I
N cuanto hubieron ahorcado a su padre, su madre murió con el corazón destrozado.
Por la misma razón se le conoce en la historia simplemente como Colombo de Siena. Sus armas —azur y un palomo de plata— fueron de su adopción e in rebus[1] expresaban sencillamente su patronímico, pues que procedía de una familia belicosa y poseía el derecho de usar un nombre patricio y también de algunos famosos cuarteles. Tras de su desdén por el uno y por los otros se halla la tragedia que no careció de influencia en su vida. En realidad era el único hijo de aquel señor de Terrarossa, Sigismondo Barbieri, a quien los florentinos desposeyeran de sus bienes y merecidamente condenaran a muerte por traición. Él tenía diez u once años cuando quedó huérfano y abandonado en el mundo, y si no pereció, debióse a un santo hermano de su madre, un franciscano que le amparó de todo mal a sus tiernos años.
Más tarde, en cuanto creció el muchacho, acentuándose su parecido con la madre y dando pruebas de otras cualidades que lo hicieron más querido a fra Franco, su tío, se presentó la cuestión de hallarle un lugar en la vida. El fraile habría intentado la devolución del señorío perdido por la traición del padre y aquel humilde hermanito de San Francisco no carecía de influencia, pero en ello encontró la más firme oposición por parte de Colombo.
—Puesto que el castigo fue merecido y justo, equivale a una expiación. En cierto modo sirve para borrar el pecado, y si nos negamos a pagar, resucitamos la duda. Dejemos, pues, las cosas como están.
Después de vanos argumentos, el fraile cedió a la claridad y honradez de la lógica del muchacho, abandonó sus tentativas y buscó otra cosa para su sobrino.
Más tarde, Colombo aseguraba que sus naturales inclinaciones eran pacíficas. Amaba a la Naturaleza, y, de seguir su vocación, se habría dedicado a la agricultura. Pero también poseía otras cualidades de fácil percepción que, sin duda, le dieron luego el éxito en la vida. Así comprendió que un hombre nacido entre las turbulencias que agitaban constantemente la península italiana, en la segunda mitad del Quattrocento, debía apresurarse a decidir si quería pasar al lado de las ovejas o al lado de los lobos, ya que la Humanidad, en aquella época, y especialmente en aquel inquieto país, no ofrecía otra elección.
Las ovejas estaban obligadas a trabajar, Eran los mercaderes, los campesinos, artesanos, artífices y aun los clérigos. Los lobos eran los príncipes y aquellos que los servían en sus disensiones. Ser industrioso, productivo, esclavo de la ley, equivalía a verse sujeto a infinidad de molestias, en constante peligro de ser robado, multado, arruinado y aun asesinado.
Teniéndolo en cuenta, Colombo llegó a la conclusión de que si sus inclinaciones naturales no le impulsaban a ser lobo, menos le aconsejaban ser oveja.
Así explica su caso. Pero aun sin darse cuenta de si mismo, su historia lo refiere de otro modo. Considerando ya extinguida la casa de que procedía, sintió, desde su primera edad, el impulso de la ambición de encontrar otra mucho más espléndida, hija del esfuerzo de sus manos y de su cerebro. Y ya que no podía ser descendiente sin avergonzarse, por lo menos sería antecesor de quien sus descendientes estarían orgullosos. No se puede afirmar que tuviese esa intención cuando, a los dieciséis años, le vemos enristrando una pica al servicio de Siena, su ciudad natal. Más bien se le ocurrió aquella idea durante la campaña siciliana, primera ocasión en que la trompeta de la Fama hizo resonar su nombre por toda Italia. Tenía entonces veintiocho años y había aprendido el oficio de las armas, a las órdenes del gran Bartolomeo Colleoni y tras de empezar muy modestamente en la campaña de éste, al mando de diez yelmos, alcanzó rápidamente la situación de uno de los mejores tenientes de aquel famoso capitán.
Luego, y poco después de que Colleoni entrara al servicio de Venecia, Colombino, cariñoso diminutivo que se le daba, se separó de él para constituir una pequeña condotta[2] propia, formada por cien lanzas y puso su espada en el mercado de Belona.
En la campaña siciliana en la que, gracias a la fortuna se vio obligado a tomar el mando en favor de Aragón, no sólo conquistó fama, sino el dinero suficiente para adquirir un señorío y un viñedo en Montasco, es decir, en territorio de Siena, el que se proponía extender y ennoblecer gradualmente.
Descansaba allí de sus trabajos en el verano de 1455 y le acompañaban otros dos condottieri que habían unido a la suya sus fortunas y se alistaron bajo su bandera. Eran el prudente y experimentado soldado de fortuna Giorgio di Sangiorgio y el corpulento y jovial aragonés don Pablo Caliente.
Sospecho que debió de ser en aquella época cuando empezó a soñar en la conquista de las alturas. No carecía de modelos. El mismo Colleoni, ya viejo, pero todavía capitán general nominal de las fuerzas venecianas, tenía grandes posesiones y honores. También existía Francisco Sforza, a la Sazón duque de Milán, que disfrutaba a Venecia la prepotencia en el Norte, y cuyos comienzos fueron tan humildes como los de Colombino. Hubo un Carmagnola, que alcanzó la soberanía, antes de perder la cabeza, Y había otros doce soldados de fortuna que Colombino podía recordar y que alcanzaron la situación de príncipes. Como ellos, con la punta de su espada, podría fundar una dinastía. Y la guerra siciliana le puso en el camino para alcanzar aquellas alturas.
Pero sus ambiciones no se debían solamente al deseo de alcanzar la riqueza, sino que se dejaba guiar por elevados ideales, más bien propios de la edad de la caballería de su propia época. Ansiaba proteger a los indefensos y sostener a les débiles contra los fuertes; ideales que esperaba poder expresar con un gobierno suave y muy distinto del despotismo practicado por los príncipes italianos.
Ya se comprenderá que si bien Colombino había aprendido muchas cosas en veintiocho años aún ignoraba que en su tiempo la ambición y los ideales caballerescos no podían ir de la mano.
Apenas se había dispuesto a descansar en Montasco y olvidar todo pensamiento belicoso para ocuparse en asuntos concernientes a la noble mansión que estaba construyendo, cuando lo llamaron para encargarse de una tarea que había de originar un cambio muy notable en su carácter. Y aquella llamada era tal, que su hidalguía no pudo menos de responder a ella. Procedía de la condesa soberana de Rovieto, Eufemia de Santi, quien, sin merecer el paso a la posteridad, gracias al pincel de Antonello de Messina, alcanzó una fama eterna. Terminaba ya un caluroso día de agosto y Colombino estaba cenando con sus dos capitanes, en una sala de su principesca mansión, ya terminada. Las ventanas estaban abiertas de par en par, a fin de dar paso a la brisa de la puesta del sol cuando, a lo lejos, oyeron el ruido de cascos de caballo que anunciaba la llegada de un mensajero.
