Amanda Simkins vivía en una casa de nueva construcción, en una urbanización donde las calles desembocaban aún en pistas de grava con excavadoras y obras por terminar. Los banderines languidecían frente a las casas de muestra situadas en las parcelas de esquina mientras Adam y Lorraine recorrían en coche lo que empezaba a parecerles un bucle interminable, pero por fin localizaron el callejón sin salida en cuestión dentro de aquella maraña de solares en obras.
—Es el número trece —dijo Lorraine, y redujo a segunda para comprobar los números de las casas. En realidad, ninguno de los dos creía que hablar con Amanda fuese a resultar especialmente provechoso, pero tenían que llamar a todas las puertas.
Adam iba dando sorbos a un café de Starbucks. La noche anterior había llegado a casa muy tarde, a una hora en que toda la familia dormía ya. Mientras él aceptaba con gratitud el café solo que le había preparado con el desayuno, Lorraine calculó que habría tenido apenas cuatro horas para estar acostado. Por dentro sonrió al ver cómo se resignaba su marido a tomar cafeína, imaginando ya el ataque que sin duda le daría a la hora de comer, porque ya iba por su segunda taza: un americano grande bien cargado. Adiós a la vida sana.
Lorraine tiró del freno de mano y bajaron del coche. Adam apuró de un trago lo que le quedaba del café y tiró el vaso vacío a los pies de su asiento.
—Un jardín de entrada bien cuidado —comentó Lorraine mientras se acercaban a la puerta. Aun siendo invierno, la pequeña zona ajardinada tenía unos toques de color gracias a unos pensamientos dispuestos en perfecto orden a lado y lado del camino de arenilla. Una cesta con enredadera y ciclámenes de un rojo intenso colgaba a la izquierda de la puerta, que todavía estaba cubierta por la escarcha de la noche; a Lorraine le recordó la Navidad. De pronto se le cerró el estómago. ¿Habría vuelto todo a la normalidad para entonces?
Tocó el timbre.
Una mujer con una bata rosa les abrió la puerta. Llevaba la melena larga y oscura recogida en una coleta descuidada y aún tenía el rímel del día anterior corrido por las mejillas. A un lado del cuello se le veían unas marcas rojizas. «¿Cardenales?», se preguntó Lorraine. Parecía la antítesis de su coqueto jardín.
—No soy religiosa, lo siento. —Quiso cerrar, pero Lorraine ya había sacado su identificación.
—Investigación Criminal —dijo. Palabras que detenían puertas—. ¿Amanda Simkins? Yo soy la inspectora Lorraine Fisher y este es el inspector Adam Scott.
La mujer se los quedó mirando. La misma escarcha del jardín recubrió sus ojos. Tragó saliva.
—¿Podríamos hablar?
De pronto revivió.
—Sí, sí, yo soy Amanda. Disculpen, pasen, por favor. Deben de estar helados. —Sostuvo la puerta abierta y se ciñó más la bata—. Perdonen que no vaya vestida. No me encuentro muy bien.
—Vaya, lo siento —dijo Lorraine.
La joven los hizo pasar a una sala con dos sofás color crema. El suelo era de madera, estaba brillante e inmaculado. Lorraine era consciente de que las suelas gruesas de sus zapatos podían dejar marcas.
—Intentaremos no entretenerla demasiado.
—¿Les apetece un café? —preguntó Amanda.
Lorraine aceptó en nombre de los dos antes de que Adam pudiera protestar. Él se estremeció ante la idea, pero no dijo nada. De este modo por lo menos dispondrían de un momento a solas.
Estudiaron las fotografías enmarcadas que había expuestas en la repisa blanca de la chimenea. Un gran grupo de niños y niñas dispuestos en extraña formación, un par de ellas, más mayores, adolescentes, sostenían cada una un bebé en brazos. Había niños pequeños, niños en edad escolar y jóvenes adultos. Algunos sonreían, otros parecían hartos, y era evidente que uno necesitaba hacer pis. A juzgar por las ropas elegantes que llevaban todos, estaban en una boda o un bautizo o una reunión similar.
—Familias felices —comentó Adam con acritud. Escogió otra fotografía y le dio la vuelta para verla bien. Era una niña pequeña con un vestido lila, tumbada en una mantita de borrego con un fondo de nubes azules—. Un poco cursi. —En cuanto sus hijas acabaron la primaria, ellos pusieron fin a la obligada compra anual del retrato escolar. «Nada que no pudiéramos hacer mejor nosotros mismos», refunfuñaba siempre Adam, aunque ni siquiera lo había intentado con la réflex digital que le regaló Lorraine en su siguiente cumpleaños.
—Esto ya está —dijo Amanda, que regresó entonces con las tazas en una bandeja—. Aquí hay azúcar y leche si quieren.
Lorraine se puso de las dos cosas, mientras que Adam no quiso nada. Contemplaba la taza con recelo.
