Irme a vivir con Cecelia hace dos años no fue una decisión fácil. Tampoco lo fue dejar su piso. Ahora que ya no estoy allí me preocupa qué será de ella. Me siento completamente responsable de su bienestar y, sin embargo, hasta la última neurona cuerda de mi cuerpo me grita que jamás regrese con ella, que es veneno, que mientras estemos justas tendré encima la pesada losa de las locuras que plagan su mente.
Ella siempre ha estado batallando con su salud (tanto la física como la mental; sobre todo la mental) y yo intento ser todo lo comprensiva que puedo. Pero Cecelia no es como las demás mujeres. Nadie más que yo la entiende, nadie comprende los miedos irracionales y los ataques de ansiedad que pueden presentársele a cualquier hora del día o de la noche. Fui yo quien tuvo que tirar de ella en la oscuridad de la calle mayor en plena noche porque se había ido de compras navideñas en julio. Fui yo quien fue a buscarla al hospital y le sostuvo el hielo en los cortes de los pies después de que caminara quince kilómetros descalza buscando a un niño que no existía. Nadie más que yo sabe por lo que ha pasado; nadie más que yo comprende su necesidad de ser amada de una forma muy concreta: de una forma en que solo una verdadera madre puede ser amada, como me dijo una vez.
Ese es el motivo por el que Cecelia se niega a adoptar, aunque tampoco creo que le permitieran hacerlo. A pesar de su deseo innato por reproducirse, cree de verdad que siempre ha sido estéril… incluso antes de la operación. Dice que tiene unas caderas demasiado estrechas y que de todos modos nada querría crecer dentro de ella. Dice que Dios la hizo yerma como el desierto. A veces me siento tentada de darle la razón.
Así que, de una forma o de otra, conseguirle un niño ha acabado recayendo en mí. Admito que al principio solo fue por seguirle la corriente, por mantener a raya sus agitados pensamientos y tener su imaginación saciada. Pero cuando empezó a creer lo que le decía (que, no sé cómo, un día yo le conseguiría un hijo), empezó a comportarse, trabajar y funcionar casi con normalidad. Llegué a la conclusión de que solo era cuestión de mantener viva la esperanza.
Cecelia me pidió que las dos hiciéramos de madres del bebé. Empecé a darle vueltas. Dudaba que ninguna de nosotras estuviera preparada para criar a un niño, pero, como eso a ella la tranquilizaba, como yo intentaba conservar un trabajo que me exprimía y a la vez satisfacer todas las necesidades de Cecelia, dejé que creyera que me ocuparía de todo.
Ella había estado decidida desde el primer momento (daba miedo pensarlo, sobre todo por mí) y no dejaba de planearlo frenéticamente, de solucionar todos los detalles. Yo seguiría siendo el sostén de la familia mientras que ella cuidaría del niño. Ella seguiría diseñando sus joyas, pero a un ritmo más relajado. Quería que yo me quedara embarazada de un donante de esperma. Ahí es donde el plan se truncó, la verdad. No logré concebir.
Tampoco puedo decir que pusiera todo de mi parte: sin que ella lo supiera, tiré las muestras por el retrete sin ni siquiera intentarlo. Al ver que con el banco de semen no lo conseguíamos, supuestamente lo intentamos otras siete veces con el esperma que nos donó un buen amigo. Después de eso me hizo intentarlo con otro par de amigos más que se mostraron dispuestos y, cuando también eso falló, Cecelia me comunicó que quería que me ligara a un hombre en persona («Cualquier tipo atractivo nos servirá», dijo) y recuerdo que me reí tanto que me entraron ganas de vomitar.
«¿Qué me ligue a un hombre? —pregunté—. Haces que parezca un experimento de laboratorio o una maniobra de repostaje en pleno vuelo». No dejaba de decirle que no con la cabeza, me preocupaba que quisiera incluso presenciar el acto. No pensaba hacerlo, de ninguna manera. Tomarle el pelo a Cecelia con inseminaciones caseras era una cosa, pero terminar quedándome embarazada de un individuo escogido al azar era otra muy diferente. Aun así, tenía que mantener viva su esperanza, lo cual era prácticamente lo mismo que mantenerla viva a ella misma, aunque ya empezaba a sentir que la locura de Cecelia podía ser contagiosa. El trabajo se me hacía cada vez más duro, porque al mismo tiempo tenía que lidiar con sus exigencias. Muy en el fondo sabía que tenía que escapar de aquello, pero ni siquiera sospechaba que tardaría casi un año más en decidirme.
