Era la primera vez que la inspectora Lorraine Fisher vomitaba en un caso. Inclinada contra la pared se limpió la boca con el dorso de la mano. Ni siquiera tenía un pañuelo de papel.
—Y usted ¿quién es? —preguntó con cara de pocos amigos al encontrarse con un hombre en el minúsculo recibidor del piso. Le ardía la garganta.
—¿Querría darme unas declaraciones en exclusiva, inspectora? ¿Cree que nos encontramos ante una investigación de asesinato?
—Sacad a este individuo de aquí, imbéciles, esto es el escenario de un crimen —les gritó a sus compañeros.
A eso le siguió un torbellino de actividad en mono de trabajo blanco y fue como si el periodista nunca hubiese existido.
Lorraine sintió otra arcada que ascendía desde el pozo regurgitante y asqueado de su estómago, pero sabía que estaba vacío. No había tenido tiempo de desayunar, se había saltado la comida, y la cena empezaba a parecer algo poco probable. Ya ni siquiera retenía esa bolsa de patatas fritas.
—Nunca había visto nada igual —dijo, llevándose una mano a la frente. Volvió a bajarla en un acto reflejo al darse cuenta de que el gesto podía transmitir una impresión equivocada a todo el que no la conociera.
Veinte años en el cuerpo y nunca se había encontrado con algo tan monstruoso y tan espantosamente triste. Como mujer (y más aún como madre) sentía una rabia profunda. Tiró de la mascarilla blanca para cubrirse otra vez la cara e inspiró hondo, en parte para armarse de valor y en parte para no tener que inhalar el hedor a putrefacción que saturaba el pequeño cuarto de baño.
Todo se había desarrollado ahí dentro, eso lo vio al instante. No había sangre en ningún otro lugar del piso. Los azulejos, que habían sido blancos y estaban unidos a todo el borde de la bañera por una lechada mohosa, habían quedado salpicados y embadurnados de sangre: a veces de un rojo tirando a rosado, a veces de un borgoña oscuro, casi marrón. Cuarteaba las baldosas como una extraña obra de arte coagulado de la Tate Modern.
«Madre de Dios… Pero ¿qué ha pasado aquí?».
En el lavabo había un martillo de orejas y un cuchillo de buen tamaño que formaba parte del juego que habían encontrado en la cocina del apartamento. Ambos estaban manchados de sangre. El grifo de la bañera goteaba cada pocos segundos y formaba un claro río blanco en un extremo de la ensangrentada superficie de plástico. La mujer que yacía en ella estaba medio desnuda. El tapón estaba puesto. El niño estaba azul e inerte; tenía una piel macilenta, moteada y frágil. Unos cardenales con forma de dedos decoraban los hombros del feto, Lorraine supuso que de cuando habían tirado de él para sacarlo del útero.
Se detuvo. «¿El feto? —pensó—. Es un niño —se reprendió por dentro—. Un niño que no ha llegado a nacer».
Pensó en sus propias hijas y consultó el reloj. Stella tenía un examen de piano al día siguiente por la mañana, y últimamente practicar no había estado entre sus prioridades que dijéramos.
Tenía que pensar en esas cosas: obligar a su cerebro a concentrarse en lo normal, en lo cotidiano, en lo rutinario.
Luego estaba Grace y su dichosa selectividad. Tenía muchos exámenes después de Navidad y Lorraine no sabía si llevaba los estudios al día. Mientras contemplaba la tragedia de la bañera, se dijo que no podía olvidarse de averiguarlo. Por su cabeza pasaron imágenes de sus hijas cuando eran bebés. «No pasa nada —se dijo—. Estoy bien… solo intento mantener los pies en la tierra en esta mierda de mundo». Aun así, lo que no le parecía ni bien ni adecuado era pensar en su propia familia con el mismo espacio mental que le dedicaba al desgraciado que hubiera perpetrado esa atrocidad.
La mujer era joven. Veinte o veintitantos años, calculó Lorraine, aunque no era fácil determinarlo. Le habían abierto el abultado abdomen por el embarazo en canal, desde el esternón hasta el hueso del pubis (un corte muy limpio, había que reconocerlo), de manera que había quedado encogido y desinflado. Todavía se percibía el olor ligeramente dulce del líquido amniótico mezclado con la nota metálica de la sangre, pero sobre todo se olía la fetidez nauseabunda de la descomposición. El tapón mantenía a salvo los secretos que tal vez escondieran esos dos o tres centímetros de líquido viscoso. Pronto lo llevarían al laboratorio para realizar un análisis exhaustivo.
