La puerta está cerrada con llave. Vuelvo a empujarla para asegurarme de que no me he confundido.
«Mierda».
Quiero darle una patada, un puñetazo, ir a buscar una palanca, meterla entre el pomo de latón y el marco y hacer fuerza hasta que la madera se astille y se rompa y se parta y me deje entrar.
Miro mi reloj. No me queda mucho tiempo. Tengo que averiguar más cosas sobre la familia y cuánto dinero tienen, cómo funcionan, quién controla qué, quién se encarga de las finanzas. Cualquier dato aislado me valdrá. Quiero construirme una imagen de su pasado, de su presente, pero no de su futuro. Ya puedo adivinar lo que les depara. De momento, lo que quiero es una instantánea de su vida: el panorama general, además de los detalles.
Me acuclillo y miro por la cerradura. Veo el frente del escritorio de James, pero nada más. La última vez que estuve en su estudio fue para sacar a Noah del sillón de capitán de cuero verde que hay detrás de ese escritorio. Le estaba pidiendo a Oscar que lo hiciera girar, pero su hermano se había quedado quieto en la puerta, diciendo que no con la cabeza mientras se mordía el labio inferior y protestaba entre sollozos que no tenían permiso para entrar ahí. «Venga, Noah», le dije desde detrás de Oscar, ocupando con mis brazos todo el umbral. Casi parecía que un campo de fuerza invisible protegiera la entrada, pero, mientras que Oscar y yo sabíamos que no debíamos cruzarlo, a Noah no le importaba un pimiento. ¿Cómo era lo que había dicho James poco después de que me mudara a vivir aquí?
«Este cuarto es privado».
Tiene que haber una llave en alguna parte. Miro por todo el pasillo. Hay varias mesitas: una de pino y destartalada de camino a la cocina, y otra de anticuario, en media luna, dispuesta contra la larga pared que lleva hacia la escalera. Un jarrón de lirios frescos adorna su superficie semicircular y tiene un cajoncito de caoba. Lo abro. Hay varios recibos, unas cuantas pilas sueltas que ruedan en el interior, un guante solitario y un par de bolis. También hay dos llaves con llaveros de plástico sin marcar. No me parecen de las que entrarían en la gran cerradura antigua de la puerta del estudio, y tengo razón. Al intentarlo, no casan con ella.
Me dedico a hurgar en todos los bolsillos de los abrigos que cuelgan en la galería y de pronto me siento muy sucia, como si estuviera traicionando la confianza que han depositado en mí. Se me seca la boca, lo cual es ridículo, sinceramente, y me acuerdo de cuando era una niña que buscaba con desesperación algo de dinero para ir al cine o comprar unos caramelos y les sisaba a mis padres repasando a escondidas su ropa por si había alguna moneda suelta. Siempre encontraba una o dos libras, así que al final siempre lograba encajar con los demás niños, parecer una más de la pandilla aunque en realidad no lo fuera. A fin de cuentas podía considerarme la hija con suerte.
No encuentro ninguna llave. Solo un alijo de pañuelos de papel, medio paquete de caramelos de menta, una cinta para el pelo y unos auriculares.
Pienso con detenimiento mientras vuelvo a colocar bien todos los abrigos. Es James quien habrá cerrado la puerta antes de irse. Es su estudio. Pero no sería práctico que se hubiera llevado la llave consigo. Seguro que Claudia tendrá que entrar allí en algún momento mientras él no está. ¿Y si se produjera una situación de crisis económica, o necesitaran un pasaporte o un certificado de nacimiento o algún otro documento importante? Estoy convencida de que James guarda esa clase de cosas ahí. Tiene archivadores. Una vez lo vi enfrascado en sus papeles a altas horas de la noche, la puerta no estaba cerrada del todo. Él levantó la vista del escritorio y me miró mientras yo pasaba de largo con un montón de ropa sucia o un niño dormido en mis brazos. Solo las cosas importantes se guardan en archivadores metálicos ignífugos.
Concluyo que la llave tiene que estar en algún lugar de la casa o en posesión de Claudia. Hace un rato, al volver tras mi imprevista salida de esta mañana (¿qué otra cosa iba a hacer, si Claudia ha metido el dedo en la llaga y ha hurgado tanto que me ha hecho falta toda mi fuerza de voluntad para no echarme a llorar de dolor?), he visto que Claudia se ha ido a trabajar porque me he encontrado una nota en la mesa de la cocina.
Lo siento mucho. No pretendía disgustarte. Podemos hablar esta noche.
Un abrazo,
C.
