22

—Tienes que hablar con ella —dijo Adam—. De mujer a mujer.

«Me lo está diciendo en serio», pensó Lorraine, conteniendo la risa.

—¿De verdad crees que superar este bache de angustia vital adolescente es así de fácil? —Si de verdad esperaba que todo se resolviera sentando a madre e hija en la cocina frente a una tetera, madre de Dios, también podían resolver los casos de asesinato entre las dos, ya que estaban.

Adam se encogió de hombros, demostrando así que sabía lo simplista y evasiva que había sido su sugerencia.

Lorraine miró cómo revolvía su marido en el caos de su escritorio. Los cargamentos de informes sobre los interrogatorios de ambos casos habían llegado a la vez y parecía que todo el mundo lo hubiese utilizado de vertedero.

—¿Qué piensas de eso que ha dicho Amanda Simkins sobre que Liam Rider tenía otra aventura? —preguntó. Necesitaba seguir adelante y aparcar de momento esa idea de una conversación íntima con Grace—. ¿Vale la pena que lo investiguemos?

—Desde luego —respondió Adam con frialdad. Se alborotó el pelo—. ¿Por qué no te encargas tú? —Se mostraba innecesariamente informal con ella.

Lorraine asintió.

—Adam, mira, tienes razón sobre eso de hablar con Grace. —Él se la quedó mirando de una forma que la incomodó—. Pero tenemos que ser los dos.

Adam dio un suspiro y se estiró los puños de la camisa, que antes se había arremangado. Lorraine sabía que justo después se pondría la cazadora (la de cuero, vieja y desgastada, la que se había comprado hacía siglos) y que luego buscaría sus llaves y se inventaría alguna historia sobre un interrogatorio que había dejado a medias o una reunión a la que llegaba tarde. Cualquier cosa con tal de evitar enfrentarse a su rebelde hija adolescente. Cualquier cosa con tal de evitar enfrentarse a sus asuntos personales, punto.

Lorraine respiró hondo.

—¿Sabes que te dije que no quería detalles? —No podía creer que acabara de decir eso. Se sintió desfallecer.

Adam se detuvo, la chaqueta medio echada ya sobre sus anchos hombros. Ni siquiera se volvió, como si supiera lo que se le venía encima.

—Bueno, pues he cambiado de opinión. Quiero saberlo todo. Quién es ella. A qué se dedica. Dónde os conocisteis. Cómo sucedió. —Lorraine tragó saliva—. Dónde… sucedió. Cuántas veces. —Ni siquiera sabía si había sido muy serio. ¿Estaban hablando de una única noche o de algo más profundo y con mayor significado?

Se produjo un silencio. Un crepitante paréntesis de mudo resentimiento. Lorraine pensó que aquello podía convertirse de pronto en una escena espantosa. ¿De verdad era lo que deseaba en ese momento?

Suspiró.

—Si no es ahora, en algún momento tendremos que enfrentarnos a esto, Adam.

Al oír eso, él pareció revivir. Acabó de ponerse la cazadora con un simple gesto del hombro, cogió las llaves del coche y entonces se detuvo otra vez.

—Tenemos que hablar con la trabajadora social de Carla Davis —siguió diciendo Lorraine, como si nada hubiera pasado.

—Envía a Barrett o a Ainsley para que se encarguen —fue la escueta orden de él.

—De acuerdo —contestó ella con calma—. Lo haré yo misma.

Adam miró el reloj y frunció el ceño. Lorraine le leyó el pensamiento: ya le había hecho saber que era ella quien debía estar en casa cuando Grace volviera del colegio (si es que volvía) y esperaba que tuviera toda esa tontería de casarse resuelta para cuando él llegara. Ambos sabían que tendrían que enfrentarse pronto a ello, solo que a Adam por lo visto no le apetecía participar.

—Grace me ha enviado antes un mensaje de texto —dijo Lorraine, esperando alguna reacción—. Tiene un partido de básquet y no llegará hasta las siete.

—Por lo menos parece que ha decido volver a casa de momento —comentó él con una cara que daba a entender lo molesto que estaba con toda esa situación. Para Lorraine fue como si le gritase que tendría que haberlo hecho mejor con su hija, que todo era culpa suya.

Un instante después, Adam ya se había ido y había apagado las luces del despacho aunque ella seguía dentro.

Menos mal que los encontró a los dos justo antes de que cerraran las oficinas. Un reacio guardia de seguridad le había abierto la puerta del edificio y la había seguido con la mirada mientras ella recorría el pasillo, que se internaba en las grises entrañas de las anodinas oficinas municipales. El Departamento de Trabajo Social tenía su propia puerta protegida por código, pero alguien había colocado una papelera a modo de cuña para mantenerla abierta, lo que dejó vía libre a Lorraine. Llegó entonces a otra zona de recepción (aunque no parecía que allí recibieran nunca al público general) y, al oír voces en una de las salas, entró directa.

