Capítulo VI

I

LOS libros de historia os dirán que Monsieur le Comte de la Bourdonnaye murió de una apoplejía. Así constó oficialmente en Siena, y Francia lo creyó, puesto que la viuda confirmó tal versión a su regreso del canal de Panamá.

En la carrera de Colombino aquella muerte es un paso definitivo muy importante, y de él depende directamente todo lo que siguió, tales son las tortuosas sendas del Destino. Lo que no le granjeó la fe en una lealtad corriente, se lo dio la reacción de los Quince, después de la desconfianza. Si no lo hubiesen creído nunca desleal, su lealtad no le pareciera otra cosa que, el más vulgar de los deberes hacia el Estado. Pero lo cierto es que lo consideraron como el acero que ha sido puesto a prueba en el fuego y tanto lo ensalzaron, que a la siguiente primavera, cuando estalló la guerra, no se contentaron con menos sino con que se lo diera el mando supremo y lo nombraron Capitán General de las fuerzas aliadas del Papa y de Siena, que sostenían las pretensiones de Fernando de Aragón.

El marqués de Squillanti, soldado experimentado, que había sido confaloniero de la Santa Iglesia, tenía ciertos derechos a tan elevado cargo y quizá gracias al auxilio del Santo Padre hubiese obligado a Piccolomini y a Petrucci a atender su pretensión. Pero incluso él, obligado por el entusiasmo general, olvidó sus derechos en favor de Colombino y consintió en servir a sus órdenes.

Dícese que el nombramiento motivó el desdén, de Jacobo Piccinino, aquel famoso soldado, algún tunante, hijo de otro soldado que no tenía mejores condiciones morales, y que era el jefe del bando angevino. Con la mayor petulancia anunció que los dioses indicaban su deseo de destruir la Casa de Aragón. El no solo tenía numerosas fuerzas, pues había reclutado a mucha gente en los cantones, sino que, según se sabía, el rey de Francia le había enviado un ejército por mar, para que su preponderancia fuese extraordinaria. Y, con objeto de facilitar su reunión con el ejército francés, a su llegada, y para señalar su desprecio hacia su contrario, decidió marchar al Sur, con sus auxiliares suizos, a lo largo de la costa occidental y dispuesto a dar la batalla en tierra romana y en el momento que le pareciese oportuno y conveniente.

Aunque aquella marcha de Piccinino a través de un país enemigo se señaló por algunas violencias y depredaciones, no tuvo las características de una conquista u ocupación. No malgastó sus fuerzas en los Estados Pontificios, empeñándose en conquistar fortalezas que después habría de guarnecer con su propia gente. Evitando los pequeños encuentros y siguiendo su camino por las llanuras, avanzó rápidamente hacia el Sur, ahorrando todo lo posible sus recursos para la conquista de Nápoles y para la batalla que habría de dar en cuanto Colombino decidiese, al fin, según Piccinino suponía, oponerse a su paso.

Lo raro fue que Colombino no dio a entender tal deseo. Él también se dirigía al Sur, en una línea paralela con la de Piccinino, y guardando una distancia que no parecía dispuesto a acortar. En tanto que Piccinino seguía la línea de la costa, y sin obstáculo alguno, atravesó Ostia y Ardea, Colombino avanzaba más allá pasando por Arsoli y Subiaco, limitándose a vigilar los progresos de su adversario.

Pronto se empezó a decir que el avance, sin oposición, de Piccinino solo podía explicarse por los titubeos de Colombino. ¿En qué estaría soñando? De continuar así las cosas, Piccinino no tardaría en llegar a las fronteras napolitanas, obligando a los barones a adoptar el partido de Anjou, a fin de evitar la destrucción de los feudos.

En Roma, el Santo Padre se reconvenía por haber permitido a los sieneses que le persuadieran de nombrar Capitán General a Colombino.

En Siena reinaba el mayor desaliento, ante la inactividad del jefe elegido. En Nápoles, Fernando de Aragón estaba inquieto, así como antes tuvo la mayor confianza. En general se creía que el celebrado Colombo da Siena daba pruebas de su incapacidad ante un soldado experimentado. Y entre los muchos que se reían, nadie lo hacía mejor, que la dueña del feudo napolitano de Cantalupo, que, en otro tiempo, fue conocida por el titulo de condesa de Rovieto.

Tagliavia, en su Historia de sus propios tiempos, dice que aquella Madonna Eufemia de Santi —a quien, según su opinión, más valiera llamar Eufemia dei Diavoli— era quizá el bocado más sabroso que halló y usó Satán para poner como cebo de la perdición de un hombre. Al examinar la delicada y seductora belleza pintada por Antonello da Mesina —en el cuadro que ya ha sido mencionado—, se advierte que aquélla dama debió de esclavizar a muchos hombres, ya apelando a su hidalguía o despertando otras emociones inferiores.

Quizá tales mujeres son víctimas de mayores tentaciones que sus hermanas menos favorecidas y es posible que el convencimiento de su propio poder las lleve a abusar de él. Probablemente en eso está el secreto de la fragilidad que Tagliavia descubre bajo el inocente aspecto de Madonna Eufemia.

Ya sabemos cuán vengativa era aquella dama, que, sin recordar sus deberes, conocía muy bien sus derechos. Hemos visto cuán resentida estaba con Colombino, por la justa indignación de éste, que la obligó a abandonar su servicio. Nada le importaba haber provocado aquel descontento, pues consideraba él acto del capitán como una traición y no mentía al creerlo así. Y aquel resentimiento le hizo detestar al condottiero, sentimiento que aumentaba a medida que crecía la importancia del capitán de Italia. Y al saber que había sido nombrado Capitán General de las fuerzas de Fernando de Aragón, su furor no tuvo límites. Naturalmente, se alegró lo indecible, al saber que Colombino había aceptado un cometido superior a sus fuerzas. Eso ocurrió a pesar de que el hombre con quien se había casado debía su feudo a la Casa de Aragón y que, por consiguiente, en cuerpo y alma estaba al lado del rey Fernando.

El ceñir Amadeo degli Amedei, marqués de Cantalupo, era un septuagenario que se casó con una mujer que aún no había cumplido los treinta años. Ello ocurrió en Florencia, seis meses atrás, pues quedó fascinado por sus encantos y, arrojando al viento la, prudencia que debieran haberle dado setenta años de vida, la tomó por esposa. No hizo caso de los rumores que corrían acerca de ella. Fue sordo a las acusaciones de que poseía el arte de enviudar cuando su caprichosa naturaleza la hastiaba de un marido, y tampoco prestó atención a la creencia de que el viejo de setenta años no seria largamente tolerado por aquella mujer.

Si hemos de creer a Tagliavia, la verdad es que ella lo encontró muy poco tolerable cuando la condujo al altar, y aunque habría podido tener los amantes que quisiera, menos fácil le habría sido, dada su mala fama, encontrar marido que, como Cantalupo, la elevara otra vez a la posición que había perdido cuando los Scaglieri la obligaron a huir de Rovieto.

