14

Seguramente me despedirán ahora que creen que me dedico a colarme en el dormitorio de sus hijos para matarlos de miedo. Seguro que piensan que soy una tarada porque me he negado de una forma bastante violenta a salir en esa foto propuesta en pleno arrebato de nostalgia familiar. De camino al aparcamiento he oído que Claudia comentaba algo de unos ruidos que salían anoche de mi cuarto. James, en un susurro escueto, le ha dicho que no fuera tonta, que eran paranoias, que eran las hormonas.

«Claro que ha sido eso», me siento tentada de decirle ahora, en el silencioso trayecto hasta casa.

Entre James y yo sacamos a Oscar y a Noah dormidos del capullo que forman sus asientos infantiles, pero para cuando los hemos entrado a cuestas y hemos liberado el peso muerto de sus cuerpecillos de las gruesas ataduras de sus abrigos y bufandas, ya se han despertado. Están gruñones, y Oscar se ha hecho pis encima.

—Yo lo cambio —digo al ver cómo se arruga la cara de Claudia solo con pensar en ocuparse del accidente de su hijo.

Se la ve agotada. Me juego cualquier cosa a que cree que es culpa mía que haya ido sentado en su pipí, que ahora haya que lavar la funda de su asiento infantil y que su hermano se esté riendo de él con malicia por ser un bebé. Cree que fui yo la que anduvo merodeando por su habitación anoche cual misteriosa criatura submarina y le provocó pesadillas y lo asustó hasta el punto de que se ha meado dormido.

—Sí, no me importa —contesto cuando me pregunta si estoy segura. Así contribuyo a apagar la mecha de culpabilidad.

—Pues entonces yo iré a preparar unos macarrones con queso —dice Claudia, aliviada, y se aleja hacia la cocina con sus andares torpes, mientras James cuelga los abrigos y lanza los zapatos al estante bajo de la galería.

Me pilla mirándolo cuando me llevo a los niños arriba, gimoteando los dos. Le veo un tic en la suave piel grisácea de una de sus ojeras.

Media hora después, los gemelos y yo volvemos a bajar de mucho mejor humor. El baño los ha hecho entrar en calor y los ha despertado, mientras que los pijamas limpios, las zapatillas de sus personajes de dibujos preferidos y el olor de los macarrones bañados en salsa de queso los hacen llegar correteando a la mesa.

—Justo a tiempo —dice Claudia, sirviendo cucharones de pasta cremosa en cinco platos. La mesa ya está puesta: zumo de manzana en una jarra, una botella de vino blanco abierta, copas y vasos, cuchillos y tenedores dispuestos con una servilleta de papel a cuadros entre cada pareja.

—Yo no cenaré —digo antes de que sirva el último plato. Se detiene. Me mira—. Voy a… Esta noche voy a salir. Si os parece bien. —Agacho la cabeza. Ha sido improvisación total. Es una locura, es peligroso, lo sé, pero no puedo evitarlo. Siento que se me sonrojan las mejillas.

—¿No vas a probar nada antes de irte? —me pregunta Claudia con dulzura—. Hay mucha comida. —Hace un gesto con el cucharón y un pegote de macarrones se escurre hasta el plato.

—Ya comeré algo por ahí.

Es mentira. No me apetece meterme nada en el cuerpo, ni en casa ni fuera.

—No pasa nada —repone ella. No puedo evitar fijarme en la ligera nota de alivio que contiene su voz. Así podrán cenar sin mí, los cuatro en familia, igual que hacían antes de mi llegada—. Pásales esto a los niños, James —sigue diciendo Claudia, y su marido, sin decir nada, pone un plato de comida delante de sus hijos. Todos ellos me miran mientras salgo de la cocina.

Después de ir arriba a por el abrigo y el bolso, me despido entonando el «adiós» más alegre de que soy capaz. Ya he cerrado la puerta de la entrada antes de poder oír su contestación.

El pub está abarrotado, pero estoy segura de que ella no ha llegado aún. No tengo los nervios a flor de piel, no me duelen como si me los hubieran descarnado, y mis pupilas no se dilatan como platos al verla. El vello de mi nuca no se eriza de expectación y no detecto las notas almizcleñas de su triste perfume.

—Un gin-tonic, por favor —le digo al chico que está tras la barra cuando por fin consigo abrirme paso hasta ella.

Tiene el pelo largo y alborotado, y en la camiseta que lleva se lee «God Save the Queen». Da media vuelta para coger un vaso del estante. No suelo beber ginebra, pero esta noche me da la sensación de que debo hacerlo. No sé por qué, pero parece lo más apropiado. Me sirve la copa sobre un posavasos blanco de papel y yo le paso el dinero.

