28

Es gracioso cómo nos conocimos James y yo. Fue en unas circunstancias de lo más improbables, aunque en el trabajo tengo visitas como esa todas las semanas. Solo que James no era nuestro típico «padre investigado», y yo no había esperado enamorarme del hombre a cuyos hijos me habían enviado a valorar.

De haber conocido todas las circunstancias es probable que ni me hubiera molestado en visitar su casa de barrio residencial, para empezar. Los niños estaban perfectamente cuidados. Y está claro que jamás habría sentido ese cosquilleo de envidia al recorrer la calle flanqueada de árboles mientras buscaba su casa. Era casi casi la calle de mis sueños: casas preciosas llenas de comodidades y amor y padres que se adoraban y que, sobre todo, mimaban a hijos felices.

Cualquiera de aquellas grandes mansiones de época me habría valido: casas victorianas de ladrillo rojo con enormes ventanas de guillotina y araucarias en los curvos jardines de sus entradas, residencias georgianas enlucidas de blanco con ventanales en cuya cuadrícula de cristales se reflejaba la serena escena de la calle por la que iba conduciendo. Era justo lo contrario a mi modesto apartamento. Me gustaba mi hogar, incluso a pesar de toda su soledad de magnolia, pero no era comparable a aquellos.

«Alguien está forrado», recuerdo que pensé al enfilar el camino que entraba y luego salía de la propiedad a la que me habían enviado. Desde luego, no fui tan inocente como para pensar que el dinero es sinónimo de unos niños bien atendidos. También los padres ricos pueden descuidar a sus vástagos. Es solo que no se ve tan a menudo. O quizá nadie se atreve a denunciarlo.

Me acerqué a la puerta principal sin sospechar siquiera que tres meses después me trasladaría a esa misma casa. Me detuve en el grandioso pórtico con un delgado informe recién redactado sobre dos niños gemelos, de nombres Oscar y Noah, cuya madre acababa de morir. Había pasado toda una semana y su padre estaba ilocalizable. Puesto que nos habían comunicado que era militar, solo se trataba de una visita de rutina para comprobar cómo había organizado la familia el cuidado de los niños. En aquel entonces yo no comprendía por qué se había marchado el padre dejando a una esposa enferma. Ahora me doy cuenta de que no tuvo alternativa.

—Pase, por favor —me dijo con resignación la mujer que abrió la puerta. Iba elegantísima y era delgada como un palo, con el pelo no del todo gris y recogido en un moño suelto. Una chaqueta de punto rosa colgaba de sus huesudos hombros. Me dijo que se llamaba Margot y me animó a entrar.

En aquella casa podía olerse el dolor, pero la mujer lo mantenía a raya con una dignidad que la hacía parecer fría aunque más que valiente. Los hechos eran estremecedores. Su hija acababa de morir de un cáncer de páncreas. No había nadie más para cuidar de los niños, solo ella. Su yerno era militar y en esos momentos estaba destinado en una misión de alto secreto. La Armada se negaba a poner en peligro la seguridad nacional comunicándole a él la noticia, ni a ninguna otra persona su paradero. Tendría que esperar a volver a casa para enterarse de la muerte de su mujer y punto.

—No es que Elizabeth y James no estuvieran preparados para lo inevitable —me explicó Margot—, pero no eran conscientes de que sucedería tan pronto. El embarazo acabó con ella, si quiere saber mi opinión.

Eso hizo que se me dispararan todas las alarmas. En su papel de cuidadora principal, ¿guardaba la abuela resentimiento hacia los bebés?

Estábamos en la cocina y ella se colocó junto a la puerta de atrás para mantenerla abierta con un zapato de tacón acharolado y se encendió un purito fino.

—No fumo cerca de ellos, por si le interesa.

—El tabaco siempre es una preocupación —dije con toda la compasión que pude. Acababa de perder a su hija. Pensé que un puro (nunca había visto a una mujer fumar puros) se podía perdonar.

