Capítulo IV

I

COLOMBINO no volvió a verla antes de su salida de Rávena. Marchábase con la penosa e irónica seguridad de que había renunciado a ella en el preciso momento en que empezaba a amarla y que su amor le obligó a renunciar a ella. Es decir, que había hecho lo mismo que fingió estar dispuesto a llevar a cabo para probarla. Y la oferta de la joven, como compensación de lo ocurrido, le obligó a abandonarla, terminando todos sus propósitos interesados. Así, aunque había fracasado el intento de asesinato de Eufemia de Santi, por lo menos le infirió una herida que tardaría en curarse.

Otro, en su lugar, buscará aquella casa en el borgo, con el propósito de ajustar cuentas, pero a Colombino no se le ocurrió vengarse. Probablemente tenía otras cosas en qué pensar, y su entrevista con Honorato da Polenta era más que suficiente para tenerlo ocupado durante muchos días. Encontró a Cosimo en compañía del señor de Rávena, pero no se proponía expresar en secreto lo que pronto seria del dominio público.

—Señor —dijo en tono grave—, es muy fácil que haya guerra en el reino de Nápoles, acerca de la sucesión. Mi compañía se impacienta ya a causa de tan prolongada inactividad y mis capitanes sienten el deseo de trabajar. Espero que no os será desagradable que inmediatamente nos dirijamos hacia el Sur.

El señor Honorato apenas podía creer lo que estaba oyendo. Hallábase en la pequeña habitación en que trataba sus asuntos yo había estado discutiendo con su sobrino algunas reparaciones de la iglesia de San Vitale de la que Cosimo era canónigo. Y en aquel pacifico ambiente Colombino arrojó la bomba.

—¿Qué os vais al Sur? ¿Qué diablo queréis decir? Está fijada vuestra boda para dentro de quince días.

—Siento mucho deciros, señor —contestó Colombino en apenado tono—, que no se celebrará esa boda.

—¿Cómo? —exclamó Honorato, poniéndose en pie, mientras Cosimo repetía la misma palabra y el mismo gesto.

—Si queréis, aceptaré el cargo fijo que me ofrecíais y en las condiciones que os parecen bien, pero…

—¡Idos al diablo! —exclamó el anciano, que estaba lívido—. ¿Qué venís a contarme? Hace ya mucho tiempo que no hablábamos de eso, ni hay para qué. ¿Quizá mi desnaturalizada hija os ha rechazado de nuevo? ¿Se atreve a desafiaros? ¡Si es así, juro!…

—Señor —exclamó Colombino, para contener aquel furor y desviarlo por otro camino—, precisamente ahora, Madonna Samaritana me aseguraba estar conforme en ser mi esposa.

—Pues, entonces… no comprendo.

—Pero me he persuadido de que prestaría muy mal servicio a mis intereses atándome tan pronto. La carrera de las armas, cuando se quiere seguir debidamente, exige que un hombre no tenga ningún lazo ni cuidado familiar. Nada más, señor.

—¿Nada más? —exclamó Cosimo.

—¡Bravo! —gritó Honorato—. Los Polenta ya no son dignos de vuestras ambiciones, ¿verdad? Apuntáis más alto, ¿no es cierto? ¡Y esperáis a decírmelo quince días antes de la boda! Venís a decirme que vais a hacer caer esa vergüenza sobre mi hija, para que todo el mundo se ría de mi casa. Se dirá en toda Italia que un capitán de fortuna desdeñó la mano de la hija de Honorato da Polenta. ¿Acaso no tenéis decencia, cuando venís a decirme eso, o bien no os he comprendido?

En cuanto él se interrumpió, Cosimo tomó la palabra.

—Realmente sois hijo de vuestro padre y acabaréis en el cadalso como el traidor Terrarossa. —Volvióse a su tío y añadió—: Ya os avisé, señor, que deshonrabais vuestra casa con esta alianza, que sumíais en la vergüenza a vuestra propia hija, arrojándola en los brazos de este bandido. Colombino estaba muy erguido. Su rostro aparecía grisáceo y la austera expresión de sus facciones se había acentuado tanto, que casi parecían de granito.

—Señor —exclamó—. Sois un sacerdote y me veo imposibilitado de castigar vuestras palabras. Recordadlo, por vuestro honor.

—¿Honor? —exclamó Cosimo, rabioso y con el rostro encendido—. ¿Os atrevéis a pronunciar esta palabra? Aunque sea sacerdote, también soy hombre. No debéis olvidarlo.

—Lo mismo soy yo —replicó Colombino— y, como tal, me veo sujeto a las debilidades humanas, incluyendo la cólera. Por lo tanto, me marcharé antes de que se adueñe de mí.

—Dirigióse a la puerta, pero se detuvo en el umbral. Miró a Honorato da Polenta, que se había dejado caer en un sillón, con la cabeza inclinada y las manos entre las rodillas. Cuando Colombino lo miraba, desapareció la cólera de su rostro para quedar sólo el dolor. Quería al señor de Rávena, a quien tanto había favorecido. Y aquélla despedida también le destrozaba el corazón.

—Os aseguro, señor, que me duele más de lo que podría deciros la necesidad de que nos separemos así. Decid a todo el mundo que vos me despedisteis por las razones que os parezcan convenientes. Yo no os desmentiré. De este modo no habrá ningún baldón para vuestra casa, pero pongo a Dios por testigo de que nunca quisiera ver tal cosa. Y si alguna vez me necesitáis…

Mas antes de que pudiera terminar la frase, estalló el orgullo de Honorato.

—¿Necesitaros, tunante? ¡Idos al diablo!

—Sin duda tenéis salvoconducto para llagar hasta él exclamó Cosimo con amarga burla.

Colombino dio un suspiro, se volvió y salió.

Luego descendió la escalera de la Casa Polentana, en la que había soñado vivir como dueño. Fuera le esperaba un lacayo con un caballo, porque tenía la costumbre de ir todos los días a visitar la ciudadela para ocuparse en los asuntos de su Compañía.

Montó el blanco bridón y se alejó, cariñosamente saludado por cuantos hallaba al paso, quienes lo consideraban ya futuro señor de Rávena.

Una vez en la ciudadela hizo llamar a Sangiorgio y a Caliente para darles órdenes, que fueron muy breves.