Me vuelvo dando un sorbo a este amargo burbujeo y busco una mesa vacía. Lo que necesitamos es un rincón tranquilo para dos, un nicho escondido donde nadie pueda vernos. No quiero que nadie nos sorprenda juntas, pero lo único que veo es un pub lleno de cuerpos: casi todos hombres, la mayoría contándose divertidísimas batallitas a rugidos antes de que llegue la hora de volver a casa con sus familias. Repartidos por el establecimiento hay varios grupos de mujeres que llevan tacones de altura imposible y vestidos que más bien son tops. Paso apretándome por entre un grupo de hombres de negocios y me pongo de puntillas para ver si encuentro una mesa. No veo ninguna. No he elegido el mejor lugar para reunirnos.

Mi mensaje de texto ha sido impulsivo, aunque había pasado toda la noche anterior pensándolo, caminando de un lado a otro, incapaz de dormir a causa de la preocupación.

Kiero verte. A las 8 en The Old Bull, esq. Church y Brent Rd. Bsos

No he recibido su respuesta hasta que salíamos del acuario entrecerrando los ojos para evitar el bajo sol de invierno que por fin ha hecho su aparición tras la lluvia de la mañana. El mundo era de pronto como un espejo: reluciente, peligroso, parecía reflejar todo lo que yo estaba intentando obviar. Los sentimientos que guardaba en mi interior no estarían ocultos para siempre.

Ha accedido a verse conmigo. «OK». La más breve de las respuestas, y sin los habituales «Bsos» al final. Solo eso ha hecho que me precipite en una auténtica espiral de preocupación por ella.

Hay un pequeño hueco cerca de la puerta, así que voy y lo ocupo con la esperanza de verla cuando entre. Casi no tengo sitio para respirar. La gente me rodea por todas partes, me empuja y me aparta al abrirse paso para salir a fumar un cigarrillo o ir al lavabo.

Su pelo, como siempre, es lo que veo primero. Es como si en el pub se hubiera prendido fuego y todos ardiéramos en llamas.

Sacudo la cabeza. Pienso tonterías.

—¡Cecelia! —grito, demasiado alto. Lanzo la mano por encima de mi cabeza y saludo como una energúmena. Todo el mundo me mira. La bajo en cuanto me ve, y entonces siento cómo me asoma el rubor.

La veo venir hacia mí cruzando el gentío con facilidad. El mundo pasa a cámara lenta mientras ella avanza arrastrando toda nuestra historia tras de sí.

—Heather —dice. Su voz, grave y dulce como si hubiera bebido almíbar, me coge desprevenida aunque no hace tanto que la oí por última vez. Levanta hacia mí un vaso casi lleno y me pregunto cuánto hace que ha llegado, cómo puedo no haberla visto.

Se produce un momento cortante en el que ninguna de las dos sabe si acercarse o no para darnos un beso, pero entonces un imbécil zanja nuestra indecisión empujándome y haciendo que se derrame la copa sobre la mano. Me gotea hacia el codo. Fulmino a ese tipo con la mirada y un segundo después tengo a Cecelia secándome con un pañuelo de papel. Suelto una risa nerviosa. Esto es muy poco propio de ella.

—Me alegro de que hayas venido —le digo. Las palabras tropiezan unas con otras. Debe de pensar que estoy borracha.

—Tu mensaje parecía… urgente —repone ella—. He pensado que algo iba mal.

Cómo ha deducido eso de un simple mensaje de texto, no lo sé, pero así son las cosas entre nosotras. De repente me acuerdo de los gemelos y en cómo parecen saber lo que está pensando el otro. Ya ha ocurrido varias veces desde que trabajo para Claudia, como si su conexión llegase mucho más allá de haber compartido espacio mientras crecían en el útero.

Ay, madre mía. «Claudia».

Se me hace un nudo en el estómago, se me revuelve como si hubiera pillado algún virus. No quiero pensar en ella ahora mismo, pero aquí estoy, acallando mi cargo de conciencia por estar a punto de romper en mil pedazos el hogar de los Morgan-Brown. No es cuestión de si lo hago o no. Es cuestión de cuándo lo haré.

—He estado buscando una mesa, pero no hay ninguna. —Decírselo así, de pie, no me parece bien. Es lo que pasa siempre con Cecelia, como si no lo supiera yo ya: todo tiene que ser perfecto. Igual que este estilo suyo, algo así como entre «recién recogido de la basura» y «descubierto en una tienda vintage»: la imagen de Cecelia está ideada con mucho cuidado, hasta las uñas pintadas con esmaltes diferentes en cada dedo y esos estremecidos mechones de pelo rojo que parece no haberse peinado desde hace una semana pero que, en realidad, le ha costado media hora o más convertir en sus greñas despeinadas.

