I
XISTE una carta de Colombino da Siena, al señor Honorato da Polenta, que empieza diciendo: «Veni, vidi, vici[4]».
Fue escrita al día siguiente después de la derrota de los sitiadores de Rávena y llevada a Milán. Por Messer Cosimo da Polenta, primo del señor Honorato, es decir, el alto eclesiástico que presenció los tratos de Colombino con Messer Gritti.
Si el condottiero escogió con sobrada ligereza aquel modelo para una frase que no se avenía exactamente a los hechos, es perdonable la exageración, teniendo en cuenta el entusiasmo con que escribió. Y por el momento, podía aplicarse al ejército que Venecia puso en campaña, ya que entre Civitella y Rávena, el tal ejército quedó destruido por un jefe cuyas fuerzas no llegaban a la mitad de las venecianas.
La fama de Colombino, que ya era grande, alcanzó una altura que, ni siquiera había conseguido el gran Colleoni. El valor de que dio muestras y aún más su astucia. Tan agradable para los italianos, le ganó tal fama, que su nombre era pronunciado con entusiasmo en las cortes de Italia, como el de una maravilla militar. Y, naturalmente, el señor Honorato le tributó la deferencia debida a los embajadores de las potencias, cuando se apresuró a ir a Rávena a fin de felicitarle por sus éxitos. Pero estas cosas ocurrieron quince días después de la victoria.
Mientras tanto, había llegado de Venecia el oro necesario para el rescate de Francesco Gritti, aunque no fue enviado por el Estado, sino por la familia del preso, que era una de las más ricas de la República y se creyó obligada a pagar. Messer Gritti salió humillado y rabioso, jurando que se cobraría aquel dinero y que Colombino da Siena maldeciría el día en que se burló de él y le obligó a pagar.
El aumento de riqueza que aquel oro representaba permitió a Colombino alistar para la Compañía del Palomo quinientos de los mercenarios capturados a Venecia.
La Serenísima no podía quejarse de eso. Era cierto que la costumbre italiana aconsejaba poner en libertad a todos los mercenarios el terminar una batalla, pero Colombino no hizo caso de ella, con gran disgusto del los capitanes de fortuna de su época Tampoco la había aprobado Venecia cuando le convenía, de modo que la Serenísima República no pudo quejarse de la conducta de Colombino.
Gracias al aumento de sus fuerzas, disminuyó la posibilidad de que Venecia quisiera hacer una tentativa para conquistar Rávena. En aquella época los turcos empezaban a darle que hacer en sus dominios ultramarinos y a ellos había de dedicar todos los recursos posibles, debilitada como estaba por su larga guerra con Milán.
Al fin, sin embargo, llegaría el día en que Venecia querría ajustar cuentas, a no ser que el señor Honorato pudiese evitarlo, pues entonces, como ahora, era cierto el axioma de que para lograr la paz es necesario estar preparado para la guerra, y el señor Honorato lo sabía. Recordó la observación de Colombino de que no seria difícil conquistar Rávena, sino conservarla, y él tenía fe de que su ejemplo seria seguido por otros estados sujetos al yugo veneciano y confiaba en que harían una liga para oponerse a la rapaz República.
En cuanto hubieron terminado las fiestas de la victoria, el señor Honorato tuvo la oportunidad de examinar el horizonte y no pudo descubrir ninguna de las nubes que temía. El pueblo de Rávena le guardaba lealtad, porque no se sintió a su gusto bajo el gobierno veneciano. Éste había ocupado todo los cargos públicos y además intervino todo el comercio y las industrias de Rávena. Por consiguiente, ésta vio con gusto la restauración de los Polenta, y por lo tanto, se podía confiar en que formarían una milicia para defender la ciudad. Pero el pasado había demostrado cuán ineficaz sería esta medida contra el poder de Venecia y sus soldados profesionales.
Aunque habían transcurrido seis semanas desde que el señor Honorato y su hermosa hija se habían asentado en Rávena, Colombino no daba ninguna señal indicadora de que considerase acabado su cometido. Ocupábase en la fortificación y en el buen gobierno de la ciudad, como si hubiese de permanecer indefinidamente en aquel puesto de mando. Sus capitanes habíanse retirado a la ciudadela, pero Colombino continuaba en la Casa Polentana. Sentábase todos los días a la mesa del señor Honorato, como si fuese de la familia, a semejanza de Samaritana o de Mecer Cosimo, y sostenía relaciones muy cordiales con ambos.
En Samaritana, cuya voz oyó por vez primera cuando ella apareció en Rávena, no observó afectación ni reticencia. Era tan franca en su conversación con él cual convenía a una doncella de su posición, y si aún aparecía envuelta en una nube de tristeza, a veces mostraba una graciosa vivacidad y sabía pronunciar frases llenas de agudeza y buen sentido.
Observándola mientras iba de un lado a otro, con la mayor gracia, Colombino se dio cuenta de que le agradaba mirarla y daba gracias al cielo de que si ella era una escalera por la que habría de ascender, fuese, por lo menos tan agradable como la hallaba.
Díjose a si mismo que el amor no tenía ninguna parte en eso. Creía que el amor no era más que un espejismo en el cual los hombres hallaban su pérdida, y dadas sus aspiraciones, agradecía al cielo que Samaritana no fuera jorobada. Nada más. Ella formaba parte de sus proyectos, por el valor que realmente tenía.
Colombino, que sabía negociar con una estrategia no inferior a la que utilizaba en el campo de batalla, no hizo ningún movimiento para advertir señales de la aprensión qué el señor Honorato sentía de que finalmente los demás estados aquellos del imperio veneciano acabarían dejándolo solo. Y un día de los primeros de agosto, cuando el señor de Rávena hubo inspeccionado la ciudadela y los trabajos de fortificación, ordenados por Colombino, éste se dispuso a hablar del asunto.
—He terminado ya mi cometido en Rávena, señor, y aun puedo decir que he pasado aquí más tiempo del que esperaba. Os he devuelto Rávena, y ha llegado el momento en que deseéis veros libre de mí.
Paseaban sobre las murallas, desde donde podían divisar un extenso paisaje. El señor de Rávena detúvose en seco y aunque ya estaba, preparado para ello aquellas palabras, fue evidente su tristeza.
—¿Que deseo perderos de vista? No me parece una frase oportuna. —Dio un suspiro y añadió—: Éste sería el último de mis deseos, Ser Colombino. En cuanto os marchéis, desaparecerá el escudo que me protegía. Ya he pensado en eso.
—Ese problema existió desde el primer momento y ya os hablé de ello en Siena. Pero os incumbía a vos sólo, señor.
