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Voy a llegar tarde. Siento cómo se va esculpiendo una arruga en mi frente a medida que el aire helado me cincela la piel. No puedo llegar tarde. Necesito este trabajo, muchísimo, dejarlo escapar no es una opción. Dios mío, nadie sabe cuánto necesito este puesto en la casa de James y Claudia Morgan-Brown. Tienen que ser míos: noble apellido doble, noble casa familiar en Edgbaston. Pedaleo más fuerte. Cuando llegue voy a estar hecha una piltrafa, roja y sudada. ¿Quién ha decidido que ir en bicicleta era buena idea? ¿Ha sido para impresionarlos con mi amor por las actividades al aire libre, mi afición al transporte ecológico y mi gusto por el deporte, que sin duda les transmitiré a sus críos? O a lo mejor simplemente pensarán que soy una idiota por presentarme a una entrevista en bicicleta.

—Saint Hilda’s Road… —repito una y otra vez mientras intento leer los carteles de las calles. Me tambaleo al extender el brazo para señalizar que giro a la derecha. Un coche me pita al verme titubear casi parada en mitad del carril—. ¡Lo siento! —grito, aunque no parece la clase de barrio donde la gente grita. Este sitio no tiene nada que ver con mi casa… con mi última casa.

Me detengo junto a la acera y saco del bolsillo un trozo de papel. Compruebo la dirección y vuelvo a ponerme en marcha. Pedaleo por dos calles más y luego tuerzo a la izquierda por la suya. Las casas ya eran grandes antes, pero en Saint Hilda’s Road son gigantescas. Imponentes edificios georgianos, bien asentados en su terreno, a lado y lado de una calle flanqueada por árboles. Residencias señoriales, que diría un agente inmobiliario.

La casa de James y Claudia, como todas las demás, es una propiedad de época, no adosada, la mitad inferior de la cual está cubierta por una tupida enredadera de Virginia sin hojas. No soy aficionada a la jardinería, pero la reconozco por la que había en la casa de mi infancia, que, dicho sea de paso, habría cabido veinte veces dentro de esta. La enredadera todavía conserva alguna que otra hoja rojiza aunque ya estamos a mediados de noviembre. Entro empujando la bicicleta por una enorme verja de hierro colado con puerta de doble batiente que está abierta. La grava cruje bajo mis pies. Nunca me había sentido tan escandalosa.

La residencia de los Morgan-Brown es una casa simétrica de ladrillo rojo. La puerta principal, enmarcada por un pórtico de piedra, está pintada de un verde muy vivo. A ambos lados de la impresionante entrada hay grandes ventanales con vidrieras de colores. No sé qué hacer con la bicicleta. ¿Pasará algo si la dejo al pie de los escalones? Hará que los arriates de rosas en forma de rombo y los cuidados rectángulos de césped que hay en la gran zona de aparcamiento parezcan una chatarrería. Miro a mi alrededor. Hay un árbol justo delante de la verja de entrada. Doy media vuelta y salgo deprisa a la calle. Las raíces se han abierto camino hasta resquebrajar el asfalto como un miniterremoto y el tronco es demasiado grueso para rodearlo con la cadena. Ando un poco más por la acera, empujando la bici, y veo que hay otra entrada, más modesta, que se mete por un lateral de la casa y conduce a un garaje de tres plazas. Vuelvo a entrar en la propiedad con timidez, sintiéndome como si decenas de ojos me estuvieran vigilando desde las ventanas y fueran testigos de mi llegada torpe e incompetente.

Todavía no sé qué hacer con la bicicleta. Es demasiado brillante y nueva para alguien que se supone que va en bici a todas partes. Decido que tendré que conformarme con dejarla apoyada contra la pared lateral del garaje, donde no se ve ni desde la calle ni desde la casa. Voy con cuidado para no rascar con el manillar las puertas del enorme cuatro por cuatro ni del BMW que están aparcados uno junto a otro.

Respiro hondo y me arreglo el pelo con los dedos para devolverle un poco de estilo. Me seco el sudor de la cara con la manga. Regreso a la puerta principal y llamo dando tres golpes con la enorme aldaba de latón en forma de pez colgado boca abajo. Su boca abierta dirigida a mí.

No tengo que esperar mucho. Un niño pequeño abre la puerta como si para ello tuviera que emplear todas sus fuerzas. Es un chiquillo tan pálido que casi parece transparente, me llega más o menos a la cadera y tiene el pelo muy revuelto y de un rubio desvaído. Uno de los que estará a mi cargo, deduzco. Por lo visto son gemelos.

—¿Qué quieres? —pregunta con malos modos.

