Por mucho que frote la sangre no sale. Está incrustada y es la guardiana de culpables secretos. El agua se tiñe de rosa bajo la espuma, así que echo más jabón en polvo sobre la mancha y restriego la tela con ganas. El lavadero del sótano traga a borbotones cuando quito el tapón. Aclaro la sudadera, la escurro y la sostengo en alto. Suspiro al ver el profundo cerco marrón anaranjado del hombro. Parece que voy a tener que coser el desgarrón. No se me dan muy bien los remiendos, así que, por una cosa o por otra, se va a poner hecha una furia cuando sepa que le he destrozado su parte de arriba preferida. Es la que siempre se pone para estar por casa, con la que llora viendo sensibleras películas en blanco y negro abrazada a una caja de bombones, la que tiene desde los dieciséis años. No sabe que me la llevé. Cecelia no estará contenta.
—Tendrías que haberlo puesto a remojo enseguida —dice Jan. Me doy media vuelta, ocultando mi sobresalto. Está de pie con las manos en las caderas, observando con ceño mis inútiles intentos de lavar a mano—. ¿Sangre? —pregunta.
—Sí —respondo, nerviosa. Manipulo la sudadera sin saber qué hacer, intentando doblarla para ocultar la mancha—. Seguramente la tiraré —añado, intentando indicar la poca importancia que tiene.
—Tonterías —insiste ella—. Trae, déjame ver.
Alarga la mano hacia la tela empapada, pero yo retrocedo, sosteniéndola contra mi pecho.
—No pasa nada, de verdad. Es viejísima. Se va a la basura. —Entonces cometo el error de tirarla al cubo que hay en el sótano y, claro, Jan se lanza a por ella. Sé que solo intenta ayudarme.
—Lo que tienes que hacer es dejarla a remojo con un poco de peróxido de hidrógeno. —Vuelve a tirar la sudadera al lavadero y rebusca en el armario de debajo—. Juraría que aquí había un bote. —Un momento después se levanta con una sonrisa y una botella negra de plástico. La agita—. Con esto bastará. —Y lo vierte sobre la sudadera con un poco de agua.
—Gracias, Jan —digo con los dientes apretados—. Ya acabaré yo. Lo aclararé dentro de unos minutos.
—Uy, no, cielo. Déjalo ahí unas horas. ¿Has tenido un accidente? —Pesca el hombro ensangrentado con un meñique.
—Sí… Sí, justo —digo—. Me caí de la bici.
—Debes de tener un buen corte —comenta, pero yo le quito importancia y digo que solo es un rasguño—. Pues menudo rasguño —dice ella con incredulidad, mirando la sudadera y luego otra vez a mí—. Parece más bien un asesinato. —Entonces, antes de que yo pueda contestar nada o protestar, se vuelve escalera arriba—. Hasta la semana que viene —se despide.
No le digo que, si todo va según lo planeado, seguramente ya no nos veremos.
Decido seguir el consejo de Jan y dejar la sudadera a remojo. No hay nadie en casa que pueda hacerme preguntas sobre la sangrienta prenda, y Jan parece que me ha creído cuando le he dicho que me he caído de la bici. Embadurnar una sudadera de sangre ocupa los primeros puestos de la lista de estupideces que podría hacer mientras esté en esta casa. Llamar la atención de manera innecesaria no entra dentro de mis planes. La verdad es que no puedo permitirme que Claudia empiece a sospechar de mí. Es evidente que yo no querría que alguien con manchas de sangre en la ropa cuidara de mis hijos.
«Mis hijos», pienso, y entonces me viene otra vez Cecelia a la cabeza, gritándome porque le he destrozado su sudadera preferida de estar por casa y no soy capaz de darle un bebé.
Menudo descanso que Claudia se fuera a trabajar esta mañana. A juzgar por su palidez y lo cerca que está de su fecha, estaba convencida de que se quedaría en casa. Aunque no se queja demasiado del esfuerzo que le cuesta moverse, subir escaleras y hasta agacharse a recoger algo, lleva la frustración y el agotamiento escritos en la cara.
Al haber visto a Cecelia tan pronto después de haberme prometido a mí misma que no lo haría (adiós a mi autoimpuesta prohibición de contacto durante por lo menos un mes tras nuestra separación), estoy aún más convencida de que al final ha sido para bien que no me quedara embarazada. Cecelia no piensa lo mismo, claro.
Aprovecho que la casa está vacía para colarme otra vez en el estudio de James. Hoy me aseguraré de descargar las fotografías de la cámara y guardarlas bien. Estoy segura de que Claudia sospecha algo, de que estuvo curioseando entre mis cosas. No se me escapa lo irónico de la situación, y entonces giro la llave de la puerta del estudio.
—Bien —digo, todavía sin una idea muy clara de lo que estoy buscando—. ¿Por dónde empiezo hoy?
Me muerdo los labios y recorro el santuario de James con la mirada. Me pregunto si intuirá, allá en las profundidades del mar, que he entrado en sus dominios. Cuando vuelva a casa, ¿se le arrugará la nariz, rebuscarán sus ojos por toda la habitación al percibir un vago olor que yo haya podido dejar o descubrir algún objeto cambiado de sitio? La alfombra es de un rojo intenso y se nota mullida al andar sobre ella. Debo ir con cuidado para no dejar pisadas.
Tiro del cajón de un antiguo archivador de madera, pero, como sospechaba, está cerrado con llave. La última vez que estuve aquí peiné el contenido del archivador metálico, pensando que un compartimento ignífugo contendría los documentos más interesantes. Aunque algunos de los papeles que fotografié podrían resultar útiles estoy convencida de que todavía no he encontrado lo que necesito. Esta familia tiene dinero, de eso estoy segura, y estoy convencida de que les viene de los Sheehan. Pero necesito pruebas, muchas pruebas, y las necesito enseguida. Tengo que pensar en mi futuro.