—No le descubrieron el cáncer hasta que se quedó embarazada. Ella se negó a abortar. Después del parto empezó con la quimioterapia. Le dijeron que tendría un año con los niños, puede que dos. —Margot espiró un suspiro gris cuyas volutas entraron en la cocina con la brisa tibia.

Fuera había sábanas secándose. Era uno de esos escasos días de verano que, aun hablando de muerte, se negaban a estropearse.

—Pero se equivocaron. Supongo que ahora hay una parte de ella que sigue viva.

—¿Cuántos años tenía? —pregunté. No sabía qué más decir.

—Treinta y dos. Querrá usted ver a los gemelos. —Margot puso el purito a medio fumar bajo el agua fría del grifo y lo tiró a la basura—. Están durmiendo la siesta, pero podemos despertarlos. Pronto les toca el biberón.

—Me encantaría conocerlos —dije.

Dejé el informe y mi bolso en la mesa y seguí a Margot al piso de arriba. La casa era majestuosa pero, aun así, conservaba un toque hogareño y algo desaliñado. Recuerdo que me fijé en la alfombra de recargados dibujos de la escalera (una Axminster en escarlata y azul marino, supe después), que se veía muy desgastada en el borde de los escalones a causa de las décadas de uso. Las varillas metálicas que la sujetaban estaban algo deslustradas, faltaban un par de ellas. No mucho después, yo misma las repuse e hice que las limpiaran, pero la alfombra sigue estando ahí. Cambié alguna otra cosa cuando me mudé, sobre todo el color de una pared aquí o unas cortinas allá, pero no quise eliminar del todo el carácter de aquel hogar. Eso habría sido duro para James.

—Esta es su habitación —dijo Margot, y empujó la puerta despacio.

Había dos cunitas colocadas una junto a la otra y arrimadas en ángulo recto a la pared del fondo. En la penumbra vi que uno de los niños ya estaba despierto y se removía un poco bajo una mantita de lana, en silencio. Se percibía un tenue olor a pañales sucios y Margot lo notó enseguida.

—¿Quién de estos dos corderitos es el que necesita que lo cambien? —preguntó, y encendió una lamparita de noche con forma de globo aerostático.

—Seguro que los dos —contesté yo, riendo.

Allí de pie entre las dos cunas me incliné sobre una y otra, ávida por saciarme de bebés nuevos. Era un auténtico placer realizar una valoración donde los niños claramente no corrían ningún peligro. No sabía a cuál de los dos dedicarle primero mi atención. El segundo niño había empezado a moverse también, así que metí una mano en cada cuna y les pasé la mano por su cabecillas casi pelonas.

—Ay, sois los dos una monada.

Sin embargo, a pesar de su evidente bienestar, de repente me invadió la tristeza, quizá más que si hubiese tenido que enviarlos a un hogar de acogida. Ese inesperado sentimiento se clavó en lo más profundo de mi corazón. Aquellos niños habían nacido con todo: una familia que los quería, una casa preciosa, mucho dinero, vidas llenas de posibilidades. Pero no tenían madre. ¿A quién querrían al crecer?, me pregunté. ¿A quién llamarían en plena noche? ¿Quién iría a sus recitales del colegio, quién les haría los disfraces para la función de Navidad, quién correría por ellos en la carrera de madres de la jornada deportiva? Sus ojos casi parecían negros en aquella luz tenue, como grandes guijarros, y me miraban fijamente. Solté un suspiro tan cargado que me dolió en la garganta.

Su abuela los levantó a uno y a otro por turnos y les olfateó el pañal.

—Eres tú, Noah, ¿a que sí? —Se lo llevó al otro lado de la habitación, donde estaba el cambiador, y masculló algo así como que siempre tenía que ser él.

—Y tú ¿cómo te llamas? —pregunté con esa voz que reserva todo el mundo para hablar con los bebés. Metí los brazos en la cuna y saqué de allí el pequeño fardito. Pesaba más de lo que imaginaba y su cabeza fue lo último que se separó de la sábana de felpa. Enseguida se la sujeté extendiendo los dedos bajo su nuca y acerqué su carita a mis labios. Sentí el suave vello de su piel, tierna y caliente, al darle un beso.