—Hola. —Me acuclillo como hacen las niñeras. Le sonrío—. Me llamo Zoe y he venido a ver a tu mamá. ¿Está en casa?

—Mi mamá está en el cielo —responde, cerrando la puerta.

Tendría que haber traído caramelos o algo así.

Antes de que pueda decidirme entre empujar hacia dentro y arriesgarme a provocar una trifulca con el crío o volver a llamar golpeando con el pez, una mujer muy guapa aparece por encima de nosotros dos. Su enorme barrigón sobresale cubierto por un top elástico negro. Lo tengo justo delante de las narices. No puedo quitarle los ojos de encima.

—Tú debes de ser Zoe —dice la bella mujer.

Su voz es igual de encantadora que ella. Su voz me devuelve de golpe a la realidad. La sonrisa que me dedica despliega un abanico de minúsculas arrugas en las comisuras de sus ojos, además de abrir dos hoyuelos en sus mejillas. Parece la mujer más simpática del mundo.

Me pongo de pie y le tiendo una mano.

—Sí, y usted debe de ser la señora Morgan-Brown.

—Bueno, llámame Claudia, por favor. Pasa. —Su sonrisa se agranda.

Claudia se hace a un lado y yo entro en la casa. Huele a flores (hay un jarrón con lirios en la mesita del recibidor), pero sobre todo huele a tostada quemada.

—Estaremos más cómodos en la cocina. ¿Te apetece un café? —Claudia me anima a seguirla con su sonrisa y su barriga esplendorosa.

El niño que me ha abierto la puerta trota entre ambas y me lanza alguna que otra mirada mientras avanzamos por el ajedrezado suelo de baldosas blancas y negras. Lleva una pistola de juguete metida en la cinturilla del pantalón.

Entramos en la cocina. Es enorme.

—Cariño, ya está aquí Zoe.

Un hombre levanta la vista desde detrás de The Times. Guapo, supongo, igual que parecen serlo todos en esta familia.

—Hola —digo con mi voz más alegre.

Se produce un momento de vacilación entre nosotros.

—Qué hay, yo soy James. Encantado. —Se levanta un momento y me tiende la mano.

Claudia me acerca un café que ha salido como por arte de magia de una brillante máquina que parece imposible de usar: una máquina con la que sin duda me las tendré que ver si consigo el puesto. Doy un sorbo y miro alrededor intentando no poner cara de boba. La cocina es impresionante. Donde yo vivo… o más bien no vivo… la cocina es como un armario. No hay sitio para lavavajillas ni ningún electrodoméstico de lujo, pero entonces pienso que solo somos dos y que apenas se tarda nada en pasarle un agua a un par de platos y una sartén.

Esta cocina, de todas formas, me ha dejado sin habla. Desde detrás del macizo fregadero doble tipo Belfast se elevan unos grandes ventanales georgianos, y la vista que ofrecen se pierde por un jardín demasiado grande para estar en la ciudad. Los armarios pintados en crema ocupan tres de las cuatro paredes, y hay una cocina Aga de color rojo, grande como un coche, instalada bajo la antigua campana de la chimenea. Las superficies de trabajo de madera, del mismo color miel que el parquet, le dan un aire campestre. En este extremo de la habitación, cerca de la mesa de pino, hay un viejo sofá combado, inundado de cojines y con una mantita bastante mugrienta y arrugada. Está cubierto de piezas de Lego.

James dobla el periódico y se hace a un lado, así que me siento junto a él. Huele a jabón. Claudia se ha quedado sin sitio, pero se acerca una silla desde la mesa.

—Yo estoy mejor sentada aquí, más alta —comenta—. Me hace falta una grúa para levantarme de esa antigualla.

Un momento de silencio.

Enseguida tenemos a dos niños patinando a nuestros pies. Los dos son idénticos y se pelean por un juguete de plástico.

—Oscar… —advierte James, cansado—, déjale eso a tu hermano.

No sé por qué ha de ser así. Él lo tenía primero.

—Bueno —digo cuando el barullo ha disminuido—, seguro que querrán saberlo todo acerca de mi experiencia como niñera.

Me lo he preparado bien, me lo sé al dedillo. Hasta el color de los ojos de mi última jefa y el motor del coche que tenían. Marrón verdoso y dos coma cinco litros. Estoy lista para el interrogatorio.

—¿Con cuántas familias has trabajado? —pregunta Claudia.

—Cuatro en total —respondo deprisa—. El período más breve fue de tres años, y se acabó porque se fueron a vivir a Texas. Podría haberme marchado con ellos, pero preferí quedarme en Inglaterra. —Bien. Parece impresionada.

