11

Suelto un enorme suspiro de alivio en cuanto estoy otra vez en mi habitación. Asegurarme el alojamiento habitual los fines de semana con Claudia no ha sido tan duro como creía y me ha ahorrado una barbaridad de disquisiciones y disgustos. Me siento como si pudiera volver a respirar. Además, no quiero que pase nada cuando yo no esté. Antes de poder decirle lo contrario, ella sola ha decidido que se me dan fatal las relaciones: ha llegado a la conclusión de que soy una zona catastrófica en lo que a hombres se refiere. Al final le ha parecido mejor no preguntar. Muy sensato por su parte. Estoy bastante segura de que no intentará sonsacarme más. Por cómo me ha mirado seguro que pensaba que iba a dejar el trabajo. Y de eso no hay posibilidad alguna. Al menos, no de momento.

Desenchufo el móvil de su cargador y miro la pantalla. Ningún mensaje de texto desde la última vez que lo comprobé. Tecleo uno pero lo guardo como borrador, pensando que a lo mejor no debería enviarlo, que sería imprudente y solo causaría más problemas. Voy hasta la bolsa de viaje del fondo del armario y saco media botella de whisky. No estará bien visto en una niñera, pero yo estoy molida y me duele la espalda de tanto cargar con esos niños escalera arriba. Son buenos críos, atrevidos y con mucho interés por las cosas, pero por mi limitada experiencia con niños, yo diría que las niñas son más fáciles de llevar.

Esa sola idea me hace beber un trago de la botella (uno pequeño) y volver a coger el teléfono. Voy pasando por todos los borradores que he escrito hasta ahora para desahogarme y luego releo el mensaje que acabo de escribir. Se me revuelve el estómago y me mareo un poco al imaginarla a ella leyéndolo. Me llevo la botella a los labios de nuevo y esta vez me echo un buen trago. Con la hebra de whisky ardiendo aún mientras baja por mi garganta le doy a «Enviar». No he podido reprimirme.

«Sabes que siempre te querré», sale flotando hacia el éter.

Cuando a la mañana siguiente bajo con la manita de un gemelo insertada en cada una de las mías, Claudia ya se ha ido a trabajar. James irrumpe en la cocina con el uniforme militar puesto y los niños, que se están comiendo sus cereales Weetabix, arman un buen alboroto.

—No os preocupéis, que no me voy a marchar ahora mismo, chicos —les dice al ver que abandonan el desayuno y se lanzan a sus piernas.

Para ellos debe de ser descorazonador tener a su padre embarcado tan a menudo, sobre todo desde que murió su madre. Qué bien le vino casarse con Claudia. Qué suerte que ella me contratara a mí. Y así los niños van pasando de mano en mano. ¿Hasta cuándo?

—Hoy tengo una reunión de negocios —me dice tras un rápido «Buenos días». Aguzo los oídos. Aún no sé muy bien si le gusto. Voy a estar con su mujer y sus niños cuando él no pueda; los cuidaré cuando él no esté. Soy el nuevo hombre de la casa—. Volveré sobre las seis, y Claudia también llegará sobre esa hora. Hoy se ha ido antes porque tenía un caso complicado.

—¿Ah, sí? —digo, intentando no parecer una entrometida aunque siento curiosidad. Tengo muchísimo por descubrir sobre ellos y me queda poquísimo tiempo. Me muero de ganas de preguntarle sobre esa reunión de negocios.

Además, admito que el trabajo de Claudia me tiene intrigada. Sé que es trabajadora social y que está en el Departamento de Protección de Menores, que es jefa de equipo. Sin embargo, no tengo nada claro en qué consiste su rutina diaria. Supongo que intenta mejorar la vida de las personas, que vivan tal como ella considera correcto. No tengas a los niños desatendidos; no te quedes embarazada a los quince; no pegues a tu novia; no te drogues.

Entonces se me ocurre que debe de trabajar a menudo con la policía. Solo con pensarlo siento un subidón de adrenalina y, justo en ese instante, Noah tira su vaso de zumo de naranja. Mi primer impulso es gritarle, pero consigo mantener la calma. James aún no se ha ido. Le he oído entrar en el estudio.