Supusieron que aquél procedería de Siena, pero al poco rato entró un criado con la carta, cuya procedencia anunció. En cuanto Colombino la hubo leído la arrojó a, sus capitanes para que se enterasen de su contenido.
Sangiorgio la leyó y se quedó pensativo. Caliente, por su parte, mostró una satisfacción jovial.
—¡Bendita sea Nuestra Señora por esta señal de su favor! Nunca esperé encontrar algo que hacer hasta que fuésemos a nuestros cuarteles de invierno. Eso demuestra que la fama no os dejará descansar mucho, don Colombo.
Apareció una sonrisa en el rostro apacible del español, cuyos labios rojos daban a entender la abundancia de la sangre en sus venas. El contraste entre él y el alto, esquinado y saturnino Sangiorgio, se acentuaba por el hecho de que éste se mostraba tan agrio como alegre don Pablo. Y tirando de su barbilla gris, Sangiorgio tomó de nuevo la carta y la leyó por segunda vez.
Era de la condesa Rovieto, que escribía largo y tendido:
Filippo della Scala, señor de Verona, se estaba armando para invadir su territorio, a fin de exigir la cesión de un derecho basado en su parentesco con el difunto señor de Rovieto. Los recursos della Scala, agotados por su participación en la larga lucha entre Venecia y Milán, no le permitían contratar a una de las compañías libres en aquel momento en Italia. Por consiguiente, envió sus agentes a los cantones suizos, para reclutar gente entre los montañeses, que no eran malos soldados cuando se les ofrecían condiciones razonables. Así, el tiempo era aliado de la condesa; gracias al aviso que recibiera, y anticipándose a su enemigo, ella deseaba y esperaba dar el primer golpe e invadir su territorio, mientras no estuviese preparado aún, y cuando él pidiera la paz, le impondría tales condiciones, que acabaría de una vez para siempre con sus pretensiones. Y para realizar este propósito, solicitaba que Messer[3] Colombo da Siena y su Compañía del Palomo se pusieran a su servicio.
Cuando Sangiorgio levantó la mirada, Colombino le dijo:
—Es mujer animosa, que conoce el primer principio de la guerra: que el ataque es la mejor defensa y que la victoria, con frecuencia, se inclina al que da el primer golpe. ¡Por mi alma! Es una mujer extraordinaria.
Sangiorgio frunció los labios, dejó caer la carta e hizo un gesto como si se sacudiera los dedos.
—Por fortuna es extraordinaria, porque si abundasen las mujeres como ella, habría muchos menos hombres.
Colombino arqueó las cejas y Caliente dio media vuelta sobre el asiento para mirar a su compañero. Sangiorgio se explicó.
—Su historia es mucho más interesante que agradable y conviene que lo sepáis. Nació hace unos veintitrés años y ya ha tenido dos maridos. El primero era un patricio de la casa milanesa de los Visconti, un tonto presumido que por todo Rovieto proclamó sus celos hacia el romano Gerolinini. Pero de pronto cayó muerto del modo más raro del mundo, en pleno invierno, de una fiebre malaria. Y la fe en esa enfermedad no aumentó ciertamente por el hecho de que su viuda se casara con Gerolinini, tres meses después de la muerte de Visconti. Más tarde, Gerolinini, que tenía la ambición de gobernar, no quiso comprender que el consorte de una soberana no es necesariamente soberano a su vez.
—Esta presunción le costó romperse el cuello en una caída de caballo, un día que estaba cazando. Por lo menos, así lo cuenta la historia. En el momento del accidente estaba solo. Cuando le hallaron estaba tendido en el suelo, como si le hubiesen puesto allí con todo cuidado, y, en su ropa, no había el menor desorden.
—Como decís, Colombino, se trata de una mujer extraordinaria y afortunada. Tal vez también algo peligrosa.
—Pero ahora —contestó Colombino— es simplemente una mujer que corre peligro.
—Precisamente eso la hace más peligrosa.
—Dejémonos de chismes de comadres y vamos a hablar en serio —dijo Colombino, señalando la carta—. Lo que importa es su deseo de contratarnos.
—Es posible que os importe mucho —contestó Sangiorgio—, porque no sé cómo pagará. Su padre, Todescano, dejó arruinado a Rovieto antes de morir. Ella, siguiendo con filial piedad los pasos de su manirroto padre y señor, ha completado la bancarrota de Rovieto. Della Scala, dice aquí, y despectivamente dio un papirotazo a la carta —carece de recursos para contratar a una de las compañías mercenarias de Italia. Y ella, con menos ducados todavía, invita a la Compañía del Palomo a su servicio. ¿Cómo podrá pagarla?, me pregunto.
—Será mejor que vaya a averiguar eso —contestó Colombino.
—Yo puedo daros por anticipado una opinión que os evitará la molestia.
—La incredulidad es natural en un viejo soldado.
—Y la excesiva confianza lo es en un joven. Así empecé yo. Pero luego he aprendido algo, lo que llamáis incredulidad. Y esa carta no me obligaría a ir a Rovieto.
—Saldré mañana hacia allá —contestó Colombino.
—¿Es hermosa por lo menos? —preguntó don Pablo.
—Así dicen.
—Entonces, ¿por qué poner mala cara? ¿Sois acaso tan viejo que os habéis olvidado de todo? Por una mujer hermosa, Giorgio, vale la pena hacer cualquier viaje.
Sangiorgio miró al pensativo Colombino.
—¡Dios os ayude a los dos! —dijo volviendo a dedicar su atención al vino.
* * * *
II
AN rápido en la acción como en la decisión, y se asegura que éste era, el secreto de sus éxitos, montó a caballo, a la mañana siguiente, antes de salir el sol. Tomó el camino del Norte, acompañado de diez lanzas. Antes de acostarse la noche anterior había tomado, sus decisiones y como la rapidez tenía la mayor importancia, las basó en el supuesto de que el aspecto mercantil del asunto seria zanjado de modo agradable.