Nada de derrochar «Besos» como habría hecho Cecelia. Una caligrafía firme y clara, algo inclinada hacia la izquierda. ¿Qué es lo que dicen de eso aquellos psicólogos que afirman poder descubrirlo todo de ti por la forma en que garabateas? ¿Que es señal de contención, de emociones ocultas, de miedo y retraimiento? Suelto una pequeña risa y me guardo la nota en el bolsillo pensando que esa descripción se parece más a mí que a una persona como Claudia.
Arriba, en el dormitorio de ellos dos, retomo mi búsqueda mientras intento oír ecos residuales de palabras. «Toma, cielo, te dejo la llave en la cajita de mis gemelos… Si la necesitas, la llave del estudio está en el cajón de mi mesita… Recuerda, dejo la llave escondida debajo de mis calcetines…».
No oigo nada.
Me quedo mirando la cama hecha con sábanas blancas. Es enorme. Me hace pensar en Cecelia, en su cuerpo esbelto revolviendo egoístamente la cama. Una piel fría como el mármol sobre sábanas de algodón bien planchado; su melena como un asesinato en esa escena anodina; yo, en el umbral, la observo sin saber qué hacer con su dolor.
De pronto contengo la respiración y me vuelvo. No hay nadie. Cierro los ojos, me tomo un momento para recomponerme.
«Todo va bien».
Pienso con atención mientras repaso el gran dormitorio con la mirada. Un vivo papel con estampado de pavos reales adorna la pared de la chimenea, mientras que el resto de la habitación está pintado de un ocre pálido que seguramente tiene un nombre pretencioso. La gigantesca cama, pieza central del dormitorio, está labrada en caoba y tiene cuatro postes que llegan a la altura del hombro. La ropa de cama combina a la perfección con unos almohadones de encaje antiguo que, si yo durmiera aquí, acabarían abandonados en el suelo.
Imagino a James haciendo su petate. Me ha sorprendido lo pequeño que era, pero supongo que tiene que viajar sin demasiado equipaje para vivir en el submarino. Pienso en él y lo veo metiendo con cuidado en la bolsa las camisas almidonas encima de unos pantalones planchados con regla, todo ello doblado con precisión militar. Quedará almacenado en el más improbable de los compartimentos de a bordo mientras la tripulación se dedica a hacer su trabajo en condiciones de hacinamiento. Veo a Claudia contemplando a su marido, que se prepara para marchar. Se sostiene esa hermosa barriga rebosante, y una lágrima asoma a sus ojos al imaginarse dando a luz ella sola. ¿Recordará siquiera lo que le ha dicho sobre el paradero de la llave, o estaba demasiado agitada por su inminente partida?
De todos modos, ¿llegaré a encontrar yo algo útil en ese estudio?
Sin perder un segundo revuelvo todos los cajones de la habitación intentando no desordenar mucho su contenido. Unas bocanadas de fresco suavizante despegan de las prendas y la ropa interior limpias, pero no hay ninguna llave. Sin cambiar nada de sitio miro en el tocador pintado de blanco. Levanto con mimo las tapas de un par de cajitas de porcelana que contienen pendientes, imperdibles, botones y un par de dientes de leche. No hay ninguna llave.
Contengo la respiración al levantar cada una de las esquinas del pesado colchón de matrimonio extragrande, rezando por encontrar un llaverito de plástico con la palabra «Estudio». Lo único que encuentro es una revista con letras japonesas y una niña minúscula y prácticamente desnuda en la cubierta, mirando al lector por encima de unas gafas de sol de color rosa. Las páginas están viejas. Parece muy usada. James debió de comprarla en una de sus misiones en el exterior. Dejo caer el colchón mientras me digo que no será el único recuerdo sucio que se habrá traído de un puerto extranjero, sin duda.
De repente mi corazón sufre por Claudia y siento el ridículo deseo de avisarla de lo que voy a hacer.
Me tomo un momento, un respiro, aunque tengo la sensación de estar entreteniéndome en la guarida del león. Claudia podría volver del trabajo… A lo mejor se ha puesto de parto antes de hora y tiene que recoger la bolsa para ir al hospital. A lo mejor se ha cancelado la misión de James, o le han cambiado las fechas, o él ha cambiado de opinión sobre dejar a Claudia sola durante el nacimiento de su hija. ¿Y si ha dejado la Armada en un arrebato de remordimientos y ya está en casa? A lo mejor está subiendo los escalones de dos en dos, en silencio, y si me doy la vuelta, si vuelvo la cabeza solo un poco, veré su oscura sombra en la puerta, observándome, alcanzando el jarrón que hay en la mesita del descansillo, levantándolo en alto para partírmelo en la cabeza.
Veo añicos de porcelana esparcidos a mi alrededor mientras me desplomo sobre la alfombra.
—El chaleco —digo, como si el golpe imaginario me hubiese hecho recordar.
Cuando James se encerró en su estudio anoche llevaba unos pantalones de algodón color beige y uno de esos chalecos acolchados del ejército.