—¡Mecachis! —exclamo, riendo—. Ve por la bayeta, ¿quieres, Noah?

Noah hace lo que le he pedido mientras Oscar se mete con él por ser tan torpe. Su hermano se dedica a arrastrar un dedo por el líquido derramado en lugar de secarlo.

—Dame, déjame a mí —digo. No necesito un pegajoso rastro de zumo hasta el fregadero. Fregar el suelo es lo último que me apetece. Tengo en mi lista otras cosas, más importantes, de las que ocuparme.

—¿Os gustaría a los gemelos y a ti veniros a la ludoteca con Lilly y conmigo esta tarde después del cole?

Pip da fuertes pisotones en el suelo y palmadas con las manos desnudas. Hace un frío que pela.

Siento pavor solo de pensarlo, pero de todas formas me encuentro diciendo que sí. Seguro que me veré rodeada por más embarazadas de las que soy capaz de sobrellevar, cada una de ellas acorralando a un niño de menos de dos años mientras al mismo tiempo atiende a su barriga, indefectiblemente enorme, preguntándose cómo se le ocurrió, con el trote que supone la maternidad. No hago más que encontrármelas por todas partes: embarazadas. Me lo ponen todo muchísimo más difícil, me hacen sentir mucho más que vacía; más sola, más inútil y más incapaz de conseguir nada de lo que me he sentido nunca. Me digo que no será por mucho tiempo, que esto no será así para siempre. Las cosas se solucionarán.

El móvil vibra en mi bolsillo. Aquí no puedo sacarlo. Me da un vuelco el corazón.

—Así, los gemelos estarán bien cansados para la hora de acostarse —sigue diciendo Pip. Lleva un abrigo de pieles falsas con unos puños gigantescos. Y sombrero a juego—. A Lilly le encanta ir allí. Tienen una piscina de bolas enorme en la que literalmente se pierde…

No hace más que hablar y hablar sobre la ludoteca, y yo sonrío y asiento y disparo carcajadas de aliento helado mientras intento dar con una excusa para escapar. Mis dedos enguantados acarician el móvil dentro del bolsillo.

—Ay, mira, ya entran a clase —digo al ver las filas de niños serpenteando cada una hacia su aula. Me despido agitando una mano con entusiasmo mientras los gemelos echan a andar sin mirar atrás ni una sola vez. Al fin y al cabo, no soy su madre.

—Bueno, ¿quedamos después de clase? —insiste Pip cuando salimos por la verja del colegio.

—Claro —digo, preguntándome ya cómo librarme.

Al final me dirijo hacia otro lado y dejo a Pip charlando con un grupo de madres. Espero hasta haber dado la vuelta a la esquina antes de leer el mensaje de texto del móvil.

El «Yo tb te kiero» me indica lo que tengo que hacer a continuación.

Abro la puerta, el dormitorio de Claudia y James huele un poco a desodorante, laca y perfume. La mezcla de las tres cosas junto con un leve tufillo a sueño me hace pensar que en la habitación hay alguien conmigo. Las cortinas siguen corridas, lo cual seguramente es bueno, por si algún vecino pudiera verme al descorrer las suyas. Enciendo la luz y entro enseguida. Este dormitorio es un lugar tan bueno para empezar como cualquier otro. A pesar de mi paranoia estoy segura de ser la única que queda en casa. He mirado incluso en el garaje para asegurarme de que el coche de James no está. Si quiero salir de aquí con lo que he venido a buscar, tengo que descubrir todo lo que pueda sobre ellos. No me atreveré a registrar el estudio hasta que él esté fuera del país. No puedo cagarla. Solo tengo esta oportunidad.

Entro en el baño de su habitación. El olor a Claudia es aún más intenso aquí dentro, con el vapor de su ducha matutina flotando aún en el aire como una dulce contaminación. Hay una toalla en el suelo, y el estante que cuelga sobre el lavabo es un caos: botes destapados y cremas para la cara y el cuerpo lo cubren por completo. Un trozo de hilo dental se descuelga desde allí hacia el lavabo, donde ha quedado olvidado un cepillo de dientes. Las cerdas tocan un pegote de dentífrico adherido a la porcelana, como si alguien hubiese salido con prisas.

