27

Lorraine no podía más de preocupación por Grace. No porque no le contestara al teléfono (muchas veces no lo cogía, y a veces tardaba en contestarle los mensajes de texto) y tampoco porque se hubiera olvidado de llevarse la comida que le había preparado esa mañana, ni porque se hubiese saltado la clase de conducción (el instructor, furioso, la había llamado a media reunión). Era más bien que Lorraine empezaba a tener la profunda e inquietante sensación de que, un día no muy lejano, su hija ya no volvería a casa.

Se puso a juguetear con la botella de cabernet. Desde luego era muy temprano para servirse una copa, aunque fuera una pequeña. El vino no arreglaría nada, y mucho menos conseguiría hacer que su hija cambiara de opinión. Dejó la botella acostada otra vez en el botellero.

—Ay, Grace, Grace, Grace…

Apoyada en el fregadero se puso a mirar por la ventana mientras reflexionaba. Se preguntó cuánto tardarían las malas lenguas en hablar después de que Grace dejara el colegio, se mudara y se casara. Se oirían toda clase de historias: que si los padres la tenían desatendida, que si la pobre chica se escapó, que si sufría malos tratos, que si estaba embarazada, que si la habían echado de casa… Lorraine se estremeció. No importaba lo que dijera la gente, a ella, como madre, siempre la creerían culpable. Y a lo mejor se lo merecía. Si Grace no era feliz, si prefería estar con la familia de Matt, entonces tenía que ser culpa suya. Ese último año había sido cualquier cosa menos una madre dedicada a su casa, había estado de guardia prácticamente las veinticuatro horas del día. No recordaba la última vez que había ido a ver jugar a Grace al baloncesto o que había asistido a una reunión de padres en el colegio. Y hacía siglos que no salían al cine, o de compras, o a comer por ahí un sábado. ¿Y una sencilla y sincera charla madre hija sentadas a la mesa de la cocina?

Lorraine se tapó la cara y luego volvió a sacar la botella de vino. Esta vez la abrió.

—Ya me gustaría a mí ver cómo se las arreglarían las madres a tiempo completo con un trabajo como el mío, un marido que cree que puede… que puede… —Cerró los ojos, desesperada—. Y una hija que está decidida a lo que haga falta con tal de destrozarse la vida.

Se sirvió una copa y dio un sorbo, medio desplomada sobre la mesa de la cocina y mascullando sin interlocutor.

—¿Qué te pasa, mamá?

Stella ya tenía la cabeza metida en la nevera antes de que Lorraine se diera cuenta de que su hija pequeña había entrado en la cocina. ¿Habría oído sus desvaríos? Pasara lo que pasase, no quería que las niñas sufrieran por lo que había hecho Adam. No, eso quedaría entre ellos dos, aunque Lorraine no estaba segura de por qué lo protegía tanto. A lo mejor era porque publicitar las debilidades de su marido sería como admitir que también ella las tenía y que no había sido capaz de conservarlo. La pregunta era: ¿cuánto tiempo sería capaz de seguir con esa farsa?

«Bah…», apartó esa idea de su mente y prefirió darle un abrazo a Stella.

—Te he echado de menos, pequeñita —le dijo.

—Hacía siglos que no me llamabas así.

Lorraine sintió que los brazos de su hija le correspondían y por unos segundos todo pareció estar bien.

—Bueno, pues ahora te vuelvo a llamar así. Pequeñita.

Se quedaron mirándose con una sonrisa. La de Lorraine, acompañada por la idea de que al menos un miembro de su familia no se había vuelto completamente loco.

Stella se apartó con delicadeza y fue otra vez a la nevera.

—¿Qué hay de cena? Me muero de hambre.

—¿Cuándo va a volver Grace, cielo? —Lorraine pensó que, siendo ella su madre, quizá debería saberlo. Le daba vergüenza tener que preguntarle a Stella. También pensó que debería haber comprado algo de comida.

—Me ha dicho que no volvería… —Stella dejó la frase a medias y se puso colorada. Un mechón de rizos rubios le tapó la cara cuando bajó la cabeza para pensar—. Jo, la verdad es que no me acuerdo de cuándo ha dicho que volvería.

