Hoy es el día en que pierdo a mi marido.
Me doy media vuelta en la cama con la esperanza de que, si no abro los ojos, si no me despierto del todo, puede que no llegue a suceder. No deseo que se vaya. Mi amor. Quiero que seamos una familia completa. Pronto seremos cinco. La adrenalina me revuelve el estómago al pensar que sucederá mientras él está fuera.
«Es una de las maniobras militares más importantes del año, mi vida».
«Pero es en el Mediterráneo».
Ni siquiera le está permitido decirme el nombre en código de la operación. Solo que será en el Mediterráneo. En algún punto de ese mar. Para mí el Mediterráneo es un lugar de sol, biquinis, cenas románticas y baile hasta pasada la medianoche. Para James significa largas semanas de encierro a bordo de un submarino con un centenar de tripulantes más, guardias de seis horas y un camarote compartido con misiles, respirando aire procesado.
Me acodo para incorporarme. Mis pies buscan las zapatillas. Por fin, tras anudarme la bata sobre la mole de mi barriga, voy, dando pasos suaves, hasta nuestra habitación y me encuentro la cama vacía. Ya se ha levantado y tiene que irse a las diez en punto. No ha podido decirme cuánto tiempo exactamente tendrá que estar fuera, pero serán entre seis y ocho semanas. Sé que vio cómo calaba el dolor hasta lo más hondo de mi mirada.
—Cuando vuelvas ya la tendremos aquí. —De pie en el umbral de la cocina, frotándome el vientre, intento que mi voz suene optimista. Él le da bocados a una tostada mientras hojea The Times, abierto sobre la encimera, con una taza de café en la mano. Levanta la vista—. Ya avisé de que hoy llegaría tarde al trabajo. Quiero quedarme para despedirme de ti.
—Cariño —dice, y se acerca a darme los buenos días.
Siento su cuerpo, cálido y fuerte, como si de algún modo estuviese preparándose para los largos días y las largas noches en alta mar. No verá el sol ni la luna. No sabrá en qué momento estaré abrazando por primera vez a nuestra hija ni cuándo buscará ella mi cuello intentando succionar, ansiosa por alimentarse. No oirá su primer llanto.
—Intenté advertirte —me dice con ternura, pero también medio en broma— de lo que era casarse con un marinero. —Percibe mi desesperación.
A veces desearía que lo hubiera abandonado todo, que se hubiera retirado y hubiera dejado la carrera militar. No es que vayamos justos de dinero. Ni muchísimo menos. Incluso sin su sueldo de la Armada, James cuenta con un buen capital. «Demasiado para tener que hablar de ello», me dijo una vez en un susurro tontorrón cuando le pregunté si era muy rico. «Eso se lo dejo a mi contable». Entonces, ¿por qué se pasa tantas horas escondido en su estudio ocupándose de los papeles cuando está de permiso? Una vez le insinué que buscara a un contable mejor y él se puso a la defensiva. «El bufete de Jersey se ha ocupado de los asuntos de la familia desde hace décadas. Es dinero viejo. Esas cosas no se cambian».
Cuando habla de «asuntos de la familia» o de «dinero viejo» se refiere a los Sheehan. Él lo heredó todo de su primera mujer, Elizabeth, cuando murió. Al principio de nuestra relación, recuerdo que los hermanos de ella venían a ver a James y celebraban con él largas reuniones a puerta cerrada. Una vez oí gritos. No quise pecar de entrometida, pero en parte por eso he seguido trabajando, para no dilapidar la fortuna de una mujer muerta. No me sentiría bien. Creo que James piensa lo mismo de su carrera en la Armada.
—¿Café? —pregunta mientras me sirve uno. Me lo acerca y yo me siento en un taburete—. Quiero que le pongas el nombre tú sola —me dice con solemnidad—. Confío en ti. Que te ayuden los niños a decidir uno.
Aunque ya hemos hablado muchas veces de qué nombres nos gustan, todavía no hemos elegido el definitivo. Yo dije que tendríamos que verla antes de decidirlo, pero entonces James llegó con la noticia de que no estaría aquí cuando naciera.
Sonrío al pensar que los niños le pondrán el nombre a su hermana. Ya oigo ruidos en el piso de arriba, Zoe debe de estar preparándolos para el colegio. Los quiero muchísimo y los trataré como hasta ahora, pero no puedo evitar pensar que esta nueva niña, mi niña, me inspirará unos sentimientos algo distintos. Ella sí que será de James y mía; será un auténtico símbolo de nuestro amor, del compromiso que hemos adquirido. Estoy impaciente por traerla a nuestra familia. Solo espero que los gemelos la quieran tanto como yo.