—Hola, la puerta estaba abierta —dijo para llamar su atención.

Un hombre y una mujer, ambos de unos treinta y tantos, charlaban mientras trajinaban cajas de expedientes. Parecía que un huracán hubiese arrasado aquella oficina de espacios abiertos, o que se estuvieran trasladando de despacho.

—Espero que no les importe. —Lorraine les enseñó un instante su identificación y se presentó.

—Disculpe este desorden. Normalmente no está así. —La mujer tenía una galleta en la boca, pero se la sacó para hablar. Llevaba una gigantesca bufanda tejida a mano alrededor del cuello, y ambos se habían puesto los abrigos: el de ella, lila oscuro; el de él, de tweed gris. Los dos parecían agotados pero decididos. Si tenían previsto trasladar todas las cajas que había amontonadas entre los escritorios, todavía les quedaba un par de horas más—. Estamos subiendo y bajando entre el despacho y los archivos. Por eso estaba la puerta abierta. Y por eso llevamos los abrigos puestos —añadió—. Ahí abajo hace un frío espantoso.

—Estamos en plena sesión de limpieza anual —explicó el hombre—, y encima vamos cortos de personal. —Se aclaró la garganta. Tenía la tez clara, iba bien afeitado y su aspecto era más bien delicado. Lorraine imaginó que sería la mujer quien se encargaría de la mayor parte del peso—. ¿En qué podemos ayudarla?

—Estoy aquí por el caso de Carla Davis. Me parece que lo llevan ustedes. —Lorraine añadió una sonrisa. Nunca estaba de más.

Los dos empleados se miraron.

—Yo soy Mark Dunn —dijo el hombre, con voz profesional—. Trabajador social, Servicios de Atención a la Infancia. —Se detuvo, sopesando si habría algún reparo en cuanto a confidencialidad ahora que Lorraine se había presentado como inspectora de la policía.

—¿Está bien Carla? —preguntó la mujer, confirmándole a Lorraine que por lo menos se encontraba en el lugar adecuado—. Yo soy Tina Kent, por cierto. Trabajadora social y chica de mudanzas. —Sonrió.

—Pues me temo que esta mañana la han atacado. Por eso estoy aquí. —Lorraine correspondió a las repentinas expresiones de preocupación de la pareja y les señaló unas sillas de oficina. Ellos se sentaron al instante, mientras que Lorraine se apoyó en el borde de un escritorio.

—¿Está…? —Tina dejó la pregunta en el aire.

—Carla, aunque grave, está viva. Por desgracia, la niña no.

—Dios mío. —La mano de Tina salió disparada y tapó su boca a causa de la conmoción. Mark suspiró y dejó caer la cabeza entre las manos.

—El ataque ha tenido lugar en su piso. Una amiga suya ha llamado a emergencias. Lo cierto es que le ha salvado la vida.

—Joder —susurró Mark—. Hacía bastante que no la veíamos porque cumplió los dieciocho hace un tiempo. —Lorraine sintió que se estaba lavando las manos con delicadeza—. Era una de los nuestros. Entraba y salía de hogares de acogida, esa clase de vida.

—En realidad había vuelto a aparecer por aquí, Mark. Hace unos meses. —Tina hablaba en voz baja, como intentando excluir a Lorraine de la información confidencial—. Cuando se quedó embarazada. —Casi lo dijo solo con el movimiento de los labios.

—Supongo que la niña que esperaba sería una prioridad para ustedes, dado el pasado de Carla —dijo Lorraine.

Tina asintió con la cabeza, haciéndose todavía a la idea.

—Sí, su vida no era precisamente la más adecuada para criar a un niño. Estábamos trabajando con ella para tenerla en forma cuando naciera el bebé. Si no hubiese salido adelante sola, habríamos tenido que intervenir. —Tina ya estaba sudando. Se desenrolló la gruesa bufanda del cuello. Sus mejillas estaban teñidas de rojo y se pasaba los dedos por el pelo mientras pensaba—. Todos nosotros tratamos con ella durante estos años. —Le temblaba la voz.

—Creo que su contacto más reciente fuisteis Claudia o tú, ¿verdad, Tina? —dijo Mark.

—Fui yo. Me la asignaron cuando supimos de su embarazo a través de su médico —confesó Tina, como si aquello fuera culpa suya. Estaba al borde de las lágrimas—. Pero la conocía desde que tenía ocho años. Hacía poco que me había sacado la plaza y ella fue uno de mis primeros casos. Su vida familiar no era nada buena. Discúlpeme un momento. Lo siento. —Sacó un montón de pañuelos de papel de la caja que había en su escritorio, y unos cuantos pasos por el despacho se convirtieron de pronto en una huida al pasillo en pleno arrebato emocional. Sus pisadas resonaron en el espacio desierto y sus sollozos se hicieron más fuertes aún cuando entró corriendo en los lavabos.