Pero menos tolerable lo creyó aún al advertir su actitud en cuanto estalló la guerra. El marqués gustaba de vivir pacífica y alegremente, y como creía que su edad le dispensaba de tomar parte en la lucha, decidió, como otros muchos barones napolitanos, mantenerse apartado de la contienda. Ella, por su parte, no ahorró reconvenciones y dijo a su marido que tal actitud demostraba tan sólo su pusilanimidad. Por Su gusto él hubiera aventurado su salud y sus riquezas, sosteniendo una numerosa compañía de soldados para apoyar las pretensiones del candidato de Anjou, a pesar de que las simpatías de su marido se inclinaban claramente hacia Aragón.

A ella no le importaba que reinasen Anjou o Aragón en Nápoles, pero sí deseaba poner toda suerte de dificultades al bando capitaneado por Colombino, a fin de que éste fuese vencido.

El rumor corriente de que Colombo da Siena se dejaba vencer por la estrategia de su adversario, y aun de que no se resolvía a empeñar la lucha con él, convenció a la marquesa de Cantalupo de que no tenía nada que temer y de que estaban a punto de cumplirse sus más caros deseos.

Incluso entre los oficiales de Colombino hubo algunos rumores, y en Segni, donde una noche de abril había acampado el ejército, al amparo del monte Lepini; en tanto Piccinino lo habría hecho, sin duda, detrás de aquella cordillera y en las cercanías del mar, Squillanti —sin duda impulsado por las cartas recibidas de Siena—, fue a reprochar a Colombino su inactividad.

El caudillo lo recibió en una sala de la casa en la que se había aposentado. Lo escuchó en silencio y luego extendió un mapa sobre la mesa.

—Sois un soldado de gran experiencia, señor marqués. Proponedme un plan.

Squillanti, con la ligereza propia del critico, le propuso tres en rápida sucesión, mas para sonrojarse inmediatamente después de cada uno, en cuanto Colombino le demostraba que no era practicable. Luego guardó silencio. Era hombre alto y corpulento, de ojos azules y cejas negras.

Tenía el cabello gris y lo llevaba cortado al rape. Estaba ya muy cerca de los cincuenta años, pero se conservaba vigoroso, a pesar de una dijera cojera causada por una herida que recibió en sus primeras campañas.

—Es muy fácil hallar defectos —gruñó.

—Precisamente quería daros a entender eso —replicó Colombino.

—Sí, si. Pero ¿qué planes tenéis vos?

—Todavía ninguno. Pero sí una esperanza. Si da fruto, mis planes se formarán por sí mismos. He estudiado los métodos de Piccinino y veo que sólo tiene una estrategia, de modo que hago lo posible para facilitarle su desarrollo.

También anunció que no se dejaría imponer la táctica de su adversario, sino que obraría a su modo y cuando le pareciese mejor. Él tenía el mando y la responsabilidad no incumbía a nadie más. Sabría muy bien cumplir su cometido. Pero cuando al día siguiente, sábado, sus exploradores le comunicaron que Piccinino Se dirigía a toda prisa al Sur, fue imposible contener la excitación de Squillanti. Sin la menor ceremonia fue al encuentro del Capitán General, que celebraba consejo con Sangiorgio y Caliente. Explicó, enardecido, que antes de aquélla noche Piccinino se hallaría en Terracina, es decir, ya en el reino de Nápoles y que, por lo tanto, era tarde para contenerlo.

—Estoy de acuerdo con vos - Contestó Colombino con una tranquilidad que excitó aún más el furor de Squillanti.

—La estrategia de ese hombre os ha vencido —exclamó.

—Eso es lo que supondrá todo el mundo y especialmente él.

—¿Y se equivocarán? —preguntó el marqués, dando un puñetazo sobre la mesa.

Colombino no dio ninguna respuesta, sino que atendía a otra cosa y no a la voz de Squillanti. Entonces se detuvo un caballo a la puerta de la casa.

—Quizá, por fin, será Nervo —dijo mirando a Sangiorgio. Éste fue a abrir y apareció un oficial que, sin preámbulo alguno, dijo jadeante—:

—Al apuntar el día, Piccinino salió de Nettuno.

—Hace ya unas horas que lo sabemos. ¿Y las galeras?

—¿Qué galeras? —preguntó Squillanti.

—Cuatro galeras del Papa, que Piccinino apresó ayer, en Nettuno. Son cuatro embarcaciones ligeras, de cincuenta remos. ¿Qué me decís, Nervo?

—Dos de ellas han zarpado a alta mar, una hacia el Este y la otra rumbo al Norte. Cuando salí de allí, se habían perdido de vista. La tercera se ha dirigido al Norte, siguiendo la costa a una distancia de un par de leguas. La cuarta está anclada en la bahía y frente a la punta de Anzio. Uno de los oficiales de Piccinino va a bordo de cada una y Bernardone manda la galera que aún está anclada. Y aparte de sus remeros, ninguna de ellas lleva más allá de veinte hombres.

—Estáis bien informado —contestó Colombo, pensativo.

—En cuanto ellos se marcharon, fui a Nettuno; No resultó difícil obtener esos informes.

—¿Hay algo más?

—Nada más, señor capitán.

—¡Excelente! —dijo Colombino, poniéndose en pie—. Ahora sólo falta seguir a Paccinino con la mayor ostentación posible. Ocupaos de eso, señores.

Sangiorgio y Caliete salieron presurosos. Nervo; una vez despedido, los siguió y Squillanti continuó en la sala.

—No hay tiempo que perder, señor —le dijo Colombino.

—Antes de una hora emprenderemos la marcha.

—Vale más tarde que nunca —gruñó el marqués, que no podía hacer otra objeción.

Pero aquella misma tarde las tuvo en abundancia, porque en vez de seguir el valle, donde la marcha era directa y fácil. Colombino envió su, ejército hacia el Oeste, atravesando las montañas en dirección al mar y descendió por las vertientes de Lepini, cual si quisiera dirigirse a Nettuno, a la vista de la galera de Bernardone, que estaba anclada a cosa de una milla de la costa.

—¿Hacéis eso para que el capitán de Piccinino pueda reírse de vos? —le preguntó irritado Squillanti.

—¿Creéis que se reirá?

—Ya me parece oírlo.

—Bueno, que se ría. Lo importante es saber quién se reirá el último.

Luego se dirigieron al Sur, siguiendo a Piccinino, y Squillanti ya no tuvo que decir nada más hasta la mañana siguiente.

Habían llegado a Terracina y los exploradores de Colombino le comunicaron que Piccinino se hallaba ante Gaeta.

Sangiorgio, Caliente y Squillanti acompañaban al Capitán General. Formaban un grupo a caballo que se hallaba en una eminencia desde la cual podían ver el mar, que centelleaba a la luz del sol de abril. Colombino, poniéndose en pie sobre los estribos y protegiéndose los ojos con la mano, examinó el horizonte, en el cual apenas eran visibles las Islas Pontinas; aparte de éstas y de algunas barcas de pesca, no se podía ver nada más.

