Una vez llegó un punto en que pensé que no sería capaz de seguir adelante con mi trabajo. Al echar la vista atrás veo que fue una época sombría, fría y deprimente, pero es algo que de verdad pienso que tenía que pasarme. Si no, no sería la mujer que soy ahora. Fue parte del gran viaje de la vida, y no soy la única que lo ha vivido. Estoy convencida de que todos estamos aquí por un motivo, un fin supremo, y nuestra misión es no salirnos de la senda correcta, o incluso descubrir cuál es, para empezar. Pip, por lo visto, tiene otras ideas.
—Chorradas —dice—. Madre mía, cómo me bebería una copa de vino.
Miro mi reloj.
—Espero que sean rápidos. Tengo muchísimo que hacer en la oficina.
Intento llamar la atención del camarero, pero hasta ahora se le ha dado muy bien ignorarnos. Está claro que piensa que dos mujeres tan embarazadas no pueden tener prisa. Pip a lo mejor no tiene nada previsto esta tarde, aparte de dormir la siesta, pero yo tengo dos visitas a domicilio, una reunión de departamento y tres informes que redactar antes de volver con los niños.
—Y no son chorradas. Es lo que yo creo. Bueno, da igual, ¿qué vas a pedir?
Solo he aceptado comer con ella porque la he encontrado… bueno, triste, supongo. Es porque comprendo cómo debe de sentirse, porque lo sé, por eso he hecho un hueco para bajar hasta Orlando’s a comer deprisa con ella. Al terminar la breve conversación telefónica que hemos tenido antes estaba convencida de que tenía algo grave que comentarme.
—Y no vas a tomar nada de vino. No lo permitiré. —Le doy una patada en broma por debajo de la mesa.
Pip protesta y el camarero por fin nos trae las cartas y anota qué queremos para beber. Al pobre chico se le ve impresionado con nuestros barrigones, a lo mejor está asustado por tener que traernos la comida a las dos a la vez. Ambas nos echamos a reír cuando se esconde tras la barra.
—¿Has visto qué cara ha puesto? —digo.
—No tenía precio —contesta Pip con una sonrisa, aunque sé que está pensativa.
—Lo siento, Pip. No pretendía ponerme a pontificar. Es solo que tengo una opinión muy fuerte.
—No tienes que disculparte. Estoy preocupada por ti, nada más.
—¿Preocupada? ¿Por mí? —Lo digo con más incredulidad aun de la que siento.
Ha sido ella la que ha sacado el tema de mi trabajo mientras bajábamos juntas por la calle comercial. Me ha preguntado cómo llevo la parte emocional, además de los aspectos más prácticos de los casos que veo absolutamente todas las semanas. Después de sentarnos me he puesto a hablar de algunos puntos delicados que me inquietaron mucho durante el primer año o dos después de sacarme la plaza. No había sido mi intención explicarle todo eso, pero me había salido con naturalidad después de lo que estábamos hablando. Eso me ha llevado a afirmar que en la vida cada uno tiene una senda, se den cuenta de ello o no. Y supongo que me he puesto demasiado new age o religiosa para el gusto de Pip, aunque yo no soy así. Intentaba ser algo imprecisa para no tener que explicarlo todo. Esos temas todavía me tocan la fibra sensible.
—¿Y qué me dices de tus abortos y los niños que se te murieron al nacer? —me pregunta con cautela cuando nos ofrecen los panecillos—. ¿También formaban parte de esa «senda» de la vida?
Me pilla por sorpresa que haya mencionado eso, pero merece una respuesta meditada.
—No es que yo hubiera elegido esa senda —intento explicar—, pero si perder esos niños era «su» senda en la vida, me siento honrada de haber formado parte de ella.
Casi está de acuerdo conmigo. Veo cómo le funciona el cerebro mientras repasa toda la carta preguntándose si pedir los linguini con setas y vieiras o mejor la ensalada César de pollo, como siempre.
—¿Y te sientes honrada de formar parte de la vida de los niños con los que trabajas? ¿Cómo encaja eso en tu senda y en la de ellos cuando los apartas de sus padres?
Lo percibo como un ataque, pero tiene derecho a tener su opinión.
—Pip, eso no es exactamente así —empiezo a explicar, pero enseguida me doy cuenta de que, lo ponga como lo ponga, sí es así como va a sonar.
