Todo sigue aquí: una tonelada de trabajo apilada y esperando para distraerme y hacerme olvidar que James se aleja cada vez más. Cuando por fin consigo llegar a la oficina, mucho más tarde de lo que era mi intención, me siento como si alguien hubiese vaciado todo el contenido de mi vientre y no quedara más que un útero vacío y lleno de un hondo pesar. Cuelgo el abrigo, agotada y desconsolada, y me voy directa al baño.
—Hola —dice Tina sin despegar la mirada de su ordenador cuando regreso. Teclea como una posesa, seguro que actualizando informes de casos—. Pensaba que hoy no venías. ¿Va todo bien?
Sé que lo dice con sentimiento, pero está tan inmersa en el correo electrónico que redacta que su pregunta resulta más bien fría.
—Sí… —contesta Mark distraído, que ni siquiera se ha dado cuenta de que he llegado—. ¿Has oído cómo acaba de rugirme el estómago? Parece que haga horas desde la comida. —Sus palabras salen a cámara lenta a causa de la concentración con la que hojea un expediente—. Ya estoy muerto de hambre otra vez.
—Ha llegado Claudia, tonto del bote —le dice Tina—. Estaba hablando con ella, no contigo.
Mark levanta la vista.
—Ah, hola —saluda, y se da cuenta de las tonterías que acaba de decir—. ¿Qué tal estás?
Asiento con la cabeza.
—Perdón por llegar tan tarde. No he tenido mi mejor día. —Me hurgo las uñas y me obligo a sonreír.
Han pasado por esto conmigo varias veces ya. Más tarde, si hay tiempo, iremos al Krispy Kreme a comer unas rosquillas y haremos chistes tontos sobre sirenas y vacaciones en playas secretas y lo bien que lo estará pasando James sin mí. Me preguntarán por qué no me retiro de una vez y me convierto en una mantenida esposa de militar, lo cual podría ser con cierta clase. Podría salir a comer varias veces a la semana con las amigas del club de tenis en el que sin duda me inscribiría, y tomar zumos recién exprimidos en el gimnasio después de la sesión con mi entrenador personal. Me apuntaría a clases de arreglos florales y acuarela, y daría cenas de las que se hablaría hasta meses después. Además, las paredes de mi casa serían un santuario dedicado a los artistas más prometedores del momento porque me invitarían a todas las inauguraciones de las mejores galerías de Londres.
—James se ha ido esta mañana —digo, encogiéndome de hombros, y ellos me ofrecen una cara de compasión y una taza de té.
Me siento a mi escritorio, pero en lugar de concentrarme en el trabajo me pregunto de qué hablaremos Zoe y yo cuando vuelva a casa. Por cómo ha salido corriendo y el portazo que ha dado, estoy segura de que antes la he molestado. No tengo ni idea de adónde ha ido. ¿Nos sentaremos en silencio delante de la tele, puede que preguntándonos una a otra con inseguridad «Qué quieres ver»? ¿«Tienes frío», «Nevará mañana», «Te apetece tomar algo»? ¿O charlaremos sin parar sobre hombres, sobre su hasta ahora misterioso pasado, su recién rota relación, nuestras películas y nuestros libros favoritos, todas nuestras esperanzas y nuestros sueños? Lo que más necesito esta noche es compañía, calor humano y consuelo. Eso hace que me pregunte si contraté a Zoe para que cuidara de los gemelos o de mí.
Gruño mientras mi ordenador regresa a la vida. El tiempo que he pasado alejada de mi puesto ha resultado en una bandeja de entrada a reventar. El último correo electrónico que ha llegado está marcado como urgente y dice que tengo que ir a los juzgados dentro de diez días en calidad de testigo. Leo por encima los detalles. Siento náuseas. Será el día de mi clase de yoga prenatal, eso si es que aún estoy embarazada para entonces. La verdad es que no quiero perdérmela.
Hago clic en el siguiente mensaje.
