mucho —se disculpa—. No quería hacerte enfadar.

Le ofrezco un paño de cocina que he mojado con agua.

—Deja que te refresque la cara —le digo, y ella deja que se lo vaya aplicando.

—Gracias —susurra—. Es todo un detalle. —Le tiemblan los hombros.

En mi mano derecha tengo un cuchillo de cocina. Cuando dejo de esconderlo tras la espalda, Pip grita. No sé si es por el miedo o por otra contracción.