Antes dio a sus capitanes las órdenes de preparar y equipar la Compañía del Palomo. En aquellos días se componía de trescientas lanzas, de tres hombres para cada lanza, , y en aquel momento, descansaban en sus cuarteles en el condado de Siena. Además, sus capitanes habrían de alistar provisionalmente la condotta de Falcone, de trescientos hombres, que no tenían nada que, hacer y también las demás pequeñas compañías que estuviesen libres, a fin de llegar a una fuerza total de dos mil yelmos, que Colombino juzgaba necesarios para la empresa.
Tres días después estaba en Rovieto y su entrevista con la condesa Eufemia resultó una sorpresa mutua. Aunque no hubiera hecho gran caso de la opinión de Sangiorgio acerca de la condesa, se figuró que seria una mujer de aspecto desagradable. Pero en cambio encontró a una niña o, por lo menos, se lo pareció, no sólo por sus años, sino por su cara, porque Colombino aún creía que la cara era el espejo del alma. El aspecto de aquella mujer era tan virginal, inocente, y candoroso, que Colombino jamás podía creer que fuera ya viuda por segunda vez.
Ella, por su parte, a juzgar por el nombre de Colombino, esperó ver a un hombrecillo. Habíaselo imaginado pequeño, grueso y estevado y además de carácter rudo y basto, pero en vez de eso, vio a un joven de cabello aleonado, de seis pies de estatura, ancho de hombros, estrecho de cintura y de corpulencia atlética. Su rostro afeitado y de facciones acentuadas, su mandíbula poderosa y sus ojos negros y solemnes, le daban un aspecto notable, si no bello, por lo menos vigoroso. Además conducíase como si fuera un gran príncipe y vestía, como tal, una hopalanda de terciopelo gris claro, guarnecida de piel y sujeta por un cinturón de placas de oro batido, del que estaba suspendido un puñal, también con guarnición de oro.
La mirada de ella, al verlo entrar en la cámara de su Consejo, se desvió al instante, como deslumbrada. Luego volvió a fijarse en él, no para observarlo, sino para admirar, con un atrevimiento que; solamente la suavidad de sus ojos disfrazaba de candor.
Tributó a Colombino una recepción solemne, que a él no le sorprendió, pues conocía sobradamente la etiqueta reinante en los pequeños estados italianos. El oficial de guardia que lo recibió en el patio de la ciudadela, lo confió a un chambelán, quien a su vez lo llevó a un ujier, y éste lo condujo a la Cámara del Consejo, donde esperaba Su Alteza.
La joven sentábase en una especie de trono dorado, provisto de dosel, que debiera de haberle quitado importancia, pero que, por el contrario, servia para acentuar su delicadeza y su aspecto infantil. Sentados a la mesa y a su derecha, vio a tres hombres y otros dos a su izquierda, es decir, a los cinco miembros del Consejo de Rovieto, todos ya entrados en años y muy solemnes. Los cinco se pusieron en pie al entrar Colombino e inclinaron sus cabezas para saludarlo. La condesa, sin abandonar su asiento, le hizo una amable seña para qué se acercase al pie de la mesa, donde había un taburete, y le invitó a sentarse.
Luego, y cuando los demás habían ocupado sus puestos, la condesa tomó la palabra para dar su bienvenida y manifestar su agradecimiento por la pronta respuesta a su petición. Con toda evidencia había preparado aquel discursito y luego procedió a exponer sus necesidades y sus intenciones.
Añadió tan pocas noticias a lo que ya sabía Colombino por la carta, que éste manifestó cierta impaciencia en espera del final del discurso. Y apenas ella hubo terminado, cuando replicó:
—Si, si. Siempre es mejor primero. Y con frecuencia, cuando se encuentra al enemigo confiado, la victoria suele ser decisiva. —Mientras hablaba con la condesa, los demás no le quitaban los ojos de encima, y añadió—: He dispuesto lo necesario para que mis lanzas estén aquí el domingo y el martes próximo cruzaremos la frontera, de modo que atacaré a Della Scala antes de que esté informado de mi llegada.
Unos ojos tan azules como el Adriático brillaban sobre él, maravillados. Unos labios sensuales y rojos se entreabrieron en repentina sonrisa.
—Más propia seria el águila o el halcón como emblema vuestro que el palomo, Ser Colombino —observó.
—Ya veremos lo que piensa Della Scala – Contestó él, poniéndose en pie y contoneándose con alguna fanfarronería.
Y los dos, de un modo absurdo, permanecieron mirándose, hasta que los consejeros empezaron a carraspear.
El viejo Della Porta, deán del consejo, interrumpió aquella escena muda y el encantamiento en que estaban sumidos los dos jóvenes. Era flaco, calvo, de nariz semejante a un pico de ave. Era hombre práctico, que tomaba en serio su cargo. Habíase opuesto a la llamada de una compañía mercenaria, pues de sobra le constaba que no podrían pagarla, y en aquel momento estaba más impaciente todavía al ver que no se había hablado de un contrato ni de cosa que se le pareciese.
—¿Y las condiciones, Messer Colombino? Éste, sin quitar los ojos de la condesa, dio un suspiro y replicó:
—¡Ah, las condiciones!
—En efecto —contestó Della Porta—, hemos de saber cuáles son nuestros compromisos.
Sus cuatro compañeros gruñeron una señal de asentimiento.
El joven se arrancó a su ensimismamiento y recordó la necesidad de cobrar la soldada para sus tropas. Y en el acto se convirtió en hombre práctico.
—La paga mensual de una lanza de la Compañía del Palomo asciende a veinte ducados y, además es preciso contar cincuenta ducados para cada uno de mis dos capitanes, así como treinta ducados para otros tres capitanes de fortuna que alistaré con sus compañías, a fin de constituir una fuerza de dos mil hombres, que considero necesarios para la empresa. Luego hay que añadir diez ducados para cada uno de los encargados de las provisiones de la compañía, que son cincuenta. También, como es natural, será preciso proporcionar provisiones a mis hombres y forraje para sus caballos, durante el término de nuestro contrato.
Uno de los consejeros dio un gemido y otro blasfemó en voz baja. Della Porta, que guardaba silencio, trazaba unas cifras sobre una hoja de papel. Colombino observaba la pluma, aunque notó que los ojos de Madona estaban fijos en él. Por fin, el consejero viejo y calvo arrojó la pluma, irritado y pálido.
—En cifras redondas eso equivale, por lo menos, a veinte mil ducados al mes.
—La guerra no es barata —contestó Colombino, extendiendo las manos—. Observaréis, señores, que aún no he mencionado ninguna suma para compensar el desgaste del material, la pérdida de caballos, tiendas, municiones y otras cosas parecidas, que es imposible calcular de antemano. Tampoco está comprendida mi parte. Normalmente, cobro mil ducados al firmar el contrato, otros mil cada mes, en concepto de honorarios, y tres mil ducados después de la conclusión satisfactoria de una campaña.
