Capítulo VII

I

DE nuevo Colombino da Siena había de aprovecharse de la reacción de las emociones ajenas. En cualquier caso, la derrota que infligió a Piccinino habría sido celebrada como gran victoria, pero fue aumentada por la sorpresa que recibió el público, después de persuadirse de su incompetencia. El que engaña a un enemigo es aclamado como hábil general, pero si además logra engañar a un pueblo, se le proclama genio por los mismos que fueron victimas de su engaño. Hacer menos seria despreciar la propia perspicacia.

Del mismo modo como la reacción de los recelos acerca de su lealtad en el asunto de Monsieur de la Bourdonnaye se trocó en ansia de demostrar cumplidamente su fidelidad, así también la reacción del público cuando lo supuso inepto hizo resplandecer más y mejor sus talentos militares.

La fama de que hasta entonces había gozado, no tenía comparación con la que alcanzó. El rey Fernando lo recompensó, dándole el feudo de Ostiamare y el titulo de conde, y además lo armó caballero, en tanto que la reina, con sus propias manos, le ciñó las espuelas. El Papa le envió la Rosa de Oro y ofrecióle el confalón de la santa Iglesia, confalón que Colombino, de miras más vastas, declinó agradecido.

A un personaje tan reverenciado en el extranjero, Siena, su país natal, tuvo que significarle su agradecimiento y, a semejanza de Nápoles, le preparó un triunfo a su regreso.

Bajo numerosos arcos de flores, adornados con banderas a lo largo de calles alfombradas con ramajes y sembradas de flores, de casas engalanadas con tapices, algunos de tisú de oro y plata, y a través de una multitud que lo aclamaba, compuesta de nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, al sonido de las trompetas y los vítores de la multitud, el joven soldado de fortuna, más parecido a una encarnación del Marte cristiano, San Miguel, entró en la ciudad donde había nacido y saludó a la loba que había en su columna, en el Campo. El sol de mayo hacia resplandecer su armadura plateada, cual si fuese un espejo, y a muchos les pareció que su leonada cabeza estaba rodeada por una aureola. La llevaba descubierta, montaba en su poderoso bridón blanco, engualdrapado de damasco y con la cabeza adornada con una alcachofa de oro. A cierta distancia cabalgaba un elegante escudero, vestido de color carmesí, llevando su yelmo coronado por un palomo, su lanza y su maza. El rostro de Colombino, de expresión austera, parecía tallado en granito, pero estaba sonrojado, aunque grave, e inclinaba la cabeza para corresponder a las aclamaciones, del mismo modo como un príncipe saluda a sus súbditos.

El incienso de adoración y de pasmo en que vivió durante los días siguientes, al recibir los homenajes de los grandes hombres y las miradas encantadoras de más de una gran señora, habrían sido capaces de trastornar una cabeza menos firme que la suya, aunque quizá su amor por la lejana señora de Rávena no le hacía agradable aquella acogida. Si ella hubiese compartido su gloria, tal vez le pareciese mucho más grata. Pero en su ausencia vióse obligado a apelar a la fortaleza de su ánimo para desempeñar su papel en las fiestas que se sucedieron en su honor, aunque sentía impaciencia por acabar de una vez y regresar cuanto antes a su villa de Montasco en busca de un merecido descanso.

Durante aquellos días de su estancia en Siena, se hospedó en casa de Squillanti, y su anfitrión hizo cuanto le fue posible para festejarle, dando banquetes, bailes, justas y otras diversiones.

Y en todo cuanto hizo para deleitar y ensalzar a su huésped fue secundado por la marquesa con una asiduidad que excedía a la suya propia. Una mujer tan famosa por su belleza y su galantería, como la marquesa de Squillanti, había dejado doloridos muchos corazones, desde que se casó con el marqués. Y fue evidente que no se proponía ahora hacer penar a Colombino, pues con la mayor franqueza se ofreció a sus atenciones. Pero el condottiero, que pensaba en otra cosa, no hizo caso de ella, a pesar de la evidencia.

Por fin acabaron, las fiestas con un baile en el palacio de Squillanti.

El embajador de la Serenísima República de Venecia, figuraba entre los enviados presentes, y aquel embajador era el antiguo conocido de Colombino, Francesco Gritti. La influencia de la familia de éste, en Venecia, fue lo bastante grande para que Francesco no cayese definitivamente en desgracia. Ni por un momento dejó de ser miembro de los Diez, y como a su costa pagó la equivocación cometida, la Serenísima República se apresuró a olvidarla. Al parecer, Messer Francesco tampoco se acordaba de ella, o por lo menos no demostró ningún rencor a Colombino por lo pasado, ya que figuraba entre sus más entusiastas aduladores.

El marqués había invitado a bailar a Madonna Silvia Piccolomini, quien por ser prima del Papa era entonces la dama más notable de Siena. Camilo Petrucci invitó a la esposa de Francesco Gritti, la cual, si bien avanzada en años, aún solicitaba las miradas de todos por su esplendor. El refinado Silvio Pecci bailaba graciosamente con la radiante y joven marquesa de Squillanti; el noble Ettore Malavolti, alto y desdeñoso, vestido de blanco y negro, bailaba con una dama rubia de la casa romana de los Orsini.

Colombino se excusó diciendo que las figuras de la veneciana, baile que a la sazón tocaba la orquesta, le eran desconocidas del todo y se dispuso a presenciar la escena desde la galería superior.

Aun cuando estuviera fatigado de aquello y a la vez alegre porque al día siguiente ya podría volver a la paz de Montasco, estaba satisfecho de los honores que se le tributaban y entre todas las lisonjas que le dirigieron le impresionó la oferta de Venecia, por mediación de su enviado Francesco Gritti, de que, habiendo terminado ya su compromiso con Siena, se le invitaba a entrar al servicio de la Serenísima en calidad de comandante de su ejército. Aunque Venecia pudiera estar casi arruinada por la larga guerra, sostenida contra Milán, a fin de alcanzar la supremacía en el Norte, tanta fe, según dijo Messer Gritti, inspiraba Colombo da Siena, que si se decidía a aceptar el nombramiento, la República cobraría nuevas fuerzas para reanudar la lucha.

Colombino contemporizó, sin aceptar ni rehusar. Estaba algo cansado de la guerra. Su casa le exigía algún tiempo. Era su excusa habitual. Y añadió que durante algunas semanas no decidiría nada. Messer Gritti, aunque fingió respetar la inclinación del soldado, escribió al Consejo de los Diez, recomendándoles que aumentasen el estipendio ofrecido.

Mientras reflexionaba, acerca de la nueva proposición y se admiraba de la agilidad de un hombre de los años de Messer Gritti, Colombino se divertía comparando la actitud actual del veneciano con la que le demostró en Rávena, cuando Francesco fue llevado prisionero ante él, con una cuerda en torno del cuello. El recuerdo de Rávena trajo aparejado el de Samaritana y, el dolor que siempre lo acompañaba. Y eso lo absorbió de tal manera, que apenas oyó unos pasos que se acercaban, desde más allá de la columna en que se apoyaba.

Poco después, un hombre y una mujer fueron a acodarse en la baranda de la galería. Como él, dejaron de ser actores para convertirse en espectadores. Y aunque ellos no lo habían visto, él pudo contemplarlos y observó que eran la dueña de la casa, esbelta, joven y morena marquesa, y el refinado Silvio Pecci, cuya asiduidad le llamó la atención.

La voz chillona de éste último llegó clara hasta él y pudo notar que era burlona.

—Una de las cosas para las cuales no ha nacido Squillanti es para servir a Terpsícore. Baila como un toro alegre. Y aunque nunca le vi, me ha recordado al Minotauro de Creta.

A Colombino le llamó desagradablemente la atención el hecho de que un hombre pudiese hablar así a la marquesa de Squillanti. Pero la risueña respuesta de ella le escandalizó aún más.