Me encanta comer con ella (desde que nos conocimos en la clase de yoga prenatal, Pip se ha convertido en mi mejor amiga), pero lo cierto es que hasta ahora nunca habíamos hablado sobre la ética de mi trabajo. Cuando baja uno al nivel básico de las cosas, a lo bueno y lo malo, la gente suele tener opiniones muy fuertes sobre lo que hago.
—Imagino que ellos no consideran tu paso por su vida como parte de su plan vital, solo digo eso. —Pip desdobla la servilleta y se la coloca en el regazo.
No sé por qué está tan sensible con temas sobre los que yo no tengo ningún control. Suspiro y me lanzo de cabeza.
—Unos dieciocho meses después de empezar en mi primer destino, cuando vivía en Manchester, tuve que cogerme una prolongada baja por enfermedad —le digo. Su rostro se relaja y me anima a continuar—. Acababa de descubrir que estaba embarazada. No cabía en mí de alegría. Era mi primera vez y llevábamos meses intentando concebir. —Pip empieza a sonreír, pero enseguida le flaquean las fuerzas. Sabe lo que viene a continuación—. El caso es que el estrés del trabajo me había estado afectando mucho. Estaba deprimida. No podía seguir adelante con el día a día. Empezar con las pastillas me ayudó, pero, al estar embarazada, no quise tomarlas mucho tiempo.
Espero a ver la reacción de Pip, pero ella se encoge de hombros como si nada y comenta:
—Todas mis amigas toman algún tipo de antidepresivo, o lo han tomado en algún momento.
—Las cosas empezaron a empeorar. No conseguía levantar cabeza por culpa de todo ese estrés, y sin duda no estaba en condiciones de tomar decisiones acertadas en el trabajo.
Cuando me acerco tanto a contárselo a alguien, siempre paro ahí. En mi cabeza, sin embargo, el espantoso horror de lo que hice sigue resonando con tanta fuerza como cuando mi supervisor me dio la noticia. A lo mejor si hubiese rellenado una casilla diferente, si hubiese escrito una frase diferente en mi informe final, si hubiese alertado a alguien de la gravedad de la desatención que sospechaba pero que no logré demostrar, a lo mejor la niña seguiría viva hoy. Tal como fueron las cosas estoy convencida de que la presión del caso, la muerte de la pequeña, la consiguiente investigación, la prensa cebándose conmigo como si fuera una especie de criminal… todo ello contribuyó a que perdiera el niño que esperaba.
—Pero, ya sabes —digo con ligereza—, fui a terapia, pasé por todo eso. Y aquí estoy. —He unido las manos y las aprieto con tanta fuerza que tengo blancas las puntas de los dedos.
Llegan las aguas y los palitos de pan. Cojo uno de inmediato para evitar que se me escape nada más. A Pip, a pesar de sus aparentes prejuicios, por lo que parece se le da muy bien escuchar. Yo intento cambiar de tema, pero no lo acabo de conseguir.
—Como maestra, tú tienes una responsabilidad parecida con los niños. A menudo nos llama el personal de algún colegio porque creen que un alumno podría estar sufriendo en casa.
—Gracias a Dios nunca he tenido que hacer eso —se apresura a comentar ella.
—Pero ¿lo harías, si sospecharas algo? —Me sirvo agua.
—Desde luego.
—¿Aunque supieras que separarían al niño de sus padres?
—Aun así, claro. —Pip alarga un brazo y me coge la mano—. Lo que haces, Claudia, es algo extraordinario. Nadie se da cuenta de que entras en el hogar de una familia con la cabeza clara y el corazón lleno de esperanza, y muy a menudo sales de allí con una tonelada de desesperación y un cargamento de papeleo.
Me río.
—Cuánta razón tienes. —Me maravilla ver cómo ha logrado resumir todos y cada uno de los días de mi vida—. Me llevaron al hospital —explico con serenidad. Las palabras han salido de la nada, suenan como si hablara otra persona. Ni siquiera a James le he explicado lo que sucedió. Se me va la mano a la boca, como si acabara de vomitar sobre la mesa—. Pero eso es personal —añado, como si así borrara el hecho de que se lo acabo de contar.
—¿A un centro de salud mental? —dice Pip con voz de película estadounidense. Creo que intenta imitar a una desequilibrada—. ¿Con camisa de fuerza y todo?