—Si, si, ya he pensado en ello. Y se me ha ocurrido una solución. En la actualidad Venecia tiene mucho que hacer, y una modesta exhibición de fuerzas; bastaría para contener sus instintos rapaces. Si aceptaseis de mí un cargo permanente para servirme, en caso necesario, y me permitierais publicarlo, ello sería suficiente para contener a Venecia. —Hizo una pausa, y tras ligera vacilación añadió—: Había pensado en unos diez mil ducados por año y en cuanto hubiese necesidad de actuar, fijaríamos otra cantidad mayor. —Hizo una nueva pausa, antes de preguntar—: ¿Qué os parece eso, Ser Colombino?
—Que como cargo fijo, la retribución es generosa —pero dijo estas palabras en tono frío—. Hablaré de ello con mis capitanes.
Y cambió de asunto para explicar las ventajas de un rebellin[5] que había construido para proteger el bastión en que se hallaban.
Si expuso el asunta a sus capitanes, por lo menos se olvidó de comunicar la respuesta y tampoco volvió a referirse a ello; de modo que el señor Honorato se vio obligado, dos días después, a preguntarle si había reflexionado.
De nuevo Colombino hizo el mismo gesto de duda y volvió a abandonar el asunto, prometiendo que pensaría en él. De esto dedujo el viejo déspota que no le interesaba gran cosa.
Honorato empezó a sentirse inquieto. Obligo a Colombino a que le diera una respuesta al día siguiente, pero el joven condottiero manifestó alguna turbación.
—Me encuentro en una dificultad, señor. El deseo de serviros y el afecto que os tengo están en lucha con mi propia estimación. El cargo que me ofrecéis podría ser un obstáculo para mayores empresas. Lo mismo opinan mis capitanes. Pero lo pensaré.
Como las veces anteriores, su tono dejaba pocas esperanzas.
—Pero entonces, desde el exterior, llegaron unos rumores en auxilio de Colombino.
Mientras una mañana recorría con Honorato los jardines de la Casa Polentana, aludió a ellos. Al Sur parecía formarse un bélico nubarrón. En cuanto Colombino diese a entender que su espada estaba ya libre, no faltaría que hacer a la Compañía del Palomo, y por lo tanto, era necesario conformarse con su marcha.
Tal fue la respuesta que dio a las proposiciones de Honorato, cosa que dejo consternado a éste. El anciano se dejó caer en un asiento de mármol que había frente a un seto de tejos, tan espeso como una pared. Y tristemente inclinó la cabeza.
—De modo que vuestra espada está ya disponible, ¿eh? Y desde luego, yo no tengo los medios necesarios para pagarla. Debo inferir, pues, que ya no pensáis en aceptar el cargo que os ofrecí.
En su voz había, despecho y amargura. Colombino, en pie, dio un suspiro.
—¿Qué haríais en mi lugar, señor?
—Quizá no hiciese lo que os proponéis. Pero no me quejo. Me habéis servido de un modo excelente. Mas si os retiráis por completo, al fin resultará inútil cuanto habéis hecho y Venecia no tardará en vengarse en mí.
—Precisamente porque lo sé —contestó Colombino—, he aplazado esta decisión lo más posible, para un hombre de mis ambiciones, porqué las tengo, señor, como las tendríais vos si estuvieseis en mi lugar y tuvierais el poder de que gozo. ¿No veis, señor, a dónde me llevan mis ambiciones? Francesco Sforza, que ha llegado a ser duque de Milán, era menos que yo, en los comienzos de su carrera. Quizá yo no aspire a tanto, pero no soy modesto.
Colombino estaba dispuesto a hablar con mayor claridad. Pero se limitó a sembrar aquella idea en la mente del señor de Rávena, y luego esperó con calma simulada.
Honorato lo miraba ceñudo. Guardó un largo silencio, luego se sonrojó y sus ojos centellearon. Por fin hizo la pregunta que esperaba. Colombino:
—¿Satisfaría el señorío de Rávena vuestra ambición?
—¿El señorío de Rávena?
—Cuando yo haya muerto —explicó el anciano—, Venecia, que esperara hasta entonces, reclamará Rávena basándose en que no tengo ningún descendiente masculino. Por eso hizo asesinar a mi hijo. ¿Creéis que podré morir en paz mientras haya la posibilidad de que Venecia se aproveche de tal infamia? Estoy dispuesto a adoptar cualquier medio para frustrar esta posibilidad. Por esto os pregunto, puesto que sois hombre capaz de sostener este señorío y aun tal vez de aumentarlo, si satisfaría vuestra ambición ser señor de Rávena. Y si mientras tanto y con esta esperanza, podríais considerarme vuestro señor.
Colombino fingió no comprender todavía.
—Pero ¿de qué manera se establecería la sucesión?
—Casándoos con Samaritana. De esta manera se aseguraría vuestro futuro y el suyo.
En el corazón de Colombino reinó repentina alegría. El fruto había caído en su regazo sin que él se tomara la molestia de sacudir el árbol. Pero afectó la mayor solemnidad y permaneció tanto tiempo sumido en sus reflexiones como si el Señor de Rávena fuese un Lucifer que quisiera tentarlo.
—¡Cómo! ¿Acaso necesitáis reflexionar?
—¡Oh, señor! Ya comprenderéis que me siento confuso —exclamó sonriendo—. Me doy cuenta de que no poseo ningún mérito para merecer este honor. Si lo habéis considerado bien y siempre y cuando la señora Samaritana comparta vuestros puntos de vista, sólo puedo contestar una cosa: hago juramento solemne de que me esforzaré por merecer tan gran premio.
Honorato dio un suspiro de alivio, y apoyándose pesadamente en su bastón, se enderezó.
—Está bien. Podemos dar por zanjado el asunto. Inmediatamente voy a informar a Samaritana.
Realmente aquello era ir de prisa. ¿Acaso conocería ya los sentimientos de ella? Colombo se hizo la pregunta.
—No he pensado en eso —contestó el anciano déspota, en, tono indicador de que la joven no tenía ningún derecho a oponerse a sus deseos.
Luego se fijó en la figura viril del condottiero y sonrió cual si pensara en que la joven no hallaría reparo que oponer. Continuó mirando a Colombino, pero ya con expresión bondadosa, y con gesto afectuoso, le apoyó la mano en un hombro.
—Os aseguro, hijo, que esta solución de mis dificultades me complace en gran manera. No podría haber encontrado otra mejor.
Colombino, profundamente conmovido y algo avergonzado al pensar en las argucias que empleara para que Honorato le propusiera ser su yerno, inclinó la cabeza.
—Señor —contestó solemnemente—. Os aseguro que me esforzaré en conservaros en tal opinión.
—Ya lo sé —replicó el anciano—. Y confío que en ello hallaréis la felicidad. Samaritana es buena, dócil y nada tonta.
Pero poco había de tardar en cambiar de opinión, porque le esperaba una profunda sorpresa.
Buscó inmediatamente a su hija en la habitación que se había reservado. Sus paredes estaban tapizadas de azul y gris, y los muebles de ébano con incrustaciones de marfil sostenían algunos jarrones con las últimas rosas. Encontró a la joven con su criada Mónica, hermana del castellano de Rávena, y ni siquiera se molestó en despedir a esta última para comunicar aquélla noticia que pronto sería del dominio público.
