26

He encendido la calefacción al máximo, ahora que ya está arreglada la caldera. Es una maravilla poder andar por la casa descalza y solo con una camiseta holgada sobre los pantalones del chándal. La escarcha de la noche, que no se ha derretido del todo hasta pasado el mediodía, realza el plateado de nuestra calle. He llamado al trabajo después de la clase de preparación al parto y les he dicho que no iría. Estoy muy cansada. Hay cosas que puedo hacer desde casa, y estoy mucho más cómoda trabajando aquí. Zoe ha salido, debe de haber ido a hacer algún recado, y yo disfruto de la tranquilidad, pero en cuanto me he sentado con una pila de informes y una lista de llamadas que tengo que hacer, llaman al timbre. Me levanto del sofá y dirijo mis torpes andares hacia la puerta. Son un hombre y una mujer con un aspecto tan solemne que juraría que se me ha parado el corazón por un segundo.

Es el momento que teme toda mujer de militar.

—¿Vienen por James? —pregunto con pánico. Son tal como siempre los había imaginado. La mujer lleva un traje pantalón oscuro y unas gafas de sol apoyadas en lo alto de la cabeza, y el hombre espera firme con su largo abrigo negro—. Por Dios, díganme que está bien. —Esté o no en una zona de guerra, el trabajo de James suele ser peligroso.

Una vez me explicó lo que sucedería, me dijo que nos lo comunicaría una pareja, que los chicos y yo recibiríamos apoyo. Tengo la boca seca y creo que mi corazón se ha acelerado tanto que al final se ha rendido del todo.

—Soy el inspector Scott y esta es la inspectora Fisher —se presenta el hombre, como si lo hubiera dicho un millón de veces en su vida.

—Tranquila, ¿quién es James? ¿Su marido? —pregunta la mujer con una sonrisa agradable. Yo asiento con la cabeza—. No se preocupe, no hemos venido a hablarle de él. ¿Es usted Claudia Morgan-Brown?

Asiento de nuevo y respiro hondo.

—¿En qué puedo ayudarles?

—He pasado antes y he hablado con su niñera —sigue diciendo la inspectora.

Mi primer instinto es el de sentirme culpable, como si pensaran que he hecho algo malo.

—Ah, vaya. No me ha dicho nada.

—¿Podemos entrar? —pregunta la mujer.

—Sí, desde luego —respondo, haciéndome a un lado—. Pasen al salón. Hoy me he quedado a trabajar en casa. —Recojo los expedientes y los dejo en la mesita del café para hacer sitio en los sofás—. Siéntense, por favor. —Yo me acomodo en el espacio que ha quedado junto a la mujer. El hombre se ha sentado frente a nosotras.

Ojalá estuviera James aquí.

—Hemos venido por su trabajo, en realidad —explica él—. No la entretendremos demasiado.

Suelto el aire, no me había dado cuenta de que contenía la respiración.

—Les ayudaré en lo que pueda —digo. En el departamento tratamos con la policía a diario, pero solo en otra ocasión me había reunido con inspectores. Aun así, no es algo tan extraño. Empiezo a relajarme.

—Quizá sepa ya por las noticias que se ha producido un segundo ataque contra una embarazada —empieza a decir la inspectora Fisher. Me mira la barriga y yo sé lo que está pensando, que en realidad no debería mencionarlo, no vaya a ser que me altere—. Milagrosamente, la chica ha sobrevivido —añade con compasión.

—Aunque su niña no ha tenido tanta suerte. —La preocupación del inspector es más profesional—. Así que nos enfrentamos a otro caso de asesinato.

—Ah. Es horrible. —No sé qué decir.

—Esperamos que esto no la perturbe mucho… —La mujer vuelve a mirar mi vientre apenas un instante.

—En mi trabajo todos los días veo a niños a quienes les pasan cosas malas —les explico con franqueza—. No me atrevería a decir que se acostumbra una, pero mantengo mi vida privada al margen. —Quiero que lo entiendan—. Los trabajadores sociales jamás tendríamos hijos si no trazáramos una línea entre ambas cosas. —Mi intención era hacer una broma, pero no ha tenido gracia. Los detectives siguen serios.