—Sólo os falta añadir, Silvio, que en mi veis a otra Ariadna, y en vos al heroico Teseo.

—Eso iba a deciros.

—Sois ingenioso Silvio mío.

—¿No os parece que la comparación es apropiada?

—Algo lisonjera para vos. Es posible que tengáis habilidad en encontrar vuestro camino en un laberinto, pero os desmayaríais en presencia del Minotauro.

A Colombino eso le pareció mejor. Hubo una pausa y luego Pecci, amargado, contestó:

—Observo, Caterina, que estoy perdiendo vuestra estimación.

—No, no. Mi estimación nunca llagó a consideraros un Teseo. Para ese papel, Silvio, sois demasiado delicado.

—¿Me desafiáis, acaso?

—Por el contrario, os contengo. Vuestra arma más apropiada es el laúd. Y las lizas de Cupido vuestro campo de batalla.

—Gracias, Madonna. Me veo considerablemente rebajado a vuestros ojos, desde que un capitán de fortuna ha puesto de moda la jactancia.

—Callaos, o me pondré de mal humor. Sois pesado, Silvio.

—¿Pesado? —contestó él, colérico—. ¿Pesado? ¿De modo que yo soy pesado, Madonna? ¿Queréis que os diga desde cuándo? Pues desde que regresó de la guerra, ese hermoso capitán. Da grima ver la adulación que se tributa a ese aventurero.

—Queréis decir que os da grima a vos, Silvio. Pero en cambio no hastía a ningún hombre ni a ninguna mujer.

—¿Tan desvergonzada sois como para confesarlo? —replicó Messer Silvio.

Así, de las palabras ligeras pasaron a la tempestad. Pero ésta sirvió para demostrar que ya había estallado antes, y puso de manifiesto a Colombino algunos detalles que curaron al capitán de su ceguera.

—¡A fe mía que no era necesario decírmelo! ¡Porque muchas veces os he sorprendido admirándolo y he podido leer el significado de vuestras miradas, porque en otro tiempo a mi me mirasteis de ese modo!

—Dios me perdone por ello, porque nunca lo merecisteis, Silvio.

—¡Ah! ¿De modo que ese Colombino…?

Pero no continuó, porque el soldado, substrayéndose a su cavilación, se presentó ante ellos.

—¿Habéis pronunciado mi nombre?

Ambos quedaron en extremo confusos. La marquesa le dirigió una mirada inocentísima y casta, y luego volvió los ojos mientras el rubor animaba su pálido rostro. Messer Silvio adoptó una actitud heroica, apoyando la mano en la cadera e inclinando la cabeza hacia atrás.

—¿De dónde salís, señor?

—Pasaba por aquí y oí mi nombre, aunque tal vez me haya equivocado. En ese caso, permitidme pasar de largo.

—Pues, si; hablábamos de vos —confesó la dama—. Todo el mundo lo hace y no solamente en Siena. Messer Silvio decía… —Se volvió para observar que su galán se confundía ya en las sombras de la escalera—. Pero no importa lo que dijo.

—Me parece que no.

—¿Y en tal momento? Porqué vuestra estancia aquí va a terminar rápidamente. Mañana os marcháis. —Desvió de nuevo la mirada hacia la multitud que ya no bailaba, añadió en voz baja—: Por desgracia.

—Tan afortunado seré en mi ausencia como en mi presencia —contestó él—. Si continuara, aquí, perdería la poca modestia que Siena me ha dejado.

—¿Os sorprende acaso esta recepción? Merecéis eso y mucho más.

Los grandes ojos; asombrosamente azules a pesar del negro cabello, fueron despacio a fijarse en los suyos. Y aquel rostro inocente adquirió una expresión que no lo era.

—Sois digno de todo cuanto pueda pensar de vos.

Pronunció estas palabras con murmullo acariciador que a nadie habría pasado por alto. Y claro está que Colombino lo notó; porqué no era tonto.

El hecho de que ella fuese la esposa de un hermano de armas y de su anfitrión, que lo festejó con la mayor generosidad, le hizo doblemente odiosa una situación que ya no podía dejar de notar; y más tarde aún se estremecía al pensar como habría, salido de aquella situación, si el mismo Squillanti no se acercara a ellos, cojeando.

—Silvio me ha dicho que os encontraría aquí. Nuestros invitados se disponen a marcharse. Os necesito para que vengáis a despedirlos, Caterina, y a vos también, Colonbino, porque sois el personaje principal de esta noche.

* * * *

II

UNAS horas más tarde. Colombino se encaramaba al alto lecho provisto de dosel, en la habitación que ocupaba, cuando de pronto se abrió suavemente la puerta para dar paso al marqués, quien iba ataviado con su bata de noche y calzaba zapatillas. Y se apresuró a anunciar que había de tratar con él de un grave asunto.

Por el momento el condottiero tuvo la sospecha de que su anfitrión quería referirse a la conducta de Madonna Caterina, y en su alma maldijo la ligereza de todas las mujeres que de tal modo comprometían a los hombres.

Frunció el ceño mientras Squillanti encendía las bujías que Colombino acababa de apagar de un candelabro de oro macizo que reposaba en una mesa de ébano, situada en el centro de la estancia. Luego el marqués se acercó cojeando a la cama, y se sentó en el borde di ella, mientras su rostro adquiría solemne expresión.

En cuanto empezó a hablar, el soldado sintió extraordinario alivio viendo que trataba de asuntos políticos de Siena. Pero entonces sintió fatiga y trató de interrumpir aquella corriente de palabras.

—Malgastáis vuestra retórica, querido señor marqués. ¿Qué tengo yo que ver con las teorías de gobierno? No soy más que un instrumento de los Gobiernos y mis funciones son brutalmente prácticas.

—Un poco de paciencia —replicó Squillanti levantando una mano—. Tened en cuenta el estado desastroso de esta desgraciada República, víctima de los partidos que, con la excusa del patriotismo, buscan la satisfacción de sus apetitos. Tenemos los Nueve, los Quince, los Papolani, los Riformatori, la Señoría y la Bailía[10]. Nunca hubo un Gobierno tan complicado, tantas facciones que luchan entre sí por alcanzar la supremacía. Con sus turbulencias llegan a hacer antipático el mundo. Siena es presa de estas luchas intestinas y languidece; su comercio y su arte están paralizados. Si eso continúa un poco más, seremos el más débil Estado de toda Italia. ¿Podría darse mejor ejemplo de los males de un Gobierno comunal? ¿Existe argumento más fuerte en favor del gobierno de un príncipe, como el adoptado ya por Florencia?

—Probablemente, no —contestó Colombino, ahogando un bostezo. Quería asentir a todo para acabar antes.

—Mas al parecer, Squillanti se hallaba aún en el exordio.

—Lo que Florencia ha hecho en beneficio de su honor y de su salvación, Siena también podría hacerlo.

—Ya comprendo —contestó Colombino indiferente—. Querríais sustituir la República por un príncipe. ¿Por qué no?

—Precisamente, ¿por qué no? —Pero Squillanti le dirigió una mirada tan significativa, que comprendió que aún faltaba lo más importante. El marqués le cogió la muñeca y añadió—: Lo que en Florencia ha hecho una familia de farmacéuticos, convertidos en usureros, es decir, los Médici, en cuyo blasón figuran las píldoras a que deben la fortuna de su casa, podría hacerlo en Siena un soldado distinguido, un hombre bien nacido que gozara de la estimación de sus conciudadanos y que a los ojos del pueblo fuese un jefe, por su derecho de nacimiento.

Acabó en aquel momento la indiferencia de Colombino, quien prestó la mayor atención, aunque sintiendo algún miedo.

—¡Dios me salve! —exclamó mirando a su anfitrión con ojos muy abiertos.

—Veo que os he sobresaltado —contestó Squillanti, acariciándose la sotabarba.

Colombino profirió una leve carcajada nerviosa.

—¡A fe mía, señaláis el camino hacia el trono o hacia el verdugo! No sé a cuál.

