—En nuestra habitación, estaba en nuestra habitación, James. ¿Es que no me oyes bien?
Estoy temblando. ¿Es de rabia o de miedo? Me bebería un lingotazo de algo fuerte pero no puedo.
—¿Y qué? —James no ve el problema—. Trabaja para nosotros, Claudia. Ahora vive aquí. Tendrás que acostumbrarte a que aparezca en sitios extraños en momentos extraños. Espera a que me la encuentre en el baño, o a que la pillemos dándose el lote con algún individuo en la entrada.
Está salteando unos hígados de cordero. Tanto su aspecto como su olor es vomitivo.
—Espero que ya haya superado esa fase, la verdad —suelto, calmándome un poco—. Por eso busqué a alguien un poco mayor y, por tanto, espero, más sensato.
—Exacto. ¿Le has preguntado qué hacía en nuestra habitación?
—Estaba montando el nuevo moisés. Lo han traído hoy.
—¡Oh, no! —se burla James—. Está claro que eso merece el despido directo.
Blande la espátula de madera hacia mí y yo le saco la lengua. Ya ha preparado una salsa de cebolla roja caramelizada que huele estupendamente, y también hay un cazo de cremoso puré de patata sobre un hornillo (para que se mantenga caliente) y unos brotes de brócoli haciéndose al vapor. Sin embargo, esos filetitos de hígado no tienen muy buena pinta, rebozados de harina y quemándose por los bordes a medida que James los pasea por la mantequilla.
—¡Los dos niños han caído como si los hubiera apagado con un interruptor! —Zoe nos sobresalta al llegar proclamando su éxito—. Estaban agotados de la sesión de juegos de antes. —Ha hundido las manos hasta el fondo de los apretados bolsillos de sus ceñidos vaqueros grises.
Como parte de arriba lleva una camiseta verde descolorida y un forro polar con cremallera. Parece mucho más joven de los treinta y tres años que tiene. Su piel es lisa y suave, aún sin arrugas, lo cual me hace sentir veinte años mayor que ella, en lugar de los seis que nos llevamos en realidad. Me aliso el arrugado vestido estilo pichi en el que he conseguido meter mi barriga hoy. Con unos leotardos gruesos y botas hasta el tobillo, esta mañana no estaba nada mal, pero un día entero de reuniones de esas que no se terminan nunca y una visita domiciliaria bastante desagradable no le han hecho ningún favor a mi aspecto, ni a mi estado de ánimo. Me siento cansada e irritable.
—Hemos ido a la ludoteca Tumblz con Pip y Lilly —anuncia orgullosa, como si acabara de darse un paseo por la Luna—. Ha sido divertidísimo. He terminado metida en la piscina de bolas, completamente enterrada. —Ríe y se pavonea por la cocina—. Oye, siento haberte molestado antes, Claudia. No se me ha ocurrido pensarlo, pero no tendría que haber entrado en vuestra habitación.
James me mira con expectación. Yo levanto las manos.
—Tranquila, no pasa nada —digo—. Has sido muy amable al subir el moisés arriba por mí. Es una cucada, James. Casi no me creo que vayamos a tener una niña dentro de solo un par de semanas.
Trago saliva para hacer bajar el nudo que siento en la garganta. Detesto decir esa clase de cosas, tentar al destino. ¿Y si algo se tuerce? Con mi historial no respiraré tranquila hasta que tenga en mis brazos a una niña sana.
—El parto podría retrasarse —dice Zoe, como si fuera una experta en estas cosas—. Así que podría faltar hasta un mes, ¿no? No te lo provocan hasta que no pasas de las cuarenta y dos semanas.
—Tienes razón —digo.
—Existe mayor peligro de mortalidad infantil tanto pre como posnatal en los niños que nacen de una gestación demasiado larga. Luego también está el peligro de otras complicaciones, como la insuficiencia placentaria o la hipertensión.
—Mi comadrona se ocupa muy bien de mí —le aseguro, impresionada ante sus conocimientos sobre los embarazos avanzados, aunque no puedo evitar preguntarme cómo sabe tanto.