—Volveremos a la mañana —anunció. Luego, en respuesta a la mirada de Squillanti, añadió— con objeto de proporcionar a esos hombres motivo de risa.

El ejército, sin ninguna prisa, volvió la espalda al mar y se internó una vez más en la península, de modo que al obscurecer se hallaba a la entrada del valle situado al Este del Monte Lepini, de donde salieran por la mañana.

—Quizá algún día —dijo Squillanti— comprenderé todo eso. Supongo que estamos haciendo la guerra y no paseándonos para divertimos.

—No nos detendremos aquí —contestó Colombino.

—Pues lo temía.

—No, no. Sangiorgio vivaqueará esta noche aquí, con un millar de hombres a pie y a caballo, es decir, ballesteros y lanceros. Luego, desde aquí y sin disminuir la distancia que lo separa de Piccinino, avanzará al mismo tiempo que éste, sin abandonar las montañas y los bosques, de modo que el enemigo no tenga causa para sospechar que aquí hay menos de la mitad de mi ejército.

—¿Y este último? —preguntó Squillanti.

La respuesta lo dejó sin aliento y se persuadió de que Colombino se había vuelto loco.

—La parte principal del ejército volverá al Norte y acampará en el mismo lugar del que salimos ayer mañana, para dirigimos a Nettuno…

—Pero ¿por qué demonio…?

—Ya os he dicho —le interrumpió Colombino—, que el jefe de nuestro enemigo solo conoce una estrategia.

Y con, objeto de apaciguar a Squillanti, se la explicó.

* * * *

II

EN una época en que las victorias eran casi siempre estratégicas, Piccinino quizá habría tenido justificación al tratar de coronar su victoria, porque después de eludir el encuentro con las fuerzas de Colombino, cruzó la frontera y fue a acampar en tierra napolitana. De éste modo no había ninguna duda de que el público creería en su victoria y quizá también los barones verían dónde estaban sus intereses. Piccinino, que era natural de Perugia, se apoderó de varios pueblos de poca importancia y los abandono al saqueo de sus mercenarios.

Secretamente entusiasmada ante el principio de las desventuras de Colombino, la marquesa de Cantalupo halló en los acontecimientos razones suficientes para obligar a su marido a declararse por Anjou. Cantalupo era un feudo importante y la influencia del marqués considerable. Si él se declarase por Anjou, otros muchos barones, que esperaban el desarrollo de lo acontecimientos, seguirían tal vez su ejemplo y esta defección de Aragón disminuiría ya las escasas probabilidades de éxito de Colombino.

La dificultad estaba en que Cantalupo era leal hacia Aragón. Si aquel corpulento, flemático y algo tonto marqués escuchaba con paciencia las persuasiones de su dulce esposa, sólo se debla a su deseo de no oponerse a ninguno de sus caprichos. Como muchos viejos en su caso, era complaciente en extremo. Pero aquel capricho le pareció demasiado peligroso para tratar de complacerlo. Sin embargo, no se atrevió a decirlo así, sino que se refugió en la contemporización y antes de declararse contra la Casa de Aragón y su vasallaje, aseguró que preferiría esperar el desarrollo de los acontecimientos.

—Quizá aguardaréis demasiado —le avisó ella—. ¿Queréis esperar hasta que Piccinino haya llagado ante el castillo?

El marqués era hombre alto, corpulento, jovial, calvo y lozano que, como ya se ha dicho, gustaba de la broma y de la risa. Y contestó a carcajadas.

—Si es así, os prometo no aguardar un momento más.

Con bondadosa rudeza atrajo a su esposa, la hizo sentar, sobre sus rodillas y la acarició como pudiera haberlo hecho con una niña.

—Me tratáis con gran desconsideración —se quejó ella— y ahora hablo de cosas serias. Soltadme.

Luchó con él, pero su marido la estrechaba con sus brazos parecidos a los de un oso. Luego le dio un sonoro beso, a pesar de su resistencia.

—¿Vais a ponerme mala cara, porque no quiero cometer la tontería de haceros caso? Os aseguro que mi conducta es la más prudente, y una de las lecciones que proporciona la edad es el que la prudencia vale más que la nobleza, porque la primera es una necesidad y la segunda un adorno.

—Sois odioso —exclamó ella.

—No os enojéis, querida niña. Además, mi conducta beneficiará tanto vuestra seguridad como la mía. Dadme, pues, las gracias.

—¿Por haberme casado con un cobarde?

—¿Cobarde? ¡Bah! Las malas palabras no rompen huesos, niña. Besadme y hablemos de otra cosa.

—Os aseguro que eso es serio. Cuando Piccinino se presente ante el castillo, ¿dónde estará mi seguridad?

—Piccinino está muy lejos. En Benevento. Y no es fácil que venga hacia el Norte. Si no queremos buscarnos disgustos, es muy posible que no se altere nuestra tranquilidad. Las acciones bélicas se desarrollan en torno de Nápoles.

Aquélla misma noche, la condesa escribió una carta al comandante angevino, invitándole a venir a Cantalupo. Mintió al explicar que el marqués era adicto a la Casa de Anjou, pero que se necesitaba un pretexto para declararlo así. Y de ello resultaría un, refuerzo material, pues obligaría a que se realizase la adhesión de los barones, que aún titubeaban, y por eso, y para tener una buena excusa, invitaba a Messer Piccinino a que hiciera la necesaria demostración de fuerza.

A la mañana siguiente, en el pueblo encontró a un mensajero y en secreto y rápidamente le encargó llevar aquella carta al capitán angevino, que se hallaba acampado en Benevento.

No pudo obtener la respuesta con mayor prontitud, porque cuatro días después apareció Piccinino ante Cantalupo, con un destacamento de mil yelmos, después de dejar su campamento y el cuerpo principal de sus fuerzas a cargo de su capitán lombardo, Castrocaro.

La noticia de su proximidad llenó de alarma al viejo marqués. Recordó las brutalidades cometidas por la soldadesca de Piccinino, pero no ocurrió nada que justificase sus temores, porque las lanzas de Piccinino llegaron en buena formación hasta la calle principal del pueblo y luego, ante el macizo castillo que lo dominaba, como si estuviesen seguros de ser bien acogidos en él.

Con el corazón lleno de cólera y devorando la vergüenza que le causaba su filosofía de preferir la prudencia a la nobleza, el marqués, ordeno bajar el puente levadizo y abrir las puertas de par en par. Luego, con la cabeza descubierta, aguardó en el patio, acompañado por su hermosa mujer, para dar la bienvenida a los soldados de Anjou.

En su secreto pesar tuvo por lo menos la satisfacción de que así lograba la inmunidad de su feudo, Porque en cuanto si hubieron acuartelado las tropas, dióse la severa orden de que no se permitiría ningún exceso.

Luego Piccinino y dos de sus oficiales quedaron alojados en las mejores habitaciones del castillo.