Echo un vistazo a mi alrededor. ¿Qué se supone que debo averiguar en este santuario de la existencia de Claudia y James? Mi presencia aquí dentro casi no tiene ninguna utilidad, pero no he podido resistirme a husmear un poco. Todo ápice de información que pueda conseguir me ayudará a hacerme una composición del lugar.

Imagino a Claudia en el trabajo envuelta en una nube de perfume y padres negligentes, tomando decisiones que cambiarán la vida de unas familias desestructuradas a las que, si es sincera consigo misma, sabe que en realidad no conoce lo suficiente. Luego la veo sentada a su escritorio, mordiendo un boli, escribiendo los destinos de esas personas… y de pronto, sin previo aviso, siente que se asfixia bajo una avalancha de polvos de talco infantiles y una montaña de pañales sucios. Miles de llantos de bebé colapsan sus oídos. Se ahoga, inspira y satura su cuerpo embarazado. Claudia se lleva una mano al vientre instintivamente, se estremece de dolor porque se ha puesto de parto. Cae al suelo, las piernas abiertas, y ahí estoy yo para ayudarla…

—¡Basta!

Me miro en el espejo. Pero ¿qué me pasa? Tengo las mejillas hundidas y sombras grises bajo los ojos. He de controlarme. Inspiro hondo y apago la luz.

De vuelta en el dormitorio, el armario de Claudia está más ordenado que el desastroso cuarto de baño. A la izquierda tiene colgados los vestidos y las partes de arriba, a la derecha veo una selección de faldas elásticas y pantalones de cintura ancha. La mayoría son de colores oscuros, para contrarrestar esas amplísimas y coloridas túnicas de las que está tan bien surtida. La imagino llevando cada uno de esos conjuntos, todos perfectamente escogidos y combinados en caras boutiques. Yo, si me quedase embarazada (solo con pensarlo siento náuseas matutinas de envidia), llevaría camisetas ceñidas en tonos marrones o grises, para que se estirasen y frunciesen sobre mi tripa. Por encima me pondría una chaqueta de punto masculina, con bolsillos enormes para llevar pañuelos de papel. Llevaría montones de pañuelos de papel. Estaría muy sensible a causa de todas las hormonas que recorrerían mi cuerpo, que me controlarían, que tan pronto me enloquecerían o me entristecerían como me llevarían al éxtasis. Pero tal como están las cosas, me encuentro atrapada en el estable fiel de la no embarazada; hoy no me espera ningún loco subidón hormonal. Ya estoy bastante insensibilizada ante esa idea.

Toco uno de los vestidos de premamá y resbala de la percha. Lo miro, en el suelo del armario. Lo recojo y lo aprieto contra mí. Claudia es más alta que yo. Sin estar embarazada imagino que tendrá una talla 40 o 42, y yo una 36. El vestido es de un estampado rosa y naranja, estilo Pucci, y casi me hace desaparecer tras la sociabilidad que desprende. A mí me llega a media pantorrilla, mientras que en Claudia supongo que tendrá un largo más favorecedor, hasta la rodilla nada más. También los tonos que la caracterizan —esos mechones de pelo oscuro y su tez rosada— soportan bien la falta de armonía cromática de este vestido tan vistoso. En mí, solo corroborarían mi invisibilidad.

Lo tiro al suelo y lo pisoteo con los calcetines. Unos sollozos trepan por mi garganta, como si alguien me hubiera echado las manos al cuello y apretara cada vez más fuerte. ¿Cuándo acabará esta sensación de asfixia?

Me agarro al armario con ambas manos para sostenerme y me tranquilizo, mi cabeza sube y baja entre mis brazos. ¿En qué estaba pensando? Esta pérdida momentánea de control no forma parte de mi orden del día. Recojo el vestido y lo sacudo. No puede quedar arrugado. Vuelvo a colgarlo en el armario y estoy a punto de cerrar las puertas cuando veo algo más en el suelo. Es una bonita caja con decoraciones florales en blanco y verde, y lleva un «Recuerdos» estampado en la tapa.