—¡Dios nos proteja! —exclamó uno de los consejeros—. Supongo que os enriquecéis en vuestra profesión, señor.
—Sí así es —contestó Colombino sonriendo—, eso demuestra que suelo alcanzar el éxito en mis campañas.
—No tenemos dinero suficiente, señor —contestó Della Porta, muy agitado—. Prefiero ser franco. No podremos pagaros. —Y, dirigiendo una mirada de reproche a la condesa, añadió—: Y debo confesar que no teníamos derecho de traeros.
Ella, sin hacerle caso, observó con su argentina voz:
—Si no me equivoco, habéis dicho normalmente, Ser Colombino. ¿Acaso eso significa que generosamente os disponéis a hacer una excepción en nuestro favor?
—Si no es así —observó un consejero llamado Pagolo—, vuestro viaje a Rovieto habrá sido inútil. Voy a ser más franco que Messer Della Porta. Nuestro tesoro está vacío y los impuestos han agotado de tal modo al pueblo, que a pesar de cuanto hagamos, muy poco podríamos obtener.
—Messer Pablo —exclamó la voz de su señora con acento de reproche—, Messer Colombo no ha venido a enterarse del estado de la política en Rovieto.
—Pues, ¿para qué ha venido, Madonna?
Colombino se levantó de pronto, imponiendo silencio a todos. Miró a la condesa y preguntó:
—¿Es ésa la situación?
Ella inclinó la cabeza, como avergonzada, y luego exclamó:
—Por desgracia.
—¿Me despedís, pues? ¿No queréis mis servicios?
—No, en el caso de que no podáis mejorar vuestras condiciones —contestó Della Porta.
Pero el capitán pareció no haberlo oído, porque continuó esperando la respuesta de la condesa. Ella permaneció silenciosa. En vista de eso, Colombino se volvió a los consejeros, diciendo:
—Messer Della Porta, ¿queréis dejarme un momento a solas con Su Alteza?
—¿Para qué, señor? —preguntó el consejero—. Los aquí presentes componemos el Consejo de Rovieto y tenemos el sagrado deber…
Pero no continuó, porque Madonna Eufemia exclamó secamente:
—Tenéis permiso para retiraros.
Della Porta parecía dispuesto a hablar, mas se contuvo. Luego se puso en pie, hizo una reverencia y, seguido de sus compañeros, salió de la estancia.
Hubo un largo silencio entre el soldado y la dama, después de la salida de, los consejeros. Ella continuaba sentada en su alto sillón, agarrada a los brazos del mueble, en tanto que él pasaba por la estancia. Cuando se detuvo ante ella, se sentó, sin ceremonia ninguna, en la maciza mesa, y su hopalanda, entreabierta, mostró una larga y vigorosa pierna, cubierta por una media gris, como el resto de su traje.
Sin hallar palabras con que expresar sus sentimientos, continuó mirando a aquella mujer, que parecía formada para el amor, en tanto que ella, estremeciéndose, aguardaba sus palabras.
Por último se acercó y dijo:
—Se dice de mi, Madonna, que soy tan duro en los tratos como en la acción y Dios sabe que eso es verdad. Siempre me he inclinado a ajustar los precios a las necesidades de los que me contratan y no al trabajo que haya de realizar. Teniendo en cuenta vuestra extremada necesidad, venía dispuesto a pedir el doble de la suma que he citado y a duplicar también mi propio sueldo, pero al advertir vuestra penuria rebajé a la mitad mis pretensiones. Ahora todavía veo que el precio a cambio del cual os serviré, habréis de fijarlo vos misma.
—¿Qué?… ¿Qué puedo decir?… —contestó ella—. ¿Qué puedo responder?
—Eso no es ningún enigma señora. El esclavo no debe hablar de su soldada.
—¿El esclavo?
—En tal me ha convertido vuestra belleza.
Ella le dirigió una mirada interrogante y luego sonrió.
—Apenas hace una hora que me conocéis.
—Éste es precisamente el tiempo que he pasado amándoos. —Y creyendo llegado el momento, continuó el ataque. O bien la audacia bajaría el puente para darle paso o se vería derrotado como presuntuoso asaltante que se atrevió a más de lo que podía.
De pronto, la condesa se puso en pie, mientras su rostro estaba inflamado y su voz tenía el ímpetu del orgullo injuriado.
—¡Muy de prisa vais, señor!
—Siempre, Madonna. La rapidez contribuye a la victoria.
—Yo soy una mujer y no una fortaleza.
—A Dios le doy gracias por ello.
Entonces ella se echó a reír, para terminar en un sollozo, cosa que a Colombo le extrañó. Ella descendió de su sitial, como si se dispusiera a acercarse a su interlocutor, pero luego se contuvo y se llevó la mano a la frente.
—Dejadme que comprenda. Dijisteis que a causa de… a causa de todo eso, me serviréis sin paga alguna.
—Ninguna, Madonna aparte de la que exige el amor.
—¡Oh! —exclamó ella, pálida y jadeante. Frunció los labios desdeñosamente—. Veo que en resumidas cuentas, no sois muy generoso, porque sea como fuere, exigís una paga.
—Cuando me pagan en amor, puedo devolverlo. En amor no hay deudas.
—Me parece que ya no soy ninguna niña.
—Decidid —contestó él—. No quiero ser burlado.
—Ya lo veo. ¿He de tomar en serio vuestra insolencia?
El capitán creyó que las escaramuzas habían durado ya bastante, de modo que extendió una mano, asió a la joven y la estrechó en sus brazos, en tanto que ella lo miraba con sus límpidos ojos, cual si quisiera bucear en los de él.
Asombrada y aún avergonzada, luchó cuanto le fue posible, con la ferocidad de una gata, aunque cada vez con menor intensidad, hasta que al fin se resignó, apoyando la cabeza en el hombro de él. Luego Colombino, creyendo que ella se daba por vencida, la besó en los labios.
La joven se apoyó más pesadamente, como si estuviese a punto de desmayarse, pero sus ojos parecían sonreír. Dio un suspiro y exclamó:
—A juzgar por vuestra conducta, más mereceríais ser llamado serpiente que palomo.
—Poco importa mi nombre de palomo, pues, por mi naturaleza, soy halcón. Donde me poso mando. ¿Cuándo os casaréis conmigo?
—¿Casarme con vos? —preguntó asombrada. ¿Podíais suponer otra cosa?