—La víctima del último ataque es alguien con quien estaba trabajando usted, me temo. Sentimos traerle malas noticias. —Se produce una pausa y yo me preparo para lo peor—. La embarazada era Carla Davis. Lo sentimos mucho.

Al instante, toda mi determinación para mantener trabajo y vida privada separados se hace añicos. Es casi como si Carla estuviera en mi salón, gritándome que la he abandonado, que he dejado que le sucediera algo así. ¿Qué hubiera podido yo hacer diferente?

Hundo la cara en mis manos y ahogo un sollozo. Por el bien de Carla, no puedo desmoronarme. Tengo que ser fuerte y ayudarlos.

—¡Madre mía! —exclamo—. No sabía nada. He oído un momento lo de esa historia, pero no me había dado cuenta de que fuera Carla. No puedo creerlo. —Aun sentada, siento que me mareo y pierdo el equilibrio. Es una noticia terrible.

—Lo siento mucho —dice la inspectora Fisher—. Para sus compañeros también ha sido un duro golpe.

—Trabajamos muy cerca de esas personas —digo, más tranquila, aunque apenas soy capaz de asimilarlo todo—. Llegamos a conocerlas bien, somos parte de su vida, seguimos y documentamos sus progresos, intentamos que sus hijos tengan un mejor comienzo. Ya sé que he dicho que no nos involucramos emocionalmente, pero eso es muy difícil.

—La comprendo bien. —Parece sincera—. Por desgracia, al bebé de Carla acaban de negarle ese derecho a la vida. Necesitamos hacerle algunas preguntas sobre ella. Está en el hospital y hasta ahora no ha podido decirnos mucho.

Vuelvo a esconder el rostro al pensar en ella. Todo mi cuerpo siente el dolor que ha debido de sufrir.

—Por favor… —Levanto una mano—. Les contaré todo lo que sé, pero no voy a poder soportar detalles muy concretos… Ya saben, sobre lo que le han hecho. —Quiero ayudarlos—. Solo díganme si se va a recuperar.

—Es demasiado pronto para pronunciarse —explica el hombre—, pero los médicos son optimistas.

Asiento con solemnidad.

—Cuando la conocí tendría unos doce años, aunque sé que llevaba más tiempo bajo la vigilancia de nuestro departamento. Me parece que nos llamaron de su colegio. Era lo de siempre: entorno familiar desfavorable, una madre drogadicta en el paro, y el padre, entrando y saliendo de la cárcel. Su madre murió no hace mucho.

—Nos interesaría averiguar quiénes eran sus amigos, sobre todo quién podría ser el padre de la niña.

Me tomo otro momento para pensar. Quiero hacerlo bien.

—Recuero que tenía una muy buena amiga. Emily, me parece que se llamaba.

—¿Podría ser Emma?

—¡Sí! Sí, Emma. Así se llamaba. Ayudaba mucho a Carla. Emma tenía un entorno más estable y la verdad es que colaboraba con nosotros en la rehabilitación de Carla. Igual que su madre, Carla era también heroinómana.

La inspectora toma nota.

—Háblenos más de las drogas.

—Siempre consumía alguna cosa: cannabis, cualquier tipo de pastillas que pudiera conseguir, crack y, al final, heroína. Normalmente estaba enganchada a algo, casi desde que la conocí hasta que cumplió los dieciocho y se mudó ella sola a un piso. Me parece que entonces estuvo limpia un par de meses. Lo cierto es que quedarse embarazada la ayudó desde un punto de vista práctico y contribuyó a darle el impulso que necesitaba para enderezar su vida. —Suspiro al recordar la primera vez que fui a verla después de que se independizara. Recé por que lograra salir adelante—. A nosotros ya no nos interesaba ella, que era mayor de edad, sino la hija que esperaba. Ningún niño debería crecer en las condiciones que le ofrecía Carla.

Luego pienso en su niña muerta y siento náuseas, la habitación no hace más que desenfocarse y enfocarse otra vez. No hay forma de asimilar lo sucedido.

—¿Alguna idea sobre quién era el padre? —pregunta el hombre.

Lo pienso mucho, me esfuerzo.

