Capítulo V

I

DE cuanto Colombo da Siena dijo a Honorato da Polenta, nada era más verdadero que su noticia de la probabilidad de que hubiese guerra en Nápoles, a causa de la sucesión. Estaban más cerca de la guerra de lo que él se imaginaba, según descubrió cuando, apesadumbrado, estuvo de nuevo en Siena y se dirigió, en la época de la vendimia, a su viña de Montasco.

Apenas estuvo de regreso, llevándole la noticia de aquella intranquilidad, fue explicitado por los tres miembros más notables de la señoría (el Consejo de los Quince) que gobernaba el Estado. Eran su amigo Petrucci, Annibale Piccolomini, pariente de aquel gran erudito papa Eneas Silvio Piccolomini, que gobernó con el nombre de Pío II, y Ettore Malavolti, que disputaba a Petrucci la jefatura de la República de Siena, y con éxito en aquel momento, puesto que desempeñaba el alto cargo de Prior de los Quince.

Dieron detalles a Colombino de las nubes bélicas que se cernían sobre Nápoles, donde el rey Fernando —el bastado de Alfonso de Aragón, que luchó por conquistar el reino con la casa de Anjou— ocupaba el trono. Confirmaron los rumores que corrieran, durante varios meses por la península italiana acerca de que Juan de Calabria, hijo del rey Renato de Anjou, alentado y sostenido por el rey de Francia, estaba haciendo preparativos bélicos y concertando alianzas con el propósito de reconquistar los dominios de su casa.

La lucha, en caso de que llegase, sería muy fuerte, y quizá arrastrase a toda Italia, En el Norte, el duque de Milán daba a entender claramente que la guerra lo encontraría al lado de Aragón, y en el Sur el Papa arrojaba el peso de su influencia en el platillo de la balanza del mismo lado. Siena apenas podía tener la esperanza en continuar alejada de aquel conflicto. Al mismo tiempo, la Señoría no estaba dispuesta a atender a las recomendaciones de Piccolomini, de que la República se declarase por Aragón, sino que prefirió esperar al desarrollo de los acontecimientos, antes de tomar una decisión, y mientras tanto, para no ser cogida de sorpresa y sin haber hecho preparativo alguno, aquellos notables patricios, que representaban al Estado, dando su mejor acogida al regreso de Colombino, se apresuraron a advertirle que no licenciase las tropas que trajera del Sur.

Lo encontraron extrañamente frío e indiferente para un hombre que, como él, vivía de la guerra, de modo que eso despertó en el acto los celos de Malavolti.

—Si la República —contestó Colombo—, decide a acuartelar mis hombres a su costa y a pagarles, por no hacer nada, por lo menos las tres cuartas partes de su soldada, yo no tengo ningún inconveniente, y la cosa podría arreglarse.

—¿Y vos? —preguntó Malavolti, mirándole fijamente.

—¿Yo? —contestó Colombino, titubeando—. Ya estoy cansado de guerras. Necesito reposo de cuerpo y de alma. Espero encontrarlo en mis viñedos. De modo que no hay necesidad de tenerme en cuenta.

—Os equivocáis —contestó Piccolomini, que era el más entrado en años y el más serio de los tres—. Sin vos, vuestro ejército no es más que un grupo de hombres. La Señoría desea asegurarse los servicios de la Compañía del Palomo y ésta no existe sin Colombo.

—Están mis capitanes Sangiorgio y Caliente, y ambos son jefes de gran experiencia.

—Eso es una frivolidad —contestó Malavolti.

—Consideradla como gustéis, porqué no siento ningún entusiasmo.

—¿Ah, no? —exclamó Malavolti, que era hombre alto y esbelto, dotado del gracioso vigor de la pantera. Oscurecióse su hermoso rostro y cerró sus sensuales labios.

—¿Y si la oferta procediese de los angevinos, os seria más agradable?

—Ya os he dicho que, si queréis, puedo cederos a mis hombres —contestó Colombo con acento de gran fatiga—; y me habéis hecho el honor de indicarme que si yo no quiero mandarlos, tendrán muy poca eficacia. Pero ¿de qué sirvo yo sin ella? ¿Os basta esta respuesta?

—No tanto como quisiera.

—En cuanto a eso, yo podría añadir que soy libre y no me veo obligado a entrar al servicio de un grupo determinado, sino que puedo aceptar el que prefiera. Vuestro tono parece negarme ese derecho.

—¡No, no, Colombino! —se apresuró a exclamar Camilo Petrucci—. Precisamente porque reconocemos ese derecho hemos venido lo antes posible con el fin de anticiparnos a otro cualquiera que pudiese contrataros.

—Además —añadió Piccolomini—, sois hijo de Siena y no deberíais desear la pasibilidad de veros frente a frente al partido sienes, en el caso de que al fin intervengamos en la guerra.

—Os doy las gracias por esta justicia —contestó Colombino, sin hacer caso de la ironía de Malavolti—. Pero tranquilizaos, porque, según ya os he dicho, no siento ningún entusiasmo en la guerra. He pasado casi tres años seguidos luchando sin cesar. Necesito descanso y he de dedicarme a mis viñedos.

—Lo reconocemos, amigo mío —contestó Petrucci—. Pero tened en cuenta que, aun en el caso de que estalle la guerra, no será antes de la primavera, porque la estación se halla ya muy avanzada. Eso os asegura un descanso mínimo de seis meses. Cuando hayan transcurrido, estaréis ya cansado de la inacción y, mientras tanto, la República os pagará mil ducados por mes, además de lo necesario para sostener vuestra compañía. Ésta es la oferta que venimos a haceros. Y no creo que podáis ni queráis rehusarla.

—En efecto, no puede, si es honrado —añadió Malavolti.

Colombino no hizo caso de esta última observación y, empezó a pasear por la espaciosa estancia con los pulgares metidos en el cinturón de su hopalanda carmesí y la barbilla apoyada en el pecho. Pensaba en Samaritana, en la última vez que la vio, recuerdo que venía con mucha frecuencia y decía que al alejarse, la joven, se llevó todo su entusiasmo y su ambición, dejándole tan sólo una gran fatiga espiritual. Nada le parecía ya agradable en la vida. Todo le resultaba anodino y fútiles cuantos esfuerzos pudiese hacer. Pero también, comprendía que aquellas heridas acabarían por curarse y entonces necesitaría dedicarse de nuevo a la vida activa. Y, en el caso de que entallase la guerra, no tendría más remedio que ponerse al lado de Siena. Volvió lentamente hacia donde estaban aquellos dos hombres y les dijo:

—Muy bien. Acepto el compromiso.

Tan sólo Malavolti se fijó en su falta de entusiasmo y cuando lo mencionó a sus compañeros, al regreso a Siena, ellos le dirigieron agudos reproches.

No se hizo público aquel compromiso, porque ello podría haber equivalido a indicar que Siena estaba ya decidida acerca de lo que debería hacer, lo cual estaba muy lejos de la verdad. Pero en aquel tiempo, se supo que el partido angevino[7] había contratado a Jacobo Piccinino, que entonces era considerado el primer soldado de Italia. Era hijo distinguido de un padre que también se había hecho célebre en la misma profesión, y, además, jefe de la compañía de mercenarios más formidable que se podía hallar en Italia.

El contrato de Piccinino fue obra del conde Gastón de la Bourdonnaye, quien durante algunos meses revoloteó como un petrel de un lado a otro de Italia, tratando de alistar, en beneficio de Anjou, el apoyo de sus príncipes y de sus municipalidades. A causa de la conocida actitud del Papa en el Sur y del duque de Milán en el Norte, Monsieur de la Bourdonnaye alcanzó un éxito menor de lo que había esperado. Mas no desmayó, y el contrato de grandes compañías de mercenarios fue finalmente tan importante como si hubiese alcanzado el favor de los Estados, de manera que logrando éxito en lo primero, podría quizá obligar a los segundos a poner en campaña todas las fuerzas de que fuesen capaces. Para ello el contrato de Piccinino fue un paso muy importante, tanto, que si pudiera añadirle la colaboración de Colombo da Siena y su Compañía del Palomo, Juan de Calabria, que además estaba bien apoyado por las tropas francesas, tendría a su disposición tales fuerzas que el bando opuesto apenas conseguiría igualarlas y quizá Aragón abandonase sus pretensiones.

Al mismo tiempo, si consiguiera alcanzar el apoyo de la República de Siena, que primaria y ostensiblemente fuera el único fin de su vida allá, veríase ampliamente compensado por su fracaso en otros Estados menores.

Como enviado extraordinario del rey de Francia, fue recibido en Siena con todos los honores debidos a su alto cargo por parte de un Estado que entonces estaba en paz con su señor. Hubo festividades, a las que asistieron todos los notables de la República, y Camilo Petrucci arrastró a ellas a Colombo, que, de mala gana, salió de su retiro de Montasco. El palio fue erigido en el Campo con magnificencia extraordinaria; hubo una justa presidida por la Comtesse de la Bourdonnaye y en la que Colombo, que además de ser un gran capitán tenía gran habilidad en el manejo de las armas, fue el mantenedor contra cuantos quisieron luchar con él; hubo también banquetes y bailes, así como fiestas carnavalescas para diversión del francés y de su hermosa, triste y joven condesa.

Cuando llegó el momento de tratar de política, Monsieur de la Bourdonnaye pudo observar que los miembros del Consejo se mostraban tan vagos y adormecidos, como activos y diligentes fueran en la preparación de las fiestas. Maldiciendo la evasiva sutileza italiana de los Piccolomini, los Petrucci, los Malavolti y los Squillanti, tomó la resolución, después de tres semanas de esfuerzos vanos, de obtener a toda costa los servicios de Colombino y resignarse luego a que Siena hiciese lo que tuviera por conveniente.

