15

Lorraine dejó a Adam en el trabajo. Aunque esos días el caso Frith acaparaba gran parte de su tiempo, él le había dicho que aún tenía que ocuparse de algunos asuntos. Ella se había quedado allí de pie anudándose la bufanda alrededor del cuello y deslizando las manos en el interior de los guantes de piel de conducir, para después echarse el bolso al hombro. Había esperado que Adam la acompañara.

—Lo siento —se había disculpado él, levantando la mirada desde detrás de montañas de informes.

Lorraine salió de su despacho sintiéndose vacía, algo desconsolada y triste. Era la primera vez que se sentía así con él desde hacía siglos. Desde que se lo había confesado, concretamente.

—¿Grace? —llamó al llegar a casa—. ¿Stella? ¿Hay alguien?

Encontró a su hija mayor en la cocina, sentada a la mesa con varias carpetas del colegio y un libro de texto abierto frente a ella. A su lado había un plato con una tostada quemada sin probar y un vaso de agua. Lorraine se preguntó cómo podía estudiar con tan poca luz. La lámpara del techo estaba apagada y solo las bombillas de debajo de los armarios emitían un vago resplandor.

—Hola, tesoro. Eso tiene que alimentar mucho. ¿No has visto mi nota? —Agitó ante la cara de Grace las instrucciones que había garabateado a toda prisa esa mañana—. Hay estofado en la nevera. Cinco minutos de micro. ¿Demasiado complicado? —Estuvo a punto de preguntar dónde estaba Stella, pero entonces recordó que se había ido a pasar la tarde a casa de su amiga Kate. Seguro que la llamaría a eso de las diez para que fuese a recogerla.

Grace no decía nada. A Lorraine le dio la sensación de que estaba preocupada, sentada allí como un animalito abandonado, jugueteando con el lápiz y sin prestarle atención a sus libros ni por casualidad. Estaba decidida a solicitar plaza en la universidad, pero en esos momentos no se parecía en nada a la niña estudiosa que ella conocía.

—¿Te encuentras mal, tesoro? —Lorraine se colocó detrás de la silla de su hija y le retiró el pelo de la cara con delicadeza. Estaba un poco grasiento. Grace se apartó, así que Lorraine rodeó la mesa y se sentó frente a ella—. ¿Qué te pasa, Gracie? ¿Un mal día? —Y soltó aire con un enorme suspiro para hacerle ver que también ella había tenido uno complicado y que a lo mejor podían compararlos, compartir unas risas como hacían a veces—. ¿Gracie?

Era más que evidente que Grace no estaba leyendo sus apuntes. Miraba fijamente la mesa. En la vieja superficie de pino se veían las manchas de años de vino derramado, cercos de tazas de café caliente, surcos abiertos por las niñas a lápiz, a compás, a uña en pleno ataque de aburrimiento, y lo que parecía ser un resto de la cena del día anterior pegado aún en un mantel individual. La historia contenida en aquel mueble no podía ser ni mucho menos tan cautivadora. No, los ojos de Grace estaban contemplando algo muy lejano, y allí sentada, con su uniforme arrugado (detestaba que en su colegio todavía les hicieran llevar uniforme a los de último curso, cuando en otros centros de la ciudad se olvidaban de ellos al empezar el bachillerato), podría haber pasado por una desgraciada niña de catorce años en lugar de la joven feliz y prometedora de diecisiete que Lorraine sabía que era.

—Será mejor que te planchemos una limpia para mañana —le dijo a su hija, inclinándose hacia delante y deslizando un dedo sobre la camisa blanca del uniforme—. Se ve un poco usada. —Le dio unos golpecitos en la nariz, pero Grace volvió a rehuirla—. ¿Te apetece un té?

Nada. Ninguna respuesta.

Lorraine ya había tenido bastante. Se levantó.

—Si no me cuentas lo que te pasa no podré ayudarte, así que no diré ni una palabra más.

—¿Es así como interrogas a tus delincuentes? —preguntó Grace de pronto. Su voz temblaba al pasar por encima de cada palabra.

—No, con ellos soy mucho más blanda. —Lo dijo intentando quitarle hierro al asunto mientras colocaba el hervidor de agua en su base y lo encendía.

