I
ANDOLFINI, el cronista sienés de cuyos relatos se deriva una gran parte de mi historia de Colombino, al llagar a este punto hace algunas consideraciones filosóficas. Llama la atención acerca de la manera furtiva cómo el Destino tuerce sus hilos y los caminos tortuosos gracias a los cuales llega a realizar sus prepósitos.
Si el lector se fija bien, verá que tenía razón, porque algunos de los sucesos de la vida de Colombino, al parecer inconexos, eran en realidad unos sólidos eslabones de la cadena forjada para él por el Destino. En el caso de Monsieur de la Bourdonnaye, alcanzó, gracias al grave peligro en que se viera, el cargo de Capitán General de Aragón en la campaña napolitana. Y si entonces no se cubriera de gloria, no le otorgaran aquel triunfo en Siena a su regreso y, por consiguiente, no hubiera sido victima del engaño que le obligó a participar en la conspiración de Squillanti. Si no se hubiese comprometido en ella, quizá no se dejara convencer por las proposiciones de Venecia. Y si así mismo no hubiese aceptado este compromiso, nunca llegaran a realizarse los propósitos de los venecianos y lo que ahora verá el lector no habría ocurrido tampoco.
La resolución de entrar al servicio de Venecia fue tomada la misma noche en que Malavolti llegó al fin de sus ambiciones. Y fue un resultado director de aquel asunto desagradable.
Como aún existían las cartas acusadoras, vióse precisado a justificar el hecho de que no hubiese licenciado a sus hombres, aunque, por su gusto no habría entrado al servicio de la Serenísima. Pero el caso fue que aquella misma noche envió un, mensajero a Siena, invitando al embajador veneciano Messer Grimani, substituto de Messer Gritti, para que a la mañana siguiente le hiciese el honor de visitarlo.
Messer Grimani se apresuró a hacerlo y llegó a Montasco en una litera a lomo de mulas, porque su obesidad le hacía desagradable montar a caballo.
La entrevista fue breve y precisa. Colombino se hizo acompañar por sus capitanes Sangiorgio y Caliente, y ambos se alegraron de los propósitos de su capitán; Grimani se mostró afabilísimo. Exhibió sus credenciales, expuso las condiciones y el principesco estipendio que el conde de Ostiamare recibiría por asumir el mando supremo de las fuerzas venecianas, sucediendo al gran Colleoni durante el término de tres años.
Colombino apenas leyó aquellos documentos, pues ya decidido deseaba acabar cuanto antes, firmó y selló el compromiso y a cambio de él recibió la firma del Serenísimo Dux.
—Ahora que todo ha terminado felizmente, señor conde —dijo Grimani, frotándose las manos—, voy a comunicaros las órdenes de la Serenísima.
—Veo que los venecianos no perdéis el tiempo.
—De ninguna manera. Hoy mismo mi correo saldrá para comunicar esta noticia y en cuanto se reciba se ordenará a los capitanes venecianos que se reúnan en Brenta para acampar y esperar a que toméis el mando. El ejército se compone aproximadamente de unos catorce mil hombres, y con los siete mil vuestros dispondremos de una fuerza magnífica, muy bien equipada y que sumará veinte mil soldados. De este modo podréis llevar a cabo otras hazañas que no desmerezcan de las realizadas ya. Ahora se trata de saber cuando podréis emprender la marcha.
Colombino tenía tanta prisa como Venecia, pues no quería que algún suceso imprevisto le impidiese marchar.
—Dentro de una semana —prometió.
—Magnifico —exclamó Grimani—. ¿Tardaréis, a lo sumo, diez días en llevar vuestro ejército al Brenta? Llagaréis allá a mediados de septiembre. Además, el año está terminando y, por lo tanto, no hay necesidad de darse prisa.
—Ya lo veo. Y desde el Brenta, ¿adónde iremos?
—Cuando estéis allí recibiréis órdenes. Es posible que yo sea portador de ellas. De modo que ya volveremos a vernos. A mi vez, hoy mismo emprendo el viaje de regreso.
En cuanto se hubo marchado, Colombino quedó pensativo y triste.
—Me dará órdenes de los Diez —gruñó, mirando a sus capitanes—. Ésta es la espina de todo aquel que sirve a Venecia. Siempre tiene un comisario de la República a su lado para espiar, dar cuenta, ordenar, dirigir y molestar. ¡Maldito sea ese servicio! Allí no se fían de nadie, porque la Serenísima es tan desconfiada y celosa como una mujer. Pero, en fin, ya estamos comprometidos y no hay más que hablar.
—Ya os daréis cuenta de que ése es un glorioso principio —le dijo Sangiorgio para consolarlo—. El hecho de suceder a Colleoni a vuestra edad, es un honor manifiesto.
—Ése fue el único gran soldado cuyo corazón no se destrozó.
—Porque, como el Vuestro era demasiado vigoroso para desfallecer.
—Todo cuanto sé lo debo a él. ¡Colleoni! No han pasado aún diez años desde que yo mandaba diez yelmos en su compañía. Y ahora… ¡Ojalá ese hombre viviese para verlo!
Pero cualquiera que fuese su repugnancia en servir a la Serenísima República y a pesar de sus presentimientos, no perdió de vista la necesidad de salir de Siena con toda la rapidez posible, de modo que, fiel a su promesa, una semana después la Compañía del Palomo tomó el camino del Norte, formando una larguísima línea de caballos y de infantes, a los que seguía un tren de sitio, arrastrado por bueyes y una retaguardia de carros y acémilas cargadas de provisiones. Al tiempo fijado por el comisario de la Serenísima llegaron al enorme campamento que había en la desembocadura del Brenta, al Sur de las lagunas, en donde las brisas del Adriático templaban el calor de septiembre, aún tórrido en aquella época del año. Allí, mientras aguardaban las órdenes de la serenísima para emprender la marcha, Colombino estuvo muy ocupado en convertir en una masa homogénea aquellos distintos grupos de fuerzas mercenarias que, bajo su mando, habían de ser un gran ejército.
Todos los ratos libres que la dejaban esas tareas, Colombino los pasaba en el pueblo vecino de Chioggia, en la laguna.
* * * *
II
N día, y ya de regreso al campamento, Colombino estaba cómodamente sentado en el espléndido pabellón que le habían destinado. Buscaba provecho y hallaba distracción en una copia de la obra De Re Militari, de Vegetius, cuando de pronto se proyectó una sombra sobre el pergamino. Al levantar los ojos para ver quién, sin ninguna ceremonia, venía a interceptarle la luz, vio en la entrada a un hombre con hábito gris, muy bien encapuchado. De las profundidades de la capucha surgió una voz diciendo:
Pax tibi[13].
Et tibi pax —contestó, descuidado, Colombino, añadiendo secamente—: ¿Quién sois? ¿Cómo habéis podido pasar entre los guardias?
—¿Qué guardias impedirán el paso a un pobre hermanito mendicante?
—¿Queréis limosna?
—No. Una explicación.
—Señor, estáis abusando de mi paciencia. ¿Qué demonios venís buscando aquí? ¿Qué intención os trae?
—¿Intención? Tenéis la memoria corta, propia de una mala conciencia. ¿Acaso habéis olvidado a Rávena y a Honorato da Polenta? ¿No os acordáis de que estuvisteis a sueldo de él? ¿De que os estimaba tanto que se equivocó de tal manera con respecto a vos que incluso os prometió a su única hija, Samaritana, y de que vos, haciendo caso omiso de la palabra dada, cuando así convino a vuestra codiciosa ambición, hicisteis traición a su confianza y os marchasteis, dejándolo a merced de sus enemigos? ¿Habéis olvidado todo eso?