—Stella… —advirtió Lorraine.

—¿Puede que más tarde?

Lorraine cogió a su hija de los hombros con delicadeza a pesar del pánico que crecía en su interior.

—¿Dónde está tu hermana?

—¿En casa de Matt? ¿Con una maleta? —De nuevo, preguntas más que afirmaciones, pero le dijeron a Lorraine todo lo que necesitaba saber. ¿Le había contado Grace sus planes a Stella? Sabía que sus hijas estaban muy unidas.

—Gracias, tesoro. Traeré algo de cena para llevar. —Corrió hacia la escalera—. En cuanto vuelva con tu hermana.

Arriba, asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Grace. Hacía mucho que no entraba allí. Estaba hecha un desastre y era difícil decir si Grace estaba en plena mudanza o allí se había producido un robo, pero su tocador le desveló lo necesario. Casi todo su maquillaje había desaparecido, junto con las distintas fotos de Matt que tenía pegadas en el espejo.

—Mierda.

Lorraine bajó la escalera corriendo, cogió el abrigo, el bolso y las llaves (menos mal que no había bebido más que un trago de vino), y se mentalizó para la confrontación.

Había sido idea de Adam anotar la matrícula del coche del novio de Grace. «Solo te falta espiarlos desde un helicóptero», se había burlado Lorraine de él en aquel momento; pero ahora, mientras conducía, se tragó una risa medio furiosa y medio histérica al recordar a Adam con solo unos calzoncillos de rayas y dando vueltas por su dormitorio fingiendo que era un helicóptero. Poco antes de ese numerito había estado espiando por la ventana del dormitorio mientras Grace y Matt se despedían dentro del Mazda rojo que conducía el chico. No se veía mucho a través de los cristales empañados, pero para Adam eso únicamente podía significar que no andaban haciendo nada bueno.

—¿Nada bueno? —le había dicho Lorraine—. No creo que muchos adolescentes enamorados dijeran que darse el lote en un coche no es «nada bueno».

En aquel entonces, Adam todavía no le había soltado su bomba. Todavía eran felices, o eso creía ella.

—Esto no me gusta y punto —había sido su respuesta mientras los espiaba por una ranura de las cortinas.

—Déjalos en paz y ven —había insistido Lorraine a Adam antes de dar unas palmaditas en su lado de la cama—. Por lo menos la ha traído a casa a una hora razonable. Podría ser mucho peor.

Adam había gruñido y se había puesto a dar vueltas por la habitación.

—¿Qué buscas?

—Un boli y papel.

—¿Para qué?

—Para apuntar su número de matrícula.

—Ay, por el amor de Dios —había exclamado Lorraine exasperada a la vez que apagaba su lamparita—. Métete ya en la cama, Adam. —Pero él había seguido registrando la habitación a oscuras—. Anótalo en la Blackberry si no encuentras bolígrafo.

—Está en la cocina, cargándose.

—¡Venga ya! —Lorraine había encendido la luz y le había lanzado su móvil—. Toma, usa el mío.

En esos momentos, mientras conducía hacia Selly Oak, donde Grace le había dicho una vez que vivía Matt, dio las gracias por las obsesiones de Adam. Una llamada de dos minutos y ya tenía la dirección con la que estaba inscrito el coche de Matt. Durante el poco tiempo que llevaba Grace saliendo con su novio, nunca habían conocido a sus padres ni habían averiguado dónde vivía exactamente. No les había parecido necesario. Habían supuesto que la relación se extinguiría pronto, como todas las anteriores, y ellos no tenían suficiente tiempo para jugar a conocer a sus consuegros.

Lorraine soltó un tenso suspiro al llegar a la calle de Matt. Grace le había mencionado algo sobre que el padre de Matt trabajaba en el hospital, y Lorraine no le había dado más vueltas; portero, guarda de seguridad, enfermero, había imaginado. A juzgar por las enormes casas que había por allí estaba claro que era especialista. En circunstancias normales, eso la habría satisfecho sin límites; ese día, solo podía pensar que tendría bastante dinero para costear una boda con banquete incluido, y para ayudarlos a encontrar un piso.

