Lorraine vio al fotógrafo forense colocarse a horcajadas sobre una mancha de sangre con una forma parecida a la de Australia. Se puso los plásticos protectores sobre los zapatos y entró a desgana en la habitación. Adam entró tras ella. Todavía no había abierto la boca. Ni falta que hacía. Su rostro expresaba asco y desesperación suficientes como para poder seguir en silencio.
Nada más recibir la llamada habían dejado lo que estaban haciendo, así que llegaron al escenario del crimen solo unos momentos después de que se hubiesen llevado a la niña embarazada al hospital, apenas viva. Su vida pendía de un hilo, les dijeron, y los médicos no estaban seguros de si lo lograría. A ella le habían abierto el abdomen, pero no les habían informado nada acerca del bebé.
Lorraine miró en derredor. El fantasma de la joven parecía flotar aún en el aire, gritando con un miedo y un pánico que se hacían evidentes en el desastre que había quedado atrás. De no haber llegado justo entonces su amiga, que había llamado a urgencias, ya estaría muerta. Adam y Lorraine estudiaron el escenario del crimen como si hasta el más tímido aliento pudiera destruir una prueba esencial. Igual que la última vez, aquello no tenía sentido.
—¿Alguien a quien ella conocía? —sugirió Lorraine, cerrando los ojos para ahogar otra náusea. La habitación olía a sangre fresca.
—Es posible. No hay señales de que hayan forzado la puerta —comentó Adam, mirando hacia la entrada.
—¿Quién querría hacer algo así?
Recorrieron el aciago apartamento con la mirada. No había mucho que ver. Una minúscula cocina con unos viejos fogones de gas ocupaba el espacio de un armario en un extremo de aquella vivienda social del ayuntamiento, mientras que la deprimente sala de estar (la única ventana quedaba medio tapada por el árbol perenne del exterior) contenía un solo sofá, que había quedado cubierto de sangre, y un viejo televisor portátil. El dormitorio estaba totalmente ocupado por una cama de matrimonio y una cuna de madera que estaba llena hasta arriba de lo que parecía ser ropa lavada. O por lo menos Lorraine supuso que estaba limpia.
—La amiga de la víctima la encontró en ese sofá de ahí. —Adam recorría a grandes pasos la zona de la sala. Estaba estorbando al fotógrafo.
Lorraine le echó un vistazo. Casi todo el velvetón color crudo había quedado convertido en rojo óxido. Coagulada y cuarteada ya en el borde de las manchas, la sangre había dejado un estampado sorprendente. Si se miraba el sofá entrecerrando los ojos, casi podía pensarse que su nuevo aspecto respondía a un estilo buscado, un estilo macabro.
—Iba a ponerse de parto cualquier día de estos.
Se miraron uno al otro, el resto de su vida había quedado en suspenso por el momento.
—La amiga nos espera aquí al lado, en casa del vecino —dijo Adam, y luego contestó una llamada a su teléfono.
Lorraine volvió a salir al rellano de la planta. Aquel espacio oscuro y vacío apestaba a orines y marihuana. Un grupito de jóvenes se había reunido en lo alto de la escalera de cemento.
—Fuera de aquí todo el mundo —ordenó Lorraine mientras se quitaba las fundas de los zapatos. Las metió en una bolsa y se las dio al agente que hacía la guardia para que las tirara. Los chicos se la quedaron mirando sin más. Uno soltó un eructo. Lorraine volvió a sentirse anciana.
La puerta del piso número 73 estaba abierta de par en par, así que entró directamente. Dentro se oía el suave llanto de una chica y, por encima, la tranquilizante y persuasiva entonación de una agente bien entrenada. Al cruzar la sala de estar (el piso tenía la misma distribución que el de al lado, pero en disposición simétrica), Lorraine oyó la voz áspera de un anciano que intentaba ayudar y el entrechocar de unas tazas.
—¿Hola? —dijo, y dio unos golpes en la puerta de la sala—. Soy la inspectora Fisher —añadió, y entró sin esperar respuesta.
Había una joven sentada sobre un charco de dolor en un sillón de orejas de color verde. La chimenea de gas escupía un calor feroz y seco. Caían gotas de condensación por el cristal de la ventana, sobre cuyo alféizar se veía una corteza de años de moho; una imagen imitaba de forma curiosa la cara de la joven, las lágrimas de sus ojos y el rímel corrido. No podía tener más de veinte años.
—Siento mucho lo que le ha pasado a tu amiga. ¿Tenéis ya alguna noticia del hospital? —Todavía no era una investigación de asesinato, a menos que el feto hubiese muerto.
Como la chica no logró responder nada, la agente se volvió y se encogió de hombros.
—Lo único que sabemos es que seguía viva cuando se la han llevado, señora. Emma está muy inquieta. Quiere ir al hospital a ver a su amiga. Carla —añadió la agente, por si la inspectora no conocía el nombre de la víctima.