Colombino se puso en pie, severo y enojado.
—Cuando se sazona la verdad con la especie de la falsedad, toda la historia se convierte en una mentira, señor. —Dio la vuelta en torno de la mesa y añadió—: En el supuesto de que seáis un religioso.
Inesperadamente echó atrás la capucha de aquel hombre y entonces apareció el pálido rostro de Cosimo da Polenta. Ambos se miraron un instante y en el rostro de Cosimo se advirtió el sarcasmo, así como la sorpresa en el de Colombino.
—¿Qué me queréis? ~ preguntó el soldado.
—Deciros lo que acabáis de oír —contestó el sacerdote.
En tal caso, habláis de cosas nimias. En cuanto a lo que hubo entre Samaritana y yo, a nadie más que a ella y a mi nos interesa.
—Interesa a todos los hombres que llevan su misma sangre y cuyo honor mancillasteis.
—¡Vanas palabras! Tanto como la mentira de que dejé a Honorato da Polenta a merced de sus enemigos. De tal modo los dejé quebrantados, que durante toda su vida no volvieron a amenazarlo. ¡Dios lo haya perdonado!
—Rogáis por él, ¿verdad? Es propio de vos. Y encargaréis misas por su alma, mientras con la mayor traición proseguís en la obra del mal que amenaza a su casa.
—Veo que tenéis la mente trastornada, señor.
—¿Acaso no os paga Venecia para dominar a Rávena y deshacer así lo que os pagó Honorato da Polenta? ¿Existe en el mundo algún oficio más traidor que el vuestro?
—Ya comprendo —contestó Colombino, en tono desdeñoso—; sabed, señor loco, que va a estallar la guerra contra Milán, como todo el mundo sabe. Para este objeto me han contratado.
—¿Consta eso en vuestros pergaminos? —contestó Cosimo. ¿Hay en ellos alguna condición expresa de que sólo serviréis contra Milán? ¿Acaso no estáis contratado para ejecutar todo cuanto mande la Serenísima?
Colombino titubeó al sentir una repentina duda, pero la rechazó en el acto.
—Rávena no se halla en este caso.
—Pues yo estoy mejor informado. Este puesto avanzado del Sur habrá de ser barrido por vos al pasar y, por fin, anexionado a la Serenísima.
Volvió la duda a la mente de Colombo, pero la resistió y dijo:
—No os creo.
—¿Es alguna novedad para vos? No finjáis.
—Tan poco finjo, que si os creyese en el acto renunciaría a mi cargo.
El otro rió amargamente.
—¡Comediante! ¿Queréis hacerme creer que os atrevéis a jugar con Venecia como lo hicisteis con Rávena? ¿Eso haríais?
La cólera empezaba a teñir las mejillas de Colombino.
—Ya me habéis dicho bastantes insolencias. Vale más que os marchéis cuanto antes.
En vez de obedecer, Messer Cosimo dio un paso adelante. Su rostro estaba amarillento.
—Antes oíd lo que quiero deciros. Vengo de Florencia. He estado allí para avisar a la Señoría de las intenciones de Venecia, cosa que ha causado gran revuelo. La Señoría no tolerará una potencia del Norte, como la que Venecia quiere establecer. Florencia se arma ya para intervenir y para darse las manos con Milán. Una vez Florencia haya tomado las armas, si vos os quitarais de en medio, Rávena ya no peligraría nada en absoluto. Lo primero está conseguido y vengo para lograr lo segundo. Os traigo esto.
Al pronunciar estas palabras, sacó rápidamente la mano derecha de la manga izquierda y asestó un rapidísimo golpe. Pero el soldado divisó el brillo del acero en aquella mano y el instinto le obligó a parar el golpe con la misma rapidez. Antes de que el ataque y la defensa hubiesen penetrado en su conciencia, se encontró agarrando con ambas manos la muñeca del fraile. Luego, luchando, empezaron a ir de un lado a otro del pabellón y por fin cayeron al suelo sin soltarse.
Pero una vez fracasado aquel ataque por sorpresa, el resultado ya no fue dudoso. En cuanto Colombino le hubo arrancado el puñal, se puso en pie, impidiendo a su enemigo que se levantase. Cosimo luchó por arrodillarse y al fin permaneció jadeante en aquella postura.
—¡Loco! —gruñó Colombino—. ¿Qué haré con vos? ¿Haré llamar a mi preboste; para que os haga ahorcar? ¿O bien os clavaré ese mismo puñal en la garganta?
Cosimo, lívido y sin aliento, lo miró con expresión de terrible odio.
Así continuaron unos instantes y luego se suavizó la rígida expresión, de Colombino, que habló sereno, diciendo:
—Si no hago ninguna de las dos cosas, es porque tengo otro medio mejor de utilizaros. Levantaos. Llevaréis un mensaje mío a vuestra prima Samaritana. Decidle que en ningún caso levantaré mi mano contra ella, ya que si vuestras suposiciones fuesen ciertas y peligrase su patrimonio, antes; que ser el instrumento de quienes lo codician mi Compañía y yo nos apresuraríamos a defenderla. Dadle este mensaje con mis respetos y mis homenajes, Messer Cosimo. Ahora tomad vuestro puñal.
Cosimo recogió el arma que tan desdeñosamente le arrojara el otro. Se puso en pie y dio un paso, con el cuerpo inclinado y en el rostro una expresión de incredulidad.
—¿Queréis decir…? —se contuvo y, enderezándose añadió—: No puedo creeros.
—Ya lo sé. Sois como los demás. Pero tanto si me creéis como no, llevad mi mensaje. Y vale más que os marchéis, porque no quiero verme en la necesidad de explicar vuestra presencia si os encuentran aquí. —Y volviendo la espalda a Cosimo, se sentó pesadamente en un sillón.
Cosimo permaneció un momento indeciso. Luego se cubrió con la capucha, ocultó de nuevo las manos en las mangas y se dirigió a la puerta. Pero allí se volvió, diciendo:
—Llevaré vuestro mensaje. Y Dios no os perdonará si habéis mentido.
Colombino se abstuvo de contestar, como si no le hubiese oído.
Cosimo salió a la luz del sol. Delante tenía el cuerpo principal del ejército, una verdadera ciudad de lona verde, parda y blanca; acá y acullá ondeaban algunas banderolas, en lo alto de las tiendas y por las calles que había entre ellas circulaban algunos soldados. A lo lejos batía un tambor. Cosimo se volvió a la derecha y de cara al mar, y avanzó despacio por encima de la hierba. Al llegar a un grupo de cabañas situadas a unos veinte pasos del pabellón de Colombino, observó que de repente se ocultaba la luz del día.
Un saco le envolvió la cabeza. Unas fuertes manos lo agarraron por cada lado, dejándolo indefenso. Luego, en silencio y en profunda oscuridad, sin que él pudiese resistirse, se sintió llevado con la mayor rapidez.
* * * *
III
ESSER Paolo Grimani, el comisario de la Serenísima República, estaba sentado en un diván de su pabellón. Era una tienda adornada con esplendor casi bárbaro, enriquecida por magníficos tapices, alfombras, muebles dorados y otras preciosidades, fruto de algún saqueo en Oriente.
Hacía una sencilla colación de higos y pan de centeno que regaba con un vaso de dorado vino griego. Le servia un jovencito gracioso, de cabello rubio, que vestía un traje escarlata, en cuyo pecho se veía bordado el león alado de Venecia.
