Los veo salir, aunque ellos no lo saben. Estoy espiando por entre las gruesas cortinas del recibidor, a oscuras, y sigo con la mirada las luces rojas traseras de su coche mientras se alejan por la calle. Cuando los pierdo de vista, vuelvo a la sala y me dejo caer en el sofá. Me doy un fuerte pellizco en el brazo por ser tan idiota.
¿Por qué he tenido que decirles nada de las fotografías de Zoe? Ahora se enterará de todo y se enfadará muchísimo conmigo por haber entrado en su habitación. Se morirá de vergüenza al saber que no confío en ella, a partir de ahora estará paranoica y seguro que mañana, antes de la hora del té, ya habrá hecho las maletas y se habrá ido.
¿Y en qué lugar me deja eso a mí?
No es una buena forma de empezar una relación de confianza. Si James estuviera aquí, me diría que le preguntara enseguida si ha entrado en el estudio, sin rodeos, que fuese sincera desde el principio. No le gustaría todo este secretismo.
Seguro que hay una explicación racional, y de pronto se me ocurre que a lo mejor Zoe cogió por equivocación nuestra cámara. La dejamos por ahí encima después de nuestra excursión al acuario y son modelos muy parecidos. A lo mejor esas fotografías ya estaban ahí dentro y fue James quien las sacó, aunque no consigo imaginar por qué querría hacer eso. Aparte de la que agrandé, no sé de qué eran las otras fotos, aunque por lo que vi también parecían ser documentos. Esa posibilidad, aunque remota, no sería ni mucho menos tan siniestra. Pero cuando voy a ver si nuestra cámara está en el cajón de la cocina donde suelo guardarla, la encuentro justo donde la dejé. Paso las fotografías por si Zoe la ha vuelto a bajar al darse cuenta de su confusión, pero no hay ninguna imagen de papeles.
—Ay, James —digo mientras regreso a la sala—. ¿Qué hago?
«¿Qué hago?». Debo de haberle hecho esa pregunta unas mil veces desde que estamos juntos. Creo que la primera vez que la oyó fue cuando le confesé mi amor por él. Estábamos sentados junto al canal, dándonos la mano y desenterrando pensamientos de las profundidades de los ojos del otro. Para cualquiera que nos viera debíamos de parecer una pareja de tortolitos adolescentes, pero no faltaba mucho para que James tuviera que volver a embarcarse y yo quería saber si teníamos un futuro juntos. Todo aquello parecía muy poco apropiado tan poco tiempo después de lo de Elizabeth.
—¿Qué hago? —y bebí de mi refresco. Me ceñí la chaqueta de punto alrededor de los hombros cuando un escalofrío se metió en mi cuerpo. No hacía frío esa noche, pero yo sabía que el resto de mi vida dependía de la respuesta a esa pregunta.
—¿Que qué haces tú? —respondió James con incredulidad—. No eres tú sola, Claudia, somos los dos. Ya sé que te sientes responsable. Sé que te contienes por mí. —Me estrechó la mano. Me sentí segura.
Agaché la cabeza.
—La gente dirá cosas —insistí.
—A la gente, que le den —repuso él—. Qué saben ellos de nuestros sentimientos.
—Ha pasado tan poco tiempo… —repetí. Lo había dicho unas mil veces ya.
—Elizabeth querría que fuese feliz —dijo James—. Era así de estupenda.
—Me entristece no haber llegado a conocerla. —Pero entonces me di cuenta de que, en ese caso, James y yo no estaríamos hablando de vivir juntos. ¿Era egoísta alegrarme por que hubiera muerto? En esos momentos ya hacía varios meses que nos veíamos. Con «ver» me refiero a bastante más que ayudarlo a organizar el bienestar de los niños. James estaba haciendo muy buen trabajo ocupándose de los gemelos. De hecho, creo que entre los cuidados que les prodigaba a sus hijos y nuestra floreciente relación, los niños y yo lo acompañamos en las primeras fases de su duelo.