—Hemos terminado ya nuestro trabajo en Rávena. Inmediatamente salgo para Siena, a fin de dar a entender que nuestra espada está a disposición de quien la desee. Os dejo aquí encargados de hacer los equipajes y de salir cuanto antes con la Compañía. Creo que podréis partir pasado mañana. Nada más.

La severidad de su rostro parecía indicar un misterio de dolor y, por el momento, contuvo toda averiguación.

—¿Qué lanzas han de escoltaros? —dijo Sangiorgio.

—Ninguna. Voy muy de prisa y quiero ir ligero. Dos lacayos bastarán para llevar mi equipaje.

Sin embargo, su marcha se demoró a causa de algunos detalles referentes a la Compañía y que sus capitanes le consultaron, de modo que estaba ya bastante adelantada la tarde cuando, al fin, emprendió la marcha.

Caliente y Sangiorgio le acompañaron hasta la puerta exterior y allí permanecieron para ver cómo se alejaba. Luego el corpulento español volvió sus interrogantes ojos a Sangiorgio.

—¿Queréis decirme lo que significa eso, Sangiorgio?

—Me parece muy sencillo —contestó éste—. Se ha cansado ya de esa mujer de hielo con la que había pensado casarse. Alegrémonos de ello.

—Por mi parte, me alegro. Precisamente me proponía separarme de él después de la boda. No me gustan las artes de la paz y no quisiera engordar más todavía.

Atravesaron el ancho patio cuyo polvo empezaban a levantar los soldados.

—Si no fuese por su afición a las mujeres —observó don Pablo—, Colombino seria un capitán sin tacha. Ése es su punto vulnerable. Su talón de Aquiles. Yo os aseguro que cualquier día tal será la causa de su ruina.

Aunque podía ser cierta la sospecha de don Pablo, con respecto a alguna mujer y a otra ocasión, nada tenía que ver tal profecía con el presente y con Samaritana da Polenta.

En aquel instante, la señora de Rávena era víctima de la cólera de su padre y de su primo, por causa de Colombino.

Honorato da Polenta llegó, tempestuoso, a la habitación de la joven para comunicarle la imperdonable afrenta que Colombino acababa de hacer a su Casa.

—Podéis decir que lo habéis despedido vos o que yo me he negado casarme con él. Es demasiado generoso para negarlo.

Tales palabras aumentaron el furor del padre.

—Muy extraño me parece que os hayáis reconciliado —exclamó—. ¿Qué parte habéis tenido en todo eso?

—Bien lo habéis visto. Nunca consentí. Vos me obligabais. Y, por fin, ha terminado todo.

—Os lo figuráis —contestó su padre.

—Vamos a ver, Samaritana —observó Cosimo—. ¿Creéis que eso obedece a vuestras negativas?

—¿Qué otra cosa puedo suponer?

—Sin embargo, cuando le preguntamos acerca de eso, él os dijo que, hoy mismo habíais consentido en ser su esposa. ¿Mentía, acaso, para protegeros?

—No. También eso es verdad. Así se lo dije. Pero ya era demasiado tarde. En vista de mi repugnancia, él había tomado la hidalga resolución de dejarme en libertad.

—¡La hidalga resolución! —rugió Honorato—. ¿Acaso es hidalguía arrojar esta vergüenza sobre mi casa, él, un mal nacido, manchado con el deshonor de su padre, que fue ahorcado? —Dejóse caer en una silla y se cogió la cabeza con las manos—. ¡Haber vuelto, después de veinte años de destierro, haber luchado y sufrido para recibir, al fin, ésta afrenta! —Se puso en pie de nuevo y empezó a pasear como loco furioso—. Soy demasiado viejo para exigir una satisfacción personal. No tengo ningún, hijo que pueda lavar esta mancha en mi honor, y vos, Cosimo, lo mismo valdría que fueseis mujer, puesto que tomasteis las ordenes sagradas. —Detúvose ante él para desahogar una parte de su cólera—. Pero, a no ser por vuestra tontería, nunca se hubiese, tratado de que ese aventurero pudiera sucederme. En fin así está el asunto. Vos tampoco podéis desafiarlo. Y, por lo tanto, solo nos queda un camino.

—¿Cuál? —se apresuró a preguntar Samaritana.

—¿No se os ocurre? —replicó su padre, con maligna mirada. ¿Os figuráis que voy a consentir que ese hombre siga viviendo?

—No olvidéis que le debemos nuestra situación actual. Es el hombre que os devolvió Rávena.

—Se le pagó por ello y se le contrato, pues a eso se dedica.

—Por otra parte —añadió Cosimo—, al retirarse ahora y dejamos indefensos, nos engaña.

—Eso no es verdad. Bien sabéis que no es verdad, Cosimo. Un sacerdote habría de despreciar la falsedad y la malicia. Messer Colombo fue pagado para devolvernos Rávena, pero no para conservarla.

—¿Qué sabéis vos de eso? —exclamó su padre.

—Fui a su casa de Montasco, cuando él os avisó que devolveros Rávena seria fácil, pero que vos habríais de cuidar de conservarla luego.

—¿Defendéis a ese traidor? ¡Dios os perdone! ¿Tan desvergonzada sois, que no os duele esta afrenta?

—Ya os dije que lo considero todo lo contrario.

Su padre se dirigió a ella con la mano levantada, cual si quisiera castigarla. Pero luego dejó caer la mano y se volvió.

—Venid, Cosimo —dijo—. Vámonos, ante de que haga una barbaridad en un momento de arrebato. Aquí estamos perdiendo el tiempo. ¡Vámonos!

Desde su punto de vista, si él lo hubiera sabido, hizo mucho peor qué malgastar el tiempo, pues había descubierto sus intenciones contra Colombino a una persona que, en aquel momento, sentíase animada por los mejores sentimientos hacia el capitán. La joven se propuso vigilar y aun hacer avisar a Colombino, para que cuidara de su seguridad. Tal fue su primera preocupación y para ello solicitó el auxilio de Mónica.

Ésta obedeció prestamente. Dos horas después fue a comunicar a su señora que un hombre de la confianza del señor Honorato, llamado Masaccio, acababa de salir acompañado de seis tunantes, con el fin de seguir a Mecer Colombino, quien emprendió el viaje una hora antes, acompañado solamente por dos lacayos.