A tal escena de apacible bienestar llegó un joven cuyo yelmo de acero adornado por unas plumas rojas daba, a entender su condición de oficial. Estaba algo excitado.
—¡Ah! —el comisario sacudió unas migajas de pan de sus dedos regordetes, se pasó por los labios una servilleta de damasco y miró con ojos apagados y benignos. En general, el aspecto de aquel hombre obeso, de edad madura, parecía indicar la bondadosa imperturbabilidad del ídolo oriental—. ¿No ha habido ruido? ¿Ninguna alarma?
—Nada de eso, Excelencia.
—Muy bien. Traedlo.
El oficial salió a la puerta para dar una orden, y luego se hizo a un lado. Dos soldados introdujeron en el pabellón a un hombre cuya cabeza estaba cubierta por un saco.
Quitaron este último y al hacerlo cayó la capucha hacia atrás, dejando al descubierto el rostro de Cosimo da Polenta.
—Para se hermano de San Francisco —observó Messer Grimani después de examinarle convendría aumentar vuestra tonsura. Tenemos medios de hacerlo, en los cuales se emplean los látigos. Son detestables, pero no veo más alternativa, a no ser que me confeséis que en realidad no sois fraile y, al mismo tiempo, que digáis quién sois y qué teníais que tratar con el capitán general de las fuerzas venecianas.
—No me dais miedo le contestó Cosimo, dirigiéndole una torva mirada.
—¡Amigo mío! —protestó Grimani.
—Y no podéis torturarme sin cometer sacrilegio, pues soy sacerdote.
—¡Claro, claro! —convino el benigno Grimani—. Pero si no me decís quién sois, ¿cómo puedo creeros? Espero que os mostraréis razonable. Habéis venido aquí disfrazado. Eso es evidente. Y sería espantoso someteros a un tormento para descubrir luego que realmente sois sacerdote.
—Pero aun sería más desagradable para vos que para mí. En fin, no sé.
—Si os contesto, es porque no tengo nada que ocultar, ni mí nombre ni el objeto de mi venida. Soy Cosimo da Polenta, primo de la condesa soberana de Rávena.
—En tal caso, ya no he de preguntaros qué os ha traído —contestó Grimani, sin asombrarse—; por lo menos no os lo preguntaré aún. Lleváoslo Ser Montone, y vigiladlo con atención.
—No quiero hacer secreto del motivo de mi venida —exclamó Cosimo—. He venido a matar a vuestro Capitán General.
Estas palabras impresionaron a Grimani, que se irguió en su asiento, en canto se animaba su mirada.
—Cuando lo cogimos —dijo el oficial, empuñaba un cuchillo. Aquí está.
Grimani lo rechazó con un ademán y preguntó al oficial de modo inquisitivo:
—¿Y Messer Colombo?
—¡Oh, no logré mi objeto! —contestó Cosimo—. Me quitó el cuchillo. Luego me lo devolvió, en prueba de su orgullo satánico.
Grimani pareció haber perdido todo interés desde el momento en que supo que había fracasado el atentado.
—Lleváoslo, Montone, y haced lo que os he dicho. Procurad que no se comunique con nadie, porque lo necesitaré luego.
Una vez hubieron sacado al preso, Grimani se dedicó de nuevo al pan y a los higos. Luego levantó las piernas.
—Ponme un almohadón en la espalda. Así —y se acomodó dando un suspiro de satisfacción. Ahora manda a alguien al pabellón del conde de Ostiamare.
Vióse interrumpido de pronto por uno de los guardias, que anunció:
—El señor conde de Ostiamare, que desea ver a vuestra Excelencia.
Colombino entró con ligero paso, aunque tenía el corazón oprimido. El comisario levantó una enjoyada mano para saludarle. Señaló el jarro de oro que había en la mesa y, a su lado, y ordenó al paje que sirviera un vaso de vino a su potencia.
Pero Colombino rechazó el hermoso cubilete de Murano y tampoco aceptó el asiento que le prepararon. Y en tono perentorio y áspero, dijo:
—He venido a pediros informes precisos acerca de las intenciones de Venecia con respecto a la próxima campaña. Hacedme el favor de precisar.
Los apagados ojos del comisario, que nada revelaban ni perdían ningún detalle, le miraron afablemente.
—Preguntáis con la mayor oportunidad. Precisamente me disponía a haceros llamar, porque acabo de recibir órdenes de la Serenísima.
Puso los pies sobre el suelo y añadió:
—Ayúdame, muchacho.
Apoyado en el brazo de su paje, se levantó del diván para dirigirse a la mesa que había en el centro de la tienda. Allí desplegó un mapa y con un ademán llamó a Colombo.
Colombino estudió el mapa y luego dio unos golpes con su dedo índice.
—Aquí veo algo que ignoraba. Según observo. Rávena está situada en la frontera que se proyecta.
—¡Ah, si! —contestó Grimani—. Éste es el único cambio en la antigua frontera y también el único aumento de territorio deseado. Pero es muy importante. Rávena es plaza fuerte, necesaria como puesto meridional, para la seguridad de Venecia. Las cartas que acabo de recibir de los Diez ordenan que empecéis la campaña, ocupando Rávena lo antes posible. No se espera allí gran resistencia.
Colombino se enderezó y miró al grueso veneciano.
—En nuestro contrato, Messer Grimani, no se mencionó nada de eso.
El comisario pareció no advertir la aspereza del tono del capitán. Reflexivo, frunció los labios y se acarició la barbilla.
—Tenéis razón. No se mencionó Rávena. Pero ¿qué importa? Estáis contratado por tres años y no sólo seria inútil sino también imposible detallar todo lo que se os pedirá durante ese tiempo, porque nadie puede adivinar el porvenir. Vuestro compromiso os obliga a ejecutar lo que los Diez puedan desear en su sabiduría.
—¿Queréis que nos dejemos de fingimientos, señor?
—¿Fingimientos? —preguntó Messer Grimani, con leve acento de reproche—. Si contradecís mis palabras, el fingimiento será vuestro, señor conde.
—Vuestra Excelencia —replicó Colombino, ya impaciente— ha sido menos franco conmigo.
—¿Yo soy incapaz de hablaros sin franqueza? Leed vuestro pergamino, señor. Refrescad vuestra memoria.
—Si mí pergamino confirma lo que acabáis de decir, no hay duda de que no nos hemos entendido.
—¿Pero cómo es posible? ¿De qué otro modo podría estar redactado el contrato?
—A pesar de todo, nos vemos en una confusión —contestó Colombino, sintiéndose cogido—. Por fortuna, aún hay tiempo de corregirla. Si se me exige que marchar contra Rávena, os devolveré vuestros pergaminos, porque yo no podría continuar al servicio de Venecia, Grimani lo miró sinceramente, confuso y desesperado.
—Esto no es razonable, señor conde. ¿Desde cuándo un capitán de fortuna ha dictado al Estado que sirve las empresas que habrá de realizar?
—Yo no dicto nada, señor; me limito a resignar el mando.
—¿Qué razones tenéis para ello?
—En otro tiempo estuve a sueldo de Rávena, para librarla del dominio veneciano, de modo que no puedo ahora aceptar dinero de Venecia, para amenazar de nuevo aquel condado.
La pena que había en el rostro de Grimani se convirtió en tolerante sorpresa. Pero Colombino vio entonces cuán astutos y duros podían ser aquellos ojos que parecían tan apagados y soñolientos.