Me levanto y voy a la nevera, pero tropiezo por el camino. Me apoyo en la pared.
—¡Ay, me está dando patadas! —Supongo que mi traspiés la ha despertado—. Corre, pon la mano. —James se acerca y guío su mano hasta el punto en concreto—. Ahí.
—Sí, ya la noto. Se estará despidiendo de mí. —Sonríe encantado con lo que siente en la palma de su mano.
Los gemelos entran en la cocina a la carga, limpitos y recién arreglados, con sus camisas blancas y sus jerséis grises. Si soy sincera, Zoe ha representado una gran ayuda para la organización doméstica, y prácticamente siento vergüenza del recelo que tenía al principio con ella. Reconozco que incluso me apetece contar con un poco de compañía femenina mientras James está embarcado.
—¡Chicos! —exclama su padre, que dobla las rodillas y rodea a cada uno de sus hijos con un brazo—. ¿Sabéis qué día es hoy?
—Mmm, sí —dice Noah con aire taciturno—. Es el día que papá se marcha. Es una caca.
Oscar agacha la cabeza y se le escapan unos gimoteos sincopados. James los abraza con más fuerza y yo me siento celosa y orgullosa a la vez de ese vínculo masculino que comparten los tres.
«¿Quién habría dicho —me confesó una vez: una noche de Fin de Año, de hecho, en que los dos habíamos bebido mucho—, quién habría imaginado que a mis hijos los criaría con tanto cariño alguien que no seríamos Elizabeth y yo?». Después me obsequió con interminables recuerdos de su primera mujer y él, del gran sueño que habían compartido (la casa en el campo, cuatro retoños, perros, ponis), y de cómo se lo habían arrebatado todo en los seis breves meses que transcurrieron desde el diagnóstico hasta la muerte de Elizabeth. James me contó que ella le había hecho prometer que elegiría con mucho cuidado a una nueva madre para los niños. Eso resultó en cierta medida un consuelo para mí, supongo, mientras intentaba pasearme alegre por la fiesta con mi vestido rojo nuevo. James se disculpó a la mañana siguiente.
—Anda, tontorrones, pero si habré vuelto antes de que os deis cuenta y, además, ¿sabéis qué?
—¿Qué? —exclaman los niños al unísono.
—Vais a tener una sorpresa muy especial que enseñarme, ¿a que sí?
Al oír eso, los gemelos se yerguen y parecen contentos. Me miran a mí y Noah dice:
—Una hermanita nueva.
Ya se lo hemos explicado todo. Me parece que comprenden bastante bien la situación. No recuerdan a Elizabeth, aunque James y yo nos esforzamos por incluirla en la conversación cuando lo creemos apropiado. Es duro pero necesario. Ella era su madre. Yo, intento serlo.
—Pero yo quiero tener a la hermanita ya —dice Oscar lloriqueando.
Zoe ha estado todo este rato colocando en la mesa platos y tostadas y cereales y fruta. Saca también mermelada de fresa y un bote de Marmite, deja leche y un tetrabrik de zumo en el centro y luego va a por una taza y se sirve café. De repente me siento muy afortunada y la impaciencia por tener a mi niña en brazos me hace temblar de emoción, aunque intento no pensar en el dolor y la angustia de ese momento, de regresar a casa, instalarla y finalmente tener que volver al trabajo. Después de todo lo que he pasado me parece más que imposible, inverosímil.
—Vamos, Oscar y Noah —entona Zoe con alegría—. Daos prisa y acabaos el desayuno o llegaremos tarde.
El ajetreo de la mañana prosigue más o menos como siempre, solo que cuando los niños se han lavado los dientes, han cogido las bolsas con la comida que les ha preparado Zoe y se han puesto los zapatos y el abrigo, todo vuelve a quedar bastante triste.
—Adiós, papi —gimotea Oscar—. Ten cuidado debajo del agua. —Recuerdo el miedo que le entró en el acuario y me doy cuenta de que seguramente estuvo causado por lo que sabe de las aventuras navales de su padre. Dudo que de verdad hubiera alguien acechando en su habitación.
