Grace miraba embobada la alfombra y se toqueteaba la uña del pulgar. Su pie se balanceaba atrás y adelante y Lorraine le dijo que parara. Ella no hizo caso y siguió con más ganas aún, así que acabó golpeando la pata de la mesita del café con la punta y dándole a la base del sofá con el talón. Se sonrojó y en su labio inferior apareció un temblor prácticamente indetectable que la llevaba al borde de las lágrimas.
—Bueno, muy amable por tu parte venir a hacernos una visita —dijo Lorraine con acritud. No había querido que fuera ese su tono, pero sus esperanzas de ver a Grace volver a casa se habían esfumado cuando su hija había llamado al timbre (¡había llamado al timbre!) y había anunciado que solo pasaba a recoger un par de cosas.
—Cariño… —intervino Adam.
Grace no decía nada. La habían obligado a pasar a la sala y la habían sentado allí. Pero el suspiro, los brazos cruzados con tirantez, el mohín y la mirada fija en el techo hacían algo más que insinuar que preferiría estar en cualquier otra parte.
—Que dejes de dar patadas, Grace, te vas a hacer daño en el pie —dijo Lorraine otra vez, seguramente demasiado arisca.
Su hija por fin se enderezó y se estuvo quieta.
—Tu madre tiene razón —añadió Adam por decir algo—. Grace, tienes que hablar con nosotros. ¿Cómo vamos a ayudarte si ni siquiera dejas que hablemos de ello?
—No necesito vuestra ayuda —respondió su hija, todavía con la mirada en la alfombra—. No hay nada de qué hablar.
—¿Ese chico te está presionando? —preguntó Lorraine con angustia.
—Ese chico —contestó Grace— tiene un nombre, ¿te enteras? Y no, Matt no me está presionando. Los dos queremos casarnos. Estamos enamorados.
—Pero ¿y la universidad? ¿Cómo vas a encontrar un buen trabajo, tener una vida decente? Todavía no eres más que una niña. —Lorraine tuvo una repentina visión de su hija con diecisiete años, embarazada y en el paro, viviendo en un piso del ayuntamiento. Y Matt desaparecido del mapa, claro.
—Entendemos cómo te sientes —dijo Adam.
—Bueno, la verdad es que no —lo interrumpió Lorraine.
Grace respiró hondo.
—Soy muy consciente de que ninguno de los dos lo entendéis —dijo en voz baja—. Por eso me he ido de casa, para alejarme de vosotros. Si tengo que dejar los estudios y buscar un trabajo para mantenerme, pues lo haré. Matt y yo vamos en serio con esto de la boda. Y su madre se está portando genial.
Lorraine se estremeció de dolor.
—Querías ser científica —dijo con un hilo de voz.
—Este fin de semana iremos a ver salones para bodas —sigue Grace, como si ni siquiera hubiera oído a su madre.
—Y estabas pensando pasar un año sabático en Estados Unidos.
Grace levantó lentamente la mirada hacia ella y sacudió la cabeza como si los últimos diecisiete años hubiesen sido un sueño confuso y nada de todo eso fuera cierto.
—Eras tú la que quería que fuese científica —corrigió—. Es decir, cuando no estabas ocupada peleándote con papá.
Lorraine sintió cómo la recorría una suave oleada de locura.
—Vale. Deja los estudios. Vete a vivir con otra familia; una mejor, sin duda. Cásate y ten montones de hijos antes de los dieciocho y búscate un trabajo de noche en un supermercado. —Notó que esta vez sí había captado su atención—. A partir de este momento, eres libre, Grace. Imagínate, papá y mamá ya no te darán la lata, no habrá más deberes, no habrá más reglas. Ahora estás tú sola, cariño mío, y ni se te ocurra pensar que puedes volver corriendo con nosotros cuando te quedes sin dinero.
—Papá no me da la lata —afirmó Grace con tranquilidad—. Pero tú sí.
—¡Por el amor de Dios! —Lorraine se llevó las manos a la cara.
Adam, incómodo, cambió de postura en el sofá.
—Ray, no.
—Todavía no he terminado…
—No pasa nada, Grace —dijo Adam—. Si has meditado todo esto largo y tendido y de verdad es lo que deseas… —No terminó la frase por falta de convicción—. Nosotros lo que no queremos es que te precipites.
