Cada vez que he perdido un embarazo, una pequeña parte de mí ha muerto también. No creo que Martin llegara nunca a comprenderlo, ni mis amigas, ni los ginecólogos y las enfermeras que recomponían los mil pedazos en los que se rompía mi vida en cada ocasión. Tres veces he dado a luz fetos muertos, y casi he dejado de contar la cantidad de ocasiones en que una vida minúscula ha manchado mi ropa interior.
En general, con el paso de los años eso ha hecho que me sienta como una cáscara inservible más que una mujer, una aberración incapaz de llevar a término un embarazo con un niño vivo; y, después de tanta angustia y tanto dolor en mi interior, llegué a la conclusión de que era una conspiración, una advertencia no escrita pero grabada a fuego en mi alma para todos mis posibles hijos e hijas: alejaos de esta mujer. No es buena madre.
Estaba en los grandes almacenes Debenhams. Había ido a comprar algunas cosas para los gemelos y un vestido para mí. A James y a mí nos habían invitado a un bautizo y yo no tenía nada decente que ponerme. La sola idea de pasar una mañana en la iglesia mientras todo el mundo babeaba con el bebé de otra persona me parecía abominable, pero James y el padre eran amigos desde el colegio, así que sabía que tendría que asistir. Intenté que no me afectara la buena suerte de los demás, sus familias perfectas, pero la pura verdad era que los celos se me atragantaban como una palada de barro bajando por mi garganta.
Encontré camisetas y zapatillas deportivas nuevas para los niños sin ningún problema. Los había dejado en la guardería toda la mañana y yo había aprovechado para escaparme de compras. Además, en parte era una distracción terapéutica. El día antes me había bajado la regla. Una vez más, no iba a ser madre. Después de un retraso de dos semanas, de repente mis jadeantes esperanzas habían vuelto a quedar hechas añicos. Algo en lo más profundo de mi interior me decía que aquella hemorragia era mucho más que el habitual período del mes, que sí había concebido un hijo con James antes de que se marchara a una misión breve, pero que había tenido un aborto espontáneo y no podría darle la bienvenida a su regreso con un par de minúsculas botitas sobre la almohada, tal como había planeado.
Como no lograba quitarme esa idea de la cabeza acabé yendo a parar a la sección de bebés. Mientras me paseaba entre los expositores de cochecitos y cunas, asientos para coche y ropita, me vi enfrentada a todas y cada una de las fases de una vida incipiente… un lugar en el que no había estado nunca, salvo en sueños. Era una especie de castigo, supongo.
—¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó la dependienta.
—No, solo estaba mirando, gracias.
Mi mano, en un gesto estúpido, se fue plana a mi vientre, como si de verdad creciera allí un niño.
La dependienta me sonrió y me di cuenta de que estaba pensando en preguntarme para cuándo lo esperaba, pero había mucho ajetreo de clientes.
—Si quiere que la ayude, dígamelo —insistió antes de marcharse a ofrecer sus servicios a una joven pareja que, siendo sincera, no parecía que pudiera permitirse nada de esa tienda.
La cabeza me daba vueltas entre los suaves pijamitas que colgaban de las minúsculas perchas de los expositores. Los bordes de las pequeñas prendas de felpa rozaban la irrealidad, mi visión y la consciencia de mi ser se fundían con el ruidoso mundo que me rodeaba. Allí estaba yo, que había ido a buscar un vestido de celebración para el bautizo de otra familia pero había acabado en la sección de bebés, pasando mis manos temblorosas por unos artículos que con toda probabilidad nunca me haría falta poseer. Solo podía pensar en lo injusto que era aquello; en que, si me dieran la oportunidad, yo sería la mejor madre de la historia. Y en lugar de eso, pasaba mis días apartando a bebés y niños de unos padres poco adecuados. La ironía de la situación me hizo soltar una carcajada en voz alta.
—Ay, lo siento —dije al toparme de bruces con la mujer de la pareja que había visto antes.
Los había estado observando con ojos algo humedecidos, había visto cómo deseaban todo aquello, desde una cunita blanca hasta un cochecito que servía también como asiento para el coche. La joven aferraba un suave corderito de peluche que tenía una etiqueta roja de precio rebajado. Seguramente era lo más barato de toda la tienda.
—Tenga cuidado —me recriminó el hombre. Iba desaliñado y parecía agresivo, lo cual me hizo pensar en los padres con los que trataba en el trabajo—. Está embarazada, ¿sabe?
—No pasa nada —dijo la joven. Estaba pálida hasta tal punto que casi parecía gris. No tenía aspecto de encontrarse bien.
—Lo siento mucho —repetí—. ¿Va todo bien?