—Gracias, cielo —dijo Lorraine, que al ver la juventud de la agente se había sentido doblemente maternal. Tomó asiento en el borde de un pequeño sofá a juego con el sillón.
El anciano, que debía de ser el ocupante del piso, llegó con tres tazas de té en una bandeja.
—Ahora necesitaremos una más —gruñó, mirando a la detective—. ¿Azúcar?
—Yo no tomaré nada, gracias —rechazó Lorraine. La higiene de aquel lugar era dudosa—. Ha sido muy amable por abrirnos su casa. Pronto nos iremos, en cuanto Emma se recupere un poco.
—No me molestan —dijo el hombre, y se rascó su incipiente calva. Unos copos blancos cayeron flotando hasta sus hombros. Tenía la chaqueta marrón de punto cubierta de pedacitos de piel—. Se ha puesto a aporrear la puerta como si hubiera fuego —explicó. Su voz estaba rebozada de flemas y él se esforzaba por aclararla. Se llevó un momento la mano a la entrepierna—. Cuando la he dejado pasar gritaba que quería el teléfono. Yo pensaba que todo el mundo tenía ya un móvil de esos.
—Gracias, ¿señor…? —Lorraine quería hablar con Emma. El viejo tendría que esperar.
—Duggan —informó el hombre.
—Ahora tengo que hablar con Emma. Dentro de nada podremos comentar lo que ha oído usted.
El anciano masculló algo y desapareció en la cocina. Oyeron más ruido de vajilla.
—Emma —dijo Lorraine—, quiero que me cuentes todo lo que te ha sucedido esta mañana.
La agente le alcanzó el té a Emma. Las manos de la chica temblaron al coger la taza, así que se vertió un poco en los pantalones grises de tosca tela de chándal. De todas formas ya estaban sucios, comprobó Lorraine. Sin embargo, la sudadera rosa y azul que llevaba por encima parecía limpia, y en ella se leía el desgastado nombre de un grupo, quizá alguien a quien había ido a ver hacía años. Le quedaba pequeñísima. Su pelo, a mechas rubias y de un castaño desvaído, estaba recogido en una cola de caballo prieta y alta. Su vida, su aspecto, su pasado, sus perspectivas no podían ser más diferentes de los de las hijas de Lorraine.
Y entonces recordó que la mayor de ellas pensaba dejar su acogedor hogar y a una familia que la quería, seguramente para lanzarse de cabeza a una existencia de madre soltera pendiente de los subsidios públicos. Quizá no fueran tan distintas al fin y al cabo.
—He venido a ver a Carla, ¿vale? —empezó a explicar la chica. Sus palabras se intercalaban con resuellos y sollozos y ataques de hiperventilación—. Íbamos a tomarnos un batido o algo así. —«Algo así» era «algo asín». Lorraine empezaba a impacientarse—. He llamado pero no me contestaba nadie y entonces he oído algo, como un animal herido o algo así, ¿vale? O sea que he entrado. La puerta no estaba cerrada.
—Sigue.
—No me podía creer lo que había ahí. Nada más entrar en la sala, y antes también, me ha venido ese olor. Una peste a sangre y mierda. —Emma tuvo una pequeña arcada al recordarlo—. Luego he visto a Carla tirada en el sofá y he pensado que estaba muerta, ¿vale? —Miraba directamente a Lorraine. Sus ojos eran de un castaño aterciopelado, casi no se le distinguían las pupilas tras las lágrimas y la tristeza—. Estaba en bolas, menos por el suje. Tenía sangre por todas partes. En la cara, en los brazos, en las piernas. ¡Joder! —Emma hundió la cara en sus manos y se echó a llorar. La agente sacó unos pañuelos de papel—. Tenía ese tajo enorme en la barriga y era como si estuviera haciendo fuerza, o empujando, como si su cuerpo no supiera lo que hacía.
—Y, aparte de Carla, ¿no había nadie más en el piso?
Emma negó con la cabeza.
—Ha abierto los ojos y me ha mirado. Por un segundo ha sabido que estaba ahí con ella.
—¿Te ha dicho algo?
Emma se detuvo y pensó.
—Solo ha dicho «Ayúdame» y luego se ha desmayado otra vez. Yo me he puesto a gritar y me he venido corriendo aquí para llamar por teléfono. —Volvía a jadear. Se sonó la nariz y se enjugó las lágrimas con los pañuelos llenos de mocos—. He llamado a la ambulancia y a la policía. Han venido enseguida y se la han llevado. Yo he estado con ella hasta que han llegado y cuando he querido acompañarlos no me han dejado. Me han dicho que tenía que quedarme a hablar con usted. ¿Se va a morir?
Lorraine se irguió en su asiento.