Samaritana se sintió llena de pánico, de tal modo, que si hubiese amado a Colombino no se mostrara más desconsolada. Maldijo la locura de su salida sin una escolta apropiada y maldijo su propia impotencia, su debilidad y la carencia de hombres dispuestos a cumplir su voluntad.

—Pero los hombres de Messer Colombino están en la ciudadela. Si les hacemos avisar…

—Ahorcarán a mi padre, ¿no lo comprendes, Mónica? Si les aviso del peligro que corre su jefe querrán averiguar de dónde procede. Se apoderará de mi padre y si a Mecer Colombino le sucede algo malo, no hay duda de lo que harán. Déjame reflexionar. ¡Ojalá Dios me ayude!

Empezó a pasear por la estancia, esforzándose en reflexionar y cuando logró hacerlo en alguna claridad, halló un medio y se dispuso a llevarlo a cabo con el mayor valor. En compañía de Mónica formó un plan que dejó aterrada a la criada y luego la joven le ordenó que fuese a prepararlo. Escribió unas líneas a don Pablo Caliente, diciéndole:

Amenaza peligro a Messer Colombo da Siena. Os ruego que inmediatamente le mandéis una escolta. Diez hombres bastarán. Pero ordenad que salga en seguida al galope. La urgencia es muy grande y no hay un momento que perder.

Hallaron un mensajero que se encargó de llevar aquella carta sin firma, que debía entregar sin aguardar un solo instante, para evitar todo interrogatorio que le descubriera.

Luego, vistiendo el traje de montar de uno de los pajes de su padre, calzada botas altas y cubierta por una capa demasiado amplia y gruesa, en vista del calor que hacia, así como casi oculto el rostro por un gran sombrero, Samaritana salió de Casa Polenta por la puertecilla del jardín. La alarmada Mónica había de disimular su fuga, diciendo que no se encontraba bien, que se había acostado y no convenía molestarla porque esa excusa les pareció a ambas bastante plausible.

Al extremo del sendero esperaba un lacayo con un caballo, quien se apresuró a entregarlo a Samaritana aunque sin sospechar que era ella.

La joven salió de la ciudad sin llamar la atención. Y luego, a galope tendido, tomó el camino del Sur, que conducía al mar, con objeto de aventajar a Masaccio y de alcanzar a Colombino a tiempo, para ponerle sobre aviso.

* * * *

II

COLOMBINO emprendió el viaje con el propósito de llegar aquella noche a Rimini, para, dormir allí. Pero la distancia bastante considerable, pues quizá llagaba a unos ochenta kilómetros, era más que suficiente para fatigar su caballo, aun en el caso de que viajara procurando ahorrar sus fuerzas en vez de llevarlo al galope, como lo hacía, porqué aquel paso estaba más de acuerdo con la violencia de sus ideas.

Ocurrió que la oscuridad de una noche estrellada le sorprendió más allá del antiguo Rubicón, montando un caballo fatigado, en tanto que los lacayos que lo siguieron, si bien no se quejaban, no se hallaban en mejor situación que su amo.

Llegaron a las cercanías de Bellaria y a medio tiro de ballesta pudieron encontrar una taberna solitaria, la «Posada de Neptuno», casucha situada a poca distancia de la carretera y casi al borde del mar.

—Fortuna hemos tenido de encontrar este albergue —dijo Colombino, mientras llevaba su caballo, casi cojo, hacia el rayo de luz amarilla que proyectaba la puerta abierta. No pudo figurarse cuán afortunado fue, en efecto. Antes de la mañana siguiente comprendería que; si la casualidad le hubiese obligado a detenerse antes o después, lo más probable fuera que aquélla noche llegase al final de su vida.

Una vez cerca de la casucha, pudo ver unas ramas colgadas sobre la puerta, como señal de que aquello era una posada. Y aunque el aspecto de la vivienda era muy malo, por lo menos ofrecía un albergue.

Desde el umbral examinó la sala común, cuyo suelo era de tierra apisonada. En aquel lugar veíase una niebla formada por el humo y llegaron a su garganta y a su olfato unos olores acres de aceite rancio y de ajo.

Una larga y pesada mesa de roble ocupaba un extremo de la estancia y un par de mesas, sobre caballetes, cerca de las cuales se veían unos bancos, se hallaban hacia la pared opuesta. El lugar estaba muy mal alumbrado por una lámpara de cobre suspendida del techo. En cada uno de los tres picos de aquélla lámpara o candil, surgía una pequeña lengua de llama, que terminaba en una columnita de humo que se agitaba al recibir la brisa nocturna.

Ante el hogar vio a un hombre acurrucado, que se disponía a hacer girar unos asadores sobre el fuego de leña. Aquel hombre miró por encima del hombro a los recién llegados y luego, poniéndose en pie, empuñó un asador como si fuese una espada. El huésped, pues era él, tenía un aspecto tan desagradable y poco afable, que más parecía despedir que invitar a los viajeros.

Venciendo su asco, el joven capitán avanzó dejando la puerta abierta. Su cabello leonado y espeso, inclinado hacia atrás, estaba contenido por una redecilla de oro, adornada por pequeñas gemas.

El tabernero examinó la estatura y la anchura de los hombros del capitán, fijóse en su aire principesco y en su rico traje, e hizo un esfuerzo tardío para mostrarse cortés.

Colombino se apresuró a dar a entender sus necesidades: comida, vino y albergue; durante la noche, para él y sus dos lacayos. El tabernero le contestó que podría darle comida y vino, siempre y cuando el señor no fuese demasiado exigente, pero en cuanto a albergue no tenía nada que ofrecer. Más el capitán no hizo caso de aquella objeción, porque no podía continuar el viaje y, por lo tanto la sala común le serviría para descansar.

A causa de la suciedad de aquel lugar y como la noche era cálida, insistió en que la puerta permaneciese abierta de par en par, tal como la había encontrado. De este detalle depende todo lo que sigue.

Masaccio y sus seis asesinos seguían el mismo camino que Colombino, montados en caballos de refresco, que obtuvieron una hora antes en Cesenatico. Fueron atraídos por la luz que salía por la puerta abierta y por el acicate de refrescar sus secas fauces. Y sin sospechar siquiera que su presa estaba tan cerca, entraron a fin de beber un vaso de vino.

Colombino, sentado a la mesa de roble, en tanto que sus lacayos lo imitaban en el otro extremo, levantó los ojos al oír el ruido de cascos de caballos.