Una noche, después de la representación de una comedia de Giumelli en el Palacio de Petrucci, quiso tratar de aquel asunto con el capitán, quien se alojaba en el palacio.

Lo buscó en un rincón de la brillante sala en que se había dado la representación y le dijo:

—Estos días descansáis, mi capitán. Es muy justo, porque nadie mejor que vos tiene ganado el reposo, ni nadie tampoco posee mejores títulos para descansar sobre los laureles. Y en toda Italia, y aún más allá de sus fronteras, se sabe que son magníficos.

Desde la majestuosa estatura de que gozaba, Colombino miró hacia aquel hombre gordo y bajo, de cuarenta años, vigoroso y desgarbado, y en sus ojos saltones advirtió cierta expresión de ansiedad. Sonrió e inclinando un poco la cabeza, como para dar las gracias, por aquellos cumplidos, contestó:

—En la actualidad reina la paz en Italia, algo milagroso.

—Pero efímero, porque ya existen motivos de lucha.

—¡Oh, siempre los hay!

—Pero ahora más precisos. Ésta es la razón de mi presencia en Italia. —Su tono se hizo confidencial—. He venido a preparar las cosas en beneficio de mi señor, el rey y precisamente os agradecería que tratásemos ahora del particular.

—A vuestras ordenes, señor.

—Sois amable. El rey de Francia quiere haceros una proposición que sin duda consideraréis digna de su conocida munificencia.

—Me siento muy honrado por haber merecido que fijara su atención en mi. Pero en la actualidad estoy al servicio de la República de Siena.

—¿Ya? —preguntó el conde, sobresaltado—. ¿Y cuándo termina vuestro compromiso? ¿Me permitís que lo pregunte?

—Estoy contratado, a cambio de un ventajoso estipendio mensual, señor.

—¿Hasta cuándo?

—No hay término fijado.

—Pues; entonces —contestó el francés, más aliviado puede terminarse con un mes de aviso.

—Según yo lo entiendo, no, señor —contestó Colombino, meneando la cabeza—; y tampoco lo entiende así La República de Siena.

—Eso no constituye ningún compromiso, mi capitán.

—El servicio del rey, mi señor, no sólo confiere honor, sino, también unos emolumentos, que, según creo, nadie más podría ofreceros.

—En tal caso, será mejor que no me tentéis —contestó el condottiero, sonriendo—, porque me considero comprometido de un modo indefinido.

—No es posible que nadie; obre como lo hacéis —contestó el conde.

Y se disponía a desarrollar su argumento, cuando Ettore Malavolti, con paso fanfarrón y gesto efusivo, vino a interrumpirlos.

—¿Qué conspiráis los dos?

—¿Conspirar? —exclamó La Bourdonnaye.

—¿Qué otra razón —contestó Malavolti, sonriendo— obligaría a dos hombres como vosotros a permanecer en un rincón, y uno de ellos francés, cuando hay damas que languidecen deseando vuestras atenciones? —Pasó un brazo por el de La Bourdonnaye y añadió—: La incomparable Caterina Squillanti os ofrece la oportunidad de vengaros de su marido, por el ardiente amor que demuestra a vuestra condesa.

Y saludando con un movimiento de cabeza a Colombino, se llevó al francés para que interrumpiese una conversación confidencial entre la marquesa Squillanti, de belleza casi insolente, y el atildado patricio Silvio Pecci.

La pareja los miró con resentimiento. Y casi empujado por el dominante Malavolti, el exquisito, perfumado y afeminado Pecci se alejó resentido y de mala gana, y la joven marquesa a su vez lo siguió también con mirada de pena. El astuto francés no tardó en sacar consecuencias. No era deseado. Las palabras de Malavolti fueron tan sólo un pretexto para separarlo de Colombino.

Ello le demostró de qué lado soplaba el viento. Los patricios de Siena no sólo se mostraban reacios a comprometerse en beneficio de los intereses de su amo, sino que significaban igual repugnancia en que llegase a su acuerdo con su gran condottiero. Hacíase necesario avanzar con las mayores precauciones y ocultar sus objetivos hasta que estuviesen logrados, y Colombino aceptara definitivamente su compromiso con, él. Y no era menos necesario proceder con el mayor cuidado con el mismo Colombino, a fin de libertarlo de los lazos que Monsieur de La Bourdonnaye suponía existentes entre el capitán y la República de Siena. Eso exigiría hábiles y largas negociaciones, y si aquellos recelosos patricios se enteraban de sus manejos, en el acto supondrían la razón de que La Bourdonnaye cultivase el trato de Colombino; en tal Caso tomarían, sin duda, sus medidas para frustrar tales propósitos.

Tal era el problema que molestaba en gran manera al enviado extraordinario del rey de Francia. Pero ya es sabido que los monarcas no eligen a los tontos para semejantes cargos, y La Bourdonnaye no lo era. En cambio, parecía tonto, cosa que redundaba en su beneficio y quizá era una ventaja. Según ya he dicho, era hombre grueso, de corta estatura y vigoroso. Llevaba erguida la cabeza, de rostro hermoso y brutal a la vez, tenía una nariz bastante grande y la barbilla cuadrada.-Sus ojos azules miraban de un modo apagado, pero cuando cobraban viveza, le daban una expresión simple. Sus cejas, de color gris, eran a la vez pobladas y estrechas. Ceceaba un poco al hablar, vestía con ostentación, era afable en sus maneras y reía ruidosamente, como los que tienen la cabeza hueca, aunque en realidad eso no fuera cierto en su caso, pues podría mostrarse tan sutil como cualquier italiano, no se dejaba influir por ningún escrúpulo y poco le importaba la moralidad de sus actos en cuanto se referían al logro de sus fines.

El problema de hallar una excusa que justificase la intimidad que deseaba tener con Colombino no le preocupó gran cosa. Lo resolvió a la mañana siguiente. Y como lo solución exigía la colaboración de la condesa, se apresuró a darle sus instrucciones.

—En el banquete que mañana por la noche ofrecerá la municipalidad a ese mercader florentino de Médici, volveréis a encontrar al guapo y arrogante Colombo da Siena.

—Ya recordaréis que de vuestras delicadas manos recibió el trofeo en la justa de la Semana pasada. Es imposible que no admiréis a ese hombre. Mañana por la noche le demostraréis de un modo inequívoco esta admiración. Para ello se os facilitará la oportunidad conveniente. Si os excedéis un poco en vuestras atenciones, os aseguro que ello no me preocupará. Deseo que despertéis, en él algo más que el interés corriente de un hombre por una mujer. Creo que no os será difícil.

En los ojos que se levantaron a mirar al embajador no hubo sorpresa, sino aborrecimiento, y no sólo por el cometido que se le imponía, sino también hacia el hombre que se lo ordenaba.

Hallábanse los dos en pie, en la sala del Mezzanine[8] del palacio en la Vía Flavia, cerca del Campo, que los Salimbeni habían puesto a disposición del enviado extraordinario. Era una estancia larga, de techo bajo, adornada con hermosas tapicerías de color azul y oro; y alumbrada por ventanas de ajimez que daban a la calle. Un rayo de sol se filtraba a través de los gules del escudo de armas del ventanal y difundía un resplandor rosado en el centro de la estancia y una línea roja como sangre, sobre el mosaico de madera en el suelo. El resto de la estancia aparecía lleno de sombras y Madame de La Bourdonnaye, de haber obedecido a su deseo, se refugiara en ellas. Pero no se atrevió a alejarse, en tanto que los pálidos ojos de su señor estaban fijos en ella.

Tenía veinte años menos que el conde, y era una mujer delicada, esbelta y morena, casi parecida a una niña y su ovalado rostro se recortaba claramente en su cofia ajustada, y tenía gran pureza de facciones y de expresión. Sus ojos eran suaves, cariñosos e inocentes y además estaban saturados de tristeza y reveladora de su vida desdichada, puesto que el hombre brutal, burlón y dominante a quien fue entregada en matrimonio nunca la había tratado con delicadeza.

Todos los días la pobre mujer se preguntaba por qué él llegó a casarse con ella. No tardó en cansarse de su mujer.

Y en la satisfacción de su insaciable sensualidad, había acumulado indignidades sobre indignidades, gracias al carácter flagrante de sus infidelidades, hasta que por fin, ella se convenció de que era una mujer digna de toda compasión. Sin embargo, como el perro de la fábula, que impedía a los demás el acceso a la hierba que, a él no le gustaba, su marido se apresuró a demostrar unos vanidosos celos cada vez que le parecía advertir que el encanto de su mujer era apreciado por otros hombres.

Por consiguiente, aunque estaba acostumbrada a que la utilizase como señuelo despreciable de sus proyectos o intrigas, su sorpresa al oír aquellas órdenes despertó su indignación. Le pareció de momento que no lo había comprendido. Y así lo dio a entender.

—¿Será siempre necesario que me explique? —exclamó él, impaciente—. ¿Sois incapaz de daros cuenta de las cosas? Deseo que ese soldado entre libremente en mi casa. Pero no quiero que se sospeche que busca mi compañía. —¿Comprendéis ahora?

—Comprendo —contestó ella, más avergonzada aún. Luego levantó la barbilla y exclamó—: Pero no debéis poner el honor en tela de juicio, para lograr vuestros fines.