De pronto me estaba ahogando en amor, deseo, vacío.

Vi que Margot me miraba y enseguida me olvidé de mis ridículos delirios. Esa fue la primera y última vez que creí sentir (oler, incluso) la presencia de Elizabeth. ¿Se alegraba de tenerme a mí allí para que me encargara de sus hijos? ¿Sabía ella, aunque yo todavía no, que me convertiría en su madre? Lo único que yo sabía era que, cuando tuviera a mi propio bebé, nadie lo apartaría jamás de mi lado.

Entonces oímos un ruido en el descansillo. Un gemido ronco y descorazonador acompañado por el pesado golpeteo de unos pasos. Miré a Margot. Se había quedado inmóvil a medio cambio de pañal y su rostro se contrajo formando un mapa de arrugas cuando un hombre apareció en la puerta.

—¡Ay, James, cariño! —dijo, y corrió a su encuentro. Se dejó envolver por sus brazos y juntos lloraron en lo que debería haber sido un momento íntimo de dolor.

Me sentí incómoda y avergonzada. No sabía nada de esas personas y, aun así, me había colado en sus vidas. Me volví hacia Noah, solo, estirado en el cambiador. Era demasiado pequeño para darse la vuelta, pero no me gustaba ver a ese ratoncillo tan solo y vulnerable, así que me acerqué a él con Oscar aún en brazos y dándole la espalda a la puerta. Me pareció que hacía lo más correcto.

Oí suaves murmullos, sollozos que resonaban en el corazón y rudas palabras que hendían vidas. El llanto de un hombre es un sonido lastimero, casi peor que el de un niño. Los bebés tienen hambre, o se encuentran mal, o se aburren, o necesitan que les cambien el pañal. A ese hombre no le ocurría nada de eso. Estaba sumido en un dolor tan profundo como el mar, y nadie podía hacer nada para ayudarlo.

—Lo siento mucho, señorita… —Margot no terminó la frase.

Me volví para ver a suegra y yerno todavía abrazados. Yo sostenía a los dos niños, uno en cada brazo. No era poca cosa, los iba haciendo bailar un poco arriba y abajo.

—Brown —dije. En ese momento me pareció que no tenía sentido decirle que me llamara Claudia. No volvería a verlos. Solo era una visita para hacer cuatro comprobaciones.

—Siento muchísimo que haya tenido que presenciar esto. James acaba de enterarse.

Yo no hacía más que asentir con la cabeza para que la mujer no tuviera que repetir qué era exactamente eso de lo que James acababa de enterarse. Pero él aún tuvo presencia de ánimo para acercarse a mí y ofrecerme una mano. Su adiestramiento militar, supuse.

Y yo seguía asintiendo. No podía darle la mano con un bebé en cada brazo.

—James Morgan —dijo con una voz marcada por el dolor—. Gracias por venir.

En sus quedos susurros de un momento antes, Margot debía de haberle explicado que yo era trabajadora social. Nadie me había dado nunca las gracias por eso. La gente a la que visito suelen odiarme, quieren que me vaya, me lanzan cosas, me acusan de destrozarles la vida, de robarles a sus hijos o de intentar quitarles ayudas estatales. Cuando no son los padres a quienes intento ayudar los que me destruyen con su virulencia, entonces es el departamento mismo, o incluso la prensa, quien prueba suerte si las cosas no han seguido el plan establecido. En la mayoría de los casos, nadie llega a saber de todos esos niños cuyas vidas cambiamos a mejor, para siempre, ni del buen trabajo que hacemos con ellos.

—Es solo una visita rutinaria —comento—. Trabajamos en colaboración con los hospitales. —Esperaba que mi explicación de cómo había llegado yo allí no le hiciera enfrentarse a una imagen demasiado fuerte de los últimos días de vida de su mujer. Esos últimos días de los que no había formado parte.