Ella le oyó con expresión de pánico y palideció mientras escuchaba. En segundo término Mónica, ya mujer entrada en años, se puso tan pálida como su ama.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué os sucede? —exclamó Honorato al advertir aquel cambio.
—Me duele mucho… —contestó la joven que estaba en su asiento— no poder obedeceros, puesto que tal es vuestro deseo. Pero no puedo. Ni siquiera me es posible pensar en la posibilidad de tal matrimonio.
Honorato la miró entre colérico y risueño.
—¿Cómo? ¡Por la Virgen María! ¿Que no podéis pensar en eso? ¡Pero si os ordeno que lo hagáis! Nada más, y consideraos afortunada. Colombino es un hombre a quien muchas mujeres gustarían de tener por marido.
—Pero yo no soy ninguna de ellas —contestó la joven, cobrando ánimo gracias a la tiranía de su padre. Espero que mi marido será algo mejor que un aventurero, que un hombre que toma el nombre de la ciudad en que nació, porque no se atreve a llevar el deshonrado por su padre.
—Todo eso son chismes —contestó el señor de Rávena, ya tranquilizado—. Si ésta es vuestra razón, os equivocáis, os lo aseguro. En cuanto al resto, si buscáis algo mejor en el que ha de ser vuestro marido, es muy posible que desperdiciéis la vida buscando.
—Preferiría eso.
—No lo dudo, porque sois tonta. Pero yo también tango mis preferencias y sé lo que os conviene. Cualquier día os daréis cuenta de lo afortunada que sois. Por consiguiente, no hablemos más de eso.
Y se disponía ya a marcharse cuando ella lo contuvo diciendo:
—Supongo que soy una criatura de Dios, dotada de alma, aunque sea vuestra hija.
—Desde luego, y este matrimonio os ayudará a salvar vuestra alma.
—No, señor. —La joven se levantó, y a pensar de su palidez, mostraba enérgica y firme—. Ningún matrimonio sin amor logró tal cosa.
—¡Bah! Matrimonio sin amor. ¡Tonterías! Casaos, niña, y el amor vendrá luego. Necesitáis un hombre o lo necesitaréis en cuanto yo me haya muerto. Un hombre, ¿comprendéis?, para que vuestra herencia no caiga en manos de Venecia; y sin Colombo a vuestro lado, no seríais dueña de Rávena por espacio de una semana. Ahora quizá me comprendáis; por lo tanto, no hay más que hablar.
De nuevo se volvió para marcharse, figurándose haber dicho la última palabra, pero lo detuvo de nuevo.
—Pues hay más. —Ya no hablaba con tanta firmeza y Mónica hizo un movimiento, cual si quisiera acudir a su lado—. He dado ya mi fe y no quiero ser falsa a mi promesa. Nada ni nadie me obligará a ello.
El señor Honorato retrocedió lentamente desde la puerta, a la que había llegado casi, con los ojos fijos en la joven. Mónica hizo un movimiento como para impedirle el paso, pero él la rechazó con un ademán. Luego, con amenazadora calma, exclamó:
—¿Qué me dices?
Ella, con toda la serenidad que le fue posible, confesó que había un hombre en Creta con que se prometió poco antes de abandonar el destierro.
—Veo contestó él con ojos amenazadores —que ya es tiempo de que os tenga bien guardada, niña. ¿Quién sois? ¿Acaso la hija de un cocinero para entregaros por vos misma y en secreto? ¿Por qué? ¿Había alguna causa que pudiera avergonzaros? ¿Quién es ese enamorado de Creta?
—Ottavio Moro —contestó la joven, tragando saliva. Y se apresuró a añadir—: Ahora ya comprenderéis el secreto.
—¿Moro? —exclamó él horrorizad—. ¿El sobrino del Dux? ¿El procurador de la República en Creta? —Furioso agarró la muñeca de la joven, la atrajo a sí y luego la rechazó de nuevo—. ¡Por todos los demonios del infierno! ¿Tengo, acaso, una hija tan monstruosa, que pierda su orgullo para comprometerse con un individuo de la sangre de mi peor enemigo? ¿Acaso no significa nada para vos que los de Moro hubiesen desposeído a vuestro padre y que asesinaran luego a vuestro hermano? ¿Os atrevéis a permanecer ante mí para decirme con la mayor insolencia que ese perro de Moro es vuestro prometido?
Y se separó de ella, rabioso, empuñando el bastón como si quisiera apalearla.
—¡Señor, señor! —exclamó Mónica, yendo a contenerle.
Él la rechazó con fuerza debida a la cólera.
—¿Por qué venís a cacarear ante mí? ¡Callad vuestra lengua infernal! —dijo— y dio un furioso bastonazo sobre la mesa. ¡Oh, Dios, que vergüenza! Tengo por hija a una mujerzuela, que se arroja en brazos del primer cazador que le hace un ademán. Y ése es un hombre de una casa que se manchó con la sangre de la mía. ¿No veis, idiota, los fines, de ese tunante? Vuestro hermano, el heredero de Rávena, asesinado. Así queda libre el camino para él y podrá alcanzar el señorío de Rávena, casándose con vos. Es decir, que de un modo u otro Venecia ha de acabar dominando aquí.
—Todo eso es falso —interrumpió ella. Y quizá añadiera algo más, pero él se lo impidió.
—Escuchadme, hija desnaturalizada. Antes os casaréis con un moro de África que con un Moro de Venecia. Así, no os acordéis más de eso y rogad a Dios que os perdone por ello. En cuanto a mí, si queréis merecer alguna vez mi perdón, procurad que no oiga hablar de eso. ¡Nunca! Me habéis dado otra razón más para apresurar vuestra boda con Colombino. —Dio media vuelta, se dirigió de nuevo a la puerta y en el umbral se volvió temblando de cólera—. Procurad que nunca más oiga hablar de eso —repitió amenazador.
Gimiendo levemente, el cuerpo esbelto y delicado de la joven se dejó caer en el sillón, encontrando al paso los brazos de Mónica, que la rodearon y luego oyó la voz de ésta que le decía al oído:
—Consolaos, niña. No os desaniméis. ¡Messer Colombino no os obligará nunca contra vuestra voluntad! Es noble e hidalgo. ¡Ojalá lo amaseis!
—¡Eso no es posible! —contestó Samaritana—. Nunca querré casarme con él. Nunca. Quizá sea tan desnaturalizada como asegura mi padre. ¿Qué sé yo de esas enemistades? Las manos de Ottavio están limpias de nuestra sangre, aunque tal vez sus parientes no puedan decir lo mismo. Y lo esperaré o moriré soltera. No me importa.