—¡Virgen santa! ¡El palomo, no satisfecho de ser halcón, quiere convertirse en águila!
—¿Aceptaríais algo menos?
—Si me casara con vos, en águila os convertiríais —le recordó orgullosa.
—Y si no os casáis, daos por perdida —contestó él sonriendo—. Della Scala os expulsará de la altura que ocupáis. No pido nada que no pueda ganar. Quiero compartir el nido que habré conservado.
Ella se libró de sus brazos y lo miró. Seguía, pareciendo una niña; sin embargo, se advertía en ella una dignidad propia de mujer acostumbrada a mandar.
—¿Ése es vuestro precio?
—Cuando hayáis confesado que me amáis. Antes, no.
—¿Necesitáis que lo diga? —exclamó riéndose—. Os creo muy apropiado para señor del condado, pues habéis nacido para gobernar. Ejercéis autoridad sobre todo, aun sobre el amor. ¡Oh, si! Sobre él tenéis autoridad, señor mío. —Hizo una pausa, y terminó diciendo—: Me casaré con vos cuando hayáis derrotado a Della Scala.
Las mejillas de él se tiñeron ligeramente y centellearon sus ojos.
—De acuerdo —contentó, conteniendo su entusiasmo—. Sólo os pediré que me paguéis lo necesario para sostener mis lanzas.
—¡Dios mío! —exclamó ella, asombrada de aquella interrupción tan prosaica—. ¿Queréis burlaros? ¿Cuando tenéis un principado a vuestro alcance? —Luego le demostró que también sabía ser prosaica—. Mantened a vuestros hombres imponiendo tributos a los veroneses, cuando invadáis su provincia.
—Eso va contra el uso —replicó—, y además, es imprudente hasta haber logrado la victoria.
Ella se echó a reír, replicando:
—¿El uso? A fe mía, vos y yo no nos atenemos a él, así como a la prudencia. Aún os queda por explicar al Consejo el trato que hemos hecho.
—Si estuvieseis a mi lado, me atrevería con el mismo infierno.
Dicho esto, volvió a besarla y luego la dejó en libertad de llamar a sus consejeros, que muy enojados aguardaban en la galería.
En cuanto les hubo dado cuenta de lo convenido, aunque no de lo ocurrido, Della Porta, que vio en aquello algo indigno, se confió en su creencia de que servia a una mujer cuya maldad era insondable.
Lo mismo opinó Sangiorgio, cuando una semana después partió al mando de la Compañía del Palomo y de los auxiliares que había reunido, hasta llegar a las murallas de Rovieto y acampó en los prados de al lado del río.
—Así, pues, ése es el precio que os paga por vuestro servicio. ¡Ya podía haber imaginado que trataría de reparar su fortuna abusando de vuestra juventud y de…!
—¡Basta de infamias! —rugió Colombino, airado—. Eso se parece a todas las demás mentiras que circulan contra ella, y vos no sois más que un solterón aficionado a los chismes. Os repito que ella no me ofreció tal precio, sino que yo se lo exigí.
—¡Oh, ya me lo figuraba! —gruñó Sangiorgio, poco convencido y al parecer encolerizado.
—¿Qué os lo figurabais? ¿Acaso yo ignoro lo que pasó?
—Supongo que creéis conocerlo. En las malas artes de esa mujer no existe la torpeza. Parece una de las santas de los ventanales de la Catedral. ¿Os habéis casado ya?
Colombino contuvo su cólera y contestó, altanero:
—Eso será cuándo haya derrotado a Della Scala.
—¡Ojalá os derrote!
—Ése sería el mar menor a menor. Recordad, Colombino, que los maridos de esa mujer no son nada afortunados.
Al oír esto, Colombino se encolerizó de tal modo, que Sangiorgio nunca lo vio en tal estado, pues se dirigió hacia su capitán llevando su mano hacia el puñal.
—¡Así el diablo os queme esa sucia lengua, Giorgio! ¿Queréis que sea instrumento de escándalo contra esa santa mujer? ¡Id a contemplar su rostro, idiota, y allí veréis la prueba de vuestra bajeza!
Sangiorgio era hombre valeroso, pero también prudente. Creyó mejor abandonar aquel asunto tan inflamable. Pero cuando más tarde se ocupó en los asuntos de su incumbencia, los oficiales notaron que parecía desalentado.
Tres días después, la Compañía del Palomo emprendió su expedición guerrera. Sonaban las trompetas y los gallardetes de azur y plata se agitaban sobre un bosque de lanzas. A retaguardia iba un gran tren de sitio, compuesto de ballestas, arietes y aun un cañón de cuero con cercos de acero.
Colombino cerraba la marcha, acompañado de dos escuderos que llevaban su lanza, su escudo y su yelmo. A excepción de la leonada cabeza, que cubría con un bonete de terciopelo carmesí, iba revestido de su armadura, de modo que su figura plateada destacábase sobre su blanco bidón, cuya gualdrapa, de azul y plata, casi llegaba al suelo. Colombino levantó su maza para saludar a la condesa al pasar, y aquella rubia de infantil figura le contestó agitando un chal azul.
* * * *
III
OLOMBINO se arrojó contra los veroneses con el furor repentino y rápido de un huracán veraniego. Della Scala, cuyos agentes seguían aún haciendo leva de gente en los cantones suizos, fue Cogido por sorpresa. No podía comprender aquello, pues había contado con la ruina de la condesa de Rovieto, que le impediría levantar un ejército contra él. Y le enfureció el hecho de que entre todas las compañías mercenarias le hubiera invadido la del Palomo. Estaba enterado de las enormes exigencias de Colombo de Siena. ¿Dónde debió de encontrar la condesa el oro necesario para pagar a Messer Colombo? Mandó espías para averiguar este punto y se enfureció aún más al conocer el trato hecho, porque si Colombino llegaba a reinar en Rovieto, como consorte de la condesa, nunca más podría dormir tranquilo el señor de Verona.
—Las fortalezas de los veroneses habíanse rendido una tras otra, ante la acometida del invasor. Un ejército inadecuado y reunido apresuradamente para contenerlo, en espera de la posibilidad de obtener refuerzos, quedó destrozado en el encuentro que tuvo con la Compañía del Palomo. Quince días después de haber cruzado las fronteras de los veroneses, Colombino se hallaba ya ante los muros de Verona. Y como la plaza era demasiado fuerte para tomarla por asalto, a no ser que el hambre hubiese agotado a sus defensores, se dispuso a sitiarla.