Cranley Lodge era una casa gigantesca, estilo imitación Tudor, con un gran jardín delantero y un amplio camino que entraba y luego salía de la propiedad. Había tres coches aparcados en el pavimento de ladrillo: un Range Rover, un Mercedes y el Mazda de Matt, un elegante MX o algo así, por el que Adam había protestado con amargura. «¿Quién le compraría un coche así a un conductor novel?». Un padre rico, tal como Lorraine sabía ahora, aunque en aquel momento se había puesto de parte de Matt y había comentado que a lo mejor tenía un trabajo los sábados y había ahorrado. Aunque pareciese irónico, recordaba haber defendido al chico por ser muy sensato.

Le sonó el móvil al bajar del coche. Era Adam. Escuchó con atención lo que tenía que decirle pero apenas comentó nada, solo que aún tardaría media hora en llegar a casa y que ya hablarían luego. Ni siquiera lo que había descubierto su marido sobre Carla Davis logró hacerla desistir de sus intenciones. Llamó al timbre con insistencia a la vez que daba golpes en el buzón.

Quería que le devolvieran a su hija.

—Hola. —Una mujer pequeñita de cincuenta y tantos años abrió enseguida. Iba elegante y bien arreglada. «La típica mujer de médico», pensó Lorraine con acritud mientras se retiraba sus mechones alborotados tras las orejas.

—Soy la inspectora Fisher —dijo con seriedad. Sin duda sería el único momento que tendría para igualar el marcador, pensó mientras observaba cómo ese rostro maquillado y probablemente inyectado de Botox intentaba ofrecerle un ceño de preocupación.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—¿Está su hijo en casa? —Lorraine mantuvo su tono profesional. Quería que la mujer pasara unos instantes de angustia, por lo menos una décima parte de lo que había aguantado ella.

—¿Matt? Sí. ¿Por qué?

Lorraine alargó el momento todo lo que se atrevió antes de forzar una sonrisa.

—Bien, entonces mi hija también estará aquí. —Y justo en ese instante se fijó en las maletas que había tiradas en el suelo del recibidor, unas maletas que reconoció como suyas. Al ver la prueba palpable de que Grace se iba de casa se le revolvió el estómago.

—Aaah —dijo la mujer con elegancia—. Usted debe de ser… Pase, por favor. —Se hizo a un lado—. Creo que están viendo una película. Yo estaba cocinando algo para…

—Lo siento, pero no se quedará a cenar. He venido a buscarla.

La madre de Matt parecía desconcertada, pero, a pesar de la brusquedad de Lorraine, se mantuvo irritantemente calmada y agradable.

—Iré a avisar a Grace. Seguro que querrá hablar con ella. —Desapareció por el pasillo antes de que Lorraine pudiera protestar diciendo que no tenían nada de qué hablar, que Grace se volvía con ella a casa y punto.

Unos instantes después, Grace salió al recibidor con cara sombría. Lorraine se sintió de pronto intimidada por su propia hija.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Llevaba puestas las zapatillas y tenía los brazos cruzados. Se apoyó en la pared.

—He venido a buscarte, cielo —dijo Lorraine con toda la calma que pudo. Tenía la boca seca.

—No, mamá. Ya te lo dije. Me vengo a vivir con Matt. —El chico apareció a su lado, se apoyó en la pared junto a ella y le pasó un brazo relajado por las caderas. La madre de Matt completaba la formación: una barrera de jugadores frente al equipo contrario—. Estamos viendo una película y Nancy está haciendo curry. —Grace miró con cariño a la madre de Matt.

«Nancy», pensó Lorraine con amargura, casi deseando dar rienda suelta a las lágrimas.

—Bueno, pues tú no vas a ver ninguna película ni a comer ningún curry. Te vienes a casa conmigo.

—Ni hablar. Me he ido de casa y ahora vivo aquí. No puedes impedírmelo. —Grace suspiró como si ella misma no acabara de creerse lo que había dicho, pero de todas formas se mantuvo firme. Matt se acercó más a ella.

—Me parece que tu madre está preocupada por ti, Gracie —terció Nancy.

«¡Gracie!», Lorraine empujó con fuerza para no dejar que la portezuela de la furia se abriera.