Llegado el fin de semana ya me he acostumbrado un poco más a la presencia de Zoe. Más me vale, porque a partir del lunes estaremos solo los chicos, ella y yo. James ha propuesto que salgamos a pasar el día todos juntos, y a mí enseguida me viene a la cabeza uno de esos lugares para fomentar el trabajo en equipo en las empresas, esos sitios en los que hay que construir una balsa entre todos, o hacer un puente con palitos de piruleta lo bastante resistente como para sostener a un adulto. Sé que lo hace para acallar su conciencia antes de irse. Una última comprobación de que no me está abandonando en brazos de la niñera psicópata.
—¡Pero si llueve a cántaros! —protesto. En la cama se está tan calentita que da pereza salir y, aunque ni siquiera hemos descorrido las cortinas, oigo el repiqueteo de la lluvia en el tejado, en los coches, en la tierra ya encharcada.
—Qué va, solo un poco.
James se da la vuelta e intenta pasarme un brazo por encima de la tripa. Yo lo aparto con suavidad. Es que no es cómodo. O más bien, tengo que reconocerlo, no es cómodo saber que no podemos terminar lo que vamos a empezar, y está claro que no es cómodo que tenga que irse tan pronto. Me acurruco en el hueco de su hombro. Huele a sueño y a desodorante y me mata y me hiela la sangre saber que estaremos separados tanto tiempo.
—Ha sido una bonita sorpresa encontrarte aquí al despertarme —murmura.
Se refiere a que me he colado en la cama, a su lado, a las cuatro de la madrugada. Llevaba despierta desde las tres. Mi cabeza no deja de darle vueltas a todo lo que me espera.
—¿Por qué tenemos que ir a ningún sitio hoy? Hace mucho frío y el día está horrible. —Yo solo quiero quedarme aquí dentro para siempre con James acostado junto a mí.
Me siento más enorme que nunca, arropada por mi grueso pijama de invierno y mi albornoz para protegerme de las gélidas temperaturas. James siempre se ríe de mí. Tan pronto me quejo de que tengo calor como protesto porque hace un frío que pela.
Baja la voz, aunque es imposible que Zoe nos oiga:
—Creo que estaría bien que saliéramos todos juntos. Así tendré una última ocasión para comprobar que es la persona adecuada antes de irme. Lo hago para que te quedes tranquila.
—¿Y qué hacemos si no nos convence? —James no responde, pero casi puedo oírlo diciéndome que tendré que dejar de trabajar—. Mira, te seré sincera. ¿Sabes por qué he venido tan temprano en realidad?
James profiere una risa profunda y sonora.
—¿Para compartir tu insomnio?
—He oído ruidos en el piso de arriba. —Ahora soy yo la que susurra.
—Eso será porque tenemos a la niñera viviendo allí, Claud.
—Estaba dando porrazos por todas partes. Te lo digo yo, que el cuarto de invitados queda justo debajo del suyo.
—A lo mejor ha ido al baño. O tenía hambre. O a lo mejor lo que pasa es que todavía se siente algo inquieta porque hace muy poco que se ha venido a vivir con una familia nueva y tampoco podía dormir.
—No. No era nada de eso.
—Estás muy segura, ¿no te parece? —James se da media vuelta y se incorpora sobre un codo.
—No he oído la cadena del váter. Ya sabes el ruido que hacen esas cañerías tan viejas. Si hubiese tenido hambre, habría bajado, y no lo ha hecho. Conozco todos los ruidos de esta casa. Y te aseguro que no está nerviosa por eso de vivir aquí. Ni mucho menos. Me ha pedido quedarse los fines de semana, ¿no? —Ya me estoy arrepintiendo de haberle dicho que sí. Un par de días sola con mis hijos cada semana era lo que había planeado.
—Tienes razón, seguro. —Intenta abrazarme—. Está claro que es una asesina psicótica insomne que va a acabar con todos nosotros en plena noche.
—James, no hagas eso. —Me aparto de él, bajo las piernas de la cama e izo el resto de mi cuerpo antes de que pueda volver a abrazarme. De pronto no me apetecen las carantoñas.
