Por fin tiene listo su dormitorio. Se lo he dejado tan acogedor como he podido. Oscar y Noah se pelean por ver cuál de sus dos ositos de peluche querrá poner Zoe sobre la cama.
—A lo mejor ya es muy mayor para ositos —les digo.
Ellos no están de acuerdo.
Estoy exhausta. Hasta hacer una cama me deja baldada últimamente. A este paso me pregunto si algún día recuperaré mi cuerpo. James se ha ofrecido a ayudarme, por supuesto, pero le he dicho que era mejor que entretuviera a los niños. Está claro que no lo ha conseguido, porque en toda esta última hora no han parado de jugar y correr alrededor de mis tobillos y lanzarse sobre el edredón soltando bocanadas de risitas mientras yo me peleaba con él para meterlo en la bonita funda de estampado floral rosa y crema. Estoy contenta de cómo ha quedado el dormitorio, y también la salita. Quiero que se sienta cómoda, aunque su llegada me pone un poco nerviosa. Ha hecho falta mucho para convencerme de volver a meter a una niñera en casa.
—¿Cómo lo llevas, cariño? —Justo cuando estoy pensando en él y en la terrible e inminente fecha señalada en el calendario, el día en que se marchará otra vez, James sube el último tramo de escalera (de dos en dos, por cómo suena) para ver qué tal lo llevo—. Está genial. Le va a encantar.
Esta vez solo ha estado en casa quince días.
—Eso espero —digo, pensativa.
Me rodea con sus brazos e intenta besarme, pero ni siquiera tengo energía para unas simples carantoñas. Me desplomo en la mecedora.
—¡Uy! —exclamo, sosteniéndome la barriga.
—Cuidado con ella —me dice James al tiempo que intenta frotarme el vientre.
Ha estado mimándome desde el momento en que le dije que estaba embarazada. No me sorprende, la verdad. No ha tenido oportunidad de ver cómo crece mi vientre y acostumbrarse así a mi nueva forma, y darse cuenta de su incalculable valor o de su alcance implacable. Creo que le desconcierta verme tan gigante, tan incapaz de hacer todas las cosas que hacía antes, aunque él nunca me lo diría. Es muy respetuoso y seguimos las órdenes del médico a rajatabla. Mi amiga Pip dice que a su marido le vuelve loco su cuerpo de embarazada y no puede quitarle las manos de encima. Supongo que James, teniendo en cuenta las circunstancias, está siendo ultraprudente, y yo se lo agradezco. Aunque lo echo de menos. Echo de menos el «nosotros».
—Ya estoy contando los días hasta que podamos hacerlo —digo, y le envío un beso silencioso por encima de las cabezas de los niños mientras ellos pasean a un osito por la habitación a patadas. Él sabe a qué me refiero—. Ay, se me olvidaban las toallas —exclamo, pensando en la expedición escalera abajo y vuelta a subir otra vez.
—Descansa un poco. Venía a decirte que ya he hecho la cena.
—¿De verdad? —De ahí que no haya entretenido a los niños, imagino; pero no me puedo quejar.
Cuando está en casa, James es el marido y el padre perfecto. Es un hombre de la Armada Británica, pero al mismo tiempo no hay nada que le guste más que andar encargándose de cosas aquí y allá en la casa. Las dos mitades de su vida no podrían ser más diferentes.
—A sus órdenes, capitán de corbeta —digo, y presento un rápido saludo. No puedo soportar verlo con el uniforme, aunque sea la ropa más sexy que tiene. Solo significa una cosa: que vuelve a embarcarse.
—Venga. —James me levanta de la silla tirándome de las manos—. Vamos a daros de comer a las dos. —Sonríe de oreja a oreja y acaricia a su bebé.
También a él le resulta muy duro. Yo ya sabía dónde me metía cuando nos casamos, sabía lo que me esperaba. Mis amigas me decían que estaba loca, que hacer de madrastra de dos niños pequeños que habían perdido a su madre biológica solo unos meses antes ya era bastante locura, como para además liarse con un oficial de la Armada que pasaba dos terceras partes del año fuera de casa.
—Bueno, pues espero de verdad que a Zoe le guste trabajar aquí —digo, y apago las luces de las habitaciones de arriba.
Contratarla fue una decisión conjunta, aunque yo me siento completamente responsable de que funcione.
—El tiempo lo dirá —repone James antes de llevarme abajo, en pos del delicioso aroma de un pollo bañado en salsa de vino blanco y tomillo fresco.