La mujer asintió y el hombre puso mala cara, ambos siguieron su camino. Yo quería decirles que también estaba embarazada, comparar las fechas previstas para el parto y hablar de las ventajas de los pañales ecológicos y de dar el pecho en lugar del biberón, pero me sentía demasiado vacía para hacer poco más que avanzar con torpeza frente a un expositor con diminutos vestidos en alegres tonos amarillos y rosa. Volvía a verlo todo borroso otra vez y estaba a punto de sucumbir a las lágrimas, salir corriendo hacia el lavabo o desaparecer en el ascensor cuando de pronto oí un grito estremecedor. Miré a mi alrededor, pero al principio no pude localizar de dónde venía.
Entonces vi que la mujer con la que acababa de chocar agitaba los brazos alrededor de su cabeza. Lo primero que pensé fue que a lo mejor yo le había hecho daño, que quizá le había provocado un aborto espontáneo. De pronto me sentí contagiosa y el pánico se apoderó de todo mi cuerpo. Apenas lograba respirar mientras daba pasos inseguros, los ojos muy abiertos, hacia la pareja. El hombre estaba intentando inmovilizar los brazos de la mujer, que se agitaban cada vez más, pero no lo conseguía. Ella tenía los ojos desorbitados, como si estuviera poseída por un demonio, y sus manos salían disparadas para derribar todo lo que tuvieran a su alcance.
—Señora, por favor, déjeme que la ayude —dijo la dependienta.
La joven no hizo ningún caso de sus súplicas para que se calmara, sino que cayó más aún en esa espiral de descontrol y empezó a tirar al suelo expositores de juguetes y accesorios para la alimentación del bebé. Un zoo entero de animales de peluche salió volando para reunirse con el estropicio de platos de melamina y biberones de plástico. Arrancaba la ropita de los percheros y formaba con ella un caos neonatal, empujaba cochecitos que se alejaban por los pasillos de madera y amenazaban con atropellar a los curiosos que se iban reuniendo, ansiosos por ver a esa mujer que había perdido la chaveta.
Yo sabía que tenía que hacer algo. Sentía que aquello era culpa mía.
Me acerqué a ella sin que me importara recibir un bofetón.
—Por favor, cálmate. Te vas a hacer daño, o al niño.
Paró en cuanto pronuncié la palabra «niño».
—No quiero al puñetero niño —escupió, y siguió con su arrebato hasta que dos guardas de seguridad consiguieron reducirla. Yo me quedé quieta a su lado y caí con ella al suelo cuando le fallaron las rodillas. Le habían inmovilizado los brazos a la espalda.
—Cuidado, que está embarazada —les dije a los guardas. Aflojaron un poco. Mares de lágrimas caían por el rostro de la chica, que sollozaba y diluía en hipos lo que quedaba de su brote de ira.
—Todo saldrá bien, tú respira con calma si puedes. —Le enseñé a unir ambas manos formando un cuenco sobre la boca y la nariz mientras sus costillas hacían entrar y salir aire de sus pulmones como si el mundo se estuviera quedando sin oxígeno. No podía ser bueno para el niño.
Al cabo del rato se estabilizó y por fin pareció que me escuchaba. Los curiosos se habían dispersado gracias a los dependientes, mientras que el compañero de la joven le acariciaba la cabeza y le sostenía la mano. Ella no parecía saber ni dónde estaba.
—¿Hay algún sitio donde pueda sentarse un rato? —le pregunté a la dependienta, que se alegró de poder llevarnos a una sala interior mientras sus compañeros empezaban a recoger el destrozo. Entre el hombre y yo conseguimos sentarla y hacer que bebiera unos sorbos de agua. Por fin recuperaba un poco de color en las mejillas.
—No quiero este niño —murmuró con labios temblorosos—. Tengo miedo.
Una gélida riada recorrió todo mi cuerpo, pero conseguí evitar que desbordara la presa. Ella no sabía nada de mí, nuestras vidas trascurrían completamente ajenas y, sin embargo, jamás sabría la fuerza con que había tocado la fibra más sensible de mi corazón.
—Me llamo Claudia —le dije, hablando despacio. La chica no pensaba con claridad. Por supuesto que quería tener el niño—. Puedo ayudarte. No has de tener miedo. —Entonces pareció relajarse—. Tu cuerpo está pasando ahora mismo por unos cambios extraordinarios y, créeme, hace auténticas barbaridades con lo que sientes. —Le sonreí para tranquilizarla.
Le temblaban las manos mientras bebía sorbos de agua.
—¿Tú también estás embarazada? —susurró.
—Sí —contesté, asintiendo con la cabeza. Me pareció la respuesta más apropiada, dadas las circunstancias. Quería ganarme su confianza, calmarla y, lo más importante, impedir que hiciera algo que lamentaría el resto de su vida—. Así que sé muy bien cómo te sientes.