Aquella resistencia sorprendió a su marido.

—¿Ah, no? ¿Os parece que no debo hacerlo? ¿Acaso no sois mi esposa?

—¿Vuestra esposa? Si lo preferís, soy vuestra condesa. Nada más. A los ojos del mundo…

—Precisamente —dijo él, interrumpiéndola—, lo que más os importa son los ojos del mundo.

—¿Y ante ellos representaréis el papel de marido complaciente? ¿Vos? ¿Y para este objeto he de obrar como una mujerzuela…?

No pudo continuar. La experiencia debiera de haberla avisado de la inutilidad de oponerse a los deseos de aquel hombre. Él la cogió por la muñeca, con mano tan poderosa como aborrecible. Su presión lastimó la piel y los ligamentos, de modo que la pobre mujer se retorció de dolor. Mordióse los labios para ahogar un grito y, mientras tanto, él sonreía cruelmente, como si gozara un placer sádico, gracias al sufrimiento físico que infligía.

Madame, esos asuntos debo decidirlos yo, y no vos. Ya sabéis lo que de vos espero. Estoy persuadido de que tenéis una elevada opinión de vuestros encantos. Muchas veces han sido celebrados por los galanes a quienes, según me consta, alentabais. Así pues, no os mostréis reacia. Haced buen uso de vuestras perfecciones físicas en la seguridad de que os permito emplear vuestras armas femeninas.

La soltó y ella retrocedió, acariciándose la maltratada muñeca. De su garganta salió un sollozo, y entonces él, abandonando el tono de arrogante crueldad, asumió el de repugnante amabilidad. Se acercó para darle una palmada en un hombro.

—Vamos, ¿para qué llorar? ¿Qué necesidad teníais de provocarme? ¿Sois tonta? Bien sabéis que en el fondo os quiero, a pesar de cuanto diga o haga. —Hízose su voz más acariciadora—. En resumidas cuentas, os pido muy poca cosa. ¿Os figuráis, acaso, —que me divierte? ¿Tan mal me conocéis después de tantos años? Bastante más me duele a mí que a vos, pero de eso dependen muchas cosas importantes. Nosotros, los hombres de Estado, no somos más que unos esclavos del deber. Vamos, Valérie, cuento con vos.

Ella no le dio ninguna respuesta. Se estremeció y él dióse por contento.

* * * *

II

MONSIEUR de la Bourdonnaye contaba, confiado, con el temor que inspiraba a la condesa. Pero si entonces no le hubiesen servido las circunstancias y aquel fingimiento no se convirtiera en realidad, en vano hubiese confiado en aquella ocasión, tan aborrecible era la tarea impuesta para la dignidad y la pureza de su esposa.

Como si el Destino conspirase para no hacer sufrir al francés, ocurrió que la condesa, en aquel banquete, según correspondía a su rango, se sentó a la derecha de Camilo Petrucci, que presidía, y por esta razón vio que Colombino se hallaba a su izquierda. Así, pues, ya no fue necesario crear la oportunidad para impresionar la sensibilidad del capitán. Pero la pobre mujer, al pensar en la orden recibida, se puso pálida, triste y apenas contestaba con monosílabos cuando le dirigían la palabra y cuanto más autoritarias eran las miradas de su mando, más parecía ella estar sujeta a tan extraña parálisis.

Pero entonces intervino el hado, y Colombino, deseoso de infundir alguna animación a la dama sentada a su lado, creó una situación que aún excedía los deseos de Monsieur de la Bourdonnaye.

Madame, os habéis lastimado la muñeca.

Llena de pánico al observar el tono solicito de Colombino, ella se apresuró a ocultar la mano que antes tuviera apoyada en la, mesa. Y una pulsera de brillantes que rodeaba la rojiza epidermis, más parecía poner de manifiesto que ocultar aquel cardenal.

Mientras la mirada de asombro del joven soldado seguía el movimiento de la mano, pudo ver que una lágrima iba a confundirse con los brillantes de la pulsera, para desaparecer casi en seguida.

—¿Tenéis alguna pena, Madame? —preguntó en francés correcto, que suavizaba su acento toscano.

El zumbido de las voces, el ruido de los platos y el entrechocar de vasos, así como las idas y venidas de los criados, que vestían librea blanca y negra, la música de flautas y violas que resonaba en la galería superior, todo sirvió para apagar el tono seco de su exclamación. Pero en cambio, fue visible la expresión, de su rostro cuando se inclinaba hacia ella. Mostraba compasiva ternura, y Monsieur de la Bourdonnaye, que solo podía darse cuenta de la ternura, pero no de la compasión, se sintió satisfecho. Su condesa obedecía a la perfección.

Mientras tanto, ella contestaba con su triste sonrisa:

—No es nada, señor. Os ruego que no os fijéis en eso.

—¿Que no me fije en ello? ¿Que no haga caso de la pena de una dama tan hermosa y gentil?

Hablaba sin que en sus palabras hubiese el menor acento de ilícita galantería. La deferencia de su tono habría estado en contradicción con la sospecha de que sus palabras fuesen las de un galanteador.

—Si puedo serviros en cualquier necesidad, condesa, no tenéis más que mandarme —dijo aquel servidor de la hidalguía.

Ella le dirigió una mirada de alarma. Ya muchas veces había podido observar que los hombres le hacían ofrecimientos semejantes, pero siempre con la esperanza de recibir un premio, si bien la grave sinceridad de la mirada de Colombino la tranquilizó en parte. Sin embargo, su respuesta manifestaba alguna desconfianza.

—Por desgracia, no podéis servirme en mi necesidad.

Estas palabras tuvieron, un efecto contrario al que deseaba, porqué Colombino sin dejar de mirar su lastimada muñeca, asumió una expresión severa y apenada. Sintió que despertaban sus instintos caballerescos y aun le sirvió de aliento el recuerdo de Samaritana.

—Me pregunto si una pulsera habrá podido causaros ese daño. Pero también, puede deberse a la mano de un hombre. ¿Es así? En tal caso, más bien podrá decirse que es una bestia. Si quisierais decírmelo, señora, quizá yo hiciese de modo que en lo venidero no estuvierais expuesta a semejante trato.

El pánico de la condesa aumentó. No podía adivinar el propósito de su marido, pero a juzgar por su deseo de disimularlo, no auguraba nada bueno para Messer Colombino. Aumentó su horror al verse obligada a servir de señuelo contra aquel hombre severo y de noble aspecto. De pronto observó la oportuna salida que se le ofrecía y la aprovechó.

—Si queréis hacer lo que os diga, me obligaréis mucho —dijo—. Esta contusión fue sufrida por causa vuestra.

—¿Por mi causa? —preguntó él asombradísimo.

Ella encontró entonces los ojos de su marido que la miraban amenazadores. Entonces puso su mano sobre el terciopelo gris de la manga del jubón de su interlocutor y lo asombró, exclamando con risa estridente:

—¡Por favor, reíos conmigo, porque nos vigilan! ¡Reíos, Messer Colombo!

Él comprendió inmediatamente y se echó a reír, como le decían, aunque sin dejar de atender a las palabras de Madama.

—Cuando nos levantemos —dijo la dama— al empezar el baile, podremos salir sin ser observados. Entonces os lo diré todo.

—Así lo haremos —prometió él.

Luego ambos se echaron, a reír, como si celebrasen alguna chanza. Y se rieron después con tanta frecuencia, que los espectadores cruzaron más de una mirada y de un codazo al ver a Colombino, tan triste poco antes y a la sazón tan alegre, en compañía de aquella francesa.

Al terminar la cena, apareció una compañía de máscaras para representar una comedia. Luego aumentó el número de los músicos de la galería y despejaron la sala para el baile.

Monsieur de la Bourdonnaye invitó a la esposa de Camilo Petrucci, en tanta que éste buscaba con la mirada a Madame. Observó que Colombino se le había anticipado mas como lo quería como a su hermano, sonrió acerca de aquel acto que en otro le hubiese molestado. Y si bien dejó de sonreír viendo que el capitán y la dama habían abandonado la sala, por lo menos no hizo las mismas suposiciones que Malavolti le comunicó al oído:

—Nuestro capitán y esa francesa se aficionan demasiado uno al otro.

—No hay motivo para ningún escándalo —contestó Petrucci, meneando su morena cabeza—. Conozco el estado actual de Colombino y sé que no tiene humor para la galantería.

—Eso precisamente es lo más grave.

—¿Por qué?

—¡Dios mío! ¿Tan obscuro os parece? ¿Acaso ignoramos el verdadero propósito del francés en Siena?

Petrucci le comprendió entonces, pero se rió.

—Colombino está comprometido con nosotros.

—Pero muy a su pesar, como recordaréis. No siente entusiasmo. Éstas fueron, sus palabras. ¿Empezáis a sospechar por qué? Quizá en otro servicio encontraría mejores ventajas.

Petrucci frunció el ceño algo molesto. Aparte de su rivalidad política con Malavolti, éste le importaba muy poco.

—Colombino está comprometido con nosotros —replicó en tono significativo.

—Pero el francés puede sobornarlo para que rompa el compromiso.

—Querréis decir que puede intentarlo.

—Y conseguirlo. Porgue en resumidas cuentas un mercenario es un mercenario.

—Y por lo tanto, no tenía necesidad de atarse con nosotros, aunque sea sienés. Pero como se ha comprometido, no hay más que hablar. Si ahora rompiese con nosotros, traicionaría al Estado, y Colombino no es traidor.

—Pero sí hijo de un traidor. Y esas cosas se heredan.