—Me proponéis un enigma, señor —dijo el veneciano, sonriendo—. Acabáis de dar una razón que excede de mi corta inteligencia.
—Me he limitado a afirmar algo que el honor prohíbe.
—¿El honor? —exclamó Messer Grimani, hinchando las mejillas con burlona gravedad—. ¡Oh, qué palabreja, tan importante, hinchada y desprovista de sentido! ¡Honor! Y en labios, no de un caballero andante, loco de atar, sino de un soldado mercenario, que ejerce el oficio de las armas.
—Eso es un portento, —se echó a reír y luego, haciéndose a un lado, ordenó Zannino. Ven aquí, muchacho. Dame ese vaso.
—Cualquiera que sea el punto de vista de Vuestra Excelencia —observó Colombino, impaciente— espero que habréis comprendido.
El comisario hizo una pausa cuando ya casi tenía el vaso en los labios, pero no perdió su aspecto risueño.
—Entonces esperáis lo imposible. No conozco ninguna razón para que un condottiero, que ayer estuvo en un bando, no pueda hallarse mañana en el opuesto. Eso sucede con mucha frecuencia y también explica el por qué nunca acaban las guerras en Italia. No, señor capitán. —Y sin dejar de sonreír, meneó la cabeza—. Estoy aún muy lejos de comprender.
—Poco importa que no comprendáis el motivo, siempre y cuando os deis cuenta del hecho, y éste, señor, os lo digo con la mayor claridad, es que antes de marchar contra Rávena, estoy dispuesto a resignar el mando.
El veneciano se quedó con los ojos fijos en el cubilete. Tomó un sorbo de vino antes de contestar y en cuanto hubo devuelto el cubilete al paje, habló con la misma urbanidad y suavidad que antes.
—Eso, señor conde, si me permitís hablaros con franqueza, es una insigne locura. Cuando os aseguré que no os comprendía, quizá anduve algo olvidadizo. Como ya podéis suponer, he oído hablar de que en otro tiempo estuvisteis a punto de casaros con Samaritana da Polenta, hoy condesa de Rávena. Supongo que los tiernos sentimientos que eso os inspiró son los autores de vuestra actual repugnancia. Es muy delicado. Mucho. Pero un capitán de fortuna, señor, es un hombre práctico, que sólo se atiene a las realidades de la vida.
—Pues yo tengo la debilidad de creer que el honor es una de las realidades de la vida; este honor, señor, que para vos es una palabra enorme, hinchada y sin sentido.
—Pero ¡Santísima Virgen! No estamos ya en la época de la caballería andante.
—Quizá no para vuestra excelencia. Mas, para mí… En una palabra: como el honor me prohíbe emprender cosa alguna contra Rávena, es inútil que sigamos hablando.
—Ni siquiera entonces Messer Grimani demostró desaliento o vehemencia. Por un momento se acarició la doble sotabarba, pensativo, y luego se dirigió otra vez a su diván.
—Si queréis cometer una locura, no dudó de que lo haréis al fin —dijo, sentándose—, pero yo no. Sin embargo, no puedo libraros de vuestro compromiso. No estoy autorizado, como sabéis muy bien, Todo lo que puedo hacer es mandar aviso de vuestros deseos al serenísimo Dux y al Consejo de los Diez. Ellos han de decidir.
—Como queráis —contestó Colombino, inclinándose—. Pero vuestra Excelencia ya comprenderá que mi decisión es irrevocable. Si he de marchar contra Rávena, aquí termina mi misión.
—Informaré al Serenísimo Dux. Supongo que mientras tanto no haréis cosa alguna hasta que se reciba su respuesta.
—Esperaré que ella me permita continuar a su servicio.
—También tendré el honor de comunicarle eso.
Se despidieron después de cruzar estas palabras corteses y Colombino volvió a su pabellón, y llamó a sus capitanes Sangiorgio y Caliente. En cuanto se enteraron de lo que ocurría y de las intenciones de su jefe, Sangiorgio no disimuló su disgusto. Era hombre práctico, que deploraba el sacrificio de un contrato de tres años, con espléndida paga, a causa de un, asunto sentimental, y como era incapaz de disimular, así lo dijo claramente. Pero don Pablo tenía una naturaleza más tierna. Dábase cuenta de lo que Madonna Samaritana representaba para Colombino.
Estuvo presente aquella noche en la posada de Bellaria y se acordaba de lo sucedido. Así, volvióse hacia su compañero, diciéndole:
—¡Dios mío, Giorgio, el sentimiento nace del alma! No puede compararse con los ducados. Sois un mercachifle guerrero.
—Llamadme como queráis, porque así nos entenderemos mejor, pero aseguro que en estos asuntos hay que dejar aparte los sentimientos.
—Quizá tenéis razón, Giorgio —contestó Colombino— pero yo no opino lo mismo. Sería mejor que resignase mi mando de la Compañía del Palomo.
—¿Qué decís? —exclamó el florentino—. Sin vos ya no hay Compañía. ¡Malditos sean el Dux, y los Diez y todos los demás! La Compañía del Palomo irá adónde queráis. No quise decir otra cosa. Pero me duele dejar este servicio tan bien pagado.
—Aún no está decidido. Quizá el Dux preferirá sacrificar Rávena a la Compañía del Palomo.
Pero la respuesta del Dux, recibida cuatro días después, fue adversa. Expresaba su disgusto de que hubiese surgido una diferencia en el crítico momento en que Florencia se armaba para aliarse con Milán. Eso solo hacia imposible devolver la libertad al conde de Ostiamare y el Dux expresaba su confianza de que se hallaría una formula de acuerdo. Y para ello invitaba al conde Ostiamare a ir a Venecia, a fin de conferenciar con el Consejo de los Diez.
En cuanto Messer Grimani le hubo leído la carta, esperó su respuesta, que recibió en el acto, pues Colombino, confiado, le manifestó su deseo de partir inmediatamente. Aquella carta le daba a entender la solidez de su posición y le proporcionaba la seguridad de que a la conferencia prevalecería su voluntad.
Pero en cuanto dio la noticia a sus capitanes, éstos se pusieron furiosos.
—¿Estáis loco? —chilló Sangiorgio—. ¿Vais a meteros en la guarida del león?
—No sería la primera vez.
—Pero ahora se trata del León de San Marcos, que se arroja contra sus víctimas como un halcón.
En cuanto a don Pablo, después de proferir una blasfemia, le preguntó si había olvidado la muerte de Carmagnola.
—¿Y qué tengo yo que ver con él?
—¿Existe, algún caso más parecido? —preguntó Giorgio—. Como vos, Carmagnola tenía el mando del ejército veneciano y su conducta no fue del agrado de la Serenísima. Y con buenas palabras, como esas que os han dirigido, lo invitaron a presentarse ante los Diez, a quienes el diablo confunda. Y en cuanto estuvo allí, lejos de sus tropas, ni siquiera lo juzgaron. Se limitaron a decirle que ya no confiaban en él y lo hicieron decapitar entre las columnas de la Piazzetta.
—Yo no soy Carmagnola —contestó Colombino.
—Os pareceréis mucho a él, cuando os hayan decapitado.
—Carmagnola —replicó Colombino— era traidor.
—Así se dijo —observó Sangiorgio—, pero nunca se probó. Lo mismo dirán de vos, pues vuestro propósito se calificará de traición.
—Es cierto —añadió don Pablo—. Tened cuidado, don Colombo.