—¡Bah! Olvidemos el verdugo. Nunca se realizó nada sin peligro. Pero éste no ha de conteneros. Lo he considerado bien, he hecho algunos sondeos y puedo deciros que, con la excepción de algunos egoístas, ninguno de los patricios de Siena se opondrá al proyecto.

—¿Pero lo apoyarán?

—Estoy seguro de ello. Además, un hombre animoso no ha de tener en cuenta los obstáculos cuando un deber le señala un camino. Ningún hombre que quiera a Siena puede permanecer indiferente, en tanto que esos chacales luchan y gruñen sobre ella y para su propio provecho. Precisamente por amor a Siena tengo prisa por dar ese golpe, a fin de restaurar el orden y devolver la prosperidad a las artes y a los oficios, que hacen ricos y poderosos a los Estados. El hombre que logre eso, Colombino, será aclamado como salvador de su patria.

Colombino estaba apoyado en las almohadas, en tanto que se sentía como envuelto en un sueño. Si últimamente a consecuencia de los desengaños sufridos con la condesa de Rovieto y luego con Samaritana da Polenta, pudieron adormecerse las ambiciones que siempre hay en el corazón de todo soldado de fortuna, no por eso habían muerto, y a la sazón cobraron nueva vida al recibir los alientos del marqués de Squillanti. El primer modelo de Colombino fue aquel gran condottiero, Francesco Sforza, que alcanzó el ducado de Milán y llegó a ser el príncipe más poderoso del norte de Italia. Y ahora, de repente, se le ofrecían unas posibilidades casi tan grandes como aquéllas.

Nunca dudó de ser un hombre apropiado para ello, ni tampoco de que la revolución propuesta por Squillanti redundaría en beneficio de Siena, de modo que el patriotismo espoleó su ambición. Y la posibilidad de que los patricios de Siena estuviesen dispuestos a aceptarlo por su duque, según creyó entender de labios de Squillanti, no le pareció rara, teniendo en cuenta sus recientes proezas y el amor que le demostró Siena. Pero se dijo que sería menos fácil persuadir al pueblo de que aumentaría su prosperidad bajo el gobierno de un príncipe. Para ello seria, preciso educarle. Así lo expresó y Squillanti le replico irónicamente:

—Si por el pueblo queréis significar la plebe, el populacho, nunca será posible educarlo. En todos los tiempos se ha manifestado dispuesto a prestar oídos al primer seductor lo bastante cuco para lisonjearlo y para llevarlo de la nariz, con mentiras, hacia la adquisición, sin esfuerzo alguno, de todas las riquezas de la tierra. No faltan esos tunos en Siena. Mas para que sea próspero un Estado, es preciso dominar al pueblo y no educarlo. La educación es para los hombres de mentalidad apropiada, para los patricios, para los jefes naturales. Sé muy bien lo que digo. Además, me consta que podemos contar con los Primerani, los Allemani, los Ventura d’Allegretto, con Silvio Pecci, y tal vez también, con los Piccolomini y los Salimbeni. No confío mucho en Petrucci, porqué le creo muy ambicioso. Quiero decir que él acogería este proyecto si hubiese de darle el trono, pero nunca toleraría que otro sienés tuviese ascendiente sobre él. Malavolti se halla en el mismo caso, pues ya disputa a Petrucci el titulo de primer ciudadano del Estado. Y hay otros a quienes seria igualmente peligroso confiar el proyecto. Pero no nos hacen falta. Y si os impulsa, como es debido, el amor por vuestra patria, tendremos, gracias a vuestra Compañía, las fuerzas necesarias para imponer nuestra voluntad.

Hizo una pausa y dirigió una mirada investigadora a Colombino, que permanecía grave.

—He sido franco con vos, Colombino. De modo que el destino de Siena está ahora en vuestras manos.

—Como creo que un príncipe reportaría grandes beneficios a Siena —contestó Colombino al fin—, podéis contar conmigo. Si Dios me ayuda, cumpliré mi deber para con el Estado.

—Ya me figuraba que podía contar con vos – Contestó Squillanti, dándole un fuerte abrazo.

Entonces Colombino entusiasmado le pidió instrucciones.

—Dejadlo a mi cuidado —contestó el marqués—. Vos marchaos a Montasco, a cuidar vuestros viñedos hasta que os avise para dar el golpe. Estaré en contacto con vos, y mientras tanto, no licenciéis a ninguno de vuestros hombres.

—Para eso necesitaré alguna excusa.

—Ya he pensado en ello. Venecia os proporcionará el pretexto. Ya sabe todo el mundo que Gritti os ofrece un contrato con la Serenísima.

—No tengo ningún deseo de aceptarlo.

—Pero no lo digáis aún. Contemporizad con Gritti y haced de modo que la gente se entere. Ello explicará que no os desprendáis de ninguno de vuestros soldados.

Dicho esto, se separaron y Colombino se tendió no para dormir, sino para soñar despierto, con visiones de autoridad y de grandeza. Y en ellas apareció el gracioso fantasma de Samaritana. El anciano Honorato da Polenta murió meses atrás, y en Rávena, Samaritana gobernaba con ayuda de su primo sacerdote. Habían transcurrido dos años desde aquella noche en Bellaria, donde quedaran destruidos los ensueños de la joven y él la viera por última vez. Pero sin duda habríase curado ya la herida que le infirió Moro, y tal vez el recuerdo que ella tenía de Colombino no lo haría desagradable a sus ojos. Si él llegase a ser duque de Siena, quizá conseguiría cautivarla. Y entonces podría ofrecerle una corona más noble que la de Rávena. Valía, pues, la pena de intentar la aventura. Si alcanzaba el éxito, y ella consentía en compartir el trono, se ensancharían notablemente los horizontes de Colombino. Conquistaría a Lucca y a Pisa, primero por las armas y luego mediante un gobierno prudente, que diese a sus habitantes la paz y la prosperidad. Quizá consiguiese también llegar a dominar sobre Florencia, arrancando su gobierno de las manos de aquellos feroces fabricantes de píldoras, de modo que así constituiría en el centro de Italia una hegemonía tan grande y poderosa como Venecia y Milán en el Norte. Ya empezaba a alborear cuando Colombino, olvidando al fin sus ensueños se durmió.

* * * *

III

A la mañana siguiente se dirigió a Montasco para continuar sus ilusiones acerca del porvenir, y aun se imaginaba las leyes que promulgaría en beneficio del pueblo, la milicia que organizaría para la defensa del Estado, a fin de evitar todo acto de violencia por parte de las tropas mercenarias y, en una palabra, sólo pensaba en hacer a Siena próspera, feliz y formidable entre los Estados italianos.

Había desaparecido por completo su mal humor. Sangiorgio y Caliente lo vieron alegre una vez más, como antes de que ocurriese la aventura de Rovieto. Y eso se debía a que por momentos crecía su esperanza de alcanzar a Samaritana, y cuando soñaba en ella; ya no daba el suspiro de desesperanza que antes era frecuente en él.

Messer Gritti fue a visitarlo; aquel hombre había ahogado la amargura de su corazón, de modo que llegó a reírse con Colombino del suceso de Rávena, cual si todo hubiese sido una chanza. Colombino lo hospedó noblemente, pero no le dio ninguna respuesta definitiva. En cambio, le prometió que no le haría esperar un momento más de lo necesario. Con esa respuesta, Messer Gritti tuvo que conformarse y se marchó, prometiendo volver pronto. Luego lo visitó Silvio Pecci, quien se daba la mayor importancia al verse comprometido en una conspiración que había de revolucionar al Estado. Fue portador de cartas de Squillanti, en las que daba cuenta de su progreso favorable. Después de Pecci llegaron otros mensajeros, también con cartas del marqués, todas redactadas en forma ambigua, de modo que solamente Colombino pudiese comprender su significado. Y él las contestó puntualmente.

