Capítulo II

I

MIENTRAS la vida circula por las venas de un hombre, éste actúa como si nunca hubiese de ser de otro modo. Por esta razón, pocas veces la edad pone término a los proyectos y planes que se refieren al futuro.

A los sesenta y nueve años, aquel hombrecillo astuto, Honorato da Polenta, mejor empleara su alma en la oración que en empeñarse en la reconquista del señorío de Rávena, del que Venecia lo desposeyera veinte años atrás. En resumidas cuentas, en su casa no había ningún hombre que hubiese de sostenerle. Su único hijo, Azzo, fue condenado a muerte por la justicia veneciana, por haber violado la pena de destierro a que fue condenado en unión de su padre. Su único sobrino, Cosimo da Polenta, había recibido las sagradas órdenes. Quedaba su hija, Samaritana, pero como en aquellas circunstancias el legado de Rávena habría consistido en una serie de luchas, fuera locura suponer que el señor Honorato se decidiera, por cuenta de la doncella, a abandonar su destierro de Creta y someter su pleito a la suerte de las armas.

Durante veinte años había estado aguardando la oportunidad que ahora percibía. Siempre tuvo la confianza de que, al fin, Venecia pagaría muy cara la codicia de que su desposesión era un ejemplo, y, al fin, le pareció que su profecía iba a cumplirse.

No contenta aun con ser la señora del mar y las extensas colonias que había más allá, la Serenísima República había equipado grandes ejércitos para extender su dominio en la península y, más especialmente, en el territorio subalpino. Redujo a vasallaje los estados de Treviso, Vicenza, Padua, Brescia, Bérgamo y media docena de tiranías de menos importancia, incluyendo la de Rávena. Las enormes riquezas logradas por medio del tráfico y por las artes de la paz fueron dilapidadas en la guerra para satisfacer las ansias imperialistas, y aunque superficialmente Venecia parecía más fuerte que nunca en su historial en realidad la desangraban las grandes compañías mercenarias, al mando de Carmagnola, Colleoni y otros capitanes contratados para que guerreasen por su cuenta. Y si bien la larga guerra impuesta por la política del Dux Foscari contra el duque de Milán le había proporcionado cuanto ambicionaba, la dejó sin la fuerza necesaria para conservar sus conquistas.

Usando las palabras de Honorato da Polenta, el Estado veneciano era un muro construido sin cemento. En cuanto se quitara una piedra, todo se vendría abajo. Y para predicar ese evangelio, salió atrevidamente de su destierro de Creta y, acompañado de su hija Samaritana, se dirigió a Italia a los sesenta y nueve años de edad.

Gracias a sus ardientes argumentos, le fue fácil convencer a sus compañeros de desgracia, en el Norte, acerca de la exactitud de sus apreciaciones. Los hombres están siempre dispuestos a creer lo que desean. Pero ya no le fue tan fácil persuadirlos de que cada uno de ellos arrancase su propia piedra del muro, según su pintoresca imagen. En todas partes recibió la misma respuesta:

—Lo que decís salta a la vista, querido Honorato. Haced, pues, la primera tentativa. Luchad por vuestra Rávena contra las garras del León alado y nosotros completaremos la derrota de la fiara, siguiendo vuestro ejemplo y bendiciéndoos además.

En vano fue que Honorato protestara, diciendo que no tenía los medios para tal empresa y que precisamente proponía una Liga para que todos se reuniesen contra el enemigo común y en vano también les habló de la fuerza que da la unión. Disgustado con ellos, se dirigió a Milán y a Francesco Sforza. Pero éste meneó su astuta cabeza, de color rojo dorado, asegurando que Venecia no seria la única en quedar exhausta con una guerra muy larga. ¿Y qué, sino ésta última razón, le obligó a dejar Bérgamo y Brescia en manos de los venecianos?

Pero el señor Honorato no quiso aceptar aquella negativa y, gracias a su insistencia, arrancó, al fin, una promesa condicional del duque de Milán.

—Quizá podría reunir la fuerza necesaria para sostener o apoyar un golpe bien dado —dijo—. Pero ciertamente no estoy en situación de emprender nuevas campañas.

A pesar de sus sesenta y nueve años Honorato tenía el ánimo suficiente para aceptar estas palabras como un compromiso. Además, en Milán había oído hablar mucho de Colombo da Siena y en particular de la gran confianza que tenía en si mismo y que muchas veces lo indujo a servir condicionando el pago a los resultados obtenidos. Si Honorato pudiese persuadirle de que entrara a su servicio en tales condiciones, evitaría el fracaso con que le amenazaba la tibieza de aquéllos con cuyo entusiasmo había contado.

Así, pues, el señor Honorato continuó su viaje en unión de su hija y llegó a Siena uno de los primeros días de abril, cuando la tierra empezaba a cubrirse de verde.

—Buscó allí los buenos oficios del instruido y joven Camilo Petrucci, cuya casa empezaba a considerarse principal entre las más notables y que ya disputaba la prepotencia en la república de Siena. Conmovióse el corazón generoso de Camilo, que simpatizó con aquellos pobres vagabundos, con aquel señor Sin Tierra y con su hija según los llamaba entre bromas y veras. Les dio noble alojamiento, esperanzas y aliento; alabó la prudencia de Honorato por el hecho de que se proponía solicitar los servicios de Mecer Colombo, a quien admiraba extraordinariamente. Y él mismo se encargó de acompañarlo a Montasco y apoyar las proposiciones del señor Honorato.

Padre e hija, en literas llevadas por mulas, y bajo la guía de Petrucci, a quien acompañaban media docena de sus hombres a guisa de escolta, recorrieron cerca de veinte kilómetros hacia el estrecho valle del Arbia, a través de Monteroni, y luego torcieron al Oeste, pasando a corta Distancia de un convento, para tomar, al fin, la suave pendiente en la cual se extendían los viñedos de Colombino, dominados por la majestuosa casa roja a cuatro vientos, que, a la vez, tenía aspecto de villa y fortaleza, y cuya construcción había terminado después de su aventura en Rovieto.

El condottiero trató de distraerse con la construcción, embellecimiento y mueblaje de su magnífica vivienda; de este modo trató de apaciguar el dolor que en su joven corazón dejó la falsía de Eufemia de Santi. Pero ella pagó bien cara aquélla traición, porque en cuanto llegó la primavera, es decir, un mes antes, los Scaglieri, con sus soldados suizos, marcharon contra Rovieto y se apoderaron de él, casi sin dar un solo golpe. En cuanto a la condesa, advirtiendo la inutilidad de la resistencia, dada la situación en que se hallaba, huyó al saber que se aproximaba el enemigo; y vivía sin duda en algún lugar de Italia, errante y desprovista de toda propiedad.

Pero Colombino no hallaba ningún solaz en la venganza, ni le contentaba la mala suerte de la condesa. Le dominaba todavía cierto humor tétrico, a pesar de su juventud y de su alegría natural.

Una vez construida la casa, Colombino se distrajo con sus viñedos. Había dividido la pendiente en terrazas y plantó vides de Urvieto, de Nápoles y de Sicilia, de manera que cuando el señor Honorato subía aquella cuesta, observó que en ella reinaba una actividad extraordinaria.

Para Honorato da Polenta, que había pasado la vida en la Corte y no en el campo, le parecía raro que un capitán de fortuna ocupase sus ocios en tareas tan campestres como aquélla, pero luego se impresionó al advertir el atrevimiento y el acierto del que planeó aquel viñedo, y aún más le llamaron la atención los trabajos realizados para lograr una buena irrigación. En cada una de aquellas terrazas y, más o menos, a la mitad de su longitud, había un gran estanque de granito, destinado a recibir y guardar las aguas de un torrente montañoso, gracias a lo cual no se escapaba una sola gota de agua sin que se hubiese aprovechado toda su utilidad.

La casa estaba a cierta distancia de la cumbre de la colina de manera que quedara protegida de los vientos del Norte. En su fachada veíanse unas ventanas góticas, de delicada traza, provistas de ajimeces. Las cuatro esquinas estaban flanqueadas por una torre cuadrada y el conjunto aparecía coronado por unas murallas provistas de tejado. Veíase también un foso en miniatura, que, más servia de adorno que de defensa y que convertía la casa en un islote.

Bajaron el puente levadizo y los recién llegados penetraron en la vivienda, seguidos por Petrucci y su pequeña tropa. Entraron por la sombra y en el acto se adelantaron unos, lacayos, en tanto que un joven chambelán, vestido de negro y con una cadena de oro sobre el pecho, descendió las anchas gradas de la vivienda para recibir aquellos visitantes.

Fueron llevados a un amplio zaguán enlosado de mosaico azul y oro y en el centro se veía un palomo de plata. En cuanto a las paredes, estaban cubiertas de tapices de color rojo apagado y de azul y a intervalos veíanse panoplias de armas brillantes.

Allí los recibió un oficial cubierto por coraza y yelmo de acero bruñido y armado con una corta partesana de color azul. A este funcionario, el chambelán confió el señor Honorato a su alta y hermosa hija y al espléndido Petrucci, en tanto que él, en persona, se adelantaba para anunciarlos.

Si los visitantes se impresionaron por la nobleza de la casa de aquel soldado de fortuna y por el aspecto principesco de cuanto vieron, más les impresionó todavía la presencia majestuosa y la urbanidad de la acogida que les tributó su dueño, después de haber sido presentados por Petrucci.

Abrazó cordialmente al joven sienés, en prueba de profunda amistad. Luego, después de haberlo saludado afablemente, se envolvió en una frialdad muy cortés, pero que parecía aumentar su dignidad. Así permaneció mientras Petrucci daba cuenta del deseo que obligó al desposeído señor de Rávena a abandonar su destierro y también le comunicó las esperanzas que abrigaba.

Y fue notable que no abandonara su frialdad a pesar de la presencia de la señora Samaritana, que bien podía haber despertado la sensibilidad de un hombre. Era una joven alta, esbelta, que aún no había cumplido veinte años, de negras trenzas y de rostro pálido. Poseía la belleza, la majestad y la gracia de todas las mujeres famosas de su familia, como la desdichada Francesca da Polenta que dos siglos antes llegó a ser la señora de Rímini y que murió al mismo tiempo, según refiere Dante, que Paolo Malatesta.