Bostezo. Es temprano y esta noche no he dormido bien. Estoy demasiado enorme y no me acostumbro a tener a alguien a mi lado en la cama. Además me asfixiaba con mi grueso pijama de invierno. El pobre James se despertaba a cada gesto y cada vuelta de mi cuerpo cuando intentaba ponerme cómoda, así que enseguida me he ido a la habitación de invitados. Pasada la medianoche ha llamado a la puerta y me ha dicho que él tampoco podía dormir. Estaba probando suerte, aunque sabe que no le servirá de nada, que no podemos hacerlo.
—Pues solo acurrucarnos —ha protestado desde el otro lado de la puerta.
—Ay, James… —he contestado yo, y mi silencio posterior lo ha enviado de vuelta a nuestra cama, solo.
Cuando regresó de su última misión, hace dos semanas, volví a enseñarle la carta en la que mi tocólogo expone en detalle una serie de reglas estrictas, entre ellas la de «abstenerse de mantener relaciones».
«Esto es serio —le dije—. Ya conoces mi historial. No haré nada que ponga en peligro a la niña. —Su expresión casi me dejó muerta. Detestaba mentirle. En realidad no se lo había explicado todo sobre mis abortos anteriores porque me resultaba muy duro hablar de ello—. Estés de permiso o no, no podemos arriesgarnos —insistí—. Ya no queda mucho».
El timbre suena a las ocho en punto y los niños salen disparados peleándose por abrir.
Voy tras ellos hacia el recibidor. Antes de abrir la puerta me asaltan las dudas y los remordimientos. Todavía no estoy muy convencida sobre esto de meter a una extraña en casa, y también dudo de si seré capaz de arreglármelas yo sola cuando llegue la niña. Toda esta situación me hace sentir un poco inútil, con sinceridad.
James y yo estuvimos de acuerdo durante el fin de semana en que Zoe era más o menos perfecta. Le ofrecimos el trabajo el lunes al mediodía, en cuanto pude comprobar todas sus referencias y después de pasarme una hora entera en Google para ver si había alguna historia horripilante sobre una tal Zoe Harper pululando en internet. No encontré nada. Las personas que la avalaban no podían hablar mejor de ella. Cuando la llamé por teléfono se puso como loca de alegría y dijo que podía empezar este mismo miércoles por la mañana, lo cual me ha venido de maravilla porque hoy tengo cita con el tocólogo a las diez y media, así que me he cogido toda la mañana libre en el trabajo. Pero, antes de eso llevaremos a los niños al colegio juntas. Quiero que conozca a su profesora.
—Bienvenida, Zoe —digo con afecto. Ahí está ella, en la puerta, un taxi que arranca y dos maletas anticuadas a lado y lado de sus delgadas piernas. Veo su bicicleta apoyada contra la pared—. Qué gusto volver a verte.
—Yo también me alegro mucho de verte, Claudia —dice con una sonrisa enorme—. Y a Oscar y a Noah… Hmmm. —Luego vuelve a decir sus nombres, pero al revés y señalando al gemelo que no es al tiempo que suelta una carcajada.
Les encanta. Oscar coge una maleta para entrarla en casa.
—Tengo músculos —dice.
—Y yo más grandes —salta Noah enseguida, y arrastra la otra maleta dentro. Justo entonces se le vuelca y se abre, y Zoe se lanza a por ella mientras su contenido se desparrama sobre las baldosas.
—¡Oh, Noah! —exclamo—. Mira lo que has hecho.
Despacio, me uno a los demás para recoger las pertenencias de Zoe. Camisetas, mallas, ropa interior, un par de libros (nada de todo ello estaba muy ordenado), y entonces la veo asomando de una bolsa de aseo con la cremallera medio abierta. Bien sabe Dios que he visto suficientes a lo largo de mi vida: una prueba de embarazo.
Zoe la esconde a toda prisa mientras maldice su vieja maleta estúpida y su porquería de cierre.
Se me revuelve el estómago al incorporarme. Debo de haberme confundido. Miro a Zoe a los ojos, pero ella está ocupada bromeando con los niños. Cada una de sus manos aferra con firmeza una maleta, también lleva una cartera de lona cruzada en el torso. El peso la hace encorvarse.
«¿Una prueba de embarazo?».
—No, en serio —le digo a James—. La he visto claramente. Estaba sin abrir, se ha caído de su neceser.
—A lo mejor solo tiene un retraso y quiere asegurarse.
Cree que estoy loca, me doy cuenta.
—O a lo mejor es de una amiga… sí, ya, claro. —Entonces me callo porque la oigo en la escalera.
Los niños son como una estela que Zoe deja a su paso al entrar en la cocina, feliz y con las mejillas sonrosadas.
—Lo de ahí arriba ha quedado divino, Claudia. Gracias por dejarlo tan bonito. Hemos estado jugando al corre que te pillo, por eso venimos sin aliento.