Se apoyó contra la encimera y, al ver la espalda de Grace, notó que tenía la columna un poco encorvada, lo cual hacía que sus hombros se adelantaran en un gesto protector y llegaran casi a taparle las orejas. La camisa se le había salido de la falda gris plisada, que ella insistía en llevar ridículamente corta. Sus leotardos negros de lana terminaban en unas zapatillas de andar por casa de velvetón rosa con unos lazos a cuadros rojos encima. Estaban viejas y muy gastadas en la punta.

«Sigue siendo una niña», pensó Lorraine.

—¿No tienes hambre o es que le pasa algo a lo que cocino?

—A la comida no le pasa nada —respondió Grace.

—¿Te caliento un poco? A lo mejor ceno algo contigo. Hoy papá volverá tarde. —Fue con cuidado para no imprimir resentimiento en su tono.

No habían compartido la confesión de él con las niñas, y ambos tenían la intención de que siguiera siendo así. Pero a veces, solo a veces, a Lorraine le hubiese gustado desahogarse con Grace, que su hija le acariciara la cabeza, para variar, que le trajera pañuelos y una bolsa de agua caliente y luego vieran juntas una película mala mientras se zampaban una tonelada de chocolate. ¿Cuántas veces no había hecho ella eso por sus niñas a lo largo de los años?, pensó mientras en su mente se agolpaban los recuerdos de incontables sesiones de consuelo tras la pérdida de mejores amigas, o unas malas notas en el cole (Stella) o males de amores (en el caso de Grace). Cada uno de esos disgustos había sido para sus hijas, a su manera, tan enorme como la mierda en la que estaba ella metida hasta el cuello con Adam. Y lo más idiota de todo era que aún lo quería.

—¿Qué? —Grace cambió de postura en la silla, se volvió y vio que su madre la estaba mirando.

Ay, por Dios, no habría dicho todo eso en voz alta, ¿verdad?, se preguntó Lorraine.

—Estás pálida y se te ve cansada. No pienso aceptar un no por respuesta. Voy a calentar el estofado y…

—Me voy —dijo Grace con firmeza, y se volvió de nuevo hacia sus libros, como si algo la ilusionara de pronto.

Lorraine frunció el ceño y empezó a calentar la cena.

—Seguro que tienes tiempo de comer algo antes de irte. —Mentalmente iba repasando el horario de su hija. ¿Cómo que irse? ¿Qué tenía esa noche? ¿El club de teatro? ¿Iba a recogerla Matt? ¿Iban a salir… al cine, a la bolera?

A medida que el estofado se calentaba, un reconfortante aroma a cebolla, ajo y vino tinto se extendió por la cocina. Lorraine se sirvió una copa de merlot.

—Quiero decir que me voy, mamá.

—Hoy no tienes teatro, ¿verdad? —preguntó Lorraine, desconcertada. Grace no contestó. Bueno, debía de haber quedado con Matt—. ¿Y adónde vais, tortolitos? Intenta volver a casa antes de las nueve y media.

Más de una vez había tenido que impedir que Adam bajara la escalera a la carga y saliera a la calle para arrancar la boca de Matt de los labios de su hija mientras ellos se dedicaban una larga despedida. Matt era un chico agradable, pero al ser mayor que Grace y tener su propio coche, gozaba de mucha libertad. Una libertad que pretendía disfrutar al máximo con su hija.

—No voy a salir a ningún sitio esta noche —dijo Grace con impaciencia—. Me voy de casa. Para siempre.

A Lorraine se le cayó la cuchara de madera en la cazuela. La miró mientras se hundía. Dio un largo trago de vino y caminó hasta el interruptor de la luz. Con un contundente clic iluminó toda la cocina.

—¿Qué narices estás diciendo?

—No puedo hablar más claro, mamá. —Sus ojos volvían a perderse en la nada—. Es que estoy harta de vivir aquí.

Lorraine se quedó mirando a su hija, intentando leer el resentimiento oculto tras sus ojos cansados. Parecía agotada. ¿Habría estado comiendo como Dios manda? Lorraine no podía estar segura y, con toda la presión de los exámenes que se acercaban y la carga de actividades extraescolares a las que estaba apuntada, no era de extrañar que se le hubieran fundido los plomos y anduviera ideando locuras. Seguro que, por la mañana, todo habría pasado ya.