Petrucci se enojó y no trató de disimularlo.

—Colombino es amigo mío, de modo que quien lo insulte me insulta a mí. ¿Querréis tenerlo presente, Malavolti?

—Lo haré. Sin embargo, vigilaré a ese hombre. Este asunto es demasiado grave para que nos contentemos con suposiciones. ¿Por qué va Colombino con esa dama? ¿Y por qué La Bourdonnaye muestra tal indiferencia ante una desaparición que lo pone en ridículo? ¿No os parece eso muy claro? ¿No creéis que ella habrá sido comisionada por su marido para llevar a cabo lo que él no osa hacer abiertamente?

—¿No es posible que ella esté encargada de trastornar el sentido de nuestro capitán? Hay hombres a quienes el oro no decide a emprender el mal camino, pero en cambio, lo seguirían tras de una mujer.

Petrucci hizo un esfuerzo para conservar la calma.

—Empezasteis por decir que el asunto es demasiado grave para andar con suposiciones. Pero ¿qué otra cosa me estáis diciendo? Para haceros caso seria preciso tener una mente tan pervertida como la vuestra.

Giró sobre sus tacones dejando a Malavolti sonriendo, pero con el ceño fruncido.

Fuera, en la terraza, limitada por unos balaustres que daban al hermoso jardín de la parte posterior del Palacio Comunal, Colombino andaba al lado de la condesita. No tenía siquiera la excusa del calor estival, porque estaba ya cerca el otoño y el aire era muy fresco. Pero Madame de la Bourdonnaye hacia tan poco caso de él como de las conveniencias sociales que habían de condenarla. Andando junto a su alto y fornido compañero, se lo contó todo, porque según confesó, así lograba dos fines a un tiempo. Gracias a su aparente obediencia, se ponía al abrigo de la crueldad de su esposo, y al mismo tiempo dejaba en seguridad su honor y su conciencia.

Las sospechas que Colombino sintiera acerca de los propósitos del enviado extraordinario quedaron olvidadas por el cuidado que le inspiraba la dama. Pero cuando empezó a expresarlo, ella lo contuvo diciendo:

Monsieur Colombo, he tenido necesidad de representar una pequeña comedia con vos. La casualidad me ha permitido hacerlo honestamente. Y no deseo ser objeto de vuestra compasión.

—Pues yo soy hombre ambicioso, Madame, y aspiro a las espuelas. Las aguardo con impaciencia, y mientras tanto, hago cuanto puedo para practicar, si es posible, las virtudes propias de los caballeros.

—Si yo no hubiese notado eso, Monsieur, nunca empleara tal franqueza con vos. Os doy gracias con todo mi corazón, por vuestra cortesía y paciencia. Me acordaré de ellas y de vos. Ahora volvamos a la sala.

—Quiero pediros antes el favor de recordaros que si alguna vez me necesitáis, estoy dispuesto. Os doy mi palabra de ello.

Al mismo tiempo aplico sus labios a le lastimada muñeca.

A los ojos de la condesa asomaron las lágrimas y sus labios delicados se entreabrieron con la más tierna sonrisa, al contemplar la inclinada cabeza de su interlocutor, cuyo cabello leonado estaba envuelto en una redecilla de oro, adornada por diminutas piedras preciosas que centelleaban débilmente a la luz de la luna.

Muchas miradas curiosas observaron su regreso a la sala brillantemente iluminada; desde los ojos escrutadores de la Bourdonnaye a la desdeñosa mirada de Caterina Squillanti. La insolente belleza manifestó sus observaciones a Silvio Pecci, quien como de costumbre, se hallaba a su lado.

Quien la viese, diría que es una gatita mansa. Mas para ciertas cosas tiene el valor del león. No hay ninguna francesa virtuosa.

—A mi juicio tampoco tienen buen gusto —contestó Silvio riéndose.

La joven marquesa lo miró con las cejas arqueadas.

—¿Acaso, Silvio, os parece mal Colombino? A mi juicio es un hombre demasiado guapo y distinguido para dedicarse a semejante muñeca.

—Lo decís con el solo objeto de vejarme —ceceó el elegante—. Tiene estatura y fuerza, cosas necesarias en su oficio. Pero no es más que un ilota que se alquila, un advenedizo que muestra una arrogancia, una brusquedad y un mal olor que parece proceder del establo. —Y con un gesto, de repugnancia, se llevó un pomo de olor a la nariz, como si mentalmente evocase aquel hedor ofensivo—. No es un hombre a quien mi celestial y refinada Caterina pueda describir como elegante y distinguido.

—¿Acaso teméis que os dé motivo de celos? —preguntó ella frunciendo insolente los labios.

—Siempre. Ése es mi temor constante. Pero no cuando se trata de ese capitán fanfarrón. Es un tipo apropiado para las francesas y deseo a la condesa que se divierta mucho con él.

—No aspiraba a tanto Monsieur de la Bourdonnaye, pero una vez de regreso, aquella noche, en el palacio Salimbeni, reconvino ásperamente a su esposa.

—Lo que deseaba de vos, Madame, era que dieseis la ilusión, pero no la realidad. Vos y ese fanfarrón sienés os habéis burlado de mí.

—Me he limitado a cumplir vuestras instrucciones —contestó ella.

—¿Mis instrucciones? ¿Habré de maldecir siempre el día en que me casé con una tonta?

Ante tal injusticia estúpida, ella se sintió dominada por incontenible impulso de rabia. Y la emoción, precisamente por ser rara, se mostró más violenta y le dio valor para contestarle desdeñosa:

—Si creéis mancillado vuestro honor, hay un modo fácil de remediarlo. No dudo de que Messer Colombo os dará con mucho gusto una satisfacción.

—¡Muy bien! —exclamó él, poniéndose lívido—. De modo que no lo dudáis, ¿eh? —Se acercó y dominando a su esposa con su corpulencia, ya que no gracias a la estatura, porque casi tenía la misma que ella, exclamó—:

—¿Qué pasó entre vosotros dos a la luz de la luna?

Aunque aterrada y temiendo ya un golpe, se permitió el lujo de desafiarlo.

—Me besó la muñeca lastimada, diciéndome que si algún día lo necesito, recuerde que él aspira a ser armado, caballero.

Luego extendió hacia su esposo la mano magullada. Por un momento, él se quedó asombrado ante aquella audacia y la miró airado. Luego, de pronto, se echó a reír, dio media vuelta y la dejó.

* * * *

III

MONSIEUR de la Bourdonnaye estaba muy contento al salir de la estancia, creyendo que había alcanzado ya su objeto. El resto tenía relativamente poca importancia.

Durante tres días estuvo esperando la que, según creía, era una consecuencia inmediata, es decir, la llegada de Colombino, como mariposa que se acerca a una bujía en busca de Madame la comtesse. Pero luego, como el tiempo era precioso para él, se impacientó:

—Ese gallito sienés es un mal galanteador, a pesar de su charlatanería, o bien la prudencia lo vuelve esquivo. Un francés, en su lugar, habría venido al día siguiente. Pero esos italianos…

—¡Lléveme el diablo si llego a comprenderlos! Sin duda, en castigo de mis pecados, he sido enviado a Italia. —Sentóse muy enojado, mientras miraba, a su esposa, que ocupaba el extremo opuesto de la mesa—. Bueno —exclamó de repente—, ¿no tenéis nada que decir?

—¿Qué… qué queréis que os diga? —exclamó ella sobresaltada.

—¡Oh, nada! Nada. Pero podríais hacer algo —añadió revolviéndose—. Hoy mismo haréis una visita al capitán.

—¿Yo? —preguntó ella con los ojos desorbitados por la sorpresa.

—No os alarméis. No quieto indicar que vayáis sin compañía. Mi presencia contendrá su ardor amoroso. He de hablarle. Y como a pesar de vuestras insinuaciones no quiere venir aquí, será preciso ir a verle.

—Pero si vais vos, ¿para qué me necesitáis?

—Porque si fuese solo, Siena entera se figuraría lo que a mi no me cuadra. En cambio, si me acompañáis, la visita parecerá de cortesía. Un viaje de placer a sus viñedos.

Salieron cosa de media hora más tarde. La condesa ocupaba una litera que llevaban dos mulas, con las cortinas de cuero recogidas para que todo el mundo pudiese verla. El conde la seguía a caballo, y a su vez era seguido por dos lacayos.

Un pilluelo que estaba tendido y dormido en una puerta frontera al palacio Salimbeni se despertó de repente en el momento en que la pequeña comitiva daba vuelta a la esquina y echó a correr tras ella.

Siguiendo estrechas calles, apenas concurridas a aquella hora, inmediata a la comida, el grupo llegó a la Porta Tufi y al Convento de los Olivetani y así salió de la ciudad. A pesar del calor de la tarde subieron las pendientes de Montasco, llenas de campesinos que se ocupaban en la vendimia, y llegaron a la alameda de naranjos y de limoneros, y luego a la cuadrada casa que ocupaba la altura.

En el patio, donde algunos hombres de armas hacían guardia, como si se tratara de una vivienda regia, los lacayos se apresuraron a hacerse cargo de los caballos.

A la fresca sombra del zaguán, pavimentado de mármol, había un joven chambelán, vestido de negro y que llevaba una cadena de oro en el pecho.

Al ver a los visitantes, se apresuró a mandar un paje, con, objeto de anunciarlos. Luego, para escoltarlos. Hasta la augusta presencia del gran condottiero, llegó un individuo corpulento y jovial, magníficamente vestido y cuyos ojos negros brillaban alegres; aquel hombre hablaba francés como un gascón, y según explicó, era un capitán español al servicio de Messer Colombo.