En la penumbra se sostenía una conversación en voz baja y luego una voz ronca entonó una canción de taberna. El cantor avanzó hacia la luz. Era un hombre, corpulento y bien barbado, que vestía un traje de cuero y, de vez en cuando, se advertían en él algunos resplandores de acero. Y siguiéndolo, iban otros seis tunantes más o menos vestidos como él.

En el umbral el alegre jefe se detuvo con los ojos muy abiertos e interrumpió su canción. Tras él detuvieron sus pasos cuantos le acompañaban para mirar a Messer Colombino, que parecía estar sentado allí esperándolos. Luego Masaccio expresó su asombro y su incredulidad mediante una grosera blasfemia y su satisfacción gracias a una risotada.

—Hemos tenido una suerte extraordinaria. ¡Y pensar que podíamos haber pasado de largo! Sudo de temor al imaginarlo siquiera. —Y burlón, avanzó, diciendo: ¡Bienvenido, señor! ¡Os traigo un mensaje!

La insolencia de aquel tunante y su tono, a la vez burlón y maligno, obligó al capitán a ponerse inmediatamente en pie.

Aquel movimiento pareció decidir al otro. Un tunante, algo más sutil hubiese fingido intenciones inocentes, hasta encontrarse a la distancia conveniente para herir, pero Masaccio era una verdadera bestia y aún poseía ciertos rasgos de ruda sinceridad. Dio la voz de ataque, desenvainando al mismo tiempo la espada, de modo que avisó a Colombino de lo que iba a suceder.

Con la mayor lealtad, los lacayos del capitán se interpusieron en el camino de aquellos criminales y de este modo detuvieron su acción durante unos instantes. Aprovechándolos, Colombino saltó sobre la mesa, se atrincheró tras ella con la espalda adosada a la pared, espada en mano y con la capa envuelta en el brazo izquierdo. Así se encontró en mejor situación para resistir y aun quizá obligar a los asesinos a que le pidiesen cuartel.

Pero ellos no pensaban en tal cosa. Después de derribar a los lacayos, todos se arrojaron contra su víctima y durante cinco minutos muy movidos, un combate extraordinario levantó el polvo de la sucia sala.

El tabernero, junto al hogar, se quedó inmóvil y asustado.

La mesa resultaba una sólida defensa. Cada tentativa para quitarla veíase frustrada por la esgrima del capitán, porqué además el mueble era demasiado pesado para que pudiese retirarlo un hombre solo. Únicamente uno de los bandidos fue lo bastante atrevido para acercarse a Colombino. Avanzó y luego atacó por encima, del mueble. Colombino utilizó su brazo izquierdo como escudo y antes de que el rufián pudiese librar su espada de la capa del capitán, una rápida estocada le cortó los tendones del brazo derecho.

Inutilizado y derramando sangre, aquel hombre retrocedió dando un aullido de desaliento. Y a pesar de que Masaccio los maldecía por cobardes, ninguno más quiso ocupar el sitio del herido. Por el contrario, una vez más trataron de retirar la mesa, para arrojarse luego a su vez sobre su víctima. Sistemáticamente iniciaron aquella tarea, de modo que dos se dedicaron a contener las estocadas del capitán, mientras retiraban la mesa.

A pesar del vigor y de la habilidad de Colombino, quizá no consiguiera escapar de su suerte, de no haber habido una intervención. El caso fue que la puerta abierta e iluminada que llamó la atención de los asesinos, tuvo el mismo efecto con respecto a otro grupo que, desde Rímini, se dirigía al Norte.

Colombino se persuadía de que la situación era muy mala, cuando llegó la salvación. Un joven de anchos hombros, ricamente vestido, apareció de pronto en el umbral.

—¡Vive Dios! ¿Es posible que seis hombres se propongan matar a uno solo?

Así anunció su llegada y, al oír su voz, los asesinos retrocedieron para hacerle frente.

Él se adelantó, animoso, mientras resonaban sus espuelas y con un paso algo jactancioso, que hacía oscilar su capa carmesí; entraron, siguiéndole, otros diez hombres que, a juzgar por su traje y por sus envueltas cabezas, eran marinos e iban armados con unos sables cortos y curvos, según el modelo turco.

Masaccio y sus compañeros retrocedieron hacia el hogar, en donde el tabernero continuaba inmóvil, presenciando la escena. El recién llegado se echó a reír con extraña ferocidad y dio una orden:

—¡Derribadme a esos bandidos!

Pero cuando las mortíferas hojas centellearon a la luz de la estancia, Colombino les contuvo, diciendo:

—¡Alto!

El jefe de los recién llegados, que era un hombre moreno y guapo, levantó sus negras cejas, en tanto que, jadeando un poco a causa del esfuerzo, Colombino contestaba a la pregunta asombrada de aquélla mirada:

—No son bandidos, señor; sino simplemente unos desdichados asesinos pagados.

—Sean lo que fueren, da lo mismo. Mis hombres no tardarán…

—No, no.

Colombino levantó su mano larga y fina. A pesar de estar acostumbrado a la lucha en el campo de batalla, le repugnaba la matanza a sangre fría. Nunca recurriría a ella, siempre que hubiese la posibilidad de obtener una rendición. Tal era, en efecto, el código de los mercenarios y a él se atuvo con la mayor generosidad, con respecto a unos hombres a quienes podía considerar enemigos.

—No son, más que unos criados. Quizá su amo tiene un justo agravio conmigo. Yo, en cambio, no tengo ningún resentimiento con esa gente. Dejadles marchar.

—¿Pero no os dais cuenta de que, de no ser por mí, os habrían muerto?

—En el servicio de su amo. Ellos se limitaron a cumplir sus órdenes. Dejadlos marchar.

El otro empezó a blasfemar, malhumorado, y aquellas palabras dieron a entender su origen veneciano y el carácter sanguinario de su naturaleza.

—¡Por San Marcos! Sois un tonto. Yo, en vuestro lugar, les cortaría las cochinas cabezas, para mandarlas en un fardo a su asesino señor. Eso es lo que yo haría —añadió, mirando de tal manera, que casi parecía invitar. Pero como Colombino se limitó a sonreír y a menear la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

—En resumidas cuentas, éste es asunto vuestro y no mío. Si estáis resuelto…

—Así es, señor.