Un año antes, Colombino habría sido incapaz de contemplar a la joven con tan fría indiferencia, y no hubiese pasado por alto la tristeza que manifestaba su rostro; por el contrario, habríase despertado su hidalguía y sentido el deseo de ponerse al servicio de tan dulce señora. Pero en el Corazón aún dolorido por la traición de que acababa de ser víctima, sólo veía en la mujer a un instrumento del mal.

La señora Samaritana estaba sentada, con el cuerpo erguido y las manos plegadas, como si fuese una imagen en su altar. Sus ojos inclinados al suelo y la boca de expresión triste permitieron a Colombino desterrarla de sus pensamientos, para fijarse en Petrucci y en el señor Honorato.

En cuanto estuvo terminada la relación, Colombino se acomodó en su asiento, apoyó la barbilla en la mano y lentamente preguntó:

—Apoderarse de Rávena no sería difícil, aunque Venecia se opusiera con todo un ejército. Pero en cuanto nos hayamos adueñado de ella, ¿cómo os proponéis conservarla contra los recursos venecianos?

Petrucci tuvo la impresión de que Colombino acababa de dar jaque mate. Pero el señor de Rávena no opinó del mismo modo. Resplandecieron sus ojos bondadosos y contestó sonriendo: En primer lugar, tenía la promesa de Francesco Sforza de apoyar su empresa. Además, los otros Estados Vasallos que Venecia había conquistado seguirían su ejemplo, y el imperio veneciano en la península, se derrumbaría sin remedio.

—Todo eso no son más que contingencias posibles —replicó el condottiero—, pero no certidumbres. Por ejemplo, el duque Francesco no hará nada en absoluto, sin esperanza de provecho.

¿Qué podrá ganar él?

—La debilitación de Venecia —exclamó Honorato—. ¿No es eso bastante para un príncipe que tiende a alcanzar preponderancia en el Norte?

Y ya que hablaban de ganancias, utilizó la esperanza de una rica recompensa, como medio de sacar al capitán de la apatía que notaba en él. Sin pensarlo mucho, habló de ducados, ofreciendo cien mil, que se impondrían a Rávena como contribución de guerra, en cuanto se hubiesen apoderado de ella.

Pero aquella oferta, aun siendo deslumbradora para una empresa que podía llevarse a cabo en un mes, no impresionó al condottiero.

—Necesito pensarlo. Para vos, señor, no es muy prudente empezar vuestro gobierno imponiendo tal contribución. Para mí, corro el riesgo de que Venecia tenga la fuerza suficiente para frustrar mis esfuerzos. El riesgo no es muy grande, pero existe. —Se puso en pie, cual si quisiera dar a entender que había llegado el final de la discusión—. Reflexionaré, señor. Concededme tiempo hasta mañana para que resuelva. Mientras tanto, os agradezco mucho el honor que me hace vuestra proposición. Os ruego que me acompañéis a la mesa.

Cuando después de comer el señor Honorato, algo abatido, pero aún esperanzado, se despidió y salió en compañía de su hija, Petrucci se quedó unos instantes para abogar en favor del señor de Rávena.

—Mi querido Camilo —contestó Colombino—, esta empresa no tiene ninguna esperanza de éxito, y de no haberme sido simpático Honorato da Polenta, ni siquiera me hubiese tomado la molestia de reflexionar acerca de ella.

—Aunque os referís a Honorato, me parece que queréis decir «Samaritana».

—¿Su hija? —replicó el condottiero, encogiéndose de hombros—. Apenas la he mirado.

—Pues merece ser admirada.

—Por otro, quizá si. Pero yo estaba preocupado con el problema del señor Honorato, es decir, el de cómo podrá conservar Rávena una vez que la hayamos tomado. Hasta que encuentre la solución a eso, todo cuanto hiciéramos seria perder tiempo y esfuerzos.

—En vuestro lugar —replicó Petrucci—, yo encontraría la solución que me conviene. La casa de Polenta está a punto de extinguirse, porque el único hijo varón de Honorato murió. Su único sobrino ha recibido las sagradas órdenes, de modo que la señora Samaritana heredará sus dominios.

—Que en la actualidad no existen.

—Ésa es vuestra oportunidad. Convertid a esa dama Sin Tierra en la señora de Rávena y luego dadle a entender que, para conservar su señorío, necesitará un soldado que lo comparta con ella. Es una lástima que no la miraseis con mayor atención. Como ya os he dicho, es una dama que lo merece, especialmente por parte de un capitán joven y ambicioso, al que se invita a recobrar sus dominios para ella.

—No quiero que ninguna mujer me sirva de escalera para subir —contestó Colombino, con hosco acento.

—Bien están los escrúpulos, pero aquí… —empezó a decir Petrucci.

Mas el otro lo interrumpió.

—No se trata de escrúpulos, sino de experiencia, y Colombino le abrió su corazón.

—Hace poco tiempo tuve un sueño tan indigno como ése. Tampoco me movió a ello la ambición y no fui un cazador de la fortuna que se aprovechaba de la necesidad de una mujer. Ante todo era un enamorado que deseaba servir, pero como yo buscaba el provecho, hallé en la traición lo que merecía. He recibido una buena lección, Camilo, y no deseo que vuelva a dármela vuestra dama, Sin Tierra.

—La lección que recibisteis demuestra que un hombre no debe servir a la vez a dos amos: el amor y la ambición, puesto que ambos son tiranos —contestó Petrucci, meneando la cabeza—. En esta ocasión, puesto que vuestro corazón no está interesado pisaréis terreno más firme. Pensad en ello, Colombino. Aquí se os ofrece una corona a vuestra carrera, cosa que raras veces se presenta a un capitán hasta que ha llegado a viejo, y aun entonces no es frecuente: La soberanía y la fundación de una dinastía. ¿Queréis que diga una palabra a Honorato da Polenta que os deje la puerta entreabierta?

—Os ruego que no lo hagáis —contestó casi indignado el condottiero, de modo que Camilo, dando un suspiro, dejó de insistir.

Pero en la mente de Colombino había sembrado una semilla que empezó a germinar y con tal tenacidad, que habría sido imposible arrancarla. Luchó consigo mismo, porque cuando la ambición le impulsaba a seguir el camino indicado por Petrucci, sus ideales caballerescos se rebelaban contra el cinismo de un matrimonio sin amor, para alcanzar fines mundanos. Luego, recordando lo que había sufrido a causa del amor, y el abuso de que fue víctima su fe sencilla, burlábase de si mismo al notar que aún se dejaba dominar por la hidalguía. Como había indicado Petrucci, allí se le presentaba una oportunidad de alcanzar una grandeza de otro modo inasequible. Debía, pues, aprovecharla, avanzando despierto y prudente hacia sus propios fines, sin permitir que ninguna emoción le enturbiase los ojos.

Así, pues, por espacio de dos días fluctuaron sus pensamientos, y cuando, por fin, se dirigió a Siena y al palacio de Petrucci, en busca del señor Honorato, anunció una decisión que aún lo dejó más indeciso.

—Estoy persuadido, señor, de que puedo llevaros a Rávena. Lo demás podrá aguardar. Y el medio de sosteneros después en vuestros dominios se decidirá en cuanto estéis en posesión de ellos.

Petrucci, que estaba presente, se quedó asombrado y, al fijarse en la mirada investigadora que el joven condottiero dirigió a la señora Samaritana, que estaba presente, sospechó que Colombino se hubiese dejado dominar, al fin, por la prudencia de su consejo. Y Petrucci se dijo que lo demás lo realizaría Samaritana, gracias a su belleza y a su majestad. Aquel día vestía un traje de seda y terciopelo, del color de las hojas secas, de falda voluminosa, pero en cambio, tan ajustado desde el cuello a la cintura, que revelaba las hermosas líneas de su pecho juvenil. Unas amplias mangas de terciopelo, colgaban como un manto desde sus hombros hasta las rodillas, en tanto que las mangas interiores de seda rodeaban sus brazos y casi ocultaban sus largas y esbeltas manos. Un gorro ancho y plano de terciopelo cubría en parte su pelo negro y brillante y una tira de terciopelo negro ocultaba su frente, para hacer saltar la blanca pureza del resto.

Al mirarla mejor, Petrucci se dijo que Colombino daría muestras de estar loco si rechazaba aquel regalo de la, Fortuna, que podría hacer suyo con muy poco esfuerzo.

El señor Honorato estaba entusiasmado. Su boca risueña le demostró su excitación mientras hacia preguntas y recibía respuestas acerca de los medios que Colombino adoptaría, y los ojos de Samaritana perdieron parte de su tristeza y sus mejillas se animaron con un leve tinte rosado al notar que, por fin, iban a realizarse las esperanzas de su padre.

—Confiad en ello; dentro de un mes emprenderé la campaña —dijo Colombino a Honorato.

Y luego, en tanto el hombrecillo se reía y se frotaba las manos, el capitán se volvió para despedirse de Samaritana. Al hacerlo empleó muchas más palabras de las que hasta entonces le había dirigido.

—Me marcho con pesar, Madonna, pero lo hago con la esperanza de que tendré la felicidad de aposentaros en Rávena antes de que hayan transcurrido muchas semanas.

Dicho esto le tomó la mano, inclinó la aleonada cabeza y la besó. Y tuvo la sensación de que, gracias a haber asido con firmeza aquella manita, pudo posar sus labios en ella.

Al acordarse de eso, del silencio de la joven y de la turbación de su mirada, suspiró más de una vez, mientras regresaba a Montasco, y algunos de aquellos suspiros eran para él, pero otros estaban destinados a ella.

* * * *

II

FIEL a su promesa, Colombino empezó aquel mismo mes la campaña para la reconquista de Rávena, y la batalla de Civitella, que añadió nuevos laureles a su frente, dióse en los primeros días de mayo. Venecia mandó apresuradamente un ejército con órdenes de avanzar, luchar y destruir al condottiero en cuanto llegase a las estribaciones de los Apeninos, es decir, mucho antes de que él pusiera el pie sobre el territorio veneciano.

