25

Casi ni me molesto en abrir la puerta, pero si Claudia se entera de que no he recogido un paquete o que no estaba aquí para recibir a una amiga suya, seguro que se preguntará en qué andaba metida. Le he prometido que arreglaría el armario de la ropa de cama y terminaría con esa pila de prendas por remendar que parecen haberse acumulado a lo largo de una vida entera. Varias de ellas han acabado en el lavadero dentro de una bolsa y con una nota adhesiva que dice «Para arreglar».

Son tareas como esas, me dijo Claudia cuando empecé, las que harán que mi presencia se note más en la casa. Y sonrió como si eso (como si yo…) fuese lo más importante del mundo.

«Menuda chorrada», recuerdo que pensé cuando le dije que me gustaba coser, que tenía buen ojo para los detalles. «A lo mejor sí lo tengo», pienso mientras me acerco de mala gana a la puerta de entrada. Puede que lo haya aprendido de Cecelia, viéndola trabajar las largas tardes de invierno. Se sentaba encorvada a la mesa de nuestro minúsculo piso, con un flexo iluminándola desde arriba, como si tuviera un minisol privado en su pequeño mundo particular. A veces trabajaba mirando a través de una gran lupa con soporte. Una vez la observé a través de ella. Su cuerpo se transformó como si estuviéramos en la casa de los espejos de la feria. Estaba enorme y distorsionada, como un gigantesco animal preñado. No le dije nada. La habría matado, sobre todo porque no estaba preñada.

Quien sea ha llamado al timbre tres veces seguidas.

Giro la llave y abro la puerta de par en par.

—¿Está Claudia Morgan-Brown en casa? —pregunta una mujer de traje.

—Lo siento —digo—. No llegará hasta la noche.

Intento recordar a qué hora me ha dicho que volvería.

—Soy la inspectora Lorraine Fisher —me informa aquella mujer.

Me quedo mirándola. Me mareo. El suelo se aleja de mis pies.

«Mierda».

—¿Está usted bien? La veo pálida. —Da un paso hacia mí.

—Sí, estoy bien —contesto, apoyada en el marco de la puerta.

—¿Tiene idea de a qué hora volverá? —pregunta. Da fuertes pisotones, como si tuviera frío y estuviera impaciente al mismo tiempo. Se guarda las manos en los bolsillos del abrigo.

—Pues… no estoy segura.

Rezo por que solo haya venido por lo del accidente de ayer.

—¿Y usted es? —pregunta.

La boca no me obedece. ¿Qué voy a decirle? No me lo esperaba.

—Soy Zoe —logro contestar con una voz agradable—. La niñera de Claudia. —¿Por qué iban a enviar a una inspectora por un incidente de tráfico? Casi no puedo soportar las posibles respuestas.

—Ah —dice. Está claro que me ha creído—. Pero ¿no sabe decirme más o menos a qué hora volverá la señora Morgan-Brown?

—Supongo que sobre las seis o las siete —informo con vaguedad mientras consulto el reloj. Me obligo a echar la vista atrás. Claudia ha dicho que se encontraba mejor, que quería ir a su clase de yoga prenatal y que luego iría al trabajo.

La inspectora parece exasperada con la vaguedad de mis respuestas.

—Mire —digo—, si es por lo del accidente, está bien. Se solucionó todo allí mismo y decidí no tomar ninguna medida.

—¿El accidente? —pregunta.

—Ayer alguien embistió nuestro coche por detrás. Lo cual, con Claudia embarazada y… Bueno, por suerte nadie se hizo daño. —Incluso consigo soltar una risita.

—No he venido por eso —me aclara—. Dele esto a la señora Morgan-Brown, ¿querrá? Dígale que se ponga en contacto conmigo si todavía no la hemos localizado.

Cojo la tarjeta que me ofrece su mano enguantada y veo cómo se aleja. Cierro la puerta, con llave, y me inclino contra la pared. Tengo que echar mano de toda mi voluntad para no derrumbarme y deslizarme hasta el suelo. Miro la tarjeta fijamente. En el centro lleva impresas las palabras «Departamento de Investigación Criminal». Corro al baño y vomito.