Della Scala estaba desesperado al advertir la ruina que le aguardaba. Algunos pocos campesinos que pudieron penetrar en la ciudad daban cuenta de los espantosos destrozos cometidos en la comarca, porque no solamente la Compañía del Palomo se proveía de víveres, valiéndose de la fuerza sino que Colombino pagaba a sus lanzas mediante las contribuciones que exigía a las plazas conquistadas. Della Scala juraba y perjuraba que aquel hombre se conducía como un bandolero y le amenazaba con vengarse de un modo espantoso pero cuando estaba más tranquilo, dudaba muchas veces de que pudiera sobrevivir para vengarse. Y como suelen hacer los hombres cuando ya no esperan ayuda de sus semejantes, Filippo della Scala dirigió sus miradas al cielo. Ordenó oraciones públicas, procesiones y, además, hizo unos votos realmente fantásticos, por lo que se refiere a la suma prometida. Y como al parecer dudase todavía de aquellas medidas espirituales, se dedicó a reflexionar en busca de algún medio físico de luchar con sus dificultades. Pero en eso, tanto él como su hermano Giacomo, descubrieron en si mismos una esterilidad de invención extraordinaria. Giacomo, recordando algo, concibió la idea de comprar a Colombino. Sin embargo, antes de actuar sobre aquella idea, los dos hermanos pidieron consejo a su ilustre pariente, Agostino della Francesca, a quien tenían en grande estima por su instrucción, su habilidad y su saber mundano.
Una noche de octubre, después de cenar, cuándo ya llevaban quince días de asedio, los tres estaban sentados a la mesa y Filippo expuso claramente sus temores. Sólo le quedaba una débil esperanza. Uno de sus capitanes, un tal Pantaleone, individuo atrevido, fiel y lleno de recursos, estaba fuera de la ciudad, en espera de la ocasión de hacer pasar un convoy, aprovechando una noche obscura. En caso de lograr su propósito, Verona quedaría avituallada de nuevo y podría resistir hasta que los sitiadores se viesen obligados a volver a sus cuarteles de invierno. Y en caso de suceder así, a la primavera siguiente, Della Scala, con más refuerzos, podría obrar de un modo muy distinto.
Agostino meneó su leonada cabeza. Como sus primos, era hombre alto, huesudo, pero dotado de cierta gracia de que los otros carecían. Aunque era muy viril, había en él algo afeminado, casi andrógino en la belleza de su rostro, y especialmente en la boca, sensual y cruel.
—Colombo estará tan enterado como tú de eso y si le conozco bien, es capaz de continuar el sitio aun durante el invierno.
—¡Es imposible! —contestó Filippo—. ¡Eso no se ha visto nunca!
—Pues ahora lo verás. Ese hombre tiene el don de las innovaciones, y yo, en tu caso, no contaría ni un momento con la posibilidad de que Pantaleone —pudiese burlar la vigilancia de sus centinelas.
Aquello enfureció a Filippo. Buscaba consejo, y no la destrucción de sus esperanzas. Entonces intervino su hermano menor.
—La impaciencia no nos servirá de nada, Filippo, ni tampoco remediaremos nuestra debilidad, ignorándola. Vale más que la reconozcamos, para ver como se podrá modificar. Y dicho esto, Giacomo presentó el único argumento que le daba alguna esperanza, pero Agostino volvió a menear la cabeza.
—Ofrecerle el soborno equivale a proclamar vuestra debilidad.
—¿Qué importa si acepta?
—¿Y por qué habría de aceptar?
—Su padre era Barbieri, de Terrarossa, y esas cosas se heredan; de manera que Messer Colombo, igual qué su padre tendrá precio.
—Es posible. Pero ¿tenéis bastante dinero para pagarle? Ese palomo vuela muy alto. Me habéis dicho que anda buscando la soberanía de Rovieto, en su calidad de consorte de la condesa de Rovieto. ¿Qué podéis poner en la balanza en contra de eso?
—¡Y qué! —rugió Filippo, fuera, de si—. ¿Qué haremos, pues? ¿Hemos de permanecer inactivos hasta que nos muramos de hambre?
—No lo evitaréis, siguiendo los consejos de la desesperación —dijo Agostino.
—¡Ya no hay otros! —exclamó Giacomo, casi tan irritado como su hermano por aquella oposición ilógica—. Te ríes de mi, Agostino. Pero recuerda que si nos vemos arruinados, compartirás; nuestro destino. ¿Habías olvidado eso?
—No. Pero me esfuerzo en permanecer tranquilo para Conservar el buen juicio.
—Por ahora no veo que dé muy buenos frutos —replicó Filippo burlón.
Pero ya no siguió burlándose a la mañana siguiente, cuando Agostino le ofreció los frutos de sus reflexiones nocturnas. Se quedó pasmado. En realidad casi le daban nauseas al principio y sintió cierto desprecio por su pariente. Agostino presentó su innoble proposición, sin vacilar en lo más mínimo y sin mostrar la menor vergüenza. Aunque muy pocos hombres fiaban en él y a menos les era simpático, él estaba persuadido de poseer aquella cualidad indefinible que las mujeres no saben resistir. La Historia Galante de aquel guapo y fanfarrón veronés es una relación de fáciles y sucesivos triunfos, que valdría la pena, de escribir. Era, más o menos, un Casanova del siglo XV> y su historia deleitaría a los aficionados a las memorias del célebre conquistador veneciano.
Su proyecto se basaba en la fe que él tenía sobre tal facultad, así como también sobre la famosa facilidad de la condesa Eufemia. La tarea le parecía fácil y su confianza llegó a contagiar a los dos hermanos.
Saldría solo de Verona, dirigiéndose a Rovieto, buscando asilo en manos de Madonna Eufemia, a quien se presentaría como fugitivo de la crueldad de los Scaglieri. Eso sólo le daría cierto interés a los ojos de la condesa. Y una vez hubiese cruzado su puerta, no le costaría mucho hacerse dueño de la casa. Ésta era su propia frase. Los dos hermanos la hallaron obscura y él se la aclaró con una franqueza risueña y muy poco decente.
—Tengo ciertos atractivos o por lo menos, así he podido creerlo. Tampoco soy del todo inexperimentado en estos asuntos. Lo mismo puedo decir de Madonna Eufemia, de modo que los dos podemos correr bastante bien.
Los dos hermanos se quedaron mirándolo. Luego Filippo masculló una blasfemia, preguntándose por todos los santos si para ayudar a Verona sería preciso recurrir a semejante bajeza.
Agostino, que contemplaba sus asombrados rostros, se hecho a reír.