—Adiós, papá —exclama Noah. Le gusta decir «papá» y no «papi», como hace Oscar. Le hace sentirse más adulto—. Pásatelo bien con los pececitos. —Sonríe mucho y saca un tubo de caramelos de frutas medio vacío del bolsillo de su abrigo. Se le ha iluminado la cara.
—Ni hablar del peluquín —digo yo, y le quito los caramelos. Noah se enfurruña.
—Tenéis que mantener el orden a bordo hasta que vuelva a casa, ¿entendido, niños? Cuidad de… Cuidad de mamá.
No sabe la delicia que es para mí oír que me llama «mamá».
—Habré vuelto antes de que os deis cuenta. —James nos dedica un saludo militar y les pone a los dos niños la capucha sobre la cabeza—. Fuera hace frío. ¡Toda precaución es poca! —dice, riendo—. Y ahora, en marcha o llegaréis tarde. —Sé lo duro que se le hace esto. Sus pequeñajos lo miran con cara pálida y expectante. James se agacha y les planta un beso en la mejilla a cada uno—. Os quiero mucho a los dos —dice, y yo suelto un suspiro de alivio.
—Yo también te quiero, papi.
—Yo también te quiero, papá.
Después de contestar a coro, los gemelos salen de la casa uno a cada lado de Zoe, que le dirige a James un simpático «Adiós y buena suerte». La puerta se cierra.
—Eso ha estado fuera de lugar —comento.
James se pasa las dos manos por la cara.
—Lo siento mucho —me dice—. Siento mucho no estar aquí para el día más importante de nuestra vida. Me odio por ello.
Me ha explicado que sí estuvo presente cuando nacieron los gemelos. Vio cómo el cirujano hacía una incisión en el vientre de su mujer y los sacaba: primero a Oscar, que salió pataleando, gritando y de color lavanda. Noah lo siguió unos minutos después, pero al principio estaba inerte y de un apagado tono grisáceo. Le pusieron oxígeno y lo frotaron con brío, pero tuvieron que llevárselo a la Unidad de Cuidados Intensivos. Elizabeth se culpaba a sí misma; la cesárea había sido la única opción a causa de su estado de salud. La pobre sabía que nunca vería crecer a sus hijos. No obstante, a la mañana siguiente le dejaron abrazarlos a ambos. Sanos aunque pequeños. Perfectos y suyos.
—Mira, James, no quiero oír nada más sobre esto. De verdad que creo que me volveré loca si no dejas de sentirte culpable. Soy una mujer adulta. Puedo con ello. Y tengo a Zoe. —Sonrío. Quiero que sepa que todo irá bien mientras él esté fuera—. Cuando vuelvas, tu nueva hija y yo estaremos esperándote junto a la ventana. Mientras tanto lucharemos por mantener la normalidad. —Me río. Es una risa nerviosa que sabe a miedo.
James asiente con la cabeza y se va a su estudio.
—Tengo que recoger algunas cosas. Ya he hecho el petate. Te avisaré cuando me vaya.
Es el momento, pienso, de retirarme y dejarle un poco de espacio antes de que se marche. Ya me ha avisado de que cerrará el estudio con llave hasta su regreso. Es algo que nunca ha hecho antes, pero me ha dicho dónde esconderá la llave. Supongo que Zoe no estará muy interesada en nada de lo que hay ahí dentro, pero comprendo la necesidad que siente James de asegurarse.
Subo a ducharme y cierro con pestillo la puerta del baño. Es un gesto automático, no una precaución consciente como la de James con su estudio. Me moriría de vergüenza si alguien entrara mientras estoy desnuda y me viera así. No puedo decir que me guste mi cuerpo ahora mismo. Me lo quito todo y me miro en el espejo. Pongo el agua de la ducha todo lo caliente que puedo soportar y dejo que me empape. Bajo la mirada hacia el plato de cerámica y me convenzo de que todo va bien, no hay sangre, no voy a tener ningún aborto natural. Me he prometido que eso no volverá a suceder. Nerviosa, con temores del pasado, respiro y suspiro de alivio al ver que el agua sigue bajando limpia. Cuando me echo el champú corre lechosa y espumosa entre mis pies.
Hora y media después, vestida con una túnica azul marino por encima de una camiseta negra de cuello alto, pantalones de trabajo de cinturilla elástica y unos mocasines muy prácticos, me seco el pelo, me pongo un poco de maquillaje y ya estoy lista para enfrentarme a la inminente separación.