Esto no va bien. Tengo que volver a verla. Redacto un mensaje de texto pero no tengo valor para darle a «Enviar». En lugar de eso, me paseo descalza por el jardín, dejando que la hierba fría y húmeda se meta entre mis dedos y que el barro se cuele bajo mis uñas. Otra vez dentro, enciendo mi ordenador, entro en una de mis direcciones de correo electrónico (la que reservo para comunicarme con ella) y escribo a toda prisa un mensaje que no podrá pasar por alto.

Quiero decirle que siempre la querré y me ocuparé de ella. No sé qué más puedo hacer.

«Querida Cecelia»… Lo borro. Suena demasiado formal.

Hola, Cecelia:

Sé que las cosas no salieron como tú esperabas la otra noche en el pub, pero eso no significa que ya no te quiera. Sabes que siempre te querré. Te hice una promesa y pienso mantenerla. Solo necesito algo más de tiempo.

Con todo mi amor,

H.

Cualquier cosa que la haga seguir adelante, que mantenga viva la esperanza.

Me río para mis adentros y borro el mensaje. No puedo enviárselo. Cualquiera podría leerlo o interceptarlo. Es demasiado rastreable. No soy estúpida. Puede que esté rompiendo todas las reglas al comunicarme con Cecelia, pero dejar un rastro electrónico en el que prácticamente declaro mis intenciones no es como hay que hacer las cosas. Elimino también el borrador del mensaje de texto.

Consulto mi reloj. Todavía tengo tiempo. Los niños estarán jugando en casa de Pip hasta las seis. De manera impulsiva me pongo el abrigo, las botas, la bufanda, cojo las llaves del coche. Si voy al piso, nadie podrá demostrar jamás qué nos hemos dicho.

Aparco y camino decidida hacia la puerta. Todavía sé el código y, como de costumbre, nadie se ha molestado en pasar el cerrojo principal, así que entro directa en el edificio. La bicicleta de Kim está apoyada contra la pared. ¿Es que no ha ido hoy a trabajar? La mesa del vestíbulo está repleta de cartas, casi todo correo basura, según parece, y hay una bolsa de botellas preparada para sacar al reciclaje. Lleva siglos ahí.

«Nada de esto tenía que suceder», pienso con tristeza. Cecelia podría haber buscado ayuda, haber hecho las cosas de otra forma, haberme escuchado. «Todavía no es demasiado tarde», intento convencerme mientras me culpo por ser demasiado débil. A lo largo de los años me ha obligado a hacer cosas de las que ni en sueños me habría creído capaz. Nuestra relación siempre ha sido así: su insaciable necesidad alimenta mi culpa hambrienta. Mientras subo los rechinantes escalones a zancadas pienso que hasta cierto punto es un consuelo saber que la culpa no es toda mía. Lejos de sus garras lo veo todo más claro. Cecelia es una mujer poderosa, convincente; siempre lo ha sido. Una mujer desesperada con unos poderes mágicos que solo funcionan conmigo. Por eso he intentado (¡lo he intentado!) apartarme de ella, pero las dos sabemos que no es tan fácil como parece. Cecelia se alimenta de mi debilidad por ella y sabe que haré cualquier cosa que me pida.

Me dispongo a subir otro tramo de escalera, el que va al último piso. Llamo a la puerta. Acerco el oído a la madera, pero no se oye nada. Normalmente, cuando trabaja, tiene la radio puesta y tararea cualquier antigualla clásica que esté sonando. Eso me volvía loca. Loca en el buen sentido; una locura que me hacía amarla aún más. Cecelia sabía que lo haría todo por ella.

—¡Heather! —exclama, sorprendida de verme. Lleva puesto un caftán vaporoso. Se lo hizo ella misma con un viejo sari. Si Cecelia no está creando algo, no es Cecelia—. ¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí, más o menos —respondo.

—No, no vives aquí —dice ella enseguida—. Te marchaste. Me dejaste a mí y al piso. Y dejaste aquí casi todas tus cosas. ¿Por eso has venido? ¿A buscarlas? —Se retuerce y tiembla bajo la tela. Lleva el pelo suelto y le cae sobre los hombros en deliciosas ondas llameantes.

—No. La verdad es que he venido a verte a ti.

—Ah. —Parece decepcionada, aunque sé que esta es su forma de alegrarse de verme—. Iba a preparar un té. —Deja la puerta abierta y retrocede.