—Esto no es nada propio de ella —le dijo a Nancy—. Siento mucho que los haya molestado.

—De ninguna manera —repuso la mujer con educación—. Grace puede venir aquí cuando quiera.

—Es usted muy amable, pero, Grace, de verdad, tienes que venirte conmigo. Ya. —Una última mirada fulminante, un gesto severo de sus labios, una expresión implorante más, que esperaba que su hija tomase como la última palabra de la discusión… pero no. Grace simplemente la miró con una sonrisa, dio media vuelta y echó a andar por el pasillo.

—Lo siento, mamá —dijo por encima del hombro—. Matt y yo estamos prometidos. Ahora vivimos juntos. Así son las cosas. Adiós. —Y desapareció en la sala de estar, con Matt tras ella.

Tras una breve conversación con Nancy, Lorraine acabó saliendo de allí sin su hija. No podía creer lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué se había rendido tan pronto? ¿Por qué no había hecho algo? ¡Tendría que haber agarrado a Grace del brazo y haberla sacado a rastras, haberle gritado, haberla esposado! Sentía que le habían arrebatado algo, estaba hecha una furia, se sentía fracasada y más frustrada de lo que había estado en toda su vida.

—La he perdido —dijo a media voz mientras aparcaba frente a su casa—. La he perdido y se la han quedado ellos.

En comparación con la gran mansión de los Barnes, su casa le pareció miserable y algo deprimente. Antes de entrar sacó el móvil del bolso y le escribió un mensaje de texto a Grace: «Tenemos que hablar. Por favor. Bsos».

Cuando entró se encontró a Adam en la sala de estar, encorvado sobre su portátil.

—¿Qué pasa? —preguntó en respuesta al portazo que había dado Lorraine al entrar y a la forma en que lanzó el chaquetón sobre la escalera—. ¿Y Grace?

—Se ha ido de casa.

Adam se puso en pie y alargó un brazo hacia su mujer. Ella se estremeció y se fue a la cocina. Esta vez no sintió ningún cargo de conciencia por recuperar su copa de vino a medio terminar.

—Está en casa de Matt. He ido a buscarla. Casi no ha querido ni hablar conmigo y se ha negado a venir. Podría haberla obligado a la fuerza, pero habríamos montado una escena muy lamentable. Es que no sé… —Lorraine sintió las lágrimas aflorando a sus ojos—. No sé qué hacer. Se ha ido. ¡Joder, se ha ido!

—Ay, Ray —dijo Adam. Se acercó a ella y Lorraine no retrocedió.

—Se va a destrozar la vida. ¿Y sus exámenes, la universidad, todos sus sueños de labrarse una carrera?

Adam suspiró.

—Si Grace está decidida a dejar los estudios y vivir con Matt, me temo que no podemos hacer mucho más que apoyarla. Antes de que te des cuenta cumplirá los dieciocho y lo hará de todas formas.

No podía creer lo que estaba oyendo. No hacía tanto que lo había visto furioso en esa misma sala, gritándole «¡Y una mierda, va en serio!» a su hija. Si echaba la vista atrás, durante todos esos años ser padre había sido más fácil para él. Mucho más fácil. Sí, claro, Adam había contribuido cambiando pañales y levantándose por las noches a dar biberones, pero cuando había que cogerse días en el trabajo (por baja de maternidad o enfermedad), cuando se trataba de ir tras un ascenso o conseguir que te asignaran una operación importante, siempre era ella la que salía perdiendo. Igual que con el caso que tenían entre manos: Adam era el inspector al cargo de la investigación Frith-Davis, en quien habían pensado en primera instancia como hombre (¡hombre!) más adecuado para el trabajo. Tampoco es que Lorraine se hubiese dedicado nunca a quemar sujetadores por esos temas. Su vida era como era y ella estaba bastante contenta así. Sin embargo, a veces sentía la injusticia de su situación, y en esos momentos más que nunca.

—Mira —dijo, y entonces se dio cuenta de que había olvidado parar en el restaurante chino a comprar algo de cena—, yo solo digo que se está precipitando. Tenemos que actuar e impedir un desastre que lamentará el resto de su vida.