—No habría aprobado los exámenes de medicina —dijo Lorraine a través de su máscara, mirando atrás por encima del hombro. Había visto al agente Ainsley tambalearse en el umbral a la vez que se sellaba la boca con una mano—. Ha hecho una chapuza, mira. —Señaló con el dedo, trazando una línea en el aire por encima del cuerpo—. Yo tengo la cicatriz más abajo. —Sintió el impulso de tocarse la pequeña y precisa abertura por la que habían sacado tanto a Stella como a Grace retorciéndose y gritando, pero no lo hizo.
Lorraine miró el rostro muerto del cadáver. Había quedado desfigurado por la agonía, la lengua mordida colgaba, los dedos estaban enmarañados en su propio pelo porque había intentado arrancárselo para soportar el dolor, tenía marcas de uñas en las mejillas: esa pobre mujer había dejado la vida en pleno ataque de pánico y sumida en un terror sangriento.
—¿Qué sabemos de ella? —preguntó, apartando la mirada.
Tenía que salir de allí. El pequeño baño le estaba provocando claustrofobia.
—Sally-Ann Frith —contestó el agente Ainsley—. Madre soltera. Bueno, iba a ser madre soltera —se corrigió—. Aún no sabemos quién es el compañero o el padre del niño. Los vecinos dicen que de vez en cuando venían a verla un par de hombres. Que a veces oían gritos.
—Seguid hablando con ellos. Quiero que interroguéis hoy mismo a todo el edificio —ordenó Lorraine mientras se ponía un par de guantes de látex. Recorrió despacio la pequeña sala de estar, peinando con la mirada todo lo que contenía. Un sofá estampado, un viejo televisor, una lámpara, una chimenea con algunos marcos de fotos en la repisa. Moqueta beige con algunas manchas. Lo normal. En un rincón había un pequeño escritorio con un portátil, unos cuantos papeles y libros de texto repartidos por encima—. Era estudiante o algo así, según parece —dijo, fijándose mejor en los volúmenes—. «Nociones básicas de contabilidad de gestión» —leyó—. Tiene que ser divertido.
—Ray… —Una voz apremiante—. He venido en cuanto he podido.
Lorraine se quedó inmóvil, aunque solo un segundo. Enseguida se volvió para saludarlo.
—Hola, Adam —dijo con voz cansada. En el fondo había deseado que le asignaran el caso a cualquier otro. Tener a su marido al mando de una investigación nunca le facilitaba las cosas—. Y no me llames así, por favor.
—Perdona, Lo-rraine… —se disculpó él, más que consciente de lo mucho que detestaba que la llamara «Ray», estuvieran o no de servicio—. ¿Sabemos ya qué ha ocurrido?
Se acercó y se detuvo a su lado sin fijarse en lo tensa que se ponía ella de pronto. Adam había usado su nuevo gel sin pedírselo, joder, podía olerlo perfectamente.
—Hay una mujer muerta en la bañera. Estaba embarazada.
Él se fue a inspeccionar el escenario del crimen mientras ella levantaba con cuidado algunas carpetas del escritorio. La mayoría eran los típicos clasificadores de estudiante y esas fundas de plástico tamaño folio, pero había una diferente. Era una carpeta de plástico gris claro y en ella se leía: «Centro Médico Willow Park», en letras plateadas. Las palabras estaban coronadas por la imagen de un sauce en color azul marino: el logotipo del consultorio. Lorraine oyó las arcadas de Adam en el baño.
Abrió la carpeta. La primera página contenía datos generales sobre Sally-Ann. Fecha de nacimiento, números de teléfono, familiar más cercano (alguien llamado Russ Goodall), aunque vio que había un nombre anterior tachado con boli negro tan a conciencia que no se podía leer. «¿Un ex compañero sentimental? —se preguntó—. ¿El padre?».
Las siguientes páginas estaban llenas de gráficos y detalles sobre su embarazo: peso, presión sanguínea, resultados de análisis de orina. Todo parecía normal. Estaban en noviembre y las entradas del expediente empezaban a finales de abril, cuando por lo visto había tenido lugar la primera visita con su médico. Aún le faltaban dos semanas para salir de cuentas.
Adam regresó sudando y blanco como la pared.
—Joder.
—Lo sé —dijo Lorraine con pesadumbre en la mirada. Ya no importaba. Nada importaba. Ellos tenían a las niñas, su casa, su trabajo. Estaban perfectamente, ¿verdad que sí?