Poco sospechaba Venecia que con aquellas medidas no hacia más que lo esperado y deseado por Colombino. Las disposiciones de éste empezaron por asombrar a Honorato da Polenta. Al cabo de una semana de haberse puesto de acuerdo en Siena, no se hablaba sino de que Colombino se disponía a invadir el Véneto y ya se comprende que desde Siena aquella noticia se difundió por toda Italia.

Honorato no solo se quedó asombrado, sino que se encolerizó. Quejóse ante Petrucci y otros de la locura de un capitán que estúpidamente así proclamaba, jactancioso, sus intenciones. Y al fin se dirigió furioso a Montasco, que halló en plena actividad de preparativos militares.

En cuanto el anciano se quejó, furioso, a Colombino, recordándole el antiguo axioma militar de que la sorpresa siempre ha valido por un ejército, el joven capitán sonrió al notar su ingenuidad.

—Deseo ser sincero —contestó.

—¿Sincero? —exclamó Honorato, consternado—. Eso no es una justa, señor, sino una guerra.

—Si Venecia hubiese licenciado sus ejércitos, razón habría para vuestros temores —explicó el condottiero—. Pero no lo ha hecho así. Colleoni es demasiado viejo para llevar a cabo esta campaña. Pero no para aconsejar. Y como conozco sus métodos, sé cuál será su plan. En la actualidad Belluomo está a sueldo de Venecia con un ejército que por lo menos duplica en fuerza al que yo pueda reunir. Belluomo no me inspira gran respeto, pero el número de los soldados es cosa importante y no os aprovecharía nada que yo me apoderase de Rávena para verme allí clavado por la fuerza, muy superior, de Belluomo. Eso es todo lo que lograría gracias a una sorpresa.

Hizo una pausa para dar tiempo a que el señor de Rávena se hiciese cargo de aquel hecho importante. Y ya Honorato lo miraba con ojos y boca muy abiertos, en tanto que, en segundo término, Sangiorgio sonreía en silencio y Caliente le miraba risueño. Colombino continuó:

—Dedúcese de eso que mi objetivo principal es pelear con Belluomo a campo abierto y destruirlo o, por lo menos, debilitarlo tanto, que luego tengamos fuerzas casi iguales, en el supuesto de que él quiera sitiarme. De este modo, y aunque sea temporalmente, debilitaremos a Venecia y vos tendréis la oportunidad de consolidar vuestro dominio antes de que la Serenísima República pueda intentar algo contra vos. Para lograr eso, publico abiertamente mis preparativos. Y si conozco, como creo, el modo de pensar de Colleoni, enviará al Ejército de Belluomo a que me impida el paso hacia Rávena, lo cual será mi oportunidad. No hay ningún otro medio que pueda servir nuestros fines, señor.

El señor Honorato, que había ido allí con el propósito de censurar agriamente al capitán, se quedó pasmado al ver a un soldado que llevaba la estrategia a tales extremos. Y mientras se disculpaba, Colombino le aconsejó:

—No os preocupéis más de mí, señor. Si es humanamente posible, cumpliré lo prometido. Vos no tendréis más que hacer sino permanecer en Milán con el duque Francesco. Comunicadle mis preparativos, para que él pueda estar dispuesto a seguirlos en cuanto llegue el momento oportuno. Una vez yo esté en Rávena, quizá tendré que rogaros que vengáis a ayudarme con tropas de Milán, porque es preciso prepararse para todas las contingencias.

El señor Honorato emprendió, obediente, el Viaje a Milán y allí se enteró de la batalla de Civitella, que justificaba por completo los cálculos de Colombino.

Belluomo llegó a las llanuras de Forlivese cuando sus exploradores le dieron noticia de que el ejército de Colombino se hallaba a la entrada del valle del Ronco. Allí se detuvo deliberadamente el condottiero, cual si quisiera dar descanso a sus hombres antes de la batalla que esperaba por los alrededores.

Belluomo siguió adelante y, a la mañana siguiente, pudo ver que el ejército de Colombino acudía a su encuentro, descendiendo por entre los olivos que llenaban las pendientes de las montañas. Los venecianos se apresuraron, a ocupar una posición que, a la vez, sirviera de punto de partida para uno de aquellos juegos de ajedrez viviente en que generalmente se convertían las campañas entre las fuerzas mercenarias, las cuales no deseaban sufrir ni causar bajas innecesarias. Por regla general, esas maniobras para ocupar posiciones se continuaban hasta que uno de los dos bandos obtenía una ventaja estratégica tan manifiesta, que al otro no le quedaba más recurso que reconocerlo y deponer las armas. Colombino, sin embargo, no observaba esos métodos anticuados, y pronto notó Belluomo que su enemigo quería dar la batalla. Apenas podía dar crédito a su buena fortuna, porque con unas fuerzas que duplicaban en número las de Colombino sólo podía darse un resultado adverso para el joven capitán. Tal era la opinión de Belluomo.

Rápidamente y con el mayor entusiasmo; tomó sus medidas para llevar a cabo la destrucción de aquel atolondrado joven. Y aunque tenía fuerzas, superiores en número, Belluomo no cometió ninguna torpeza.

Era un capitán que no se aventuraba y que seguía exactamente los principios reconocidos de la guerra. Adoptó entonces la antiquísima táctica de dividir sus fuerzas para dar dos batallas, de modo que cada uno de los dos ejércitos se componía de dos mil quinientos hombres y así cada uno de ellos también tenía iguales fuerzas que el enemigo.

Conservó a uno de los dos cuerpos bajo su propio mando, en la posición que ya había ocupado para contener el avance de Colombino y envió al otro al mando del mejor de sus tenientes, Gravedonna, para que diese vuelta a la montaña, hacia el Norte, a fin de amenazar el flanco izquierdo de Colombino. Además permitió que se advirtiese bien esta maniobra, calculando que, para eludir la amenaza, Colombino llevaría su ejército a la pendiente del Sur. Entonces Belluomo se las habría con él, por medio de un movimiento convergente de todas sus fuerzas.

Tan clara parecía la maniobra de Belluomo, que ya daba por descontada la victoria. Pero, con profundo asombro por su parte, como si el joven enemigo se propusiera apresurar su propia destrucción, en vez de retirarse al Sur, descendió por el estrecho valle, siguiendo el curso de la corriente. Encontrábase a la sazón a menos de ochocientas varas de distancia. Belluomo se propuso dejarle avanzar un poco más, y entonces el peligro no seria tan sólo el de verse atacado por el flanco, sino el de ser acometido por retaguardia por la división de Gravedonna y quedaría aplastado entre los dos cuerpos venecianos.

Belluomo se compadeció. Al pobre muchacho le quedaba, sin duda, mucho que aprender en el difícil arte de la guerra. No era posible tomarlo en serio; así, impulsado por su desdén compasivo, Belluomo no se molestó en ordenar los preparativos para resistir el ataque, sino que avanzó cual si quisiera apresurar el combate y terminar de una vez. De pronto aquel pobre muchacho ordenó hacer alto a sus tropas y llamó a Caliente a su lado. Sangiorgio se consumía en el deseo de que su capitán prestase atención al peligro del movimiento envolvente de Gravedonna.

—No vale la pena —contestó Colombino—. Esa división tardará casi una hora en llegar a la cumbre y luego habrá de emplear algún tiempo en formarse, antes de atacar. Entonces ya no podrá atacar ningún flanco y la batalla habrá terminado. —Volvióse sobre su silla y preguntó—: ¿Estáis dispuesto, don Pablo? —Caliente, que parecía enorme, cubierto por su armadura y montado en un bridón parecido a un elefante por su corpulencia, sonrió a través de la visera de su yelmo. Con su maza señaló las ordenadas filas de jinetes que lo seguían y que casi llagaban al millar.

—En tal caso, atacad inmediatamente. Dad una carga de caballería a través de todas las filas enemigas. Comprendedlo bien. No os dejéis tentar para hacer más ni menos. Cualquiera que sea el desorden en que quede el enemigo y las ventajas que podáis advertir en aplazar la lucha, atravesad por completo sus filas, como una lanza. Sea éste vuestro único objetivo, y cuando hayáis atravesada las filas enemigas, seguid despacio hacia adelante hasta que oigáis mis trompetas. ¿Comprendéis?

—Como si yo fuese un asador y esa gente un capón.

Colombino afirmó, inclinando la cabeza. Su rostro estaba severo y tenía los labios ligeramente contraídos.

—Adelante, pues, y que San Miguel os acompañe.

Caliente se enderezó sobre los estribos, agitó su poderosa maza por encima de la cabeza, sonó una trompeta y entonces empezó a oírse un rumor semejante al redoble del trueno, que crece por momentos en intensidad, cuando aquel millar de hombres, cuyas armaduras centellaban a la luz del sol, se arrojaron contra las fuerzas de Belluomo. La débil pendiente del terreno acentuaba su ímpetu y el choque de su masa contra las huestes contrarias tuvo un afecto desmoralizador. Antes de que Belluomo pudiese apostar a sus lanceros en situación conveniente para resistir aquella locura, estaban ya encima de él los hombres de Caliente. La fila primera fue a chocar con la que se hallaba inmediatamente detrás. Por un momento la masa de los venecianos resistió el ataque del español, pero luego se abrieron las filas, e instintivamente los hombres, ya en pleno desorden se inclinaron a la derecha y a la izquierda de aquella mortífera carga de caballería.

Desde su puesto de observación, algo más elevado, y acompañado de Sangiorgio, Colombino pudo ver cómo el escuadrón de don Pablo se habría paso entre la masa de sus enemigos, produciendo un ruido espantoso, como el que pudiera causar una forja titánica. Luego don Pablo siguió avanzando, hasta que ya hubo dejado atrás al enemigo y sus hombres avanzaron más despacio, cual si se propusieran emprender la fuga.

Tras ellos, y obedeciendo a las furiosas órdenes de Belluomo y sus oficiales, los venecianos desordenados y confusos, se rehacían y procuraban reorganizar sus filas. Colombino miró hacia la izquierda las columnas de Gravedonna aún no hablan llegado a la cima de la montaña. Hizo una seña y en el acto resonaron sus trompetas. Entonces él atacó con el resto de la caballería, es decir, con unos cuatrocientos hombres, en tanto que Sangiorgio le seguía con los infantes, o sea con unos mil hombres entre lanceros y ballesteros y a retaguardia iban los carros de la impedimenta.