—Bueno —continuó Amanda—, jamás habría dicho que esta mañana recibiría la visita de dos inspectores. —Se había soltado el pelo, que así le cubría las marcas del cuello. Lorraine se fijó también en que se había limpiado los ojos mientras estaba en la cocina, porque ya no se le veía tanto el maquillaje del día anterior—. Espero que no sea nada muy grave.
«La mayoría de la gente —pensó Lorraine— habría querido saber el porqué de la visita antes de molestarse en preparar unos cafés».
—Hemos venido a hablar con usted sobre Sally-Ann Frith —intervino Adam. Lorraine quiso reprenderlo con una mirada, pero se contuvo.
Su voz había sonado cortante, acusadora, no era lo adecuado para tratar con Amanda. Lorraine se había dado cuenta de que era la clase de mujer a la que le gustaba controlar la situación, conseguir que los demás aceptaran sus ideas y pensamientos sin cuestionarlos. Por lo perfecta que tenía la casa (las cortinas sujetas por pulcros lazos, los flecos bien cepillados de la alfombra que había ante la falsa chimenea, las superficies sin polvo), era evidente que no aceptaba el caos… salvo en su aspecto esa mañana, por lo visto.
—Ah, sí, Sally-Ann. —Amanda sonrió con cariño—. ¿Está bien? —Su rostro empezó a arrugarse hasta adoptar una expresión de preocupación—. Pronto va a tener un niño.
—No, no está bien, me temo. —Lorraine se adelantó para impedir que Adam soltase una bomba cargada de cafeína—. Tenemos malas noticias. —Se detuvo. ¿De verdad no había leído nada en los periódicos, es que no había visto la televisión?—. Encontraron a Sally-Ann muerta hace varios días. Lo siento mucho. Suponíamos que alguien se lo habría dicho ya, o que a lo mejor se habría enterado por las noticias.
Amanda perdió el color de repente. Lorraine la observó con atención, casi convencida de que esa palidez gris blanquecina significaba que iba a desmayarse.
—Oh… Dios mío… —susurró. De pronto se le encendieron las mejillas, que adoptaron un tono escarlata, y entonces rompió a llorar con unos sollozos incontrolados. El resto de rímel que pudiera quedar aún en sus pestañas corrió de nuevo por sus mejillas.
—Sé que es lo que menos se esperaba. Tómese un momento si lo necesita —dijo Adam, sorprendentemente compasivo.
—Sally-Ann estaba en el mismo grupo de yoga prenatal que usted, según tengo entendido —añadió Lorraine—. ¿Eran muy buenas amigas?
Amanda interrumpió su llanto y se limpió la cara con la manga de la bata.
—Sí, más o menos —gimoteó—. Solíamos salir juntas por ahí, casi siempre después de clase. Es una chica… era… encantadora. Una buenísima persona. ¿Qué le ha pasado? ¿Estaba enferma?
—Esperábamos que usted pudiera ayudarnos a descubrirlo —dijo Lorraine—. ¿Hacía mucho que se conocían?
—Desde la primera vez que vino a las clases de Mary, hará cinco o seis meses. Yo ya llevaba dieciocho meses apuntada. Congeniamos enseguida.
Adam se aclaró la garganta.
—Espero que no le importe que se lo pregunte, pero ¿por qué iba usted a clases de preparación al parto si no está embarazada?
—¿Y usted qué sabe si estoy o no estoy embarazada? —espetó Amanda a la defensiva—. No lo puede saber.
—Perdone —añadió Lorraine, disculpándose por Adam—. Es solo que tenemos entendido que lleva usted asistiendo a esas clases desde hace un tiempo y que no estaba embara…
—¿Me han estado investigando? ¿Asesinan a una mujer y ustedes me investigan a mí? —Amanda empezó a temblar. Extendió los dedos sobre su tripa, llamativamente plana.
—Es pura rutina. Tenemos que hablar con todos los conocidos de Sally-Ann que podamos. Seguro que comprenderá…
—¿Qué quieren que les diga? —escupió—. ¿Que la maté yo? Sí, bueno, pues eso es casi tan probable como que me quede preñada, diría. —Más lágrimas siguieron a esas palabras.
Adam dejó su taza. Los dos se dieron cuenta de que el registro de Amanda había descendido varios puntos, como si de repente no perteneciera a esa agradable urbanización de clase media, sino a las viviendas del ayuntamiento que habían visitado a kilómetro y medio de allí.
—Lo siento —se excusó mientras sacaba un pañuelo de papel del bolsillo—. Es que ha sido una noticia muy dura.
—Entonces, ¿ha tenido usted dificultades para concebir? —preguntó Lorraine. ¿O fue más bien una afirmación? De una forma o de otra, no lo dijo con demasiada empatía.