Cuando ya llevaba diez días en Montasco, llegó hacia las doce Caterina Squillanti en persona, con un halcón en el puño y seguida por un halconero y dos lacayos.

Cuando él, con la cabeza descubierta, se inclinó para saludarla, la dama aseguró que la persecución de la caza la obligó a alejarse más de lo que se había propuesto y que al verse tan cerca de Montasco resolvió apelar a su hospitalidad.

Tan inverosímil era el pretexto, que Colombino no se imaginó siquiera capaz a la dama de creer que lo engañaba. Y se figuró que Squillanti la había enviado para transmitirle alguna noticia.

La dama vestía un traje verde y oro, muy elegante y ajustado. Su corpiño tenía un descote muy pronunciado, las mangas oprimían sus brazos hasta el codo y luego se abrían como alas, para confundirse con los pliegues de la falda. También su turbante era verde y oro, y estaba sujeto por una faja de seda, que lo rodeaba la barbilla. Así, como en un marco, su pálido y delicado rostro tenía más aspecto monjil que nunca.

Colombino se mostró muy cortés. Anunció que la dama había llegado con la mayor oportunidad, pues se disponía a comer y su pobre mesa se sentiría muy honrada, a pesar de que su casa, propia de soltero, no era muy a propósito para acoger debidamente a una dama.

Ella le reconvino por estas palabras y en cuanto estuvieron a la mesa y vio el espléndido servicio, se admiró, porque Colombino era muy exigente. Con la mayor afabilidad soportó sus burlas, así como las alabanzas que le dirigió por los excelentes vinos servidos en vasos de Murano.

Cuando por fin se hubieron alzado los manteles y los criados se alejaron los dos se hallaron más a gusto, y entonces él le preguntó qué nuevas le llevaba.

—¿Nuevas? —preguntó ella arqueado sus finas cejas ¿Acaso me habéis dispensado buena acogida sólo por las nuevas que esperabais?

—Para respuesta a tal pregunta, basta con que os miréis al espejo. Sin embargo, puesto que traéis noticias…

—Os equivocáis —le interrumpió ella—. No he venido aquí enviada por nadie. ¿No os halaga eso? ¿No me diréis que os sentís lisonjeado?

—No hay necesidad de que os lo diga, porque desde que construí mi casa, ésta nunca se ha visto tan honrada.

Y se reconvino a si mismo al pensar en la traición que hacia a Samaritana, pues, como se recordará, ella también estuvo allí.

—¿Debo suponer que tenéis deseos de libraros de mi, señor conde de Ostiamare?

—De ninguna manera. Pero no quisiera, en cambio, que, vuestro honrado nombre sufriese a causa de una imprudencia, por grata que ésta fuese para mí.

—¿Me decís la verdad? —preguntó ella—. ¿Debo entender que os agrada mi imprudencia?

—Quien me visita me honra. Y si alguien se arriesga al visitarme, me concede doble honor.

—¿Por qué sois tan tímido, Colombino? —preguntó ella, apoyando los codos sobre la mesa—. ¿Por qué avanzar con tanta timidez, cuando no corréis peligro de veros rechazado? ¿No os dais cuenta de que yo haría cualquier cosa por vos?

—Me honráis excesivamente, Madonna. Mucho más de lo que merezco —contestó él muy serio.

—Ya habláis demasiado de honor y de honrar —replicó ella impaciente—. No sabéis decirme nada más. ¿Por qué os mostráis tan frío y correcto? Observo que hasta ahora sólo han hablado vuestros labios y no el corazón.

—Tal vez —contestó él sonriendo— carezco de espíritu aventurero, a no ser para la guerra. Además, Squillanti es amigo mío…

—¿Y si no fuese así? —preguntó ella con cierta avidez.

—¿De qué nos serviría imaginar cosas imposibles? Eso no es prudente.

—¡Vaya al diablo la prudencia, que nos arrebata todas las alegrías de la vida! ¿Será posible que temáis al Minotauro, a ese hombre con quién me casaron? Os ordeno que seáis valeroso, Colombino.

—No conozco el valor de ese género, Madonna.

Ella se quedó anonadada. Se irguió sin dejar de mirarle, buscando tal vez una explicación de aquella corrección excesiva. Y no comprendía que pudiese existir un hombre que no la quisiera, cuando tan acostumbrada estaba a verse en extremo solicitada.

—¿Debo entender… que obráis así por ser amigo de Squillanti?

—Ésta es una razón más que suficiente.

La joven sonrió de un modo raro, y en aquel momento, con gran alivio de Colombino, se oyeron pasos que se acercaban a la puerta. Luego llegaron hasta ellos unas voces que disputaban. Eran las del chambelán y de otro que con la mayor insistencia quería entrar. Y al fin lo consiguió, porque la puerta fue abierta de par en par.

Era Messer Silvio Pecci, magníficamente vestido. Tras él se veía al agitado chambelán, que aún protestaba.

Colombino, que estaba frente a la puerta, se puso en pie y con un gesto ordenó a su servidor que se alejara. En cuanto Monna Caterina, mirando por encima del hombro, se sobresaltó.

Messer Silvio dio uno o dos pasos y se quedó en el umbral de la puerta, en actitud heroica. Horrorizado, miró a la dama y luego volvió los ojos hacia su anfitrión.

—¿Ésta es la razón de que estuviese cerrada la puerta?

Otro que no fuera Colombino se hubiese indignado, pero él se echó a reír, pues sabía cómo debía tratar a los hombres.

—Mi querido Silvio, no tengo la costumbre de comer en público, tanto si estoy solo como si tengo invitados. Pero me complace que hayáis penetrado en mi humilde casa, porque eso es tratarme como a un hermano.

Silvio no hizo caso de la ironía, pues tenía los coléricos ojos fijos en la dama.

—Vi a Gino, vuestro halconero, en el patio. Cuando hagáis una visita secreta, no debéis dejar a vuestros servidores a la puerta, porqué eso os descubre, Madonna. Y tampoco cuando queráis venir a Montasco, finjáis el deseo de ir a cazar, porqué en este país apenas hay caza. Tan pobre invención, señora, sólo sirve para descubrir el motivo que tratabais de ocultar.

Ella se puso en pie, muy pálida, aunque con los ojos brillantes.

—¿Os habéis atrevido a seguirme? ¿A eso os habéis atrevido, perro insolente?

—¿Seguiros? —replicó él riéndose—. ¿Yo?, no os hagáis ilusiones. Vine aquí en busca del Conde de Ostiamare y sólo por casualidad he sido testigo de vuestra desvergüenza.

—Sabed, idiota, que ésta es mi casa. Esta dama es mi invitada. Guardadnos el debido respeto a los dos, pues, de lo contrario, mis lacayos os arrojarán al montón de la basura, donde sin duda nacisteis, a juzgar por vuestros modales.

Silvio contuvo el aliento, retrocedió e instintivamente llevó la mano al puñal.

—¿Me habláis de nacimiento, hijo de traidor? —volvióse de nuevo a la dama y exclamó—: Porqué tal es vuestro amante, Madonna. Os deseo que seáis feliz con él.

Colombino, con la mayor frialdad, dio una palmada. En el acto se abrió la puerta, para dar paso al chambelán, y el dueño de la casa se volvió a Silvio, preguntándole:

—¿Queréis salir por vuestros propios pies?

—Os traía un mensaje —contestó Pecci, mirando torvamente[11] a Colombino—. Un mensaje del marido de esta dama, acerca de un asunto muy importante, que sin duda ya conocéis. Se refiere a un ducado. Es decir a un asunto que quizá ocasionaría la muerte de algunos que podría yo nombrar. Pero puesto que me despedís, ya averiguaréis por vos mismo esta noticia en Siena.

Dicho esto, giró sobre sus tacones y salió sin que Colombino le hiciese caso.

Pero no pensaba igual Monna Caterina, porque cuando se cerraba la puerta a espaldas del elegante, se dirigió a Colombino, le agarró el brazo y con cara de susto le dijo:

—Me da miedo el tono de ese hombre. Nos ha amenazado. No le dejéis salir. Matadlo.