—Ha sido una semana dura —la disculpó Mark.

«Dímelo a mí», pensó Lorraine.

—Ha mencionado usted que una tal Claudia había trabajado en el caso de Carla. Querría hablar con todo el que la conociera. Es importante conseguir una visión lo más completa posible sobre los conocidos de Carla, quiénes eran sus amigos, qué hacía con su tiempo. Todas esas cosas. No queremos pasar nada por alto.

—Desde luego —confirmó Mark—. ¿Se recuperará?

—Todavía es pronto para decir nada. Hemos intentado interrogarla, pero aún no puede mantener una conversación. Tenía heridas muy graves.

Mark puso cara de circunstancias.

—Hace casi trece años que soy trabajador social. Ya no hay nada que me sorprenda.

Tina volvió a entrar.

—Siento mucho lo de antes —dijo en un tono alegre, como subrayando que había recuperado la compostura—. Yo estaba de vacaciones cuando el caso de Carla dejó de ser cosa nuestra. Le adjudicaron una vivienda social y parecía que le iba bien. Luego, hace unos meses, su médico de cabecera nos notificó que se había quedado embarazada y que seguía consumiendo drogas. También nos habló de su inestabilidad mental. No es de las que pueden con todo, digámoslo así. —Era evidente que ahora Tina sí estaba preparada para hablar—. Volvió a aparecer en nuestros radares… o, mejor dicho, la niña que esperaba.

—Quisiera que me facilitaran una lista con todas las personas a quienes creen que conocía, lugares a los que solía acudir, dónde conseguía las drogas, todo lo que tenga que ver con su vida. Aunque no estén seguros de si es relevante, incluyan todo lo que sepan, por favor. No estoy segura de cuándo volverá a estar Carla en condiciones de ayudarnos, ni si eso llegará a suceder.

Mark y Tina asintieron con la cabeza.

—También me gustaría tener acceso a su expediente —afirmó Lorraine.

—Puedo intentar encontrarlo —dijo Mark—. Aunque ahora mismo va a ser complicado. —Señaló el caos de la oficina.

—Me parece que ese expediente lo tiene Claudia —le dijo Tina a Mark con cara de preocupación—. La supervisábamos juntas y estoy bastante segura de que se lo quedó ella. Hace un rato, en una reunión, ha empezado a encontrarse mal y se ha ido directa a casa. Dudo mucho que venga mañana.

—¿Podrían darme su dirección? Le haré una visita a su casa —dijo Lorraine.

Los dos asintieron de nuevo y Tina de pronto reaccionó y se puso a buscar papel y bolígrafo. Lorraine sabía que trabajaban en estrecha colaboración con la policía de manera habitual, solo que normalmente no con su unidad ni en casos de crímenes tan graves.

Lorraine estaba a punto de irse, pero se detuvo.

—El nombre de Sally-Ann Frith no les dirá a ustedes nada, ¿verdad?

Mark y Tina se miraron y se tomaron un momento para pensar.

—Solo porque ha salido en las noticias —contestó Tina. Entonces sus ojos se abrieron como platos, como si sus pensamientos hubiesen hecho el mismo camino que los de la inspectora.

—Gracias —dijo Lorraine, marchándose antes de que tuvieran ocasión de preguntarle nada—. No hace falta que me acompañen a la salida.

Al llegar a su casa la encontró llena de chicas adolescentes. Había cuatro de ellas tiradas en el suelo de la sala, con los pies apoyados en el sofá (los zapatos puestos), cuencos de palomitas haciendo equilibrios sobre sus barrigas y varias latas de Coca-Cola alineadas en la alfombra, al alcance de la mano. Tenían puesta una película en la tele a todo volumen. Dos chicas a las que Lorraine no reconoció la saludaron perezosamente, apostadas en la escalera mientras reían mirando la pantalla de un iPhone, y había otro grupito más numeroso en la cocina. Estaban reunidas frente a los fogones, reflexionando ante una gran olla de algo que olía bastante bien, había que admitirlo.

Lorraine dejó caer el bolso y las llaves sobre la mesa de la cocina haciendo todo el ruido que pudo. Se estaba quitando el abrigo cuando Grace se volvió llevándose una cuchara de madera a la boca.

—¡Mamá! —dijo con alegría—. ¿Te apetece un poco de curry? Lo hemos hecho nosotras.

«Como si aquí no hubiese pasado nada, hay que joderse», pensó Lorraine, furiosa. El aparente buen humor de Grace, por supuesto, era solo una concesión a la presencia de sus amigas.

