Liam Rider estaba sentado en la zona de espera con las piernas separadas y un codo apoyado en cada rodilla. Tenía la cabeza caída hacia delante; su pelo negro y gris, despeinado y sucio, raleaba en la coronilla. A primera vista no parecía más que el detenido de una redada de sábado por la noche, solo que entre semana: un maleante borracho tambaleándose en la cuerda floja entre vomitar o caer inconsciente. Tardó un rato en levantar la vista cuando Lorraine lo llamó por su nombre. Los demás ocupantes de la zona de espera se lo quedaron mirando. La mujer de los piercings con un niño pequeño en plena rabieta, el hombre de traje, la pareja de chavales con chándal: a todos ellos les habría encantado saltarse la cola y entrar en su lugar.
—Señor Rider —repitió la inspectora—. Puedo atenderlo ahora.
Lorraine sostuvo abierta la puerta de seguridad hasta que Rider volvió en sí y se dio cuenta de que lo estaban llamando. Se puso en pie lentamente, con todo el esfuerzo requerido por un hombre cuya vida estaba a punto de hacerse añicos. Lorraine no pudo reprimir una ligerísima sonrisa interior. Ese tipo había acudido voluntariamente, al fin y al cabo, así que ella se había prometido ser… ser amable con él, ver qué tenía que contar. Cruzó la puerta y ella percibió una leve vaharada a hombre ante el abismo, un hombre cuyos hábitos de higiene habían bajado de golpe en su lista de prioridades. ¿Y todo por qué? Por echar unos cuantos polvos con una de sus alumnas. Se preguntó si Rider creería aún que había merecido la pena.
—Siéntese —le dijo cuando ambos estuvieron dentro de la sala de interrogatorios.
Era un espacio gris y tenue, sin demasiada luz natural. No se molestó en encender los fluorescentes.
—¿Para qué quería verme? —preguntó medio apoyada en una esquina de la mesa auxiliar que había en la sala.
Sentarse frente a él habría transmitido de algún modo que aprobaba su presencia allí, y eso, a su vez, su conducta. Lorraine no podía tolerarlo. Si Rider tenía que decir algo útil para la investigación, bien. Si no, quería despacharlo deprisa.
—Yo era el padre del bebé de Sally-Ann —dijo sin voz apenas, y con ello sacudió a Lorraine y la devolvió a la realidad. Sus manos, unidas con fuerza (dedos entrelazados como ansiosos amantes), asomaban desde los extremos de sendas mangas de tweed—. No se acostaba con nadie más.
«Esto es una auténtica caricatura», pensó Lorraine mientras asimilaba el engreimiento de lo que acababa de decir Rider. ¿Cómo sabía él que Sally-Ann no se había acostado con algún otro? Igual que su mujer creería sin duda en la fidelidad de su marido, supuso Lorraine. Lo imaginó codeándose con profesores de universidad, intercambiando ocurrencias académicas, interminables e ingeniosas salidas. Entonces recordó que solo daba clases en una escuela de estudios superiores (no es que pudiera compararse con un catedrático de Oxford), y las coderas de cuero, el pelo rebelde y las gafas de montura fina perdieron de repente todo su atractivo intelectual. Se preguntó qué habría visto en él Sally-Ann, una joven guapa.
—Eso ya lo sé —repuso. Acababan de llegarle los resultados del laboratorio.
—Pero juro que yo no la maté. —Agachó la cabeza.
«Eso también lo sé», pensó Lorraine, pero no lo dijo. Había comprobado sus coartadas. El día en cuestión, Rider estuvo dando clase en la escuela, y tenían imágenes de las cámaras de seguridad para demostrarlo. Los movimientos de Russell Goodall, sin embargo, no habían sido tan fáciles de rastrear.
—¿Por qué debería creerle? Tiene un móvil muy poderoso.
—Puede que la haya cagado con mi mujer y Sally-Ann, pero no soy un asesino, por el amor de Dios. —Rider se agarró a la mesa y, por un segundo, Lorraine pensó que iba a echarse a llorar—. Habría encontrado la manera de hacer lo correcto con ella y con el niño. Habría buscado un segundo trabajo o algo así. Pero no se lo diga a mi mujer. —Volvió a dejar caer la cabeza—. Por favor.
—¿Esa es la única razón por la que quería verme en persona? —De pronto Lorraine se sintió poderosa. Había ido a suplicarle.