—Todavía eres una niña —insistió Lorraine en un último intento por conseguir que su hija cambiara de opinión—. ¡Cómo vas a casarte! No tienes ni idea de lo que significa eso.
—Por lo menos estaré con alguien que me quiere —repuso Grace, aunque en voz tan baja que Lorraine creyó haberla entendido mal—. Porque ninguno de vosotros me quiere.
—Pero, tesoro, eso no es verdad y lo sabes. —Adam se inclinó hacia ella y estrechó sus manos—. ¿Cómo puedes decir algo así? Tu madre y yo te queremos mucho.
Ella reaccionó negando despacio con la cabeza, como si solo eso le provocara ya demasiado dolor. Una única lágrima cayó de sus ojos.
—Por supuesto que te queremos —repitió Lorraine, absolutamente atónita ante lo que acababa de decir Grace—. Pero ¿cómo se te ha ocurrido pensar que no?
—Porque ni siquiera vosotros os queréis —fue la humilde respuesta de su hija.
Al oír eso, Adam retrocedió. Lorraine y él se engancharon en una breve mirada.
—Sí, sí que nos queremos —dijo, indignado.
Lorraine pensó que su falsedad era evidente. ¿Cómo podían haber sido tan ingenuos al creer que sus problemas, cómodamente arrinconados en un recoveco oscuro de su cerebro, no habían afectado a sus hijas?
—Stella también lo cree —añadió Grace, que empezó otra vez con los golpecitos del pie—. Siempre estáis discutiendo y susurrando y peleándoos por cosas. Creéis que no os oímos, pero sí. Stella llora a veces por las noches.
—Claro que papá y yo nos queremos, cariño —dijo Lorraine, y notó que Adam bajaba un poco la cabeza—. Tenemos mucho estrés en el trabajo y a lo mejor nos lo traemos a casa, lo cual está mal, pero sí que… nos queremos. —Desde el otro lado del sofá alargó un brazo para cogerle la mano a Adam y obligó a sus dedos a entrelazarse.
La única vez que habían acudido a una consejera matrimonial terminaron más o menos en esa misma postura cuando la mujer le había pedido a Lorraine que tocara a Adam para ver qué sentía. En aquella ocasión podría haber respondido sin mover un solo músculo: asco. «¿Que lo toque?», preguntó sin acabar de creérselo. Un buen pellizco o una patada a traición era lo que le apetecía darle, pero en lugar de eso accedió y tomó a desgana la mano de su marido.
«¿Cómo la sientes?», preguntó la terapeuta.
«¿Caliente?», sugirió Lorraine.
«Caliente —repitió la mujer—. Eso está bien. Quizá sientes que está vivo, que es igual que tú, que sus venas están llenas de sentimiento y amor».
«Venga ya, menuda chorrada —recordaba haber dicho Lorraine al apartar la mano de golpe—. Está caliente, vale. Es de sangre caliente y es hombre y no sabe tener la bragueta cerrada». Esta vez, sentada frente a Grace, Lorraine casi pudo oír el suspiro exasperado que había soltado Adam durante aquella sesión.
«No ha sido así», había dicho él para defender su comportamiento una vez más.
La sesión se acercaba ya a su final y Lorraine estaba furiosa. Aquella terapeuta imbécil estaba claramente de parte de Adam; a lo mejor ella también era la «otra» de alguien, y sus prioridades eran diferentes a las de ella. Fuera como fuese, Lorraine no pensaba dejar que una extraña la ridiculizara y la tratara con paternalismo. Y tampoco pensaba pagar para hacer manitas con su marido después de que le hubiera confesado su lío de una noche. Ya había accedido a poner freno a sus sentimientos y seguir adelante por las niñas, pero tal como estaban las cosas no tenía demasiada confianza en que duraran mucho más así.
Lorraine sintió que los dedos de Adam se cerraban sobre los suyos.
—Lo único que pretendemos es ayudarte a que lo veas todo con más sensatez, Grace. Casarse a tu edad sería un desastre. La semana pasada a estas horas estábamos hablando de la universidad.
