10

—Ha estado fumando. —Recorro el cuarto de estar bamboleándome de aquí para allá.

—Tonterías —contesta James con cansancio—. No fuma. ¿No te acuerdas de que se lo preguntamos en la entrevista?

—Se lo he olido. Estoy segura.

Lo pienso un momento. James tiene razón. Nos dijo que no fumaba. Pero no quiero que los niños la vean encendiéndose un cigarrillo a escondidas en la puerta de atrás, ni que lo huelan siquiera. Antes de que nos demos cuenta pensarán que no pasa nada si ellos también lo hacen. No es así como quiero educarlos.

—Si tanto te preocupa, pregúntaselo —dice James.

—¿Cómo voy a hacer eso? —salto yo. No hago más que ir y venir desde la chimenea hasta donde está él—. No es bueno que piense que no confiamos en ella.

—No seas tonta —insiste James. Por algún motivo me señala la chimenea vacía. En esta sala siempre hace algo de frío, pero James se ha empeñado en que vengamos aquí a hablar porque es la que queda más lejos de la habitación de los niños y la escalera que va al dormitorio de Zoe—. ¿Te acuerdas de que antes ha encendido la estufa de la sala y se ha quejado de lo difícil que era ponerla en marcha? Ha dicho que la habitación se ha llenado de humo y se ha disculpado. No ha sido más que eso, Claudia. El humo de la leña que ha impregnado su ropa.

Seguro que James sabe tan bien como yo que hay una diferencia entre un humo y otro. Puede que esté embarazada, pero no he perdido el sentido del olfato.

—No, te digo que no. Te equivocas. Era humo de tabaco, en su aliento.

De pronto nos quedamos callados porque la puerta se abre con un chasquido a la vez que oímos unos delicados golpes en ella.

—Solo soy yo —dice Zoe—. Siento interrumpiros a estas horas.

Parece angustiada. ¿Nos habrá oído hablando de ella?

—Pasa —le indica James.

Ojalá no me haya oído.

—En realidad no es nada —dice, a lo mejor siente nuestra incomodidad—. Podemos hablar mañana si estáis ocupados.

Espera nerviosa en el umbral, mirándonos a uno y otro por turnos. Su expresión es de súplica y de disculpa a la vez. Algo le ronda la cabeza y no está segura de cómo contárnoslo. Parece que ya se había acostado, a lo mejor no podía dormir. Tiene el pelo algo revuelto por un lado y se ha quitado el poco maquillaje que llevaba en los ojos. En la pálida piel de sus mejillas y su frente se ve el suave brillo de la crema de noche, aún por absorberse, y su camiseta puesta del revés y los gruesos calcetines de lana son otro revelador indicio de la intención de irse temprano a la cama.

«¿Qué la habrá hecho bajar otra vez?», me pregunto.

—Tranquila, no estamos ocupados —contesto, sintiendo algo de lástima por ella. Doy unos golpecitos en el sitio libre del sofá y, cuando se sienta, insegura, miro a James abriendo un poco más los ojos. Un gesto que solo él puede percibir.

«No hay humo sin fuego», solía decir mi madre, y me viene ahora a la cabeza.

—¿Qué te preocupa? —De pronto me asalta la idea de que, después de tan solo dos días, va a presentarnos su renuncia. No se me había ocurrido pensar que pudiera dejarnos.

—No es que nada me preocupe exactamente, es solo que…

—¿Queréis que os deje solas para hablar? —sugiere James.

—Buena idea —digo yo—. ¿Por qué no pones agua en el hervidor?

James asiente con la cabeza y se va a la cocina, agradecido por el indulto.

—¿«Es solo que…»? —le pregunto a Zoe, retomando su vacilante comienzo.

—No sé muy bien cómo exponerlo. Supongo que preguntártelo directamente será lo mejor.

Zoe se toquetea las uñas, bien recortadas. Unos finos mechones de pelo le rozan el cuello. Si fuera su madre, ahora mismo se lo retiraría tras las orejas y deslizaría un dedo con suavidad bajo su barbilla para levantarle la cabeza. Miraría en sus ojos color gris lechoso y comprendería qué le ocurre antes aun de que ella misma lo descubriera. La acercaría a mí, la abrazaría, le haría comprender que me tiene para lo que necesite, sea lo que sea eso que quiere preguntarme.

—Es sobre los fines de semana. —Sus palabras son tenues y vaporosas.

—¿Sí?

—Bueno, no sé qué te parecería… es solo que me vendría muy bien que… —Agacha la cabeza aún más.

—Zoe, que no muerdo.

Por fin se yergue y me mira de frente. La línea de su mandíbula es fina y menuda, como si la hubieran esculpido unos dedos delicados. Sus pómulos recogen la precisión de sus facciones, pero al mismo tiempo dan paso a esos ojos empañados que tiene. Parece que en ellos siempre haya unas lágrimas a punto de derramarse.

—La verdad es que no tengo adonde ir los fines de semana.

Intento comprender qué supone eso, pero, antes de que me dé tiempo, ya he hablado:

—Entonces, Zoe, tienes que quedarte aquí. —Han sido los borbotones de alivio que he sentido al ver que no estaba presentando su renuncia, a pesar de mis sospechas, lo que me ha hecho decir eso.

—¿De verdad? —Su barbilla se eleva algo más y se le ilumina la mirada. Veo el resplandor de una sonrisa.