—¡Y yo he ganado! —grita Noah.
—No es verdad, ha ganado Zoe.
—A partir de ahora me parece que mejor reservaremos el corre que te pillo para el parque —dice ella. Señala la jarra de filtro para el agua, que está en la encimera porque siempre hay alguien que se olvida de meterla otra vez en el frigorífico—. ¿Te importa?
Le hago un gesto con la mano para que se sirva.
—Como si estuvieras en tu casa. Hay un parque magnífico no muy lejos, si quieres espacio para que se desahoguen. —Los niños saben que en el jardín tienen prohibidas las pelotas y las bicicletas. No pago al jardinero para que me lo conviertan en una pista de deportes con toda la tierra revuelta.
—Canon Hill Park —dice Zoe entre ansiosos tragos de agua—. He estado investigando el barrio. —Aclara el vaso y lo seca.
—Cánsalos todo lo que puedas —interviene James, que va hacia el fregadero para lavarse las manos después de entrar los cubos de la basura.
Sospecho que la actitud relajada de James respecto a tener a una extraña viviendo con nosotros viene de su vida en el estrecho submarino junto a decenas de miembros de la tripulación. Para él, compartir su espacio no supone demasiado.
—Venga, aún nos queda un rato para que te enseñe dónde están las cosas, Zoe, luego tenemos que salir hacia el colegio. Yo solía ir andando, pero ahora casi siempre cojo el coche. —Reprimo el impulso de darme unas palmaditas en la tripa—. James saldrá más tarde y yo me iré dentro de un rato a mi cita y a mi clase de yoga. Por la tarde iré a trabajar. ¿Crees que estarás bien? —Al segundo me arrepiento de haberlo preguntado.
—Claro que sí —dice, y casi me parece que va a llorar de alegría—. Este es mi trabajo y me va a encantar.
Enrollo la esterilla y la meto en su bolsa. Antes de quedarme embarazada ni siquiera se me había pasado por la cabeza hacer yoga. Consigue centrar mi mente por completo y me permite olvidar todos los problemas del trabajo durante una hora entera. También hace que deje de pensar en la inminente llegada de la niña. ¿Me veo utilizando la meditación y el saludo al sol durante el parto? No, claro que no, esta es mi sincera respuesta. Ya sé lo que es dar a luz, aunque esta vez será diferente. Sin embargo, de momento me ayuda a estar serena y me da algo en qué pensar que no sea ni un caso complicado del trabajo ni el hecho de que he dejado a una prácticamente desconocida a cargo de mis hijos.
—Deja de preocuparte —me tranquiliza Pip—. Has hecho todo lo que tenías que hacer y has comprobado sus referencias, ¿verdad?
—He hablado en persona con su última jefa. Le faltaban palabras de elogio para Zoe. Me ha dicho que casi sentía celos de mí por tenerla, porque se habían hecho muy buenas amigas.
—Pues ahí lo tienes.
Pip y yo avanzamos bamboleándonos hacia la puerta, donde esperamos a las demás. Casi se está convirtiendo en un ritual después de clase: vamos a atiborrarnos de capuchinos y pastel de zanahoria a una cafetería que queda algo más abajo. Aunque estoy desbordada de trabajo, eso retrasa mi vuelta media hora más y me hace sentir mejor madre.
—Tendré que llevar a Lilly a jugar a tu casa después del cole, así le daré un buen repaso —sigue diciendo Pip—. ¡Puedo ser tu espía!
—También la verás en el colegio por las mañanas. No puedo decirte la ventaja que supone que se encargue ella de llevar a los niños. Así podré llegar a la oficina a las ocho.
Pip arruga la frente. Ella cogió la baja por maternidad hace un mes y no deja de insinuarme que yo debería hacer lo mismo. Claro que lo haré, pero es que todavía no estoy preparada.
—¿Y qué hará durante todo el día hasta que llegue la niña?
—Le he dejado una lista. Si sabe coser, tiene un centenar de cosas que remendar. Luego están la compra, la colada y la plancha de los niños. Hasta el Día D estará bastante tranquila, pero luego irá de cabeza. Me gusta que tenga este tiempo para instalarse. —Me sostengo el vientre igual que hacen todas las embarazadas cuando hablan de sus niños.
—¿Habéis decidido ya el nombre?
Cuatro de nosotras vamos andando hacia el Brew-haha, cada una cargando con criaturas de distinto peso. Pip y yo nos llevamos la palma. Estamos más o menos de las mismas semanas de gestación, una o dos arriba o abajo, y las dos esperamos niñas.
—Ahora le damos vueltas a Elsie, o quizá Eden. Ya ves, estamos pasando por la fase de la E.