—Pues bien. —Dio media vuelta para mirar a los asesinos y exclamó—: Estáis de suerte ratas indecentes. ¡Largo de ahí, mientras podáis! Otro gallo os cantara si trataseis conmigo.

Masaccio se alejó, furtivo. Detúvose un momento para mirar a Colombino, cual si quisiera hablar. Pero luego continuó su camino, seguido por sus asesinos. En el umbral, Masaccio se detuvo otra vez, en tanto sus compañeros iban en busca de los caballos. Entonces habló con voz temblorosa de emoción:

—¡Dios me sea testigo, señor, de que nunca os arrepentiréis de esa clemencia! De ahora en adelante, Masaccio es vuestro hombre, para cualquier servicio. Lo juro. Recordadlo, Ser Colombino.

Y haciendo un ademán de despedida, salió tras de sus hombres.

—Ya me acordaré cuando quiera hacer asesinar a alguien contestó Colombino, riéndose.

Luego se volvió por fin, para dar las gracias a su salvador, pero antes de que pudiese pronunciar una sola palabra, aquél le dirigió ásperamente la pregunta:

—¿Qué nombre os ha dado ese bandido?

—El mío, Colombino. —Y, con cierto orgullo, añadió:

—Soy Colombo da Siena.

Y mientras se dirigía a una de las otras mesas, en la que había un jarro y unos vasos, resonó una carcajada.

—¿Colombo da Siena? ¿De modo que os he salvado la vida? ¡Qué cómico es esto! Infernalmente cómico.

Colombino, que aún no había recobrado la respiración regular y que tenía la espada desnuda sobre la mesa, se sirvió un vaso de mal vino. Tenía la garganta llena de polvo y su sed le quitó la habitual agudeza. Vació el vaso y luego se dejó caer, cansado, en un taburete de tres patas que halló cerca, y se secaba la frente, cuando el otro exclamó:

—Es una casualidad extraordinaria. De no haber, pasado cuando lo hice, esos asesinos me evitaran una molestia. Pero, en fin, no me quejo, porque siempre me gusta hacer las cosas por mi propia mano.

—No os comprendo —contestó Colombino frunciendo el ceño.

—Es fácil. Ya me comprenderéis. —Púsose en jarras ante Colombino y añadió—: Acabo de llegar de Creta y supongo que ya sabéis quién soy. ¿Habéis oído hablar de Ottavio Moro?

Mirándolo con mayor atención, Colombino observó en aquel hombre cierto parecido con Cristoforo Moro, dux de Venecia, a quien tuvo ocasión de conocer. Hallábase, pues, ante el novio de Samaritana, que fue procurador de la República en Creta. Explicábase ya el tono de amenaza de aquel individuo, pero Colombino no dio a entender que lo hubiese notado.

—Realmente, es una casualidad extraordinaria. Os suponía en Creta.

—Sin duda esta suposición era muy, cómoda. Abandoné mis deberes para venir a Italia, con objeto de hablar con vos. Esta misma tarde desembarqué en Rimini y ahora se dirigía a Rávena. Os agradezco mucho que me hayáis evitado la molestia. Ya comprenderéis el motivo de mi viaje.

—Pues, a pesar de todo, no había necesidad de que os molestaseis, porqué llegáis tarde le contestó Colombino en tono burlón y desdeñoso.

—¿Debo entender que ya estáis casado? —preguntó el otro, palideciendo y llevando la mano a su puñal.

—No —contestó Colombino, al notar su cólera y su pena—. No ha habido boda. Pero eso no os aprovechará de nada. Sé que Samaritana da Polenta cree amaros. Pero se necesita algo más para que celebréis vuestros esponsales con ella. Nunca tendréis el consentimiento del señor de Rávena quien no quiere que sus nietos tengan sangre veneciana. Prefiere la de un turco.

—Poco me importa el consentimiento de Honorato da Polenta —contestó Moro colérico y desdeñoso a la vez—. Pero tampoco os importa a vos. Ya comprenderéis a lo que he venido.

—Salisteis de Creta para buscarme, según habéis dicho.

—Y para mataros, en caso necesario.

—Pues ha sido curioso que empezaseis por salvarme la vida.

—Ya os lo hice observar.

Colombino se quedó mirando a Messer Ottavio Moro y por momentos, sentía crecer su antipatía. Preguntábase también cómo podía engañarse Samaritana al creer que amaba a aquel Rodomonte, de aspecto de rufián, teatral y vestido de colores chillones. Díjose que seria una acción hidalga y noble librar al mundo en general y a Samaritana en particular de tal individuo, porque, de casarse con él, la casta y delicada dama sólo conseguiría condenar su alma.

Quizá en vista de que le debía la vida, pensaba con alguna ingratitud. Pero aquello fue un accidente que también el veneciano deploraba, con lo cual canceló la deuda.

—Desde luego, os comprendo y no me propongo negaros ese placer, Ser Ottavio. Fuera hay un espacio cubierto de hierba y allí, en cuanto sea de día, a pie o a caballo, desnudo o armado, como queráis, estaré a vuestras órdenes.

Dando el asunto por zanjado, Colombino extendió la mano para tomar la espada, pero Moro, haciendo un rápido movimiento, lanzó el arma al otro lado de la estancia, donde fue recogida por uno de sus hombres.

Colombino se puso instantáneamente en pie, mientras el otro se explicaba:

—No hay necesidad de esperar a mañana. Sois tonto o bien me creéis tal si os figuráis que cruzaréis mi espada con la vuestra.

—Veo que queréis asesinarme. Es un propósito muy caballeresco.

—¿Y qué me importa que sea caballeresco o no?

—Desde luego. Ya podía haberlo supuesto.

—¡Tramposo! ¡Aventurero! —exclamó el veneciano, enardecido—. ¿Tan vanidoso sois, para figuraos que un hombre de mi sangre se batirá con el hijo de Terrarossa en singular combate? Os conozco.

—Y decís eso con diez, hombres a vuestra espalda, a un hombre con quien no os atrevéis a batiros. No os hacéis mucho honor. Supongo que preferiréis el sistema veneciano.