—Sí —contesto, esta vez con más dudas, porque me doy cuenta de que seguramente debería haberlo consultado antes con James, sobre todo después de haberla acusado como acababa de hacer. Pero seguro que a él no le importa. Además, pronto volverá a marcharse y es él quien insistía desde el principio en que debería tener a alguien que me ayudara—. ¿Va todo bien, Zoe? —Siento que es mi deber comprobarlo. A pesar de la entrevista, su currículum y las referencias, me doy cuenta de que en realidad sé muy poco sobre su vida privada.

—Eres muy buena conmigo. —Asiente con gratitud—. Y todo va bien. Es solo que…

Se la ve otra vez tan triste, sufriendo, tan insegura de mí…

—¿Qué, Zoe?

—Tengo una situación complicada con la persona con quien vivo. —Hace una pausa para pensar—. Con quien «vivía», debería decir. Hemos tenido problemas y no está funcionando. No quiero que creas que me aprovecho de vosotros.

—¿Una ruptura?

Se encoge de hombros y me doy cuenta de que al contratar a alguien también aceptas su vida personal.

—Más o menos —dice—. Hay cosas que no tienen solución.

Y, no sé por qué, se queda mirando con avidez mi vientre embarazado.

Estoy tumbada en nuestra cama, exhausta. Dentro de nada desapareceré en el cuarto de invitados, pero todavía no. Sé que no conciliaría el sueño. James está acostado a mi lado, casi dormido, y yo necesito hablar. Él apenas me escucha.

—No puedo decir que fuera exactamente espeluznante —digo—. Pero casi. —Le doy un ligero empujón en el hombro.

Me he tumbado por encima del edredón con mi camisón floreado, que es como una carpa de circo, y una bata gruesa que casi no alcanza a cerrar sobre el tripón que tengo ya. James a menudo bromea diciendo que la última vez que me vio desnuda fue cuando mi cintura medía unos delicados sesenta y ocho centímetros. Espero haber recuperado esa talla la próxima vez que vuelva a casa. Las mujeres de nuestro grupo de yoga prenatal siempre están comparando estrías y medidas de contorno. Yo prefiero no pensar en mi cuerpo. Si me pongo a pensar demasiado, acabo atrapada en una espiral de terror. He sufrido demasiadas decepciones.

—James, ¿me has oído? Digo que no puedo decir que fuera exactamente espeluznante, pero…

—Pues no lo digas —masculla. Tiene los ojos cerrados. Está tumbado de lado, de espaldas a mí.

—Es que ha sido esa forma de mirarme. Ha sido… —No quiero parecer una engreída—. Ha sido casi como si tuviera celos de mí o algo parecido.

James abre los ojos y se vuelve boca arriba. Me mira desde la almohada. Yo estoy incorporada sobre un codo, no demasiado cómoda.

—Es tarde. —Se le cierran los ojos—. No digas cosas raras.

—Y luego está lo del humo de tabaco… ¿Me ha mentido?

Los ojos de James vuelven a abrirse.

—Las hormonas te están ganando la batalla, Claud. Zoe no es espeluznante ni está celosa de ti, y tampoco fuma. Fin del asunto. Solo quería quedarse aquí los fines de semana. Eso podría veniros bien a las dos.

—No estoy segura, James —protesto en voz baja, pero él ya ha vuelto a cerrar los ojos.

Me dejo caer sobre la almohada y vuelvo a repasar la escena mentalmente. Ha sido cuando ha dicho eso de «Hay cosas que no tienen solución». ¿Cuánta tristeza contenían esas palabras? «Parece complicado», le he dicho yo, pero ella no ha querido desvelarme nada más.

—Y entonces ha sido cuando ha alargado el brazo y me ha tocado la barriga, James —le cuento a mi inconsciente marido—. James —repito, más alto—. Te digo que le ha puesto las manos encima a la niña.

James se vuelve otra vez y protesta.

—¿Y qué? —gruñe—. ¿No es eso lo que hacen las mujeres? —Se tapa la cabeza con la almohada.

Tiene razón, claro. Desde que se me nota (y eso no ha sido hasta los cinco meses) atraigo mucha más atención de la que me gustaría. Al principio decidí no contarle a demasiada gente que estaba embarazada, solo a la familia y los amigos más íntimos, aunque también con ellos fui con cuidado. Conociendo mi historial, decepcionar a todo el mundo con un aborto más era una carga de dolor de la que podía prescindir. Ya había aprendido la lección. Además, con una profesión como la mía, la gente está demasiado dispuesta a criticarte por querer ser madre en lugar de dedicarte a hacer simplemente tu trabajo.

—Ha sido la forma, la forma en que me ha tocado, James. Como si… —Me interrumpo y cambio de postura. Estoy cansada. A lo mejor lo que digo no tiene sentido—. Ay, no sé. Pero es que me ha puesto las dos manos aquí —me toco el vientre, aunque él no me está mirando— y las ha dejado mucho más de lo necesario. Me miraba sin pestañear, a los ojos. No me ha gustado.

—Seguro que esperaba una patadita —murmura James.

—A lo mejor —concedo con un suspiro—. Estoy cansada. Me voy a la cama. —Le doy un beso en la cabeza y me marcho a la habitación de invitados. Los dos descansaremos mejor así.

En cuanto me he lavado los dientes y estoy ya tumbada en la cama, con un calor horrible aunque he abierto la ventana un par de centímetros, le doy vueltas a la parte que no le he contado a James; la parte que, por un breve segundo, ha hecho que me diera un vuelco el corazón.

«Qué suerte tienes —me ha dicho, con las manos apretadas contra mí y los ojos llenos de lágrimas anegándose en ese gris profundo—. Qué suerte tienes de estar embarazada».