Fue en una fiesta navideña donde Cecelia estuvo más que a punto de conseguir lo que quería. Todo un clásico, en la línea de encontronazo en la fotocopiadora o cita junto a la fuente de agua, solo que nosotros tuvimos una relación completa y sin protección en una habitación de hotel. Yo no dejaba de pensar en Cecelia, fingía que lo hacía solo por ella porque no quería admitir que era a mí a quien le apetecía montárselo con un desconocido. Después de tanto ocuparme de Cecelia y formar parte de su mundo trastornado además de intentar conservar mi empleo, la noción misma de disfrutar de algo me resultaba bastante extraña. Pero era Navidad, a fin de cuentas, y me solté la melena aun llevando el pelo corto. Fue el destello de su alianza bajo la lámpara de la mesita de noche mientras se ponía los calcetines lo que me hizo ir corriendo a la farmacia a comprar la píldora del día después a la mañana siguiente.
Mientras estaba sentada con el envase de papel de aluminio vacío en las manos, esperando a que los fármacos obraran su magia, medité sobre la noche anterior. Él me había pedido mi número.
—Pero si estás casado —le recordé. Intenté imaginarme a su mujer.
Por respuesta se encogió de hombros y siguió abotonándose la camisa. Era guapo y estaba en forma, también era inteligente, y yo no lograba imaginar por qué había hecho aquello. Cuando estuvo listo para marcharse me sostuvo de los hombros.
—Estoy casado, sí —dijo, con el primer brillo de remordimiento en la mirada—, pero quiero volver a verte.
A lo mejor pensó que eso era lo que yo querría oír pero en realidad no tenía ninguna intención de llamarme.
—Pues eso no va a pasar —le dije.
Le deseé felices fiestas y me fui, rezando por no volver a verlo nunca.
La verdad es que le confesé mi encuentro a Cecelia: una especie de retorcido regalo de Navidad para tenerla contenta hasta mi siguiente regla, aunque no le mencioné que me había tomado aquella píldora. Ella se puso como loca de contenta, así que ¿qué importaba el cargo de conciencia que me había quedado después de follarme al marido de otra mujer?
Sin embargo, una semana después Cecelia sufrió una de sus recaídas incomprensibles y virulentas en la depresión. Se negaba a levantarse de la cama, lavarse, comer o hablar, salvo cuando me gritaba. No tengo ni idea de por qué. Es solo algo que le sucede de vez en cuando. Le duró por lo menos tres semanas, y a finales de enero yo ya estaba más que harta. Le dije que pensaba marcharme.
—Si te vas, me mato —anunció, y yo sabía que lo haría, así que me quedé.
Estaba enferma de preocupación por Cecelia, pero aun así sentía cómo me doblegaba el peso de nuestra turbulenta vida en común sobre mis hombros. Ya no sabía cómo salir. Fuimos tirando como pudimos el resto del año, las cosas parecían mejorar. Al llegar noviembre, sin embargo, cuando las hojas empezaron a arremolinarse y el viento a arreciar de nuevo, lo mismo hizo el mal humor de Cecelia. Se zambulló de cabeza en un estado maníaco particularmente activo y se puso a trabajar sin descanso en varias piezas para una obra de Londres. Sus joyas se vendían bien y en aquella época ganaba más dinero que yo.
Entonces encontró a otro donante dispuesto. Cecelia quería volver a intentar lo del niño. Al fin y al cabo era lo que yo siempre le había prometido. Esta vez lo hice bien. Por ella… Por mi tranquilidad de conciencia. Pensé que, así, todo se solucionaría, aunque recé por que no funcionara. Pero su estado de ánimo solo empeoró. Todo podría habernos ido bien a las dos, pero ella seguía siseando y escupiéndome y gruñéndome solo por estar viva, como si yo fuera la causa de su enfermedad. Mis días se hicieron cada vez más y más desgraciados, y en varias ocasiones tuve que dar explicaciones ante mi jefe por mi bajo rendimiento.
Así que, cuando supe del trabajo en casa de Claudia y James, decidí que sería un nuevo comienzo para ambas y por fin la dejé. Si resultaba que me había quedado embarazada, haría lo correcto y volvería con ella. Si no, me juré que entonces todo habría terminado.
En el fondo de mi corazón, donde más me dolía, yo sabía que en realidad no sería así, que jamás conseguiría dejarla. Aunque ¿no estaba tomando yo también una decisión virulenta? Me avergüenza decirlo, pero el día que salí de nuestro piso estaba llena de odio hacia ella.