—No. —Levantó la mirada de nuevo. Tragó saliva—. Tengo el nombre de alguien que quizá pueda ayudarlos.
—¿Ah, sí? —«Cabrón», pensó—. ¿Conque quiere que le prometa que no le contaré a su mujer lo de su desliz a cambio de esa pequeña píldora de información?
Rider asintió.
—¿Se da cuenta de que podría detenerlo ahora mismo por esto?
El hombre tragó saliva.
—Yo… no estoy ocultando nada. Solo quiero que esto sea justo. Sally-Ann y yo…
—Estaba engañando a su mujer, señor Rider. ¿Por qué tendría que ser justo nada de todo esto? —Lorraine sintió que se le aceleraba el corazón. Era como una droga que no podía expulsar de su organismo; una droga de la que desearía no haber oído hablar jamás.
—Justo para mi mujer —precisó él—. Ya sé que lo que hice fue una putada. Pero se acabó.
—Evidentemente —espetó Lorraine.
—Así que no hay motivo para que Lesley se entere, para hacerle daño, ¿no? —Se reclinó contra el respaldo de la silla plegable de plástico.
—Eso será mejor que se lo pida a los periodistas —dijo Lorraine. Consultó su reloj—. Publicarán lo que quieran.
—Mire, Sally-Ann iba a esas clases de preparación al parto. Las había visto anunciadas en el periódico local. Una o dos veces me había pedido que la acompañara, pero, por supuesto, yo me negué. No habría estado bien. Me parece que veía algún tipo de futuro para ambos, esperaba que dejara a Lesley y a mis hijos. Yo de ninguna manera pensaba acceder a eso. El caso es que Sally-Ann hizo amigas nuevas en esa clase e intimó mucho con una mujer en concreto. Amanda Simkins. Congeniaron desde el primer momento.
—¿Y qué? —Lorraine se había perdido—. ¿Llegó a conocerla usted?
—La vi varias veces —respondió Rider—, pero nunca me gustó.
Lorraine no acababa de encontrarle la relevancia a todo aquello, pero dejó que continuara.
—Solían hacer respiraciones y yoga juntas, aprendían a identificar las señales del parto y a cambiar pañales. —Rider hizo una pausa—. Todas esas cosas. —La mueca que puso transmitía que él nunca lo entendería.
—A mí eso me suena muy normal —dijo Lorraine, bajando del borde de la mesa. Cruzó los brazos—. Unas embarazadas que van a clases de preparación al parto y se hacen amigas. No me diga más, seguro que también iban a tomarse un café después —añadió con una risa irónica.
—Pues sí —admitió Rider—. Pero ¿quiere saber algo raro de esa mujer? —insistió, y se levantó también.
Era bastante más alto que Lorraine, así que ella tuvo que alzar la mirada hacia su rostro sin afeitar.
—Adelante, dígamelo. —Tenía una mano en el picaporte. Estaba impaciente por salir de allí.
—Amanda Simkins ni siquiera estaba embarazada.
No avisaron a la monitora de que iban. En lugar de eso, esperaron en el pasillo, frente a la sala parroquial de la vieja iglesia baptista, echando algún que otro vistazo por la abertura de cristal que había en la puerta mientras más o menos una docena de mujeres en diferentes fases de embarazo se contorsionaban sobre esteras de yoga.
—Tú no hiciste nada parecido cuando estabas embarazada —dijo Adam con una sonrisa amarga.
—No —repuso Lorraine—. Estaba demasiado ocupada atrapando criminales y no tenía tiempo para estos lujos.
La mujer que daba la clase, Mary Knowles, no hacía más que mirarlos por los treinta centímetros de la abertura, cada vez con un ceño más marcado en su rostro. Al final, la curiosidad pudo con ella y, en cuanto hubo dejado a las mujeres tapadas con mantas, corrido las cortinas y bajado las luces, se acercó a la puerta y la abrió de golpe.
—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó la mujer en un fiero susurro.
—Soy la inspectora Lorraine Fisher y este es el inspector Adam Scott. —Le enseñaron sus identificaciones—. Somos de Investigación Criminal. —Hizo una pausa para que la mujer digiriese esa presentación—. Íbamos a esperar a que terminara la clase, pero… —dejó la frase en suspenso y levantó las cejas.
—Es por la pobre Sally-Ann, ¿verdad?
Lorraine asintió.