—Entiendo muy bien cómo te sientes —dijo. Una frase estándar sacada directamente de un manual de cómo ser padres. Sabía que en realidad no significaba nada; y no significaba nada porque, si era sincera consigo misma, no tenía ni idea de cómo se sentía Grace.

—Mamá, no te molestes. Me voy a vivir con Matt. Lo tenemos todo pensado. Dejaré los estudios y nos casaremos.

«¡No!», Lorraine se obligó a no exteriorizar su explosión. Era todo tan repentino, sonaba tan terminante… ¿Qué mosca le había picado a Grace? Se sirvió más vino en la copa y, al volverse, se encontró con su hija de pie y recogiendo los libros.

—¿Qué haces? —Lorraine se llenó otra vez la boca de ese merlot que le ardía en la garganta.

—Guardar mis cosas. Y no te molestes en intentar hacerme cambiar de opinión.

—¿Y exactamente de qué crees que vas a vivir? —Temblaba solo con pensarlo. Su hija, su pequeña Grace, se iba de casa, dejaba los estudios y ¡se casaba! Un mal día que se había convertido en un día de mierda. El peor de su vida.

Grace consultó su reloj.

—Matt y yo buscaremos trabajo, claro. Yo ya he contestado a algunos anuncios. —Sonrió con languidez, lo cual hizo que Lorraine se sintiera como si todo fuese culpa suya. ¡Pues claro que era culpa suya, joder!—. No te preocupes, ya lo tenemos todo pensado.

—¿Y qué crees que tendrá que decir tu padre de este plan disparatado? ¿Y los exámenes, y la universidad, y el resto de tu vida? ¿Lo saben los padres de Matt? —Lorraine se puso colorada y notó que empezaba a salirle un sarpullido de sudor. En el otro extremo del espectro hormonal, no era momento para sufrir un sofoco.

—Mamá —dijo Grace con una risotada (¡una risotada!)—, estás exagerando tu reacción, como siempre. No puedes impedirme que haga lo que quiera. Y sí, por supuesto que los padres de Matt lo saben. Nos van a dejar una habitación para los dos hasta que encontremos piso.

Lorraine se sintió de pronto diez años mayor que al llegar a casa.

—Ni siquiera sabía que Matt y tú ya… —No terminó la frase, intentando rechazar la imagen de su hija y Matt juntos en la cama—. No me había dado cuenta… —«de que ibais tan en serio», pero no fue capaz de decirlo—. ¿Qué tiene de malo vivir aquí con nosotros, tu familia? ¿Y Stella?

—Mamá, que lo dejes ya. —Grace se echó el pelo hacia atrás—. Nos queremos y estamos prometidos. —Alargó de pronto la mano izquierda para exhibir un fino anillo de oro con una piedrita que brillaba débilmente—. Me comprará uno mejor cuando se lo pueda permi…

—¡Tú eres tonta! ¡Eres una niña tonta! —gritó Lorraine—. ¿De verdad crees que tengo tiempo para esto? —Temblaba a ojos vista—. Quítate esa idea ridícula de la cabeza ahora mismo y vete a acabar de estudiar o a hacer algo útil, como plancharte una falda.

—Ya se te ha olvidado, ¿verdad, mamá? —Grace estaba de pie con los brazos en jarras, sacando la barbilla hacia delante y con las cimas de sus prominentes pómulos ruborizadas. Todavía tenía los ojos hundidos y subrayados por unas ojeras grises, y Lorraine no pudo evitar fijarse de nuevo en lo delgada que estaba. ¿No hacía siglos que llevaba esa misma falda de uniforme?—. Una vez me prometiste que, pasara lo que pasase, hiciera lo que hiciese o me convirtiera en quien me convirtiese, siempre me querrías y me apoyarías y me respetarías.

Las palabras eran balas que se hundían directas en el corazón de Lorraine. Era cierto que había pronunciado esas frases una vez, seguramente cuando su hija tenía unos seis o siete años.

—Pues demuéstrame que lo decías de verdad —remató Grace antes de salir de la cocina y cerrar la puerta despacio.

Cuando Adam llegó a casa, ella ya se había terminado casi toda la botella.

Una hora antes había subido algo de comida al piso de arriba.