—Sinceramente, no sé qué responderte a eso. No tardarán en informarnos desde el hospital. Háblame del padre del bebé, Emma. ¿Sabes quién es?
—No —contestó la chica, como si fuera una pregunta tonta—. Eso no lo sabe ni Carla.
Carla Davis seguía en quirófano cuando Lorraine y Adam llegaron al hospital Queen Elizabeth. Los recibió la hermana de la unidad, que les dijo que la llevarían a cuidados intensivos al cabo de una hora como mucho.
—No esperen demasiado de ella —añadió. La hermana, más o menos de la edad de Lorraine, era una mujer fornida y de poca estatura, pelirroja, con unas gafas de montura verde cuyos cristales le hacían los ojos el doble de grandes de lo normal—. La encontrarán algo mareada por la anestesia y hasta arriba de fármacos. Yo diría que no estará en condiciones de responder a ninguna pregunta hasta por lo menos mañana por la mañana. —Asintió, poniendo un firme punto y aparte—. Pueden esperar aquí si no tienen nada mejor que hacer. —Añadió luego, mirándolos a ambos con suspicacia.
Cuando la hermana los dejó para que decidieran, Lorraine salió en busca de la máquina de bebidas. Al regresar, Adam estaba hablando por el móvil y colgó en cuanto la vio volver. A ella se le hizo un nudo en el estómago. Se mordió los carrillos por dentro y le pasó a su marido una botella de agua.
—¿Cuánto rato esperamos? —preguntó.
Vio que Adam estaba a punto de dar una respuesta meditada cuando, de repente, oyeron jaleo y ruidos procedentes del puesto de enfermería.
—¡Quiero verla ahora mismo! ¡Que soy su padre, joder! ¡Déjenme verla! Tengo derecho y lo saben…
Se acercaron a ver qué ocurría. La joven del piso, Emma, intentaba tranquilizar a un hombre vestido con vaqueros negros y una chupa de cuero de motorista. Llevaba un casco debajo del brazo y unas botas altas de hebillas que le llegaban hasta la rodilla. Apestaba a tabaco. A la hermana se le había unido un enfermero, y entre los tres no estaban consiguiendo mucho por hacerlo callar.
—Esto es un hospital. Tiene que hablar más bajo y respetar lo que le dice la hermana. —Tampoco el intento de Adam por disciplinarlo tuvo mucho mejor resultado.
El hombre dio media vuelta.
—Y usted ¿quién cojones es? —Su rostro era una mezcla de ira y miedo.
—La policía, así que más le vale dejarlo ya —respondió Lorraine con cansancio.
—No me diga lo que tengo que hacer, joder. —Dio un paso al frente. Lorraine y Adam se acercaron más a él, preparados para inmovilizarlo—. Acaban de apuñalar a mi hija así que no me vengan con la gilipollez de que…
—¿Señor Davis? —lo interrumpió Lorraine. El hombre asintió, arrugando toda la cara. Lorraine pensó que iba a venirse abajo—. Estamos aquí por el caso de su hija. Ahora mismo está en quirófano.
—¿Lo ves, Paul? Ya te he dicho que la iban a curar, ¿te lo he dicho o no? —La esperanza de Emma era… bueno, desesperada, pensó Lorraine. Por lo que había oído sobre las heridas de Carla tenía menos de un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir.
—¿Podemos hablar con usted, señor Davis, mientras esperamos a saber algo de su hija? —preguntó Lorraine—. Podemos hablar ahí mismo. —En cuanto Paul Davis mostró una pizca de conformidad, ella encabezó la marcha hacia la sala de visitas.
Se sentaron en unas sillas plegables de plástico que estaban dispuestas alrededor de una vieja mesa de café de madera, toda cubierta de revistas. La pierna de Paul Davis no hacía más que moverse arriba y abajo mientras sus manos atusaban infatigablemente los ralos mechones de pelo que le caían sobre las orejas. Emma se sentó en silencio, los fluorescentes zumbaban por encima de ellos y lo hacían todo bastante surrealista. De vez en cuando se oía el pitido de una máquina en alguna habitación y veían pasar a una enfermera corriendo. Sonaba el teléfono, los celadores recorrían los pasillos con camillas traqueteantes, algunas vacías, otras con pacientes conectados a goteros y monitores.
Lorraine formuló las preguntas con todo el cuidado y el tacto de los que fue capaz.
—Carla es todo lo que tengo —les dijo Paul—. Es muy independiente. Le gusta ir a su aire. —Su voz era ronca, como de fumador empedernido.
—¿Tiene a su madre cerca? —preguntó Lorraine.
—Murió hace un par de años. —Se detuvo un momento—. Nunca pensé que pudiera pasarle algo así a Carla. Dicen que la han apuñalado. ¿Quién le haría eso a una niña embarazada? —El hombre se retorcía en su silla. Tenía el rostro transido de dolor y no dejaba de frotárselo con las manos—. No podría soportar perderla a ella también.