No tardó en llegar su pariente Cosimo, enviado por su padre. Compartía el horror de éste ante el anuncio hecho por Samaritana. La Joven sentía afecto por aquel joven sacerdote, y a causa de ese sentimiento y también porqué era hombre suave y apacible en sus reconvenciones, le escuchó paciente. Pero también él acabó por enardecerse al observar lo que consideraba contumacia en su error. Vióse insistiendo en vano acerca de la enemistad entre las dos casas y en las ventajas que para Rávena resultarían de su unión con Colombino, gran soldado que conocía el modo de conservar sus dominios y de contener el poderío de Venecia. Pero ante aquella indiferencia extraordinaria hacia los deberes que le exponía. Cosimo salió desesperado.
Mientras tanto, el señor Honorato había recobrado la apacibilidad.
—No me importa nada en absoluto cuáles puedan ser sus inclinaciones. Fui un tonto al emplear tantas palabras con ella. Ahora ya sabe cuál es su obligación. Y a Colombino corresponde hacérsela agradable.
* * * *
II
la mañana siguiente, Colombino, asomado a la ventana, vio a Madonna Samaritana que se paseaba sola por el jardín. Se le ocurrió que la escena era muy agradable, y por consiguiente se dispuso a desempeñar su papel.
Ni Honorato ni Cosimo le habían indicado que la dama no se mostraba tan dócil como su padre se figuraba.
La alcanzo en un rincón del jardín, donde había un pequeño estanque rodeado de tejos. La joven vestía un traje verde, cuya cola arrastraba por el suelo, y un velo blanco cubría su cabello oscuro sobre el pálido rostro. Y así, esbelta y alta, pareció a los ojos de Colombino un lirio más.
Al oír el ruido de sus pasos, ella miró por encima del hombro y dilató algo los ojos al ver quién llagaba. Él hizo una profunda reverencia.
—He tenido la suerte de encontraros, Samaritana. Vengo a juraros que mi vida se empleará en merecer el honor y la alegría de que no soy todavía digno.
Y sonriendo a la sobresaltada joven le tomó la mano y la llevaba ya a sus labios, cuando ella, la retiró despacio. Adoptando el consejo que Mónica le había dado, se esforzó el observar aquella conducta. Había un banco de piedra ante el estanque, amparado por la sombra de un tejo, y Samaritana se dirigió allá.
—¿Queréis que nos sentemos, Ser Colombino? He de deciros algo. —Y cuando él hubo obedecido, sin descomponerse ante la gravedad de la joven, ella le dirigió una mirada de tímido candor—. ¿Puedo ser franca con vos, Ser Colombino?
—Ése sería mi más profundo deseo. Ahora y siempre.
—¿Y seréis paciente conmigo? ¿Paciente e indulgente?
—Tengo el deseo de serlo siempre.
—Supongo que no consideraréis ofensa hacia vos si os digo que no os amo.
—Lo contrario me parecería un milagro. Antes debo merecer y ganar vuestro amor.
Ella meneó la cabeza mientras se acentuaba la tristeza de sus ojos.
—Vuestros esfuerzos, buen señor, están condenados a ser estériles.
—Muchas veces se me ha dicho lo mismo y siempre he demostrado que la profecía es falsa —contestó él acentuando su sonrisa—. Puedo aseguraros, por otra parte, que ninguno de mis esfuerzos anteriores habrán sido tan fervorosos como éste. Por consiguiente, confío.
—Debéis comprenderme, Ser Colombino. No tengo ningún amor que daros.
La fría firmeza de la joven borró la sonrisa de él. Púsose grave y ante su mirada firme, ella bajó los ojos.
—Sois muy joven, Samaritana. Y sólo podéis estar segura de lo que ahora sois, pero no de lo que llegaréis a ser. Por eso os ruego que habléis tan solo del presente, pero no del futuro, en el cual confío tener alguna participación. Os ofrezco servicio y devoción y estoy seguro di que ni uno ni otra podrán dejaros indiferente. Por lo tanto, no os apuréis ni os dejéis impresionar por lo que ahora os parece ver. Más adelante yo me esforzaré en que gocéis de la felicidad. Para deciros esto os he buscado, y también con el fin de prometeros que éste será mi único afán en la vida.
Durante un largo silencio, la joven agitó nerviosa las manos y luego en tono de súplica le contestó:
—Si vuestro objeto fuese mi felicidad, desistiríais en el acto de un cortejo que me hace desdichada. Imploro a vuestra hidalguía, Ser Colombino, y también a vuestra generosidad.
—Dadme algún tiempo para conquistar vuestro favor —replicó él suspirando—. Confío en lograrlo, puesto que os quiero bien. —Se puso en pie y añadió—: Ahora os dejo. Estáis aún sobresaltada por lo inesperado del caso. No debo ser importuno y confío en que nunca os lo pareceré.
—Esperad —contestó ella, levantándose también—. Aún no me habéis comprendido. He entregado ya mi amor.
Estoy comprometida y ni el honor ni el afecto me permitirían romper este compromiso.
—¿Comprometida? ¿Cómo es posible, puesto que vuestro padre…?
Ella le interrumpió para referirle la historia de sus amores en Creta, y Colombino la escuchó con el ceño fruncido.
—¿Un veneciano, y además de la Casa de los Moro? ¡Dios mío, niña, si hubieseis buscado por el mundo entero, difícilmente encontrarais a un hombre que os pudiera ser más negado que éste! Ya no me extraña de que hayáis guardado el secreto acerca de eso. —Se acercó a ella y le apoyó una mano en el hombro—. Sabed, niña, que la mayor parte de las desgracias de este mundo se deben a que no aceptamos resignadamente lo inevitable. Procurad no ser victima de eso. Os lo aconsejo afectuosamente. Alejad de vuestros pensamientos a ese amado imposible, antes de que vuestra alma se va destrozada entre vuestras aspiraciones y la amarga oposición de vuestro padre, No os aconsejo en favor de mí mismo, sino por vos sola.
Y habló algún tiempo más acerca de aquel punto y aun se refirió al deber de la joven para con Rávena y tambIén a que podría gozar de su herencia cuando él estuviese a su lado para defenderla y ampararla.
Fueron unas palabras llenas de sabiduría, que cayeron en el suelo rocoso de la pasión obstinada, en donde no podían arraigar. Pero como él se mostró afable y considerado, ella prefirió basar sus esperanzas en la hidalguía de que le daba muestras. Mas si momentáneamente se consoló gracias a eso, pronto había de desesperarse, porqué él empezó a cortejarla con paciencia, procurando no ser molesto y mostrándose comprensivo, pero con la presunción insistente de que ella habría de cambiar de opinión y de que al fin se dejaría dominar por la razón.
Enloquecida y en vista de que todas sus repulsas eran acogidas por él con la mayor suavidad e insistencia, la joven perdió la paciencia y acabó por expresar qué le parecía odioso. Él acogió aquélla cólera como si fuera la de una niña, no hizo caso de su enojo y así ello se sintió llevada casi al borde del frenesí.