—¿Habré de cometer un asesinato por razón tan leve? —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Leve? ¿Después de lo que nos ha dicho a vos y a mí? ¿No le habéis oído? ¿No os disteis cuenta de sus insultos? ¿Y seréis capaz de perdonárselos?

—Ya los he olvidado.

—¡Dios mío! ¿Acaso sois valiente tan sólo para la guerra?

—Tal vez si.

—Pero ¿qué sois? —preguntó ella, asombrada y desdeñosa—. ¡Dios mío, y yo que me figuré que erais un hombre!

Éstas fueron las últimas palabras que le dirigió, porque en el acto se volvió y salió muy altiva, dejando a Colombino triste, pero agriado. Sólo se dio cuenta de que ella acababa de marcharse y no hizo caso de los males que había sembrado. Sin embargo, germinaban ya en un campo para convertirse en una cosecha de horrores.

* * * *

IV

HABÍA cosa de veinte millas desde Montasco a Siena y durante aquel largo recorrido Messer Silvio Pecci tuvo tiempo de reflexionar. Y enfriándose su cólera, se asombró de que Colombino lo hubiese dejado marchar. Solo podía explicárselo atribuyendo a la sorpresa la inacción del condottiero. Luego se dijo que Colombino lo perseguiría para quitarle la vida, a fin de defender la suya propia, y el miedo se apoderó de su alma. Sólo pensó en salvarse y después de estrujarse el cerebro halló la manera de conseguirlo.

Únicamente existía un medio traidor, en virtud del cual muchas cabezas, clavadas en picas, adornarían las murallas de la ciudad. Pero el miedo le impulsó a seguir aquel camino. Entre las cabezas cortadas se hallaría, sin duda alguna, la de aquel capitán fanfarrón. Otra seria la de Squillanti, de modo que de un solo golpe quitaría a Caterina su marido y su amante. Así sabría, a su propia costa, lo que significaba abandonar a Silvio Pecci y la facultad de vengarse dióle importancia a sus propios ojos. No le apuró la circunstancia de que otros fuesen también víctimas, pues mientras él quedara en seguridad lo demás no le interesaba.

Se tomó aquélla noche para reflexionar, buscando la persona en quien pudiese confiar para realizar la traición que se proponía. Ante todo, pensó en Piccolomini, el primo del Papa y uno de los principales caballeros de Siena, a quien Squillanti no hizo partícipe de la conspiración, porqué se le suponía sinceramente leal al Estado, tal como existía. Pero Piccolomini era amigo de Colombino y por lo tanto pensó en Petrucci. Éste también tenía el inconveniente de ser amigo del capitán y aun, más íntimo que Piccolomini. Además, a su juicio, Petrucci también andaba buscando el modo de encumbrarse, de modo que no era de fiar.

Por fin eligió al notable y resuelto miembro de la Señoría, Ettore Malavolti, y en el acto emprendió el viaje hacia Arvia, donde estaba su casa de campo.

La desdeñosa tolerancia con que aquel arrogante patricio acogió a Messer Silvio se convirtió en horror en cuanto supo de sus labios la conspiración para derribar la República, y aun se horrorizó más al conocer los nombres de los conspiradores.

—¡Miserable! ¿Por qué venís a contarme eso?

—Porque no he tenido valor para presentarme a la Señoría. Yo también estoy persuadido de mi culpabilidad, por haberle hecho caso a esos corruptores. Vos sois hombre comprensivo, Malavolti. La Señoría quizá no me perdonase a pesar de mi renuncia; pero vos, en cambio, lo haréis. La gloria de desenmascarar esa infamia será vuestra. Y…

—Eso no tiene importancia —contestó Malavolti, con acento áspero—. ¿A quién le puede gustar esa gloria? Apenas es algo más que un deber. De modo que, según decís, se disponían a coronar a un duque, ¿verdad? ¡Idiotas! ¡Mal nacidos! —Se volvió al elegante caballero y mirándolo con ojos centelleantes, dijo—: Podéis dar, gracias a Dios de que os haya inspirado la idea de venir acá. Porqué eso quizá os salvará el pescuezo.

—Sólo me importa —contestó Pecci, algo tranquilizado— el deseo de salvar la República.

—De modo que sois heroico, ¿verdad? —exclamó Malavolti burlón—. Os levantáis del montón de basura, lleno de porquería y os echáis a llorar. «¡Mirad cuán limpio y puro soy!». Pero mejor mereceríais el título de traidor.

—Supongo —contestó Pecci frunciendo los labios— que merezco vuestro desprecio.

—Podéis estar seguro de ello —contestó Malavolti, empezando a pasear por la estancia y agitando sus largos brazos—. ¡Querían entronizar a un duque! —exclamó—. ¡Dios mío! ¡Quieren imitar a los florentinos, y aun me extraña que no hayan cogido a un fabricante de píldoras! —Detúvose con las manos en jarras para mirar a Silvio—. Acostaos. Es ya demasiado tarde para que emprendáis el viaje de regreso. Por la mañana volveremos a tratar del asunto. Es preciso avisar inmediatamente a la Señoría para que esos tunos tengan su merecido. Antes de que acabe la semana habrá muchas cabezas cortadas en el Campo. Y antes de dormiros, dad gracias a Dios de que para salvaros os haya enviado aquí. Idos. Mis criados os alumbrarán.

Pero cuando se encontraron de nuevo a la hora del desayuno, Malavolti parecía alegre como siempre. Tal vez durante la noche halló razones para olvidar su cólera y su desprecio hacia su huésped, porque Pecci lo encontró bastante afable.

—Antes de anunciar este asunto a la Señoría, es preciso resolver un problema que me ha impedido dormir. El asunto no es tan fácil como me figuré.

—No veo ninguna complicación —replicó Silvio.

—Ya os daréis cuenta de ella cuando os la explique y me ayudaréis a resolverla. —Se puso en pie y fue a la ventana para contemplar su parque señorial, bañado por la luz del sol—. Hace un día estupendo. Si os parece bien, iremos a dar un paseo y además hablaremos sin temor de testigos.

Pecci se conformó con aquella indicación y salieron.

Pero durante su paseo, a la sombra del ramaje, no hablaron de conspiraciones, sino de la Naturaleza y de sus glorias. Y llegó un momento en que Malavolti llamó la atención de Pecci hacia un estanque circular, excavado en granito por el torrente. Tenía los costados llenos de fungosidades, parecidas a terciopelo verde, y en el agua se veían numerosas truchas.

—¿Es hermoso, verdad? —preguntó Malavolti, extasiado—. A mi me da la impresión de una joya enorme; una turmalina en el noble pecho de Italia. Aquí le damos el nombre de «El baño de Leda».

—¿Y por qué de Leda? —preguntó el tonto Silvio.

—Porque sin duda la sorprendió Júpiter en un baño tan cristalino cómo éste.

Messer Silvio dio un paso hacia adelante para contemplar mejor el estanque, y en aquel momento Malavolti le dio un vigoroso empujón.

Con las manos y las piernas abiertas cayó al agua, asustando a las truchas, Y luego levantó la cabeza escupiendo y con los ojos muy asombrados.

En el borde del estanque se hallaba Malavolti, de modo que Messer Silvio se creyó víctima de una broma brutal y por esta causa lo maldijo con cuanto aliento le quedaba.

—¿Por qué os reís mientras estoy en peligro de ahogarme, animal?

—Vos mismo os reiríais si pudieseis veros, semejante a una mosca en una taza de leche.

Y Malavolti se echó a reír de nuevo.

—Por Dios, alargad la mano —contestó Silvio, ya lleno de pánico—. ¿No veis que no puedo subir sin ayuda? Dadme una mano. Esta broma ya ha durado bastante.

Pero Malavolti no se movió. Estaba allí con las manos en las caderas, observando al nadador, cuyo magnifico traje estaba empapado de agua.