Voy a su armario. En los espejos manchados veo mi aire ávido y asustado al abrir las dos puertas de par en par. Dentro todo está muy ordenado, tal como esperaba. El olor a madera vieja y colonia de hombre flota hacia mí mientras mis brazos azotan las prendas. Camisas a la izquierda, jerséis y chaquetas a la derecha. Entre el tweed y la raya diplomática, las chaquetas de punto y las sudaderas, veo el chaleco. Está metido casi con calzador y, al tirar de él, una chaqueta marrón de punto con cremallera se cae de su percha. Imagino a James con ella puesta, tomando un brandy junto al fuego, un periódico abierto en su regazo.
Tiene tantos bolsillos… Deslizo la mano en cada uno de ellos y estoy a punto de abandonar toda esperanza cuando mis dedos se topan con algo frío, algo metálico, algo que me hace pensar que acabo de avanzar un pasito más.
Abajo, inserto la llave en la cerradura. Se desliza que es una maravilla, y el pomo de latón gira y cede.
El corazón me abrasa en el pecho. Alguien ha llamado al timbre.
—He pensado que podríamos ir juntas al colegio dando un paseo, a buscar a los niños —me propone. Su cara me dice que le parece la idea del siglo.
Yo estoy ahí de pie, muda, retorciéndome las manos.
He cerrado el estudio con llave y la he hecho desaparecer en el fondo de un bolsillo de mis vaqueros en un acto reflejo al oír el timbre. A través de la vidriera he distinguido su silueta antes de abrir la puerta (estaba de lado, así que era difícil no ver su enorme bombo) y lo primero que he pensado ha sido no abrir y dejar que volviera a llamar una y otra vez antes de alejarse mustia por el camino de entrada. Pero eso levantaría sospechas cuando se pusiera a cotillear con Claudia. «¿Dónde estaba? ¿Qué estaría haciendo?». No puedo arriesgarme a que me despidan tan pronto.
—Sería genial —miento. No me gusta la forma en que Pip se ha pegado a mí como una lapa, como si yo fuera una versión más nueva y más joven de su barrigona amiguita, a su disposición siempre que a ella le va bien. Solo que yo no tengo barriga—. No me había dado cuenta de que ya era tan tarde.
Pip mira el reloj.
—Las tres menos cuarto —entona con voz cantarina, pero luego se inclina hacia delante y apoya las manos en la pared exterior. Sopla apretando los labios.
—Ay, Pip. Entra. Lo siento. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien, sí —contesta mientras se yergue para aceptar mi invitación.
Una mujer embarazada puede conseguir todo lo que quiera: un asiento en el autobús, un masaje de pies, la cena en la cama, o inmiscuirse donde no tendría que meter las narices.
—¿Tenemos tiempo para un té? —ofrezco cuando estamos en la cocina. Ha calculado la hora de su visita a la perfección.
—Gracias —acepta, y enseguida me tiene reuniendo tazas y sacando la leche de la nevera… y sin hacer lo que tendría que estar haciendo en el estudio.
—Mira —me dice Pip al cabo de un rato. Me vuelvo. La tetera temblequea sobre la Aga—. En realidad he venido para hablar contigo de Claudia.
Lucho por contener mi rubor, por evitar tics y no arrancar a sudar.
—¿Ah, sí? —Aparto la tetera del hornillo y lo tapo. Vierto agua hirviendo en las tazas—. ¿Leche, azúcar? —Lo pregunto dándole la espalda a Pip.
—Las dos cosas, por favor —contesta—. La verdad es que me tiene un poco preocupada.
Le paso una taza de té y me siento, junto a ella, a la mesa de la cocina, cuando en realidad lo único que quiero es salir corriendo.
—¿Por qué?
Pip suspira y reflexiona.
—La veo diferente, más estresada de lo normal. Para ti es difícil notarlo, supongo, porque no hace mucho que la conoces y no tienes forma de comparar.
Pongo cara de meditarlo, como si intentara ayudar.
—Pero no me extraña que esté estresada, ¿no te parece? Tiene uno de los trabajos más exigentes del mundo, y sé que ahora mismo hay un par de familias especialmente problemáticas que la tienen muy ocupada con sus casos. Y además está embarazada de ocho meses y medio, claro. —Le doy un sorbo al té—. Y James acaba de irse. Ya sé que me tiene a mí para ayudarla, pero meter en tu casa a alguien a quien no conoces de nada debe de ser bastante… inquietante. —Lo dejo ahí, con la esperanza de que describir mi presencia como inquietante no levante sospechas en Pip.
—Tiene suerte de haberte encontrado —dice ella, y me parece que lo dice tal como lo siente. Se me queda mirando con aplomo, con una sonrisa casi anhelante, como si también ella quisiera contar con una versión de mí.