Don Pablo, obrando fielmente de acuerdo con sus órdenes, hizo dar media vuelta a sus hombres en cuanto oyó el toque de cometa y volvió a atacar con tanta oportunidad, que las fuerzas de Belluomo fueron cogidas simultáneamente por las dos divisiones de Colombino.

Y allí quedaron destrozadas como una nuez entre dos piedras. Los venecianos, desmoralizados por lo sucedido, apenas opusieron resistencia.

Cuando Gravedonna llevó sus columnas a la altura desde la cual debía haber emprendido su movimiento de flanco, dióse cuenta con desesperación de que no tenía más recurso que acudir inmediatamente en socorro de la batalla principal, que casi había terminado ya.

El mismo Belluomo había emprendido la fuga, montaña arriba y hacia el Norte, con un pequeño pelotón que le servía de guardia de corps, en tanto que en la llanura sus hombres arrojaban las armas al suelo y pedían cuartel.

Antes de que llegase Gravedonna, para ser recibido por una granizada de flechas y detenido por las lanzas de Sangiorgio, vióse obligado a retirarse ante la amenaza de los jinetes de Colombino, los que empezaron a hostilizar sus flancos, y así terminó la batalla de Civitella. De la división de Belluomo no escaparon más de unos trescientos, para reunirse con su jefe, quien, en compañía de Gravedonna, se disponía a situar las fuerzas venecianas para reanudar la batalla y mejorar los resultados obtenidos.

Pero Colombino no esperó a que hubiese terminado y, con tranquila rapidez, dio sus órdenes.

Si los muertos entre los soldados venecianos eran muy pocos, había quizá más de quinientos heridos y unos mil doscientos prisioneros, rodeados por los jinetes de don Pablo. No queriendo cargar con aquella molestia, Colombino se contentó con reducirlos a la impotencia, quitándoles los caballos, las armas, las botas y aun la mayor parte de sus trajes. Y después de apoderarse del enorme bagaje de Belluomo, que comprendía un magnífico tren de sitio, provisiones, armas, tiendas y otros muchos objetos, lo confió todo a Caliente, quien, llevando los caballos ante él, como rebaño, recibió la orden de dirigirse inmediatamente al Norte, hacia Rávena. Seguíanlo Colombino y Sangiorgio, sin dejar de librar combates a retaguardia, y de este modo, tres días después, llegaron sin novedad a Rávena, donde Caliente, bien recibido por los habitantes, habíase instalado desde hacía veinticuatro horas en la gran fortaleza nueva.

Allí, tras de despachar un mensajero a Honorato da Polenta, que se hallaba en Milán, juntamente con un relato de todo lo ocurrido, Colombino se quitó su arnés de guerra y se puso cómodo, en tanto que, en la pantanosa llanura del Sur de la fortaleza, los desanimados restos del ejército de Belluomo se disponían a sitiarlo.

Pero Colombino no se apuró. Un sitio por parte de Belluomo, que había perdido la mitad de sus fuerzas y carecía de artillería de sitio, no era ningún adversario formidable. Además, la victoria de Civitella trajo nuevos factores.

Honorato da Polenta no tendría dificultad en lograr el apoyo de Francesco Sforza, puesto que ya quedaba tan poco que hacer para lograr una victoria definitiva. En cuanto las tropas del duque de Milán apareciesen ante Rávena, Belluomo se vería otra vez, entre dos fuegos y seria ya completa la derrota de los venecianos.

* * * *

III

ANNIBALE Belluomo, burlado y dolorido, puso sitio a una ciudad que, según le constaba sobradamente, no podía tomar por asalto. Pero como no se proponía permanecer en aquella situación, pues tenía necesidad de recobrar su fama a los ojos de los duros y severos gobernantes venecianos, sin contar con su deseo de vengarse del insolente Colombo da Siena, a quien consideraba singularmente favorecido por la fortuna, pidió refuerzos y otro tren de sitio a Venecia.

Este último llegó al cabo de una semana, aunque era muy inferior al que Belluomo había perdido, pero el único refuerzo que Venecia le envió fue un comisario, hombre flaco y pálido, de labios delgados, miembro del Consejo de los Diez, el Procurador Francesco Gritti. Su sola aparición en el campamento ante Rávena demostraba el hecho de que Venecia había perdido ya la fe en su condottiero y eso llenó a Belluomo de intranquilidad.

Sentado en el pabellón de éste y con su negro manto en torno de los flacos tobillos, como si su cuerpo exangüe tuviese frío, a pesar de ser un soleado día de mayo, Mecer Gritti se mostraba duro, burlón y vago en los términos de censura que no titubeó en emplear.

Annibale Belluomo, que era hombre corpulento, lozano y panzudo, muy exigente en el vestir, con la fuerza y el valor de un toro, le escuchaba muy abatido.

—Habéis pedido refuerzos en un momento en que ya debería constaros que la Serenísima República ha licenciado todas sus tropas a sueldo, a excepción de las que se hallan a vuestro mando. Y si la República ha obrado bien al reteneros a vos, entre los capitanes que la servían, es cosa que, al parecer, contradicen los hechos.

—Para la tarea que era preciso llevar a cabo aquí, las tropas a vuestro mando, en manos competentes y aun en otras profanas, deberían haber bastado sobradamente. Vuestras fuerzas eran dobles en número de las del joven capitán con quien empeñasteis el combate, y en el equipo las aventajaban de un modo enorme. Sin embargo, en una batalla mal concebida, habéis perdido todas esas ventajas. Han desaparecido la mitad de vuestras fuerzas, destrozadas y destruidas, y vuestro equipo, que comprendía el más completo y poderoso tren de sitio que nunca se vio en campaña, hállase ahora en poder del enemigo. No os sorprenderá, pues, que la Serenísima República tenga poca confianza en vos y que, a no ser que con las fuerzas que aún tenéis a vuestra disposición reconquistéis la confianza perdida, las consecuencias pudieran ser muy graves.

El condotiero, sudando de miedo y de rabia, murmuró unas vulgaridades abyectas acerca de la fortuna de la guerra.

—Para vosotros, hombres de toga, es muy fácil sentaros cómodamente en la Cámara de Consejo y criticar las operaciones bélicas, porque, como nunca habéis presenciado una batalla, nada sabéis de las incalculables posibilidades que comprende. La Fortuna fue injustamente favorable para el individuo de Siena. Alcanzó el éxito gracias a una imprudente audacia que ningún soldado experimentado podría haber soñado siquiera y que, de acuerdo con todas las leyes de la guerra, podría haber acarreado su propia destrucción.

—Pues entonces es aún más vergonzoso para vos que haya alcanzado la victoria.

—¡Dios me dé paciencia con vos! Eso precisamente son los azares de la guerra.

Messer Gritti se revolvió en su asiento. Con su huesudo dedo índice golpeó la mesita que tenía delante.

—La Serenísima exige a sus capitanes la facultad de dirigir la fortuna y los azares de la guerra. ¿Habéis olvidado a Bussone, que era conde de Carmagnola?

Belluomo se puso amoratado al oír aquella alusión al gran capitán a quien la República hizo decapitar por su fracaso en una campaña.

—¡En nombre de Dios! ¿Supongo que no vais a compararme con Carmagnola? Él fue traidor.

Unos ojos fríos y grises como el acero lo miraron fijamente bajo unas cejas negras y fruncidas. Y unos labios, delgados, de expresión astuta y cruel, sonrieron con imperceptible expresión de desdén.

—Los resultados fueron los mismos y por ellos juzgamos a un hombre. ¿Quién nos asegura que sois fiel?

—¡Eso es demasiado! —exclamó Belluomo, secándose el sudor de la frente.

—Os traigo un tren de sitio —continuó fríamente Mecer Gritti— para reemplazar al que habéis perdido. Es inferior en mucho, pero el mejor que tenemos en estos momentos. De todos modos, y con las fuerzas que aún tenéis a vuestro mando, debería bastar para vuestro objeto, siempre que mostréis más celo que antes.

—Juro a Dios que nunca me ha faltado —rugió Belluomo.

—Pues habilidad, si os parece mejor.

—Tampoco —exclamó el soldado, dando un puñetazo en la mesa.

—Pues eso, al parecer, os condena, porque ya no podemos hablar más qué de la lealtad.

—Quizá sea así para un hombre decidido a pensar mal. Pero siempre hay que contar con la Fortuna, según ya os he dicho. Y ésa es la que ha faltado.

Messer Gritti, aquel hombre frío como un pez, no se dejó impresionar por tal vehemencia.

—Pues procurad que vuestra fortuna cambie antes de que os hunda. No os queda tiempo que pero. Debo deciros que Rávena ha de ser reconquistada, a fin de que ese ejemplo de traición no infecte a otros Estados que se hallan sometidos a Venecia. Ésa es una calamidad que quizá, por el momento, no hemos de tener en cuenta, ni tampoco sus consecuencias para vos, puesto que sois el responsable.

A partir de aquella entrevista, tan desagradable, e impulsado por ella, Belluomo empezó a trabajar con el celo de un hombre que no sólo lucha en favor de sus patronos, sino también por su propia vida.

Durante la semana siguiente concibió y ejecutó tres planes distintos para tomar la ciudad por asalto, pero los tres fueron fácilmente rechazados por Colombino, con grandes pérdidas para los venecianos. La vigilancia y la habilidad del sitiado hizo fáciles aquellas victorias.

De regreso a su pabellón, con el corazón dolorido, a la bruma de un amanecer de verano, después del fracaso de su tercera tentativa, Belluomo encontró esperándolo a Mecer Gritti. El pálido procurador manifestaba una helada cólera.

—Os haré la justicia de reconocer que, por lo menos, sois leal. Pero en cambio parece evidente que os halláis ante un soldado mucho mejor que vos.

No podía haberle dado peor latigazo. Belluomo se dirigió a su cama, se desplomó en ella, sin haberse quitado la armadura, y replicó:

—Si tenéis tan alta opinión de ese individuo, ello demuestra que vos y vuestro Consejo de los Diez habéis sido unos tontos no tomándolo a vuestro servicio cuando podíais haberlo hecho.

