Rápida como el rayo, vuelvo a colocarlo todo exactamente como lo he encontrado al entrar en el estudio. Cierro con llave y consigo que los gemelos se pongan el abrigo y los zapatos. Los cargo en el coche grande de James y salgo dando marcha atrás por el camino hacia la penumbra iluminada por farolas. Otro coche me hace luces como loco y, al cambiar la marcha, me doy cuenta de que he olvidado encender los faros.
—Quiero a papá —se lamenta Oscar, quizá porque el coche huele a la colonia de su padre, y su sombrero y su bufanda están en el asiento trasero, entre sus dos hijos.
—Pues está en el fondo del mar —digo. Me ha quedado un poco cruel, aunque no era mi intención que sonara así—. En su submarino —añado.
Necesito caerles bien todo el tiempo que haga falta. En cuanto tenga lo que he venido a buscar ya no importará lo que piensen de mí, aunque me gustaría creer que mi breve presencia en sus vidas no les dejará demasiada cicatriz. Ellos no tienen la culpa de que su padre haya heredado tanto dinero (aunque encontrar los detalles concretos está resultando complicado) y tampoco tienen la culpa de que su madre esté embarazadísima. Es una tormenta perfecta, además de bastante cruel.
—Está trabajando, tonto —dice Noah con maldad, y luego suelta un gritito porque Oscar le ha pegado.
Mis ojos danzan entre su inminente pelea y la calzada bien iluminada que tengo por delante. Todo recto en las primeras tres rotondas, me ha dicho, luego a la izquierda en el semáforo. Tengo un buen sentido de la orientación, así que localizo sin problemas el centro médico en cuya puerta me ha dicho que estaría esperándome. No la oía muy bien. Sinceramente, rezo por que no se ponga de parto antes de tiempo. Eso sería un desastre. La sincronización lo es todo, y supongo que ya solo me queda una oportunidad.
Al principio no la veo. Es como si su abrigo gris y la palidez de su cara la hubieran fundido con el invierno mismo. De no haber distinguido su cuerpo embarazado, habría pasado de largo sin verla. Llevo el coche despacio hasta un hueco del aparcamiento y apago el motor. Claudia no se mueve de la pared.
—Esperad aquí —les ordeno a los niños. Noah ha encontrado un paquete de caramelos en un bolsillo y está provocando una riña porque se niega a darle uno a Oscar—. Compártelos —digo sin apartar los ojos de su madre.
Cierro la puerta y me acerco hasta ella.
—Claudia, ¿te encuentras bien? ¿La niña está bien?
Levanta la mirada hacia mí, despacio. Tiene los ojos arrasados en lágrimas.
—Gracias por venir —dice.
—Dime si la niña está bien.
—Está bien —me confirma, y yo suelto con un suspiro el aliento que no me había dado cuenta de que estaba conteniendo—. Es solo que de pronto se me ha venido todo el cansancio encima. No valgo para nada.
—Venga, te llevo a casa —digo, y entrelazo mi brazo con el suyo. La acompaño al coche. La pelea de Oscar y Noah por los caramelos está en su punto álgido y veo el dolor en la cara de Claudia cuando se alza hasta el asiento del acompañante.
—Chisss, niños —pido con toda la dulzura que puedo—. No hace falta enfadarse por unas gominolas. ¿Qué os parece si paramos en la tienda de la esquina antes de llegar a casa y los dos escogéis alguna chuche? ¿Y también un cómic cada uno? —Pongo el coche en marcha y veo que la expresión de Claudia se relaja—. Luego mamá podrá acostarse. Vuestra hermanita la tiene muy cansada. —Resisto la tentación de alargar la mano y acariciarle la barriga. En lugar de eso aferro con fuerza el volante al reincorporarme a la calzada dando marcha atrás.
El ciclista sale de la nada. Todo sucede tan deprisa…: el destello de su chaleco reflectante, la mirada de horror en su rostro al verme yendo directa hacia él, el pánico mientras vira bruscamente para quitarse de en medio. Piso el freno hasta el fondo y logro esquivarlo. Claudia profiere un grito ahogado.
Luego, un estrépito ensordecedor y la repentina sacudida cuando nos dan por detrás.
Claudia sale disparada hacia delante a cámara lenta, aunque en realidad sé que todo ha terminado en una décima de segundo.
—¡Dios mío!
Los gemelos gritan y lloran, pero Claudia está callada. La cabeza le cuelga de lado, ha rebotado en el salpicadero. No lleva puesto el cinturón.
—Mierda, Claudia, ¿estás bien? ¡Dime algo! —Desabrocho mi cinturón y me inclino hacia ella.
Alguien aporrea la ventanilla de mi lado. «Serás estúpida…».