—¡Mierda! —digo en voz alta—. Mark, ¿has visto el vínculo a ese artículo sobre el caso Fletcher? —Le han mandado una copia a él también.
—Hace diez minutos que no miro el correo.
Pulsa con el ratón, lo lee y se queda blanco. Sabemos que es parte del trabajo, pero cuando sucede nos lo tomamos de forma personal. Es una huelga contra nuestro departamento, contra todos nosotros, aunque se dirige en concreto contra quien fuese el responsable de que otro niño escapara a la red que lanzamos de una forma tan laxa pero a la vez todo lo precisa que podemos sobre nuestra comunidad.
—Pues es una dosis de horror —digo. Un caso fallido anula un millar de historias con buen final en cuanto los periódicos se hacen eco de él.
—No ha sido culpa tuya —repone Mark—. No había motivos para quitárselo a la madre en aquel momento. —Me cuenta entonces que él ya sabía que esto iba a salir a la luz, pero que no había querido cargarme con ese peso. ¿Acaso piensa que me resultará más fácil cuando por fin tenga a mi niña?
—O sea, que dicen que lo dejamos morir de hambre —sigo yo con un tono que da a entender que estas cosas no me afectan. La realidad es muy diferente. Echo la vista atrás. De este caso se ocupaban otros miembros del departamento. No era de los míos, aunque sí fui a visitar a ese niño una vez porque me pidieron una segunda opinión. Informé que no había motivos para preocuparse. Recuerdo haber visto la ropita del pequeño manchada de comida, sus mejillas rosadas y agrietadas… estaba rellenito y subía de peso, maldita sea. La madre, adolescente, parecía tenerlo todo controlado y contaba con una buena red de apoyo: su propia madre, una tía, un compañero. Todos deseosos de ayudar—. Lo abandonamos —susurro.
Nunca se hace más fácil.
Todo queda en silencio y nosotros regresamos a nuestro trabajo, consignamos el fallecimiento de este niño a un compartimento mental que reservamos para estas tragedias. ¿Qué sucederá cuando se llene?, me pregunto. ¿Qué sucederá cuando no quede más sitio para niños que mueren de hambre, adolescentes que se autolesionan y padres alcohólicos? Una imagen de una institución mental con azulejos blancos, interminables sesiones de terapia y cócteles de medicación para facilitarlo todo invade mi cabeza. Estoy siendo egoísta (ridícula) y este trabajo no va de eso. Cierro los ojos con fuerza, pero la persona que veo encerrada, golpeando los cristales reforzados de las ventanas con las manos abiertas, atada por una camisa de fuerza y suplicando que la dejen salir de ahí soy yo.
—Tengo una reunión con Miranda —digo, y pongo freno a mis pensamientos—. ¿Alguien más tiene que verla? —Mi pregunta, que no tiene nada que ver y que, sinceramente, ha sonado demasiado alegre, flota con languidez en el ambiente frío y húmedo de nuestra cargada oficina.
El pequeño calentador eléctrico que hay en un rincón vomita un calor seco y crepitante. Tenemos demasiado frío sin él, pero toda nuestra energía parece evaporarse en cuanto lo encendemos. El termostato de la calefacción central está roto, Mark lo descubrió hace un mes y yo no me atrevo a enviar una solicitud de reparación cuando ya nos tumban todas las que enviamos por material de primera necesidad.
—Voy contigo —dice Tina. Cree que no veo la mirada que le dirige a Mark, pero sí. Él, en respuesta, asiente casi imperceptiblemente con la cabeza. Sonrío por dentro. Me gusta que estén pendientes de mí.
—Genial —contesto, contenta de tener compañía—. Saldremos dentro de veinte minutos. Si nos da tiempo, al volver podemos traer una cantidad obscena de rosquillas.
Me siento agradecidísima por la preocupación de ambos, por los carbohidratos a los que les hincaremos el diente, por las innumerables tazas de té que me dejan sobre el escritorio, por la forma en que Mark me ayuda a bajar del coche esas tardes oscuras y gélidas, y porque están dispuestos a hacerse cargo de mi trabajo en cualquier momento. Es duro admitirlo, pero sé que va a ser lo más difícil que he hecho en la vida.