Ya he visto cajas así antes. Uy, sí, muchas veces, durante mis numerosas incursiones a la sección de bebés de los almacenes John Lewis o Debenhams, o apiladas junto a diferentes modelos de «Mi primer álbum» y suaves cuentos de tela en esa pequeña boutique infantil tan de moda que hay cerca de mi casa. Bueno, de mi antigua casa.

Me detengo e inclino la cabeza hacia el techo para intentar que las lágrimas vuelvan a entrar.

Inspiro. Es una de esas cajas donde se guardan las fotos del recién nacido, sus primeros peúcos y un mechón de pelo atado con cinta de algodón. Es un lugar donde conservar los dientes de leche caídos —diminutos y afilados— y esas instantáneas sacadas justo después del parto que la madre no quiere exhibir en el álbum familiar. Es donde se atesoran las primeras tarjetas de felicitación por el nacimiento del bebé y un recordatorio del bautizo, o los primeros trazos vacilantes hechos sobre un papel sosteniendo el lápiz de colores aún con torpeza. Esta caja contiene los recuerdos más antiguos, los objetos más especiales, el principio mismo de una vida. Se abre solo cada varios años y se le van añadiendo cada vez menos cosas a medida que pasa el tiempo.

La levanto. Pesa más de lo que esperaba. La sacudo un poco. Tiene algo dentro. ¿Ha empezado Claudia a recopilar ya recuerdos de su embarazo? O a lo mejor lo que hay aquí es de los gemelos, objetos guardados por James y su primera mujer. La tapa está barnizada por una película de polvo, lo cual indica que hace mucho que no la sacan.

Soplo con fuerza sobre la caja, la dejo sobre la alfombra y me arrodillo a su lado. Me detengo. Presto atención. ¿He oído algo, a alguien? Siento el corazón, que me palpita en la garganta como un segundo pulso culpable. ¿Qué haría si ahora Claudia volviera a casa, entrara de pronto en su dormitorio y me encontrara revolviendo en su armario? «Lo siento, Claudia. Solo quería saber qué se siente estando embarazada; teniendo cosas de embarazada; llevando ropa de embarazada». ¿Cómo se lo tomaría? ¿Entendería que seguramente quiero… no, que necesito a su bebé más que ella?

Levanto la tapa. Miro lo que hay dentro.

Me siento como si estuviera espiando en el interior de un útero, el sanctasanctórum mismo que contiene la tan preciada vida. Mis dedos se mueren por recorrer esta caja de… de… ¿qué son? ¿Recuerdos? ¿Tesoros? Se me nubla un poco la vista al mirarlos.

«Ay, Dios mío».

Mi corazón se acelera más aún, si es que eso es posible. Contengo el aliento y me encorvo sobre la caja. Encima de todos los artículos que guarda hay una fotografía. No está muy bien enfocada pero es de un bebé (un bebé diminuto, desnudo, de piel flácida) en la cuna de plástico transparente de un hospital. Está azul-gris-violeta y no lleva pañal que cubra sus piernecillas de rana. Una pulsera de plástico blanco empequeñece su leñoso bracito.

Alguien ha escrito en rotulador azul: «Charles Edward. Nacido premat. a las 22 sem. 20/9/07-24/9/07».

Cojo la foto con dedos ateridos. Estoy temblando. Debajo encuentro un minúsculo gorrito de lana tejido con un finísimo hilo azul celeste. Entre los pliegues de su lana queda protegida una pinza para cordón umbilical amarilla manchada de sangre. Luego veo la tira de imágenes impresas de una ecografía que el tiempo ha amarilleado por los bordes. Ya había visto algunas por la tele y confieso haberlas buscado también en internet, preguntándome cómo sería que un médico me explicara dónde queda cada extremidad, si es niño o niña, que me mostrara el aleteo de las sístoles y diástoles de ese corazoncito que bombea la poquísima sangre que se ha formado ya en las diminutas venas.

La pequeña impresión digital de la oscura imagen dice «Claudia Brown». Las ecografías son suyas, pues, pero la fecha que aparece en ellas (19/4/2003) me revela que no son de este embarazo. En ellas se distingue la matriz (una oscura zona ovalada) y dentro de ese espacio se ve un borrón gris blancuzco, muy desenfocado. Si es un feto, no parece muy grande. Estoy contemplando el interior del útero de Claudia. Esta idea me hace estremecerme más aún. Por detrás alguien ha escrito: «Baby Ella. 18 semanas. Nacida muerta».