—Aún se podrá reparar esa omisión —replicó el procurador, deteniéndose en su paseo y tendiendo al capitán una hoja de pergamino—. Leed eso.

Belluomo dio media vuelta para que la luz del día alumbrase el escrito. Pero podía haberse evitado esa molestia, porque el veneciano le informó por completo.

—Aunque carezcáis de otras cosas, tenéis por lo menos unos excelentes puestos de avanzada. Hace una hora fue cogido un individuo que trataba de atravesar nuestras líneas. En ausencia vuestra lo trajeron aquí. Esa carta se hallaba debajo del forro de uno de sus zapatos. Es un escondrijo muy elemental. Procede de Honorato da Polenta, quien recomienda a Colombo resista con firmeza, porque Francisco Sforza, envalentonado por vuestra derrota en Civitella, se ocupa en disponer un ejército para venir a socorrerlo. Como veis, se necesitarán, a lo sumo, tres semanas. Solamente tres semanas.

Belluomo creyó que la amargura de su interlocutor reflejaba la suya propia, y casi se alegró del tormento mental de aquel hombre, que tanto le había atormentado con sus sarcásticas observaciones. Rióse, aunque sin alegría, al devolver el pergamino. Y luego, mientras aflojaba las correas de su arnés, exclamó:

—Hace una semana os dije que necesitaríamos refuerzos. Ahora quizá me creeréis.

—No pensabais entonces en eso —contestó el otro, desdeñoso—, sino en vuestra propia incompetencia.

—¿También sabéis leer los pensamientos? ¿Cómo podéis adivinar lo que yo pienso?

—Podría decíroslo con bastante certeza. ¡Nada!

Belluomo palideció y, por una vez, se atrevió a devolver el insulto.

—Si fueseis menos tonto, a pesar de vuestras jactancias y de vuestras burlas, si tuvierais una parte de la competencia de que tanto os envanecéis, os habríais dado cuenta de que eso es inevitable.

—¿Y por qué? —preguntó el procurador, que consiguió mantener su superioridad—. Pues porque así lo ha hecho vuestra incapacidad. En vista de eso, deberíais mostraros más humilde.

Belluomo se aflojaba una correa y unos instantes después replicó:

—Podéis, Messer Gritti, censurar lo que os venga en gana. No me importa un pito vuestra opinión. Hace muchísimos años gané mis espuelas en mi profesión y mi fama militar no está, gracias a Dios, a merced de vuestro juicio.

—Bien podéis agradecerlo a Dios. ¿Habéis leído a Plauto?

—¿Quién es? —preguntó Belluomo, muy asombrado.

—Es una lástima que no poseáis más instrucción —replicó Messer Gritti, dando un suspiro—. Así me comprenderíais cuando os dijera que me recordáis a sus Miles Gloriosus, en donde habla de un capitán fanfarrón y charlatán que hace mucho ruido, pero que, sin embargo, está vacío.

—¿Y yo os lo recuerdo? —exclamó Belluomo, incorporándose—. ¡Por Dios señor, que sois intolerable!

—Bueno, por lo menos estamos de acuerdo en nuestras opiniones mutuas. Pero no estamos aquí para disputar sobre eso. Nos hallamos en una situación grave y tenemos el deber de resolverla favorablemente.

—Entonces haced lo que os aconsejé una semana atrás. Pedid más tropas a Venecia. La Serenísima podrá contratar a Gattamelata para ayudarme.

—Tenemos tres semanas y Gattamelata no podría llegar hasta dentro de seis.

Messer Gritti daba razones frías, desapasionadas y técnicas que convencían a Belluomo y lo humillaban.

—¿Pues, qué haremos? —preguntó, desalentado.

—¿Es posible que, a pesar de vuestra sabiduría militar, me preguntéis eso? —el procurador hizo una pausa, cerró la boca y tomando de la mesa otra tira, de pergamino, exactamente igual a la primera, añadió—: Mirad eso.

Belluomo tomó el pergamino y lo leyó con creciente extrañeza. Era otra carta de Honorato da Polenta. Pero de contenido absolutamente contrario al otro.

Os envío estas líneas para avisaros de que no confiéis en falsas esperanzas. Mis esfuerzos aquí han fracasado.

Milán no quiere o no puede prestar ayuda. Por consiguiente, no confiéis más que en vos mismo y en los recursos de que disponéis. El valor y la habilidad de que disteis muestras en Civitella me permiten esperar confiado.

Honorato da Polenta.

Maravillado, Belluomo tomó la primera carta y comparó las dos. No pudo dudar de que ambas habían sido trazadas por la misma mano, sin olvidar la rúbrica que adornaba la firma. Levantó sus ojos, extrañados, preguntando:

—¿Qué significa eso?

—En primer lugar, que soy un hábil pendolista.

—¿Queréis decir que vos…? ¡Oh! ¿Pero con qué objeto?

—Permitidme que aclare vuestras dudas. En primer lugar, buscadme un hombre inteligente, si lo hay en este campamento, para enviarlo a Rávena en lugar del mensajero capturado. En segundo lugar ese mensaje debilitará considerablemente la confianza de Colombino. Tercero, mientras se halle en tal estado de ánimo, llevaremos a cabo un ataque contra su lealtad. Eso significa, mi capitán, que las armas embotadas deben dar el paso a la toga. Mi inteligencia compensará vuestros errores militares. He de intervenir en eso, a fin de no perecer gracias a vuestra ineptitud.

—¡Ah! —exclamó Belluomo, sarcástico—. Sin duda veremos buenas cosas.

Pero Messer Gritti no le hizo ningún caso. Mientras paseaba por el pabellón, explicó mejor su propósito.

—Ese Colombino es un tunante codicioso. Acabo de enterarme de que en la campaña entre Rovieto y los Scaglieri, Della Scala lo compró por doscientos mil ducados.

—¡Dios mío! ¿Acaso vuestra prudencia os inclina a dar crédito a los chismosos?

—No, no son chismosos. Hace dos días tuve una visita; una dama, según quizá pudisteis saber. La que era en otro tiempo, condesa de Rovieto y que ahora se ve desposeída de todo a causa de la traición de ese tunante. Las esperanzas que ella funda en la ayuda veneciana la impulsaron a buscarme con objeto de decirme que si luchaba con alguna dificultad, siempre nos queda el recurso de salir de ella a fuerza de dinero.

—¿Y vos creéis eso? ¡Bah!

—No hay necesidad de discutir acerca de un asunto que en breve podremos comprobar. Esta carta tiene por objeto allanar el camino. Si me encontráis el mensajero que necesito, lo demás podrá esperar hasta mañana.

El mensajero se presentó, vestido de campesino, en Rávena, al obscurecer de aquel día de mayo, y después de llamar suavemente la atención, del centinela que estaba en la muralla, cruzó el foso a nado y le franquearon el paso por una poterna.

Colombino cenaba con sus capitanes cuando le llevaron la carta. La leyó dos veces; primero muy asombrado y luego receloso. Por fin la entregó a sus capitanes, quienes después de leerla, se miraron consternados.

—¡Maldición! —exclamó Caliente—. Es una desdicha.

—¡Es curioso! —observó Sangiorgio, tirando de su barba.

—En efecto. Mucho más curioso que desdichado —opinó Colombino—. Si el señor de Rávena hubiese deseado quitarnos el ánimo, no podría haberlo hecho mejor. ¿No será conveniente ver a su mensajero? Quizá resulte oportuno.

Fueron en busca de aquel individuo, que tenía aspecto de zafio y torpe y que parecía acobardado ante los soldados. Pero Colombino, afable, le devolvió la tranquilidad.

—Vamos a ver, don Pablo, dad a ese muchacho un vaso de vino. Está calado y tiembla de frió.

Diéronle el vino, que bebió muy agradecido. Colombino, meciéndose en su sillón, lo examinó cordialmente.

—Merecéis un buen puñado de ducados por el servicio que nos habéis prestado, sin mirar el riesgo —le dijo—. Vamos a ver, ¿quién os entregó esa carta?

—El mismo señor Honorato.

—¿Estáis seguro? ¿No tenéis ninguna duda de que, en afecto, era el señor Honorato en persona?

—No puedo equivocarme, señor, porqué he estado a su servicio muchos años.

—¡Ah! Entonces debíais estar en Candia con él cuando se hallaba desterrado allí.

—Si, señor.

Don Pablo levantó la cabeza para mirar mejor al mensajero.

—¿Y sin duda estabais también con él, el año pasado, cuando fue a Inglaterra?

—Así es, magnífico señor.

—¿Y os gusta Inglaterra? —preguntó Colombino, con mayor afabilidad.

—Prefiero Rávena, señor —contestó sonriendo aquel sujeto.

—Precisamente estaba yo discutiendo con mis capitanes un asunto que vos podréis decidir, puesto que habéis estado tanto tiempo al servicio del señor Honorato. —Colombino se puso en pie, mostrando su alta estatura—. Don Pablo Caliente, a quién veis aquí, apostaba a que el señor Honorato es tan alto como yo, y, por mi parte, estoy dispuesto a aventurar cien ducados, a que yo soy, por lo menos, una pulgada más alto. ¿Qué os parece, amigo mío?

Aquel sujeto lo miró un instante, parpadeando.

—A fe mía creo, señor, que habrá muy poca diferencia entre ambos. No me atrevo a decidir.

—Sois prudente —contestó Colombino, sentándose de nuevo—. Pero no lo bastante. Fuisteis muy poco aleccionado por quienes os mandaron aquí. —Su acento no había perdido nada de su amabilidad—. Debieron de haberos dicho que el señor Honorato es un hombre de escasa estatura, que quizá tiene cinco pulgadas menos que yo, que el lugar de su destierro era Creta y no Candia y también debieron de haberos puesto sobre aviso para no dejaros engañar por la cuento de que estuvo alguna vez en Inglaterra. Se ha descubierto, pues, vuestra mentira, amigo. ¿Queréis confesar de buena gana lo demás, o bien será preciso obligaros?

El rústico se arrodilló, pidiendo perdón y don Pablo expresó su alegre asombro con una variada colección de blasfemias morfológicas españolas, en tanto que Sangiorgio mostrábase severo.