—Sí, a un centro psiquiátrico. Pero estuvo bien. Me hizo mucho bien. —En realidad no salí de la cama en tres semanas y no me hizo ningún bien. Las enfermeras me dejaban allí tumbada, diluyéndome en mi propio dolor. Cuando venía el médico me reñía y decía que tenía que levantarme y estar activa, participar en las terapias ocupacionales que ofrecían, relacionarme con los demás pacientes, asistir a las sesiones de grupo y ser normal, así en general. Yo le decía que, si fuese capaz de todo eso, no haría falta que estuviera allí—. Mira, no es tan siniestro como suena. El trabajo pudo conmigo, perdí el niño y sufrí una crisis. —Me doy unos golpecitos en la cabeza.
—Entonces te admiro un montón. —Creo que lo dice en serio—. Y seguramente eso hace que ahora ya no me preocupes tanto. —Me sonríe con franqueza.
—Bien —contesto. Lo último que quiero es tenerla todo el rato pendiente de mí.
Le sonrío cuando nos traen la comida. Mi panini de verduras con mozarella está quemando y viene servido sobre un lecho de ensalada con aliño. No tengo nada de hambre, aunque cuando he salido de la oficina me rugía el estómago. Pip ataca sus linguini y enrolla las pálidas cintas de pasta en el tenedor. Justo cuando va a metérselos en la boca se le resbalan todos. Suelta un suspiro y deja los cubiertos.
—Es que tengo la sensación de que las últimas veces que nos hemos visto estabas deprimida, o distraída —di ce—. Pero creo que es porque James se ha ido y tú todavía te estás acostumbrando a Zoe.
En cuanto menciona a Zoe siento que me retumba el corazón en el pecho. Debería estar dedicando el poco tiempo que pasamos juntas a contarle lo que he descubierto en su habitación, a pedirle su opinión sobre esas fotos, la prueba de embarazo, la sangre de la sudadera. Abrirle mi corazón y hablarle de tiempos pasados y ya olvidados; explicarle monsergas sobre mi senda en la vida y las penas de mi trabajo no debería haber sido una prioridad.
Pero me parece mal hablar de Zoe, no sé por qué, y Pip solo diría que estoy sacando conclusiones precipitadas, que hago una montaña de un grano de arena. Pensaría que me lo estoy inventando, que estoy paranoica y que no pienso con claridad. Además, sé que Zoe le cae muy bien.
—Bueno, tú tampoco te vas a escapar tan fácilmente, señora Pearce. —Me obligo a coger mi bocadillo—. Cuando me has llamado esta mañana me ha dado la sensación de que eras tú la que estaba con el ánimo por los suelos. —Me fijo en su reacción—. Las ballenas varadas tenemos que ayudarnos, ya lo sabes.
Al oír eso se ríe.
—Estoy bien. Solo un poco aprensiva con lo del parto, pero no es nada que no haya hecho antes.
—¿Cómo fue con Lilly? —Me apetece mucho oír su historia—. ¿Fácil, rápido, te pilló desprevenida, fue algo interminable que duró días?
Pip enrolla otro tenedor y acaba manchándose la barbilla de salsa cremosa. Se limpia y sonríe.
—Terrible —dice—. Casi me muero.
—Ay, qué horror, Pip. —Había mencionado alguna vez que tuvo un parto con complicaciones, pero no tenía ni idea de que hubiera estado a punto de morir.
—Estaba sola cuando sucedió. Como era mi primera vez estaba completamente aterrorizada. El dolor era insoportable. —Pip se sirve más agua—. No conseguía dar con nadie.
—¿Cuando sucedió el qué? —Lo que necesito en realidad es oír hablar de un embarazo fácil, de un parto suave como una brisa y de un sueño de bebé que nace con una sonrisa en la cara.
—Eso —dice Pip, partiendo un panecillo. Hoy tiene un apetito voraz—. Ya sabes, el parto. El dolor. Ese dolor horrible, atroz, que te paraliza la espalda y te vuelve loca y no para nunca.
—Ah —digo, algo decepcionada—. ¿O sea que no hubo complicaciones?
—No. Mi parto fue de manual. Fue sencillamente horrible, y Clive no me contestaba al teléfono. Estaba en Edimburgo ese día. Juré que jamás tendría otro hijo, pero… aquí me tienes.
—Aquí nos tienes —digo, más asustada que nunca.