—Bien estáis ahí —le contestó—. Siento mucho no tener ninguna Leda para vos. Pero si no emuláis a maese Júpiter y os convertís en cisne para echar a volar, ya no os molestarán más las Ledas de este mundo.

Dichas estas palabras a guisa de despedida, el alegre caballero se volvió a través del parque, para regresar a la villa y dedicarse a otros asuntos mucho más interesantes.

Aquella misma tarde se dirigió armado a Siena, con una escolta de doce yelmos. Su destino era el palacio de Squillanti. Lo invadió, cogiendo por sorpresa al marqués. Se apoderó de su persona y luego realizó un registro de sus documentos. Poco peligro corría atreviéndose a tanto, gracias a la traición de Silvio. Halló las cartas reveladoras y pruebas concluyentes de que Silvio habla dicho la verdad y que bastaban para hacer cortar una docena de las cabezas más nobles de Siena.

Satisfecho y dirigiendo algunas burlas a la desesperada marquesa de Squillanti, que le amenazó con hacerle pagar con la vida aquel ultraje, se llevó al marqués al Palacio Público y luego envió apresuradamente a unos mensajeros para que llamasen a la Señoría, al Capitán del Pueblo y al Podestá[12].

En cuanto estuvieron todos reunidos, Malavolti, jactanciosamente, se proclamó salvador del Estado. Con gran severidad denunció la conspiración para derribar la República y acusó a los conspiradores mostrando algunos Documentos en prueba de sus palabras.

Una hora después todos los compañeros de Squillanti habían sido presos y en la ciudad reinaba gran tumulto. En la Torre Mangia se tocaba a rebato, se llamó a la milicia y en tanto que en las calles resonaban los gritos de «¡Traición!». Y «¡Popolo!», los hombres corrían en busca de sus armas. Toda la noche Siena se vio agitada. A la mañana siguiente, un ejército ciudadano, compuesto por unos diez mil hombres, llenaba el inmenso Campo, en torno de la Columna que sostenía a la Loba. Y aclamando a Malavolti como salvador del Capitán del Pueblo, juraban defender al Estado de la traición cuyo alcance todos ignoraban aún.

* * * *

V

COLOMBINO, a veinte millas de distancia, en Montasco, ignoró esos acontecimientos, hasta que aquella misma tarde recibió una visita de Camilo Petrucci.

Éste se le presentó encolerizado, y Colombino, al oír su relato, pudo comprender la razón de la cólera de su amigo, pues aquélla conspiración, hería a Petrucci en sus ambiciones. Considerándose el primer dignatario del Estado, el señor de Siena, aunque no tuviese el título, del mismo modo que Cosimo de Médici lo fue antes de ser nombrado duque de Florencia, no solamente le había molestado la existencia de una conjuración para nombrar un príncipe, sino que los conspiradores no hubiesen pensado en él.

Además, estaba enojado por la intervención de Malavolti, cosa que le dio una grandísima importancia y aun eclipsó la de Petrucci. Pero todo eso apareció más en el tono y en las maneras de Petrucci que en sus palabras, pues ésas sólo se refirieron al relato de los sucesos, con los detalles obtenidos y los nombres de los conspiradores. Squillanti, Allemani y Allegretti estaban ya en compañía de su Hacedor. Habiáse hecho en ellos rápida justicia y sus traidoras cabezas colgaban en la Puerta Ovila de la ciudad que querían traicionar. Y también esperaba una justicia igual a los demás, en cuanto fuesen aprehendidos.

Colombino estaba sentado ante el escritorio de la estancia que eligiera como suya. Apoyaba la cabeza en las manos y los codos en la mesa mientras escuchaba a Petrucci, quien paseaba al mismo tiempo que hablaba.

Para que no entrase la ardiente luz del sol de agosto en la estancia, habíanse cerrado casi del todo los postigos y Colombino se alegraba de aquella penumbra que le permitía ocultar sus emociones.

Su primera sospecha fue que Silvio Pecci sería el autor de todo aquello y que instruyó a Malavolti acerca de lo ocurrido. Pero como entre los enunciados no figurase su propio nombre y a juzgar por la conducta de Petrucci no se sospechaba de él, acabó diciéndose que tal vez no había sido Silvio, pues éste ante todo, se esforzaba en perder a Colombino.

Por último interrumpió su silencio para hacer una pregunta:

—Entre los conspiradores habéis nombrado a Silvio Petrucci. ¿Lo han cogido ya?

—Ha desaparecido —contestó Camilo—. Suponemos que le avisaron de lo que iba a ocurrir. Pero ya lo encontraremos y seguirá la suerte de los demás. Colombino se dijo que en cuanto lo hallasen, él mismo se vería ya comprometido.

Estaba muy desalentado, aunque no tenía ningún miedo. Su sueño de llegar a duque habíase desvanecido y con él su ilusión de compartir el trono con Samaritana. Pero lo que más le dolía era la pérdida de aquellas nobles vidas de los notables sieneses que quisieron nombrarlo duque. Y se compadecía de la viudez de la marquesa de Squillanti. Todo ello era causa de que le remordiese la conciencia y maldecía su ambición.

—Hay un individuo para quien la muerte no es suficiente castigo. Para él debiera hallarse algo peor. Me refiero al que, en su estúpida presunción, quería ser duque. Él es el responsable de todo lo ocurrido, y el que imprudentemente sacrificó a esos locos a su maldita ambición.

—¿Y no seria posible —preguntó Colombino— que ese hombre hubiese sido tentado por ellos?

—¿Quién? ¿Squillanti? —preguntó Camilo.

—¿Squillanti?

—Si, el mismo. ¿Acaso no os lo he dicho? Squillanti era, quien pretendía ser duque.

—Sin duda os equivocáis —contestó Colombino, asombrado.

—De ningún modo. No hay error posible, porque los documentos hallados por Malavolti lo indican con toda claridad. Además, él mismo lo confesó antes de morir.

—¿Que lo confesó?

Colombino estaba asombradísimo. Luego recordó su entrevista con Squillanti, y al fijarse en lo que le había dicho, comprendió su equivocación.

Se echó a reír y Camilo lo contempló, asombrado.

Resultaba, pues, que con el fin de que Squillanti llegase a ser duque de Siena, él se metió en una trampa que podría costarle cara, si descubriesen sus cartas al pobre marqués. Realmente el asunto era cómico. Pero luego se irritó al pensar que el difunto marqués pudiera haber imaginado que Colombino contribuiría al logro de sus propias ambiciones.

Después de la salida de Petrucci, Colombino se censuró y se reconvino amargamente. Y en esta situación de ánimo se hallaba cuando, a hora avanzada de la noche, llegó a Montasco otra visita.

* * * *

VI

EL joven chambelán que anunció al visitante, añadió que iba envuelto en una capa, cubierto por una capucha, enmascarado y que no quería dar su nombre.

Colombino se decidió en seguida y supuso que sería alguien de Siena que le traía noticias.

Poco después entró un hombre alto, erguido y que andaba con firmeza. Y en cuanto se hubo cerrado la puerta, se descubrió. Era Ettore Malavolti.

Aunque lo hubiese sentido, Colombino no manifestó intranquilidad. Saludó al recién llegado, que, según Petrucci manifestara, fue el único en aprovecharse del asunto de Squillanti.

—«El salvador del Estado».

El sarcasmo de aquel saludo hizo sonreír al patricio.

—Me parece que en este día de sorpresas no os sorprenderá. Porque sin duda mi presencia aquí era inesperada.

—A muchos les habrá ocurrido lo mismo.

—Pero quizá no por la misma causa. Para vos, la principal sorpresa debe ser que, en tanto que se cortaban numerosas cabezas, ninguna haya pronunciado el nombre de alguien que se halla tan comprometido como los demás en esa traición.

En fin, ya había llegado. Pero lo extrañó era que Colombino no sintió ningún temor, quizá por creer que podría discutir el caso.