—Escuchadme —exclamó Colombo—. Hay hechos y factores que desmienten vuestros recelos. Florencia se está armando para ayudar a Milán, de modo que la situación es seria para la Serenísima, ya que se ha desvanecido la preponderancia de sus fuerzas. Suponed que los Diez quisieran tratarme como a Carmagnola. Entonces, vos, Sangiorgio, seríais mi sucesor en el mando de la Compañía. ¿Qué haríais luego?
—Marchar a reunirme con el duque de Milán. Si fuera preciso, sin paga alguna, y permitiría a la Compañía que saquease todos los pueblos venecianos.
—En tal caso, Venecia perdería seis mil hombres, de entre los mejores de su ejército, que irían a aumentar las fuerzas enemigas. Y no hay duda de que Venecia pediría la paz. Ya veis, pues, que mi situación es mucho mejor que la de Carmagnola. Además, el deseo de Venecia de apoderarse de Rávena hará intervenir a Florencia, de modo que así resulta doblemente importante el hecho de que Venecia siga utilizando mis servicios. Sin duda ahora quieren disuadirme o sobornarme, pero cuando los Diez vean que me mantengo firme, se darán por vencidos y Rávena se habrá salvado.
Los capitanes quedaron convencidos y Colombino emprendió el mismo día la marcha hacia Venecia.
En aquel corto viaje fue acompañado por Messer Grimani, un paje y tres escuderos, La Serenísima había mandado una suntuosa barca de diez remos, que le esperaba en Chioggia, y lo llevó rápidamente a la maravillosa ciudad de las lagunas.
Colombino desembarcó en las gradas del palacio Morosini, alta casa amarilla, cuyas ventanas góticas miraban al Gran Canal. Messer Grimani le anunció que estaba a su disposición mientras quisiera permanecer en Venecia.
Dentro de aquella vivienda sibarita, adornada de mármoles, tapices como joyas, techos pintados al fresco, etc., halló todo lo apetecible para su necesidad, un regimiento de lacayos y una guardia de honor de dálmatas. Y le produjo la impresión de que lo trataban como a un príncipe.
* * * *
IV
la mañana siguiente lo llamaron para que fuera a visitar al Dux. Al desembarcar en la Piazzetta fue recibido por las trompetas de los guardias eslovenos, que le rendían honores, y pasó por entre las ominosas columnas de granito, de origen sirio, y bajo el encanto de la fantástica y voluptuosa belleza de aquel lugar, alumbrado por el sol de una mañana dé $septiembre, para entrar en el patio del palacio ducal, desde donde subió la gran escalera y penetró en el palacio.
En la Cámara del Consejo; a donde fue llevado, encontró reunidos a los Diez, y, entre ellos vio el rostro cadavérico de Messer Francesco Gritti. En el centro del semicírculo formado por los consejeros, y sentado a cierta altura, vio al Dux, Cristoforo Moro, hombre viejo, de boca dura y ojos hundidos y fríos, que a pesar de su sangre patricia, tenía burdas facciones de campesino. Resplandecía, vestido con la clámide oficial de tisú de oro, y su cabeza estaba coronada por los cuernos dorados que eran emblema de su rango principesco. El oficial que introdujo a Colombino lo lluevo a un sillón dorado cada uno de cuyos brazos estaba esculpido en forma de león, que tenía en las garras un libro abierto. Vióse, pues, convertido en foco del semicírculo de los consejeros vestidos de seda carmesí.
Messer Grimani, también presente, fue invitado a ocupar un taburete al pie del dosel ducal.
Su Serenísima, naturalmente áspero y grave, empezó a hablar. Estaban informados, anunció, por Messer Grimani, de que el conde de Ostiamare se negaba a marchar contra Rávena y, por lo tanto, le hablan invitado a exponer las razones de su conducta.
Colombino, al mirar el rostro del Dux, recordó a Ottavio Moro y se dispuso a contestar.
Se limitó a repetir lo que ya dijera al comisario, o sea, que no consideraba honrado apoderarse, cuando estaba a sueldo de la Serenísima de lo que Honorato da Polenta le encomendó recobrar.
—Los hundidos ojos del Dux lo miraban fríamente. Por lo demás no se advirtió ninguna expresión en su rostro repelente.
—Si tal es vuestro apuro, señor conde, lo habéis expresado tarde, porque ya estáis a sueldo de Venecia.
—El dinero puede ser devuelto, Alteza.
Colombino oyó reír a Messer Gritti de un modo desagradable, y se dio cuenta de que allí tenía a un enemigo.
—No habéis comprendido —dijo el Dux—. El dinero pagado lo fue en concepto de arras y, era un signo de que quedábais comprometido con la Serenísima República, y si conocéis la historia de ésta, sabréis que del mismo modo como nunca falta a un compromiso, nunca tolera que los demás falten a los que han contraído con ella.
—Pues habrá de tolerar eso, a no ser que Vuestra Serenidad acepte mis condiciones.
—¿Ofrecéis condiciones? —replicó el Dux—. Oigámoslas, pues.
—Que Rávena siga disfrutando de su independencia.
El Dux levantó la mano para contener una interrupción general.
—¿Así, vos, señor, nuestro servidor asalariado, os permitís dictarnos vuestra línea de conducta en nuestros negocios políticos? Es tan divertido como audaz. Sin embargo, ya debíamos esperarlo de un hombre que está de acuerdo con el enemigo.
Colombino comprendió entonces que los temores de sus capitanes estaban justificados, pues sin duda se proponían hacerlo pasar por traidor.
—¿Qué fábula es ésa? —replicó, indignado.
En vez de contestarle, el Dux hizo una seña a un oficial y éste se apresuró a abrir la puerta, por la cual aparecieron dos soldados eslovenos con un preso.
—Mirad a este hombre —dijo el Dux—, y decidme si lo conocéis.
Colombino, muy sorprendido, vio a Cosimo da Polenta.
—En afecto, lo reconozco.
—Pues su presencia servirá de respuesta a vuestra pregunta. Supongo que ni os tomaréis la molestia de negar que, disfrazado de fraile, penetró en el campamento de Brenta y os visitó en secreto. Al salir fue arrestado por orden de Messer Grimani.
—¿Para qué habré de negarlo, si es verdad? —exclamó Colombino—. Pero eso no parece probar que yo esté de acuerdo con el enemigo.
—¿Acaso este hombre nó representa al enemigo o no es uno de los enemigos? ¿Y no fue después de su visita cuando vos manifestasteis vuestros escrúpulos a Messer Grimani? ¿No prueba nada eso?
—Simplemente, la verdad. Que su visita me enteró de las intenciones de Venecia con respecto a Rávena. —Luego, en tono impaciente, añadió—: Además, no estoy aquí para que se examine mi conducta, sino las condiciones en que continuaré a vuestro servicio.
El Dux sonrió con expresión siniestra.
—Da la casualidad de que la posesión de Rávena es una necesidad para Venecia, a fin de que puedan estar seguras sus provincias de la península. Y ya comprenderéis que las necesidades de la República no cederán a los escrúpulos de uno de sus servidores.
—Lo comprendo. Por consiguiente, me despido y abandono el servicio de Venecia.
—Hay graves obstáculos que nos lo impiden. Ya sabéis que Florencia se ha unido con Milán, aumentando el número de nuestros enemigos.
—También sé que vuestras intenciones contra Rávena han sido causa de que Florencia entre en esta alianza. Rávena, señores, es una muralla contra la cual romperéis vuestras testarudas cabezas.