—Nos interesa todo lo que pueda decirnos de ella. Sobre todo de qué mujeres se hizo amiga en sus clases, como Amanda Simkins.
—Ah, ya veo —dijo Mary Knowles, casi como si se disculpara—. Eso fue en mi clase de Bordesley Green. Doy varias, en diferentes zonas de Birmingham. Están muy solicitadas.
—Podemos esperar a que haya terminado si lo prefiere —dijo Adam, mirando por el cristal a todas esas mujeres tumbadas boca arriba—. Después de la clase hablaremos con más tranquilidad. —Muchas de ellas cambiaban de postura, incómodas.
—Solo faltan cinco minutos —explicó Mary—. Ahora ya se están relajando. Es importante.
Lorraine y Adam se retiraron hasta un banco de madera y esperaron allí. Lorraine deseó poder relajarse. Soltó un gran suspiro y se volvió hacia un lado. En el tablón de corcho que les quedaba por encima de la cabeza había muchos carteles de actos que se celebraban en la sala parroquial, todos colgados con chinchetas. Un mercadillo de segunda mano, una venta de brownies, una discoteca para jóvenes. Un par de ellos habían quedado desfasados porque ya habían tenido lugar. En otro se anunciaban las clases de preparación al parto de Mary Knowles. Por lo visto también alquilaba piscinas de parto como negocio suplementario.
—¿Te trae recuerdos? —le preguntó Adam mientras esperaban.
—La verdad es que no —dijo Lorraine, aunque le hubiera gustado poder contestar que sí al ver que las puertas se abrían y que salía una procesión de bamboleantes embarazadas charlando. Algunas tenían que abrir los dos batientes para pasar.
Sus hijas tenían catorce y diecisiete años, eran ya dos jovencitas, y Lorraine se entristeció al pensar en el implacable paso del tiempo. Aquellas mujeres estaban empezando, tenían por delante noches en vela, una infinidad de pañales y esa sensación de ineptitud que acaba desembocando en culpabilidad. Pero de pronto sintió alivio porque ella había llegado a ese punto de su vida sin demasiados traumas maternales. Había sido buena madre, ¿verdad? Y ahora que las niñas ya eran mayores y más independientes, además de guapas, cariñosas, con muchos amigos y muy trabajadoras, ella tenía más posibilidades, técnicamente, de hacer lo que quisiera con el poco tiempo libre del que disponía. Solo que nunca disponía de tiempo libre. «Aunque los demás bien que lo tienen, caray», pensó, fulminando a Adam con la mirada.
—Ya pueden pasar —dijo Mary desde el interior de la sala, cuando salió la última de las mujeres.
Había descorrido las cortinas de los altos ventanales y el bajo sol invernal entraba por ellos rozando el polvoriento suelo de madera. Los inquietos brazos de la monitora se metieron en una sudadera gris que arropó sus pechos respingones al cerrar la cremallera. A Lorraine no se le escapó cómo se había fijado Adam en ese gesto. Qué triste.
¿O era ella la triste, por fijarse en cómo se había fijado él?, se preguntó. Puede que a Adam ni siquiera le hubieran llamado la atención sus pechos, como había creído ella. Eran paranoias, pues. A lo mejor sí que les vendría bien probar otra vez con un consejero matrimonial, después de todo.
—Bueno —dijo Mary con una voz bastante autoritaria, como si fuese ella la que iba en busca de información—. Sally-Ann Frith.
Descompuso su nombre en sílabas tan precisas que de algún modo casi consiguió que la pobre muchacha pareciera viva todavía, pensó Lorraine. Recordó a la madre, Daphne, el extraño autocontrol que había demostrado a pesar del terrible asesinato de su hija. Si hubiera sido una de sus niñas… Se estremeció y ahuyentó ese pensamiento de su mente. Regla de oro: no personalizar los casos. Nunca.
—Iba a salir de cuentas un día de estos, si no recuerdo mal. Déjenme pensar… sí, creo que le iban a hacer una cesárea, ¿verdad? —Mary Knowles miraba a Lorraine y Adam desde unos ojos situados en lo alto de una afilada nariz. Tenía la cara alargada, como un caballo, pensó Lorraine.
—Sí. Me temo que alguien se adelantó al hospital, como sin duda sabrá usted —dijo la inspectora.
—Verán, mis chicas están un poco agitadas con todo esto —repuso Mary, como si los regañara por no haber atrapado aún al asesino.