—Todo el rato tengo náuseas y la mente me juega malas pasadas. Desde hace unas semanas no sé ni dónde tengo la cabeza y casi no puedo mantenerme despierta, pero por las noches nunca duermo. Ni siquiera estoy de tres meses, así que a saber cómo será esto al final. —Soltó otra tanda de sollozos—. Si es que llego al final.
—Eres una embarazada preciosa y vas a tener un niño sano y feliz —le dije—. Todos los niños vienen a este mundo con su propia ración de amor. Eso que sientes ahora no durará mucho. —Miré a su compañero. La dependienta nos había dejado solos—. Pronto te encontrarás mucho mejor, puede que ya la semana que viene. O incluso esta misma noche —le dije con una tenue sonrisa. Tenía que darle esperanzas.
—Tengo cita para abortar —me confesó en un susurro.
Vi la vergüenza en su mirada, pero no quería que supiera cómo me sentía. Me obligué a ser fuerte, a mantener mis sentimientos a raya. Ella no tenía la culpa de mis desgracias.
—Es una decisión muy importante —dije.
Asintió enseguida.
—No sé qué hacer.
—Eso no puede decírtelo nadie, pero tienes a otro ser humano creciendo en tu interior. Debes valorar esa vida tanto como lo harías con la tuya propia. —Vi encenderse un destello de luz en sus ojos llorosos, como si una idea especialmente dolorosa acabara de despertarla.
La joven pareja se trabó en un abrazo. Ella gimoteaba sin poder contenerse y él la balanceaba con suavidad, como si fuera su bebé. Pensé en pedirles sus nombres para pasarles los datos a los servicios sociales, al menos para que tuvieran conocimiento del estado emocional de la mujer, pero me di cuenta de que, si eran de la ciudad, tal como hacía pensar su acento, sería probablemente mi departamento y yo misma quien acabaría llevando su caso. Así que al final decidí dejarlo correr.
—Ya me encuentro mejor, gracias —dijo ella mientras se levantaba. Se apoyó en mí, la persona que tenía más cerca, para ponerse en pie tambaleándose.
—¿Estarás bien? —pregunté.
—Estaremos bien —respondió el hombre, quizá con demasiada brusquedad, me pareció a mí, teniendo en cuenta que yo había dejado mis compras para ayudarlos.
Sentí que se me formaban lágrimas en los ojos al ver que la chica se alejaba ya. Aquello no estaba bien.
—Bueno, cuídate —le dije, alargando una mano hacia ella. Intercambiamos un breve apretón de dedos—. ¿Estás segura de que estarás bien? —repetí, supongo que con desesperación. No quería que se marchara. Me preocupaba que cambiara de opinión y siguiera adelante con el aborto. Aunque ¿a mí qué más me daba, si no era asunto mío?
La joven asintió con la cabeza.
—Gracias por la ayuda —dijo con una sonrisa, y se fueron.
Yo salí de aquella sala y me paseé algo aturdida por la sección de habitaciones infantiles. Si no podía tener un hijo, no veía una vida por delante. Esta vez sí se me saltaron las lágrimas. Entonces pensé en James y en los niños, y en que las cosas no eran tan desesperadas como yo las veía. Me estaba portando como una caprichosa y una egoísta.
Salí de la tienda sin comprar ningún vestido y me fui al aparcamiento. No me di cuenta de que me había dejado las bolsas con la ropa de los gemelos en la tienda hasta que me desplomé en el asiento del conductor. No me importaba. Solo quería volver a casa.
Mientras llevaba el coche hasta la barrera de salida, lo único que podía oír eran las palabras de mi comadrona la última vez que sucedió.
«¿Quieres ver al niño, cielo?».
Me negué con un movimiento enérgico de la cabeza; yo solo quería fundirme en un ausente borrón de lástima y rechazar toda clase de ayuda.
Sollocé al bajar la ventanilla e insertar el tíquet. En ese momento miré hacia el viejo coche destartalado que había en el otro carril. La música a todo volumen y las voces que salían de él me llamaron la atención. Era la pareja de la tienda. Estaban discutiendo. El hombre me fulminó con la mirada y pisó a fondo en cuanto se levantó la barrera.
Yo me serené y me soné la nariz. Cuando mi barrera me dejó pasar me coloqué tras su coche en la espiral de la rampa. Al salir a la luz del sol primaveral entorné los ojos y los seguí un par de manzanas. Consternada, vi cómo se pasaban un semáforo en ámbar. El pie se me fue al acelerador, no podía pensar más que en lamentaciones y bebés y el hecho de que jamás sería una madre de verdad.