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—Nos han contestado al anuncio.

Me asomo por encima de la pantalla del portátil y pongo cara de pena. Una parte de mí había esperado que no contestara nadie, que al final yo tuviera que arreglármelas sola. El calor del ordenador me abrasa las piernas, pero me da pereza moverme. Es trabajo y estufa: dos en uno.

—No deberías ponerte ese trasto tan cerca, ¿sabes? —James le da unos golpecitos a la pantalla al pasar de camino al armario de los cacharros. Saca el wok—. Por las radiaciones y todo eso.

Lo quiero: cocina, se preocupa por mí.

—En la eco se ve que no le falta ningún brazo ni ninguna pierna. Deja ya de obsesionarte. —Le he enseñado las imágenes de ultrasonido una docena de veces. Hasta ahora se ha perdido todas mis ecografías—. Esperamos una niñita muy sana. —Estoy incómoda, cambio de postura y dejo el ordenador a mi lado, sobre el sofá viejo y hundido—. ¿No te interesa saber quién ha contestado a nuestro anuncio?

—Claro que sí. Dímelo.

James salpica al echar un buen chorro de aceite en la sartén. No es nada limpio cocinando. El círculo de llamas azules salta a la vida cuando enciende el hornillo al máximo. Se muerde el labio inferior y lanza los trozos de pollo al wok. El extractor se traga el humo.

—Una tal Zoe Harper —informo, alzando la voz por encima de los chisporroteos del aceite. Vuelvo a repasar los detalles del correo electrónico—. Dice que tiene muchísima experiencia y todos los requisitos necesarios.

La llamaré después, a ver qué impresión me da por teléfono. Tengo que parecer animada aunque la idea de meter a una extraña en casa no me resulte especialmente agradable. Sé lo preocupado que está James por cómo voy a ocuparme yo sola de todo cuando él vuelva a irse. Tiene razón, desde luego. Necesitaré ayuda.

Nuestra conversación sobre la niñera queda interrumpida de repente por ruidos y jaleo y gritos que llegan desde la sala de estar. Me levanto del sofá con las piernas separadas y las manos ancladas en la parte baja de la espalda para evitar que la columna dé de sí. Alzo los brazos y detengo la expedición de rescate de James.

—Tranquilo, ya voy yo. —Desde que está en casa es como si me creyera incapaz de hacer nada. Seguramente es porque la última vez que me vio no parecía una ballena.

—Oscar, Noah, ¿qué pasa aquí? —Estoy en la puerta de la sala y los niños me miran, abatidos.

Los he interrumpido en los prolegómenos de una guerra. Oscar tiene un resto de algo reseco y amarillento pegado en la comisura de la boca. Noah empuña la pistola de plástico de su hermano.

Solo les dejo sacar esos juguetes cuando James está en casa. Él no les ve ninguna pega, pero yo suelo tenerlos guardados en un armario. Las armas de juguete fueron un punto controvertido en aquella horrible cena de hace ya algunos años con una pareja de amigos suyos, no mucho después de que James y yo nos conociéramos. Yo quería caerles bien, quería que no hicieran comparaciones, que confiaran en que tenía mi propio repertorio de instintos maternales para criar a mis recién heredados hijos.

«¿Y cómo resuelves esa clase de cosas con los gemelos, Claudia?», me preguntó ella al decirle yo que no me gustaba ver a los niños jugando con espadas y pistolas. Bien sabe Dios que en mi trabajo ya me encuentro con suficientes niños destrozados para saber que tienen cosas mejores con las que pasar el tiempo. «Debe de ser difícil ser madre… y no serlo al mismo tiempo», comentó al final. Qué bofetada le habría dado.

—Ven aquí, Os —digo, y hago lo impensable. Humedezco un pañuelo de papel con la lengua y le limpio la boca. Os se me escapa. Localizo la pistola en la mano de Noah. Quitársela provocaría un incidente grave.

En aquella cena, yo había explicado sin demasiada convicción que, como madrastra de dos gemelos que habían perdido a su madre biológica por culpa de un cáncer, creía que tenía bastante derecho a considerarme madre; sin embargo, a esas alturas lo que decía ya no le interesaba a nadie, ni siquiera me estaban escuchando. Habían cambiado de tema. «James está en la Armada —me oí decir—, así que es normal que les fascine la guerra… En casa no es que sea precisamente un tabú, pero…», en ese punto ya tenía la cara roja como un tomate. Lo único que deseaba era que James me sacara de allí cuanto antes.

—Devuélvele la pistola a tu hermano, Noah. ¿Se la has quitado?

Noah no contesta. Levanta el arma de plástico, me apunta a la barriga y aprieta el gatillo. Se oye el tenue chasquido del disparo de juguete.

—¡Pum! La niña está muerta —dice, enseñando todos los dientes con su sonrisa.