—Esos sentimientos demuestran que, si consintiéramos en soltaros, no tardaríais en pasaros al enemigo.
—Estoy dispuesto a comprometerme solemnemente a no luchar contra Venecia.
—Ya hemos visto, señor conde, el caso que hacéis de vuestros compromisos.
—Lo que habéis visto es que soy fiel, aun después de pasada la ocasión.
—¡Dios me dé paciencia con vos, señor! No podemos seguir discutiendo. Mis compañeros están de acuerdo conmigo en que si no podemos confiar en vos, tampoco consentiremos en que os marchéis de aquí.
Los Diez se apresuraron a manifestar su asentimiento y Colombino se puso en pie de un salto.
—¿Queréis asustarme? —gritó de tal manera que atemorizó a los demás—. Seamos claros. ¿Estoy preso? —Esperó un momento y luego, adivinando el significado de aquel silencio, dijo: Vine aquí en respuesta a la invitación de Vuestra Serenidad y confiando en vuestra buena fe.
—Lo mismo hizo Carmagnola en un caso parecido —replicó Gritti—. Como vos fanfarroneó ante nosotros, y como él, quizá…
Y terminó con una mueca muy significativa.
Nunca en su vida estuvo Colombino tan encolerizado como entonces. Pero se contuvo y se echó a reír.
—Si os figuráis atemorizarme con vuestras amenazas, perdéis el tiempo. En cuanto a vos, Messer Gritti, mentís por despecho, al compararme con Carmagnola, porqué nadie mejor que vos conoce mi lealtad. Lo único semejante entre el caso de Carmagnola y el mío está en que a él y a mi nos atrajisteis a Venecia con palabras traidoras.
Entre los Diez hubo un estallido de cólera y muchos recomendaban acabar inmediatamente con aquella insolencia.
—¡Oídme todavía, señores! —gritó Colombino sacó un pergamino enrollado del pecho de su jubón—. Al llegar os ofrecí elegir. Podíais retenerme a vuestro servicio, abandonando vuestros propósitos contra Rávena. Pero ahora, que os conozco mejor, retiro mi oferta. No soy Carmagnola, sino Colombo da Siena y no sirvo para tales amos. —Rompió en varios pedazos el pergamino y arrogó el documento a los pies del Dux—. Ahí tenéis vuestro contrato.
Todos se quedaron asombrados y mudos, y el Dux, lívido, apenas pudo pronunciar las dos palabras siguientes: La guardia.
El oficial abrió la puerta, dio una orden y cuatro soldados eslovenos, vestidos de rojo y cubiertos con yelmos y corseletes de acero, presentaron sus alabardas.
Pero Colombino aún tenía algo que decir, lo más importante, y volviéndose al Dux exclamó:
—Antes de que Vuestra Serenidad cometa una imprudencia, valdrá más que peséis las consecuencias y os deis cuenta de que vais a precipitar lo mismo que teméis. Mis mariscales, Giorgio y don Pablo Caliente, tienen orden, si me ocurre algún daño, de llevar la Compañía del Palomo al servicio del duque de Milán. Así terminarían las esperanzas de Venecia. No creo que ésta busque su propia destrucción.
A estas palabras siguió un intenso silencio, que interrumpió al fin el Dux, ordenando al oficial:
—Llevaos a los dos presos, pero no los alejéis, porque volveré a llamarlos.
Colombino y Cosimo fueron sacados de la sala para que el Consejo deliberase en secreto acerca de la pena que impondría al audaz condottiero.
En la antesala esperaron en libertad y Cosimo, humilde y pesaroso, dijo:
—Estoy avergonzado a más no poder, señor conde. Con toda humildad os pido perdón por las palabras que os dirigí y por el atentado que quise cometer. Ojalá viviese Honorato da Polenta para convencerse de cuán engañado estaba.
—Ahí veis el inconveniente de juzgar por las apariencias —contestó Colombino.
—Si vivo y puedo salir de Venecia, Samaritana sabrá esto y conocerá cuál ha sido vuestra noble conducta.
—Me lo debéis —contestó Colombino dando un suspiro.
—Yo quisiera que ella viese en eso una prueba de la devoción que por ella siento desde el día en que renuncié a su mano. Decidle eso también, Ser Cosimo, y además, dadle esto. —Se quitó del pecho una gran esmeralda rodeada de brillantes que le regalara la reina de Nápoles—. Decidle que lo guarde en memoria, de quien estaba dispuesto a darlo todo por ella.
—¿Tanto la queréis? —preguntó Cosimo asombrado—. No comprendo. Y ¿a pesar de eso vos…?
Acudió entonces el oficial para separarlos e impedir que siguieran su conversación. Y un momento después llegó la orden de que el conde de Ostiamare volviese a la sala del Consejo.
Colombino se dirigió al sillón que le había sido destinado y permaneció en pie al lado de él. El Dux carraspeó y luego con voz áspera dijo:
—Señor conde, vuestra conducta, la insubordinación cometida y las amenazas que nos habéis dirigido, justifican la gravedad de las medidas que hemos tomado con respecto a vos. Nos amenazasteis con que vuestro ejército se pasaría al enemigo en caso de que os condenásemos, y por lo tanto, hemos de tomar las medidas apropiadas. Messer Grimani volverá hoy mismo al campamento de Brenta, e informará a vuestros mariscales de la orden de poner las tropas de la Compañía del Palomo a disposición de Messer Orlando Gonzaga, que os sucederá en el mando. Messer Grimani avisará a vuestros capitanes de que cualquier desobediencia por su parte o toda tentativa para desobedecer a la Serenísima República, será seguida de vuestra decapitación en Venecia.
—Mientras tanto seréis prisionero, pero solo a titulo de rehén. Si vuestros capitanes se someten, recibiréis cortés trato. Esperamos, pues, en beneficio de todos, que no ocurrirá nada desagradable.
—Colombino inclinó la cabeza, giró sobre sus tacones y salió erguido, aunque lleno de pena, pues se daba cuenta de que no había conseguido salvar a Samaritana de la codicia de los venecianos y, en cambio, sacrificó su libertad y puso su vida en peligro.
Sus capitanes tenían razón. No debía haber ido a Venecia.
* * * *
V
L Consejo de los Diez celebró una larga sesión secreta, después de la salida de Colombino.
Fuera, en la antecámara y acompañado de los guardias, Messer Cosimo, que ignoraba la decisión del Consejo con respecto a Colombino, esperó sin esperanza, por espacio de un par de horas, hasta que al fin se abrió la puerta para dar paso a Messer Grimani.
—Debéis acompañarme, Ser Cosimo —le dijo.
A Cosimo le sorprendió que lo llevasen al campamento del Brenta, pero a la mañana siguiente, después de pasar la noche en una de las tiendas de Messer Grimani, pudo darse cuenta de que había de continuar su viaje.
La entrevista del comisario con los capitanes de Colombino fue muy violenta, es decir, que con alguna dificultad, pudo calmar a los dos soldados, que parecían dispuestos a acometerlo. Por fin pudo hacer prevalecer sus argumentos, y después de cerciorarse de que el nuevo comandante no hallaría dificultades con la Compañía del Palomo, Messer Grimani reanudó el viaje por la mañana, acompañado de fuerte escolta.
Con grande admiración de Cosimo, se dirigieron a Rávena. Según pudo averiguar el primo de Samaritana, Messer Grimani iba allá en calidad de enviado de la Serenísima, y como la condesa no tenía ninguna razón para obrar de otra manera, acogió muy bien al embajador y a su séquito, y ordenó que hiciesen los preparativos para hospedarlos.