La saliva inunda mi boca como si fuera a vomitar.

Sigo dragando en la tragedia. La caja está repleta de recuerdos similares, cada uno de ellos en memoria de un niño perdido. Hay imágenes de tres ecografías más, cada una de un embarazo diferente, realizadas alrededor de las catorce semanas de gestación y todas con la fecha del aborto natural anotada en el reverso. Hay poemas compuestos por una mente desconsolada y en duelo —«Mis brazos vacíos ansían estrecharte… Los diminutos dedos, la preciosa naricilla… No hay mujer más yerma que yo…»—, y un trozo de papel arrugado con dos huellas de pies: «James Michael, fallecido el 7 del 10 de 2008».

—Son las huellas de un muñeco —susurro, mirando maravillada esos diez deditos perfectos.

La desgracia de Claudia, su vacío interior y el odio que siente hacia sí misma son evidentes en estos desgarrados poemas. Sin dejar de arrastrar mi mirada por el dolor que contienen, doy por supuesto que fue ella quien los escribió. ¿Cómo puede una mujer sufrir semejante pérdida y, aun así, seguir intentando tener un hijo? Dejo caer las manos en mi regazo. Hace que me sienta más despreciable todavía por lo que voy a hacerle a esta familia. «Pero todo esto la ha hecho fuerte», me digo, acariciando un lateral de la caja de recuerdos mientras intento apaciguar mi culpabilidad.

De pronto me quedo inmóvil. ¿He oído a alguien? Ahí está otra vez.

Vuelvo a tapar la caja y la empujo a su sitio, dentro del armario. Salgo enseguida del dormitorio y bajo corriendo la escalera. Alguien está aporreando la puerta. Abro y veo a un mensajero en el último escalón, tamborileando con los dedos sobre un gran paquete que sujeta apoyado en una pierna.

—Firme aquí, por favor —dice con impaciencia mientras me acerca un cacharro electrónico y una varilla.

Firmo y me entrega la caja. Él se marcha sin decir una palabra más y yo arrastro el paquete al recibidor.

Va dirigido a Claudia y tiene un extremo hundido y estropeado. Por la ranura que se ha abierto veo algo que parece hecho de paja, pero envuelto en plástico. ¿No dicen que hay que comprobar inmediatamente los artículos entregados por correo? ¿O es solo que me puede la curiosidad? En cualquier caso, lo que no quiero es meterme en un lío.

Empujo la caja hasta la cocina y corto la cinta adhesiva que le queda. Aparto las solapas de cartón y dentro encuentro un moisés de mimbre envuelto en polietileno. Lo saco de su envoltorio y veo que hay también un juego de sábanas blancas y colgaduras, todas almidonadas. Visto la cunita y la monto sobre el soporte blanco de metal que venía con ella.

Doy un paso atrás para admirar mi trabajo e intento imaginarme a la niña recién nacida de Claudia durmiendo ahí. Por algún motivo, no soy capaz.

—¿Qué estás haciendo en mi habitación?

Me vuelvo de golpe. Me tiemblan las manos. Me ha pillado, aunque estoy haciendo algo bonito para ella, y no revolviendo entre sus efectos personales.

—Ha venido un mensajero a entregarlo —explico—. ¿No es precioso? Se me ha ocurrido sorprenderte y montarlo. El paquete se había roto y quería asegurarme de que el contenido estuviera en buen estado. Luego he pensado que, ya puestos, podía subírtelo aquí arriba. —Me hago a un lado y dejo ver el moisés. Las cortinas de Claudia siguen corridas y fuera ya está oscuro—. ¿A que es precioso? —insisto mientras ella se acerca en silencio a la cestita. La he colocado junto a su cama.

—Sí —dice con un hilo de voz, mirándome de soslayo como si no confiara en mí.

Todavía lleva puesto el abrigo y los guantes de piel de conducir. El bolso le cuelga de un hombro y huele a invierno. Le da un empujoncito al moisés y luego me mira fijamente, directa a los ojos. En su mejilla veo temblar un pequeño músculo.