—¿Por qué dejaste tu último trabajo? —interviene James.

La primera señal de interés por su parte. Seguramente dejará que sea su mujer quien tome la decisión, para no llevarse una bronca si resulto ser la niñera del infierno.

—Pues, verás —empiezo a decir, sonriendo con entereza—, a las niñeras suelen despedirlas cuando los niños crecen.

Claudia se echa a reír; James, no.

He tenido cuidado de no vestir demasiado formal esta mañana: unos pantalones estrechos y de un color como oxidado, lo más práctico para venir en bicicleta, y una camiseta gris de cuello alto con una agradable chaqueta de punto color amarillo pastel por encima. El pelo corto y ligeramente alborotado, moderno pero sin pasarse. No llevo anillos. Solo mi colgante de plata en forma de corazón. Es un regalo especial. Mi aspecto es el de alguien amable. Amable como una niñera que ha salido a pasear.

—Con los Kingsley estuve cinco años. Beth y Tilly tenían diez y ocho años cuando yo llegué. A la pequeña, cuando cumplió los trece, la enviaron a un internado y ya no me necesitaron más. La señora Kingsley… bueno, Maggie, me dijo que casi valía la pena tener otro hijo para que me quedara con ellos. —He dejado caer su nombre de pila porque es evidente que es lo que le gusta a Claudia. Que nos tuteemos.

Esa forma que tiene de dejar reposar las manos con calma sobre su vientre hinchado… me está matando.

—¿Y cuánto tiempo llevas en paro? —pregunta James sin rodeos.

—Yo no considero que haya estado exactamente en paro. Dejé la casa de los Kingsley este verano. Me llevaron con ellos a su residencia del sur de Francia como regalo de despedida y luego asistí a un curso breve pero intensivo en Italia, en un centro Montessori. —Espero a ver su reacción.

—¡Oh, James! Yo siempre te he dicho que deberíamos llevar a los niños a un colegio Montessori.

—Fue una experiencia increíble —digo—. Estoy impaciente por poner en práctica lo que aprendí allí. —Tendré que acordarme de releer la información sobre el método Montessori.

—¿Funciona con pequeños delincuentes de cuatro años? —pregunta James con una sonrisa de medio lado.

No puedo evitar reír un poco.

—Desde luego que sí. —Justo entonces, ni hecho aposta, me llueve encima un puñado de ceras de colores. Yo intento aguantar el chaparrón—. Eh, ¿es que intentáis colorearme o qué?

El gemelo que me ha abierto la puerta (solo lo sé porque lleva una camiseta verde) me dedica un siseo con los dientes apretados. Coge un par de ceras del suelo y me las lanza a quemarropa.

—Ya basta, Noah —le dice su padre, pero el niño hace como si no lo oyera.

—¿Tenéis una hoja de papel? —pregunto sin hacer caso del dolor que siento en la mejilla.

—Perdónalos —se disculpa Claudia—. Son traviesos, aunque yo no diría tanto como delincuentes. Y solo Noah se pone algo desafiante a veces.

—Problemas al nacer… —añade James en voz baja mientras los niños se pelean por quién va a buscar el cuaderno para dibujar.

Miro a Claudia y espero a que ella me lo explique. Yo, de todas formas, ya lo sé todo.

—Los problemas no los tuve yo —empieza a decir mientras se pasa una mano con cariño por toda la barriga—. Los gemelos no son míos. Bueno, ahora sí lo son, claro, pero no soy su madre biológica. Solo para que lo sepas.

—Ah. Vale. Muy bien.

—Mi primera mujer murió de cáncer cuando los niños tenían dos meses. Se le presentó de repente y le arrebató la vida. —James levanta la mano al ver mi súbita expresión de pesar—. No, no pasa nada.

Decido adoptar un mohín de comprensión con los labios y bajo respetuosamente la cabeza, reposando la mirada sobre mi regazo. No hace falta más.

—Vaya, qué bien —digo cuando Noah regresa a la carrera, agitando un bloc de papel—. Oye, ¿por qué no hacéis una competición, a ver quién consigue recoger más ceras del suelo? Y luego haremos un concurso para ver quién me dibuja el retrato más bonito. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —exclama Oscar, dando saltos de emoción. Se le ponen los mofletes colorados.

Noah se queda quieto un momento, mirándome (tengo que reconocer que me incomoda). Luego, con mucha calma, arranca una hoja del bloc.

—Para ti, Oscar. —Y se la da a su hermano.

—Muy bien, Noah —digo—. Venga, a dibujar. ¡Quiero verlos cuando hayáis terminado!