Mientras hablaba, calculaba sus oportunidades, aunque estaba sin armas, de poder sorprender a su enemigo. Tal vez lograse apoderarse del puñal de Moro y clavarle la hoja en el cuello, antes de que aquellos tunos lo impidieran. Y cuando ya se disponía a intentarlo, su agudo oído percibió a distancia; y débilmente, el ruido de cascos de caballos. Esto le obligó a contenerse. Quizá no fuese necesario correr tal riesgo. Así como la luz que salía por la puerta atrajo a otros, podía obligar a entrar a los desconocidos viajeros. Mientras tanto, contemporizaría. Y cuando decidía eso, Moro le dio el medio.

—Estáis en mi poder. Y vale más que os deis cuenta del grave peligro que corréis, en caso de no aceptar mis condiciones.

—Pero ¿hay condiciones?

—Os concederé los honores de la guerra, si confesáis vuestra derrota: Capitulad, confesad que no podéis sostener lo que tuvisteis la temeridad de tomar. Y así os concederé la vida.

—Eso merece reflexión —contestó Colombino acariciándose la barbilla, mientras prestaba atento oído al exterior.

—Pensad, pues y resolved. ¡Pero de prisa! No tengo tiempo que perder con vos.

El ruido de los caballos se aproximaba rápidamente al galope. Sin duda se trataba de media docena de viajeros, quizá más. Entonces Moro lo oyó también y comprendió la posibilidad de una interrupción. Para evitarla, ordenó:

—Cerrad la puerta.

—Dos hombres cumplieron la orden, destruyendo así la esperanza de Colombino. Ya no podía confiar más que en si mismo, lanzándose a la desesperada posibilidad de un ataque repentino o bien rindiéndose cobardemente, cosa que aquel fanfarrón veneciano proclamaría luego por todas partes.

—Bien. ¿Habéis resuelto ya? —preguntó la áspera voz del veneciano.

—Dada la situación en que me encuentro, veo que no puedo hacer otra cosa.

—Observo, mi valiente capitán, que no carecéis de prudencia.

Las posibilidades están contra mi —replicó Colombino, excusándose—. Os doy mi palabra de que…

—¿Vuestra palabra? ¿La palabra de Terrarossa? Necesito algo más. Escribiréis una carta a Honorato da Polenta, declinando la alianza con su hija y en tales condiciones que no podáis desmentiros.

—Y esas condiciones, ¿cuáles son?

—¿Querréis escribir lo que os dicte? Si no aceptáis, daos por muerto. —Al mismo tiempo señaló a los diez hombres que lo acompañaban—. Decidios.

Colombino creyó ver en aquello una débil ventaja. Díjose que la tal carta seria, para Moro, más valiosa que la muerte de su rival. Por otra parte no tenía ninguna razón para no escribir renunciando a algo de lo que ya había desistido, aunque le molestaba aquella rendición abyecta y deshonrosa.

—¿Y de qué os servirá eso? —preguntó—. ¿Cómo mi retirada voluntaria, o debida a mi muerte, os dejará el camino libre? Os repito que Honorato da Polenta no entregará nunca su hija al hijo de vuestro padre. Me consta.

—No os ocupéis de eso —le contestó Ottavio Moro; conteniéndose con dificultad—. Pensad en lo vuestro. ¿Queréis renunciar o morir?

El ruido de caballos se oía entonces ante la misma casa. Pero ya Colombino no confiaba en los viajeros.

—Bueno —dijo—. Escribiré.

Mas cuando se disponía a pedir recado de escribir al tabernero, Moro se contuvo. Sucedió lo increíble. Saliéndose del camino, los viajeros atravesaban ya el espacio entre éste y la casa. Para Colombino aquello era un milagro y Moro lo juzgó una contingencia irritante.

—¡Demonio! ¿Quiénes serán ésos?

—Probablemente amigos míos —contestó Colombino.

—No creo que eso os aproveche ni a vos ni a ellos —replico Moro, juzgándose superior en fuerzas.

De pronto se abrió la puerta de par en par y Colombino pudo observar que allí no había ningún milagro ni nada extraordinario, sino la consecuencia de lo ocurrido antes. En el umbral se hallaba la hosca figura de Masaccio.

* * * *

III

SOIS vos? —gruñó Moro—. ¿Para qué habéis vuelto?

Pero Masaccio, no le hizo caso. Después de mirar a su alrededor, hablo por encima del hombro a alguien que estaba detrás.

—Aún está aquí, sano y salvo, según os prometí. Venid a verlo.

Un muchacho, según parecía, calzado con botas altas y envuelto en una capa, apareció al lado de Masaccio.

Colombino, que, con los demás, se volvió a mirar a los intrusos, contuvo el aliento al reconocer el hermoso rostro de Samaritana da Polenta. Los ojos negros de la joven se fijaron en él, sin mirar a los demás, y profirió un grito apasionado fervor.

—¡Bendito sea Dios por su bondad! —Echó a correr hacia él, sin tener ojos para nadie más y lo cogió por los brazos—. ¡Oh, alabado sea Dios! —exclamó—. Al encontrar a Masaccio, ya de regreso, creí morirme de desesperación. Me figuré que a pesar de mi prisa, había llegado tarde, y apenas pude creer a Masacció, cuando me dijo, que no pudo llevar a cabo su cometido porqué os defendió…

Pero se interrumpió de pronto porque, al volver el rostro, vio a Ottavio Moro, con cara amenazadora. Asombradísima, soltó los brazos de Colombino y se volvió hacia su novio.

—¡Samaritana!

—¡Ottavio! ¿Sois vos? ¿Aquí? —exclamó ella, recobrando la palabra—. ¡Qué milagro! —Pero la expresión de él la obligó a callarse. Advirtió una extraña tensión en la estancia y preguntó—:

—¿Qué hacen ahí esos hombres? ¿Por qué tienen las espadas desenvainadas? ¿Qué sucedía aquí?

—Esas espadas —contestó Moro, burlón— se habían desenvainado en vuestro servicio, para libraros de un peligro en que yo, pobre loco, os creí envuelta. —Dicho esto, saltó hacia ella y la cogió por los hombros—. ¡Traidora! ¿Ésa es la fe que me guardáis? ¿Ésta es vuestra firmeza? ¿Para averiguar eso abandoné mi puesto en Creta, exponiéndome a mil peligros?

—¿Y qué habéis descubierto?, decídmelo, por favor —exclamó ella, en tono severo.