James se acercó a mí y cogió a los niños de mis brazos. De algún modo fue simbólico, y también fue más o menos en ese momento cuando me enamoré de él. Al verlo con sus hijos en brazos, al estar en su casa y ser testigo justamente del día más terrible de su vida, al ver cómo se desarrollaba todo ante sus inconmensurables ojos (¡esos ojos que habían heredado los niños!), enamorarme de él fue algo tan natural como respirar.

Dos días después volvía a estar en su cocina. Le había dejado mi tarjeta por si necesitaba ayuda. Mi amor por él quedó afianzado en esa visita. Quería preguntarme qué opciones tenía para los niños.

—¿Opciones? —repetí yo.

En circunstancias normales habría pensado que era una excusa bastante mala para pedirme una cita. Por eso le había dejado mi tarjeta, a fin de cuentas, aunque no esperaba que me llamara, o al menos no tan pronto. Sin embargo, James estaba consumido por la tristeza. Su mujer acababa de morir. Lo que me pedía no era una cita, lo que buscaba sinceramente era mi consejo profesional en cuanto a sus hijos. Yo ya admiraba su estoicismo por cómo había recibido la noticia de la muerte de Elizabeth; de pronto se ganó también mi admiración, al ver que se daba cuenta de que no lo lograría él solo.

—Tengo que decírtelo —soltó mientras mirábamos cada uno nuestro café. Tenía los ojos enrojecidos—. Margot no quiere ni oír hablar de todo esto. —Agitó los brazos a su alrededor. Se refería a esa casa, los niños, su familia—. Vive en Jersey. Con el resto de los Sheehan —añadió, imprimiendo a su voz lo que tal vez fuera un deje de amargura—. Si te digo la verdad, Margot y Elizabeth nunca se llevaron del todo bien. —Consiguió proferir una pequeña risa.

—¿Y eso? —No pude evitar curiosear un poco en esa relación madre-hija.

—Elizabeth era un espíritu libre, algo bohemia —me explicó con una tensa carcajada—. No vivía como los demás Sheehan, y desde luego no creía en su estilo de vida ni en su moralidad. Todos ellos están bien arropados por sus compañías fiduciarias, sus negocios en paraísos fiscales y sus tejemanejes de sociedad. Ella no se parecía en nada a sus tres hermanos. Trabajan todos en el negocio familiar. Ellos «son» el negocio familiar.

—Por lo que cuentas, Elizabeth era toda una mujer —dije. Admiro a cualquiera que se planta y defiende aquello en lo que cree. Pero James estaba siendo realista, práctico, franco. Y la sinceridad es algo que valoro en un hombre por encima de todo lo demás—. ¿Vas a dejar la Armada para cuidar de los niños? —Ahora que lo pienso en retrospectiva fue una pregunta bastante estúpida. Pero entonces no lo sabía.

—No voy a dejar mi trabajo —contestó con toda naturalidad—. Solo necesito encontrar la forma de que mis hijos estén atendidos cuando yo me vaya. Será duro.

—Pero quieres quedarte con ellos, ¿verdad? —Por mi mente pasaban ideas de toda clase. ¿Querría darlos en adopción? ¿Iba a buscar a una niñera interna? ¿Los enviaría quizá a un internado en cuanto tuvieran edad suficiente?

—Claro que quiero quedarme con ellos —fue su respuesta—. Solo que no sé cómo hacerlo. —Era evidente que James no tenía ni idea de cómo contratar a una niñera, ni a una au pair ni a ninguna otra clase de empleado doméstico—. Elizabeth era maravillosa —fue cuanto dijo—, ella se encargaba de todo.

Aquel hombre necesitaba ayuda, desde luego, pero no de la que yo podía facilitarle profesionalmente.

—Puedo ponerte en contacto con algunas agencias de confianza —dije—. Podrás entrevistar a niñeras internas. No será fácil, pero encontrarás a alguien, estoy convencida.

—Eso espero yo también —repuso él, y yo le perdoné que su mano se deslizara por la mesa hasta quedar encima de la mía porque no sabía lo que hacía.

Tres meses después me había mudado a su casa. Un año más tarde ya nos habíamos casado.