—Aquí nadie os hará ningún daño, muchacho —aseguró Colombino al aterrado mensajero—. Y hallaréis mi servicio mucho mejor que el del tunante que os contrató para realizar esta traición. Sed, pues, prudente o, mejor dicho, sincero.

* * * *

IV

MESSER Gritti no les hizo esperar mucho el segundo acto de la comedia que había preparado.

Hacia el mediodía siguiente y en el aposento que había preparada en la Casa Polentana, morada de los señores de Rávena, se presentó a Colombino un oficial con el objeto de comunicarle que se acercaba a la puerta del Sur una pequeña tropa, al amparo de la bandera blanca. Ser Annibale Belluomo solicitaba parlamentar y deseaba salvoconducto.

Cuando fue introducido en la majestuosa, cámara del palacio en donde Colombino esperaba para recibirlos, no llegó solo. Con él, y precediéndolo en la estancia, como si le perteneciese por su rango, iba el alto, flaco y fúnebre Messer Gritti. A excepción de su rostro blanco y astuto y de las tiras de lienzo que llevaba en el cuello y en las muñecas, el estadista vestía de negro de pies a cabeza y andaba delicadamente, como si pisara huevos. Siguiéndolo y formando acentuado contraste, iba Belluomo, majestuoso, rubio y rubicundo, vestido de color escarlata llameante y acompañando su paso jactancioso con el ruido de las espuelas.

Desde la mesa ante la cual estaba escribiendo, Colombino se puso en pie para recibirles. Iba vestido con una larga sobreveste de terciopelo gris, llevaba en el cuello una cadena de oro y una redecilla del mismo metal recogía su cabello leonado. Tenía más aspecto de cortesano que de soldado y en la acogida que les dispensó hizo gala de la urbana dignidad de un príncipe.

—No esperaba este honor, pero no por eso, señores, sois menos bienvenidos.

Su mano fina, que no se adornaba con ninguna joya, les indicó unos asientos. Luego volvió a ocupar el suyo, situado de manera que daba la espalda a las altas ventanas y al Soleado jardín que había más allá.

—Espero vuestras órdenes —exclamó Colombino.

Messer Gritti carraspeó y empezó a hablar con su voz áspera. Anunció con palabras que, sin duda, habían sido ensayadas, que venían con objeto de evitar la pérdida de un tiempo precioso y de una buena sangre que se derramaba en vano. Luego procedió a demostrar que la resistencia de Rávena era fútil. Venecia tenía unos recursos casi inagotables, que no vacilaría en emplear. Tal vez Messer Colombo contaba con algún socorro del Duque de Milán, pero en tal caso, eso equivalía a construir sobre arena. Messer Gritti tenía informes seguros de los agentes fidedignos de la Serenísima, en Milán, de que Francesco Sforza no quería ni podría, aunque quisiera, dar ningún socorro. ¿Creía, pues, Messer Colombo útil insistir en su empeño, hasta que el hambre le obligase a confesar la derrota? ¿No seria mejor aconsejado rendirse mientras pudiera hacerlo con todos los honores de la guerra, antes que perder, prolongando aquel sitio, todos los derechos a una alta consideración?

Belluomo, que prestaba oído a los párrafos medidos y pronunciados con la voz áspera y monótona del procurador, se figuró que el joven soldado contestaría con desconfianza y burla, pero con grande asombro suyo, Colombino se quedó pensativo, con la barbilla apoyada en la mano y luego levantó unos ojos de expresión suave y soñadora. Parecía como si aquella carta falsificada le hubiese quitado el ánimo. Y al hablar lo hizo con la apagada voz de un hombre que ya no tiene mucha confianza.

—Tal vez sea como decís, señor, pero recordad que he jurado servir. Me pagan para conservar Rávena en beneficio del señor Honorato da Polenta.

—¿Qué os pagan? ¿Puedo atreverme a preguntar cuánto?

Colombino contestó francamente, lo cual era nueva prueba de su desaliento. Y en los ojos acerados del veneciano apareció un centelleo.

—¿Y solamente por la esperanza de cobrar esos cien mil ducados resistís el sitio?

—¿Qué otra razón tendría? Para mi la guerra es un negocio como otro cualquiera. No lo hago para distraerme, ni con la única razón de alcanzar gloria.

El procurador se inclinó, apoyando el codo en la rodilla y en tono significativo bajó la voz.

—¿Y no se os ha ocurrido la posibilidad de que la Serenísima República pudiera pagaros mejor?

—Por desgracia —contestó Colombino, suspirando—, no estoy a sueldo de Venecia.

—¿Y quién os impide hacerlo?

Aquella pregunta inesperada sobresaltó al joven condottiero. Su mirada no pudo resistir la del veneciano. Cubrióse la boca con la mano y, al fin, habló con el titubeo propio de un hombre que se deja vencer por la tentación.

—Tengo deberes que cumplir con el señor Honorato.

—Esos deberes terminan a causa de la situación que, examinada fríamente, es de derrota, si no inmediata, por lo menos definitiva. Simplemente, aceptando ahora, reconocéis lo inevitable. Y estoy preparado para aseguraros que la Serenísima y siempre generosa República os mostrará su satisfacción por las molestias que le hayáis ahorrado y por haber evitado la ruina de sus propiedades en Rávena, mediante el pago de doscientos mil ducados.

De este modo llegó el punto más interesante, rodeando la traición propuesta con razones especiosas y proporcionando a Colombino todos los justificantes que un traidor puede necesitar. Después de hablar así, atrevidamente, volvió a reclinarse en su sillón. No tuvo que esperar mucho, porque casi inmediatamente abandonó su languidez y sus titubeos.

—¿Pagáis por adelantado?

Messer Gritti contuvo el aliento, y en cuanto a Belluomo profirió un gruñido inarticulado, hijo de su repugnancia.

Así, pues, resultaban ciertas las cosas que se decían de aquel individuo. Tenía la traición en la sangre. Era una deshonra para todos los soldados.

Se os pagará por adelantado —contestó el procurador acariciándose la afeitada barbilla— y con dinero que tengo a mano. Cincuenta mil ducados, que servirán como adelanto. Pagaremos el resto en cuanto Rávena se haya rendido.

Colombino lo miró un momento con fijeza y luego de repente, se puso en pie.

—Id en busca del oro y volveremos a hablar de eso. Mientras tanto reflexionaré.

Los dos parlamentarios se despidieron; pero cuando volvían al campamento veneciano, situado en las tierras pantanosas que había al Sur de la ciudad, Belluomo meneó su enorme cabeza al oír las alabanzas y los himnos que entonaba Messer Gritti acerca de su propia victoria.

—No me resuelvo a creerlo. Es demasiado fácil. No me sorprendería mucho que al final fueseis víctima de vuestras propias argucias.

El procurador le dirigió una mirada de desprecio.

—Sabéis tan poco de los hombres como de vuestro oficio. Por fortuna, está en mis manos la dirección de este negocio.

—Ya veremos lo que pasa —contestó Belluomo, sin dar su brazo a torcer.

Pero aquélla tarde, cuando volvieron a Rávena, acompañados por dos hombres que llevaban las talegas de ducados, tuvo la evidencia de que estaba equivocado y de que Messer Gritti estaba en lo cierto.

De nuevo encontraron solo a Colombino en su aposento. Sobre la mesa tenía entendido un plano de la ciudad y de sus alrededores.

—Si os vendo esta plaza, destruiré mi carrera como capitán de fortuna —exclamó, levantando una mano al mismo tiempo para contener la interrupción de Messer Gritti.

—Por consiguiente, es preciso disponer la cosa de manera que a los ojos del mundo resulte claro y evidente que cedo a la necesidad militar. En esta aventura perderé buena parte de mi crédito, y vos, en cambio, Messer Belluomo, lo ganaréis.

El corpulento soldado lo miró sin cuidar de disimular su antipatía. Expandió su ancho pecho y contestó:

—El resultado es, de todos modos, inevitable.

—De no haber reconocido esta probabilidad —replicó Colombino, inclinando la cabeza—, nunca hubiese prestado oídos a vuestras proposiciones. Escuchad ahora las mías. —Volvióse a examinar el plano, haciéndoles seña para que se acercasen, y luego dijo—: Una noche, que convendremos, entraréis en la ciudad por asalto. Lo haréis así: Conduciréis una fuerza no inferior a mil hombres hacia el Norte, describiendo una ancha curva en torno de la ciudad, de manera que el movimiento no pueda ser sospechado por nosotros. De todos modos, tendríais que hacerlo para cruzar el canal, cosa solamente posible allí, por medio del puente de San Sixto. —Indicó en el plano el punto que atravesaba el canal que iba desde la ciudad al mar y que fue construido en la época en que el Adriático penetró en Rávena, como había penetrado en Venecia, y antes de que se retirase—. Con esta fuerza atacaréis la Puerta de Venecia. Cuidad de atacar con violencia, haciendo gala de toda vuestra fuerza, y así justificaréis que yo lleve toda mi guarnición al punto amenazado. Una vez hecho esto, lo cual ocurrirá exactamente media hora después de haber empezado el ataque, otro grupo vuestro, de quinientos o seiscientos hombres bastaran para ello, y darán el verdadero ataque contra la puerta del Sur, que entonces estará indefensa. Tenderéis un puente improvisado a través del foso y por medio de arietes o de pólvora destruiréis la poterna en pocos minutos. Como allí no habrá defensores, no hallaréis resistencia. Además, el ruido quedará apagado por el que haremos al Norte de la ciudad. Una vez hayan entrado vuestros hombres en ella, se apoderarán de la máquina que actúa en el puente levadizo y, en pocos minutos, lo bajarán para dar paso a todos los asaltantes. Esta fuerza atravesará la ciudad para cogerme por retaguardia. Al notar el peligro y no conociendo su extensión o el número de los enemigos, será muy natural que me retire con mis hombres a la ciudadela en el mejor orden posible, dejando a los invasores libre acceso a la Puerta de Venecia, que abriréis para dar paso a vuestra división principal. De este modo os haréis dueños de la ciudad. La consecuencia será que ya en vuestra posición ventajosa me conminaréis a rendirme, ofreciéndome los honores de la guerra. Y de este modo se verá que yo no tenía más remedio que aceptar.