El marqués, continuando en el desempeño de su aborrecible papel, se esforzó en entretener agradablemente a sus indeseables huéspedes. En ello vióse auxiliado por su esposa, con una afabilidad que él, al principio, creyó fingida, como la suya propia, pero cuya sinceridad notó uno o dos días después. Eso aumentó su resentimiento contra la presencia de Piccinino, pues su presencia le era muy poco agradable.

Como su padre y según su nombre indicaba, era un individuo de corta estatura, estevado y grueso. Tenía las facciones bastas, era velludo, y hablaba y se conducía como un mozo de cuadra. Mas, a pesar de aquel aspecto, el refinamiento de Madonna Eufemia no encontró nada repugnante, pues sin cesar lisonjeaba al soldado, desde el momento en que llegó al castillo.

En la primera noche que pasó en Cantalupo, mientras permanecían sentados a la mesa, después de la cena, la marquesa se dedicó a alabar la astucia con que Piccinino había engañado a su adversario, cruzando la frontera napolitana. Incluso ensalzó las atrocidades que habían infundido el terror entre los barones indecisos y en general, expresó su admiración por las cualidades militares de su huésped y también el convencimiento de que las armas de Anjou alcanzarían la victoria bajo su mando.

El marqués escuchaba todo esto retorciéndose, sintiendo un secreto tormento, en tanto que Piccinino, rechazando las alabanzas con hipócrita modestia, gozaba lo indecible ante la admiración de aquella exquisita dama. Hablaron de Colombo da Siena y Madonna se mostró confiada en que ya empezaba a desvanecerse su inmerecida fama.

Piccinino convino en ello en tono desdeñoso.

—¿Qué fama era la suya? Una burbuja que hinchó la insolente Fortuna.

—Tenéis razón, Hasta ahora ha alcanzado fáciles éxitos, porque nunca se vio ante un verdadero soldado. Pero cuando en vos, Ser Jacobo, encuentra a un maestro en el arte de la guerra, tropieza ya en los primeros pasos de la campaña. Y seguirá tropezando y tambaleándose, porque de sobra conozco su fanfarronería, su falta de valor y su traición. El triunfo que os aguarda, Ser Jacobo, apenas es digno de vuestras espléndidas proezas.

Mientras el marqués sufría las mayores náuseas al oír aquellas lisonjas, Ser Jacobo se inclinaba embriagado. Luego, volviéndose a su anfitrión, cubrió su jactancia con algunos harapos de modestia.

—Vuestra recepción en Cantalupo habrá contribuido mucho a allanar mi camino. Al declararos con tanta firmeza contra el bastardo de Aragón, habéis dado un ejemplo que seguirán sin duda todos los indecisos barones de Nápoles.

El marqués dio un gruñido de asentimiento y luego desahogo una parte de su encono.

—A pesar de todo, no creo que ese resultado mereciera la pena de que abandonaseis vuestro campamento, para venir a Cantalupo, porque quizá eso podría exponeros a una pérdida mucho mayor que cuanto podáis ganar aquí.

—Ya os comprendo —contestó Piccinino, frunciendo el ceño—: pero… —Hizo un ademán de desdén y añadió:

—Estoy a dos jornadas de Benevento y dispongo de tiempo sobrado hasta que desembarquen los franceses.

Luego expuso sus planes, explicó su estrategia, la única, que sabía según Colombino, gracias a la cual esperaba aniquilar al enemigo. Deseaba, evidentemente, pavonearse ante los ojos de Madonna Eufemia.

—Cuando emprendí la marcha al Sur, a lo largo de la costa, no tenía más objeto que estar cerca del mar, para recibir los refuerzos franceses. Con este objeto me hubiese detenido en Nettuno, en Terracina o entre los dos pueblos, si ese tímido y tonto de Colombo da Siena no me hubiese proporcionado la oportunidad de dar un golpe que terminará de una vez la campaña. Aproveché la oportunidad para, seguir mi camino y cruzar la frontera. Pero desde Nettuno he enviado mis exploradores a alta mar en unas galeras, para salir al encuentro e informar a los franceses de esto y hacer desembarcar al ejército en Nettuno o por las cercanías. Cuando ocurra eso, regresaré allí y entonces el ejército de Messer Colombo se verá entre dos grupos enemigos, como nuez entre dos piedras. Y a no ser que su compatriota, Santa Catalina, haga un milagro en su favor, Ser Colombo comprenderá la equivocación cometida al dejarme en libertad de atravesar la frontera. —Se echó a reír y Madonna Eufemia le acompañó, aplaudiendo como una niña excitada—. Las batallas, señor —añadió el condottiero, golpeando la mesa con su dedo índice— se ganan ocupando posiciones. Yo estoy tan bien situado, que esta batalla está ganada ya antes de darla. Mientras tanto, puedo estar cómodamente, y en ningún lugar podría hacerlo mejor que aquí. En afecto, aquí aguardaré la noticia del desembarco de los franceses, gozando de vuestra abundante hospitalidad.

Levantó el vaso para brindar, pero más bien en honor de Madonna Eufemia que de su esposo mientras éste contraía las mandíbulas, para expresar su disgusto. Y Madonna Eufemia contestó por él:

—Aquí, señor, tenéis amigos leales y cordiales, que se esforzarán, en entretener el tedio de la espera.

Tal fue la insinuación que ella hizo para incitar al otro a una descarada galantería que la presencia del viejo marido no bastó a contener.

—Basta vuestra presencia, Madonna, para, disipar el tedio.

—Como ya se ve, tenía pretensiones de galanteador, a pesar de sus piernas estevadas, y no tardó en notar que Madonna Eufemia valía la pena de ser cortejada. Mostrábase tan agradable, delicada y virginal, a pesar que había contraído ya terceras nupcias, que el soldadote se creyó casi enamorado.

Poco se ocupó del marques y aun si pensó en él lo hizo con desdén. Dijose que cuando un viejo, ya senil, se casa con, una mujer joven, debe estar preparado a las consecuencias de su locura. Por las noches iba a dar paseos por las murallas en compañía de la dama, tomando el aire que a cualquiera, de no estar enamorado, le habría parecido frío, porque el tiempo había refrescado mucho a mediados de abril.

Cantalupo, al observar el cortejo de aquel rufián y, la desvergüenza de su esposa se creyó amargamente castigado por su deserción en favor de Anjou, aunque no pudo evitarla. Cuando razonaba con su esposa, ya no le seguía los caprichos, sino que se mostraba severo. Mas, a pesar de todo no alcanzó cosa alguna, pues sólo consiguió despertar la impaciencia y la cruel insolencia de su mujer.

—¿Estáis en caso de defenderme de él? Tiene a su disposición a un millar de hombres, de modo que en Cantalupo es el amo. Estáis estúpidamente pesado con vuestros reproches. ¿Queréis aceptar las consecuencias, si yo lo rechazo?

—Con el mayor gustó. ¡Dios sea testigo de ello!

Luego volvió a suplicar, rogándole que se acordara de su honor y su dignidad, y no permitiese el insulto que representaban aquellas insinuaciones de un hombre tan grosero como Piccinino.