—Sí que había tenido varios novios —les digo—, pero, que yo recuerde, ninguno le duró demasiado. Una joven como ella, que vive sola, es muy vulnerable. —Luego pienso en mí. En el extremo opuesto del espectro social, mi vida está a varios mundos de distancia de la de Carla, pero a la hora de la verdad, también yo podría haber sido la víctima de ese ataque. Cuando James no está, es como si fuese madre soltera—. Será mejor que le pregunten a mi compañera Tina Kent, para asegurarse. Es quien ha tratado últimamente con ella. Yo solo supervisaba el caso. Seguro que Tina sabrá más que yo sobre el padre de la niña.

—Ya hemos hablado con ella antes. Nos hemos llevado algunos informes del caso, aunque Tina nos ha asegurado que faltaba uno, el más reciente, que por lo visto figuraba como retirado por usted.

—Ah, sí —digo. Tendría que haberlo devuelto hace días, pero está a buen recaudo en el estudio de James. Allí no puede entrar nadie—. Si quieren puedo ir a buscarlo. Como jefa de departamento, mi trabajo consiste en revisar periódicamente los casos que llevan los demás trabajadores sociales. Pensamos en ello como un control de calidad. —Ya me he puesto en pie, resoplando al hablar, para ir a buscar el informe.

—Gracias —dice la inspectora Fisher—, sería de gran ayuda. —Luego añade—: ¿Cuánto le queda a usted? —Señala mi barriga.

—Demasiado —digo, riendo—. Un par de semanas, pero si la niña llegara hoy, estaría contenta.

—¿La niña?

—En la ecografía han visto que es niña. Ya tengo dos chicos, gemelos —son hijos de mi marido—, así que me vendrá bien un poco de compañía femenina.

—Yo tengo dos hijas. Adolescentes. No dan más que problemas. —La inspectora Fisher lo dice sin dejar de sonreír.

Me alejo bamboleándome hacia el estudio y abro el archivador que James me ha cedido para cosas de mi trabajo. Si saco los informes de la oficina, no se me permite dejarlos en el coche o sin vigilancia, pero en este archivador ignífugo y cerrados en el estudio están bien, temporalmente. Localizo los papeles y regreso al salón. Los inspectores estaban hablando, pero callan al verme entrar.

—Aquí está —digo al entregárselo—. Tendrían que firmar un recibo en la oficina para llevárselo.

La inspectora Fisher saca una copia del impreso que Tina ya ha rellenado para los demás documentos. Añado los datos de este informe y pongo también mis iniciales junto a la firma de la inspectora. Estoy satisfecha, he hecho lo correcto. No es que pueda ocultarle información a la policía.

—Espero que les sirva, de verdad.

Durante los siguientes quince minutos me preguntan más cosas sobre mi trato con Carla, su drogadicción, el estado mental en que se encontraba la última vez que la vi, su familia e incluso sus aspiraciones. A lo mejor tendría que haberles ofrecido una taza de té, pero lo único que quiero es que se vayan. El duro golpe de la noticia me ha descompuesto.

Por fin, se deciden.

—Si hay algo más que yo pueda hacer —digo mientras los acompaño al recibidor—, no duden en ponerse en contacto conmigo, por favor.

Los dos asienten y me estrechan la mano, agradecidos por mi ayuda. Cuando se vuelven ya para marchar, Zoe llega por el camino de entrada tirando de un gemelo con cada mano. Aminora el paso y se queda mirando a los inspectores, de pronto baja la cabeza y la aparta. Ellos casi ni se fijan en ella, están concentrados hablando entre sí, y el hombre, además, contesta al móvil mientras se alejan por la calle.

Cuando Zoe pasa junto a mí, mascullando y renegando, intento adivinar por qué se la ve tan espectralmente pálida y delgada.

Más tarde me encuentro un correo electrónico de James. No esperaba recibir uno tan pronto. Siento un aleteo en el corazón solo con pensar en saborear el par de líneas que me habrá enviado. Me acomodo en la cama con una buena taza de té y miro la pantalla del portátil, que hace equilibrios sobre mis piernas. Quiero absorber el nombre del remitente y la línea del asunto mientras sigue marcado como no leído y lleno de promesas en mi bandeja de entrada. Lo echo muchísimo de menos.

