Llevo aquí poco más de una semana y la mujer de la limpieza volverá otra vez hoy por la mañana. Un viejo caserón como este parece toser polvo por todas partes, y cada pocos días Jan viene para arreglarlo. Hoy es la primera vez que charlamos de verdad; la primera vez que deja la aspiradora y su cubo de sprays a un lado.
—Yo conocí bien a Elizabeth. —Se abrocha la chaqueta—. No se parecía en nada a Claudia —confiesa desde la espuma de su capuchino. Por fin he aprendido a utilizar la cafetera—. Cuesta creer que el mismo hombre las eligiera a las dos por esposa.
Aguzo los oídos. No sé de Elizabeth mucho más allá de la información que recopilé en mi sesión de fisgoneo en el estudio de James, aunque nada de todo ello resultó ser lo que necesitaba. Lo único que sé, en realidad, es que fue la primera mujer de James y la madre biológica de los gemelos.
—Elizabeth era diferente del resto de su familia, eso sin duda. —Jan suelta una risa socarrona; le caía bien—. Adoraba a James por encima de todo. Estaba locamente enamorada de él y se pasaba por lo menos quince días mustia cada vez que él se marchaba a una misión. Se distraía en el trabajo y cogía el autobús para ir a la oficina descalza. Era abogada —añade Jan casi con orgullo, como si Elizabeth hubiese sido su hija—. Luchaba por los derechos de padres cuyos hijos habían sido secuestrados por otros miembros de la familia, eso hacía. Qué te parece. Un hombre robó a sus hijas y se las llevó a Omán. Su mujer, inglesa, jamás habría vuelto a verlas de no ser por ella. Tenía una ropa preciosa —sigue explicando Jan—. Colorida y soñadora, como ella. —Apura su taza.
Me sorprende que Jan me cuente esto. De repente me siento protectora hacia Claudia, como si necesitara toda la ayuda que pueda conseguir para competir con el vívido recuerdo de Elizabeth.
—Y luego estaba lo del dinero —me explica Jan. Por la forma en que se ha quedado ahí de pie veo que cree que debería estar trabajando pero no puede resistirse a compartir conmigo una o dos migajas de cotilleos más—. La familia de Elizabeth es muy rica. Tienen más dinero del que la gente como tú y como yo podríamos llegar a imaginar. En la vida —subraya—. El caso es que ella parecía no quererlo. Elizabeth no estaba de acuerdo con ninguno de los negocios que tenían con bancos, compañías y todas esas cosas que se hacen en esos cielos de los impuestos.
—Paraísos —corrijo—. Te refieres a los paraísos fiscales.
—Como se diga, el caso es que… —Se detiene a pensar un momento, apoyada ya en el tubo de la aspiradora—. Elizabeth era más pura. Habría detestado vivir de un dinero que no hubiera ganado limpia y éticamente. A veces hacía su trabajo gratis, para madres que no podían permitirse sus servicios. —Jan asiente con un breve gesto de la cabeza—. Entre tú y yo, me parece que a James se le encendieron simbolitos de libras esterlinas en los ojos cuando se casó con ella. Pasó muchísimo tiempo intentando establecer puentes entre Elizabeth y su familia: sus hermanos, sobre todo. A ellos les gustaba James, veían con buenos ojos su carrera militar y su opción política. ¡Pero, eh, mírame! No puedo estarme aquí parada charlando todo el día. —Levanta la aspiradora—. El de ellos es un mundo diferente, pero yo no te he dicho nada.
—No —contesto, pensativa.
—Mundos diferentes —insiste casi cantando, y está a punto de marcharse pero parece pensárselo mejor—. Elizabeth siempre me daba un extra en Navidad, ojo. —Se inclina hacia delante por encima de la aspiradora—. Doscientas libras en metálico —susurra con una cabezada de picardía—. Claudia no hace nada de eso, ¿sabes? Solo una caja de bombones y una tarjeta de felicitación barata.
No tengo ninguna intención de seguir por aquí en Navidad para descubrir qué clase de aguinaldo me dará Claudia, si es que me da alguno. Para entonces ya hará tiempo que me habré ido. Intento no pensar en la destrucción que dejaré tras de mí, en el período que seguirá a mi presencia en el hogar de los Morgan-Brown.