—¿Tesoro? —Había llamado a la puerta del cuarto de Grace y le había dejado una bandeja en el suelo—. Aquí tienes algo de cena. —Se había ido otra vez abajo sabiendo que su hija, igual que un animalillo salvaje, estaría más tentada de abrir la puerta y aceptar la comida si ella no estaba allí mirando, esperando para saltarle encima. Después se había servido más vino.

Dios mío, cómo le apetecía un cigarrillo. Entonces se acordó del paquete de emergencia que tenía escondido en el fondo del mueble bar, sobre todo para cuando invitaban a cenar a sus amigos Sal y Dave. Apostados en el escalón de la puerta de atrás inhalaban el humo y lo expulsaban otra vez entre risillas etílicas mientras Adam, que no fumaba, se quedaba solo a la mesa, lanzándoles insultos y estadísticas sobre salud. «El pobre Adam echa humo a su manera», había comentado Sal una vez con una risa burbujeante. En aquel momento les había parecido graciosísimo.

Lorraine hizo a un lado botellas pegajosas de Baileys y Southern Comfort que solo bebían en Navidad. Allí estaba. Al fondo. El inconfundible diseño blanco y rojo de un paquete de Marlboro. Alargó una mano y lo sacudió. No estaba ni mucho menos lleno, pero aún quedaba algún pitillo.

Unos momentos después estaba en el jardín de atrás, oculta a la sombra del cobertizo, tiritando, helada, deseando haberse puesto unos guantes además del abrigo y la bufanda, dando unas caladas todo lo fuertes y profundas que podía al primer cigarrillo que se fumaba desde hacía siglos. Joder, qué gloria.

Mientras pateaba el suelo para hacer entrar los pies en calor fue asimilando la bomba que le había soltado Grace. «¿Que se va de casa? ¿Qué quiere casarse?». Su hija estaba decidida. Adam todavía tenía que enfrentarse al golpe de recibir la noticia; por lo menos ella iba un paso por delante, aunque se arrepentía de haber estallado como lo había hecho. Sabía que había reaccionado de forma exagerada, pero el anuncio de Grace la había hecho saltar como un interruptor. ¿Tan insoportable era la vida de su hija que quería irse a vivir con otra familia? Si lo pensaba con sinceridad, era eso lo que más le había dolido.

Oyó un ruido. La puerta de atrás se abrió y un haz de luz cayó sobre la oscuridad del césped.

—¿Ray? —«¡Que no me llames así, maldita sea!»—. ¿Eres tú la que está ahí fuera?

Lorraine oyó entonces unas palabras apenas masculladas, seguidas de un:

—… se suponía que ibas a recoger a Stella.

La puerta se cerró de golpe.

«Mierda».

Tiró el cigarrillo a medio fumar, apuró la copa de vino y la dejó en el murete que había junto al cobertizo. Regresó corriendo a la puerta de la cocina con la sensación de estar temblorosa y andar inestable. Entró justo cuando Adam salía de la cocina con un brazo sobre los hombros de su hija pequeña.

Se volvió y la fulminó con la mirada.

—Te has olvidado de ella. Te ha estado llamando pero no le cogías el teléfono.

—Stel, lo siento, tesoro. Se me ha echado el tiempo encima y… —Abrió el grifo, se sirvió un vaso de agua y se lo bebió de golpe. Los dedos le apestaban a tabaco.

—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Estás enfadada con papá?

—No, tesoro, no es eso. —«Estoy más enfadada conmigo misma», pensó.

Lorraine miró el reloj. Las diez y media. Tenía que estar en el trabajo a las seis.

—Necesito dormir, y tú también. Además, tengo que hablar con tu padre de una cosa.

Cuando decía «tu padre» en lugar de «Adam» o «papá» solía ser porque había problemas. Adam puso cara de pocos amigos y bostezó.

—Pues buenas noches, mamá. Y no te preocupes por no haber venido a buscarme. A la madre de Kate no le ha importado. Ha dicho que seguramente estabas trabajando. Atrapando delincuentes y todo eso. —Stella les dio un beso en la mejilla a cada uno y subió a su habitación.

Lorraine no dijo nada hasta que oyó cómo se cerraba la puerta de la niña.

—Esto no te va a gustar —empezó, preparándolo—. Siéntate.