Lorraine miró a su marido. Sabía perfectamente que, igual que ella, también Adam estaría sintiendo una lástima espantosa por aquel hombre. Y era consciente de que la sorpresa por el anuncio de Grace seguía pesando en el pecho de él tanto como pesaba en el de ella.
—¿Carla tiene novio? —preguntó Adam, mostrando así que su razonamiento seguía la misma línea que el de Lorraine.
—Había tenido varios. ¿No es lo que hacen todas las niñas de ahora? —Miró a Emma. Esa única mirada interrogante le dijo a Lorraine que en realidad no tenía ni la menor idea sobre la vida que llevaba su hija.
La chica se había ido de casa, vivía de subsidios públicos y, si supieran la verdad, seguramente descubrirían que no veía a su padre desde hacía meses. ¿Sería así como terminarían las cosas entre Grace y ellos?
—Carla había tenido varios ligues de una noche. Cuando se enteró de lo del bebé estuvo encantada —explicó Emma, quien sin duda sería la mejor fuente de información hasta que pudieran hablar con la propia Carla, pensó Lorraine—. No ha tenido mucha suerte con los novios y eso. Mientras estuvo en acogida…
Emma recibió una brusca patada de Paul en la espinilla.
—¿En un hogar de acogida? —preguntó Adam.
—No fue nada —respondió Paul enseguida. El balanceo nervioso de la pierna empezó otra vez—. A Sandy y a mí, bueno, a veces nos resultaba difícil. Pensamos que sería mejor que alguien cuidara de Carla. A veces era una niña complicada.
Tanto Adam como Lorraine pensaron que no podía pasárseles ponerse en contacto con los servicios sociales. Habría un expediente del caso, la triste historia de siempre: una familia destrozada por culpa de la falta de dinero, las drogas, el alcohol, la pereza, la violencia o cualquier combinación de algunos de esos factores. Puede que descubrieran algo útil.
La hermana entró en la sala con el rostro expectante y porte reservado. Todo el mundo se la quedó mirando.
—Carla ha salido ya del quirófano. Está estable. Las cosas han ido lo mejor que podían ir. —Respiró tan hondo que pareció acaparar todo el aire de aquella triste sala.
—¿Las cosas? —preguntó Lorraine, que se puso en pie. También el padre de Carla se levantó y se acercó a la enfermera con un gesto ligeramente agresivo. Adam se puso al instante junto a él, vigilando cada uno de sus movimientos.
—Es la niña, me temo —siguió explicando la mujer—. No han podido hacer nada por salvarla.
—Pero ¿Carla se pondrá bien? —quiso saber Paul, lidiando con sus sentimientos.
—Hay muchas probabilidades de que así sea —respondió la hermana.
El hombre se puso a sollozar y logró derrumbarse de nuevo en la silla con la ayuda de Emma. Lorraine le hizo una señal a Adam para dejarlos solos a los dos en la sala de visitas. Esperaron en el pasillo y al cabo de diez minutos vieron cómo trasladaban a una joven pálida en una cama con protecciones laterales a una habitación. Los celadores les hicieron un gesto con la cabeza al darse cuenta de que estaban allí, observándolos. La chica no parecía mucho mayor que Grace. Inconsciente, con aspecto de niña de la calle, conectada a un gotero y un monitor portátil, era evidente que ese día no podrían hablar con ella.
—Yo me quedo a esperar —dijo Adam al tiempo que consultaba su reloj—. Tú vete a casa. Grace volverá pronto del colegio y necesita a su madre. —Le dio un apretón en el brazo. Lorraine se quedó mirando la mano de él sobre su chaquetón antes de quitársela de encima—. A ver si tú puedes convencerla.
Durante el trayecto de vuelta, Lorraine llamó a su unidad para comprobar si había novedades. El agente Barrett le dijo que, aparte de estar en libertad condicional por robo, Carla Davis era heroinómana y su hijo ya estaba registrado como caso de riesgo en Protección de Menores. Seguramente se lo habrían llevado a un hogar de acogida nada más nacer.
Lorraine aparcó frente a su casa. Cerró el coche con llave y entró.
—¡Ya he llegado! —exclamó.
Como siempre, no obtuvo respuesta. Oyó el ritmo amortiguado de una música que bajaba desde el piso de arriba. Después, una puerta que se abría y unas risas más fuertes mientras una de sus hijas cruzaba el descansillo corriendo para llegar al baño y cerrar de un portazo. Momentos después, más risas infantiles.
«Mis preciosas niñas», pensó Lorraine con orgullo. Una dulce sonrisa se coló en su rostro mientras dejaba el chaquetón en la barandilla. Pero entonces volvió a recordar todo lo que tenía encima y se le hizo otra vez un nudo en el estómago.