23

—Separar a un bebé o a un niño de su madre no es tan fácil como podría parecer. —Le cuento esto a Zoe, que está ahí sentada, vigilándome, estremecida, con la boca un poco abierta y un rubor rosado y estival asomando a su tez, aunque aquí en casa hace frío.

Le explico lo que hago en el trabajo y poco a poco su expresión va dando paso al asombro. Para acabar de rematar un mal día, la caldera ha dejado de funcionar, así que hemos arrimado unas sillas a la Aga y nos hemos puesto las dos un jersey extra. Zoe ha hecho lo mismo con los niños al llegar, y luego ha encendido la chimenea de la sala de estar y los ha dejado arropados bajo una manta con sus dibujos favoritos en la tele.

Nuestras manos abrazan tazas de té. Yo me he puesto un paquete de guisantes congelados en la frente, pero ya se han derretido. Zoe se acerca y me quita la bolsa, que gotea.

—No sé, ¿cómo puedes hacer eso? ¿Quitarle a alguien a su hijo legalmente? —Subraya ese «legalmente», como si hubiera otra forma de hacerlo.

—No es fácil. Los niños llegan a nuestro equipo derivados por una serie de personas: la policía, médicos de cabecera, médicos de hospital, enfermeras, comadronas, maestros, amigos, familiares, vecinos, de todo.

Pone cara de interés. Da sorbitos a su taza como un tímido pajarillo, sin dejar de mirar a su alrededor.

—Entonces hacemos una valoración. Básicamente realizamos muchísimas reuniones con y sin el progenitor o progenitores, además de varias visitas a su hogar, tanto anunciadas como por sorpresa. Tenemos que decidir si el niño o los niños, o los bebés, incluso los que aún no han nacido, están seguros en su entorno. Si es que no, recurrimos a los tribunales para que sean trasladados a un lugar seguro, que suele ser un centro de acogida temporal, hasta que podamos encontrarles un hogar permanente.

—O sea que le quitáis el niño a la madre —dice Zoe. Su voz no tiene cadencia, no estoy segura de si ha sido una pregunta.

—A veces sucede, sí —le confirmo, intentando no apabullarla con la realidad—. Pero lo que debes comprender es que siempre se hace teniendo en cuenta el bienestar del niño. ¿Por qué dejar que crezca en un hogar violento, sucio, desatendido o donde abusan de él, o ella, cuando podrían vivir en uno donde hay cariño y seguridad? —Todavía me zumba la cabeza.

—Pero ¿y las madres? ¿Qué les pasa? —Parece preocupada, inquieta, como si le pudiera suceder a ella algún día.

—Bueno —digo con cautela. Me siento como si intentara explicarle algo terrorífico a una niña pequeña—. Algunas son casos sin remedio desde un buen principio. Ni siquiera con apoyo intentan cambiar su vida. A veces les supone incluso un alivio que nos llevemos a los niños.

—Más dinero para gastar en drogas o en alcohol.

Asiento con la cabeza.

—Pero las hay que sí consiguen enderezar su vida y recuperar a sus hijos.

Me froto la barriga. La sola idea de que alguien me quite a mi niña cuando por fin la tenga conmigo es impensable después de tantos años de deseo y decepción, de intentos y pérdidas. Vuelvo a estremecerme, no sé muy bien si por esos pensamientos o por el frío.

—¿Te da patadas?

Asiento y sonrío.

—Toca. —Le cojo la mano y la coloco en el punto adecuado. Zoe arruga un poco la frente y mueve la mano hasta otro lugar. Noto cómo le tiembla—. Me parece que ha vuelto a dormirse —digo, al ver por la cara de Zoe que no siente nada.

—No creerás que… bueno, que el accidente… la haya inquietado, ¿verdad?

Me río.

—¡Ay, no, qué va! Ha estado dando un montón de patadas desde que hemos llegado a casa. No te preocupes.

—Yo creo que tendría que haberte llevado al hospital. No soportaría que ahora os pasara algo…

—La niña está bien. Yo estoy bien. Confía en mí. —Le doy unas palmaditas en la mano. Está helada—. Volveré a llamar al fontanero. —Marco el número y esta vez sí contesta. Me promete que no tardará ni media hora en pasarse.