—Pronto dará a luz, ¿verdad? —digo, intentando descubrir cuánto sabe Jan sobre la fecha prevista de Claudia.
—Eso me has dicho tú —contesta mientras coge una galleta y sigue postergando su trabajo—, pero yo pensaba que todavía le quedaba un mes más, al menos según mis cálculos.
El corazón me da una voltereta en el pecho. Eso podría cambiarlo todo. Algo más de tiempo me vendría de perlas, pero también podría convertirse en una maldición. Cuanto más esté aquí, más probabilidades habrá de que me descubran. Tengo que saber exactamente cuándo sale de cuentas.
—Podría equivocarme —dice Jan con displicencia—. Las matemáticas nunca han sido mi fuerte. Pero créeme que va a ser una de esas madres posesivas y sobreprotectoras a quienes les gusta controlarlo todo. Seguro que te dará más trabajo ella que el bebé.
—¿Y eso?
Percibo el temblor de mi voz, pero no creo que Jan se haya dado cuenta.
—No me malinterpretes. Claudia me cae bien, pero es que no es Elizabeth. Digámoslo así: ha tenido muy mala suerte en la vida con todo lo relacionado con los hijos. Creo que eso la tiene un poco amargada.
—No te entiendo. —Finjo—. Parece muy feliz. —Intento no pensar en Cecelia, pero no puedo impedir que las llamas de su pelo, el rigor de su ira, el tamaño de su decepción y su consiguiente furia se cuelen en mi pensamiento.
—Ha perdido tantos bebés que me parece que casi había tirado la toalla con esto de concebir. —Jan asiente como el que sabe un secreto, luego cruza los brazos sobre el pecho—. Abortos naturales y niños que le nacieron muertos, uno detrás de otro. Pam, pam, pam, todos. Me lo contó ella misma. —Sus brazos salen disparados hacia fuera como para simbolizar a esos niños evaporados en el éter.
—Entonces, tuvieron unos primeros años de vida matrimonial bastante turbulentos.
—Qué va —exclama Jan—. No ha perdido a ninguno con James. Todo eso fue antes de que se casaran.
No logro imaginar a Claudia abriéndole el corazón a la mujer de la limpieza, pero, claro, a lo mejor la alegría de llevar por fin un embarazo a término hizo que quisiera proclamarlo a los cuatro vientos. Recuerdo la caja que encontré en el armario y su aciago contenido y me siento aún peor por lo que voy a hacer. Me digo que tengo que mantener las distancias, actuar con frialdad, o no conseguiré llegar al final. Más tarde, cuando Jan me grita que se marcha y, canturreando, añade que volverá mañana, le escribo un mensaje de texto a Cecelia. Como siempre, lo acabo borrando.
Más tarde aún, en la entrada del colegio, me acerco a Pip con sigilo. El patio congelado se va llenando poco a poco de cotilleos y rumores a medida que las madres, y algunos padres, se reúnen para recoger a sus hijos. Pip está charlando con varias madres a las que no conozco. Quiero preguntarle una cosa de Claudia. Podría cambiar mucho el panorama.
—Ay, Dios mío. ¿Y ella está bien? —exclama Pip con cara de preocupación cuando le explico brevemente lo del accidente del otro día—. Tendrías que habérmelo dicho. ¿Quieres que me pase luego?
—Ella está bien. Ha ido a trabajar.
Veo la sorpresa en la cara de Pip, que se abraza a su barriga con compasión.
—No fue tan grave como parece. De todas formas, Claudia se negó a que la viera un médico. —No le digo a Pip que, en realidad, lo que me impidió insistirle más en ir a urgencias fue mi miedo a que la policía se metiera de por medio—. Casi pensé que le habría provocado el parto, pero no. —Sigo hablando con ligereza, como si no pasara nada.
Pip no comparte mi desenfado.
—La llamaré esta tarde —dice muy seria. Es evidente que está molesta conmigo.
—Te lo agradecerá, seguro. —Llevo todo el día dándole vueltas a la cabeza desde que anoche descubrí a Claudia en el desván. Desde entonces he tenido la insistente sensación de que no estaba buscando ese libro que me dijo. Además, en mi cuarto había cosas movidas de sitio, de eso estoy segura. Yo esas cosas las noto aun sin querer. Me muero por saber si Claudia le ha dicho a Pip algo de mí, pero no sé cómo sacar el tema.