Aquello impresionó mucho al francés, pero sobre todo, se maravilló al verse en presencia de Colombino, que ocupaba una sala principescamente alhajada y adornada con todo lo que podía proporcionar el arte italiano. El condottiero, alto y guapo, cubierto con una hopalanda carmesí, bordada de oro, le dio la bienvenida a Montasco con toda la urbanidad y cortesía propias de un príncipe. Luego se manifestó profundamente honrado por su visita e inclinó la cabeza sobre la mano de la pálida y asustada condesa.

Pasó una hora en cumplidos, cortesías y conversación de poca monta, en la cual don Pablo, a quien Colombino había retenido, tuvo una alegre intervención. La Bourdonnaye empezó a impacientarse, porque la presencia del español imposibilitaba toda conversación confidencial. Por esta razón inventó un interés repentino por la viticultura, cosa en resumidas cuentas muy natural en un francés. Aludió al trabajo que había, observado en los viñedos de Mecer Colombo y solicitó el favor de que se le permitiese visitarlo. Madame estaba algo fatigada, de modo que sería una falta de consideración llevarla allí. Más valía que se quedase en la casa, entretenida por don Pablo.

Pero no hablaron de vinos ni de viticultura. El conde empezó, como era propio de un francés, por dirigir un cumplido a Monsieur Colombo por sus grandes hechos de armas y por su reconocida pericia en el arte de la guerra, así como por la magnífica organización y equipo de la Compañía del Palomo. Casi pasmado, aludió a la derrota que Monsieur Colombo había infligido en Rávena al ejército veneciano, y protestó, con la mayor elocuencia, de la alta estima en que el rey de Francia tenía a Monsieur Colombo.

Después de ese preámbulo pasó a tratar de asuntos más interesantes.

Sería franco. La guerra era inevitable en Nápoles, tan pronto como hubiese pasado el invierno, pues entonces el rey de Francia apoyaría naturalmente al candidato de Anjou. Monsieur de la Bourdonnaye estaba en Italia para preparar el terreno. De la municipalidad de Siena no podía obtener ninguna satisfacción: Petrucci, Piccolomini, Malavolti y los demás patricios le daban evasivas cada vez que intentaba tratar del asunto. La deducción era muy clara y nada sorprendente. Su Santidad el Papa estaría al lado de Aragón y la imprudencia de Piccolomini en Siena arrastraría a la República al bando del Papa o por lo menos, le haría guardar la neutralidad.

Eso, desde su punto de vista era lamentable pero en resumidas cuentas, una vez declarada la guerra, lo que importaba no era el apoyo político, sino al número de yelmos y el hombre que había de mandarlos. Anjou, como sin duda ya sabía Monsieur Colombo, había contratado a Piccinino y a su compañía. Si a tan formidable apoyo Anjou pudiese sumar el de Colombo da Siena y el de la Compañía del Palomo, ninguna ansiedad habría de turbarlos acerca del resultado.

Al llegar a aquel punto, Colombino lo interrumpió.

—Os doy las gracias por vuestros cumplidos, pero si venís con objeto de hacerme una proposición, habéis llegado demasiado tarde, como ya tuve el honor de informaros. Estoy comprometido con Siena.

—¡Lo sé, lo sé! Así como también conozco las condiciones y la extensión de ellas. Pero como ya os dije, un contrato de esta naturaleza puede ser denunciado con un mes de anticipación. Sed paciente, Monsieur Colombo, y escuchad lo que ofrece el rey, mi señor.

Hizo una pausa, poniéndose ante Colombino con las piernas abiertas, la mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás. Luego dijo:

—La proposición consiste en el contrato de un año, mediante el estipendio de doscientos mil ducados, y en caso de alcanzar éxito en la campaña, se os concederá el feudo de Benevento, con el título de conde. Esa oferta, señor conde de Benevento, pondrá una corona en vuestra carrera.

Fue evidente el sobresalto de Colombino al oír aquella asombrosa proposición. Monsieur de la Bourdonnaye creía que no faltaba más que la firma, y con grande asombro y disgusto por su parte, el soldado, una vez recobrada la calma, meneó la cabeza despacio.

—No habéis exagerado la munificencia de vuestro Rey, señor. Y puedo deciros que me lisonjea mucho. Sin embargo, debo repetiros que ya estoy comprometido. Por lo tanto, no hablemos más de eso.

La Bourdonnaye palideció en extremo y su respiración se hizo más rápida.

—Supongo que no vais a reparar en un escrúpulo legal para rehusar una grandeza raras veces alcanzada por un condottiero que os doble los años.

—¿Un escrúpulo legal? —contestó Colombino riéndose—. ¿No habéis oído hablar de Carmagnola, y de cómo acabó en Venecia, a consecuencia de un caso parecido?

—No hay comparación posible. Aquello fue una traición.

—No se logró probar nada contra él porqué ni siquiera se celebró el juicio. Lo llevaron engañado, alejándolo de la protección de su ejército y le cortaron la cabeza. Fue un asesinato político. Y aquí mismo, en Siena, tenemos el caso de Gisberto da Correggio, un condottiero como yo, que se hallaba a sueldo del Estado. Por suponérsele culpable de haberse comunicado con el enemigo, el Consejo le envió una cortés invitación para que asistiera a una conferencia. Él acudió sin sospechar nada y casi sin escolta. Le dieron puñaladas hasta matarlo, en la misma Cámara del Consejo, por orden de mi amigo Petrucci. Así se hace en Italia con los capitanes de fortuna que no observan el espíritu y la letra de sus compromisos.

—Pero si vos teméis…

—¡No, no! —le interrumpió Colombino—. No he dicho eso, señor. No sería cierto. Simplemente he querido demostraros lo que sucedería si yo fuese lo bastante bajo para ceder a la tentación de una oferta de munificencia nunca vista. Mi deber, señor conde, según yo lo concibo, estriba en servir a Siena, y os digo clara y terminantemente que no quiero separarme de ese deber.

Monsieur de la Bourdonnaye estaba desesperado. Ya no erguía la cabeza, sino que la inclinó ante su huésped. Pero decidió hacer el último esfuerzo para obtener siquiera algo.

—Ya veo que seria inútil hacer presión en vos para que toméis el servicio de Anjou. Pero si no queréis servir con nosotros accederéis, por lo menos, a no actuar contra nosotros. ¿Queréis permanecer inactivo durante la campaña, fingiendo enfermedad o lo que os parezca mejor? —y antes de que Colombino pudiese contestar añadió—: A cambio de esta neutralidad, si Anjou alcanza la victoria, recibiréis el condado de Benevento. Estoy autorizado para prometéroslo en nombre del rey de Francia.

Colombino, irguiendo su alta estatura y haciendo gala de su vigoroso cuerpo, miró al conde sonriendo.

—¿Tengo aspecto de enfermo? ¿Os figuráis que los Quince dudarían un momento acerca de la naturaleza de mi dolencia? —Tomo al francés por el brazo, y haciéndole dar media vuelta, se dispuso a regresar a la casa—. Señor conde, no malgastéis más vuestro tiempo esforzándoos en tentarme.

Con gran dificultad, Monsieur de la Bourdonnaye contuvo su cólera. Aquel fracaso, después de otros muchos, caracterizaba de tal manera los malos resultados de su misión, en Italia, que no se sintió con fuerzas para aceptarlo.

—Por lo menos, señor, reflexionad acerca de lo que os he dicho. Mi oferta no se puede rechazar a la ligera. Quizá se abrirá algún camino. Id a verme a Siena y hablaremos de nuevo.

—Sería mucho mejor —contestó Colombino meneando cabeza— que ya no nos visitásemos más, Monsieur. Vuestra venida a Montasco no ha sido muy prudente. Podéis tener la certeza de que los Quince no la ignorarán, y a partir de lo ocurrido con Gisberto da Correggio, no es mucha la confianza que se tiene en los capitanes de fortuna. Con frecuencia inspiramos recelos y a mí no me gustan los peligros infructíferos.

Tan Justificados estaban sus temores, que en aquel momento no era el único que aludía a Gisberto da Correggio, porque en su casa de Siena, Camilo Petrucci escuchaba a Malavolti, que había ido a visitarle haciéndose acompañar por Antonio Piccolomini.

—Esos capitanes de fortuna son todos de la misma raza —exclamaba el patricio—. ¿Quién parecía más digno de confianza que Gisberto da Correggio?, y os aseguro que ese Colombino tenemos a otro Gisberto.

—Antes de creeros necesito pruebas de ello —contestó Petrucci.

—Si no os basta la de que el enviado francés ha ido a visitarle a Montasco… ¿Para qué, si no, se daría tantas molestias Monsieur de la Bourdonnaye?

—Realmente es sospechoso —convino Piccolomini—. Supongo que convendréis en ello, Camilo.

—No estoy de acuerdo. Vos mismo habéis recibido a la Bourdonnaye, y vos también, Malavolti. ¿Acaso por esta razón habremos de creer que estáis conspirando con Francia?

—Nosotros somos miembros de los Quince, es decir, de las personas más apropiadas para recibir la visita de un embajador. ¿Y con qué objeto fue a vernos? Para seducirnos a fin de que nos declarásemos en favor de Anjou. ¿No habrá ido a hacer lo mismo en Montasco?

—Suponedlo, si queréis. ¿Qué más? ¿Sucumbisteis vos, Malavolti? ¿Y vos, Antonio? ¿O alguno de nosotros? ¿Por qué habría de ceder Colombino? ¿Qué derecho tenéis, para sospecharlo?