Descorro las cortinas y refunfuño. No está el tiempo para pasar el día fuera. La lluvia racheada cae a plomo desde un cielo bajo y de un gris verdoso que parece fundirse con los tejados como en una acuarela emborronada. Miro a un lado y a otro de la calle. A pesar del día que hace, la gente no ha cancelado sus habituales recados del sábado por la mañana. Veo al señor Ford, el anciano que vive enfrente, llevando a Ned, su terrier, atado a una larga correa, por su camino de entrada. Una vez me explicó que había nacido en esa casa; que toda su vida había tenido lugar allí: «Muertes, matrimonios, divorcios, peleas, historias de amor, risas y lágrimas», dijo mirándose los pies con tristeza. «Esta casa una vez estuvo llena de gente, Claudia, tesoro». Se tomó la molestia de venir a presentarse nada más mudarme yo a vivir con James. «Aquí siempre había tanto jaleo y tanta vida, tanto ruido y tanta cháchara: el chirrido de un violín con el que alguien practicaba o un piano a punto de morir aporreado». Se rió con una mueca desdentada y yo le vi un lagrimón en cada ojo. El señor Ford sorbió por la nariz para ahogarlos. «Ahora ya solo quedamos Ned y yo».
Me lo imagino recorriendo inquieto ese caserón victoriano de seis dormitorios con sus barandales pintados de marrón, sus puertas rechinantes y una cocina de los cincuenta en la que ya solo se calienta platos precocinados individuales en el microondas.
«Todo está vacío…», terminó de decir, dándose unos golpecitos en el corazón, y yo supe exactamente a qué se refería.
James está a mi lado, mirando la calle.
—Vecina cotilla —bromea con cariño. Me ha rodeado con sus brazos, que ciñen mi torso como una cintura estilo imperio. No puedo respirar, así que me zafo de él.
—Pobre hombre, está muy solo —digo mientras el cuerpo encorvado del señor Ford, envuelto en un llamativo impermeable marinero, avanza despacio por la calle convertido en un borrón amarillo.
—Está perfectamente. Sale a buscar su periódico, a pasear un poco a Ned. A su edad todo son rutinas.
—Supongo que sí —digo, me vuelvo y le doy un beso. Tiene la boca cálida y profunda, y yo siento una felicidad absoluta y una enorme gratitud por formar parte de esta familia.
Dos horas después estoy cara a cara con un pez martillo. No puedo evitar sentirme impresionada y también algo atemorizada ante las dos criaturas de ojos redondos y brillantes que nadan cerca del cristal. Oscar y Noah contienen la respiración ante la absurdidad de esos rostros y la proximidad del peligro. Los escualos son horribles y hermosos a la vez, y no tienen ni la menor idea de que se encuentran en el centro de Birmingham. Parecen bastante felices a pesar de estar tan lejos de su hogar.
—¿Pueden vernos? —pregunta Oscar, que mete dos dedos en una minúscula caja de pasas.
—No lo sé. ¿Tú qué crees? —Zoe está acuclillada junto a los gemelos y los va mirando a ellos y a los tiburones. Se hace un poco atrás cuando uno de los animales se acerca al cristal a gran velocidad y no vira hasta el último segundo.
—Que sí, y que se creen que nosotros estamos en un zoo —responde Noah de una forma muy intuitiva.
Engarzo mi brazo en el de James mientras nuestro hijo suelta unas risillas alegres al imaginarnos a todos en cautividad.
—Pero ¿y si se escapan? —pregunta Oscar.
—¡Pues tendremos que correr! —dice Zoe, poniendo una cara divertida.
—Pero ¿por qué? —pregunta Noah, que estruja su caja de pasas vacía—. No pueden perseguirnos. No tienen piernas. Yo me quedaría a ayudarlos.
—Eso está muy bien, cariño —dice James—. ¿Queréis que os saque una foto con los tiburones?
—¡Sí! —exclaman los dos niños al unísono. Se aprietan contra el cristal.
—Venga, Zoe, tú también —dice James—. Para el álbum familiar.
—Bueno, ahora ya es el Flickr familiar, ¿no? —comento yo. James ha estado escaneando un montón de viejas fotografías y las ha subido a internet para que el resto de la familia pueda ver cómo crecen los niños.
—Ay, no, entonces mejor que no salga yo —dice Zoe con timidez. Se le sonrojan las mejillas y se aparta a un lado.
—Claro que sí, tienes que salir —insiste James—. Venga, ponte entre los dos niños.
—No, de verdad. No quiero.
Me doy cuenta de que ahora está muy colorada y ha empezado a sudar.
—No la obligues, James.
—Tengo que ir al baño —dice ella, y se escabulle.
—Pero si no es más que una maldita foto, por el amor de Dios. —Se siente algo avergonzado por haberla molestado. Saca un par de instantáneas más de Oscar y Noah.