Lo de Cecelia con el té es toda una historia de amor. Nada de lanzar una bolsita en una taza. En lugar de eso, prepara la mesa del comedor (una mesa ovalada de alas abatibles que compramos por treinta libras en una subasta cuando nos vinimos a vivir aquí) como si fuera a servir un menú de tres platos. Empieza por poner el agua a hervir. Después, baja con estrépito una enorme tetera abollada de un estante alto y la deja en la desordenada encimera. Yo juraría que es de aluminio y no nos ha hecho ningún bien. Cuando el agua hierve en el lento y viejo hervidor, Cecelia calienta la tetera, pero mientras tanto ha estado colocando los tenedores de postre con mango de hueso, las bandejas, las tazas y los platitos de té con decoraciones florales, desportillados y desparejados, que compró en Harrods durante las rebajas del enero pasado. «Todas las cocinas deberían tener algo de Harrods», me dijo mientras desenvolvía la delicada vajilla floral de su papel de seda. Eso me hizo quererla más.

O a lo mejor solo sentía lástima por ella.

—Hechos de esta misma mañana —dice mientras coloca todo un surtido de cupcakes con cobertura lila y naranja en la bandeja inferior del expositor de dulces. En la superior pone un montón de minipastelitos que llevan adornos de plata comestible hundidos en el fondant, y sé que también los ha hecho ella misma. Son un poquito deformes, cada uno de ellos ha sido modelado con esmero para que sea diferente a los demás. Para Cecelia, la repostería es igual que sus joyas de artesanía. Tiene que ser magnífica pero hasta cierto punto extraña, recatada pero aun así seductora, y, lo más importante además de que estén hechas a mano, dos piezas nunca pueden ser iguales. Se ponía de un rosa subido cada vez que me lo explicaba.

«Cecelia».

—Ayúdame a quitarles la corteza. —Me pasa el cuchillo y un montón de rebanadas de pan moreno. Sé exactamente cómo le gustan. Es extraño lo reconfortante que me resulta este ritual, no puede ser más distinto a lo que tengo entre manos en mi trabajo. Ese trabajo del que Cecelia no sabe nada, el trabajo que me impide precipitarme al abismo en el que ella se encuentra ahora: un paisaje desequilibrado que yo solo me he atrevido a mirar a través de una rendija. Todo es por su bien.

—¿Gambas? —pregunto. Es lo que suele servir.

—Hoy, salmón ahumado —dice, dejándome ver un pellizco de pescado entre sus dientes mientras me lanza una sonrisa de culpabilidad por encima del hombro, como si no nos conociéramos.

Después de añadir también unos berros medio picados presiono el salmón entre las rebanadas de pan. Corto los sándwiches en cuartos triangulares y los coloco en la bandeja central del expositor. Lo llevo todo a la mesa. Cecelia echa varias cucharadas de hojas de Lapsang Souchong en la tetera y vuelve a hervir el agua. No tardamos en estar sentadas una frente a otra, yo encorvada sobre mi plato ribeteado de violetas y nomeolvides, Cecelia con la melena encendida por la luz del sol que entra en el piso. Solo dura unos veinte minutos en esta época del año, pero en verano es casi una hora entera.

—Esto es más la comida que el té de media tarde —me confiesa—. Ya sabes cómo soy cuando me meto en el trabajo. Se me pasan los días sin pensar en comer.

No es del todo cierto. A Cecelia le obsesiona la comida, pero aun así consigue estar como un palillo.

—Come algo —me dice al ver mi plato vacío—. Si estuvieras embarazada tendrías un hambre canina.

Es casi como si me hubiera dado un bofetón.

—Siento ser una inútil. —Cojo un sándwich y le doy un mordisco. No me sabe a nada y contribuye a ahogar mis lágrimas.

Me quedo mirando a Cecelia. Sigue estando ahí, pero en cierto modo ha cambiado. Yo he hecho todo lo que he podido por ella, todo lo que le prometí, pero es como si estuviéramos en dos laderas diferentes de una montaña muy alta. No veo la forma de llegar hasta ella.

—No eres una inútil. —Desliza su mano a un lado del expositor de dulces y la entrelaza con la mía. Sus fuertes dedos se hunden entre mis nudillos. Me hace daño—. Todavía hay remedio. Solo tenemos que pensar otro plan.