—¿Y cómo te va con Mary Poppins? —pregunta Tina.
Acabamos de subirnos a su coche. Aunque yo ya lo sé, lo primero que noto es que no tiene hijos: no hay envoltorios de caramelos a los pies de los asientos, ni cómics ni juguetes de plástico rotos, y la tapicería no tiene restos de chocolate aplastado ni manchas de pis. Desde luego, no se parece en nada al vomitado interior de mi coche. Y de repente me parece una idea tan ajena, esa de conducir un coche familiar, un vehículo seguro para unos niños que no son míos, un espacio vacío que espera el asiento para bebés… que de nuevo siento cierta aprensión al pensar en lo que conlleva todo ello, en la responsabilidad que tengo ahora.
—Parece buena chica —le digo a Tina.
«Buena chica —pienso con vergüenza—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir de la mujer que ha venido a vivir a tu casa?».
—Aunque cuando digo que es buena chica —añado, tan consciente de mis propios miedos que se me cuelan al hablar— me refiero a que aún es pronto para decir nada.
Trago saliva.
—Debe de ser extraño, tener algo así como una estudiante viviendo contigo. —Tina frena de golpe porque el semáforo se ha puesto rojo. Doy una sacudida hacia delante y el cinturón se bloquea a mi alrededor—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —contesto, apartando la cinta de mi estómago—. En realidad no es una estudiante. Tiene treinta y tres años y un montón de experiencia. Hasta ha hecho un curso Montessori. Espero que eso obre maravillas con Noah. —Me río. El pequeño Noah, mi niño travieso.
—Me alegro mucho por ti, Claudia —dice Tina mientras paramos delante del centro médico de Willow Park. Unos chavales han tachado el «ow» y han escrito una «y» en su lugar. Tina suelta una risa socarrona.
—Los niños de hoy en día no tienen nada mejor que hacer —digo al pasar junto al cartel.
La sala de espera está vacía, salvo por una mujer con un niño que lloriquea. Este lugar apesta a enfermedad y desesperación. Vamos directas al despacho de Miranda.
—Es horrible, ¿verdad? Espantoso. No me lo puedo creer.
Por un momento pienso que Miranda está hablando del cartel pintarrajeado de fuera, pero entonces veo el periódico abierto y la cara sonriente de una mujer debajo de un titular que dice: «La policía sigue sin pistas en el crimen de la embarazada». Cierra y dobla el periódico al verme. Yo me estremezco y, con suavidad, con discreción, me abrazo la barriga. Intento que no se me note, pero ver ese artículo me ha alterado bastante.
—Y que lo digas —comenta Tina—. Resulta que la madre de Diane conoce a su madre y… —su voz se pierde.
—¿Saben ya lo que pasó? —pregunto.
Miranda niega con la cabeza y suspira.
—Me parece que no. La policía estuvo aquí el otro día entrevistando al médico de Sally-Ann. Se llevaron su expediente. —Suspira más—. ¿Alguna de vosotras ha oído la última hora en la radio? —pregunta, sondeándonos. Arrugamos la frente y decimos que no. No la hemos puesto en el coche—. Pues parece que ha vuelto a suceder. —Miranda hace una mueca y da unos golpecitos en el periódico.
—¿Otra muerte? —digo, horrorizada.
Miranda asiente.
—Por lo visto, podría ser otra embarazada. No han dado el nombre ni demasiados detalles. La noticia acababa de entrar. —Le da al botón del hervidor de agua y coloca bolsitas de té en tres tazas—. Es espantoso.
Siento el calor de las miradas de Miranda y de Tina, como si la siguiente fuese yo y ellas no pudieran hacer nada para salvarme.
—Sí, es horrible —digo sin intentar ocultar el temblor de mi voz.