Así que aquí estoy, dispuesta a impresionar a mis jefes, pensando en mi futuro y mi bienestar por una vez, pero lo único que veo son ultimátums y últimas oportunidades. Por mi mente cruzan flashes de Cecelia, su melena indomable agitada por el viento; en mis oídos zumba su risa, que se derrama por una mueca dentuda y desquiciada. Si soy sincera, todo me parece insulso y vacío sin ella: vagos ecos de unas vidas que una vez compartimos y que ahora rechinan al toparse con los bordes de un sueño que se esfumó por… ¿qué? ¿Un bebé sin nombre? No puedo culpar a Cecelia por todo lo que no ha salido como yo quería, pero sentirme tan responsable de ella me ha pasado factura. Es inexplicable, pero aún sigo deseando cuidarla.
Recorro a pie el largo camino de vuelta desde las tiendas. Así tengo tiempo para pensar en lo que me ha dicho Claudia esta mañana: que la policía vino a casa anoche. ¿Por qué no me lo dijo mientras le cosía el botón? Parecía más preocupada en confesar que había estado husmeando en mi cuarto, aunque ella diga que solo buscaba un libro. No soy imbécil. ¿Y si encontró mi cámara y vio las fotos? No creo que hubiera explicaciones posibles suficientes para impedir que me despidiera ipso facto. Me parece que ni siquiera se creyó eso de que me había caído de la bici. Tendría que haber ido con más cuidado y no dejar la sudadera con sangre tirada por ahí.
«¿Y exactamente qué era lo que querían?», le he preguntado antes, mientras les preparaba el desayuno a los niños. Los dos gemelos tenían la oreja puesta justo encima de los cereales porque les he dicho que contaran los crujidos. Así los he tenido entretenidos mientras les troceaba algo de fruta y le preguntaba a su madre por los inspectores. «No ha sido muy considerado por su parte venir tan tarde».
Claudia parecía incómoda.
«Me han preguntado cosas del trabajo», me ha dicho. Una respuesta plausible.
Llego a casa y abro la puerta de entrada, dispuesta a ponerme con todo lo que tengo que hacer. Al instante me quedo inmóvil. Oigo unas voces tenues que vienen desde algún lugar del interior de la casa. Voces desconocidas, voces masculinas. Con cautela, miro, desde la puerta, hacia el camino de entrada y la calle que hay más allá. La veo tentadora, segura, me promete libertad y el resto de mi vida si decido huir. Ya estoy a punto de dar media vuelta y echar a correr cuando dos hombres bien vestidos aparecen en el recibidor. Uno de ellos lleva una pila de folios y ambos me miran, tan sorprendidos de verme como yo de verlos a ellos.
—¿Quiénes son ustedes? —Estoy temblando, la adrenalina recorre todo mi cuerpo. Puede que no sean intrusos. Podrían ser amigos de Claudia.
—Estábamos a punto de hacerle la misma pregunta a usted —dice el rubio alto.
—¿Son amigos de la familia? No esperaba a nadie. —Doy un paso a un lado, intentando ver qué han estado haciendo. Esto me da mala espina. A juzgar por las carpetas que llevan han entrado en el estudio de James. El corazón me late con fuerza cuando me inclino hacia delante para asomarme por el pasillo y ver qué han hecho. Ahogo un grito de sorpresa al ver la puerta del estudio. Han forzado la cerradura. La madera está astillada—. ¡Dios mío! —digo, y retrocedo varios pasos—. ¡Nos han entrado en casa!
Mi aterrada expresión suaviza la actitud chulesca de los hombres, y el más bajo levanta las manos como excusándose.
—No se alarme —dice—. Somos los hermanos de Elizabeth. Hemos venido a recoger algunas cosas de ella. —Su rostro es frío, carente de emoción.
—Pero han entrado a la fuerza —insisto, intentando conseguir tiempo para pensar. Esto no está bien. Seguro que hará peligrar mi trabajo—. Siento mucho lo de su hermana. No llegué a conocerla, pero… —Frunzo el ceño. Me rasco la frente. Han reventado la cerradura de la puerta de James. Hasta el último centímetro de mi ser grita que llame a la policía… solo que no puedo—. Miren, me parece que debería avisar a Claudia para que sepa que están ustedes aquí, ¿les parece? Yo soy la niñera.
Los dos hombres parecen más tranquilos en cuanto digo eso último. «Solo es la boba de la niñera».
—Nos vamos ya, así que no tiene por qué molestarla —dice el rubio con una sonrisa repulsiva—. Encantado de conocerla. Y sentimos lo de la puerta. —Salen de la casa apretando el paso.
—Pero… —Extiendo los brazos con impotencia mientras pasan frente a mí. Estoy segura de que no deberían llevarse todos esos documentos y, al darme cuenta de lo que implica, echo a correr hacia el baño de la planta baja. Vomito. Luego me pongo a trabajar y limpiar el desastre que han organizado.