Es un alivio saber que Zoe irá a recoger a los niños al colegio, lo cual me permitirá a mí sumergirme en una tarde de trabajo y distracción. Tendré que recuperar todas estas horas, y me obligo a prometer que no pensaré en mi marido hasta más adelante, cuando ya esté bien arropada en la cama. Entonces lo imaginaré preparando el submarino, poniéndose al día con sus colegas, compartiendo fotografías e historias familiares, concentrándose en sus obligaciones, zarpando, hundiéndose cada vez más hacia las profundidades, hasta que ya nadie sepa dónde están. El HMS Advance no será más que una onda en la superficie del agua.
Nos besamos. Nos abrazamos. James se agacha y deja los labios posados un rato en mi barriga.
—¿Lo has notado? —pregunto.
—No —responde con tristeza.
—Ha sido una patada, pero muy por dentro —le digo—. Quiere salir.
Otro beso, un abrazo y ya se ha ido. Así es como lo hemos hecho siempre.
Oigo a Zoe trajinando en la cocina.
—Bueno, pues ya está —anuncio, dejando caer las manos a mis costados—. James se ha ido.
—¿Un té? —me propone. Ladea la cabeza y esconde los labios hacia dentro en una mueca de lástima. Enciende el hervidor de agua.
—Uno rápido.
He de irme enseguida. Tengo muchísimo que hacer.
—¿Cómo es que no has cogido aún la baja por maternidad? —pregunta.
Me río, contenta de que me distraiga para no sentir este agujero en el corazón.
—En el departamento siempre vamos a tope de trabajo. Estoy sana y puedo con todo, así que no hay motivo para dejar de ir hasta que salga de cuentas. —Ya le he hablado por encima de mi puesto como trabajadora social, pero no estoy segura de si lo ha entendido bien—. Además, así tendré más tiempo para conocer a mi niña cuando llegue. No quiero tener que volver a trabajar enseguida.
—Lo entiendo —dice Zoe, y se queda embobada mirando mi barriga, pero aparta os ojos en cuanto ve que me he dado cuenta.
—Ya lo sé. Estoy como una ballena, ¿verdad? Y no tamaño orca, no, parezco toda una señora ballena azul. —Me echo a reír mientras nos sentamos juntas a la mesa de la cocina. Yo tengo que retirar la silla, mientras que Zoe puede deslizarse con agilidad entre la mesa y el banco que tenemos contra la pared—. Recuerdo vagamente que una vez tuve tu talla. —Lleva unos vaqueros y una camiseta negra que se le sube al sentarse. Veo que envuelve su taza con los dedos—. ¿No te mueres de frío? —pregunto, sintiéndome de pronto como su madre, aunque su edad y la mía lo harían imposible.
Ahora le toca a ella reírse, con lo que parece un duendecillo travieso. Sus ojos lanzan destellos azules.
—No, estoy bien. Y no te preocupes, los niños han ido con abrigo al colegio.
—Lo siento, no pretendía parecer…
—Me gusta que te preocupes. —Zoe baja la cabeza. En lo alto se le ve una corona de pelo más oscuro que asoma a través del rubio.
—¿Todavía te resulta difícil? —Me refiero a la ruptura de la que me habló.
Silencio.
—Disculpa, no pretendía cotillear.
—Es complicado —confiesa.
—Al menos no hay niños de por medio.
Su cabeza se yergue de pronto y su mirada se endurece hasta ser de frío acero. Los nudillos de sus dedos, que aprietan más la taza, se vuelven blancos.
—No —dice, despacio, con dolor—. Al menos no hay niños.
—Zoe —añado con una voz lamentable. Me inclino hacia ella y le doy un abrazo, siento el tenue sobresalto de sus costillas cuando un sollozo sale de su cuerpo—. Lo siento mucho, no me había dado cuenta…
Conozco esa mirada: la mirada de una mujer vacía. La mirada de necesidad, de deseo, las ansias de alimentar a una criatura. La mirada de una madre incompleta. Bien sabe Dios que la he visto muchas veces en el espejo.
—De verdad que estoy muy contenta de tenerte aquí —le digo con sinceridad. Es lo más que puedo hacer de momento. Le aprieto la mano.
—Tengo que salir —dice ella entonces, y se va corriendo hacia el recibidor.
Un instante después, la puerta de entrada se cierra de un portazo y me quedo sola en la casa.