—No veo ningún insulto en eso —contestó ella, meneando su dorada cabeza—. Me trata con todo respeto. Recordad que sería muy peligroso contrariarle. Y como a pesar de todas vuestras reconvenciones no puedo confiar en vuestra protección, debo hacer uso de todas mis artes para retenerlo en los límites razonables. En una palabra —añadió— como vos en lo que se refiere a vuestra lealtad me limito a contemporizar, recordando vuestro axioma de que la prudencia es mejor que la nobleza.

Al oír estas palabras, el marqués se exasperó y ella echándose a reír, fue una vez más al encuentro del condottiero. Pero no contemporizó, como había indicado, porque al fin de una semana de escaramuzas Piccinino intento el asalto contra la dama y ella lo contuvo con una promesa implícita.

—Ante todo habéis de demostrar lo que valéis. Ser Jacobo.

—¿Y qué prueba os satisfará, hermosa?

—La derrota y captura de ese Colombino da Siena. En cuanto lo hayáis logrado, no os negaré cosa alguna.

Cualquier hombre menos fatuo que Piccinino advirtiera, en aquellas palabras, la razón de las ligerezas de Madonna Eufemia que no obraba por amor a él, como llegó a imaginar, sino por odio a Colombino. No seria, pues, más que un instrumento de venganza de que la condesa se aprovecharía hábilmente para ajustar cuentas con Colombino. Y en el estimulo que infundio así en Piccinino, Madonna Eufemia se hizo la más firme aliada de Anjou.

—Os lo pondré atado a vuestros pies, para que hagáis con él lo que os venga en gana —dijo seguro Piccinino.

Y en prenda de tal promesa la estrechó entre sus ávidos brazos.

Luchaba ella por soltarse cuando la sorprendió el marqués. El espectáculo le dejó lívido. Avanzó sobre sus macizas piernas, dejó caer su pesada mano en el hombro del condottiero y con los pies separados y la calva cabeza temblando de cólera, exclamó:

—Lleváis demasiado lejos vuestros derechos a mi hospitalidad. Ser Jacobo.

La risa de Piccinino fue insolente.

—¡Qué demonio! Si ponéis tan tentadoras viandas ante un huésped, no le reconvengáis por su apetito.

Y dicho esto se alejó jactancioso. Cantalupo, afrentado a más no poder y deseoso de estrangular a aquel hombre basto y burlón, así como avergonzado por la conducta que le obligaba a adoptar la prudencia, empezó a reconvenir a la marquesa. Pero también, ella le contestó, con insolencia y desdén.

—¿No podremos hablar de otra cosa? ¿Tengo yo la culpa de que se haya propasado? Bien visteis que luchaba por libertarme.

—Y también noté que os reíais, lo cual es un modo muy indigno y falso de querer evitar todo desmán.

—A vuestros años no debierais permitiros insultar a una mujer, puesto que ya sois incapaz de defenderla —contestó.

Y dicho esto se alejó.

* * * *

III

LOS días siguientes, si bien transcurrieron de un modo agradable y tentador para el condottiero resultaron casi intolerables para el marqués. Deshonrado por Piccinino, cuya llegada le obligó a mostrarse desleal para con su señor, veíase en peligro de ser deshonrado en su vida privada, puesto que tan indefenso se sentía para vengarse de lo primero como de lo segundo. Sin embargo, la prudencia le obligaba a disimular el odio contra el corruptor de su paz y de su tranquilidad, y, por consiguiente, lo hacia objeto de toda cortesía y buen trato. Y en tal purgatorio sólo podía pedir a Dios el inmediato desembarco de los franceses para verse libre de aquel huésped detestable.

Cosa de dos semanas después la llegada de Piccinino, se presentó al obscurecer un correo que, desmontando de un fatigado caballo y cubierto de barro de pies a cabeza preguntó con voz ronca por el comandante angevino. Sucedió que el marqués estaba en aquel momento en el cuerpo de guardia y oyó la llegada del mensajero. Dio también la casualidad de que a su lado sólo había uno o dos de sus propios hombres, pues en Cantalupo tenía una guarnición de cincuenta, que apenas servían más que para honrarle y guardarle. El marqués salió a la lluvia, hizo retirar a sus hombres, que rodeaban al correo y con solicitud extraordinaria tomó a éste por el brazo y lo llevó adentro. Una vez en la enorme antesala, alumbrada por unas lámparas, el marqués se detuvo.

—¿Traéis alguna carta?

—Para Messer Jacobo Piccinino.

—Pues, dádmela.

—He de entregarla en propias manos.

—Soy el marqués de Cantalupo y yo la llevaré a su destinó, mientras mis hombres se encargan de vos. —Extendió la mano y en tono perentorio exclamó: Dadme la carta.

El correo titubeó un instante y luego, dominado por el rango de aquel caballero corpulento, entregó un paquete sellado.

El marqués llamó a Bosio, su castellano, y le confió el correo para que satisficiera sus necesidades. Bosio se lo llevó, pero quizá cumplió otras órdenes, porque ya no se supo nada más del correo.

Cantalupo se encerró en su cuarto. Era muy peligroso lo que hacía. Pero estaba dispuesto a aventurarse a cualquier cosa que le diera el medio de ajustar cuentas con el villano Piccinino.

Con un cuchillo muy delgado desprendió intacto el sello y se enteró del contenido de la carta. Al leer, centellearon sus ojos y se dibujó una sonrisa en su rostro. Luego quemó el pergamino a la llama de la bujía y fue a cenar con inusitada alegría. Una vez a la mesa, trató a su huésped con extremada cordialidad. Luego se mostró todavía más tolerante, y no se borró de sus labios la sonrisa, aun al ver el descaro con que Piccinino cortejaba a Madonna Eufemia.

Así continuó la cosa durante cuatro días, hasta que llegó el final. Una tarde, mientras estaban cenando, llegaron noticias. El portador de ellas no era un correo ordinario, sino un tal Fidelio, oficial de Castrocaro, el capitán lombardo que quedó al mando de la tropa en Benevento.

Su llegada impetuosa impresionó al oficial que estaba en la puerta y Bosio se apresuró a llevarlo al comedor, habitación pequeña, que comunicaba con la sala principal del castillo y cuyas paredes grises se animaban con el reflejo de los leños que ardían en el hogar.

El alto y marcial Fidelio, cuyo aspecto indicaba que había hecho un rápido viaje, apenas reconoció en Piccinino al severo capitán de las fuerzas angevinas, porque, impulsado por su ardor amoroso, vestía una sobreveste de terciopelo carmesí y aun se adornaba con una o dos joyas.

Al advertir el aspecto del mensajero, al condottiero se puso en pie en el acto, y exclamó:

—Sin duda me traéis noticia de que al fin han desembarcado los franceses.

Fidelio abrió los ojos con el mayor asombro.

—¿Qué os traigo noticias? Debisteis de recibirlas cuatro días antes. Y precisamente Castrocaro me ha enviado, en vista de que no nos mandabais vuestra respuesta.