Hizo una pausa para mirar, sin ninguna vergüenza, a los dos hombres y darse cuenta de si el plan merecía la aprobación de Messer Belluomo, pero contestó Messer Gritti, quien aun en aquel momento no pudo contener su humor agrio y burlón.

—El mayor crédito que adquirirá Messer Belluomo os lo garantiza.

El sarcasmo apagó el centelleo de los ojos del Capitán veneciano. Se encogió de hombros y gruñó, en tanto que Colombino continuaba diciendo:

—Estamos, pues, de acuerdo. Hoy es viernes. Si os conviene el domingo por la noche para el ataque, a mi me parece bien. Haced de modo que la acción del Norte empiece media hora antes de medianoche. Y la de la puerta Sur a las doce en punto de la noche.

El procurador consultó a Belluomo con la mirada y éste afirmó, diciendo:

—Bien, el domingo por la noche.

—Ahora —dijo Colombino, rechazando el plano— sólo falta que ambos firméis conjuntamente el compromiso de pago de ciento cincuenta mil ducados, que haré efectivo cuando me convenga.

—¿Y eso por qué? ¿No basta mi palabra? —preguntó Messer Gritti, frunciendo el ceño.

—En una transacción tan delicada, resulta imprudente no cobrar la suma por anticipado. Si consiento en ello, por lo menos quiero poseer el equivalente más cercano al oro.

Messer Gritti reflexionó un instante y luego dijo:

—Veo que sois hombre de negocios, Ser Colombo; me extraña que os hayáis resignado a seguir la carrera de las armas.

—La encuentro bastante remuneradora.

—De acuerdo con vuestro sistema, no hay duda de que lo es —exclamó Belluomo, que no pudo contenerse ante tanto cinismo.

—¿Os burláis de mí? —contestó Colombo, riéndose—. Deberíais agradecérmelo, porque facilito vuestra tarea.

—Así el diablo cargue con vos, por vuestra impudicia.

Colombino volvió a reírse y entregó la pluma a Mecer Gritti. El procurador había estado estudiando el documento.

—Nada dice aquí de por qué se ha de pagar esta suma.

—Dios me dé paciencia, señor. ¿Os figuráis que consentiré en que se consigne? Sin duda me juzgáis demasiado tonto. Pero en fin, ¿firmáis o no?

—En resumidas cuentas… —murmuró Messer Gritti, pellizcándose el labio inferior.

Tomó la pluma, firmó y luego Belluomo, trabajosamente estampó su firma debajo de la del procurador.

Messer Gritti se marchó muy satisfecho, al pensar que si bien el soborno de Colombino había sido caro, resultaba barato comparado con los resultados alternativos.

—Con tal de que ese tunante no falte a la palabra dada —observo Belluomo inquieto.

—No tengáis ninguna duda —contestó Gritti—. Con tal que los ducados sean muchos, ese perro seria capaz de vender a su propia madre. La condesa de Rovieto lo conocía muy bien.

Aquella misma noche tuvo prueba de su propia agudeza. Capturaron otro mensajero en los puestos avanzados. Entonces salía de la ciudad y sobre su persona encontraron la siguiente carta, dirigida a Honorato da Polenta.

Señor: Vuestras cartas me han arrebatado la última esperanza de recibir rápido socorro del duque de Milán. Rávena ha sufrido ya tres violentos asaltos, que hemos podido rechazar. Pero temo que el cuarto dé la victoria al enemigo, porque estamos muy apurados y escasos de víveres, y en cumplimiento de mis deberes os doy cuenta de esto.

Messer Gritti sonrió, mientras se frotaba sus nudosas manos.

—Así es, como el doble traidor prepara el terreno para su traición.

Disipada su última duda, gracias a tal carta, Mecer Belluomo hizo con la mayor confianza los preparativos para el domingo por la noche.

Poco después de haberse puesto el sol de aquel día de mayo, emprendió la marcha al mando de un millar de hombres en dirección al Este, a través de los marjales, para cruzar el canal por el lejano puente de San Sixto y luego siguió el camino en torno del lado Norte de Rávena.

Gravedonna se encargó del mando del cuerpo de quinientos infantes que habían de atacar la ciudad por el Sur.

Gritti se quedó en el campamento con el resto de los hombres, que alcanzaba a un millar y que al amanecer entraría en la vencida Rávena, pero que mientras tanto podría descansar.

Puntualmente a las once y media de la noche, Belluomo empezó el ataque contra la Puerta de Venecia y hábilmente lo sostuvo hasta que una explosión ocurrida en el lado opuesto de la ciudad le informó de que Gravedonna había volado la poterna. Muy en breve y entre el ruido y el estruendo qué había dentro de Rávena, pudo comprender que Gravedonna estaba ya en la ciudad y dispuesto a desempañar su cometido. Dispúsose a entrar en cuanto la puerta fuese abierta desde dentro. Pero pasaba el tiempo sin que ocurriese tal cosa. El ruido de la lucha en el interior de la ciudad, en vez de acercarse al Norte, parecía retroceder. Empezó a sentir el temor de que las cosas no iban como era debido. Durante algún tiempo hubo una calma que al fin fue seguida por un terrible y lejano rugido, pero no solamente hacia el Sur de la ciudad, sino también en un punto situado más allá.

Sus temores recibieron su confirmación inmediatamente. Aquel ruido de lucha procedía de su propio campamento. ¿Qué traición había en todo aquello?

Frenético, hizo dar media vuelta a sus hombres y a toda prisa y en plena noche, los hizo retroceder por el mismo camino, para llegar cuanto antes a la lejana escena. Aunque el cielo estaba claro y despejado, la bruma que surgía de las tierras pantanosas hacía peligrosa aquella marcha sobre un suelo fangoso. Pero Belluomo no pensaba en eso. Llegó al puente, que atravesó al galope. Su plateada armadura lo hizo visible por un momento a los que lo seguían, pero de repente desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra. Y en realidad, había ocurrido algo por el estilo, porque un fuerte chapoteo anunció el camino que había tomado.

Donde antes estuviera el puente había entonces un abismo, por el que cayeron una docena de jinetes al canal, antes de que el resto de la compañía se detuviese a tiempo.

El condottiero fue salvado de ahogarse por un milagro. Su armadura lo habría sumergido en caso de que se separara de su caballo cuando cayeron juntos. Bien es verdad que se vio derribado, pero se agarró a las crines del animal y la fuerza de la desesperación lo mantuvo con la cabeza fuera del agua. Por fortuna, a pocas varas de distancia se elevaba el fondo del canal, y por suerte o por instinto, allá se dirigió el bruto, llevando a su asustado jinete.

Jadeando y blasfemando alternativamente, el bien mojado Belluomo subió por la resbaladiza orilla del canal, aunque no sin resbalar muchas veces, hasta que por fin, sus hombres fueron a socorrerlo. De este modo llegó a pisar tierra firme y se sentó en ella, indefenso, tembloroso y exhausto. Y agarrando su cabeza entre las manos, se esforzó en imaginar lo que había ocurrido.

Gravedonna, después de volar la poterna, penetró en la ciudad sin hallar resistencia, y atrevidamente avanzó hasta llegar a la plaza que había al pie de la fortaleza y a medio tiro de ballesta de la puerta de Venecia. Allí se vio de repente rodeado por una fuerza doble en número, y conminado a rendirse si quería salvar las vidas de sus hombres. Comprendió que había caído en una trampa y, arrojando la culpa y la responsabilidad a los que tan fácilmente creyeron que les seria entregada Rávena, no intentó ninguna resistencia. Sus quinientos hombres, ya desarmados, fueron encerrados en la ciudadela. Luego, mientras Belluomo se dirigía alocadamente al Puente de San Sixto, que halló cortado, Colombino sacó todas sus fuerzas, y con la violencia de la tempestad cayó contra el campamento veneciano, que nada recelaba. Gracias a la sorpresa poco le costó lograr la victoria. A los primeros resplandores de la aurora, los habitantes de Rávena contemplaron una multitud de más de mil prisioneros a pie, ignominiosamente metidos en la ciudad por los jinetes de Colombino, que también los encerraron en la fortaleza. Tras ellos iban los carros cargados de provisiones de Belluomo, numerosos bueyes, un rebaño de ovejas, carros llenos de tiendas, municiones, armas y útiles, es decir, el botín completo de aquella victoria ridículamente fácil.

Y entre los prisioneros, aunque aparte y tratado con la mayor deferencia por sus aprehensores, iba Messer Francesco Gritti, cuya astucia fue malgastada con tanta confianza para lograr aquel resultado. Estaba amargado a más no poder.

Sólo faltaba acabar con Belluomo. La salida del sol lo halló en la orilla del canal helado de cuerpo y alma. Estaba desorientado. Para cruzar aquel pestilente canal habría de dirigirse al Oeste y más allá de Rávena. ¿Para qué? Conocía bastante bien la guerra para darse cuenta de lo ocurrido. La astucia de Colombino se aprovechó de la tentativa de Gritti para sobornarlo y dividió el ejército veneciano en tres partes, para atacarlas separadamente con toda facilidad, de modo que ya sólo le faltaba así terminar con la tercera.

El único recurso de Belluomo consistía en dirigirse al Norte, hacia Venecia, para salvar lo que quedaba de su condotta, pero o no se le ocurrió o, a causa de su derrota, su temor a los señores de Venecia aventajaba al que le inspiraba Colombino. Sea lo que fuere, el dueño de Rávena lo encontró aún en el canal cuando salió a su encuentro.

El poco ánimo que le quedaba a Belluomo desapareció al ver al ordenado ejército de Colombino, compuesto de dos mil hombres, que resplandecían a la luz del sol, al avanzar contra los venecianos, que tenían la retirada impedida por el canal.

Belluomo se puso en pie tambaleándose, y exhibiendo su figura manchada de barro y de légamo, que había quedado pegado en las junturas de su arnés.

Y, aceptando lo inevitable, envió a un oficial con una trompeta para pedir condiciones de paz.

* * * *

V

AMARGO fue aquel día para Belluomo. El espléndido ejército que Venecia le confiara se derritió gracias a las artes y a las astucias de aquel infernal Colombino, de quien era prisionero.