Despacio, las manos de Claudia protegen a su niña.
—Estoy bien —profiere con un hilo de voz. Está pálida como una muerta—. No me ha pasado nada, de verdad, estoy bien.
—Lo siento muchísimo, Claudia. —La primera de mis preocupaciones no ha sido la seguridad del bebé, sino que estoy segura de que ahora me despedirá. ¿Quién dejaría que una conductora tan pésima llevara a sus niños de aquí para allá?—. No puedo creerme lo que ha pasado. La bicicleta… ha aparecido de la nada y no he podido… —Los gemelos siguen llorando en el asiento de atrás.
Alguien abre mi puerta.
—¿En qué narices estabas pensando, imbécil? —me grita un hombre, y luego mira al interior del coche—. ¿Está bien todo el mundo? —pregunta al ver a los niños pequeños, y que Claudia está embarazada.
—¡No, no estamos bien! —salto yo—. ¡Y el imbécil eres tú por embestirme por detrás! ¿Es que no has visto al ciclista? —Entonces veo la sangre—. ¡Oh, Claudia, estás herida!
Instintivamente alargo un dedo para tocar el pequeño corte que tiene a un lado de la frente. La sangre colorea mi piel como una mora aplastada.
Se estremece.
—No es nada —asegura—. Tendría que haberme abrochado el cinturón, pero es que ya me resulta muy incómodo.
—Tengo que llevarte al hospital —digo con un repentino ataque de pánico, porque seguro que le he provocado el parto. Pero, claro, las consecuencias de llevarla al hospital son terribles. ¿Y si se la quedan, le provocan el parto allí y luego informan a la policía de mi conducción temeraria?
Ella se vuelve hacia mí y le dirige una breve mirada al conductor que está fuera del coche antes de volver a buscar mis ojos. Su expresión está llena de perdón.
—No seas tonta. Estoy perfectamente.
—Tengo que llevarte a que te vean y punto —digo, porque es así como insistiría una persona normal. Me vuelvo hacia el hombre, que está escribiendo algo en una libreta.
—Mira, lo siento —me dice—. No esperaba que frenaras tan de golpe. Casi ni os he rozado el coche. —Me indica que salga a comprobarlo. Hemos provocado un atasco y los demás vehículos intentan atravesar el cruce bloqueado.
—¿Llamo a la policía? —grita alguien desde otro coche. El corazón se me acelera en el pecho.
—No hace falta —contesta el hombre, alzando la voz—. Aquí tienes mis datos, por si acaso —me dice a mí cuando arranca la página—. ¿Ves? Solo hay una marquita en el parachoques. Estos cacharros son como tanques. —Sonríe, intentando quitarle hierro al asunto ahora que sabe que en el coche hay una embarazada herida y dos niños pequeños. Su parachoques delantero ha quedado aplastado y tiene los dos faros rotos, pero es evidente que no quiere jaleo.
—Gracias —contesto, y veo cómo se apunta el número de matrícula de James.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta. Me fijo en que lleva una alianza. Sus manos son morenas y fuertes, manos de trabajador.
—¿Cómo… me llamo yo? —Mi corazón vuelve a palpitar con fuerza—. Zoe Harper —digo, insegura, imaginándome ya a la policía buscando entre cientos de Zoes Harper, ninguna de las cuales soy yo—. ¿Vas a dar parte del accidente a la policía o al seguro?
—No creo que sea necesario, ¿y tú? —Vuelve a asomarse al interior del coche, satisfecho.
—No, no creo que lo sea —digo, algo más calmada—. Tenemos que irnos.
Vuelvo a subir al coche. Claudia todavía está de un color ceniciento.
—De verdad que tendría que llevarte a que te vea un médico —digo ya con menos insistencia—. A lo mejor tienen que darte algún punto. —La frente le ha dejado de sangrar, solo le ha quedado una costra seca y rojiza con forma de media luna sobre la piel. Los niños están tranquilos en el asiento trasero. Gracias a Dios que los había atado bien a sus sillas.
—Tú llévame a casa, Zoe —susurra Claudia con ojos implorantes—. Estoy agotada.
—Podría ser una conmoción cerebral —le advierto.
—Que no pienso ir al hospital. ¿Entendido? —Está decidida—. No me apetece pasarme horas esperando en urgencias y luego declarar porque el médico se ha sentido obligado a informar a la policía. Solo quiero llegar a casa y descansar. Por favor… —Su voz trémula y su descorazonadora súplica hacen que ponga el coche en marcha.
—Vale, vale —digo, aliviada—. Pero quiero que me prometas que si no te encuentras bien me lo dirás. —Si se pone de parto, tendré que actuar con rapidez.
—Te lo prometo —dice, y su mano descansa un momento sobre la mía cuando pongo la primera.