—Pero es que me parece demasiado pronto —insistí—. La gente hablará mucho, nos guste o no, James. Dirán que soy una especie de ave carroñera, que quiero ocupar el lugar de Elizabeth. —Quería llorar de frustración, pero me contuve. Después de todo lo que había pasado, después de prácticamente abandonar toda esperanza de volver a conocer a alguien tras romper con Martin (habíamos estado juntos once años, a fin de cuentas), jamás pensé que volvería a encontrar el amor, y mucho menos una familia.
—No me importa —dijo James. Me acercó a él y sintió mis escalofríos—. Eh —hablaba con ternura—, no tengas miedo. —Fue entonces cuando me cogió de los hombros y me miró desde el otro extremo de sus brazos estirados. Una única lágrima bajaba perdida por mi mejilla izquierda, y la maldije por haberse escapado, por delatar mis sentimientos—. Quiero que te vengas a vivir conmigo y los niños, Claudia. Lo deseo más que ninguna otra cosa. Dime que lo harás.
En la intimidad de mi cabeza, mi respuesta estalló de inmediato: «¡Sí!», pero sabía que debía ser más sensata, así que puse cara de meditarlo, intenté sofocar la sonrisa que quería invadir mi rostro. Era el inicio de una nueva vida. Al final, después de todo el dolor y los altibajos emocionales que había pasado con Martin, me ofrecían una nueva oportunidad de ser feliz. Jamás pensé que ocurriría.
—Es una completa locura —dije, riendo. James también se rió. De hecho, había conseguido reír incluso durante los días siguientes a enterarse del fallecimiento de Elizabeth, cosa que yo no acababa de entender. Ahora, conociéndolo como lo conozco, me doy cuenta de que es su forma de hacerle frente a las cosas. Las personas solo pueden asimilar una cantidad determinada de estrés; más allá de eso, su mente las distrae para hacerlas regresar en la medida de lo posible a la normalidad. Es una forma de protección y, hasta cierto punto, yo estaba haciendo exactamente lo mismo. Los dos estábamos superando la relación anterior, los dos estábamos perdidos y necesitados, aunque intentábamos ser lo más sensatos y maduros que podíamos.
—Una locura, sí. Pero me he enamorado de ti, Claudia. Quiero casarme contigo. Quiero que seas una madre para Oscar y Noah.
Yo solo oí «Quiero que seas una madre». Fue lo más cerca que estuvo jamás de proponerme matrimonio. La boda en sí pareció llegar con tanta naturalidad como el hecho de que yo preparara la cena y me ocupara de los niños sin que él tuviera que pedírmelo.
¿Cuántas veces había intentado ser madre? ¿Cuántas veces no lo había conseguido?
De repente ya no era un fiasco. No hice caso de los alaridos de duda que resonaban en mi cabeza. De hecho, tampoco hice caso alguno de las precavidas advertencias de familiares y amigos, que levantaban las cejas y hacían algún comentario sobre la sospechosa oportunidad de mi relación con James. «Acaba de perder a su mujer, Claudia… ¿De verdad quieres hacerte cargo de los hijos de otra?… El dinero que tiene le viene de su difunta esposa…». Yo no tenía ni idea de cuánto le había dejado Elizabeth ni del montante de la fortuna de su familia; aun hoy, sigo sin saber demasiado sobre los asuntos privados de James. Pero entonces me llovieron esos comentarios, esas advertencias de gente con buenas intenciones que se sentía incómoda con mi recién encontrada felicidad.