—¿Es Posible dudarlo? ¿No lo he Visto, acaso? ¿No lo he oído? —Y sin soltarla, añadió—: Hoy mismo desembarqué en Rímini, dispuesto a devolveros la libertad - Y esta noche empecé por salvar la vida del hombre que me proponía matar. Una ironía del Destino. Lo mismo que el hecho de haber venido vos, tan desesperada, para salvar al hombre de quien yo quería salvaros, ¡mujer infiel!

Se contuvo, porque al parecer, le ahogaba la rabia.

—¿Que yo soy infiel? —contestó ella, sonriendo tristemente—. ¿Dónde está vuestra fe, Ottavio?

—Solamente un loco podría conservarla aún, y yo estoy cuerdo…

—Os engañáis… Estáis loco.

—¿Porque no quiero creer vuestras mentiras? ¿Porque no quiero dejarme engañar ante la verdad desnuda? Os veo llegar, desesperada, para salvar a ese hombre al mismo con quien vuestro padre quería casaros por fuerza; a este hombre, por cuya muerte debierais haber rezado al cielo, en caso de que me fuerais fiel. ¿Podrá alguna mentira destruir todo eso o explicar el afecto que os movió a intentar su salvación? ¿En qué os habéis convertido? Eso es lo que quiero saber. ¡Contestadme! —Y la sacudió con rudeza—. ¿Qué ha sido de vos?

Ella levantó la cabeza y Colombino nunca vio en ella una mirada tan orgullosa y serena que le dejó sorprendido.

Desprendióse de las manos de Moro y, al hacerlo, se le soltó la capa en que se envolvía. Entonces apareció su cuerpo, cubierto por un traje de piel. Y la cólera la obligaba a respirar rápidamente.

—¡Dios del cielo! ¿Os figuráis que he de dejar que me insultéis? Soy Samaritana da Polenta.

—Bien lo sé. Sois de una casa de traidores, cuyas mujeres a partir de aquella Francesca da Polenta que en Rimini puso en ridículo a Malatesta, han tenido siempre sangre de mujerzuela.

Colombino vio que la mano enguantada de la joven se contraía sobre el mango de la fusta que empuñaba. Vio cómo sus labios se abrían para hablar, aunque no pronunció una palabra. Luego notó su mirada, de frío desdén, que acobardó al veneciano. Y de repente oyó que ella le dirigía la palabra:

—Os ruego, señor, que me saquéis de aquí.

Él obedeció prestamente, pero Moro le cerró el paso.

—¡Eso no! De mi no se burla nadie. Mi querida niña, vais a sufrir las consecuencias de ese imprudente viaje. Antes de vuestra llegada ofrecí mis condiciones a ese tunante, por quien habéis corrido los peligros de un viaje, vestida de hombre, casi cual vestiría una mujerzuela —añadió rabioso—. Y siempre y cuando él consintiera, renunciar a vos, yo estaba dispuesto a perdonarle la vida. Pero ahora que ya os tengo, no es necesaria su renuncia. Me acompañaréis a Creta, mi querida niña. No honrosamente, en calidad de esposa, puesto que estáis manchada y ya no me servís para ello. Pero me acompañaréis. ¿Os dais cuenta? Eso os enseñará a vos y a este tunante el resultado de querer burlarse de Ottavio Moro.

La respuesta de ella fue tan repentina e inesperada como un rayo, pues el látigo cruzó la cara del veneciano.

—¡Perro vil! ¡Bestia! ¡Oh, Dios mío! —añadió—. ¡Qué vergüenza haberos amado! Estoy anonadada.

Moro retrocedió, llevándose la mano al rostro, que estaba lívido, a excepción del lugar golpeado por la tralla. La miró como pudiera hacerlo una fiera y luego llevó la mano a la empuñadura de la espada.

Nunca se sabrá cuál era su propósito, puesto que, antes de que pudiera desenvainarla, Colombino se dispuso a actuar. Rápidamente empuñó el taburete en que se había sentado y, cual si fuese un hacha de combate, derribó al veneciano sin sentido.

Hubo un momento de inacción por parte de todos, pero luego las hombres de Moro se alinearon al lado del hogar, en tanto que los de Masaccio se amontonaban en la puerta. Pero el bandido fue el más rápido de todos, pues dándose cuenta de lo que iba a ocurrir, desenvainó la espada antes de que Moro cayese.

Cuando los hombres de éste empezaron a moverse, Masaccio puso el pie en el pecho de Moro, con la punta de la espada en su cuello.

—¡Atrás todos o, por el vientre de Baco, clavo a vuestro amo en el suelo como si fuese una cucaracha!

Esto los contuvo y, mientras todos estaban atemorizados, el bravo se rió de ellos. Hinchó el pecho y se dirigió a Colombino, diciendo:

—Así paga Masaccio sus deudas. Ya os dije, señor, que soy vuestro hombre. Os ruego que saquéis de aquí a la señora, mientras yo contengo a esos perros.

—Oíd —exclamó Samaritana, apoyando la mano en el brazo de Colombino. De nuevo se oyó ruido de caballos, al parecer muy numerosos—. Sin duda es don Pablo, porque le recomendé, que viniese cuanto antes.

—Al parecer no olvidasteis nada, Madonna —contestó Colombino, sonriendo. Luego se dirigió a Masaccio, diciéndole: Dadme esa espada. Ocuparé vuestro puesto, mientras vos salís para avisar a esa gente a caballo.

Así se hizo y Samaritana se situó a su lado. Detrás estaban los seis tunantes de Masaccio, dispuestos a contener a los diez cretenses.

—Pero éstos, atemorizados por el peligro que corría su señor, no pensaban en atacar. Además la tropa que se acercaba les hizo temer por sus propias vidas. Uno de ellos, trató de pactar condiciones, pero Colombino le hizo callar.

—Arrojad las armas al suelo, si queréis cuartel.

Vióse obedecido y luego todos esperaron en silencio unos instantes, mientras oían fuera a los jinetes que se detenían y luego el ruido de sus voces.

Cuando Moro recobró el sentido y se sentó, extrañado y con el rostro cubierto de sangre, a causa de la herida que le infirió el taburete en la ceja, vio la sala llena de hombres cubiertos de acero y cuero, y también notó que Samaritana estaba entre colombino y un individuo corpulento y moreno, que le sonreía. Sin duda su teniente.

Algunos de los hombres de Moro fueron a levantarlo. Pero él no perdió su arrogancia. Rechazó los brazos de los que querían sostenerlo, se limpió la sangre y el sudor del rostro, que estaba libido, y fue a situarse ante el corpulento don Pablo, que era el jefe de los recién llegados.