Miranda me acaricia el hombro cuando pasa junto a mí para sacar la leche de la mininevera. Su almidonado conjunto azul marino parece patrullar él solo por su despacho, como si dentro no tuviera ningún cuerpo que lo controle. Si un gorrión se hiciese humano, sería como Miranda.
—He oído decir que fue el amante de Sally-Ann —comenta Tina con autoridad de prensa sensacionalista, y le da un mordisco a una galletita de barquillo color rosa—. A lo mejor esta también era amante suya y le ha hecho lo mismo.
—En el informativo han dicho que la han llevado al hospital, así que puede que siga viva.
Miranda nos pasa la ronda de tazas de té.
—Pues yo no pienso salir sola por ahí de noche —suelta Tina—. Y tú tampoco deberías. —Esto me lo dice a mí.
—Pues claro que no —contesto en voz baja, deseando que James estuviera en casa.
Enseguida entramos en materia y empezamos a examinar el expediente médico de una niña de seis años cuya maestra le ha encontrado marcas en los brazos y la espalda. Luego está el caso de Jimmy y Annie, unos gemelos que apenas reciben los cuidados mínimos que habíamos establecido para ellos. A mí se me nubla la vista un poco y en la sien me late la primera punzada de un dolor de cabeza.
Oigo a Tina y Miranda hablando de desatención, de nutrición y crianza como si fuesen cosas cotidianas que se pueden comprar en el supermercado. ¿Y yo?, me pregunto mientras mis oídos se cierran ante esa conversación que cambiará vidas. ¿Y mis aptitudes para la crianza? ¿Cómo saben que seré buena madre? ¿Alimentaré y adoraré lo bastante a mi niña? ¿Le daré todo lo que necesita? ¿Y si solo con el amor no basta? Empiezo a sentir pánico.
—¿Claudia? —oigo que dice Tina, como si su voz volviera a enfocarse de pronto—. ¿Qué piensas tú de esto?
—Lo siento —respondo. Me paso las manos por la cara. Estoy sudando. De pronto me siento agotada—. Lo siento. —Dejo caer la cabeza. No he oído ni una palabra de lo que decían.
—No deberías haber venido —dice Miranda con intuición—. ¿De cuánto estás ya, de treinta y ocho, treinta y nueve semanas?
—No debería, no —coincide Tina con ella.
—Estoy bien. Solo un poco… —No sé cómo estoy exactamente, así que ni siquiera intento formular una frase. Lo único que tengo claro es que quiero estar en casa, a salvo entre mis cuatro paredes, con James y los niños; y entonces me pongo a pensar en Zoe y en que andará danzando en la cocina con su chaqueta de punto larga y holgada, y me pregunto qué es lo que tanto me incomoda de ella, si no ha demostrado más que cariño para con nuestra familia—. Me parece que tengo que tomarme el resto del día libre.
Al levantarme me mareo. Tina se pone también en pie y acuna mi codo con su brazo. Agradezco su inquietud.
—Podemos volver mañana, ¿verdad, Miranda? Te llevo a casa, Claudia.
Por la cara que pone Miranda veo que no es posible. Cómo vamos a pedirles a esos padres que esperen a que yo me encuentre mejor para seguir desatendiendo a sus hijos.
—No os preocupéis. Llamaré a alguien. —Saco el móvil del bolso—. Estaré bien, de verdad. Tina me informará de todo mañana a primera hora.
Salgo del claustrofóbico despacho de Miranda antes de que sus pequeñas garras de gorrión puedan retenerme.
En el aparcamiento, sentada en el murete que hay debajo del cartel desfigurado, voy pasando los números de la agenda medio a oscuras. El corazón se me acelera cuando aprieto en «Casa» y golpetea con fervor en mi pecho al oír que Zoe contesta. Menos mal que ya ha vuelto del colegio con los niños.
«¿Me acostarás en la cama, me acariciarás el pelo y me susurrarás que todo irá bien?».
—Zoe —digo con todo el ánimo del que soy capaz—, soy yo. Me preguntaba si podrías hacerme un pequeño favor.