—¡Maldito seáis! ¿De qué me estáis hablando? No he recibido ninguna noticia.-Luego, dejando a un lado aquel punto, para tratar de otro que consideraba más importante, preguntó impaciente:

—¿Han llegado los franceses? La respuesta fue algo parecido a un rayo.

—Los franceses, señor, llegaron… pero han desaparecido.

—¿Qué llegaron y han desaparecido? ¿Acaso tiene sentido lo que me estáis diciendo?… ¡Maldito seáis! ¿No podéis contarme claramente lo sucedido?

Piccinino mostrábase truculento, apoyado en el macizo respaldo del sillón del que se había levantado. Al otro lado de la mesa, Eufemia de Santi, cuya intensa palidez hacían resaltar el negro terciopelo que envolvía su esbelto cuerpo y el centelleo de los rubíes que llevaba en el pecho, se apoyó de codos para escuchar.

El marqués continuaba en su sillón, con la barbilla inclinada sobre el pecho y los ojos vigilantes bajo sus espesas cejas grises, en tanto su rostro se mostraba inexpresivo.

En cuanto el mensajero empezó a hablar, hubo una mirada de inteligencia entre Cantalupo y su castellano. Disimuladamente, el marqués hizo una señal con la mano izquierda y Bosio, al notarla, salió de la estancia.

Fidelio se adelantó e hizo un relato de la desagradable historia.

Yves de Bressan, el comandante francés, guiado por las galeras que le enviaron, llevó su pequeña flota a Nettuno, en donde desembarcó con su ejército, compuesto por unos ocho mil hombres, entre jinetes e infantes, espléndidamente equipados.

—Pero Colombo da Siena —continuó diciendo—, a quien todos suponíamos a muchas leguas de distancia, en territorio de Nápoles…

—¿Suponíais? —interrumpió, furioso, Piccinino ¿Suponíais? Los exploradores de Castrocaro dieron cuenta de que el ejército de Colombo estaba en las montañas de Mignano, en el momento de que habláis.

—Se engañaron, porque Colombo dispuso un destacamento, que envió hacia delante, sin más objeto que crear esta confusión. El cuerpo principal de sus fuerzas, que Bernardone dijo haber visto marchar hacia el Sur, debió de retroceder, pues cuando Bressan desembarcó en Nettuno. Colombo se hallaba detrás de Lepini, vigilándolo y esperándolo. Ese demonio debió de adivinar el propósito de las galeras que enviasteis desde Nettuno.

—¿Vais a decirme tal vez que Bressan fue sorprendido? —preguntó Piccinino, palideciendo—. ¿Acaso el muy tonto no tenía exploradores?

—No tuvo tiempo de utilizarlos; ni tampoco la menor oportunidad para hacer cosa alguna, porque en cuanto sus fuerzas hubieron desembarcado, Colombo descendió por la montaña cual si fuese un alud. Al parecer…

—Poco importa lo que parecía. ¡Hechos! ¡Dadme hechos convincentes!

Éstos eran que los franceses no tuvieron tiempo siquiera, de formarse en orden de batalla, antes de recibir el choque del enemigo. Teniendo el mar a su espalda e imposibilitados de retirarse, llenos de pánico, recibieron un golpe que los destruyó por completo.

—Ese diablo sienés —continuó diciendo Fidelio— sin respetar las leyes de la guerra civilizada, creó una confusión espantosa, gracias a sus ballesteros, que tiraban a matar. La batalla no duró siquiera, cuatro horas. Luego Bressan se rindió, con los cinco mil hombres que le quedaban. Y desprovistos de armas, de armaduras, de caballos y de equipo, es decir, de todo lo que constituye un botín enorme, ahora se dirigen a Roma, porque ese perro sienés se ha negado a observar la práctica corriente de dejar en libertad a los prisioneros después de haberlos desarmado.

Tal fue el fin del relato y siguió un largo silencio. Piccinino permaneció mudo. Su rostro barbado había palidecido extraordinariamente. Temblaban sus miembros, como si tuviese cuartanas, y luego se sentó pesadamente y apoyó la cabeza en las manos.

Después de larga pausa, Fidelio continuó enloqueciendo a su capitán, al decirle que aquéllas no eran las peores entre las noticias de que era portador.

—El capitán Castrocaro me ha ordenado comunicaros, señor, que desde el momento en que os avisó, cinco días atrás, las galeras del Papa han empezado a cruzar por delante de Gaeta, cortando así, por completo, nuestras comunicaciones con Francia, en tanto que Colombino da Siena, provisto de grandes refuerzos de Roma, avanza desde Capua, siguiendo el curso del río Volturno. El capitán Castrocaro opina que el objetivo de Colombo es situar nuestro campo de Benevento entre él mismo y las fuerzas españolas del rey Fernando, en Nápoles. Por consiguiente, os ruega que a toda prisa volváis a Benevento, para ordenar lo necesario contra este peligro.

Piccinino, que escuchaba estas palabras con extremada rabia y las manos contraídas contra los brazos de su sillón, halló al fin la posibilidad de desahogar su cólera.

—¿Debo creer que Castrocaro tiene la cabeza hueca, puesto que en tal apuro ha permanecido inactivo? Nadie más que un idiota mandaría este mensaje, pues otro cualquiera hubiese venido, él mismo, al frente de su ejército. El movimiento estratégico, apropiado y evidente, es dirigirse al Norte para no verse copado. Así Dios me valga, pero sólo me veo servido por idiotas.

Pálida y desalentada hallábase la señora de Cantalupo; casi tan dolorida como Piccinino, a causa de aquel golpe que destruía por completo las esperanzas de vengarse.

El marqués, que durante aquélla escena había permanecido inmóvil y con el rostro inescrutable, se movió al fin y en tono de profunda lástima exclamó:

—Parece, Ser Piccinino, que la suerte ha cambiado como si de repente, y haciendo uso de vuestra propia imagen, os hubieseis convertido en la nuez que se hallaba entre dos piedras y en peligro de verse cascada.

Los ojos inyectados en sangre del condottiero parecieron apuñalar al anfitrión con una mirada llena malevolencia. El marqués, sonriendo un poco, continuó:

—También observo que la victoria estratégica de la invasión del territorio napolitano se ha convertido en victoria de Colombo. Quiero decir que cualquiera podría creer que deliberadamente os permitió esos movimientos para que cayerais en la trampa que os había preparado.

Esto era demasiado para Piccinino. Se puso en pie violentamente, con el rostro lívido y furioso.

—¡Por Dios! ¿Os atrevéis a burlaros de mí?

—¿Burlarme? —replicó el marqués, afectando un desaliento que no sentía—. ¡Si me siento lleno de conmiseración! Me he limitado a haceros observar lo que toda Italia dirá mañana, si no lo dice ya en este momento.

Aquello equivalía a revolver el puñal en la herida. Piccinino, ya loco de furor, miró fijamente a la mano que empuñaba aquella arma envenenada. Y sospechando inmediatamente el secreto de Cantalupo, se convenció de que había acertado.

—¿De modo que vos, falso y traidor chacal de Aragón, me habéis traído aquí con este propósito? ¿Para que mi ejército sin jefe y a cargo de un idiota, pudiera caer más fácilmente en la trampa preparada?