Cosimo recibió permiso para hablar con su prima y el sacerdote marchó inmediatamente en busca de ella.
La joven se levantó al verlo entrar y le preguntó:
—¿Qué significa eso, Cosimo? Me han dicho que acabáis de llegar con una escolta de venecianos.
La escolta es para Messer Paolo Grimani, enviado de la Serenísima. Yo lo he acompañado en calidad de prisionero. Y vengo de Venecia.
—¿De Venecia? ¿Habéis estado allí por mí? —preguntó la joven.
Entonces Cosimo le hizo el relato de todo lo que había ocurrido a partir del momento en que entró en la tienda de Colombino, y especialmente refirió muy al pormenor todos los detalles que habían podido convencerle de la absoluta lealtad del capitán.
Luego entregó la joya que le diera Colombino, y fielmente repitió el mensaje de que le había encargado. Y con grande asombro, pudo observar que los ojos de la joven se llenaban de lágrimas y que temblaban sus labios al hablar.
—Si, éste es Colombo da Siena y quizá nadie le conoce como yo. Para el mundo no es más que un soldado en extremo hábil. El primer capitán de los mercenarios en Italia. Pero yo le considero un perfecto caballero, propio casi de edades pasadas.
—¿Esto pensáis de él? —preguntó Cosimo asombrado.
—Voy de maravilla en maravilla. Él os infirió una afrenta…
—No hubo tal. Todo aquello era falso. No hizo más que un acto de sacrificio. Si, podéis mirarme. En mi cobardía dejé que creyesen eso, porque mi padre no me habría perdonado, en caso de saber la verdad. Pero puesto que ya ha muerto, vais a saber lo que ocurrió.
Entonces la joven le refirió puntualmente lo que había sucedido, cosa que llenó de pasmo y maravilla al sacerdote.
—Después cuando ya tuve tiempo de pensar —dijo Samaritana al terminar su relato—, cuando ya se habían curado las heridas de mi engaño y pude comparar a Colombino con el hombre indigno que me había enamorado, deseé su regreso. Todas las noches he rogado a Dios que vuelva un día. Esta joya —añadió mostrando la que acababa de recibir— es un símbolo de esperanza. —Hizo una pausa y luego, algo temerosa, preguntó—: Pero ¿dónde está ahora?
Cosimo aún no le había dicho que lo suponía en poder de los venecianos.
—Pero ¿vive? —exclamó la joven poniéndose en pie de un salto—. ¿Vive todavía?
—¡Oh, sí! Vive aún; así me lo asegura Messer Grimani. No se atreven a matarlo, porque si lo hiciesen, la Compañía del Palomo se pasaría al enemigo.
—Traedme inmediatamente a ese hombre —contestó la joven, aludiendo al enviado de Venecia.
Cosimo se apresuró a obedecer, de modo que al poco rato Messer Grimani se hallaba en presencia de Samaritana.
Hizo una reverencia a la soberana de Rávena y luego aceptó el asiento que ella le ofrecía.
—Madonna, me trae aquí un gravísimo asunto, de modo que no titubeo en afirmar que en vuestras manos está el destino de Italia.
—Mucho me lisonjeáis le contestó ella con leve sonrisa.
—Vais a convenceros —replicó él—. Como ya sabéis, Venecia se dispone a reanudar su lucha con Milán, a fin de recobrar sus derechos en la península. Para reducir el peligro de nuevas guerras, la Serenísima piensa extender sus fronteras en determinados puntos necesarios. El descubrimiento de que Rávena se halla incluida en este proyecto y gracias a las gestiones de vuestro primo Messer Cosimo da Polenta, han tenido por resultado la declaración de Florencia de que si continuamos en la misma intención, la Señoría se aliará con Milán. Creo que aún no se ha firmado el acuerdo, pero ello podría ser el principio de una conflagración que arrastrase a toda Italia. Si la guerra fuese únicamente entre nosotros y Milán, podría circunscribirse el peligro, pero en cuanto Florencia tome las armas ignoramos si otros seguirán su ejemplo. Ya veis, pues, Madonna, la gravedad del momento y los resultados desastrosos que eso podría traer.
—Ya lo veo, pero no comprendo qué podría hacer yo.
—Espero explicároslo claramente. Milán desea la guerra tan poco como nosotros, de modo que seria fácil el acuerdo.
—Si Milán se viese solo, nos concedería algunas garantías que pedimos y, por otra parte, no le interesa Rávena. Por consiguiente, seria posible que, a ruego vuestro, Florencia se contuviese y así evitaríamos una guerra con todos sus horrores.
—¿Debo entender —preguntó Samaritana perpleja— que Venecia renunciará a sus pretensiones sobre Rávena?
—¡Ojalá fuese posible! —contestó el enviado dando un suspiro. Pero Rávena es el punto delicado del problema. Repito que en este momento se halla en Vuestras manos la suerte de Italia. Este puesto avanzado meridional es absolutamente necesario para la seguridad de Venecia.
—Pues, entonces, lo que pedís es que yo abdique voluntariamente en favor de Venecia.
—La Serenísima os ofrece una amplia compensación, Madonna. Estoy autorizado para ofreceros…
—¿Compensación? —exclamó ella irritada—. ¿Acaso la Serenísima no ve en la vida más que comercio y dinero? ¿Y mi deber para con mi pueblo?
—Si. El deber para con un pueblo implica amor —contestó el enviado—. Y ello obliga a guardar la paz en lo posible.
—Creo que éste también es el deber de un soberano.
—Estamos de acuerdo.
—Pues en tal caso, permitidme que os pregunte si la casa da Polenta quiere hacer eso mismo en beneficio de Rávena.
—Eso es un sofisma —observó Cosimo.
—De ninguna manera. Simplemente un hecho. ¿Cuál ha sido la historia de la independencia de Rávena en los tiempos pasados?
—¿Cuántos sitios ha tenido que resistir? ¿Cuántas veces sus indefensos ciudadanos han sido víctimas del saqueo y de la rapiña? ¿Y cuántas también la comarca ha sido saqueada por la soldadesca?
—¿Me recordáis las atrocidades de los venecianos?
—No han sido solamente los venecianos, pues muchas veces se han debido a que los gobernantes de Rávena no tenían la fuerza necesaria para evitar los ataques. Por consiguiente, aun en el caso de que contarais con la ayuda de los florentinos, creo que todo el estado seria víctima de la guerra.
La joven temblaba de pies a cabeza, y luego preguntó:
De modo que he de sujetar a mi pueblo bajo el yugo extranjero. ¿Eso es lo que queréis decir?
—Eso no son más que palabras que carecen de significado. El pueblo es necesario que esté sujeto a un yugo para que se vea gobernado. ¿Acaso el yugo impuesto por la Serenísima a sus súbditos ha sido muy duro? Por el contrario. El pueblo está seguro, es feliz y se ve protegido. En cuanto se izara sobre la ciudadela la bandera de San Marcos, nadie más se atrevería a atacar a Rávena.
—¿Acaso vuestros súbditos son más felices bajo vuestro gobierno con la constante amenaza de ser invadidos por algún vecino poderoso? Si amáis a vuestro pueblo, Madonna, tenéis el deber de procurarle el bien y la paz.
Así hábilmente trataba de conseguir su objeto. Pero de pronto Samaritana se irguió en su asiento y dijo:
—El comandante de la Compañía del Palomo está prisionero en Venecia.