—Porque conozco a esa gente y la venalidad de los soldados que se alquilan a uno y a otro. Pero ya veo que no haréis caso de ningún aviso hasta que sea demasiado tarde.

—Por lo menos seria prudente vigilar sus movimientos —aconsejó Piccolomini, que temía una explosión.

—Hacedlo si queréis —contestó Petrucci con acento de fatiga—. Pero no vengáis a molestarme con vuestras tontas suposiciones contra un hombre a quien yo conozco como la esencia de la lealtad.

—¡El hijo de Terrarossa! —exclamó Malavolti, levantando los ojos al techo.

—Si, el hijo de Terrarossa, según decís —contestó Petrucci dirigiéndole una severa mirada—. ¡Ojalá estuviera tan seguro de vuestra propia lealtad, Malavolti!

El rostro aguileño de éste se sonrojó porque en lo más profundo del alma de aquel hombre, el primero entre los patricios de Siena, había grandes impulsos de ambición. Y ante los ojos severos de Petrucci se preguntaba si alguna vez había pronunciado una palabra o llevado a cabo algún acto imprudente que hubiese dejado traslucir sus aspiraciones.

—¿Os atrevéis a decirme eso? —exclamó con voz áspera.

—Vamos, no os enojéis —contestó Piccolomini interviniendo. Luego tomó a Malavolti por el brazo—. En nombre de Dios, ¿vais a pelearos por este motivo? Pero en fin, cuando tengamos algo más que una sospecha, vendremos a veros de nuevo.

—En tal caso habré de esperar hasta la eternidad —contestó Petrucci mientras salían.

* * * *

IV

MONSIEUR de la Bourdonnaye volvió a Siena de muy mal humor, buena parte del cual desahogó en su mujer.

Su fracaso con Colombino, que parecía definitivo y que seguía a otros fracasos en el cumplimiento de su misión, le indicaba la necesidad de regresar inmediatamente a Francia. El rey, su señor, no haría caso de sus explicaciones ni le excusaría el hecho de no haber tenido suerte. Quienes sirven a los reyes han de ser dueños de su propia fortuna. Y el conde no vio ante él sino la probabilidad de caer en desgracia.

Amargamente atribuyó a su esposa la culpa de su mal éxito. Díjole que no había hecho el apropiado uso de sus naturales atractivos. Y si a causa de su comportamiento con Colombino puso en ridículo a su marido a los ojos de los sieneses, no supo, en cambio, aprovecharse de su propia conducta. Una mujer inteligente, sin esforzarse tanto como ella, habría vuelto loco a aquel joven hasta convertirlo en su esclavo. Terminó deseando informarse de la utilidad que su esposa tenía para él, y luego se reconvino a si mismo por haberse casado con semejante tonta. Ella resistió en silencio aquellas infames reconvenciones. Estaba segura de que cualquier día perdería la razón pero hasta entonces había de soportar su cruz como le fuera posible.

—Ha llegado el final —anunció él—. Aquí he fracasado, como, gracias a vos, he fracasado en todas partes. Si fuese cobarde no regresaría a Francia, porque Dios sabe lo que me dirá el rey. Pero ya en, Siena no tengo más que hacer. Por consiguiente, lo mejor será que nos marchemos.

Al hablar se dirigió a la puerta, y en el umbral se detuvo en espera de alguna réplica que le permitiese seguir desahogando su malhumor. Pero como no oyese nada, salió, rabioso.

Mas aún no había llegado al fin, según dijo, Mientras sus criados hacían el equipaje, el conde de la Bourdonnaye maldecía a Colombino, a quien después de la condesa, juzgaba autor de todos sus males. Puesto que aquel sujeto no quería servir a Anjou, por lo menos podía haberle prometido no guerrear contra él. Su negativa a permanecer neutral favorecía en extremo al partido de Aragón, pues Monsieur de la Bourdonnaye ya no tenía ninguna duda de que Siena, siguiendo las indicaciones del Santo Papa, acabaría por poner sus fuerzas al lado de las de Aragón. No era mucho haber solicitado la neutralidad y grande fue el precio que ofreció. Pero aquel advenedizo le contestó con una negativa y casi se rió de su oferta.

Mas en su malhumor, tuvo una inspiración. Si no podía obligar a Colombino a servir donde él quería, por lo menos podía alcanzar su neutralidad. Muy sencillo. De un modo u otro era preciso quitarlo de en medio.

Quedaba desde luego su compañía, que según se había enterado componíase de unos cuatro mil hombres. Mas a pesar de su número, sin la dirección de Colombino, perdería una gran parte de su valor. Y aun era posible que una vez hubiese conseguido quitar de en medio a Colombino, uno de sus tenientes lo sucediese en el mando; con él, tal vez fuese más fácil llegar a un acuerdo, porque Sangiorgio era florentino y Caliente español, de modo que ninguno de los dos tendría motivos sentimentales para guardar fidelidad a Siena y ninguno de ellos tampoco se consideraría obligado con la República.

Empezaron a renacer sus esperanzas y resolvió acostarse para decidir el plan a la mañana siguiente. Más que nunca necesitaba la colaboración de su esposa. Y a fin de obtenerla, la buscó y la halló sola en la mezzanine. Acercóse a ella y por unos momentos le dirigió su dominadora mirada. Luego habló en tono burlón:

—Me dijisteis algo acerca de la promesa hecha por vuestro capitán, cuando os besó la muñeca lastimada. ¿No fue acaso que en cualquier necesidad habíais de recordar que él aspira a ser armado caballero? ¿Fue así?

—En efecto —contestó ella.

—Bien. Pues ya lo necesitáis. Haréis el favor de mandar aviso a ese espejo de la caballería.

—¿Yo? —exclamó ella extrañada.

—Como os lo he dicho. ¿Acaso añadiréis la sordera a vuestras dolencias restantes?

—¿Qué os proponéis? —preguntó la pobre mujer.

—¿Sentís cuidado por vuestro ardiente caballero y valeroso campeón? Nada tenéis que temer, porque no me propongo hacerle ningún daño. Escuchadme, Valérie —añadió, sentándose muy cerca de ella—: En cuanto amanezca, saldremos hacia Livorno, donde nos espera un barco para llevarnos a Francia. Si no quiero volver fracasado, para arrostrar la cólera del rey, el deshonor y Dios sabe si algo más, he de hacer algo. Ya lo comprenderéis. Lo que espero conseguir es muy poco, en comparación con lo que el rey espera. Pero, en fin, es algo y me evitará tener que volver con las manos vacías. Ya que no puedo obligar a Colombo a que entrar al servicio de Anjou, por lo menos le impediré que pase al de Aragón. —Apoyó la mano en la rodilla de su esposa y continuó—: Hacedme el favor de mandarle un mensaje para que venga esta misma noche y, en tal caso, nos acompañará a Francia.

—¿Y cómo? —exclamó ella esforzándose en vano por levantarse.

—¿Acaso no tenéis medios de obligarlo y de que os siga hasta el fin de la tierra?

—Bien sabéis que él no lo haría. ¿Por qué os burláis de mí?

—Si él no se muestra sensible, buscaré el medio de obligarle. Todo lo que necesito es que le mandéis el mensaje esa misma noche.

—¿Os proponéis sumirlo en la ruina y en el deshonor?

—Al punto a que han llegado las cosas, sólo puede ocurrir su ruina o la mía, y, como es natural, prefiero la suya.

—Es posible que no estéis de acuerdo conmigo, pero eso no importa.

—¿Por qué he de estar de acuerdo con vos? —exclamó ella—. Messer Colombo nunca me ha hecho daño alguno.

—¡Ah! —exclamó él, haciendo esfuerzos por no golpearla—. Me acordaré de esas palabras, Madame. Cualquier día ajustaremos cuentas. Pero, ahora —añadió, poniéndose en pie, venga la carta.

—Se dirigió a un pupitre, contiguo a la ventana e inmediato a un alto biombo de cuero, de color pardo y adornado por dorados arabescos. Abrió un cajón y de él sacó recado de escribir algunas hojas de pergamino, un cuerno de tinta, una caja de arenilla, cera, seda, plumas y un cuchillo muy afilado para cortarlas.

—Venid, señora. —Pero como viera que ella estaba indecisa, gritó:

—¿Venís o habré de ir a buscaros?

Maldiciéndose por su obediencia, ella avanzó arrastrando los pies y se, dejó caer en la silla que su marido le ofrecía. Éste le acarició el hombro, cosa que aun le parecía tan aborrecible que sus insultos, y luego el conde añadió:

—Vamos, Valérie. Debéis ayudarme en esta necesidad y tanto en beneficio vuestro como en el mío. Ahora, escribid —dijo, poniéndole la pluma en la mano, y dictó lo siguiente:

Messer Colombo:

Hallándome en un gran peligro y necesidad, recuerdo las palabras que pronunciasteis y también que aspiráis a ser armado caballero. El apuro en que me veo es muy grande, porque, de lo contrario, no recurriría a vos. Gracias a la hidalguía, de vuestra naturaleza y en nombre del honor a que aspiráis, os ruego que vengáis a verme a la cuarta hora de la noche.

Nos disponemos a marchar de Siena. Mi marido me ha precedido en su viaje a la costa, porque, de otro modo, no podría solicitar vuestro auxilio. Venid solo y en secreto, sin informar a nadie. Si no podéis hacer eso, valdrá más que, por mi honor, os abstengáis de acudir a la cita. Os mando la llave de la puerta del jardín. Por este camino nadie os verá. Os esperaré en el jardín.