Pero no logró ocultar sus sentimientos. Si bien no los mostró a su padre, quien pudo engañarse creyendo que aun de mala gana se había doblegado a sus deseos, Mónica, que conocía toda la verdad, no pudo guardar silencio. Las noticias del noviazgo de Samaritana da Polenta con Colombino da Siena, que desde el palacio y la ciudadela ya habían corrido por toda la ciudad y aun por toda la comarca, fueron seguidas por el rumor de que la dama se vería forzada a contraer aquel compromiso y que tenía el corazón destrozado por un novio que dejó en Creta.
Mientras tanto y en una atmósfera de tristeza y de desconfianza, empezaron los preparativos para el casamiento. Había transcurrido ya el mes de agosto y faltaban solo quince días para la facha señalada, cuando una mañana, Mónica entregó una nota sellada a su joven señora.
—Me la han puesto en la mano cuando después de oír misa salía de San Vitale —explicó.
Samaritana revolvió en sus manos el pliego de forma oblonga, mientras examinaba el sencillo sello.
—¿Quién ha sido?
—Un campesino gordo, el cual me ordenó que os lo entregara en secreto, jurando que aquí se dice algo en vuestro obsequio.
Samaritana rompió el sello y leyó:
Si queréis salvaros de la condenación que os aguarda en ese matrimonio sin amor, venid a verme, hoy o mañana, entre las nueve y las diez de la noche, en el borgo[6], en la tercera casa de la derecha, más allá de San Francesco, y preguntad por Madonna Caterina.
Fácil le seria hallar la oportunidad de salir, porque tenía la costumbre de visitar a los enfermos del borgo. Así fingiendo una visita caritativa, se envolvió en un manto y se cubrió la cabeza con una capucha, y acompañada de Mónica, salió a hora avanzada de la tarde, de modo que a la primera campanada de las nueve se hallaba ante la casa señalada.
En tanto que Mónica se quedaba en la planta baja, Samaritana fue conducida por el hombre que abrió la puerta a una habitación tapizada y sumida en la penumbra, que había en el primer piso. Allí esperaba una mujer joven, de cabello dorado y cutis sonrosado. Parecía una niña, pequeña y esbelta como era, todo inocencia y candor, lo cual hizo desaparecer en el acto las aprensiones que tuviera Samaritana.
Recibió a la hija del señor de Rávena bajo un pie de igualdad, la tomó de la mano y la condujo a un sillón.
—Tened la certeza, querida Madonna, de que soy vuestra amiga; la amiga en la necesidad, que, según se dice, es la mejor de todas. Y aun mejor que eso, sabed que me encuentro en una situación semejante a la vuestra y que, al ayudaros, me ayudo a mí misma.
Samaritana se quitó el manto y, con apacible dignidad, esperó a que aquella mujer siguiera hablando.
Oyó una historia conmovedora de la pasión sin esperanza que aquélla niña sentía por Colombino. Díjole que era Eufemia de Santi, la desposeída condesa de Rovieto, y que una vez, poco tiempo atrás; ella y Colombino, que entonces era su capitán, se prometieron en matrimonio.
—Pero hubo una amarga falta de comprensión —exclamó, lentamente—. Fue obra de hombres traidores, que sembraban la desconfianza entre nosotros. Y eso no sólo destruyó mi felicidad, sino que fue la causa de mi subsiguiente ruina, porque Colombino, dando crédito a las mentiras y equivocándose en lo que decía, se dejó dominar por la cólera y me abandonó a mi suerte, en manos de mis enemigos. Quizá hayáis oído hablar de eso.
Samaritana meneó la cabeza. Sus ojos brillaban de interés y la condesa continuó hablando.
—No importa. Los detalles no tienen importancia. Lo interesante ahora es que he venido a Rávena para serviros y con el fin de rogaros que me sirváis a vuestra vez.
—Ya comprendo —contestó Samaritana, con la mayor vehemencia—. He de ayudaros a hacer las paces con él, reuniros una vez más.
—Precisamente. Os ofrezco el medio de librarse de un noviazgo que, según todo el mundo sabe, os resulta desagradable y, a vuestra vez, me devolveréis el amante que he perdido. Soy absolutamente franca con voz —añadió, con triste sonrisa—. No podría ser de otra manera. Y a no ser por mi excesiva franqueza y candor, no me viera donde estoy.
Samaritana no creyó posible dudar de tal ingenuidad, porque bien se manifestaba en la cándida mirada del lindo rostro de la señora de Rávena, y ésta rebajó su habitual orgullo, con objeto de averiguar cómo habría de utilizar las noticias adquiridas. Sacó de su bolso un diminuto frasco lleno de un líquido incoloro como el agua.
—Aquí —dijo— hay un agua mágica, de singulares propiedades. Es capaz de cambiar los afectos del que la beba, en la dirección que se desee y alejarlo, en cambio, de quien no los desea.
Los negros ojos de Samaritana se dilataron, pasmados, mirar al frasquito y luego a la condesa. Apenas se mostraba incrédula, porque, en resumidas cuentas, nada vio en ello de extraordinario. En Italia era corriente la existencia de unos filtros mágicos, dotados de las más extrañas virtudes y, desde la cuna, la joven había, oído hablar de tales cosas, aunque nunca tuvo ocasión de comprobarlas. Sin embargo, maquinalmente exclamó:
—¿Cómo es posible?
—¡Ah! A eso, Madonna, no puedo contestar. Es uno de los secretos de la vida, que no comprendemos. Todo lo que sé, y de un modo positivo, es que hará lo que os he dicho. ¿Cómo…? —se preguntó, sonriendo y encogiéndose de hombros—. Si lo supiese, mi sabiduría fuera sobrehumana.
Se puso en pie y acercándose a Samaritana, le ofreció el frasquito.
—Tomadlo y, de este modo; contribuiréis a la realización de los deseos de ambas. Si pudierais verter todo el contenido del frasco o solamente la mitad, y aun seria bastante menor cantidad, en su vino o en otra bebida cualquiera, os juro, por la salvación de Mi alma, que allí acabarían las molestias que pueda daros. Nunca más volverá a hablaros de amor. —Y, casi a la fuerza, hizo tomar el frasquito a Samaritana—. ¿Y creéis… que no le hará ningún daño?
La condesa casi desorbitó sus ojos inocentes. Y sus rojos labios se entreabrieron sonriendo.
—Si no estuviese absolutamente segura de lo contrario, ¿creéis que seria capaz de dar éste filtro al hombre a quien amo? ¿Os figuráis que querría causarle algún daño, cuando languidezco por su amor?
—Es verdad —replicó Samaritana, asintiendo—. Tenéis razón.
—En cuanto tome eso, cambiará y vendrá hacia mí. Supongo que no os sabrá mal, puesto que vos no lo aceptáis. Samaritana se quedó pensativa, mientras miraba el frasquito que tenía en la mano. Pero de sus reflexiones nació la esperanza.