—No seas tan bruto —le riño. No sé por qué, pero quiero defender a Zoe aunque su comportamiento haya sido bastante extraño.
—No has cambiado de parecer, ¿verdad? —James me mira a los ojos y luego repasa las fotos con Oscar y Noah, intentando ver algo en la pantalla de la cámara. Los niños no hacen más que saltar a su lado.
—¡Mira, somos nosotros! —exclama Noah, entusiasmado.
—Pero no sale el tiburón —se lamenta Oscar. Es verdad. Solo se ve un borrón en el fondo azul difuminado, pero nada que pueda identificarse como un pez martillo.
—Saca otra, papá —pide Noah, pero Zoe regresa y James lo hace callar.
—Bueno —digo yo—. ¿Queréis que vayamos a buscar a los calamares?
—¿Son romanos? —pregunta Oscar, como si las criaturas marinas tuvieran nacionalidad.
Yo todavía estoy pensando qué querrá decir cuando Zoe se da cuenta.
—¿Te refieres a si son calamares a la romana? —dice, riendo. Parece que ya se ha sobrepuesto.
—Se comen con mayonesa —dice Noah, relamiéndose.
—Los niños los descubrieron el año pasado de vacaciones —le explico a Zoe—. Al principio pensaron que eran aros de cebolla —susurro, y me abrazo a mi barriga mientras avanzamos entre expositores y acuarios. El despliegue de colores y las ondas del agua a través del cristal me marean, así que me cojo del brazo de James.
—¿Estás bien? —me pregunta algo preocupado.
Asiento con la cabeza para contestarle.
—¡Anda, caray! ¡Mirad eso! —Zoe agarra a los dos niños de la mano y los arrastra a toda velocidad por un pasillo donde casi no hay luz.
Oigo sus gritos ahogados de emoción mientras ella señala al interior de un enorme acuario. Nosotros nos acercamos sin prisa y llegamos justo cuando el cangrejo más grande que he visto en la vida lanza una pata larga y finísima en dirección a nosotros.
Oscar grita y se tapa la cara.
—Eres un cobardica —dice Noah—. Solo es un cangrejo tonto. —A pesar de sus bravatas veo que su mano pecosa aprieta más los dedos de Zoe.
Zoe lleva las uñas cortas y prácticas, y un único anillo.
—No es verdad —se defiende Oscar. Se ha aferrado a la pierna de James.
—Mira qué ojos tiene —exclama Noah, fascinado—. ¿Están hechos de caviar grande?
Todos nos reímos, pero Oscar gimotea.
—Es como una araña horrible —dice. Se vuelve de espaldas al acuario, que está repleto de otros peces y crustáceos.
Mientras continuamos la visita y atravesamos un túnel, con peces nadando por encima de nosotros como si fueran pájaros, con corales brillantes como joyas y criaturas inidentificables aleteando y remando a nuestro alrededor, Oscar se echa a llorar.
—¿Qué te pasa, cielo? —pregunto, haciendo lo que puedo por agacharme hasta su altura. James tendrá que ayudarme a ponerme en pie.
Oscar oculta el rostro en el abrigo de James, retuerce el tweed de lana entre sus dedos y restriega los mocos sobre el oscuro tejido.
—Aquí hay sombras por todas partes —dice, hipando entre sollozos. Se asoma y lanza una mirada por el túnel.
Es verdad. Unos colores descabellados giran en torno a nosotros junto con hebras de oscuridad, como si de verdad estuviésemos en las ignotas profundidades del océano. Es hermoso, pero también aterrador para un niño de cuatro años y medio.
—No pueden hacerte nada —le digo, y ya tengo a Zoe a mi lado, ofreciendo pañuelos de papel y consuelo y todos los abrazos que el pequeño Oscar esté dispuesto a aceptar—. Son estas luces, que nos hacen verlo todo con colores raros. Y eso de ahí solo son reflejos. —Da un salto al ver a otra familia que nos adelanta; sus caras son demonios que flotan en el cristal—. No tienes que preocuparte por nada.
—Tengo miedo, mamá —dice, trasladando el apretón del abrigo de James a mi mano—. Esa sombra es como la persona mala que vino a mi habitación anoche.
Le lanzo una mirada a James justo al mismo tiempo que los ojos de Oscar se abren como platos. No sé si es estupendo que me haya llamado «mamá», o si es más que preocupante que diga que anoche alguien entró en su habitación.