¿Qué tendrá que decirme esta vez? A lo mejor me explica que el submarino ha dado media vuelta y viene de camino al puerto. ¿Quién sabe si no estará conduciendo por la autopista en este mismo instante, de vuelta a este hogar rodeado de tierra firme, dispuesto a mandar a paseo su carrera en la Armada? No es que necesitemos el dinero. Estoy convencida de que con la fortuna familiar que ha heredado podríamos vivir cómodamente hasta hacernos viejos, e incluso muchos años más, pero James dice que todavía no podemos tocar ese dinero, que ni siquiera lo siente como suyo aún. Yo no lo entiendo, pero se pone hecho una furia si me entrometo.

Doy un sorbo al té y hago clic en el mensaje. Como sospechaba, es corto. El ejército lo habrá examinado antes de que llegara a mi bandeja de entrada.

Queridísima Claudie, os echo de menos a todos una barbaridad. ¿Están bien los niños? Ya hemos llegado al Mediterráneo y la operación va según lo previsto. No puedo evitar preguntarme si habrás tenido a nuestra hija. Como siempre, no tengo mucho tiempo, pero mi corazón está con vosotros. ¿Qué tal se porta Z? Espero que haya resultado ser útil. Escríbeme con novedades cuando puedas. Consultaré a menudo el correo. Con todo mi amor, como siempre,

JAMES

Siempre es más o menos lo mismo, solo que esta vez ha mencionado a Zoe. Debe de resultarle un consuelo, hasta cierto punto, saber que no estoy del todo sola. Ninguna de nuestras familias vive cerca: los padres de James están en Escocia y mi madre emigró a Australia hace años. La familia de Elizabeth es de las islas del Canal de la Mancha, así que mi niña, como los gemelos, no tendrá precisamente a la vuelta de la esquina a unos abuelos que la adoren. Sin embargo, James le ve el lado positivo y dice que así tenemos casas donde pasar las vacaciones.

La primera vez que James se fue y me dejó sola fue dos semanas después de que me mudara a vivir con él. A sus amigos les preocupaba que se hubiera precipitado tras la muerte de Elizabeth, que yo no fuera más que una conveniente guardería para los niños, pero a mí eso no me preocupaba. Yo lo quise desde el primer día y siempre supe que quería estar con él muchos años, con o sin carrera militar. James venía con extras de serie y a mí me pareció bien. Incluso así, quise darle un hijo y a él le encantó la idea. Me dijo que podría ser difícil concebir, porque él pasaba mucho tiempo fuera. Yo quise explicarle que, si no concebíamos, la razón no sería esa.

Reposo la cabeza sobre la almohada y escucho a ver si oigo algún ruido. Todo está en silencio. Zoe ha bañado a los niños y los ha acostado hace una hora, yo les he leído un cuento y les he dado un beso en el pelo alborotado. Se han abrazado a mí, preguntándome cuándo volvería su papá.

—Más tarde voy a salir —me ha dicho Zoe poco después, en la cocina.

Si soy sincera, me he alegrado de tener un rato para estar sola. La visita de los inspectores me ha dejado inquieta. Solo quería ver un poco la tele para distraerme, pero entonces he decidido que prefería enviarle un correo a James, y ha sido cuando he visto que él se me había adelantado.

—Zoe, Zoe, Zoe —digo, dejando el portátil junto a mí en la cama. Sigo preocupada por si ha estado husmeando en el estudio de James. Detesto pensar que pueda espiar nuestras cosas.

Cojo mi libro y me pongo a leer, pero no hay forma de concentrarme. Quiero otro té. En el descansillo oigo que uno de los niños se revuelve y asomo la cabeza por su puerta. Oscar ha tirado su edredón al suelo y lo busca con la mano, dormido. Le arreglo la cama, les planto otro beso a los dos y, al salir de su dormitorio, les cierro la puerta.

Otra vez en el descansillo, la casa sigue silenciosa y en calma. ¿Ha salido ya Zoe? No estoy segura. Me pregunto si le apetecerá una taza de té a ella también, pero no quiero llamarla escalera arriba por si despierto a los niños. Me preparo para embarcarme en la tremenda ascensión, intentando convencerme de que solo es porque quiero ser amable y ofrecerle un té, y no porque quiera curiosear entre sus cosas. No he subido ahí arriba desde que se instaló.