—¿Y cuál es el nombre de ese individuo, señor? —preguntó Colombino, con la mayor serenidad.

—¿No podéis adivinarlo?

—¿Para qué molestarme, puesto que vais a decírmelo?

—Por lo menos, habéis adivinado eso. Y fácilmente podríais adivinar el resto, puesto que el nombre es el vuestro propio. No hay necesidad de disimular, porque sólo serviría para perder tiempo. —Y Malavolti sacó una hoja arrugada y se la entregó—. Encontré esa carta entre los documentos de Squillanti.

Colombino se inclinó sobre la mesa, para tomarla. Era su carta, en la que comunicaba a Squillanti que Messer Gritti había ido a visitarle y que él contemporizó, para tener el pretexto de conservar su ejército. Frunció el ceño al recordar las palabras escritas. Pero luego miró a Malavolti, preguntándole:

—¿Me compromete eso?

—Muchísimo menos que otras dos cartas que también encontré. Pero, en fin, bastante. Tal vez no os sería fácil explicar la razón de que Squillanti tuviese interés en que no licenciarais a ningún soldado de vuestra Compañía. Ni tampoco podríais explicar en qué consistía ese pretexto. Aunque os obligarían a hablar del asunto, una vez os hubiesen puesto en el potro. —Malavolti sonrió—. En tales ocasiones, toda la inventiva de un hombre suele abandonarle. Y os advierto que durante las últimas veinticuatro horas se ha hecho gran uso en Siena de los instrumentos de tortura.

—Observo que me amenazáis y no comprendo ese atrevimiento.

—¿Qué os amenazo? —contestó Malavolti, riendo con expresiva sinceridad—. Si me atreviese a eso, sería un tonto. ¿Vendría en secreto si tal me propusiera? ¿Me metería yo mismo en la cueva del león, si viniese a amenazaros? Haced uso de vuestra inteligencia, mi querido Colombino. Si yo no fuese vuestro amigo, ya no viviríais. Preguntaos pues, por qué no habiendo perdonado a ninguno de los comprometidos en la conspiración me he abstenido de denunciaros como a los demás. Preguntáoslo.

—Ya lo he hecho. Pero no hallo, la respuesta. Me han dicho que gozáis de gran crédito en Siena por lo que habéis hecho. Y si estaba en vuestra mano aumentar vuestro crédito gracias a otra víctima, no comprendo por qué no me habéis acusado.

—Eso es fingimiento puro —contestó Malavolti—. Dejad ese papel heroico y seamos prácticos. Yo soy hombre práctico y no me dejo gobernar por los sentimientos, que, en resumidas cuentas, son una expresión de debilidad, ya de la cabeza o del corazón. Y no son para nosotros, que podemos considerarnos hombres fuertes.

—Tal opinión me halaga.

—Así lo espero, porque quiero llevarla más lejos. Mucho más. Cuando veo una oportunidad la aprovecho. Si yo me dejara arrastrar por los sentimientos, nadie en Siena me saludaría, como vos lo habéis hecho, con el apelativo de «Salvador del Estado». Petrucci está rabioso por ver obscurecida su estrella. Piccolomini se ha encerrado con su tristeza y maldice mi prestigio. —Se echó a reír y se sentó.

—Por consiguiente, seamos mutuamente francos. Ya comprenderéis la inutilidad de engañaros si os dijera que mis informes acerca de la participación que tuvisteis en eso se debe a las cartas. Silvio Pecci me dio cuenta de todo. Él me reveló la conspiración, con objeto de vengarse de vos. La viuda de Squillanti… pero eso no importa. La ironía es divertida. El encantador Silvio traicionó a una docena de hombres para destruiros a vos; y entre ellos, vos sois el único que hasta ahora se ha salvado. —Hizo una pausa y observó—: ¿No sonreís siquiera?

—No es divertido. —Y por un momento se abandonó a su cólera, exclamando——: ¡Maldito sea ese bribón! ¡Ojalá lo hubiese estrangulado con mis manos cuando estaba aquí! Malavolti volvió a sentarse y cruzó sus vigorosas piernas. Empezó a juguetear con una bellota de oro que pendía del pecho de su jubón de color de púrpura. Y sonriendo dio un suspiro.

—Muchas veces nos arrepentimos de no haber obrado de otro modo. Sirvaos de aviso, amigo mío, y no reincidáis en este error.

—¿Os parece bien que tratemos del asunto que aquí os ha traído? ¿Queréis decirme la razón de que me hayáis librado, después de enviar a tantos hombres dignos a la muerte? Porque, según he creído entender, eso es lo que venís a comunicarme.

—Desde luego. Y espero que convendréis conmigo en que hacíais mal en burlaros. Cuando ese idiota de Silvio me escogió para descubrirme el plan, lo hizo por conocer mi amor hacia Siena. Lo que él no sospechaba —añadió Malavolti enfáticamente— era que yo viese un gran mérito en la conspiración. Cuando pensé más atentamente en ello, me persuadí de que la existencia de un duque redundaría en beneficio del Estado. Lo único que no me parecía bien era le persona escogida por los conspiradores para ocupar ese cargo. Con toda seguridad Squillanti no era el hombre más indicado. Debo confesar que tenía buenas cualidades, un carácter apacible, pero era algo torpe y tenía la ilusión, entre otras, de ser un gran soldado. El confalón de la Iglesia fue su ruina. Si no hubiese sido tonto de capirote, no metiera en la conspiración a un imbécil como Silvio Pecci. —Afectó cierta tristeza y dio un suspiro—. Lamenté mucho verme obligado a hacer decapitar a Squillanti, porque le quería. Sin embargo, no hubo más remedio. Todos habían de morir; es decir, todos menos vos, Ser Colombo. ¿Sabéis por qué? Seguramente es muy claro. Pues porque vos y vuestro ejército serán necesarios para imponer a Siena el duque de mi elección, del mismo modo como habíais de imponer a Squillanti. ¿Empezáis a comprender?

—¡Por fin! ¿Y cuál es el duque elegido?

—¿No lo adivináis? ¿Conocéis acaso a alguien mejor que yo?

—¿Vos? ¿El salvador del Estado? —exclamó Colombino, riéndose colérico y golpeando violentamente la mesa con la mano—. ¿Y para lograr vuestra traidora ambición habéis desempeñado el papel de patriota, llevando al tajo a una docena de las cabezas más nobles del Estado?

—Y con objeto de lograr la confianza y el amor del pueblo, de modo que la transición hacia el ducado ya está realizada a medias. No olvidéis eso.

—No hay cuidado de que olvide nada. Pero si habéis venido para eso podíais evitaros el Viaje. Tal vez vos mismo seáis el duque que habéis elegido, pero juro por Dios que no sois el duque que yo quisiera.

Malavolti no demostró ningún resentimiento, sino que sonrió tolerante.

—Me parece comprenderos. En definitiva, creo que no sois inmune a la debilidad del sentimentalismo. Eso es lo que os ocurre y lo que se manifiesta mediante vuestra indignación. Si estabais dispuesto a darle un duque a Siena, como os creo honrado, lo habríais hecho por creer que el Estado se beneficiaria con ello. ¿Creéis realmente que mi mérito es inferior al de Squillanti? —Se puso en pie, majestuoso, exhibiendo su estatura y su vigor—. Seguramente veis en mí a un hombre de carácter firme y que tiene la fibra necesaria para gobernar. Si estabais dispuesto a apoyar a Squillanti ¿por qué no habréis de hacer lo mismo conmigo?

—¿Apoyarle? —exclamó Colombino. Pero luego se contuvo, ahogando la carcajada irónica que luchaba por asomar a sus labios. Se volvió, dirigiéndose a una ventana y, apoyado en el antepecho, miró al patio cuyas sombras se alargaban. De nada le serviría decir la verdad a aquel burlón, y sin volverse añadió—: No quiero intervenir en más tentativas para nombrar a un posible duque de Siena.