Zoe les prepara algo de cena a los niños aunque ya es tarde, y yo decido hojear algunos expedientes de casos para distraerme y no pensar en lo sucedido. Las últimas veinticuatro horas han sido un aluvión de emociones y sucesos que han escapado de mi control. No ha sido mi mejor día, eso seguro, reflexiono mientras me instalo en el escritorio de James con mi ajada bandolera de cuero. James me la compró las Navidades pasadas. Va perfecta para acarrear los gruesos expedientes de reunión en reunión.

«Es de segunda mano», le dije con curiosidad después de quitar el papel de regalo y pasar los dedos por su gastada superficie.

«Es vintage —me corrigió él, riendo—. Es una vieja bolsa de cartero. Me ha parecido que te gustaría pensar en todas las buenas noticias que ha repartido». Y me estrechó entre sus brazos como si yo fuese su regalo de Navidad.

Lo único en lo que podía pensar yo era en las malas noticias que repartiría la bolsa a partir de entonces.

—¿Qué es eso? —pregunto en voz alta mientras guardo la segunda llave del estudio de James en mi bolsa. Hay algo en el suelo. Me agacho y recojo un botón. No es un botón corriente, sino uno de esos de trenca, verde oscuro y con una espiral lila que lo recorre de un extremo a otro. No hay duda de que no es de ninguna prenda de James, y tampoco lo reconozco como mío. Me encojo de hombros, me lo guardo en el bolsillo y me pongo con la pila de informes que tengo que leer antes de mañana, aunque no tengo ni idea de si iré a trabajar después del yoga prenatal. Con la llegada de esta niña voy decidiendo día a día. Y nadie puede recriminármelo.

Después de veinte minutos de impactante lectura (nos han derivado a una adolescente de otra zona) suena el timbre. Oigo que Zoe va a abrir la puerta. Recibe al fontanero con educación y lo acompaña al lavadero.

Yo regreso a la trágica vida de esa chica de quince años a la que su padrastro ha dejado embarazada. Se niega a dar su nombre y acusarlo, aunque todos los profesionales que han tratado con ella saben que es él quien la obsequia con ese despliegue de moratones y huesos rotos. Ya han encontrado un alojamiento de acogida de emergencia para sus dos hermanos, pero no para la chica embarazada. Se pondrá de parto en cualquier momento y su hijo está en mi lista de prioridades. Me detengo e imagino su joven cuerpo henchido de nueva vida, una vida creada por el odio y el miedo. ¿Cómo va a sentir amor por su hijo? Dudo que sea capaz de amarse a sí misma, y mucho menos a nadie más. El informe del psicólogo confirma un largo historial de autolesiones: se ha negado a comer, se ha infligido cortes, se ha golpeado la cabeza, ha consumido estupefacientes… Los detalles desbordan la página. Hay una fotografía suya enganchada con un clip en el interior de la carpeta. Es menuda y pálida, con una melena rala que le llega al hombro. Lleva puesta una camiseta a rayas rojas y azules, y tiene unos enormes ojos castaños que rebosan de auténtica desesperación.

Sin embargo, atrapados en el rabillo de cada ojo, como lágrimas que no puede verter, veo destellos de esperanza. ¡Cómo deseo ayudarla!

Unos golpes en la puerta.

—¡Adelante! —digo, y antes de que me dé cuenta tengo a Zoe frente al escritorio de James con el fontanero a su lado. Sus ojos saltan de aquí para allá recorriendo todo el estudio.

—Hola, señora M. B. —Me llama así desde que nos arregló el lavabo, hace un año—. Me alegro de verla. —Se fija en mi barriga—. ¡Madre mía, sí que ha estado ocupado el señor M. B.! —Suelta una risa estrepitosa y se limpia las manos restregándolas contra su mono.

—Muchas gracias por pasarte, Bob. Nos estábamos congelando. —Yo todavía tirito, a pesar del jersey de más que me he puesto.

—Me temo que no tengo buenas noticias sobre la caldera. Necesito una pieza que no podré conseguir hasta mañana a media mañana. ¿Sobrevivirán así esta noche?

Se me cae el alma a los pies.

—¿Tenemos agua caliente?

—He comprobado que el termo funciona, así que sí, tienen agua caliente. Pero harán bien dejando las chimeneas encendidas toda la noche, me temo. Volveré mañana sobre las once. ¿Habrá alguien en casa?