—Pero ¿qué ha pasado…? —Lorraine no terminó la pregunta. «¿Qué ha pasado con tus planes de irte de casa, con lo de casarte, con esa maldita conversación que tenemos pendiente?»—. Huele muy bien —dijo, sin embargo—. Probaré un poco, si hay bastante. —Echó una mirada hacia el pasillo—. Tienes muchas bocas que alimentar.

—Ah, eso. Sí, bueno. No te importa, ¿verdad, mamá? Les he dicho que podían venirse. Es que hemos ganado. Doce a cuatro. Una pasada de partido.

—¡Sí, menuda paliza les hemos dado! —La chica tenía la boca llena de hierros y, aunque se había quitado ya el chándal, el sudor le brillaba aún sobre la piel. Unos mechones de pelo oscuro se le pegaban a la frente.

—Qué guay —dijo Lorraine, intentando parecer una madre enrollada. No entendía que Grace pudiera comportarse como si nada. ¿Es que no veía que estaba a punto de echar su vida por la borda?—. Siempre que lo tengas todo recogido a las nueve y media. —Las dos sabían lo que quería decir eso: o se libraba de todo el mundo antes de esa hora, o tendría problemas. Sin embargo, a juzgar por la expresión desafiante de Grace, no le pareció muy probable que le hiciese caso.

Lorraine destapó enseguida una botella de vino ya abierta. Se había prometido una semana de desintoxicación muy pronto, para gran asombro de Adam, a quien se lo había mencionado hacía un rato. Con la botella y una copa subió al piso de arriba para escapar de aquel caos de chicas. Ya comería algo más tarde. A lo mejor con Adam, si llegaba a casa a tiempo y todavía se hablaban.

De camino al baño se detuvo ante la puerta del cuarto de Stella y oyó a su hija pequeña hablando por teléfono.

—Ya lo sé, sí… Me quedaré con su cuarto en cuanto se marche. ¡Me ha pedido que sea su dama de honor!

Lorraine se estremeció. Aparte de todo lo demás, le dolía ser consciente de cómo había desatendido a Stella los últimos días a causa de los quebraderos de cabeza que les estaba suponiendo Grace, eso por no hablar de las dos investigaciones. Pero a veces todo coincidía en la vida. Dentro de unas semanas puede que tuvieran más tiempo para compartir en familia. Al menos así lo esperaba ella.

Lorraine bebió un poco de vino antes de llamar a la puerta de Stella.

—Mierda. Tengo que colgar.

«¿Desde cuándo dice Stella esas palabrotas?».

—Hola, cielo. Solo quería saludarte. ¿Todo bien?

«Por Dios, hablo como un mensaje de texto».

—Sí —contestó Stella, repantingada en su cama—. ¿Cuándo se van a marchar las de ahí abajo? —preguntó con cara de fastidio.

—A las nueve y media, con suerte. ¿Tienes deberes?

—Ya los he hecho. Me aburro.

Estaba tumbada con los brazos y las piernas extendidos y la cabeza colgando a los pies de la cama. Su melena casi barría el suelo.

—Yo iba a darme un baño, pero puedo quedarme a charlar un rato contigo si quieres. —De pronto, la idea de acurrucarse en el puf de Stella a hablar de maquillaje, revistas y chicos le parecía absolutamente idílica. Seguro que así se olvidaría de Carla Davis y Sally-Ann Frith en la medida de lo posible. En ese preciso instante no le apetecía hacer ninguna otra cosa. Entró en la desordenada habitación y dio otro trago de vino.

—Lo siento, mamá —dijo Stella—. Es que, bueno, creo que me conectaré a Facebook y eso.

Lorraine sintió una punzada de decepción, y entonces le sonó el teléfono. Era Adam. Stella había abierto su portátil y ya estaba tecleando como si su madre no existiera. Ella volvió a salir al descansillo sintiéndose algo abandonada.

—¿Qué? —espetó con demasiada precipitación.

—Carla Davis se ha despertado. Nos ha dado una descripción.

—Ajá —repuso Lorraine con interés. Era un gran avance—. Ha sido antes de lo que esperábamos.

Adam se había quedado con Carla en el hospital todo el tiempo que había podido después de que la sacaran del quirófano, pero al final había dejado a otro agente encargado de la vigilancia.

—¿Puedes venir a comisaría? He convocado una reunión para dentro de media hora.

Lorraine se asomó escalera abajo. Las dos chicas a las que había tenido que sortear al subir ya no estaban, pero se veía una corriente constante de adolescentes que llevaban platos de curry y arroz a la sala. Suspiró.

—Vale, pero dame alguna buena noticia. Dime que, mientras nosotros hablamos, estáis deteniendo ya al sospechoso.

—Ojalá pudiera.