El marqués se puso en pie y arrancándose la máscara que hasta entonces había llevado, manifestó su hostilidad.

—Desvariáis, señor. En vuestro deseo de hallar una excusa a la tontería cometida, un motivo para salvar vuestra vanidad, estáis diciendo sandeces y ninguna mayor que asegurar que yo os he hecho venir aquí con engaños.

Piccinino apoyó una mano sobre la mesa y con la otra gesticuló violento.

—¿Queréis hacerme creer en vuestra inocencia? Ni así conseguiréis salvar el pescuezo. ¿Os figuráis que he olvidado la burla que me dirigisteis al llegar a Cantalupo, diciéndome que tal vez perdería aquí más de lo que había ganado? Ahora comprendo esa frase, ¡falso Judas! Y la hubiese entendido antes si esa mujer, vuestro instrumento, no me engañara con sus ligerezas y sus falsas promesas. Debía haber sospechado que la desvergüenza de que hizo uso para retenerme aquí, atrayéndome unas veces y rechazándome otras, no tenía más que un objeto. Eso y vuestra falsa amistad, así como vuestra carta traidora, me han obligado a portarme como un tonto. Pero a fe que antes de marcharme ajustaremos cuentas.

Eufemia de Cantalupo estaba acurrucada en su sillón y llena de pánico. Su marido en cambio, aquel hombre tímido y prudente, demostraba la mayor indiferencia por las furiosas amenazas del soldado.

—¿Mi carta? —exclamó—. ¿Cuál?

—La que me mandasteis, invitándome a venir a Cantalupo —contestó Piccinino, dando un puñetazo en la mesa.

—¿También sois embustero? —preguntó Cantalupo—. No os escribí ninguna carta.

—Pero vuestra mujer sí. ¿Queréis darme a entender que no lo hizo de acuerdo con vos y por vuestra orden?

El marqués de Cantalupo perdió parte de su firmeza. Lentamente dirigió la mirada a su esposa, que continuaba inmóvil.

—¿Qué dice de una carta escrita por vos? Miente, ¿no es verdad?

Ella recobró el ánimo, casi desdeñosa, y contestó:

—Lo hice así, creyendo obrar del mejor modo. Dijisteis que si Ser Piccinino aparecía ante las murallas de Cantalupo, ya no dudaríais un momento más. Por consiguiente, lo llamé, a fin de acabar con vuestras vacilaciones, y obligaros por vuestro bien a que os declaraseis en favor de Anjou.

Él rechazó el sillón en que se había sentado y se dirigió hacia su mujer.

—¿Que lo llamasteis? ¡Traidora! —Su cara se llenó de rubor y la miró con expresión amenazadora. De pronto se echó a reír y añadió—: Vuestro cuello es tan delicado como el tallo de un lirio y fácilmente lo rompería con mis manos. ¿Sabéis por qué me contengo? Porque os debo agradecimiento por algo que me ha proporcionado el Destino.

—¡Dejaos de comedias! —replicó Piccinino—. Tengo ya los ojos abiertos y no me dejaré engañar dos veces. —Volvióse a Fidelio y dijo—: Antes de marcharnos, dejaremos limpia esta guarida de escorpiones. Llamad a la guardia. Detened a toda esa gentuza. En cuanto a la mujer… —la miró mientras se acentuaba su sonrisa cruel— quedará a mi cuidado. Mis hombres gozarán de los encantos que con tanta desvergüenza pone de manifiesto para alcanzar sus traidores fines. ¡Ya sabrán quién manda aquí!

Pero Cantalupo se echó a reír.

—Y vos también, Ser Piccinino. ¿Deseáis que venga la guardia? —Dio una fuerte palmada y luego una voz. Inmediatamente acudió Bosio, seguido por media docena de los soldados de Cantalupo. El marqués dio una orden a su castellano—:

—Diréis al capitán de la puerta que, suba inmediatamente el puente levadizo y no deje entrar ni salir a nadie sin orden mía. Vosotros —dijo a los soldados— no os mováis de aquí.

—¿Qué es eso? —preguntó Piccinino, lleno de cólera y de pasmo a un tiempo—. No os vayáis tan aprisa —gritó al castellano, que ya se retiraba—. Las últimas órdenes que deben obedecerse son las mías. Esperadlas, pues.

Pero Bosio siguió alejándose, como si el capitán no hubiese hablado.

—¿Estáis todos locos en Cantalupo? —preguntó Piccinino—. ¿Habré de hacer pasar a cuchillo vuestra despreciable guarnición, para hacerme obedecer?

El marqués encogió sus anchos hombros y se sentó, frío y sereno. E interrumpiendo la sarta de blasfemias del soldado, exclamó en tono helado y perentorio:

—¡Callaos, lengua infame! En vez de gritar tanto acerca de quién es aquí el amo y de amenazar con ahorcarme sobre mis propias almenas, más valdría que os dieseis cuenta de la trampa en que habéis caído. No soy vuestro prisionero, sino que vos lo sois mío. Y os ruego que conservéis la calma, porque a la primera señal de violencia esos soldados míos os atacarán.

El asombro de Piccinino fue mayor que su rabia. Aquello era increíble y fantástico a la vez. Las noticias de que Colombo se dirigía a Benevento quedaban olvidadas ante lo que estaba ocurriendo.

—¿Acaso, viejo idiota, habéis olvidado que tengo un millar de hombres a mis órdenes?

—Están, fuera del castillo y se ha subido el puente levadizo.

—¿Y os figuráis que tardarán mucho en derribar las murallas y en vencer a sus defensores?

—Es posible que no, pero se tardarán más de lo que cueste a Colombo da Siena llegar a Cantalupo.

—¿Cómo? ¿Colombo da Siena?

—No os lo figurabais, ¿verdad? Los informes de Messer Fidelio acerca de los movimientos de Colombo son incompletos. No hay duda de que marcha a lo largo del río Volturno, en su camino hacia Cantalupo, porque está informado de que vos no podréis salir de aquí.

Piccinino contestó con voz ronca:

—¿De modo que os habéis atrevido a anunciárselo? —De pronto se hizo luz en su cerebro y añadió—: Ahora comprendo qué se hizo del correo enviado por Castrocaro.

Su carta anunciaba la derrota de Bressan y vos la interceptasteis.

—Estabais tan agradablemente ocupado —le contestó el marqués, burlón—, que habría sido una crueldad molestaros con aquellas nuevas, y yo no me atreví a proporcionaros tal disgusto.

—Volvióse a la marquesa y añadió:

—Ya veis ahora, Madonna, que vuestra carta a Messer Piccinino no fue la única invitación que salió de Cantalupo. En realidad, la vuestra a Messer Piccinino me proporcionó la ocasión de invitar a mi vez a Colombo da Síena.

Eufemia de Cantalupo no sabía en aquel momento si odiaba a su marido o a Colombo da Siena; lo que Piccinino podría haber leído en su descompuesto rostro, cuando la acusó de estar en connivencia con su marido para hacerle traición.