—Ahí está Lilly —le digo cuando su niña sale trotando del colegio con un dibujo en la mano; la pintura todavía está húmeda y le va rozando la pierna.
—Ojalá les dieran tiempo para secarse —protesta Pip mientras Lilly lo sacude de aquí para allá.
Los gemelos salen poco después, pero ninguno de ellos lleva ningún dibujo.
—Y vosotros, niños, ¿no habéis pintado nada para llevar a casa? —Le guiño un ojo a Pip mientras, por dentro, doy gracias.
—Hemos hecho un dibujo juntos pero nos han reñido y hemos tenido que sentarnos en el rincón toda la clase —dice Noah, casi con orgullo.
—¿Y eso?
—Me ha obligado él. Yo no quería. —Oscar está a punto de llorar.
—¡No es verdad! —le grita Noah.
—¡Que sí! Mamá, dile que… —Oscar pone cara de avergonzado al darse cuenta de su error. Yo le sonrío con calidez, aunque oírlo llamarme «mamá» no hace más que aumentar mi creciente sentimiento de culpa.
Noah sigue con la historia.
—Hemos hecho una pintura del hombre malo que le arrancó el bebé a la señora.
El frío clava agujas en mis ojos cuando se abren de golpe, conmocionados. ¿Qué están diciendo? ¿Qué es lo que saben? Solo son niños.
—Eso es horrible —exclamo, intentando mantener la calma.
—Hale, los niños para ti —dice Pip mientras le revuelve el pelo a Oscar. Se vuelve hacia mí y, en voz baja, me explica—: A lo mejor nos oyeron a Claudia y a mí hablando el otro día. Ya sabes, de lo de esas pobres chicas. Ha salido en todas las noticias. En nuestro estado nos fijamos más. —Coge a Lilly de la mano y se despide de mí con la otra—. Dile a Claudia que la llamaré luego.
Asiento, incapaz de decir nada. Todo parece presionarme.
Los chicos están haciendo otro dibujo. Les he dicho que pinten un autorretrato para regalárselo a su madre. He pensado que así expiarían el truculento tema que han elegido en el colegio. Los dejo en la cocina, dos figuras encorvadas sobre una isla de periódicos, mientras yo subo rauda a mi cuarto. Antes no se me ha ocurrido comprobar la cámara. Mientras subo la escalera me reprendo: por dejar que Cecelia me distraiga, por dejar que se entrometa. ¿Cómo puedo haber sido tan tonta? A partir de ahora, o la cámara se viene conmigo a todas partes o se queda escondida en algún lugar menos evidente que el armario.
Unos instantes después respiro aliviada al ver que todas las fotos siguen en la tarjeta de datos. No tengo forma de saber si Claudia las ha estado mirando. Si la ha visto, estará intentando entender cómo he entrado en el estudio de James. Se preguntará cuándo las hice y, lo más importante, por qué.
Escojo una foto al azar y la aumento. Se me seca la boca y el corazón empieza a latirme a un ritmo desenfrenado. ¿Qué habrá pensado Claudia si las ha visto? Primeros planos del informe sobre esa chica embarazada. El nombre de Carla Davis se ve claramente impreso en lo alto de la página. La imagino encarándose conmigo, gritándome que he estado espiando en sus cosas, que he hurgado en asuntos que no me incumben, exigiéndome saber qué he hecho; no, qué pienso hacer. Me imagino a mí huyendo. Imagino a esa pobre chica mutilada, rajada, desangrándose hasta morir.
Es más de lo que puedo soportar. Bajo la escalera como el rayo y me encuentro a Claudia en la cocina, sentada entre los dos niños. Está admirando sus retratos.
—Zoe nos ha dicho que no pintemos asesinos, mamá —explica Noah con rencor, mirándome a mí a los ojos.
Yo estoy en el umbral, jadeando como si hubiese tenido que correr para escapar de una muerte segura. La correa de la cámara sigue enrollada en mis nudillos.
—Pues Zoe tiene razón, cariño —dice Claudia sin apartar la mirada de mí. Sus ojos van de la cámara a mi rostro, como si buscara pistas.
No tengo ni idea de hasta dónde sabe.