Cuando ya casi he llegado susurro su nombre todo lo alto que me atrevo. No hay respuesta. Por entre los barrotes veo el pequeño descansillo de sus habitaciones. Se ha dejado la luz encendida. Hay un par de zapatillas tiradas de cualquier manera en la alfombra y una toalla sobre una silla. Percibo un olor raro en el ambiente: una ligera nota floral, algo almizcleña, pero extrañamente triste y anticuada. Me empuja a subir.

—¿Zoe? —vuelvo a decir al pisar el descansillo. Me llevo una mano a las lumbares—. ¿Estás aquí arriba?

Nada, así que miro en el cuarto que usa como sala de estar. Le instalamos un televisor y también tiene un viejo sofá, además de un puf. Supusimos que querría traer invitados alguna vez, aunque todavía no ha venido con nadie. Si acaba de romper con su novio, a lo mejor aún no le apetece mucho la vida social. No me ha dicho adónde iba hoy.

Llamo flojito a la puerta de su dormitorio, pero no obtengo respuesta. Miro hacia la escalera. Oigo a uno de los niños roncar un poco. Conozco hasta el último ruido de esta casa (todos los crujidos del suelo de madera, los sonidos peculiares de cada puerta, los recorridos de las viejas y ruidosas cañerías) y, después de haber mirado aquí arriba y de volver a aguzar el oído, me convenzo de que Zoe no está en casa.

—¿Estás ahí dentro, Zoe? —Pruebo una vez más, mi natural obsesivo siempre me gana la batalla. No soportaría que pensase que he venido a espiarla, aunque si soy sincera me muero de ganas de echar un vistazo en su dormitorio. Al fin y al cabo, es nuestra casa.

Empujo la puerta con suavidad y miro dentro. Está oscuro y no veo demasiado, aunque la luz del descansillo se cuela en el interior. Abro mucho los ojos. A primera vista parece que haya alguien tumbado en la cama, pero abro la puerta del todo y veo que no es más que un montón de ropa y una maleta. Casi parece que hubiera estado haciéndola para marcharse pero la hubiera dejado a medias.

¿Y si regresa? Me detengo y escucho a ver si oigo algo, pero lo único que percibo es mi propia respiración y el zumbido del miedo en mis oídos. Si Zoe vuelve, no tendré forma de escapar deprisa.

—Ay, déjalo ya —susurro en voz alta—. Estás exagerando. —Es mi casa, puedo subir aquí arriba si me apetece. Podría estar buscando algo y ya está; en el descansillo hay una estantería, ¿no?, con algunos de mis viejos libros de texto de la universidad. Le diré que buscaba un título.

Levanto algunas prendas que hay tiradas por ahí, un verdadero despliegue de cosas que le he visto puestas últimamente: camisetas, vaqueros, blusas de algodón y un par de chaquetas de punto encima de la cama, que está sin hacer e igual de revuelta que la ropa. A lo mejor es la ropa sucia. A lo mejor iba a bajarlo todo al lavadero en la maleta, aunque es más bien grande para transportar tan poca cosa.

Al ver la sangre contengo la respiración. Retrocedo y reprimo un grito, pero me inclino para inspeccionar mejor la mancha marrón óxido del interior de una sudadera. Está vuelta del revés y parte del forro de borreguillo tiene una costra de algo que tiene que ser sangre, sin duda. Paso un dedo por ella. Está seca y coagulada. Me acerco la prenda a la nariz. Un penetrante olor metálico. Siento una ligera náusea, pero entonces me obligo a no pensar tonterías, a no ponerme cada vez más paranoica con Zoe. Seguramente se ha cortado con algo, decido, aunque debe de haber sido un buen corte si el resultado ha sido este. Mientras vuelvo a dejar la sudadera donde estaba veo un pequeño rasgón en el hombro y un cerco oscuro de sangre a su alrededor.

La cojo otra vez, sosteniéndola solo con el índice y el pulgar. Intento tragar saliva pero tengo la boca seca. «Dios mío, ¿y si le ha hecho daño a alguno de los niños?». La cabeza me va a mil por hora, pero enseguida me doy cuenta de que estoy siendo irracional. Si hubiera ocurrido eso, en la ropa de los niños también habría sangre y ya me habría dado cuenta. «A menos que la hubiera lavado antes de que yo lo viera…».