—Ya están dormidos. Más o menos —dice James.

Se ha puesto su jersey preferido, el que no sabe que me llevo conmigo a la cama cuando él no está, y tiene una copa de vino en la mano. Qué suerte para él, hoy que es viernes por la noche. Yo lo que tengo es una infusión de menta y dolor en las lumbares. Estoy convencida de que se me han hinchado los tobillos.

James se sienta a mi lado en el sofá.

—Bueno, y ¿qué te ha parecido esa Mary Poppins?

Un brazo me rodea los hombros, sus dedos se entretienen con las puntas de mi pelo.

Mientras él acostaba a los niños (les ha canturreado «Janie’s Got a Gun», de Aerosmith, pero con los nombres de Oscar y Noah en lugar de Janie), yo he llamado a Zoe Harper, la mujer que ha contestado al anuncio.

—Me ha parecido… bien —respondo, con bastante displicencia porque lo cierto es que no esperaba que me lo pareciera—. Encantadora, en serio. Si te digo la verdad, casi deseaba encontrarme con una bruja alcoholizada que arrastrase las palabras al hablar.

El caso es que ya he probado con otras dos niñeras antes y, por una cosa o por otra, no eran exactamente lo que decían ser. Además, los niños no se acostumbraron a tenerlas por aquí. Así que, entre amigas comprensivas, la guardería y, desde hace poco, las horas de acogida del colegio, de alguna manera hemos conseguido ir trampeando. James insiste en que es mejor que los cuide alguien en nuestra casa mientras yo esté trabajando y, ahora que estamos a punto de tener a nuestra niña, quiere dejarlo todo mejor atado.

—Pero la verdad es que no —digo, y veo cómo le cambia la expresión y asoma en ella la esperanza—. Que no me ha parecido una bruja, quiero decir.

Entre que James está embarcado durante semanas seguidas, a veces incluso meses, y que yo intento comprimir un trabajo inacabable en un horario que a menudo sufre cambios, la culpabilidad no me dejaba dormir. Quiero ser la mejor madre del mundo, pero sin dejar de lado mi carrera profesional. Es algo que me prometí a mí misma cuando me subí a bordo de esta familia. Me encanta mi trabajo, forma parte de mí. Supongo que lo quería todo y ahora estoy pagando el precio.

—Sí, me ha parecido una persona muy normal y con los pies en la tierra.

Nos quedamos sentados un momento en silencio, ambos sopesando la realidad de lo que hemos hecho. Poner ese anuncio nos costó varias noches de deliberaciones y creo que nunca nos paramos a pensar en la realidad que vendría después de eso: tener otra vez a alguien viviendo con nosotros.

—¡Ay, madre mía! ¿Y si es como las dos últimas? Esto no es justo para los gemelos. Ni para la niña. Ni para mí.

Cambio el trasero de posición para poder doblar las piernas y subirlas al sofá.

—¿Le ponemos una cámara? —propone James, que se sirve otra copa de vino.

—Déjame olerlo —le pido, y me inclino hacia delante. Me muero por un dar un traguito.

—Cuidado con los efluvios. —James aparta la copa de mí y la tapa con la otra mano.

Yo le doy un golpe en el hombro y sonrío. Solo lo hace porque se preocupa por mí.

—Es que necesito esos efluvios. ¿Una cámara? No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Claro que sí. Lo hace todo el mundo.

—¡Y un cuerno, hacen eso! Es una violación de… de los derechos humanos de las niñeras, o algo así. Además, ¿qué pretendes? ¿Que me pase el día entero sentada delante del ordenador mirando cómo juegan los niños con el Lego mientras la niñera le da de comer a la pequeña? Eso le quitaría todo el sentido a contratarla, ¿no te parece?

—Pues deja el trabajo —dice bromeando con voz seria.

—Ay, James… —contesto. No puedo creer que vuelva a intentarlo—. No empieces otra vez con eso. —Una mano en su muslo basta como advertencia, se encoge de hombros y sube el volumen de la televisión.

Están dando esos documentales de Hospital infantil. Lo último que me apetece es ver a niños enfermos, pero tampoco hay nada más que valga la pena.

Sopeso la idea de grabarla. Supongo que podría funcionar.

De repente Oscar aparece por la puerta y se queda inmóvil para que su entrada cause mayor efecto (le sale muy bien): un niñito en plena fase teatral con sangre saliéndole de la nariz. Ni siquiera intenta contener la hemorragia. El pijama de Ben 10 le da un aire muy melodramático.

—¡Ay, Ossy, cielo! —exclamo. No vale la pena que me mueva. James ya ha salido disparado y va para allí con un puñado de pañuelos de papel que ha arrancado de la caja que tenemos en la mesita—. Otra vez no.