Encuentro la llave del archivador de madera en un periquete. Está escondida debajo de una maceta que hay en el alféizar con una planta bastante seca. Abro con suavidad el primer cajón sin la menor idea de qué encontraré dentro, si es que encuentro algo, pero si quiero hacer esto bien, si quiero tener éxito («¡Ay, Dios, por una vez déjame tener suerte!»), tiene que estar aquí. Necesito ese «algo» tan esquivo, la prueba, el documento decisivo. Alguien como yo no tiene muchas oportunidades como esta. Si me paro a pensarlo, casi me lo han puesto en bandeja de plata. Por eso estoy tan nerviosa mientras saco la primera carpeta. Si la cago, si no salgo de aquí exactamente con lo que quiero, si me pillan antes de haber terminado, tendré que dar muchísimas explicaciones a la policía.
Extiendo el contenido de la primera carpeta sobre el escritorio de James. Son un montón de informes anuales (de una especie de fondo de inversión) desde 1996 hasta 2008. Saco una foto de cada uno con cuidado. Eso me lleva veinte minutos. Suspiro y me quedo mirando el archivador, que está repleto. ¿Qué voy a conseguir con esto? «Una vida mejor para ti», dice esa voz de mi cabeza que me atormenta con la parte buena y la parte mala de lo que estoy haciendo. No se ha callado un momento desde que respondí al anuncio de Claudia.
Padres trabajadores buscan niñera cariñosa, amable y con experiencia para cuidar a dos gemelos de cuatro años y una niña que nacerá pronto. Habitación y baño propios en una bonita casa de Edgbaston. Alguna tarea doméstica, pero no la limpieza. Derecho a coche y fines de semana libres. Debe contar con formación reglada y referencias ejemplares. Incorporación inmediata.
«Es perfecto», recuerdo que pensé al ver el anuncio. Es absolutamente asombroso, una oportunidad como caída del cielo en el momento más adecuado, y había aterrizado delante de mí casi como si me hubieran elegido a dedo para el trabajo. De nuevo, río ante lo irónico de la situación. No es que yo quiera hacer lo que hago. De hecho, tengo pocas alternativas (ninguna alternativa) en este asunto. En la vida hay algunas cosas a las que hay que resignarse, y me di cuenta de ello el día en que me marché del piso de Cecelia, que resultó ser el mismo día que me trasladé aquí. Huir de un fuego para caer en otro.
Aun así, me consuelo, por lo menos estoy haciendo algo que merece la pena y evito el filo cortante que es la cruel lengua de Cecelia cuando no consigo llevarle lo que ansía con tanta desesperación.
Vuelvo a colgar la carpeta en su hueco y saco otra. «Seguro de vida», dice la etiqueta. Levanto las cejas. «Muy útil —pienso—. Espero que tengan muchos».
Media hora después estoy esperando a que hierva el agua, como si no fuera más que una pausa cualquiera para tomar un té en un trabajo cualquiera. Miro por la ventana de la cocina hacia el cuidado jardín. Veo los árboles nudosos, despojados e invernales contra un cielo encapotado y triste. El borrón gris verdoso del césped es todo lo que queda de la diversión olvidada del verano. De pronto me siento muy sola, muy asustada y con muchas ganas de abandonar. Toco el teléfono móvil que llevo en el bolsillo: mi conexión con todo lo seguro y lo conocido, mi conexión con Cecelia. Me pregunto si estará pensando lo mismo que yo, pasando un dedo sobre las teclas de su móvil, con el que fácilmente podría escribirme un mensaje. ¿Qué estará pensando en este preciso instante? ¿Se da cuenta de que todo esto lo hago por ella? ¿Me odia? ¿Querrá volver a verme algún día? Solo con imaginar que no, el frío invade mi interior. Quiero regresar al estudio para empezar a buscar de nuevo entre los documentos. Seguro que ya me estoy acercando a algo provechoso.
La carpeta etiquetada como «Jardín» me sorprende. Tiene el mismo color beige insulso que las demás del archivador pero es mucho más gruesa, está más repleta de papeles que las otras. Tanto, que me hace falta un buen tirón para sacarla del soporte del que cuelga. Cuando sale veo que su contenido no tiene nada que ver con el jardín. Si lo que esperaba encontrar eran folletos de los cortacéspedes con asiento de última tecnología que venden en el vivero, o servicios de poda y tarifas de pavimentos de piedra, no podría estar más equivocada. La carpeta de «Jardín» tiene dentro otra, más estropeada, que solo dice «Fideicomiso».
El corazón me late con fuerza entre las costillas. Mis oídos se aguzan por si oyen los sonidos de alguien llegando a casa: el ruido de un coche enfilando el camino de entrada, el chasquido de la puerta, la llave en la cerradura. Percibo a lo lejos las subidas y bajadas del grito de una sirena que corre hacia una emergencia distante, y oigo en mi cabeza el sonido de mi propia respiración, que a duras penas se abre camino para entrar y salir de mis pulmones.
Abro la carpeta y saco el primer documento. Lo leo en diagonal y luego saco una fotografía. Hago lo mismo con el resto del contenido. Tardo una hora y media en terminar con ello. Aun cuando todo está otra vez bien ordenado en su sitio, cuando el estudio vuelve a estar cerrado con llave y yo he subido a mi habitación, mi corazón se niega a poner fin a su ridículo baile en mi pecho. No puedo dejar de pensar en lo que significa. Pero, sobre todo, no puedo dejar de pensar en Cecelia.