—Oscar y Noah me lo habrían dicho —murmuro en voz alta, olvidándome de que Zoe podría aparecer en cualquier momento. Noah no es precisamente un niño pasivo.

Aun así, no puedo evitar mi inquietud. Desde hace un tiempo me he vuelto tan paranoica que no me gusta ni un pelo. James diría que son las hormonas, que me están volviendo loca. Que mi cuerpo está inundado de emociones ingobernables. Yo diría que solo intento proteger a mi familia: demasiado, soy consciente, pero no lo puedo evitar. En cuanto tenga aquí a mi niña, nuestra unidad será completa y seré la madre más fiera que se haya visto jamás. ¿Cómo voy a confiar en Zoe ahora que he visto esto?

Me vuelvo de espaldas a la cama, mareada, y la habitación se mueve, como si me hubiera montado en un tiovivo. ¿Qué me oculta? Estoy convencida de que hay algo.

En un arrebato de temeridad abro de par en par las puertas del armario. Es evidente que mi niñera no posee buenas aptitudes organizativas cuando se trata de sus pertenencias. Dentro encuentro el mismo desbarajuste que en el resto de la habitación. Y entonces veo la prueba de embarazo, la misma que se cayó de su neceser cuando llegó. La caja está junto a un par de botas, en el suelo, como si la hubieran tirado ahí. La recojo. Le han quitado la protección de celofán. La abro y descubro que falta una de las dos barritas de plástico blanco, y la que queda está partida por la mitad. No parece que esté usada. ¿Por qué aceptaría Zoe este trabajo si creía que estaba embarazada?

—Me pregunto si esto tendrá algo que ver con que rompiera con su novio —digo en voz baja, aunque en realidad no es asunto mío. Aun así, supongo que sí lo sería si el resultado hubiese sido positivo.

Vuelvo a guardar las dos mitades de la barrita en su caja. ¿Por qué la rompió? ¿Se enfadó al ver el resultado? A lo mejor sí quería quedarse embarazada… O no. De nada sirve especular sobre la vida personal de Zoe. La única forma de saberlo con seguridad es preguntarle. Pero entonces descubrirá que he estado husmeando.

Mi corazón tirita de curiosidad cuando veo la cámara: es pequeña, de esas digitales, y parece que la haya tirado al suelo del armario o que se haya caído de una chaqueta. Tiene un tamaño lo bastante reducido para caber en un bolsillo. Empiezo a salivar ante la idea de revisar las fotos mientras mi corazón protesta con palpitaciones de culpabilidad. Es solo porque intuyo que hay algo que no sé de Zoe. Al menos eso es lo que me digo.

Me acerco a la puerta y aguzo otra vez el oído. Ya no se oye el leve ronquido y la casa está completamente en silencio salvo por los tintineos de un radiador, porque la caldera central vuelve a estar en marcha. Sé que tengo que hacerlo, aunque James diría que es una locura. «Venga, Claudia, déjalo correr. Ven a sentarte conmigo junto al fuego». Casi oigo su voz exasperada.

Recojo la cámara y la saco de su delgada funda. Parece cara, un modelo más nuevo de la que usamos James y yo. La enciendo, dando gracias por que funcione igual que la nuestra. Me acerco más a la puerta con uno de mis oídos atento a cualquier ruido. ¿Se oirá la puerta de entrada desde aquí arriba?

Voy pasando las fotos de Zoe y sonrío al ver las primeras. Son Oscar y Noah en la ludoteca Tumblz, y Lilly sale también en una. Las diez siguientes, más o menos, son de Pip desde el otro lado de la sala. No parece que Pip sepa que le están sacando fotos. Luego hay unas cuantas de nuestra visita al acuario, aunque están oscuras y desenfocadas. También imágenes de nuestra calle. Es como si la hubiera fotografiado desde ambos extremos, además de enfocar nuestra casa en algunas de ellas. Seguro que es para enviarlas a familiares o amigos, supongo, para enseñarles dónde trabaja. Es normal, me digo. Tenemos suerte de vivir en un barrio tan bonito.