Para nosotros era muy simple. Ni una sola vez se me ocurrió pensar que James me estuviera utilizando como madre suplente o como una práctica gobernanta y niñera interna con la que recomponer el destrozo de su vida. Y si se me hubiera pasado por la cabeza, habría descartado la idea al momento. Quería a James y quería a sus hijos. Deseaba ser su madre. Deseaba ser la esposa de James. Él me había prometido que tendríamos otro niño juntos, y yo confié en que me lo daría. Al principio no me atreví a hablarle de todos mis abortos naturales y los niños que no sobrevivieron a mis partos. Quería que eso formase parte de mi pasado, no de mi futuro. Llegué a la conclusión de que todo había sido culpa de Martin y que no tenía nada que ver con mi cuerpo. Aun cuando los doctores me dijeron que dudaban de que pudiera tener hijos, me negué a renunciar a esa esperanza.
—Mierda, joder —exclamo en un susurro justo cuando Zoe llega a casa. Está canturreando algo.
—¿He oído a alguien decir palabrotas? —pregunta con jovialidad al asomar la cabeza por la puerta de la sala de estar.
Me pilla chupándome un dedo.
—Esto de coser se me da fatal —le digo. Levanto la mirada como si nada y agito un poco la blusa.
—Lo siento mucho, pensaba hacerlo yo por ti.
Zoe se ruboriza un poco, se acerca y me quita la prenda de las manos con delicadeza. El minúsculo botón cuelga medio suelto del hilo de algodón nudoso. No sabe que mis palabrotas no iban por la blusa, ni mucho menos por el pinchazo en el dedo. Mis palabrotas iban por la estupidez que he cometido al contarle a la policía lo de Zoe antes de hablar yo misma con ella.
Se sienta junto a mí.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta.
La miro fijamente a la cara. No veo nada que delate ningún tipo de doblez, aunque tampoco hay nada que desvele mi inquietud.
—Zoe, siéntate. Tengo que preguntarte una cosa.
—Vale —accede con docilidad—. ¿Qué sucede? —Se percibe una leve duda en su voz, pero nada que se corresponda con lo que estoy a punto de poner sobre la mesa.
—Cuando estuve en el desván buscando ese libro, Zoe, no pude evitar fijarme en que había sangre en una de tus sudaderas. —Hago una pausa. Ahora ya sabe que entré en su cuarto.
—Ah, eso… —dice con lo que parece el inicio de una sonrisa incómoda.
—No estaba husmeando, te lo prometo —añado—. Pensaba que el libro podía estar todavía en el armario. —Es cierto que antes guardaba allí algunos de mis apuntes y libros de la universidad—. Pero se me había olvidado que los había trasladado al sótano antes de que llegaras tú. Vi la sudadera… y me preguntaba si te habías hecho daño. —No encuentro la forma de mencionarle también la foto o la prueba de embarazo.
—Sí, sí que me hice daño —contesta ella automáticamente, llevándose una mano al hombro—. Me caí de la bici, pero estoy bien —añade, quizá porque mi rostro empieza adoptar una expresión de incredulidad—. Quería acercarme en un momento a la tienda a por un poco de leche, iba muy rápido y me fallaron los frenos. No te preocupes, los niños estaban en el colegio. Al final dejó de sangrar. No fue más que un rasguño superficial, pero como seguí hasta la tienda, al final la sudadera quedó hecha un asco.
Me la quedo mirando. Parece del todo plausible, solo que no puedo evitar preguntarme por qué aún no me lo había explicado.
—Te lo habría dicho, pero no quería cargarte con más preocupaciones —dice, como si me hubiera leído el pensamiento. Alarga la mano y me toca el brazo—. Ni que pensaras que soy una boba patosa, además de mala conductora.
Entiendo lo que me quiere decir.
—¿Quieres ver el rasguño?
Empieza a bajarse la cremallera de la chaqueta y a menear el hombro para sacarlo de la manga.
—Ay, no, tranquila. No tienes por qué enseñármelo. —Ahora me siento como una idiota—. Perdona por haberte preguntado.
—Claudia —hace una pausa y me mira a los ojos—, yo también habría preguntado si hubiera visto la ropa de mi niñera llena de sangre.
Se ríe, quizá más de lo que parece justificado, y empieza a deshacer el desastre que he organizado intentando coser el botón.