Pudo oír perfectamente el suspiro de Malavolti, y se volvió cuando éste empezaba a hablar.

—Con vuestra obstinación me empujáis a extremos odiosos —dijo—. Quizá yo no sea el duque que vos soñabais, pero vos en cambio sois el soldado que yo necesito. Y como obrando ambos conjuntamente no podemos fracasar, me sois indispensable. Por consiguiente, o me apoyáis según os invito a hacerlo o me veré obligado a cumplir con mi deber para con el Estado. Tendré que exhibir las cartas que escribisteis a Squillanti. Ya comprenderéis que no tengo otra alternativa, después de haber sido tan franco con vos.

Nunca Colombino tuvo tanta suerte, como en aquel momento de ser un hombre amigo de reflexionar bien lo que iba a hacer. Comprendió claramente el mortal peligro en que se hallaba. Y la exteriorización de la rabia que sentía contra aquel risueño bribón de nada le habría servido.

—Hay un detalle que ha escapado a vuestros cálculos —contestó despacio—. El hombre que me denunció a vos, ese Silvio Pecci, nunca sufrirá que yo, el hombre a quien más odiaba, salga indemne de la aventura y aun podría acusaros a vos por no haber hecho use de vuestro conocimiento de mi culpa.

—¿Ése es vuestro apuro? —contestó Malavolti, dando un suspiro de alivio—. A fe mía., si os figuráis, que olvidé ese detalle, tenéis razón al suponerme incapaz de gobernar. Tened en cuenta, amigo mío, que ése fue el peligro que advertí inmediatamente. Y me libré de él. Messer Silvio Pecci no os molestará más.

Luego, con la mayor franqueza y satisfacción, como si se envaneciera de su sutileza, le refirió la historia de lo sucedido la mañana anterior con Silvio y la rápida muerte de éste en un estanque del Avia.

—En «el baño de Leda». «Siento no tener para vos ninguna Leda», le dije cuando lo dejé nadando allí, como una mosca en una taza de leche. —Se rió al recordar la escena y repitió—: «Como una mosca en una taza de leche».

Colombino lo miró con asco y asombro a la vez, menos, quizá, por lo que había hecho que por la circunstancia de que aquello le divirtiese. Malavolti, que sólo notó el asombro en la mirada de su interlocutor y creyéndolo un tributo hacia su astucia, cruzó la estancia para apoyar una amistosa mano en su hombro.

—Así, pues, no debe preocuparos Silvio. Hace ya treinta y seis horas que está en el infierno. Ahora decidíos —su tono se hizo suave y cordial—. Examinad bien dónde están vuestros intereses. Os aseguro que seré mucho mejor señor vuestro de lo que habría sido Squillanti. Cuando yo sea duque, quedará asegurado vuestro puesto a mi servicio.

Colombino hizo un esfuerzo para no estremecerse al sentir el contacto de la mano del asesino. Y después de dominarse, contestó:

—Bien. Puesto que habéis quitado de en medio a Silvio, ya no tengo ninguna objeción que hacer. Además, no puedo obrar de otro modo.

—En eso tenéis mucha más suerte de la que os figuráis —contestó Malavolti, satisfecho, y dándole una cordial palmada en el hombro—. ¿Estamos de acuerdo?

—¡Oh, si! Tenedlo por seguro. ¿Queréis quedaros a cenar?

Pero Malavolti meneó la cabeza. Había llegado en secreto y no quería que los criados pudiesen ver su rostro sin antifaz. No obstante, aceptaría una copa de vino de Montasco, para sellar su acuerdo.

En cuanto volvió a ponerse el antifaz y la capa, sirvieron el vino, que era el mismo ofrecido dos días atrás a la marquesa de Squillanti. ¡Cuánto, desde entonces, había cambiado el mundo!

Malavolti saboreó el vino y empezó a alabarlo.

—Cuando os marchéis deberíais ver mis viñedos —le dijo Colombino—. Bajaré con vos para acompañaros un rato. Estoy orgulloso de mis vides; tanto, que me duele el tiempo que me roba la guerra.

Así, Malavolti, llevando de la brida, a su caballo y el condottiero que andaba a su lado, descendieron por la vertiente meridional de Montasco, que terminaba en el espeso bosque inmediato al turbulento Ombrone.

El soldado había desaparecido para dar lugar al administrador. Orgulloso y enterado, Colombino señalaba las características de aquel lugar, que había mandado disponer, su método de cuidar las vides para alcanzar su máxima insolación y en especial sus laboriosos trabajos para lograr el agua necesaria. En la terraza inferior llevó a su huésped al enorme estanque y le explicó que las compuertas se abrían para que el agua se derramase en el río, de modo que en tiempos de abundancia, podían evitarse, las inundaciones.

Malavolti admiró los trabajos realizados por Colombino. Las rocas sobre las cuales pasaba el agua para formar una cascada, que caía al estanque, estaban guardadas por la colosal figura de Hércules apoyado en la clava. En torno de tres de los lados del gran depósito había unas columnas de granito, apenas desbastado, que soportaban una armazón de vigas, sobre la cual se tendían las ramas de los limoneros y naranjos para formar una sombra agradable. Unos asientos de mármol blanco invitaban al reposo a la sombra inmediata al apacible depósito de agua, que reflejaba el cielo. Colombino, siempre en su papel de agricultor y de ingeniero, explicó:

—De este modo tenemos agua suficiente para nuestros campos, aun en las épocas de sequía. Hoy mismo se ha sacado bastante. Como podéis ver, el nivel ha bajado considerablemente. Pero mañana por la, mañana estará lleno hasta el borde y mientras tanto no falta. Tiene una profundidad de veinte pies.

Malavolti se había situado junto al bajo parapeto y miraba hacia el agua. Ésta aparecía cubierta de vegetación. Alabó aquella provisión de líquido tan fácilmente obtenido y anunció su intento de hacer algo por el estilo en su propiedad del Arvia.

—¿Qué diablo será eso? —preguntó Colombino señalando al mismo tiempo.

Para seguir la indicación de su mano, Malavolti se asomó sobre el agua.

—No veo nada —replicó.

—Acercaos más —le aconsejó Colombino.

Un momento después, Malavolti luchaba desesperadamente contra las manos que lo habían agarrado y lo empujaban. Luego cayó de cabeza al agua, del mismo modo como el día anterior él empujó al otro.

Con un pie en el parapeto y el codo apoyado en la rodilla, Colombino se inclinó para observar al patricio. He seguido vuestro consejo, Malavolti. Esta vez no cometeré, según me ocurrió con Silvio, el error de darme cuenta demasiado tarde.

Malavolti, que apenas sabía nadar, sólo se mantenía a flote con gran dificultad. Y con los ojos salientes en su pálido rostro, exclamó:

—¡Bribón! ¡Bestia! ¿Queréis que me ahogue?

—Solamente el sentimiento podría obligarme a salvaros, y el sentimiento, Malavolti, según habéis dicho con la mayor verdad, no es cosa apropiada para hombres fuertes, como vos y yo.

Retiró el pie del parapeto y se volvió. Malavolti empezó a chillar, pero sus gritos terminaron en un gorgoteo. Colombino volvió al parapeto, animado por repentina idea.

—Y siento mucho no tener ninguna Leda para vos en vuestra aventura acuática.

Pero es dudoso que Malavolti lo oyese.

Luego el condottiero fue a soltar el caballo del patricio. Aflojó la cincha y le quitó la silla y la brida, para que no fuese reconocido. Y dándole un latigazo en la grupa, empujo al animal al bosque inmediato al río.

Era casi de noche cuando, con la conciencia tranquila y con la persuasión de que había hecho justicia, volvió a su villa. En el recibimiento llamó a su factor.

—Orlando, observo que el estanque está muy sucio. Abrid esta noche las esclusas y dejad que toda esa porquería allí reunida vaya a parar al río.