Asiento y lo hablo con Zoe. Todavía no tengo ni idea de cómo estaré yo mañana.

Se oye un gritito desde la cocina, donde están cenando los niños, y Zoe sale disparada mientras yo acompaño a Bob a la puerta.

—Gracias otra vez. —Cierro y cojo de una sola brazada los numerosos abrigos, chaquetas y prendas de lana que hay colgados en la entrada porque acabo de decidir que todos necesitamos otra capa de ropa más—. Venga —digo al lanzarlos sobre el sofá de la cocina—. Todo el mundo a imitar al muñeco de Michelin.

Estallo en risas a la vez que Zoe. Su mirada dice: «A ti no te hace falta…».

—Ese abrigo es mío —se queja Oscar cuando Noah le arrebata la cazadora acolchada.

—No, el tuyo es este, Oscar —le digo dándole el abrigo—. El que tiene la insignia, ¿te acuerdas? —Atajo la pelea de raíz. Saco del montón una enorme chaqueta de punto grueso que no reconozco—. Qué bonita —exclamo mientras la examino, preguntándome si me había olvidado ya de ella o si será algo que se ha dejado Pip.

—Ay, es mía —informa Zoe con gratitud y un histriónico escalofrío.

Cuando se la paso me fijo en la hilera de botones de parca de color verdes y lila que lleva cosidos por la parte de delante. Le falta uno.

Pip me saluda desde el suelo con un discreto gesto de la mano. Quiero hablar con ella pero he llegado tarde y la clase ha empezado ya. En comparación con mi casa noto calor en la sala parroquial, que suele estar helada. Me tumbo con dificultad en mi estera de yoga y me coloco de lado. Todo me cuesta mucho esfuerzo. Mary nos está hablando de cómo centrar y alinear nuestro chi y cómo todo ello está relacionado con la respiración. Un poco demasiado new age para mi gusto. Cuando pienso en que voy a traer a una niña a este mundo, lo único que imagino es gritos y dolor. No hay nada placentero ni equilibrado en un parto, como insinúa Mary.

Empiezo con el ejercicio de levantar la pierna mientras Mary nos hace una demostración. Hasta esta suave gimnasia, al cabo de pocos segundos, provoca dolor en mis inútiles músculos abdominales.

—La respiración va con el movimiento: inspirad y espirad… inspirad y espirad… —La voz de Mary es rítmica y relaja—. Estáis fortaleciendo el plexo solar, lo preparáis para el gran día… Inspirad y espirad… Muy bien. Claudia, intenta mantener la rodilla recta y no levantarla tanto.

Miro a Pip de medio lado. Ella me guiña un ojo. Casi no puede levantar la pierna. Juraría que ya está más gorda que yo. «¿Estás bien?», le pregunto solo moviendo los labios.

Asiente con la cabeza. «¿Y tú?».

Arrugo la nariz. Ella frunce el ceño y da unos golpecitos en su reloj. Yo asiento. Desde que Zoe es la que se encarga de los trayectos al colegio la veo menos y la echo en falta.

—Ahora poneos en pie, chicas, y seguiremos con los ejercicios de plexo solar. Es importante que en este mantengáis el equilibrio. Bajad el pie si notáis que os vais a caer. —Mary ríe con su voz de autómata y se lanza hacia delante en lo que parece una postura imposible con el gran bulto que ocupa todo mi torso. Nos va mirando una a una. Me pregunto si tendrá hijos. No parece que dé el perfil.

Diez minutos después, mientras estamos tumbadas en las esteras, relajándonos, me asoman lágrimas a los ojos. Una se deslizará por mi mejilla en cualquier momento y caerá al suelo. Aprieto los puños para contener la emoción, pero no puedo evitarlo. Me imagino a James bajo el mar, a saber dónde, practicando maniobras y procedimientos en un submarino abarrotado de maridos, hermanos, hijos. «Vuelve a casa sano y salvo, amor mío», digo para mí, aunque sé que solo es una misión rutinaria. Me concentro en la niña que tendré y con quien lo estaré esperando a su regreso, en que seremos cinco de familia, en que estará muy orgulloso de mí. De mí, la mujer que ha sufrido innumerables abortos naturales y que ha dado a luz a niños muertos; de mí, la mujer a quien le dijeron que jamás lograría llevar un embarazo a término; de mí, la mujer que no deseaba más que la oportunidad de ser madre.