Hago que sí con la cabeza. Si estuviera viendo esta escena en una película, gritaría: «¡Escapa! ¡Corre!», no esperaría un final feliz. ¿Por qué, me pregunto mientras mis dedos se entrelazan con los suyos formando una red, siempre dejo que me haga esto? Siendo sincera, conozco la respuesta pero soy demasiado imbécil para hacerle frente.

—Esta vez no tenía que ser —le digo, como si estuviera dispuesta a volver a intentarlo, como si mi firme negativa no fuese más que un diente de león que el viento ha esparcido en el aire. Me limpio la boca con una servilleta—. Estoy preparando un plan.

Sus cejas se convierten en dos picos de curiosidad. Me hace suspirar.

—Y exactamente ¿qué es lo que propones? —pregunta—. ¿Una concepción inmaculada? —Suelta una risilla y coge un cupcake del expositor. Lo deja en su plato de porcelana y se chupa el pulgar y el índice. Sirve más té, mirándome desde debajo de la efervescencia de su pelo. Tiene unos ojos verde intenso y de un brillo provocador, como esmeraldas olvidadas dentro del decorado de tienda de segunda mano que es el piso. Estoy segura de que ha acumulado una tonelada de trastos desde que me fui.

—Es que no te lo puedo decir —explico, aunque me doy cuenta de que es como echar gasolina al fuego—. Tendrás que confiar en mí.

—Ya sabes que no confío en ti —repone, y muerde el bizcocho mientras me lee el pensamiento con una mirada intensa.

—Es complicado. Pero tendremos un bebé.

Si analizara de manera racional lo que estoy diciendo, lo que estoy planeando una vez más, y tan poco después de la última, es posible que acabara haciéndome encerrar. «Pero ¿en qué estoy pensando?». Miro a Cecelia, sin embargo, y recuerdo lo felices que fuimos una vez, así que si existe una nimia posibilidad de recuperar eso, estoy dispuesta a arriesgarme, no me importa cómo pueda acabar. Simplemente es lo que debo hacer.

—¿Qué tal te va ese… trabajo? —pregunta. Siento la crudeza con la que espeta la última palabra.

—Pues…

—Ay, sí. Qué tonta. Se me olvidaba que no te gusta hablar de ello.

Agacho la cabeza. Hablarle de Claudia y James, hacerla partícipe de la vida de los gemelos… no lo entendería. No podría. Empezaría por una ligera curiosidad, un interés inofensivo, pero acabaría hirviendo de ira y unos celos furiosos. Con todo lo que está ocurriendo, es imprescindible que no sepa nada de ellos. Sería demasiado cruel.

—Sí, ya sabes que no quiero hablar de eso —le digo, como hago siempre. Se me está formando un nudo en la garganta y no tiene nada que ver con el sándwich que me estoy embutiendo en la boca para ahogar lo que en realidad quiero decir. Soy una experta en morderme la lengua.

—Vaya, vaya, con tus preciosos trabajitos —canturrea Cecelia con brusquedad—. La verdad es que no eres capaz de conservar ninguno el tiempo suficiente para tener algo interesante que contarme. ¿Cuántos has tenido ya solo este último año? ¿Cinco, seis? Me parece que más aún.

Lleva razón. He tenido muchos trabajos. Y también lleva razón en eso de que ninguno me ha ido especialmente bien.

Se levanta, recoge su plato vacío y empieza a darle vueltas en las manos.

—Me parece que has tenido decenas de trabajitos estúpidos y que te han despedido de todos ellos. —Levanta el plato por encima de la cabeza—. Dime qué tengo que hacer contigo, Heather. No vas a darme un niño y no tienes una carrera profesional. —El plato cruza la habitación volando a cámara lenta, se estrella contra la pared justo encima de su mesa de trabajo. Los añicos llueven sobre su última pieza.

Intento tragar el sándwich, pero no baja por mi garganta, así que lo devuelvo a la mesa desde mi boca. Me levanto. Me tiemblan las piernas.

—Ya sabes que quiero hacerte feliz, Cecelia —susurro. De mis labios caen migas. La agarro por sus estrechos hombros y se estremece—. Es solo que…

La expresión de su rostro me detiene: esa mirada de fe, de necesidad, de esperanza.

«No me decepciones», imploran sus rasgos.

—Tendrás un bebé —le digo, y me marcho, con náuseas solo de pensar en lo que debo hacer.