Nos reímos. Hoy hace un frío que pela y me ciño más el abrigo capa. Normalmente me quejo del calor.
—Qué nombres más bonitos —dice Pip, que me aguanta la puerta abierta. El olor a café sale flotando desde el interior.
—Bueno, ¿hemos aprendido algo nuevo hoy en clase? —pregunto a nuestro pequeño grupo cuando ya nos hemos sentado con demasiadas porciones de pastel, además de cafeína suficiente para provocarnos el parto a todas.
—A mí lo que me confunde son las técnicas de respiración —comenta Bismah—. No sé cómo voy concentrarme en eso mientras empujo para parir a mi bebé a la vez que inhalo gas anestésico y aire, y le arranco la mano a mi marido.
—Y no te olvides de pedir a gritos la epidural —añade Fay.
Seguramente es la que más miedo tiene de todas. Es muy joven. Yo por lo menos tengo un poco de experiencia vital a la que aferrarme. Además, va a ser madre soltera. Me da pena, de ahí que la invitara a venir a nuestras reuniones cafeteras. No parecía conocer a ninguna de las del grupo y me ha alegrado hacerme amiga suya.
—Qué impresión pensar que dentro de cinco meses todas habremos tenido ya a nuestros niños… —digo.
—Supongo que tú serás la primera en reventar, Claudia —dice Pip—. Eres a la que le falta menos para salir de cuentas, y está claro que ya tienes la barriga más baja que la semana pasada.
Es buena señal, espero. Miro el bonito vientre de Pip. Ella no tardará mucho más.
—Ojalá podamos seguir siendo amigas cuando hayan nacido —dice Bismah—. Me gustaría mucho que siguiéramos en contacto. —Sus largas uñas se hunden en un jugoso trozo de bizcocho, sus dedos son del mismo color caramelo que la cobertura.
De todas las mujeres de la clase de yoga prenatal, supongo que Pip es con quien tengo más probabilidades de seguir en contacto. Es profesora y resulta que su marido también pasa mucho tiempo de viaje. Aunque ni mucho menos tanto como James. Los invitamos a cenar en casa al principio de mi embarazo, no mucho después de conocerla a ella en la clase de yoga. Los cuatro lo pasamos estupendamente, pero todo lo que se hace en parejas acaba siendo algo delicado. Ellos nos devuelven la invitación y yo tengo que explicar que James está a medio kilómetro bajo las aguas del Atlántico y que no podrá ir a ninguna cena hasta dentro de otros dos meses.
—¿Sabes si tu marido estará contigo? —me pregunta Bismah—. Para el parto.
—Sé con seguridad que no estará —contesto—. Quedarme embarazada ya fue bastante complicado, así que ni nos molestamos en planificar fechas para asegurarnos de que estuviera de permiso cuando llegara el bebé.
—Eso es duro —comenta Bismah. Parece entristecerse por mí.
No digo nada más. En lugar de eso, pienso en lo que ha dicho y ataco mi pastel.
En la oficina se alegran de verme aparecer, aunque están algo desilusionados.
—Pensábamos que ya la habrías tenido —dice Mark, pasando por delante de mi escritorio y dejando caer un expediente—. Y así, como quien no quiere la cosa, mientras nosotros esperamos a que explotes, Christine va y ha tenido otro. Me parece que le toca una visita sorpresa.
Me quedo mirando el expediente y me pregunto qué le pasa a esa mujer que no hace más que traer niños a este mundo para que se los quiten unos días después de haberlos parido. Salvo la primera, Christine Lowe no ha conseguido conservar ni a una sola criatura en sus brazos durante mucho más de una semana.
—Este es el octavo —digo, pensativa, mientras repaso este expediente que ya me sé de memoria. He intentado ayudarlos, de verdad que sí, pero ella nunca cambiará. Sé cuándo darme por vencida. Lo más que puedo hacer es asegurarme de que sus niños tengan el mejor comienzo que podamos ofrecerles—. ¿Sigue con el mismo tipo? —Se me ha olvidado su nombre.
—Ha confirmado que es el padre, pero está en la cárcel otra vez —informa Mark con ecuanimidad.
—¿Crees que Christine tiene alguna posibilidad con él fuera del mapa?
Mark levanta y baja una ceja varias veces, un truco que le gusta hacer cuando nos vamos todos al pub el viernes por la noche. Capto lo que quiere decir.
—Vale. —Inspiro hondo.
Sabemos que es inútil. Tengo llamadas por hacer, papeleo del que ocuparme, otro niño que separar de su madre. A veces, ser trabajadora social se parece demasiado a jugar a ser dios.