—Sí. —Amanda se sonó la nariz. Hizo una bola con el pañuelo y levantó la mirada—. ¿Usted tiene hijos?
A Lorraine se le hizo un nudo en el estómago, igual que las últimas dos mañanas al despertarse y recordar los ridículos planes de Grace.
—Dos hijas.
—¿Y usted? —Amanda le dirigió la misma pregunta a Adam.
—Dos también —respondió él.
—Pues tienen suerte. No saben lo que se siente cuando deseas tanto un bebé que te duele físicamente en el alma, es como tener un enorme agujero abierto en tu propia existencia. Ese es el verdadero significado del sufrimiento. —Se produjo una pausa mientras Amanda Simkins parecía recurrir a su reserva de resignación y fortaleza. Era evidente que estaba acostumbrada a sentirse así; acostumbrada a no abandonar nunca la esperanza.
—¿Le mencionó alguna vez Sally-Ann a alguien que quisiera hacerle daño? ¿Tenía algún enemigo, que usted supiera?
Amanda se tomó su tiempo para pensar. Sus ojos giraron hacia arriba, quedaron fijos en el techo y luego se arrastraron por la pared color pastel hasta la chimenea, pasaron por la encerada mesita de café, cruzaron el suelo brillante y regresaron a su regazo, donde sus dedos nerviosos tejían una prenda invisible.
—Si alguien hubiese tenido que matar a alguien, ese habría sido Liam intentando ponerle la mano encima a Russ, o incluso… —Dejó la frase en suspenso—. ¿Los conocen? —preguntó, emocionada de pronto, como si fuera la guardiana de un gran secreto—. Sally-Ann me lo contó todo.
—Siga —la empujó Lorraine. Estaba tomando notas.
—Russ siempre ha querido a Sally-Ann. Es un tío raro, vale, pero tiene el corazón donde tiene que estar. Sally-Ann y él fueron juntos al colegio, tuvieron un romance adolescente y desde entonces han estado cortando y saliendo. Ella ha intentado quitárselo de encima montones de veces. Que no se iba ni con agua caliente, fue lo que me dijo.
—¿Y Liam? —preguntó Adam intentando avanzar. Empezaba a estar claro que Amanda era de las que se envuelve en las desgracias de los demás para camuflar las suyas. ¿Qué había dicho de ella Mary Knowles? Que era una «metomentodo».
—Era profesor suyo en la escuela superior —dijo—. Tuvieron una aventura muy apasionada. Encuentros clandestinos en el parque por la noche, sucios fines de semana en los que Liam le mentía a su mujer diciendo que estaba en un congreso de trabajo, regalos secretos y todo eso. Sally-Ann me llamó una vez desde un hostal al que habían ido. Me dijo que no hacían más que comer pescado con patatas fritas y follar. No me extraña que le hiciera ese bombo.
Amanda lo dijo como si «hacer un bombo» fuese algo tan intrascendente como hacerle un regalito a alguien. Lorraine pensó que guardaba poca relación con el serio asunto de crear una nueva vida.
—El caso es que por lo visto Russ estaba loco de celos, pero entonces descubrió no sé qué gran secreto de Liam y se armó una gorda.
—¿Un secreto? —preguntó Lorraine, sintiéndose de pronto dentro de un culebrón.
—Por lo visto, sí —confirmó Amanda alargando las palabras—. Liam tenía una aventura con otra, además de con Sally-Ann. Russ se lo dijo, y ella se lo tomó muy a pecho. Amenazó con ir a contárselo a la mujer de Liam.
—¿Sabe quién era la otra «otra»? —preguntó Lorraine. No se lo podía creer.
—Sé que daba una clase en la misma escuela que él una tarde a la semana. Un curso de diseño de joyas o algo así. —Amanda se sonó la nariz otra vez—. Sally-Ann se sintió muy agradecida con Russ por abrirle los ojos en cuanto a Liam. Aunque cualquiera diría que ya tendría que haberse dado cuenta.
Lorraine seguía apuntándolo todo.
—O sea, que era un playboy de mucho cuidado —dijo con un suspiro del que solo Adam conocía el significado.
Amanda se convirtió de pronto en un amasijo de hombros temblorosos y mucosidades llorosas. Las lágrimas caían desde sus ojos a sus piernas mientras ella se sostenía la cabeza con los brazos cruzados. Todavía no había asimilado la noticia de la muerte de su amiga.
—¿Hay alguien a quien podamos llamar para que venga a hacerle compañía un rato? —ofreció Lorraine—. ¿Una amiga, quizá?
La cabeza de Amanda se irguió, rapidísima, con una expresión más de desdén que de tristeza. Sus cejas se unieron en una V prieta y su boca se frunció hasta convertirse en un esfínter rojizo. Pero fueron sus ojos lo que más inquietó a Lorraine. Jamás había visto una mirada tan envenenada.
—Mi única amiga está muerta.