—¡Tontos! ¿No os parece evidente la consecuencia? Y en cuanto haya cogido esa fruta pequeña y olorosa, cuando se halle en el hueco de mi mano, haced de modo que Colombino se entere de ello. Aquél será el momento de ofrecerle el soborno, ¿lo comprendéis? Y no solo le tentará entonces, cuando la situación le muestre el peligro que corre de perder el premio mayor que anda buscando, sino que en la aceptación del dinero hallará el medio de saldar sus cuentas con esa mujerzuela desleal.
—Es ingenioso —confesó Giacomo—. Infernalmente ingenioso.
—En efecto, es infernal —añadió Filippo—. A mi me gustan las cosas razonablemente decentes.
Agostino abrió los ojos de par en par y su boca cruel tomó una expresión desdeñosa.
—¿Éste es vuestro agradecimiento? Os muestro un medio de salvaros, me ofrezco a encargarme de todo el trabajo y a correr los riesgos, y vosotros sólo sabéis decidme que os gustan las cosas decentes. Sin duda ignoráis todavía que la necesidad no conoce ley.
—¿Por qué te enojas? —preguntó Filippo, deseoso de no ofender a su primo.
—Por vuestra ingratitud.
—Nos has cogido de sorpresa —contestó Giacomo, acudiendo en auxilio de su hermano—, pero no somos desagradecidos. Estamos asombrados, y si no nos hemos apresurado a aceptar este medio, es por considerar el peligro que corres.
—¡Caramba! ¿Has pensado en eso? —gruñó Filippo.
Agostino se echó a reír, ya calmado.
—No me he preocupado —contestó.
* * * *
IV
GOSTINO della Francesca, cuya energía era semejante a su astucia y a su malignidad, no perdió tiempo en poner en obra el plan concebido y al fin aceptado por sus parientes. Aquella noche, poco después de obscurecer y antes de que saliera la luna, salió solo del castillo en un bote y se dirigió hacia las barcazas de Colombo, sin esperar a que lo descubriesen los centinelas, sino que anunció su llegada.
En cuanto lo condujeron, como deseaba, a la tienda de Colombino y a presencia de éste, refirió un cuento acerca de que huía de la cólera vengativa de los Scaglieri, que recelaban de él. Y terminó solicitando asilo al condottiero.
Habíase arreglado debidamente para dar color a su historia. Llevaba el traje roto y desordenado, y carecía de armas. Rodeábase la frente con un vendaje ensangrentado y la sangre de una herida superficial en el cuero cabelludo manchaba su hermoso rostro.
Además, puesto que huía de la venganza, se mostró deseoso de ejercerla a su vez. Dio abundantes informes acerca de la desesperada situación de Verona y demostró tanto deseo de hacer traición, que no era fácil dudar del resto de su historia.
Sin embargo, no consiguió despertar el interés de Colombino, quien le escuchó con indiferencia, le hizo muy pocas preguntas y luego se apresuró a despedirlo. Pero como siempre era posible que aquel sujeto fuera espía, Colombino no quiso tenerlo en su campamento.
—Si buscáis asilo, podréis encontrarlo en Rovieto. Vuestra enemistad con los Della Scala quizá os permitirá entrar allí.
Esto era precisamente lo que Messer Agostino había calculado. Con la mayor efusión dio las gracias al condottiero y se despidió de él. Compro una mula en el campamento pues iba bien provisto de dinero, y alegremente se dejó llevar más allá de la primara línea.
En Rovieto buscó, ante todo, a Della Porta, quien lo invitó a entrar y a repetir ante el Consejo el relato de la situación de Verona. Al presentarse en la Cámara del Consejo, iba ya lavado, peinado y vestido de acuerdo con la riqueza de su rango, de modo que tenía una figura resplandeciste y propia para despertar el interés de una dama que nunca miró indiferente la belleza masculina. El vendaje limpio que ceñía su frente anunciaba la herida recibida, si no por la causa de ella, por lo menos inferida por el común enemigo y eso era un atractivo más. Luego sus despectivas palabras al hablar de su primo Filippo Della Scala, y la seguridad que dio de que el tirano podía darse por vencido, todo ello le granjeo una buena acogida.
—Para convencerle de la sinceridad de su hospitalidad, Madonna Eufemia, que lo miraba con ojos ardientes y lánguidos, a la vez, ordenó que se le diese hospedaje en la ciudadela y, además, lo invitó a cenar con ella aquella misma noche. Della Porta, que conocía las costumbres de la dama y tuvo en cuenta el estado de sus relaciones con Colombino, sintió una vaga alarma que aumentó aún y fue menos vaga a medida que transcurrió el tiempo.
Pasaron días y semanas, sin ninguna confirmación de los anuncios de Agostino de que estaba ya a la vista la rendición de Verona. Octubre llagaba ya al final y había transcurrido casi un mes desde la aparición de Agostino en Rovieto, y Della Sala seguía resistiendo, aunque a costa de terribles sacrificios. El hambre se había enseñoreado de Verona y los hombres morían por las calles. Y las pocas provisiones que aún quedaban, eran guardadas celosamente para la guarnición, pera ni siquiera bastaban para ella.
Quizá Della Scala no hubiese resistido tanto de no sentirse animado por la tenaz esperanza de que Pantaleone, que aún estaba libre, pudiera llevar su convoy de provisiones a la ciudad. En cuanto a las esperanzas que basara en la innoble estratagema de Agostino, habían muerto ya. Ambos hermanos estaban convencidos de que su primo había fracasado. Tal vez lo descubrieron o por lo menos, sospecharon de él, y si no lo hicieron asesinar, quizá estaba preso, en poder de la dueña de Rovieto, porque de otro modo, ya hubiese dado señales de existencia. Los mensajeros aislados aún podían atravesar las líneas sitiadoras, para dar cuenta de lo que ocurría en el exterior y uno de ellos vino a reanimar las esperanzas de Filippo della Scala, comunicándole que la noche de la fiesta de San Rafael, o sea el 3 de octubre, después que se hubiese puesto la luna, Pantaleone intentaría llegar con su convoy, transportándolo en unas barcazas, desde el Norte, y avisaba al señor de Verona que abriese la puerta a media noche para permitirle el paso.
Aquélla era la última esperanza de Della Scala. En el caso de recibir nuevas previsiones, podrían resistir hasta que los sitiadores se vieran obligados a volver a sus cuarteles de invierno, cosa que no podía tardar, porque el tiempo refrescaba ya. Aquel suceso empezaba a preocupar a Colombino. De sus auxiliares, Falcone y sus trescientos hombres y Lanciotto da Narni, que trajo consigo un centenar, habíanse marchado ya con la excusa de que hacia demasiado frío para que sus tropas se alojasen en tiendas de campaña. Amenazaban otras deserciones y aun Sangiorgio se quejaba de la dificultad de contener las murmuraciones de los que quedaban.