Al terminar la carta, el conde puso la llave sobre la mesa.

—Metedla en la misiva, pero antes firmad.

—Mientras ella obedecía maquinalmente y prorrumpió en sollozos de dolor y de miedo, él sonrió observando el carácter de letra irregular, diciéndose que aquello daría mayor veracidad a la carta. Pero cuando la pobre mujer se disponía a firmar, sintióse decidida a no hacerlo y, arrojando la pluma, se puso en pie. Luego quiso apoderarse de la hoja de pergamino, pero él adivinó su propósito y la contuvo agarrándole la muñeca.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Que no quiero firmar! No quiero ser cómplice de vuestra infamia.

—¡Firmaréis! —contestó él—. ¡Cómo hay Dios en el cielo, firmaréis! —añadió con fría cólera—. ¡Ahora sentaos y firmad!

Y así, a la fuerza, obligó a la pobre mujer a sentarse.

* * * *

V

LLEGÓ tal carta a manos de Colombino al obscurecer y lo conturbó en extremo. Poco menos de una hora antes Sangiorgio había llegado de Siena, para darle cuenta de los desagradables rumores que por allí corrían.

—Se asegura que os habéis vendido a los franceses y que a pesar de vuestro compromiso con los Quince, si estalla la guerra os pondréis al lado de Anjou. Es muy desagradable. En una taberna inmediata a Sant’Ovile rompí la mandíbula a un individuo, por haber asegurado que vos erais otro Gisberto da Correggio. Estoy seguro de que, por lo menos, en dos meses no podrá decir otra mentira.

—Pero ¿por qué dicen eso? —exclamó Colombino, asombrado.

—Os han visto demasiadas veces en compañía del enviado francés. Tal es su explicación. Saben que vino a veros aquí, en Montasco. Y los maliciosos de Siena no pueden creer que la visita fuese inocente.

Colombino dio un suspiro al recordar a su padre. Siempre, a causa de los pecados de su progenitor, había de luchar con la desconfianza.

—Llévese el diablo esos rumores —gruñó al fin—. Ya se callarán algún día.

—Si, pero, mientras tanto, sed discreto. Y ahora que sabéis lo que ocurre, no os relacionéis más con ese francés.

—Ésa es mi intención y así se lo he comunicado.

Pocos instantes después de esa conversación llegó la carta de la condesa. Colombino reflexionó y luego dio orden al chambelán para que introdujese al mensajero, que era un lacayo sin librea. Le interrogó minuciosamente, pero no pudo averiguar sino que aquel individuo había recibido la carta de manos de la condesa, con orden de darse prisa y, que el conde habíase dirigido ya a la costa para embarcar.

Colombino le despidió y luego siguió entregado a sus reflexiones. Tenía ya ciertos presentimientos desagradables. Dados los rumores que circulaban acerca de él, si se llegara a saber que había ido en secreto y por la noche a visitar a Madame de la Bourdonnaye, ni siquiera la ausencia de su marido podría impedir a sus acusadores creer que en ello había una prueba de sus sospechas. Se imaginarían que la condesa obraba en beneficio y en nombre de su marido, y que la partida de éste, el mismo día, no fue más que un movimiento estratégico para ocultar sus planes. Con menos pruebas que ésta, Gisberto da Correggio fue condenado a muerte. Y, en definitiva, sabiendo que ya una vez la Bourdonnaye quiso utilizar a su esposa, quizá no careciesen de fundamento las imaginaciones de sus enemigos.

Pero, por otra parte, se compadecía de aquella desgracia. Recordó su lastimada muñeca y ante sus ojos surgió asimismo la imagen de Samaritana. El deseo de servirla, aunque ella jamás pudiera enterarse de su servicio, el honor de ser armado caballero a que aspiraba y al que se aludía en la carta, la hidalguía que le obligó a prometerle su auxilio, le impelían a acudir en su socorro.

Por fin pidió su caballo y sus armas, y se alejó cuando ya anochecía.

Durante el viaje frenó tres veces su caballo, para prestar oído, porque le pareció demasiado persistente el eco de los cascos de su montura y eso en el lugar en que, en otras ocasiones, nunca lo oyera. También se dijo que, en ninguna ocasión, había tenido oportunidad para observarlo, porque jamás pasó por allí solo y en plena noche. Y, sin embargo, persistió la sensación de que era seguido.

En la Puerta Tufi, ya cerrada cuando llego a ella, su identidad resultó un pasaporte suficiente. Dejó en el puesto de vigilancia su caballo sudoroso y, a pie, atravesó las siguientes calles, hasta su destino. Estaba a punto de dar la cuarta hora, es decir, que faltaba otra para la medianoche cuando entró en la estrecha calle que había detrás de la Vía Flavia.

La llave entró suavemente en la cerradura y la alta puerta del jardín giró silenciosa sobre sus goznes. Entró, cerró, de nuevo y prestó oído entre los arbustos. Los pasos de alguien en el callejón le renovaron la sospecha de que era seguido. ¿Acaso el desconfiado Consejo vigilaba sus movimientos, como consecuencia de los rumores comunicados por Sangiorgio?

Pero no pudo contestarse porque, casi en seguida, se oyó un leve chasquido a corta distancia. Divisó una sombra a su lado, una mano ligera le tocó el brazo y pudo oír la voz queda de Madame de La Bourdonnaye.

—¡Dios os premie por haber accedido a mi ruego, Monsieur Colombo! Venid.

La casa estaba envuelta en la oscuridad, a excepción de una luz que brillaba en una de las ventanas de la mezzanine pero en el recibimiento ardían unas bujías, para alumbrar la ancha escalera, que ella subió en silencio. Colombino la siguió de cerca. La tranquilidad reinante en la casa era natural en una hora en que todo el mundo debía de estar durmiendo. La larga estancia de la mezzanine, adónde ella lo llevó, resplandecía de luz, de modo que Colombino se quedó deslumbrado un momento. Vio dos candelabros dorados, en cada uno de los cuales ardía una docena de bujías. La iluminación le parecía excesiva.

Después de cerrar la puerta, se volvió para mirar a la Condesa. Y, en el acto, el corazón, le dio un salto. Las mejillas de la pobre mujer estaban pálidas en extremo, los ojos hinchados de llorar y con ojeras que acentuaban su brillo. Además, ella se estremecía con tanta violencia, que apenas podía tenerse en pie y oprimía su mano sobre su agitado pechó. Él dio un paso para acercarse a la condesa.

—Calmaos, Madame. Os ruego que os tranquilicéis. Estoy aquí para serviros, cualquiera que sea vuestra necesidad.

Colombino vestía unos calzones de piel y un jubón del mismo material, abrochado hasta la barba y que cubría una ligera cota de mallas. Se quitó la capa de color azul oscuro, que dejó a un lado, junto con el sombrero, como disponiéndose a lo que ella pudiera ordenarle.

—Decidme lo que deseáis de mí, Madame.

Ella quiso hablar, pero su voz era ronca e inarticulada. Luego lo llamó con un ademán, llevándolo hacia el pupitre. Entonces se hizo a un lado, señalando, Con la mano temblorosa, el espacio que había detrás del gran biombo de cuero.

Él, obediente, se dirigió allí. Volvió la cabeza para dirigirle una mirada interrogadora y luego, resuelto, avanzó una vez más.

Detrás del biombo yacía el conde de la Bourdonnaye; en sus azules labios aparecía una sonrisa y sus vidriosos ojos estaban fijos en el pintado techo.

Colombino dobló una rodilla al lado del cadáver y se convenció de que estaba bien muerto. Vio el pecho de su jubón empapado de sangre y del lado izquierdo sobresalía el mango de marfil de un puñal. Colombino lo extrajo de la herida y vio que era simplemente un cortaplumas de hoja corta, aunque suficiente para haber llegado al corazón del conde.

Púsose en pie y volvió al lado de la condesa, a la que contempló atentamente y como notase que se tambaleaba, fue a rodearle los hombros con su brazo. Por un momento la sostuvo así, estremecida y llorosa, y luego la llevó a un alto sillón, obligándola a sentarse. Sobre la mesa inmediata a aquél se sentó a su vez, frente a la condesa y le dijo:

—Tranquilizaos, Madame. ¿Cómo ha ocurrido eso? Decídmelo.

La pregunta que ella le dirigió le dio la respuesta.

—¿Qué hacen en Italia con los parricidas? ¿Qué pena dan, a las mujeres que matan a sus maridos? ¿Las condenan a la hoguera?

—¿De modo que lo habéis muerto vos? —exclamó él, como si el hecho fuese vulgar a más no poder—. Eso no sorprendería a nadie que lo conociese y que estuviese enterado del trató que os daba. Pero ¿qué es eso? —añadió, cogiéndole la mano izquierda, por haber notado huellas de otra brutalidad.

Entonces ella, con voz, quebrantada al principio por los sollozos, pero que luego se hizo más firme, le refirió los sucesos de aquella tarde, hasta el punto en, que, enloquecida por el dolor y por la brutal insistencia de él, sin saber lo que hacia, tomó el cortaplumas y se lo clavó en el pecho. No se proponía matarlo y, en realidad, lo hizo sin ninguna intención definida, puesto que obró ciegamente.

Él la tranquilizó, le dio palmaditas en el brazo y en la cabeza, como pudieran haber echo un padre o un hermano.