Al principio mi cerebro no asimila las siguientes instantáneas, así que voy atrás y adelante varias veces. Parecen ser fotografías de documentos. No los distingo muy bien, pero hay muchísimas y son todas iguales… aunque con sutiles diferencias. Mis dedos toquetean los botones de la cámara, en este momento no estoy segura de cómo agrandar las imágenes, pero entonces lo recuerdo. Amplío una al azar y se me seca la boca mientras el corazón se me acelera tanto que casi creo que saldrá volando por mi garganta. Apoyo una mano en la pared para sostenerme.

—Dios santo —digo cuando el texto fotografiado se enfoca—. Pero ¿qué…?

Entorno los ojos intentando leer lo que pone, aunque no me hace falta. El nombre de lo alto de la hoja me dice qué es exactamente lo que ha estado fotografiando.

Entonces lo oigo: el chasquido que hace siempre la pesada puerta de entrada al cerrarse. El sonido asciende por el hueco de la escalera y resuena en la silenciosa casa.

«Mierda, mierda, mierda».

Mis manos toquetean la cámara intentando apagarla como sea y guardarla otra vez en su funda. Intento cerrarla, pero la cremallera se atasca. La lanzo al fondo del armario y avanzo todo lo deprisa que me permite mi torpe cuerpo hacia la escalera, cerrando la puerta tras de mí. Oigo cómo se acercan los pasos de Zoe. Está tarareando una cancioncilla alegre, como si estuviera contenta. Voy demasiado despacio. Ni siquiera conseguiré bajar al descansillo del primer piso sin que me descubra a medio camino, así que me pongo de rodillas delante de la estantería intentando ocultar el hecho de que estoy sin aliento.

—Zoe, no te asustes —la aviso, levantando la voz con toda la normalidad de la que soy capaz sin llegar a gritar. No quiero despertar a los niños—. Estoy aquí arriba, buscando un libro.

—Ah —repone ella con su vocecilla, algo intrigada. Su cara aparece entre los barrotes de la barandilla. Estamos muy cerca y es como si una de nosotras estuviera en una jaula. Tengo la sensación de que soy yo.

—Lo siento —digo—. Se titula El trabajo social y la ley, y no lo encuentro por ninguna parte. —Paso los dedos por los lomos de mis viejos libros de texto. Sé exactamente dónde está, pero finjo no verlo.

Zoe sube y se agacha junto a mí. Vuelve la cabeza de lado.

—Aquí lo tienes. —Siento que su mirada me abrasa las mejillas.

Saco el libro.

—Gracias —digo, volviéndome hacia ella. Su cara y la mía están a centímetros de distancia—. Si es un perro, me muerde. —El hilo de tensión entre ambas se rompe cuando intento ponerme en pie.

Zoe me ofrece las manos y ríe.

—Pues menos mal que he vuelto —dice—, o te habrías pasado toda la noche en el suelo. —Por la forma en que habla, me da la sensación de que sabe lo que he estado haciendo.

—Me has salvado —digo aún, correspondiendo a su risa, y me dispongo a bajar la escalera.

—Buenas noches —susurra cuando ya no me ve.

—Buenas noches. —Y me meto en mi dormitorio.

Enseguida enciendo el portátil. Unos segundos después estoy buscando el nombre de Zoe Harper en internet, como si todas mis investigaciones y búsquedas de referencias anteriores hubiesen sido una pérdida de tiempo. Los primeros resultados son las consabidas entradas de Facebook y otras redes sociales. Hago clic en todas, pero ninguna es ella. Hay varios vídeos de chicas que se llaman Zoe Harper, y entradas en bases de datos de direcciones y empresas dirigidas por gente con ese mismo nombre, además de un sinfín de páginas aleatorias que contienen mis términos de búsqueda. Echo un vistazo a los resultados y calculo cuántos son. Demasiados para comprobarlos todos. Media hora después estoy igual que antes.

Llamo a James al móvil solo por el consuelo de oír su voz. No sirve de nada que le deje un mensaje que no recibirá hasta su regreso. «Cielo, te necesito. Tengo miedo», susurro después de colgar. Pienso en enviarle un correo electrónico, pero eso solo lo dejaría muerto de inquietud y tampoco podría hacer nada.

Me tumbo vestida en la cama. Me quedo mirando el techo. No tengo ni idea de qué hacer. ¿Por qué, a ver, por qué ha estado mi niñera fotografiando el informe que hemos hecho en el departamento sobre Carla Davis?