Y ni siquiera fue tratado como podía esperar. Se le negaron todas las condiciones de paz, exigiéndole la rendición incondicional, cosa a la que se vio obligado por las circunstancias. Bien es verdad que le permitieron lavarse y cambiar de traje, pero por lo demás fue encerrado en un calabozo subterráneo, como un criminal; y cuando por la tarde lo trasladaron a la Casa Polentana, llevaba una cuerda en torno del cuello. Su único consuelo consistió en ver que Messer Francesco Gritti iba a su lado de igual modo, silencioso, lívido y con los ojos ardientes de rabia.

En cuanto Belluomo se vio en presencia de su aprehensor, en la misma estancia magnífica donde fue recibido otras veces, dio rienda suelta a su furor a causa de los tratos recibidos, y con la mayor firmeza reprochó a Colombino aquel ultraje contra todas las costumbres de la guerra entre capitanes.

—Como capitán —le contestó Colombino— ya nos vimos en el campo de batalla. Aquí voy a trataros a vos y a vuestro digno compañero como corruptores, que intentasteis sobornar al comandante de una plaza fuerte. Sin duda habéis olvidado eso, ya que os atrevéis a quejaros del tratamiento de que habéis sido objeto.

Tales palabras, pronunciadas con voz fría y serena, dieron un escalofrío a Belluomo. Inclinó la cabeza mientras estaba al lado del orgulloso, feroz y desdeñoso Messer Gritti.

—Colombino estaba sentado, como antes, a la cabecera de la maciza mesa de roble, de espaldas a las ventanas abiertas de par en par, para que penetrase la fragancia del jardín. Tras él estaban sus dos lugartenientes Sangiorgio y Caliente, y a su izquierda y en el extremo opuesto de la larga mesa, sentábase el sobrino de Honorato da Polenta, hombre de unos treinta años, alto, guapo y moreno; iba tonsurado y vestía el traje negro de eclesiástico.

Inmediatamente detrás de los presos había unos guardias armados con alabardas.

Después de imponer silencio a Belluomo, gracias a su respuesta, Colombino se dirigió principalmente; a Mecer Gritti, y entonces la humillación que sentía Belluomo se suavizó al advertir la de su compañero. En aquella hora saboreó la venganza contra aquel hombre, cuyas burlas constantes le habían irritado tanto.

—Según creo, Messer Gritti, os consideráis hombre muy sutil; y sin duda os alienta a consideraros así el hecho de que tratáis en artes que en Venecia se consideran sutiles, según he tenido ocasión de observar. Pero la mente más sutil queda reducida a la nada, gracias a la presunción. Y me parece, Messer Gritti, que sois un hombre muy presuntuoso, Y, en beneficio de vuestro porvenir, suponiendo que se os permita vivir para aprovechar la lección, espero demostrároslo.

Hizo una pausa y luego, en tono frío y tranquilo, lentamente, como hombre que escoge sus palabras con el mayor cuidado, continuó derramando el ácido corrosivo de su juicio sobre el alma del veneciano.

—Vuestra primera presunción es la de que conocéis el arte militar. Tened en cuenta que los grandes soldados no se hayan en las cámaras de los consejos. Nacen, como los poetas, o se hacen, trabajosamente, gracias a la experiencia en el campo de batalla. Puesto que esa presunción vuestra os llevó a maltratar y a querer superar al capitán nombrado por la Serenísima República, la responsabilidad del fracaso sufrido aquí por las armas venecianas, es también vuestra. Eso es lo que manifiesto por medio de mis cartas al Consejo de los Diez. Las tengo ya preparadas —y tocó unos cuantos pergaminos que estaban ante él—. Otra presunción equivocada fue la de que yo era un tunante y un traidor. Dios sabrá, quizá, por qué teníais tan pobre opinión de mi. Pero lo que me importa es lo que pensabais y no la razón de que lo pensarais así. Figurándoos que yo era un tonto, falsificasteis una carta para engañarme. ¡Y qué carta! Preguntaos, Messer Gritti, si vuestro juicio no está ofuscado por completo, si Honorato da Polenta, de haber sido la situación tal como la pintabais, se hubiera molestado en escribir esa carta. Tal pregunta, y la respuesta consiguiente, se le habría ocurrido a cualquier colegial medianamente listo. Sin embargo, una y otra escaparon a la sutil inteligencia de un estadista veneciano.

—Sin duda comprenderéis ya cómo nacieron mis sospechas. Pero debierais haberlas previsto. Entonces, quizá, se os ocurriera que el mensajero pudiera ser interrogado por mi. Ésa es una cosa absolutamente evidente.

—Imaginaos que lo interrogué. Pero un hombre realmente sutil lo habría supuesto antes de mandar al mensajero, y ante tal eventualidad, lo habría instruido convenientemente. En tal caso, no se hiciera traición a sí mismo, conviniendo conmigo en que Honorato da Polenta es casi tan alto como yo, que fue desterrado a Candia en lugar de Creta y otras cosas por el estilo. Y cuando nos convencimos de que mentía, ya no fue difícil hacerle confesar toda la verdad. Hay muchos modos de persuadir, que vos conocéis probablemente, porque a pesar de que son aborrecibles e innobles, los habréis empleado. El potro, la bota, el látigo con nudos, etc. Pero me enorgullezco al pensar que no tuve que recurrir a nada de eso y de que otras medidas más suaves me permitieron averiguar cuanto necesitaba saber antes de que, a la mañana siguiente, vinieseis a verme con la presunción de que yo estaba en venta.

—¿Comprendéis ahora la trampa en que os metisteis? Teniendo en mis manos la prueba de lo que habíais hecho, me asistía toda razón y derecho para haceros ahorcar en el acto y, sin duda, lo hiciera sin ningún arrepentimiento, si no se me ocurriera un modo mejor de utilizaros, aprovechándome de vuestras estúpidas presunciones para lograr la destrucción del ejército a cuyo jefe estabais desposeyendo de su autoridad.

El procurador de la República ya no pudo resistir más y, despreciando el peligro, arrojó el veneno que lo ahogaba.

—No fue presunción mía creeros un traidor que se pueda comprar, porque lo sois. Os compró Della Scala para traicionar a la condesa de Rovieto del mismo modo como vuestro padre, Terrarossa, fue comprado para traicionar a Florencia y le ahorcaron por ello, así como vos seréis ahorcado por fin.

Caliente dio un paso hacia él, respirando con fuerza. Pero la mano firme y tranquila de Colombino lo contuvo. Y sin cambiar el tono de su voz replicó:

—Sois hombre valeroso, Messer Gritti, o bien imprudente y tonto para usar tales palabras, cuando tenéis el cuello rodeado por una cuerda.

—Si me han de ahorcar… —empezó a decir el veneciano.

—Comprendo —le interrumpió Colombino—. Ahora también estáis diciendo tonterías acerca de eso. Pero os equivocáis otra vez. Por lo menos, es posible. Si os ahorcarán o no, depende de si el Consejo de los Diez, al enterarse de los hechos que yo he explicado detalladamente, considera conveniente salvaros o no la vida. Si la Serenísima República estuviese ya harta de vuestras sutilezas y consintiera en, hacer honor al compromiso de pagarme ciento cincuenta mil ducados, firmado por vos, yo cuidare, cuando llegue el señor Honorato, de que os perdone vuestra tentativa de sobornar al comandante de sus fuerzas.

—¡Honrar el compromiso! —el furor quitó la razón al veneciano—. ¿Habéis honrado acaso el vuestro, contraído al amparo de este documento, vos, que sois un traidor para los dos bandos?

—¡Que apaleen a ese perro descarado! —gruñó Caliente—. Con gusto le subiese aplastado su cochino cuello entre los dedos por la mitad de lo que ha dicho contra vos.

—Tened paciencia con él. Es muy duro de mollera, el pobre, Ni siquiera se da cuenta de que el oro que había de pagarme por hacer traición a Rávena habrá de pagarlo ahora por su rescate. Seria hacerle un pobre cumplido estimarlo menos. Y cuando pienso en eso con tranquilidad, su vanidad quizá se sentirá herida por mi moderación. —Se volvió de nuevo al procurador, diciendo—: Procurad comprenderme con claridad, Messer Gritti. No vayáis a imaginaros que eludiréis el castigo por haberme ofendido, porque os ahorcaré en nombre del señor de Rávena, o bien os multaré en mi propio nombre. Fijaos en eso. O bien vos pagaréis vuestro rescate o lo pagará la Serenísima, haciendo honor, a vuestro documento firmado. Ahora lo mandaré a Venecia, juntamente con las cartas que explican detalladamente lo sucedido y poniendo de manifiesto la responsabilidad que en ello tenéis.

—En esta ocasión mi mensajero será Annibale Belluomo, a quien devuelvo la libertad con este objeto. De esta manera cumplo con un deber con un compañero de armas. Además, estas cartas servirán para devolver la buena fama a Messer Belluomo, a expensas de la vuestra. —Hizo un gesto a los guardias y les dijo—: Llevaos al preso y quitad la cuerda del cuello de Messer Belluomo.

Uno de los saldados tocó el brazo de Messer Gritti, pero él no se volvió en seguida. Temblaba de pies a cabeza y dirigía miradas coléricas a Colombino. Movió unos instantes los labios, antes de poder hablar:

—¡Bandido! ¡Vil y traidor bandido! No os hagáis la ilusión de conservar por mucho tiempo esta situación ventajosa. ¡Hijo de un felón! Aún viviré lo bastante para veros en el polvo, a que pertenecéis.

—Llevaos cuanto antes a ese cuervo charlatán —ordenó Caliente— o, Dios me perdone, olvidaré que es un preso.

Y echó a andar tras de los soldados, obligándoles a apresurar él paso, mientras se llevaban al veneciano. Belluomo vio salir al procurador casi sonriendo. Su propia situación no tenía nada de envidiable, pero entonces sólo se daba cuenta de que Colombino lo había vengado del hombre que tanto le hizo sufrir.

A la mañana siguiente, llevando las cartas y escoltado por unos veinte hombres suyos, que Colombino puso generosamente en libertad para tal objeto, emprendió el viaje a Venecia.