—Solo a titulo de rehén, para garantizar la buena conducta de sus tropas. Os aseguro que nadie le quiere mal y que su muerte seria una gran pérdida para Italia.
La joven guardó silencio para reflexionar acerca de lo que debería hacer. Por fin se volvió a su primo exclamando:
—¿Cómo le contestaremos, Cosimo? Quizá vos podéis decírmelo.
—Puesto que me lo preguntáis… —pero se contuvo para añadir—: Todo eso es muy especioso. Quizá sea cierto.
Pero de repente se volvió a Grimani y le preguntó:
—¿Estáis seguro de que la abdicación de Samaritana da Polenta inclinaría a Florencia a desistir de la guerra?
—Con toda segundad —exclamó Messer Grimani—. Además puedo daros la completa certeza de que la Serenísima ofrecerá amplias compensaciones a la señora Samaritana da Polenta.
—No pienso en ellas —contestó la aludida—, ¿y qué le ocurrirá a ese caballero que por su lealtad hacia mi se halla en tan peligrosa situación?
—Quedará libre inmediatamente. Podéis tener la certeza de ello.
—¿Os comprometéis a eso? ¿Lo juráis?
—Lo juro —contestó Grimani—. Pero no es necesario, porque en cuanto vos abdiquéis, ya queda resuelto el conflicto creado por su resistencia.
—Eso no me basta, deseo pruebas clarísimas. En caso que yo consienta, ¿querrá la Serenísima poner en libertad al conde de Ostiamare?
—Podéis estar segura de ello.
—Pues bien, oíd mi respuesta. El día en que me entreguéis sano y salvo al conde de Ostiamare, recibiréis mi abdicación de todos mis derechos en favor de la Serenísima República.
—Esta decisión, Madonna —contestó Grimani inclinándose—, os honra más de lo que podéis imaginaros. Por ella os bendecirá vuestro pueblo. Ahora mientras tanto, y antes de que se ponga en libertad al conde de Ostiamare, convendrá acabar con todo peligro de guerra, cosa que se logrará en cuanto comuniquéis a Florencia la decisión que acabáis de tomar. En cuanto hayáis hecho eso, traeré al conde de Ostiamare y os lo entregaré a cambio de los pergaminos que me habéis prometido.
—¿A pesar de todo lo que pueda ocurrir en Florencia?
—A pesar de todo.
* * * *
VI
O hubo ninguna imprudencia en la promesa de Messer Grimani, pues conocía muy bien la situación política y estaba seguro de que con la abdicación de Samaritana da Polenta se evitaría la posibilidad de una guerra.
Y así ocurrió, en efecto, porque la Señoría de Florencia en cuanto se enteró de lo que ocurría, dio muy contenta su aprobación a todo lo hecho.
En cuanto a Samaritana, ya no tuvo paciencia para esperar la llegada de Colombino y decidió ir a Venecia, acompañada por Messer Grimani, a fin de recibir el precio que había exigido a cambio de entregar Rávena a la República de San Marcos.
Sin sospechar ni remotamente lo que ocurría, Messer Colombino se aburría en el Palacio Morosini, donde estaba en calidad de prisionero y muy bien vigilado. No podía pensar siquiera en evadirse, y por otra parte, tampoco lo habría hecho.
Durante tres semanas la negra sombra de la muerte lo amenazó, pero al fin ocurrió lo más extraordinario que hubiese podido esperar. Una mañana de octubre detúvose una góndola ante las gradas del Palacio Morosini, y en primer lugar, desembarcó Messer Grimani y luego Messer Cosimo da Polenta. Los dos se detuvieron entonces para ayudar a una alta y esbelta dama muy bien envuelta en un manto.
Y el jefe de la fuerza del palacio le llevó a presencia del prisionero.
Colombino volvió la cabeza para mirar quién entraba y se quedó un momento atónito, sin atreverse a creer el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Luego, profiriendo una exclamación y muy pálido, se puso en pie y quedó como petrificado.
—Tengo el honor de anunciaros, señor conde —exclamó el oficial—, que estáis en libertad. Su Serenísima os comunica por medio de Messer Paolo Grimani que, si bien podéis gozar de la hospitalidad de la República tanto tiempo como os parezca bien, os halláis en libertad de salir inmediatamente. Esta dama os trae la orden del Consejo de los Diez.
Hizo una reverencia y discretamente los dejó.
Colombino continuaba mirando, y al fin hizo un esfuerzo por recobrar la facultad de moverse.
—La fe y la libertad son ya bastantes para una sola mañana… pero vos… sois Samaritana da Polenta, ¿verdad? Dios sabe cuántas veces he evocado vuestra imagen a los ojos de mi alma, de modo que aun ahora no me parecéis una realidad.
Ella avanzó con la gracia que le era propia, temblorosa y llorando. Con una de sus largas y esbeltas manos le entregó un pergamino, provisto de un gran sello rojo; y en el pecho de la joven, sobre el negro terciopelo de su traje, veíase un medallón formado por una esmeralda rodeada de brillantes.
Él acudió a su encuentro y la joven le tendió las manos.
Colombino las tomó casi con timidez.
—Me necesitabais —dijo ella—. Por eso estoy aquí.
—Durante unos años he esperado la ocasión de que me necesitarais. Quizá pedía demasiado, pero Dios me ha ayudado.
—Os traigo la libertad.
Él se pasó la mano por la frente y luego exclamó:
—Pero ¿cómo es posible?
—Ya no habrá guerra, porque Florencia se ha retirado. Y Venecia llegará a un acuerdo con Milán.
Y cuando en pocas palabras Samaritana le comunicó cómo se había llagado a tal resultado, él exclamó con gran indignación:
—Ahora comprendo. La astucia de esos zorros venecianos no olvida nada. Yo era un rehén en sus manos para lograr algo más que la sumisión de mis capitanes. Había de servirles para obligaros a hacer lo que ellos deseaban, sacrificando vuestra soberanía de Rávena. Eso es una infamia. Y vos… por mi…
—Por vos y por Rávena —contestó ella—, aunque quizás más por vos que por Rávena. Pero nosotros, los de la casa da Polenta, no teníamos fuerza para sostener nuestra soberanía. En cambio, el pueblo estará ahora seguro y gozará de la paz bajo la bandera de San Marcos.
—Tales serán los argumentos de Venecia.
—A pesar de ellos son ciertos.
—La verdad es que con astucias. Os han obligado a renunciar a vuestro patrimonio.
—No —contestó ella—. No me obligaron sus astucias, —sino mi deber para con vos, Messer Colombo.
—Nada me debíais, Madonna.
—¿No? ¿Os figuráis que he olvidado cómo y de qué manera renunciasteis a mí, sin tener en cuenta la execración que provocasteis? ¿Podría yo sufrir que ahora me sacrificarais la libertad o quizá la vida?
—No hay comparación empezó a decir.
—Eso es cierto —interrumpió ella—. No hay comparación. Sin embargo, he hecho lo poco que puedo.
—¡Samaritana! ¡Oh, Samaritana!
Luego la miró gravemente, interrogándola con los ojos, y los de ella le contestaron al parecer, porque de pronto la estrechó en sus brazos y poco después se echó a reír.
Estaba escrito. Pero poco podía esperar que los venecianos fuesen los autores de ello. Y aún no creo que este sueño encantador sea una realidad. Cuando primero os quise por esposa, Samaritana, fue para por Rávena. Luego, por amor renuncié a ella. Y ahora también renunciáis vos por vuestro amor a mí. Así está bien.
Fin