—Cayó donde está, detrás del biombo. Yo me senté, aterrada, ante el pupitre hasta que al fin, me convencí de que estaba muerto, después de temer que se levantara de pronto y me matara. Luego entró un criado, preguntando por él. Y yo le dije que había salido, y que estaría ausente uno o dos días. Además me di cuenta de mis propias palabras. Luego observé que ya sentía otro temor. La carta traidora que me hizo escribir estaba ante mí y, si antes fue falsa, el azar la había hecho verdadera, pues me hallaba, realmente, en un gran apuro. La casualidad quiso convertiros en mi amigo y mi única esperanza estaba en la promesa que hidalgamente me hicisteis.

—Por último, pues, firmé la carta y la expedí. Poco se figuraba él en qué circunstancias habría de llegar a vuestras manos y que los sucesos convertirían en verdades sus mentiras. ¡Oh, Dios mío! —agarróse al brazo de Colombino y, de nuevo, le preguntó—: ¿Qué hacen aquí con las mujeres que matan, a sus maridos? ¿Cómo se castiga este crimen en Italia?

—¿Crimen? —repitió él—. Aquí no hay ningún crimen.

—A vuestros ojos tal vez no, porque conocéis la vida que yo llevaba. Pero ¿quién me creerá? Ayudadme, Monsieur Colombo, os lo imploro en nombre de la Virgen María. Dejad que vaya a terminar mis días en un convento, pero no permitáis…

Él se puso en pie, la rodeó de nuevo los hombros con el brazo y le dijo:

—Callaos. No hay nada que temer. En absoluto. Dadme tiempo de pensar qué podemos hacer. Pero, mientras tanto, consolaos. Encontraré un medio. Podéis estar segura.

Pero, cuando empezó a reflexionar, perdió una parte de la confianza en si mismo, en tanto que la pobre mujer continuaba sentada y con los ojos fijos en él, hambrientos de esperanza.

Así continuó la escena, hasta que se oyó abajo una fuerte llamada, que repercutió por toda la casa. Ella se puso en pie, aunque para caer de nuevo en el sillón.

Repitióse la llamada, más perentoria y acompañada por voces de mando que, por fin, despertaron a unos criados.

Luego la casa se llenó de ruido de pies, de armas y de voces. Algunos hombres, tras de subir por la escalera, penetraron violentamente en la mezzanine.

Capitaneaba la invasión Malavolti, seguido por el austero Petrucci, el canoso Piccolomini y el elegante marqués de Squillanti. Tras ellos venían otros miembros del Consejo y, por fin, media docena de hombres de armas cubiertos con yelmos de acero y coseletes.

Sus ojos se fijaron, distraídos en la mujer que estaba aterrada en el sillón y luego examinaron a Colombino, que se hallaba a su lado, erguido como una lanza, con la cabeza descubierta y la mirada arrogante, mientras apoyaba la mano en el mango de su puñal.

Al verlo, todos se detuvieron y Camilo, al parecer, quedó anonadado. Malavolti se volvió a éste y, expresando el pensamiento general, dijo:

—Ahora podéis cercioraros por vos mismo. Ahí lo veis, sorprendido en su traición; es otro Correggio, que ha vendido a sus señores y a su país. Otro Judas. ¿Necesitáis más pruebas?

Petrucci estaba mudo, en tanto que los demás expresaban su execración con murmullos ominosos y ruido de armas que salían de las vainas. Y había empezado ya un movimiento general hacia Colombino, cuando éste los contuvo, preguntando:

—¿Cuál es el significado de esto, señores?

Petrucci se dispuso a contestarle, al mismo tiempo que extendía un brazo para contener a los demás.

—Más bien os toca a vos explicar vuestra presencia aquí, Colombino, en plena noche, después de haber venido en secreto y solo, entrando por la puerta del jardín, con la llave que os enviaron.

—¿De modo que me habéis espiado?

—Alguien lo creyó necesario, aunque yo no. Fui lo bastante tonto para confiar en vos, persuadido de que vuestra lealtad os pondría a prueba contra cualquier tentación.

—Ya lo veis —dijo Malavolti—. Conocíamos el deseo de sobornaros. Hoy mismo interceptamos una carta del rey de Francia a su enviado aquí, recomendándole que, si era necesario, aumentase el precio que había de pagaros. Es inútil protestar, porque perderíamos el tiempo.

Y su mirada a los demás fue una invitación para obrar.

Pero de nuevo Colombino le contuvo y aquella vez con una carcajada.

—¡Ya comprendo! Y para vosotros, tontos de remate y hombres de poca fe y menos inteligencia, el hecho de que se propusieran sobornarme es una prueba que yo acepté. Así razonáis como buenos estadistas, ¡por Dios!

Squillanti, hombre grueso y macizo, intervino.

—¿Y vuestra presencia aquí, no prueba nada? ¿Tampoco vuestro modo de venir? ¿Acaso eso tiene aspecto de sinceridad y de honradez? ¿Cuando un hombre no tiene nada que ocultar, entro en una casa como un ladrón?

—¿Todavía queréis mentir en presencia de la muerte? ¡Traidor! —añadió Malavolti.

—¡Basta de charla! Que siga la suerte de Correggio.

—Un poco de paciencia, señores —les rogó Colombino—. Tenéis toda la noche por delante para asesinarme. Pero antes vale más que oigáis algo que he de deciros, en vez de descubrirlo luego vosotros mismos, porque, de lo contrario, quizá me siguierais al infierno antes de lo que os figuráis.

—Cierto es que vine aquí en secreto, de noche, como un ladrón, según habéis dicho, Squillanti. Cierto también que vino a oír las proposiciones del rey de Francia.

—Buenas noticias nos dais, a fe mía —replicó Malavolti.

—Esperad un poco. Falta deciros como he contestado.

—¿Y os figuráis que creeremos vuestra palabra? —replicó Piccolomini.

—No sin pruebas. Pero puedo dároslas. Vedlas vosotros mismos.

Retrocedió rápidamente, retirando el biombo, que cayó al suelo al recibir el empujón.

Todos se quedaron atónitos y contuvieron, la respiración.

Luego Colombino tomó de nuevo la palabra.

—¿Qué otra respuesta, si no ésta, podía dar a un hombre, que dudó de mi honor hasta el punto de creerme capaz de dejarme sobornar?

Nadie contestó, porque todos estaban asombrados. De repente, Colombino se vio estrechado en brazos de Petrucci.

—¡Debiera de haberlo supuesto! —exclamó arrepentido.

—No debía haberme dejado convencer tan fácilmente. Quizá vos, Colombino, me perdonaréis, pero yo no me perdonaré nunca.

—¡Por mi alma! —gruñó Squillanti—. Lo mismo digo.

—Y yo —exclamó Piccolomini.

—Yo soy quien os ha ofendido más —murmuró Malavolti, avergonzado—. Lo confieso francamente. Sin duda se ha extraviado mi razón, pero es preciso daros una compensación y a todos nosotros nos incumbe por igual. Por consiguiente, seremos un baluarte entre Colombo y la cólera de Francia, cuando sepa esta respuesta noble y verdaderamente romana a un corruptor.

Oyéronse algunas blasfemias y bendiciones, dirigidas estas últimas a Colombino y por fin él llamó la atención hacia la condesa, aún acurrucada en su sillón, pálida y aterrada, pues no se atrevía a creer todavía que el rayo que se disponía a herirla hubiese sido desviado.

Todos guardaron silencio y se avergonzaron de su conducta en presencia de la viuda. Malavolti ordenó con un gesto que se retiraran los hombres de armas y luego, en unión de los demás patricios, le hizo una solemne reverencia antes de abandonar la estancia.

Colombino permaneció allí. Aún tenía que decir una palabra a la condesa, y el acto que ésta realizó en aquel momento le demostró cuán necesario era llevar a cabo su prepósito, porqué mientras los pasos y las voces de los patricios y soldados se alejaban, ella se puso en pie de pronto y, entre sollozos, se arrojó a sus pies, cogiéndole la mano para llevarla a sus labios.

—¿Cómo podré pagar lo que os debo? —exclamó con voz quejumbrosa.

Él la obligó, suavemente, a levantarse.

—Veo que no habéis comprendido, porque lo que acabo de hacer ha servido tanto para salvarme yo como para salvaros a vos.

—Si yo no os hubiese hecho llamar —replicó ella, meneando la cabeza no os vierais en semejante necesidad. Todas las noches de mi vida daré gracias a Dios por haber solicitado vuestro auxilio, y también por lo que acabáis de hacer por mí. Asimismo rogaré por vos. ¿De qué otro modo, sino con mis oraciones, puedo corresponderos?

—Es una noble recompensa, Madame. Mucho mayor de la que merece lo que haya podido hacer. Sin embargo, oídme. Ahora os mancharéis a Francia. Yo no debo veros más, y ni siquiera debo continuar aquí, porque a los ojos de los demás soy el matador de vuestro marido. Y mis relaciones con su viuda perjudicarían su honor o la versión que esos hombres han oído del suceso. Por consiguiente, nada más puedo hacer ni debo continuar aquí.

—Comprendo —dijo ella—. Comprendo.

Pero sus ojos estaban llenos de dolor. Él soltó sus brazos y le tomó las manos.

—Dios os guarde, Madame, Y os dé la felicidad.

Luego se inclinó para besar aquellas manos, pero ella las retiró, tomó la cabeza de Colombino, y le besó en la boca.

Y luego él solía decir.

—El rey Fernando de Aragón me armó caballero, y la Reina de Navarra me puso las espuelas. Pero el beso de Madame de la Bourdonnaye, me concedió verdaderamente el honor que tanto ambicionaba.