—Cree que está enamorada. Y puede que lo esté. Dale tiempo a ver qué ocurre.

—Pero es que no tiene tiempo. ¿Y sus exámenes? Necesita sacar buenas notas para entrar en la universidad… —Lorraine perdió impulso. Discutir con él no servía de nada. Además, Stella había entrado en la cocina sin hacer ruido. Llevaba calcetines gruesos y una de las enormes chaquetas de punto de Adam.

—Me muero de hambre, mamá. Y hace un frío que pela.

Adam cogió un menú del tablón y descolgó el teléfono. Stella automáticamente se puso a vocear por la escalera para avisar a Grace de que cenarían comida china, y entonces Lorraine tuvo que cogerla de los hombros y explicarle con dulzura que su hermana no estaba en casa y que tampoco era probable que volviera en una temporada.

—Será mejor que me digas de qué querías hablar conmigo antes —le dijo Lorraine a Adam después de cenar.

Los dos habían pactado que no volverían a salir de casa esa noche, a menos que surgiera algo realmente urgente. Si los sucesos que le había mencionado antes por teléfono fueran determinantes para el caso, ya se lo habría comunicado.

—Algo que he leído en el informe sobre Carla Davis.

—¿El que hemos ido a buscar a casa de la trabajadora social? —preguntó Lorraine.

Adam asintió. Al tumbarse en el viejo sofá se le salió la camisa por la parte de delante, pero Lorraine se propuso no mirarlo. Sabía que estaba en forma; tanto, que daba rabia. Mientras que la barriga de ella había albergado a dos niñas y desde entonces se había descuidado bastante, Adam tenía un buen tono muscular, se ejercitaba y comía sano. Lorraine no solía sentirse acomplejada por su aspecto, pero últimamente había una especie de competición entre ambos, o eso le parecía a ella, al menos. En cuanto a la forma física, eran polos opuestos.

—¿Qué has visto?

—Una entrada que decía que pidió cita para abortar a las dieciséis semanas de embarazo. Iban a hacérselo con anestesia general.

—Ajá. —Lorraine se rodeó su propio cuerpo con ambos brazos.

—Pero es evidente que Carla no se sometió a la operación —siguió explicando él.

—¿Sabemos por qué no abortó?

—La trabajadora que llevaba el caso de Carla solo hizo una anotación en el informe diciendo que había cambiado de idea. —Adam se encogió de hombros.

—De todas formas, el final ha sido el mismo —comentó Lorraine con sequedad.

—Sí, solo que es el único vínculo entre ambos casos, aparte de los paralelismos del acto mismo del crimen, claro.

Lorraine lo meditó un momento.

—Ambas habían querido abortar pero al final decidieron no hacerlo. —Solo se oían los siseos de la chimenea de gas. Esa conexión era un punto de partida, supuso, aunque muy tenue—. ¿Y los resultados de la segunda muestra de ADN que tomaron en el piso de Carla? —Habían encontrado un pelo de un color diferente al de Carla y de su amiga en una prenda de la víctima, y lo habían enviado al laboratorio para que lo analizaran.

—Es posible que mañana tengamos un resultado. Los de las muestras del baño de Sally-Ann tendrían que habernos llegado ya, pero ha habido algún retraso. —Adam hizo una mueca. No era nada nuevo que los resultados del laboratorio tardaran más de lo esperado. Se sentó bien y puso las noticias de las diez—. También estamos pendientes de las muestras recogidas en las uñas de Carla, aunque son de una calidad discutible. Básicamente hay que esperar.

Lorraine ya se lo sabía. Se sentó doblando las piernas sobre el sofá y se quedó mirando a su marido, que estaba absorto en las noticias. Intentó entenderlo, comprender su actitud hacia la decisión de Grace de irse de casa, y no lo logró. Entonces se dio cuenta de que si esa noche seguía dándole vueltas a los casos de Sally-Ann o Carla Davis, o a embarazos, o a adolescentes rebeldes, no sería capaz de pegar ojo. Se levantó y le dio las buenas noches a Adam, rezando por que el día siguiente trajera consigo otra clase de noticias.