—¿Agitadas? —repitió Adam como un tonto. A lo mejor pensaba que se refería a un efecto secundario del embarazo.
Un fino dedo con una uña roja e inviablemente larga apartó un mechón de pelo.
—¿Y si vuelve a atacar? ¿Y si es un asesino en serie cuyas víctimas son embarazadas? —Su voz casi le suplicaba a Adam que la salvara, pensó Lorraine.
—Una… embarazada. —Lorraine quería subrayar el hecho de que se trataba de un caso aislado. Desde luego, para aliñar el sucinto comunicado que la policía había lanzado a la prensa de momento, muchos periódicos habían escarbado en casos similares de Estados Unidos en los que habían arrancado a niños del útero de su madre en un virulento ataque de rapto fetal. Eso había bastado para azuzar las especulaciones—. No tenemos ningún motivo para pensar que Sally-Ann fuese elegida por estar embarazada. Lo que nos sería muy útil es que pudiera decirnos usted algo que no sepamos sobre la señorita Frith.
Mary lo meditó un momento.
—Era encantadora, y una alumna muy popular en mi clase. —Le temblaba un poco la voz—. Cuidaba mucho al bebé y se cuidaba a sí misma. Ya saben, se preocupaba por su salud y comía todo lo que tenía que comer. No creo que fuera un embarazo buscado, pero se había hecho a la idea de que iba a ser madre.
Lorraine asintió.
—¿Qué me dice de Amanda Simkins? ¿La conoce? ¿Venía a sus clases?
—¿Qué quieren saber de ella? —dijo Mary, riendo pero sin llegar a contestar las preguntas directas de Lorraine—. Menuda una está hecha…
—¿Qué quiere decir con «menuda una»? —preguntó Adam.
—Ya saben, una buena pieza. Alguien que destaca, aunque no necesariamente por motivos agradables.
—¿En qué sentido destaca?
Mary miró por la ventana, como si eso fuese a ayudarla a encontrar las palabras. Arrugó la nariz.
—Es lo que yo llamo una «metomentodo» —dijo al final—. Siempre intentando estar en el ajo y no perderse nada, desesperada por ser el centro de atención. Ya saben.
—Comprendo —dijo Adam, aunque Lorraine se dio cuenta de que no comprendía nada de nada.
—En resumen, yo la definiría como necesitada. —Mary parecía satisfecha con su descripción.
—¿Para cuándo espera ella a su niño? —preguntó Lorraine al recordar el extraño comentario que le había hecho Liam Rider poco antes. Miró a Adam.
—A eso me refiero —dijo Mary—. Ni siquiera está embarazada. Viene a mis clases porque cree que le ayudará. A quedarse embarazada. —Y en un susurro añadió—: Me parece que lo están pasando mal, su compañero y ella. Ya saben…
—¿No es un tanto extraño ir a una clase de yoga prenatal sin estar embarazada? —Al menos a Lorraine se lo parecía.
—Un poco, puede, pero no es la primera vez que me pasa. Ya he tenido a una o dos chicas que venían nada más que por la relajación. No seré yo quien les niegue la entrada.
—Embarazo por poderes —comentó Adam, sin ninguna delicadeza.
—Justamente —fue la contestación de Mary—. Esa es la clase de mujer que es. Una «metomentodo». Pero tenerla en la clase son cinco libras más a la semana, y su dinero vale tanto como el de cualquier otra.
—¿Podría darnos su dirección, por favor? —pidió Lorraine.
—De ninguna manera —espetó Mary. Cogió la carpeta que había en la mesa y la guardó en una bandolera de tamaño extragrande—. Los datos personales de mis alumnas son confidenciales.
—Mary —dijo Adam, adelantándose a Lorraine—, somos la policía. Esto es una investigación de asesinato.
Los dos se quedaron mirándola. Lorraine de pronto se acordó de que Grace tenía una práctica de conducción a la hora de la comida y ella se había olvidado de darle el cheque esa mañana. Adam carraspeó con fuerza, con impaciencia.
—De acuerdo —dijo la monitora mientras a su rostro asomaba una ligera expresión de temor—. Pero no le digan que se la he dado yo. No puedo permitirme perder a otra.
—¿Otra? —preguntó Lorraine sin pensar.
Mary sacó la carpeta de la bolsa. La abrió con un solo gesto y escribió una dirección en una libretita. Luego arrancó la hoja.
—Bueno, Sally-Ann tampoco vendrá más a mis clases, ¿no?