—Os quedaré muy agradecida —dijo—, si ese liquido lleva a cabo lo que habéis dicho.
Madonna Eufemia entornó los ojos y contestó:
—Confío en ello y aunque vos no tengáis igual seguridad, nada perdéis con probarlo.
—Eso es cierto —contestó Samaritana.
—Pero hay una condición necesaria, para asegurar el éxito. En cuanto haya bebido, procurad que él recuerde, Decidle: «Gracias a esta bebida os veis unido a Eufemia de Rovieto». Y aun podéis añadir que esta poción contiene mi amor. Eso bastará. Si él piensa en mí en cuanto, empiece a actuar el filtro, estaremos seguras del resultado.
Todo parecía bastante razonable de modo que Samaritana asintió.
—Lo comprendo bien.
—Pero de ningún modo obréis con precipitación, porque, de lo contrario, se perdería todo —le avisó lo condesa—. No digáis una palabra, hasta que haya bebido. ¿Le comprendéis?
—¡Oh, si!, —contestó Samaritana, poniéndose en, pie—. ¿Cómo os agradeceré…?
Pero Monna Eufemia le interrumpió:
—Nada me debéis, pues las dos tendremos que agradecernos algo. No olvidéis mis palabras: «Gracias a esta bebida, os veis unido a Eufemia de Rovieto». Ya veréis cómo se iluminan sus ojos en cuanto las hayáis pronunciado.
* * * *
III
partir de su noviazgo, Ser Colombino tomo la costumbre de hacer, todas las mañanas, una visita a Monna Samaritana. Iba a iba a buscarla a la glorieta del jardín, donde la joven gozaba de la discreta compañía de Mónica.
Allí y casi por espacio de una hora, en aparente camaradería, librábase todos los días un combate de habilidad, un ataque amoroso en el que el condottiero quería obtener la victoria, pero la dama resistía con toda la resolución de una guarnición, dispuesta a morir de hambre antes de rendirse.
Pero, a la mañana siguiente de aquella visita secreta de Samaritana al borgo, Colombino pudo notar que la ciudadela, cansada de resistir quizá, empezaba a pensar ya en la capitulación.
Sobre una mesa había un plato lleno de melocotones, un jarro de miel, otro de vino y algunos vasos delicados, de las cristalerías de Murano. Aquello era corriente, pues a Samaritana le gustaban mucho los melocotones mezclados con vino y miel, y con frecuencia tomaba aquella colación, quizá para distraer la molestia causada por la visita de Colombino. Pero aquella mañana, en cambio, ella ya no mostró la fría indiferencia de costumbre, y llegó a ofrecer vino a su pretendiente. Eso extrañó mucho a Colombino. Era evidente un notable cambio en su conducta, que, si no podía calificarse de cordial, era menos fría que antes. Además, ella conducía la conversación cuando, corrientemente, se limitaba a replicar de mala gana a las frases de Colombino.
—Ayer os vimos a caballo por la ciudad, Ser Colombino. ¡Cómo os adora el pueblo! Pude notar que todo el mundo sonreía al saludaros, y considero que habéis alcanzado también una magnifica victoria al conquistar su afecto.
Él no demostró su asombro y se limitó a atemperarse al humor de la joven, de modo que sonrió, suspirando al mismo tiempo.
—Así como muchas veces y sin ningún esfuerzo alcanzamos lo que nos importa poco, otras, todo el empeño de que se es capaz no consigue lo que se ansia.
La joven estaba en pie, junto a la mesa, a la que se acercó para ofrecerle vino. Centelleó su mirada al mirar a Colombino y aun se rió al replicar:
—Ésta es una confesión que nunca me habíais hecho.
El condottiero le dirigió una aguda mirada y descubrió cierta excitación en la joven. Habíase ruborizado, cuando, de ordinario, estaba muy pálida y el brillo de sus ojos casi parecía indicar la fiebre.
—Siempre ruego a Dios que el tiempo y la fortuna hagan innecesaria esta confesión.
—¿Y sabéis si sois oído, Ser Colombino?
—Como sólo pido cosas beneficiosas para mi alma, así he de suponerlo.
Por toda respuesta ella se rió evasivamente y como se sentía bajo la mirada de él, se volvió, tomó el jarro y, volviéndole la espalda para ocultar su acto, vertió el vino en el vaso. Cuando se volvió, él tomó el vaso, donde el vino centelleaba con el tono del topacio.
—Si soy inteligente en vinos, diría que éste procede de las vides de Orvieto.
—Es cierto —contestó ella.
—Si yo no me hubiese dedicado a la carrera de las armas, sería un buen agricultor. Pero, de todos modos, conozco algo acerca del particular y creo que mis viñedos de Montasco me son aún más caros que la Compañía del Palomo. Últimamente he plantado algunas vides de Orvieto, porque, a mi juicio, no hay otras en Italia que den mejor vino. Pero aún tengo la esperanza de mejorarlas en la tierra toscana.
Mientras hablaba, tomó el vaso y ella, al entregárselo, tuvo un temblor en la mano que; derramó un poco de liquido. Él se apresuró a dejar el vaso sobre la mesa, para tomar una servilleta, a fin de secar los dedos de la joven y luego los suyos propios. Entretúvose en la primera de las dos tareas y, contra lo acostumbrado, ella no se resistió, pues parecía estar como fascinada y sumisa a su voluntad. Tal cambio de actitud obligó a Colombino a fijarse de nuevo en la joven. La vio esbelta y graciosa, con su traje de seda roja, adornado por una gorguera de lienzo que hacía destacar el óvalo de su rostro. Tal contemplación despertó un repentino calor en el corazón de Colombino, quien se dijo que aquella mujer era un premio digno de ser conquistado, aparte el señorío que le entregaría con su mano. Tan casta, orgullosa y noble le pareció en aquel momento, que casi se avergonzó de la naturaleza calculadora de su cortejo. Inclinóse sobre los esbeltos dedos que tenía en su mano y, con la mayor reverencia, oprimió en ellos los labios. También se lo toleró la joven, y es más, no retiró la mano hasta que él la hubo soltado. Inconscientemente, él se fijó en que era la izquierda, y que la derecha pendía cerrada a su costado.
Samaritana se separó de él, volviendo a su sillón mientras él permanecía en pie, al lado de la mesa, observando a la joven. Luego, dando un leve suspiro, se volvió para tomar el vino que ella le ofreciera.
Un rayo de sol atravesaba el vaso; de otro modo tal vez no hubiese observado que el color del vino había cambiado ligeramente desde qué fue vertido. El claro y dorado tono de topacio, que antes comentó, hablase enturbiado un poco, tan levemente, que quizá pasara por alto a otro menos cuidadoso o menos observador de los vinos.