Los gemelos se alejan arrastrando los pies en sus ridículas zapatillas (personajes de alguna serie de dibujos animados) y se sientan a la mesa con las ceras. Oscar le pide el azul a su hermano. Noah se lo pasa.

—Estoy impresionado —admite James de mala gana.

—Distracción pura y dura, junto con un poco de sana competición entre hermanos por si con eso no basta.

—Estamos buscando a alguien que viva con nosotros de lunes a viernes, Zoe. ¿Te supondría eso un problema?

Las mejillas de Claudia se han puesto de color coral y yo imagino que las he rozado con el pulgar, como un toquecito de colorete en polvo. Son los sofocos del embarazo.

—No, no me supondría ningún problema. —Pienso en el piso, en todo lo que contiene. Luego pienso en cómo será vivir aquí. Se me acelera el corazón, así que respiro hondo—. Comprendo perfectamente que necesitéis tener entre semana a alguien a mano las veinticuatro horas. —Si soy sincera, este trabajo llega justo en el mejor momento.

—Pero podrás irte a casa los fines de semana —añade.

Se me cae el alma a los pies, aunque no demuestro mi desilusión. Tengo que encajar con lo que sea que están buscando.

—Podría desaparecer el viernes por la noche y reaparecer como por arte de magia la mañana del lunes, pero también puedo quedarme el fin de semana si me necesitáis. —Una respuesta que los contentará por el momento, espero. En realidad no será así. No puedo evitar creer en el destino.

—¡Mira! —grita Noah, que enarbola su papel hacia mí.

—¡Oooh! Mejor guárdalo en secreto hasta que hayas terminado —le digo, y me vuelvo de nuevo hacia sus padres—. Cuando acepto un trabajo me gusta formar parte de la familia, pero también mantener cierta distancia, no sé si me entendéis. Estaré aquí cuando se me necesite, pero desapareceré si no hago falta.

Claudia asiente dando su beneplácito.

—Yo casi siempre estoy embarcado —me informa James. No era necesario—. Soy oficial de la Armada. Tripulante de submarino. Tratarás sobre todo con Claudia.

«Tratarás sobre todo con…», como si para él ya tuviera el puesto.

—¿Quieres echarle un vistazo a la casa? ¿Para ver dónde te estás metiendo? —Claudia se pone de pie apoyando las manos en la parte de atrás de las caderas, ese gesto tan típico de las embarazadas. Me hago el firme propósito de no mirarle el bombo.

—Claro.

Empezamos por la planta baja y Claudia me lleva de una habitación a otra. Son todas estupendas, algunas parece que no se utilicen nunca.

—Aquí entramos poco —explica cuando pasamos al comedor, como si me hubiera leído el pensamiento—. Solo lo usamos en Navidad, en ocasiones especiales. Cuando vienen amigos a cenar solemos quedarnos en la cocina.

La sala es fría y tiene una mesa larga y brillante con doce sillas de madera labrada a su alrededor. Una chimenea con tallas ornamentales, recargadas cornisas de yeso y una araña en oscuros tonos violáceos que cuelga del techo, en el centro. Es una sala bonita pero nada acogedora.

Cruzamos otra vez el vestíbulo ajedrezado.

—Y los niños, bueno, no entran aquí muy a menudo. —Quiere decir que no lo tienen permitido.

Me enseña un salón grande con suntuosos sofás color crema. No hay televisor, solo un montón de cuadros antiguos en las paredes y mesas de anticuario sobre las que tienen expuestas lámparas y fuentes de cristal. Imagino a los gemelos saltando de un sofá a otro con los zapatos embadurnadísimos de barro y blandiendo palos enormes mientras los objetos decorativos salen disparados por los aires y los cuadros acaban rajados. Reprimo una sonrisa.

—Y aquí es donde vemos la tele —explica al llegar al siguiente cuarto—. Es una sala muy calentita y acogedora cuando encendemos la chimenea. —Claudia sostiene la puerta abierta y yo me asomo.

Veo grandes sofás de color morado y una gruesa alfombra de pelo largo. Una de las paredes está cubierta de estanterías desbordadas de ediciones de bolsillo. Me imagino leyendo con los niños ahí dentro, esperando a que Claudia vuelva a casa, preparándole un baño, preguntándome cuándo saldrá de cuentas. Seré la niñera perfecta.

—Y luego está la sala de juegos. —Duda, la mano ya en el tirador—. ¿Estás segura de que quieres entrar? Normalmente es casi como un zoológico.