—Siento lo de antes, Ray —dijo Adam.
Lorraine oyó cómo se obligaba a tragar algo garganta abajo. Estaba verde.
—Ya —repuso, y supo que no dirían nada más acerca de la discusión del desayuno. Había sido una trifulca sin sentido, exacerbada por la logística familiar y la mezquindad de los celos—. Era estudiante de contabilidad —siguió informando. Ni siquiera pensaba recriminarle que la hubiera llamado «Ray» otra vez—. Veinticuatro años. El familiar más cercano es un tipo llamado Russ Goodall. Me pasaré por el centro médico. —Le enseñó la carpeta.
—¿Por qué le harían esto a una embarazada? —comentó Adam, sacudiendo la cabeza mientras miraba por la ventana.
En la casa de enfrente, una mujer doblaba unas sábanas en una habitación del primer piso, fingiendo que no espiaba al otro lado de la calle, donde habían aparcado media docena de coches patrulla y el edificio entero estaba acordonado. Tendrían que hablar con ella, pensó Lorraine. Desde ahí disfrutaba de una vista privilegiada.
—Alguien ha intentado cortar el cordón umbilical. ¿Te has fijado?
Adam asintió. Nunca había tenido estómago para la casquería. Lorraine sabía que tendría que correr por lo menos ocho kilómetros para quitarse esa imagen de la cabeza.
—Quizá se puso de parto, hubo complicaciones y quienquiera que estuviera con ella pensó que sería un héroe si le practicaba una cesárea de urgencia —siguió Lorraine. Adam cogió una de las tres tarjetas de felicitación que había alineadas en el alféizar—. La cosa se torció, se asustaron y salieron corriendo.
—Mira esto.
—«¡Buena suerte! Con todo mi amor, Russ». —Lorraine soltó un suspiro—. Seguro que es el mismo Russ del expediente médico.
—Ninguna de las tarjetas dice para qué necesitaba esa suerte —comentó él, dejándolas otra vez en el alféizar con las manos enguantadas—. Una es de una tal Amanda y la otra de la madre de Sally-Ann.
—¿De verdad se le envía una tarjeta deseándole buena suerte a una embarazada? A lo mejor son por alguna otra cosa. El carnet de conducir, o quizá los exámenes.
—¿No se envían normalmente las tarjetas después de tener al niño? —preguntó Adam.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? —espetó Lorraine, que ya sentía algo poco apropiado tomando forma en su interior—. Pero, claro, a ti eso de enviar tarjetas nunca se te ha dado bien, ¿verdad, Adam? Sobre todo en los cumple…
—Basta. —Adam levantó una mano.
Tenía razón. Lorraine estuvo tentada de tomar esa mano enfundada en látex en la suya, pero decidió no hacerlo. En todos los años que llevaban trabajando juntos (bien sabía Dios que ya había perdido la cuenta), el contacto físico y las muestras de afecto cuando estaban de servicio entraban dentro de su lista de tabúes personales. Los compañeros que no los conocían bien a menudo se sorprendían al enterarse de que estaban casados. Los apellidos diferentes, las frecuentes discusiones y Lorraine que se negaba a llevar alianza, todo ello parecía indicar que no tenían nada que ver el uno con la otra fuera del trabajo. Dentro, muchas veces daban incluso rodeos para evitarse. Solo en los casos grandes, casos como el de Sally-Ann, sabían que tenían que unir fuerzas y combinar sus décadas de experiencia.
—Podrían ser tarjetas para desearle buena suerte con la operación. —Lorraine volvía a rebuscar en el informe médico. No lo había visto la primera vez.
—¿Qué operación? —preguntó Adam, reuniéndose con ella junto al escritorio.
Estaba claro que había usado su maldito gel Acqua di Parma, de a casi treinta libras el bote. Lo siguiente sería encontrárselo dándole un lavado a la alfombra con él.
—Esta —respondió mientras decidía que al llegar a casa escondería el gel. Ella solo había querido darse un pequeño homenaje, algo con lo que sentirse un poco especial.
Lorraine señaló la cuidada caligrafía del margen superior de la página. Era la misma que la de las carpetas: la letra de Sally-Ann, supusieron.
Adam leyó la anotación en voz alta:
—«Cesárea. Dieciocho de noviembre. Llegar antes de las ocho de la mañana. Doctor Lamb. Pabellón Bradley. Preparar la bolsa».
—Eso es mañana —dijo Lorraine, mirando fijamente a su marido—. Solo que alguien se ha adelantado.