—Procurad que vuestros hombres no se metan conmigo —avisó—. Soy Ottavio Moro, sobrino del Serenísimo Dux y el procurador en Creta, de la Serenísima República.

El rostro jovial de don Pablo le sonrió.

—Depende de mi señor Colombino la posibilidad de que seáis el procurador de la Serenísima República en el infierno, lo cual me parece muy posible.

—Haced lo que queráis, mas no os quejéis de lo que ocurra luego.

—¿Qué ordenes me dais, señor? —preguntó don Pablo, volviéndose a su jefe.

—En realidad, no tengo ningún derecho sobre él —contestó Colombino, acariciándose la barbilla—. Pertenece a Monna Samaritana.

Ésta, fría y orgullosa y más dueña de si misma, meneó despacio la cabeza.

—No es nada mío —exclamó, rechazándolo—. Eso ha pasado, si alguna vez fue. Hasta esta noche no lo conocí. Sólo me presentó su aspecto fingido, con el cual me engañó. Haced con él lo que queráis, Ser Colombino. Sin embargo, me gustaría que le concedieseis la vida, no por él, sino por vos.

—Por su rostro veo —contestó don Pablo— que un día u otro lo ahorcarán. Precisamente afuera he visto un árbol muy apropiado…

—Dejadlo que siga su triste camino —exclamó el joven condottiero—. Permitidle que regrese a Creta y vuelva a su cargo de procurador.

—Tened en cuenta, señor, que los cretenses son un pueblo dócil e inofensivo —contestó don Pablo, suspirando, resignado—. Es una crueldad para con ellos.

Moro le dirigió una mirada asesina y luego dedicó su atención a Samaritana.

Ella fue a situarse ante aquel hombre con quien se prometió, desafiando a su padre, y con el cual, creyéndolo noble y generoso, como las mujeres creen siempre así a sus enamorados, estaba dispuesta a soportarlo todo. Ella resistió su mirada y sus frías palabras lo dejaron, insensible.

—Esta noche me habéis dirigido varias preguntas y a todas os contestasteis vos mismo y a vuestra innoble satisfacción. Pero un hombre de corazón y de inteligencia debía haber preguntado en primer lugar: ¿A qué se debía el peligro de Messer Colombino, del cual yo vine a salvarlo? Es decir, ¿por qué había hombres dispuestos a asesinarlo? Dejadme que os conteste, para que penséis en ello en vuestro viaje de regreso a Creta y os sirva de lección para el futuro.

Entonces le dio cuenta de la hidalga resolución de Colombino, quien renunció a sus ambiciones e incurrió en el rencor que había de provocar con su desistimiento. Y aquel relato fue tan sencillo y daba una explicación tan clara del ataque de Masaccio contra el capitán, que Moro se vio obligado a creerlo.

—Y ahora —añadió ella— tenéis ya la repuesta a la pregunta que hicisteis acerca de lo que había entre Messer Colombino y yo y por qué me decidí a viajar de noche para salvarlo, afrontando los peligros del camino, sola y vestida de hombre, con el descaro de una mujerzuela, según observasteis con tan poca delicadeza.

La joven dejó de hablar y con irónica sonrisa se quedó mirando al confundido veneciano. Luego le volvió de repente la espalda.

—Si me lo permitís, Ser Colombino, Masaccio y sus hombres me acompañarán a Rávena.

Sólo entonces Moro se vio libre de la parálisis que lo había contenido. Se dirigió hacia ella, dando un grito de angustia.

—¡Samaritana! ¡Samaritana! ¡Perdonadme! ¡Yo no lo sabía! ¿Cómo podía adivinar todo esto?

—Adivinasteis fácilmente otras cosas innobles. Pero eso no podíais adivinarlo, porqué para ello se necesita una nobleza y una fe que desconocéis. Doy gracias al cielo por haber descubierto a tiempo quién sois.

Tales fueron las últimas palabras que le dirigió. Con un ademán llamó a Masaccio para que la siguiera y salió.

Colombino fue a tenerle el estribo y, cuando hubo montado, permaneció irresoluto a su lado, en la oscuridad, con la mano apoyada en el cuello de su caballo.

—Aún tengo que daros las gracias —murmuró.

—A mi no. Nada, me debéis. Ya oísteis lo que dije a ese hombre. En lo que hice esta noche, para serviros, me limité a cumplir con el menor de los deberes que me imponía vuestra nobleza. Era mi obligación corresponderos.

Él levantó la mirada y vio que un rayo de luz de la posada alumbraba su rostro orgulloso y de finas facciones, que aparecía ahora triste y pálido.

—¿Nada más? —le preguntó con voz suave.

—¿Qué más queréis? Yo amaba a Ottavio Moro. Y ahora mi corazón llora sobre los restos de un ídolo roto.

Él dio un suspiro y en voz baja y con el rostro invisible para ella a causa de la oscuridad, dijo:

—Creo, Madonna, que tenéis pruebas de mi amor por vos. Es fuerte, profundo y duradero. Nada pido ahora, ni pediré tampoco más adelante, a excepción de que recordéis que, en cualquier necesidad, siempre estaré dispuesto a serviros. Eso os dará fuerza. Y si yo sé que lo creéis, mi vida será algo más alegre. Nada más, Madonna. Acordaos.

—¿Podría olvidarlo? —contestó ella, con insegura voz.

Él retiró la mano del cuello del caballo y dio un paso atrás.

—¡Dios os proteja en vuestro viaje, Madonna! —dijo con voz firme.

—Y a vos os conserve y os sea propicio —contestó ella.

Él la observó mientras se alejaba en compañía de Masaccio y su cuadrilla. Luego, lentamente, se volvió viendo a don Pablo en pie, pues su silueta se destacaba en el marco de la puerta.

—Al parecer, esta noche no ha aprovechado a nadie, —suspiró—. En la posada de Neptuno ha habido un naufragio general de intenciones.

—¡Quién sabe! —replicó el español—. ¿Quién sabe, en este mundo, lo que es naufragio o salvación? Todas las cosas son causas, capitán; semillas en el seno del Tiempo. Del mal surge el bien y, a veces, de éste se origina aquél. Nadie sabe lo que ocurrirá hasta que el transcurso del tiempo lo pone de manifiesto.