—Qué bonita —digo mientras paso por delante de Claudia. Es aquí donde debo brillar—. Es fantástica. Tenéis montones de Lego. Me encanta. ¡Y mira cuántos libros! Yo insisto en leerles a mis niños por lo menos tres veces al día. —Será mejor que me ande con ojo. Claudia me mira como si fuera casi demasiado perfecta.

En el piso de arriba hay todo un despliegue de dormitorios que se distribuyen desde un descansillo con barandilla. Me asomo a la suite de invitados y luego ella me enseña la habitación de los niños. La comparten. Está ordenada. Dos camas individuales con edredones de color rojo y azul, una gran alfombra con un estampado de carreteras grises y edificios y, en un rincón, un par de jaulas con, supongo, hámsteres o ratones.

—La mujer de la limpieza viene tres veces por semana, tú no tendrás que hacer nada de eso.

Asiento con la cabeza.

—No me importa hacer alguna que otra cosa en la casa, pero prefiero dedicar el tiempo a cuidar de los niños.

—Vamos arriba, pues, a ver tus habitaciones.

«Tus habitaciones».

Otro tramo de escalera nos lleva al último piso. No es uno de esos desvanes llenos de cajas que crían polvo, sino de los que tienen bonitos techos inclinados, vigas vistas y muebles rústicos. En el pequeño descansillo hay una maltrecha estantería pintada de blanco. El suelo está cubierto por una alfombra de sisal y hay corazones de patchwork colgados de las puertas que se abren desde allí.

—Aquí arriba hay tres habitaciones. Un pequeño dormitorio, una sala y un baño. Eres bienvenida a comer con nosotros en la cocina. Úsala como si estuvieras en tu casa.

«En tu casa».

—Esto es muy bonito —digo—. Muy acogedor. —Parece salido de una revista de decoración de interiores y no es muy de mi estilo, para ser sincera.

—Aquí tendrás algo de paz. Decretaré una zona de exclusión aérea para los gemelos.

—No hace falta. Podríamos divertirnos mucho aquí arriba.

Vuelvo a repasar las habitaciones entrando en cada una como una niña emocionada. El dormitorio tiene el techo inclinado y una ventana que da al jardín, mientras que en el baño hay una antigua bañera de patas y un retrete anticuado.

—Me encanta —comento, ansiosa por transmitirle que me gusta sin desvelar que en realidad no tengo donde caerme muerta.

De vuelta en la cocina, con James parapetado otra vez tras el periódico, Claudia me entrega una lista. Ocupa dos páginas.

—Es para que te lo lleves y lo medites —me dice—. Un listado de obligaciones y cosas que esperamos de ti. Y también las que no.

—Qué buena idea —digo—. Así luego no puede haber malentendidos —añado, pensando que, por muchas listas que haga, por muchas reglas básicas y descripciones posibles que invente para el empleo, todas ellas resultarán bastante inútiles a largo plazo—. Siempre estoy abierta a cualquier sugerencia por parte de las familias. Me gusta reunirme con los padres todas las semanas para comentar cómo van los niños y esa clase de cosas.

De pronto tengo a los gemelos saltando a mi alrededor como un par de terriers alborotados.

—¡Mira el mío! ¡Mira el mío!

—¡No, el mío!

—Hay que ver la que has liado —dice Claudia, riendo, pero de pronto alarga las manos para apoyarlas en la parte baja de la espalda. Se inclina contra la encimera y hace un gesto de dolor.

—¿Estás bien, cariño?

James hace ademán de levantarse. Claudia lo disuade con un gesto mientras vocaliza un mudo «Estoy bien».

—A ver, a ver… Hmmm. En este dibujo parezco un extraterrestre con enormes labios rosa y sin pelo. Y en este otro creo que soy medio humana y medio caballo, con una crin que me llega hasta el suelo.

—¡Nooo! —entonan los niños al unísono.

Sueltan unas risitas y Noah empuja a Oscar, que defiende su posición.

—¿Cuál, cuál es el mejor?

—Los dos me gustan por igual. Sois unos artistas espectaculares y habéis ganado los dos. ¿Me los puedo quedar?

Los niños asienten, sobrecogidos y tan boquiabiertos que les veo sus diminutos dientes. Salen corriendo felices y poco después se oye una cascada de piezas de Lego; han volcado una caja entera en la sala de juegos.

—Creo que eres un hacha —dice Claudia—. ¿Hay algo que quieras preguntarme?

—Sí —respondo, soy incapaz de reprimirme y le miro la barriga. Es como si alguien estuviera pisando a fondo el acelerador de mi corazón—. ¿Para cuándo lo esperas?

Desde el principio me moría de ganas de preguntárselo.