Pero Piccinino no pensaba en tales cosas. De pronto, los hombres de Cantalupo pusieron sus manos en el hombro de él y de Fidelio, y el marqués se disculpó sardónicamente[9].

—Es necesario que os ponga en seguridad, señor, pero no os apuréis sin motivo, porque Ser Colombo sólo tardará uno o dos días en llegar.

* * * *

IV

EL marqués de Cantalupo obró como lo hizo, obligado por la llegada de Fidelio. Al asegurar que Colombo tardaría uno o dos días en llegar, expresó más bien una esperanza que una seguridad, porque lo cierto es que Colombino tardó todavía una semana.

A pesar de su deseo de apoderarse del Capitán General de Anjou, Colombino se vio tan bien situado gracias a sus acertados cálculos, que decidió hacer aguardar un poco a Piccinino y a Cantalupo.

Las fuerzas del rey Fernando, actuando de acuerdo con las suyas propias y con las órdenes recibidas, rodearon el campamento de Benevento en un círculo de acero que de día en día, se estrechaba más. Castrocaro, viéndose sitiado por todos lados y por fuerzas muy superiores a las suyas, se desalentó ante la responsabilidad que le correspondía, a causa de la ausencia de su jefe. Se confesó vencido estratégicamente y se rindió a discreción, puesto que no pudo obtener mejores condiciones. Vióse obligado a entregar las armas y así terminó la guerra con la muerte de las esperanzas de Anjou y la ocupación del trono por Fernando de Nápoles. Y todo esto se logró en muy poco tiempo y con gran facilidad, gracias a un hombre cuya supuesta ineptitud fue motivo de risa en toda Italia, durante más de una semana.

—Os otorgo la palma de la victoria —dijo Squillanti a Colombino en la noche siguiente a aquella victoria—. Nunca más en mi vida dudaré de vuestros propósitos. He visto algo en cuestiones militares y me parece que tampoco soy ignorante como soldado. Pero me habéis dejado confuso a más no poder. Y sin embargo… —titubeó— hay algo que nunca comprenderé. Cuando marchabais hacia el Sur, siguiendo una línea paralela con la de Piccinino y con fuerzas iguales a las suyas, antes de la llegada de los franceses, corríais el riesgo de que él recibiese refuerzos antes de que vos dieseis la batalla. Pero, en fin, ya que la suerte os ha servido…

—¿La suerte? —exclamó Colombino, interrumpiéndolo—. Bueno, si. Nunca puede negarse la Fortuna en esos casos. Pero en éste, no me vi ayudado por la suerte, según suponéis, porque siempre hubo la posibilidad de que ocurriese eso. Como ya os dije, Piccinino solo conoce una estrategia. Y si las oportunidades eran favorables, comprendí que no dejaría de emplearlas. Si las velas francesas hubiesen aparecido en el horizonte, yo, en el acto, cayera sobre Piccinino, para empeñar la batalla antes de que recibiese refuerzos, pero como los barcos no aparecían, esperé. Y al fin hizo lo que yo me imaginaba. Se deslizó, alejándose de mí, en la persuasión de que yo lo seguiría, para volverse en el momento en que recibiera noticia de que los franceses se hallaban a mi retaguardia. Entonces yo habría quedado aplastado entre su ejército y el de Bressan.

Pero me limité a fingir que lo seguía y, en cambio, volví con objeto de esperar a Bressan. Luego, en cuanto lo hube derrotado, tuve a Piccinino en la misma situación en que él se figuraba cogerme, pues se vio entre mi ejército y el del rey Fernando, de modo que ya no le quedó ninguna posibilidad de evitar la derrota. La paciencia, mi querido marqués, es la mayor virtud que puede tener un comandante en jefe. Y yo la tengo. Ahora iremos a explicar todo eso a Piccinino, porque estoy seguro de que le divertirá.

Y así, al frente de unos cuatro mil hombres, o sea el cuerpo principal de su ejército, pues el largo convoy de prisioneros había sido enviado a Nápoles, Colombino se dirigió a Cantalupo. Llegó sin haber tenido necesidad de dar un solo golpe, porque el millar de soldados de Piccinino, desmoralizados por lo ocurrido y sin atreverse a resistir a aquella fuerza formidable se disolvieron ante su aproximación.

En la sala principal del castillo le esperaba el anciano marqués y a su lado veíase a Eufemia de Santi, obligada por su marido a acompañarle. El marqués ya había perdido toda su complacencia y ordenaba ahora donde antes se limitara a suplicar.

Entró Colombino cubierto con una armadura ligera y arrastrando una capa de color de burdeos; su figura juvenil y vigorosa, su aspecto principesco y su séquito causaron gran impresión.

Precediendo a cuantos lo seguían, se dirigió al marqués y sólo por un momento vacilo su firme paso y se heló su sonrisa, al contemplar la pequeña figura vestida de negro que, jadeante y con los ojos bajos, se hallaba al lado del señor del castillo. Solo entonces recordó que, meses atrás, le dijeron que Eufemia, en otro tiempo condesa de Rovieto, se había casado con el marqués de Cantalupo; y por un momento se preguntó si se habría dejado coger en una trampa. Mas al recordar la tropa que le acompañaba y que había penetrado en el castillo, comprendió la futilidad de su temor y siguió avanzando.

El marqués le abrazó y lo saludó con palabras de cordialidad y de lealtad hacia Aragón. Luego se vio obligado a tomar la mano de la marquesa, que estaba helada, y llevarla a sus labios.

Retrocedió y empezaba ya a expresar su agradecimiento y el de su señor por el servicio prestado por el marqués, cuando éste lo interrumpió, diciendo:

—No me corresponde vuestra gratitud. Debéis dirigir estas palabras a Madonna Eufemia, aquí presente, por la corona de laurel que ha venido a añadirse a las que ya ceñíais noblemente. Tengo entendido que entre ambos hubo, en otra ocasión, una pequeña diferencia. Y ella estaba deseosa de zanjarla. Por esta razón atrajo a Jaropo Piccinino, pues deseaba que fuese aprehendido y guardado para vos. Y para ello empleó las artes en que es maestra, a fin de engañarlo hasta que llegase el momento oportuno.

—Así es cómo os paga su deuda; y, por lo tanto, merece vuestro agradecimiento por el servicio que os ha prestado a vos y a la casa de Aragón. Además, éste es el último acto que lleva a cabo en este mundo.

—¡Señor! —exclamó Colombino retrocediendo al advertir la amargura de Cantalupo.

Pero le tranquilizó la sonrisa del marqués, quien replicó:

—Comprendedme bien, señor. He conseguido que Madonna Eufemia se quedase hasta hoy en el castillo, para honraros y recibir vuestras expresiones de gratitud. Sólo por esta razón ha aplazado su marcha. Quiere ir a Roma a profesar en el convento de las hermanas clarisas. Allí, en la oración, en la humildad y en la pobreza, se propone purgar la contaminación de un mundo que ya no le interesa, y prepararse debidamente para otra vida mejor.