—Espero hacer que su vida sea mucho más fácil. —Doy otro sorbo de té y casi me atraganto. Detesto mentir, pero hay que hacerlo.
—Le tengo mucho cariño a Claudia, aunque es una cabezota. No creo que se dé cuenta de cuánto estrés lleva encima. Yo he intentado hacérselo ver.
—Mi madre también era un poco así. Todo tenía que ser perfecto, y esperaba que los demás también lo fueran. Yo le supuse una enorme decepción.
Pip ríe.
—No digas bobadas. Seguro que tu madre está muy orgullosa de ti.
—Estaba —corrijo—. Y no, no lo estaba.
—Lo siento mucho.
Me encojo de hombros mientras por dentro me doy un bofetón por hablar de mi vida personal.
—Ya lo he superado. —Recuerdo a mi madre examinando mi esquelético cuerpo sin embarazar, chasqueando la lengua por toda opinión sobre mi vida amorosa, entornando los ojos con desdén cada vez que le mencionaba mi trabajo. «O sea que sigo sin nietos». Todavía oigo su risa burlona resonando en mis sueños.
Pip me coge de la mano. Es muy afectuosa conmigo. De hecho, así es Pip. Afectuosa al cien por cien. Se preocupa por Claudia y se preocupa por mí. Me juego lo que sea a que en Navidad teje a mano bufandas y gorros para todo el mundo y prepara toneladas de mermelada casera para la fiesta del colegio. Como ella misma es maestra, ha hecho lo más sensato y se ha tomado un año entero de permiso de maternidad. Es la clase de mujer a la que le salen las cosas bien en la vida, la clase de mujer que sigue al pie de la letra los artículos de «Diez formas de tener contento a tu hombre», la clase de mujer que envía tarjetas de agradecimiento que ha hecho ella misma después de ir a cenar a casa de alguien; y me jugaría lo que fuera a que cuida de un pequeño huerto en primavera, ahorra para comprarse un coche híbrido y lava a treinta grados solo para dar por culo y demostrar lo mucho que le importa el planeta.
—Padres, ¿eh? —dice Pip para cerrar el tema con tacto. Se frota la barriga—. ¿Dónde te estoy metiendo? —le susurra con dulzura a su bebé.
—Tienen el secreto para sacarte de quicio —espeto con más aspereza de lo que era mi intención.
—Tú prométeme una cosa —dice Pip. Revuelve en su bolso y saca un boli y una libreta—. Si ves en Claudia algo que te inquiete, de día o de noche, prométeme que me llamarás. Siempre llevo el teléfono conmigo. Ya sabes, por si acaso. —Vuelve a darse unos golpecitos en la tripa. Me apunta el número y arranca la hoja—. Esperaba que a lo mejor tú pudieras hablar con ella. A lo mejor podrías convencerla de que deje ya de trabajar.
—¿Yo? —Dudo que hiciera caso de nada que yo tuviera que decirle. Miro el papelito y me lo guardo en el bolsillo de los vaqueros. Noto la llave contra mis dedos—. Claro, no te preocupes.
Nos terminamos el té y vamos dando un paseo hasta el colegio. El patio es un hervidero de actividad: madres bien abrigadas, bebés lloriqueando en sus carritos y niños de preescolar colgados del castillo de barras metálicas congeladas. Pip me presenta a algunas amigas suyas, pero no tiene sentido que me quede con sus nombres ni que intente conocerlas mejor. Dentro de poco ya me habré ido, no seré más que un recuerdo desagradable, un mal sabor de boca, rumores que corren por ahí. «¡Qué horror! ¿Cómo pudo desaparecer después de algo así?».
De vuelta en casa, planto a los niños delante de un DVD. Les doy un vaso de leche y un trozo de bizcocho a cada uno. Con eso deberían estarse calladitos durante por lo menos media hora. Cierro la puerta de la sala y, al otro lado del recibidor, meto la llave en la cerradura del estudio.
Una vez dentro, comienzo mi meticuloso y metódico trabajo. No tardo en descubrir que podría llevarme una eternidad. Hay que inspeccionar decenas de carpetas, leerlas, estudiarlas. Hay que tomar fotografías de cada paso y documentarlo todo. ¿Cómo, si no, voy a construirme una imagen clara? ¿Cómo, si no, voy a conseguir lo que quiero de ellos?
Suena el teléfono. El supletorio del escritorio de James emite un eco estridente del timbre principal del recibidor. El identificador de llamadas me dice que es Claudia.
—¡Hola! —contesto con alegría, aunque me tiembla la mano y el corazón me late con tanta fuerza que me cierra la garganta. El momento tan oportuno de su llamada… hace que me pregunte si sabe exactamente qué estoy haciendo.