—¿Y estás completamente segura de que es de Zoe? —me pregunta Pip.

Las dos nos estamos hinchando a pastel de zanahoria. No podemos evitarlo.

—Lo ha admitido. —Tengo la boca llena y me limpio unas migas de los labios.

—Estamos hechas unas glotonas —dice Pip, riendo—. Yo siempre pierdo botones. Seguro que se le cayó mientras estaba allí hablando con James o algo así.

—A lo mejor —coincido—. Aunque lo he encontrado junto a la ventana, cerca de donde se sienta James. No entiendo qué hacía ahí dentro. Para James, su estudio es sagrado.

—¡Déjalo ya, Claud! Quizá se le cayó fuera y acabó allí de una patada. —Se mete más pastel en la boca y contempla con gula el surtido de bollos del mostrador del Brew-haha.

—¿Una patada? —dice Bismah, que nos ha oído. Estaba hablando con Fay, que lleva toda la mañana con náuseas aunque ya está de cinco meses—. ¿Quién da patadas? Déjame que toque. —Su brillante pelo negro le cae por la espalda en una coleta, y casi parece que sus enormes ojazos vayan a explotar ante la idea de notar el piececito o la manita de un bebé.

—No, me temo que no hay ninguna patadita —respondo, preguntándome qué diría Zoe de esto. Desde el accidente está obsesionada conmigo.

—¿Qué tal es esa niñera tuya, Claudia? —sigue preguntando Bismah—. Ojalá Raheem estuviera de acuerdo en buscar una niñera para que me ayude, así podría volver a dar clases. —Su risa es cálida y me dice que en realidad no tiene ninguna intención de volver a trabajar, ni con niñera ni sin niñera. Solo lo dice para hacerme sentir mejor.

—Zoe —digo, casi como si hubiera olvidado su nombre.

—Sí, Zoe —repite Bismah, divertida. Las tres esperan impacientes lo que tengo que decir.

—La verdad es que no sé qué pensar de ella —explico, sorprendiéndome yo misma con mi abierta confesión.

—Caray —espeta Pip, despacio—. Pues es un poco tarde para pensar en un cambio.

—Ya lo sé, ya lo sé. —Pongo cara de angustia. Si no puedo contárselo a mis compañeras de clase, y entre ellas a mi mejor amiga, ¿a quién se lo voy a contar?—. En realidad está bien. Vamos, que se preocupa mucho por los niños y cuida mucho de la casa y…

—Pero no te cae bien —dice Pip con brutalidad.

—No, tampoco es eso. Me cae bien, que conste. Es un poco reservada y celosa de su intimidad, pero eso es comprensible. Me parece que ha tenido problemas con su novio.

—Pues ahí lo tienes. —Bismah siempre ve la parte buena de todo el mundo.

—Pero es que hay algo más, no sé. No puedo poner la mano en el fuego, pero si me obligaran diría que… —Miro al techo—. Diría que… Ay, seguro que creéis que soy tonta.

—No, sigue —me anima Bismah. Todas están escuchando.

—Diría que son otros los motivos que la han traído a nuestra casa.

Nada más decirlo me arrepiento. Recuerdo todas las cosas agradables que ha hecho por los gemelos desde que está con nosotros, por no hablar de lo mucho que se ha estado preocupando por mí.

—No he sido desagradable con ella ni nada por el estilo —añado al ver la cara de asombro de mis amigas—. Seguro que todo irá bien.

—¡Las hor-mo-nas! —canta Pip con un falsete tontorrón.

—Que no —insisto, severa, y todas nos echamos a reír—. Bueno, a lo mejor sí, solo un poco.

—Dale unas semanas más. En cuanto nazca la niña, cuando James esté otra vez en casa, todo se aclarará, ya lo verás. Zoe encontrará su rutina con los niños, tú podrás disfrutar de la baja por maternidad y la vida será prácticamente perfecta. —Una sonrisa desmesurada pone punto final a la intervención de Pip. La túnica elástica que lleva se le ciñe a la barriga y muestra lo poco que le falta para dar a luz. Me encanta verla. Me encanta vernos a todas juntas.

—Tienes razón, seguro —le digo a Pip, aunque no puedo evitar sentir lo que siento.