Adam arrugó la frente pero se quedó de pie.

—¿Es del caso?

Lorraine sacudió la cabeza.

—Es Grace. —Enseguida levantó las manos al ver la cara de preocupación de Adam—. Está arriba. Está bien. —Guardó silencio—. Más o menos.

—¿Qué ha pasado? —Adam cruzó los brazos. Unos antebrazos fuertes, Lorraine se fijó en ellos y se sintió de algún modo rescatada ahora que él estaba ya en casa y compartiría la carga con ella—. Cuéntame.

—Pues que quiere dejar los estudios, mandarlo todo a la mierda y casarse, eso ha pasado. —No había una forma fácil de decirlo.

Adam se fue hacia el mueble bar, rescató de dentro una botella de whisky y se sirvió una copa. Los dos se quedaron sentados, mirándose por encima de la mesa. La casa estaba en silencio salvo por el gran reloj de la pared de la cocina, que de repente sonaba a un volumen atronador.

Adam se pasó una mano por la cara.

—Joder. ¿No irá en serio? —fue todo lo que dijo.

«“Cansado” no alcanza a describir su aspecto ahora mismo», pensó Lorraine con una punzada de compasión. Sentía que su familia se estaba desmoronando.

—Ah, sí, y se va a vivir con los padres de Matt hasta que Matt y ella encuentren trabajo y un piso.

—Te estaba tomando el pelo. Será una pataleta.

—A mí me ha parecido que lo decía muy en serio, la verdad. —Lorraine sabía muy bien cuándo su hija soltaba amenazadas vacías. Esto era diferente.

—Pero ¿por qué?

—Pues porque está claro que nos odia. O, mejor dicho, me odia a mí. Y por lo que ha dicho, resulta que ya se ha acostado con Matt.

—Me cago en todo —espetó él—. ¿Has intentado hacerla entrar en razón?

La puerta de la cocina se abrió de repente y Grace apareció con la bandeja. Se había comido la cena.

—Gracias, mamá —dijo, alegre, como si no hubiera pasado nada. Metió el plato en el lavavajillas.

Adam se la quedó mirando, por lo visto incapaz de pronunciar palabra.

—Ya sé de qué estabais hablando —dijo ella, erguida, alta. Su madre se dio cuenta de que había estado llorando, aunque lograba disimularlo muy bien.

—Tesoro… —Lorraine se quedó sin fuerzas. «Tesoro ¿qué? ¿Tesoro, nos gustaría que fueses un poquito más sensata? ¿Tesoro, nos gustaría que fueses más como tu hermana? ¿Tesoro, nos gustaría que volvieras a tener once años?».

—¿Qué, mamá?

—Papá y yo estábamos discutiendo… hablando… sobre, ya sabes, eso de que quieras casarte. Que te vayas de casa.

—Lo tengo más que decidido —dijo ella—, por si estáis pensando que todo esto se quedará en nada. —Le enseñó el anillo de compromiso a su padre—. Va muy en serio.

Tanto Adam como Lorraine retrocedieron impresionados, cada uno a su manera. El corazón de Lorraine dio un vuelco y se encogió en el interior de su jaula maternal; Adam encorvó los hombros mientras abría y cerraba los puños. Nada de eso era lo que habían planeado para su hija.

Por fin fue él quien plantó una mano sobre la mesa y casi volcó su vaso. Se levantó, alzándose a mayor altura que su hija.

Grace se hizo atrás.

—¡Y una mierda, va en serio! —gritó enfurecido.

La niña salió corriendo de la cocina.

Con un suspiro y una última mirada resentida hacia Adam, Lorraine fue tras ella.

Arriba, se sentó junto a su hija, que se había metido en la cama completamente vestida. Le acarició la espalda, el pelo, los hombros, preguntándose cómo podía imaginar siquiera mandar su vida al garete de esa manera. Tuvo que echar mano de una enorme fuerza de voluntad para susurrarle que todo iría bien, que de alguna forma encontrarían una solución, que en realidad no estaba enfadada con ella. Y mientras estaban así debió de quedarse dormida porque al despertar, cuando abrió primero un ojo y después el otro, se encontró acurrucada junto al signo de interrogación del cuerpo de Grace y fuera ya se veía claridad.