Si eso le llamó la atención, no lo demostró, sintiendo una terrible sospecha que le contrajo el corazón. Completó el movimiento de tomar el vaso, aunque no lo llevó a los labios. Lo puso en el extremo de la mesa, a su alcance, desde la silla que ocupaba. Y sin que, al parecer, mirase pudo notar que dos pares de ojos, los de Samaritana y los de Mónica, le observaban con furtiva atención. Mónica, por vez primera desde su llegada, levantó los ojos de la costura en que se ocupaba.
Colombino cruzó las piernas, al parecer tranquilo de cuerpo y alma, mientras su mente trabajaba con la mayor actividad.
Quedaba ya explicada la extraordinaria afabilidad de la joven. Lo hizo así para que él no estuviese sobre aviso. Resultaba, pues, que aquella joven era tan falsa, como otro miembro cualquiera de su sexo desleal y él había sido un loco al hacerse la ilusión momentánea de que ella podría devolverle sus perdidos ideales.
Recordó y se explicó también la mano derecha cerrada y pendiente. Sin duda ocultaba un frasquito, cuyo contenido fue a enturbiar el vino. ¿Qué tósigo o filtro querría propinarle? ¿Qué podía ser sino un veneno?
Desesperada y persuadida de que no podría librarse de su cortejo por otros medios, resolvió darle muerte. El entonces sintió cierta compasión por la joven y también alguna vergüenza por su propia insistencia, que la empujó a tal extremo.
Pero se dijo que, hasta entonces, no tenía más que sospechas. Era preciso comprobarlas antes de obrar.
Por unos momentos habló de asuntos triviales, jugueteando con las borlas del cordón que llevaba en el pecho, mostrándose al parecer, tranquilo y descuidado, mientras buscaba la manera de adivinar la verdad.
Se levantó de repente y, abandonando la charla ligera, dijo:
—Samaritana, he de deciros algo muy importante para vos y seguramente agradable. Si mi cortejo —añadió, observando que la joven le prestaba la mayor atención— ha sido insistente hasta el punto de suscitar vuestro resentimiento, debíase a la firme esperanza que yo sentía de conseguir, por fin, vuestra conformidad. Pero últimamente, y con gran pena por mi parta, he llegado a persuadirme de que tal esperanza es vana. Advierto que vuestro amor por otro es muy firme y, por lo tanto, creo que sería indigno de mi hidalguía aspirar a verme correspondido y seguir insistiendo en vista de estas circunstancias.
Hizo una pausa y pudo observar la, palidez y la agitación de la joven, en tanto que Mónica, casi tan emocionada como ella, interrumpía su labor, de costura.
—He tratado de conformar mi vida con unos ideales de hidalguía que quizá ya no se usan y la hidalguía me impide seguir importunándolos o permitir que otros os importunen por mi causa. Déboos, pues, no sólo mi retirada, sino hacer de modo que no pueda parecer como culpa vuestra.
—Ello me cuesta mucho, porque debo confesaros, Samaritana, que, en mi vida, habéis adquirido tal importancia, que todos mis sueños sólo se refieren a un futuro en vuestra compañía. Y no quiero que sufráis ya más por mi causa. —Hizo una pausa y añadió—: Confiad en mí y os aseguro que facilitaré la solución de este asunto. Así os compensaré todas las penas que quizá, os he causado.
—Apenas os comprendo —contestó ella, mirándole con ojos turbados—. Mi padre…
—Vuestro padre no os molestará. Mi camino es muy claro: Aun corriendo el riesgo de ofenderle, diré al señor Honorato que he cambiado de propósito y que, después de reflexionar, me he convencido de que aún es demasiado pronto en mí carrera para tomar la carga de una esposa. Me esforzaré en acallar su resentimiento. Pero si no lo consiguiese… En fin, no tengo más remedio que exponerme a su cólera.
En el blanco rostro de la joven se pintaba el miedo.
—Confío, Samaritana, en lograr vuestra aprobación y en que por lo menos, pensaréis en mí sin ningún rencor. —Tomó el vaso y, sin dejar de mirar a la joven, lo levantó despacio—. Bebo por vuestra felicidad, en compañía del hombre a quien habéis elegido.
Esperó un momento, cual si aguardase la respuesta de ella. Pero la joven guardó silencio. Continuaba mirándolo, sobresaltada, y su cuerpo se estremecía mientras agarraba los brazos del sillón.
Deliberadamente, Colombino llevó el vaso a los labios, pero cuando ya lo tocaba casi, su olfato advirtió un olor dulce y amargo a la vez que le recordaba al de las almendras amargas. Allí tenía la confirmación de sus sospechas. Ante los asustados ojos de las dos mujeres, bajó deliberadamente el borde del vaso y, sonriendo, dijo:
—¿Es preciso, todavía, que beba éste vino?
Ella continuaba mirándolo, sin pronunciar palabra. Colombino se echó a reír y dejó el vaso sobre la mesa. Parecía que aquel suceso le amargaba y le divertía a un tiempo.
—Se me ocurrió pensar que, alejando la necesidad de mi asesinato, podría, al mismo tiempo, destruir la voluntad de insistir en él. Pero veo que me equivocaba. También advierto que sois más tonta de lo que suponía, porque mi muerte os causaría muchas más molestias que mi pacífico alejamiento.
—¿Vuestra muerte? —exclamó ella, poniéndose en pie—. ¿Vuestra muerte?
—¿Acaso no la deseabais?
—¡Oh, Díos! ¿Cómo podéis imaginarlo?
—La idea me parece muy razonable, puesto que pusisteis veneno en el vino.
—¿Veneno? Es falso. ¡Lo juro! No hay veneno en ése vino.
—¿Lo juráis? ¿Por quién?
—Por la salvación de mi alma.
—¡Buen juramento! Pero se conocen muchos casos en que las mujeres han sido perjuras. Si probarais ese vino, me persuadiríais más que un juramento. Aquí está el vino —añadió, señalándolo—. ¿Queréis beberlo, Madonna?
—Si eso ha de convenceros… —replicó la joven, dirigiéndose a la mesa. Pero, de pronto, se detuvo, horrorizada, al recordar las propiedades maravillosas atribuidas al filtro. Mónica se había puesto igualmente en pie y, alarmada, acudió a su lado. Pero Colombino no le hizo caso y, en tono burlón, preguntó:
—¿Titubeáis? ¿Por qué? ¿Qué cosa os puedo dar miedo de ese inocente vino de Orvieto? —Se endureció su tono, al añadir—: Por lo menos, me figuraba que, finalmente, os mostraríais compasiva. Tan tonto era yo que, al comprender lo que sois, pues queríais atentar contra mi vida, me atribuí toda la culpa. Tal vez llegué a molestaros con mí cortejo. Para vos, la posibilidad de casaras conmigo no era más que un tormento, y desesperada, apelasteis a la úrica arma que estaba a vuestro alcance. Así razonaba yo, tontamente. Y, para comprobarlo, os anuncié mi propósito de renunciar a vos y mi próxima marcha. Pero tan profundo es el odio que sentís, tan intenso vuestro desdén de venganza, que ni siquiera eso os ha desarmado ni ha podido detener vuestra mano asesina.