—Los pies me están matando —comenta, y yo miro abajo. Ni con los zapatos grises y amarillos de cuña ridículamente alta y maciza que lleva consigue alcanzarme en altura.

—Pobre —digo, aunque la verdad es que no lo pienso. Estoy molesta con ella.

Haciéndome la despistada, me pongo de puntillas otra vez y veo una mesa cubierta de vasos vacíos.

—Deprisa —le digo casi al oído. Huele a canela—. Ahí hay una libre. —No me disculpo por salir corriendo y lanzarme sobre una de las tres sillas justo cuando otra pareja está a punto de sentarse. No puedo evitar fijarme en que la mujer está embarazada. Miro para otro lado, fingiendo no haberla visto.

—Bien hecho —me felicita Cecelia.

Lleva unas mallas fucsia y una minifalda de patchwork. Se la estira hacia abajo al sentarse y dobla remilgadamente las piernas apartándolas de mí.

No sé por dónde empezar, así que doy un sorbo a mi copa. Ojalá la hubiera pedido doble. Triple. La botella entera. Una destilería.

—¿Qué tal va el trabajo? —pregunto, y ella enseguida tuerce la cabeza a un lado y se retira el pelo para enseñarme la oreja—. ¡Vaya, caray! —exclamo—. Son alucinantes.

—Es Diana. Una diosa de la fertilidad.

Siento el nudo que empieza a formarse en mi cuello, justo en el pulso. ¿Se los ha puesto para decirme algo? Me inclino hacia los pendientes y los miro más de cerca. Cualquier cosa con tal de distraerme.

—Es mitad árbol. —Parezco idiota.

—Le he transformado las piernas en un roble. Diana también era cazadora. Para mí es una especie de heroína. —Lo dice proyectando una risa lenta justo por encima del borde de su copa mientras da un sorbo.

Ya me sé esa historia. Me la ha contado un millón de veces. De pronto me siento muy fuera de lugar. Cecelia tiene mucho talento. Descruzo los tobillos y le doy un golpe en la pierna con mi bota.

—Perdón.

—¿Y a ti? ¿Cómo te va en tu nuevo empleo?

No puedo creer que me lo pregunte. Arrugo la nariz y separo los labios, pero no consigo decir nada. ¿Qué se supone que debo contarle?

—Era de tu trabajo de lo que hablábamos —insisto.

Cecelia parece contenta de volver al tema de sus joyas. Es parte de ella, algo que nace de su interior y conforma su día a día.

—Hoy me han hecho otro encargo.

Asiento.

—Qué bien.

Imagino a la clienta escogiendo entre sus extravagantes piezas. Una vez diseñó una colección muy polémica que tituló «Violación». Apareció incluso en un par de suplementos dominicales. Al día siguiente hubo montones de quejas por las fotografías que acompañaban el artículo. ¿Qué había esperado? La modelo estaba medio desnuda, cubierta de lo que parecían ser condones usados y sangre, y atada con esposas mientras un hombre enmascarado, también medio desnudo, se cernía sobre ella con aire amenazador. Sus diseños relucían aquí y allá en mitad de aquel estropicio. La acusaron de exaltar los delitos sexuales en nombre del glamour. No puedo decir que las joyas fuesen especialmente bonitas ni llevables, aunque está claro que le dieron mucha publicidad como diseñadora. Gracias a eso, un par de tiendas de Londres le hacen pedidos con regularidad, aunque lo que les sirve no es tan llamativo como aquellos collares fálicos con partes del cuerpo femenino extraíbles. Aquello era de cuando Cecelia todavía se drogaba.

—Bueno, y ¿cómo te va? —pregunto con docilidad, solo para posponer lo inevitable.

—Sí, pues como te decía, estoy bien —contesta, espiándome desde el borde de su copa mientras da otro trago de vino.

—Cecelia… —Alargo una mano hacia ella, pero una mirada suya la detiene.

—No hace falta —dice con un tono cantarín. Ladea la cabeza—. En fin, ¿para qué querías verme?

Apura el resto de la copa. Una señal inequívoca de que se está enfadando. Una señal inequívoca de que he hecho lo correcto al irme del piso.

Bueno, pues ya está. Esto sí que es el final. No hay vuelta atrás. Será mejor que me lo quite de en medio.

—He pensado que deberías saber que, después de todo —«después de todas tus esperanzas, tus planes, tus sueños»—, no estoy embarazada.

Se me queda mirando largo rato antes de levantarse e irse.