James limpia a nuestro hijo y lo planta en el sofá, a mi lado. Va a buscar hielo y Oscar se inclina hacia mí para que lo abrace. Apoya la cabeza en mi barrigón y me mancha de sangre la camiseta vieja.

—La niña dice que te quiere, Ossy —susurro.

Él me mira con sus grandes ojos azules y esa criminal nariz ensangrentada. James llega con una bolsa de guisantes congelados.

—¿Y un paño de cocina? —pregunto, porque no quiero que se los ponga a Oscar directamente contra la piel.

James asiente y va a buscar uno.

—¿Cómo puede quererme? Si no me conoce. —Tiene la voz gangosa.

—Pues…

James regresa otra vez. Envuelvo los guisantes en el paño y los coloco sobre el puente de la naricilla de Oscar mientras presiono con suavidad. El médico de cabecera dice que si le sigue pasando habrá que cauterizar.

—Te quiere, te lo garantizo. Es algo instintivo, no lo puede evitar. Todos los niños nacen con su propio amor y ella ya sabe que nosotros también la queremos.

—Noah no la quiere —dice Oscar, enterrado bajo los guisantes—. Dice que la odia y que quiere enviarla en un cohete a otro planeta.

Aunque no es más que Noah, hijo mío por poderes, me estremezco por dentro.

—A lo mejor tiene un poquito de celos, nada más. Ya verás como se le pasa en cuanto nazca. —Miro por encima de la cabeza de Oscar y busco los ojos de James.

Los dos hacemos una mueca, preguntándonos qué otras delicias nos depara el futuro con tres criaturas menores de cinco años en casa, y entonces me asalta la preocupación de tener que acostumbrarlos otra vez a una niñera nueva. A lo mejor sí que sería más fácil si yo dejara el trabajo.

—Bueno, a ver cómo va esto.

Levanto la bolsa de guisantes y retiro los pañuelos teñidos de rojo. Parece que se ha cortado la hemorragia.

—Como te decía —continúo cuando Oscar vuelve a estar bien arropado en su cama—, Zoe Harper me ha parecido… encantadora. —No doy con ningún otro adjetivo—. No, en serio —insisto, riendo entre dientes al ver la cara de James—. Ay, madre mía, no sé. —Me acaricio la barriga—. Ha trabajado en Dubái y en Londres, por lo visto.

—¿Cuántos años tiene? —Huelo el vino en su aliento. Quiero besarlo.

—Treinta y algo, supongo. La verdad es que no se lo he preguntado.

—Muy inteligente por tu parte. Podría tener doce.

—Fíate un poco de mí, joder, James. Pienso encenderle un flexo en plena cara, someterla a un tercer grado y exprimirle toda la información. Para cuando haya terminado con ella, sabré sobre esa mujer más de lo que ella misma ha sabido jamás.

—Es que no entiendo por qué te empeñas en seguir trabajando. No es que necesitemos el dinero.

Este es el punto en que yo me echo a reír. Una buena risotada desde el estómago.

—Ay, James. —Cambio de postura y me apoyo en él. Le beso el cuello—. Desde el principio sabías cómo eran las cosas. Sabías que queríamos tener un hijo, pero también que yo adoro mi trabajo. ¿Soy egoísta por quererlo todo? —Le doy otro beso, y esta vez él vuelve la cabeza y me besa a mí también, aunque se nos hace muy duro. Él sabe lo que hay. Son órdenes del médico y en este embarazo las estoy cumpliendo al pie de la letra—. Además, el departamento entero podría irse al traste en dos patadas si yo dejara de trabajar de repente. Ahora mismo ya estamos faltos de personal.

—Pensaba que, cuando tú no estuvieras, Tina cogería el relevo.

Niego con la cabeza: ya empiezo a estresarme.

—Todo el mundo va a poner de su parte para repartirse mis casos mientras esté de baja por maternidad, pero en cuanto aquí lo tengamos todo controlado con la niña y los chicos, querré volver. Si trabajo hasta que salga de cuentas, al menos cuando nazca la niña tendré más tiempo para quedarme en casa con ella.

James, que ha notado mi angustia, toma mi rostro con ambas manos y me planta un sonoro beso en la boca. Es un beso cálido, que dice: «No volveré a mencionarlo». Y lo que es más importante: «No te presionaré en busca de sexo».

—Bueno, total, que Zoe Harper, la niñera extraordinaria, vendrá a tomarse un café mañana por la mañana sobre las once. —Sonrío.

—Vale —dice James, y coge el mando para poner Sky News.

Empieza a tragarse toda la información de la bolsa y protesta por su fondo de pensiones e inversiones varias. Yo no alcanzo a ver tan lejos: hacernos viejos, jubilarnos, tener que echar mano de la herencia de James. Yo solo veo hasta el final de este embarazo: tener a mi niña, ser una familia completa. Convertirme en una madre de verdad, por fin.