Ella le dirigió una mirada de cólera y pena. Jadeaba y sus senos se elevaban y descendían convulsivamente, dentro de su funda de color carmesí.
—¿Una prueba? ¿Era una prueba? Ya comprendo. Sois muy astuto, señor. Todo el mundo lo dice. Sin embargo a veces, la astucia puede extraviar a un hombre. Vuelvo a juraros que en ese vino no hay ningún veneno.
—Ya lo he oído. Pero no queréis beberlo.
—No, porque… porque…
Y, entonces, confesó la asombrosa verdad, con palabras que se atropellaban una a otra: que arrojó al vino un filtro, cuya finalidad y propiedad confesó, aunque no indicó, ni remotamente, de dónde o había obtenido.
—Por esta razón —añadió retadora— no he querido beber.
Él la escuchó con las cejas arqueadas y rostro burlón.
—Pues ahora, precisamente, acabáis de darme la razón que os obliga a beber. Según habéis dicho, ese filtro os impulsaría a amarme y, de este modo, os seria más fácil vuestro casamiento conmigo.
—Ya veo que no me creéis —contesto ella, colérica.
—Pero podéis convencerme fácilmente. Pensadlo, Samaritana. Esta bebida transformará vuestro odio en amor, vuestro disgusto en deseo. Por consiguiente, encierra la felicidad de vuestra vida. ¿Podéis titubear aún?
—Sois un diablo burlón. Y si antes no os odiaba, os odio ahora. Os he dicho toda la verdad, sin lograr otra cosa que provocar vuestras burlas y que me creáis embustera. Si no fueseis hombre de bajo origen, si pudierais comprender a las personas como yo, sabríais que si bien soy capaz de mataros para librarme de vuestras odiosas pretensiones, no podría mentir aunque quisiera.
—Otras veces me han dicho las mismas palabras. Son los trajes adornados de piedras preciosas en que se oculta la falsía y la mentira. Pero las desnudaré inmediatamente y así quedará al descubierto vuestro engaño. Esperad.
Tomó el vino y lo llevó hacia la puerta de la casa. Allí levantó la voz para llamar. Oyéronse unos pasos y él dio órdenes en voz baja. Y en cuanto se retiró el servidor, Colombino retrocedió, sin abandonar el vaso de vino.
—¿Si queréis sentaros, Madonna…?, no os entretendré.
—¿Qué vais a hacer?
—No pondré a prueba vuestra paciencia —se limitó a contestar.
La joven se dejó caer en su asiento y Mónica permaneció, protectora a su lado, dirigiendo miradas amenazadoras a Colombino.
Así esperaron, en silencio, hasta que aparecieron dos pajes de Colombino llevando un perro viejo, cuyo pelaje era de color pálido. Él se puso en pie, ordenando, a un paje que sostuviera al perro con firmeza y al otro que; le abriera las mandíbulas. En la garganta del animal, que se resistía, Colombino vertió la mitad del vino que contenía el vaso. En cuanto al resto, lo arrojó a lo lejos y luego concentró su atención en el perro.
Pronto se notaron los efectos, porque el pobre animal empezó a retorcerse, luego se tendió, se le enturbiaron los ojos y abrió la boca. Samaritana le miraba, horrorizada, en tanto que Mónica le rodeaba el cuerpo con un brazo.
Colombino hizo un gesto imperioso a los lacayos, diciéndoles:
—Lleváoslo y enterradlo. Y no digáis a nadie cómo ha muerto.
En cuanto los servidores se hubieron alejado, Colombino se puso en pie ante la horrorizada dama.
—¿Os parece suficiente? ¿Os habéis convencido de los efectos de vuestro filtro amoroso? Ya veis lo que habría sido de mí si hubiera bebido el vino que me ofrecisteis. Y jurasteis por la salvación de vuestra alma que no era venenoso. ¿Habéis terminado con vuestras mentiras, o quizá se os ocurre otra explicación de lo ocurrido?
Humillada y dolorida por aquellas desdeñosas palabras, horrorizada por la prueba que acababa de presenciar, ella no contestó más que con un sollozo. Y allí podría haber terminado el asunto si Mónica no exclamara, apasionada:
—Mi pobre palomita, no ha mentido, señor. Sois un bribón al acusarla de este modo. Ella estaba persuadida de lo que os digo. La engañó aquella mala mujer del borgo, que le dio el filtro. Vos sabréis lo que hicisteis a la condesa de Rovieto para que desee mataros. Pero si con ella os condujisteis como con mi ama, por mi fe, os aseguro que tenía motivos suficientes para mentir.
—¿La condesa de Rovieto? —exclamó Colombino, cambiando su actitud y en tono muy severo—. ¿Que ella proporcionó este veneno? ¿Para mí?
—Pero no dijo que era veneno, sino un filtro amoroso.
Entonces Mónica refirió todo lo ocurrido y luego Samaritana suministró algunos detalles más.
Al terminar, la joven tendió las manos suplicantes.
—Ahora ya, sabéis la verdad. No os he ocultado una sola palabra.
De una escarcela sacó un pedazo de papel y se lo entregó. Era el billete recibido de la condesa.
—Si —dijo él—, es de puño y letra de esa Jezabel. Pero sin eso también os habría creído.
—Yo no tuve ninguna desconfianza —exclamó Samaritana, en tono apasionado—. Así sea testigo la Santa Virgen del cielo, de que la creía. Messer Colombino, estoy dispuesta a una reparación, y os demostraré mi buena fe.
—¿Cómo? —preguntó él, frunciendo el ceño.
Horrorizada ante la idea de que estuvo muy cerca de cometer un asesinato, ella contestó:
—En adelante toda mi vida os daré prueba de ello. Estoy dispuesta a casarme con vos. Nunca más me resistiré a vuestra voluntad. Así… de esta manera, os compensaré de lo que he hecho.
Tan, horrorizada estaba por lo ocurrido, que cayó de rodillas, para pedir perdón.
Él se inclino y la obligó a levantarse. Y, sin soltarla, le dijo:
—No necesito tal prueba. Os he calumniado y os he insultado. —Y en tono más suave, añadió—: Cuando me case, tango la esperanza de ser un marido y no una penitencia. Un amante y no un tormento para una mujer. Por lo tanto, tranquilizaos. No se hable más de nuestra boda. Es un sueño que ha desaparecido. Ahora me marcharé, pero recordad que siempre y cuando me necesitéis, estaré dispuesto a acudir a vuestra llamada.
Deslizáronse las manos de Colombino desde los codos hasta las muñecas de la joven, las levantó, besó sus dedos y se marcho, dejándola asombrada y atónita.