Grace se levantó y se alisó la camiseta. Lorraine se fijó en lo limpia y bien planchada que estaba. Era evidente que la madre de Matt disponía de muchísimo tiempo.
—Mamá, papá, estoy decidida. Voy a dejar los estudios y casarme. Espero que vengáis a nuestra boda. —Dio media vuelta y salió tranquilamente de la sala.
—Yo creo que ha ido bien —dijo Adam con sarcasmo.
Se habían retirado a la cocina después de haber esperado en la sala, sentados en silencio, a que Grace recogiera sus cosas y se fuera. Matt la estaba esperando fuera, en su coche. Ninguno de los dos había sabido qué hacer o qué decir.
Lorraine suspiró y, mientras comprobaba los mensajes de su contestador, levantó un dedo para llamar la atención de Adam. Siguió escuchando y luego se guardó el móvil otra vez en el bolsillo del pantalón.
—Era el médico de Carla Davis, del hospital, que por fin me ha devuelto la llamada. Ha estado ilocalizable todo el día, así que le dejé un mensaje a su secretaria. Debe de haber llamado mientras hablábamos con Grace.
—Sigue. —Adam llenó el hervidor de agua.
—Por lo visto, Carla tiene los riñones muy dañados por su larga adicción a las drogas. Al principio de su embarazo le advirtieron que seguir hasta el final podía significar su propia muerte, o antes o después del nacimiento del bebé.
Lorraine se detuvo para asimilar ese dilema cargado de cuestiones conflictivas. ¿Cómo iba a tomar una persona tan mal equipada emocionalmente como Carla una decisión tan crucial para su vida como esa?
—En pocas palabras, arriesgaba su vida por seguir adelante con el embarazo. Le aconsejaron que abortara en las primeras semanas, y en un principio accedió. Luego cambió de opinión. El doctor Farrow no era el médico de Carla en aquel momento, pero su historial indica que le hicieron meditar muy bien las implicaciones que tendría ese embarazo para su salud. Literalmente era una decisión de vida o muerte.
Adam arrugó la frente.
—Está claro que las implicaciones de ese embarazo para su salud no han sido buenas ni mucho menos, según ha resultado al final —dijo sin ninguna clase de humor.
—Entonces, ¿por qué cambió de opinión? ¿La convenció alguien de que no siguiera el consejo de los médicos?
—A lo mejor sus trabajadores sociales pueden iluminarnos un poco —dijo Adam tras una breve pausa—. Puede que Carla les explicara a ellos sus motivos.
—¿Crees que deberíamos ir a verlos otra vez?
Adam ya asentía con la cabeza. Consultó el reloj.
—¿No lo dirás en serio? —preguntó Lorraine con desdén. Estaba agotada—. ¿Esta noche?
—Creo que deberíamos intentarlo. Hay algo que quiero… —Dudó—. Seguramente no será nada.
—Pero la oficina habrá cerrado ya… —Lorraine se quedó sin fuerza, sabía que era mejor no cuestionar a Adam cuando tenía una de esas intuiciones.
En ocasiones anteriores, cosas que él había notado y se había guardado para sí se habían convertido en pistas cruciales. Puede que hubiera cometido un grave error de juicio en su vida personal, pero aquello era el trabajo, aquel era él haciendo su trabajo, y en eso era bueno: a veces tanto, que resultaba exasperante. Ella lo acompañaría a ver qué destapaban. Al fin y al cabo, él era el jefe de la investigación.
Adam cogió las llaves de su coche.
—Le haré otra visita a domicilio a esa trabajadora social, lo cual nos dará una excusa para averiguar más sobre esa tal Heather Paige y ver dónde encaja. —Ya se habían pasado antes por allí para comprobar la historia de Cecelia, pero la casa estaba vacía—. ¿Te vienes?
Lorraine lo siguió a regañadientes hacia la puerta. Desde abajo informó a Stella que volverían una hora después y recibió un vago gruñido en respuesta. Adam y ella intercambiaron una mirada al pie de la escalera antes de que él la cogiera de la mano y la acompañara a su coche.
Mientras Lorraine se abrochaba el cinturón, sus dedos sentían todavía el hormigueo del tacto de su marido, y se dio cuenta de que era la segunda vez que le había tocado la mano ese mismo día.