Enterado de la situación en que se hallaba la guarnición de Verona, Colombino se negaba a resignarse al fracaso que habría representado abandonar el sitio en aquel momento. Si se mantenían firmes durante otra semana, quizá verían el final de la resistencia, pero otra semana podía significar el fin de la paciencia de sus propios hombres.
Hacíase necesario dar mayor actividad al asunto. Si pudiese descubrir algún punto débil, ordenaría inmediatamente un ataque. Encomendó a Caliente hacer un examen minucioso de las defensas, porque aquel capitán, además de ser un espléndido jefe de caballería, era experto en todo lo que atañía a la fortificación.
Don Pablo realizó cuidadosamente la inspección y fue a dar cuenta de que, a su juicio, era fácilmente vulnerable un bastión del lado occidental de Verona. Colombino fue a examinar aquel punto y convencido de que el español tenía razón, volvió a su tienda para madurar el plan de asalto.
La misma noche, Pantaleone realizó su tentativa de socorrer la ciudad. Sus barcazas se aproximaron silenciosamente, arrastrado por la corriente, sin que nadie sumergiera un remo en el agua, ni un rayo de luz resplandeciera a su alrededor. Sin embargo, fueron descubiertos, y así, las barcazas cargadas de provisiones que hablan de infundir nuevo vigor a la débil Verona fueron rodeadas, capturadas y conducidas hacia el campamento de Colombino.
El ruido del combate en el río dio a entender a Della Scala el fracaso de la tentativa y puso el sello a su desesperación. Desencajado y pálido, el señor de Verona se quedó mirando a su hermano.
—Éste es el final. No nos queda más recurso que preguntar cuáles serán las condiciones de la rendición.
Giacomo empezó a blasfemar tal como suelen hacerlo los impotentes. Estaba colérico contra la necesidad de rendirse.
—Si no fuese por el fanfarrón de Agostino, quizá habríamos terminado la cosa comprando, hace un mes, a ese hijo de Judas. Pero aún no es demasiado tarde. Déjame que haga una tentativa. Con gusto diera cuanto tengo antes de ser la burla de esa mujerzuela de Rovieto.
—Así Dios me sea testigo, como yo también quisiera evitarlo —contestó el señor Filippo—. Haz lo que quieras, Giacomo. Intenta eso antes de deponer las armas.
Y así fue como a hora muy temprana, antes de la salida del sol de aquella fría mañana del último día de octubre, el más joven de los dos hermanos salió por una poterna, y al amparo de una bandera blanca, se dirigió al campo de los sitiadores, solicitando ser llevado al pabellón de Colombino.
Los Scaglieri eran gente ruda, que aún no habían tenido el menor contacto con el espíritu artístico y literario que ya invadía la vida en Italia y tampoco con el sibaritismo; que era el resultado natural de aquel amor por la belleza. Por consiguiente, Messer Giacomo se quedó con la boca y los ojos abiertos al notar el lujo, los ricos tapices orientales y las pieles de oso que cubrían el suelo, y los cueros teñidos y dorados que abundaban en los muebles. Ante sus ojos espartanos había allí un afeminamiento merecedor de su desdén, pero se contuvo ante la presencia autoritaria del hombre para quien constituían un marco.
Colombino llevaba una sobreveste de color rojizo que le cubría hasta las rodillas. Estaba abierta, como un tabardo, en los lados y dejaba al descubierto la piel de lince que forraba aquélla prenda, para defenderse del frío. Se puso en pie para saludar al recién llegado.
—Bien venido, Messer Della Scala —dijo el joven, inclinando su dorada y descubierta cabeza—. Si queréis sentaros, haré llamar a mis capitanes.
Pero Giacomo, no hizo ningún caso de la mano que cortésmente le indicaba un diván. Dio un paso adelante, desabrochándose la capa. Miró por encima de su hombro a los guardias que lo habían llevado allí y que como estatuas aguardaban órdenes. Luego añadió bajando la voz:
—El asunto que me, trae será mejor que lo oigáis vos solo.
—¿Vuestro asunto? —Pregunto Colombino asombrado—. ¿No se trata de las condiciones de rendición?
—Sí, señor, pero en determinadas condiciones y es muy importante que hablemos reservadamente.
—Como gustéis.
El condottiero se encogió de hombros, despidió a los guardias con un ademán y añadió:
—Tened la bondad de sentaros.
Colombino volvió a acomodarse en el sillón que antes ocupara y que estaba situado ante una mesa dorada, en la que había recado de escribir, mapas y papeles.
Allí, después de un preludio breve más o menos inteligible, Messer Giacomo expuso el propósito de su visita. En cuanto Colombino se dio cuenta del objetivo del veronés, se agarró a los brazos de su sillón para levantarse y arrojar a aquel patricio que lo insultaba, suponiéndolo venal; pero cuando sus dedos se estrechaban sobre las cabezas de león que adornaban el mueble, contuvo su impulso y dejó a Messer Giacomo la posibilidad de llegar al final.
Con los ojos bajos y el rostro inexpresivo, Colombino lo oyó, luego levantó la cabeza y se echó al reír.
—Podría ser, señor, que vuestro hermano hubiese adoptado el medio más costoso de terminar este sitio.
El corazón de Giacomo dio un salto al oír aquellas palabras y se felicitó por su penetración, que tan bien supo juzgar al hijo de Bárbieri de Terrarossa.
—Dejad a mi hermano el cuidado de juzgar acerca de eso. ¿Queréis indicarme la suma, Messer Columbo?
—Preferiría oír antes a vuestro hermano le contestó el condottiero, sonriendo.
—No es el comprador quien debe fijar el precio —contestó Giacomo—. Sin embargo… puesto que lo preferís… ¿Qué os parecen, por ejemplo, cincuenta mil ducados?
—¡Pardiez! Diría que me juzgáis muy barato.
—Tened la certeza de que no es éste el caso. Decidme, pues, cuál es vuestro precio.
Colombino lo miró burlonamente.
—Voy a deciros una cosa. Ninguna suma es capaz de tentarme, si no llega a los doscientos mil ducados.
—¡Por Dios! —exclamó Giacomo, asustado al oír aquella enorme suma—. ¡Ése es el rescate de un emperador! —Pero como la necesidad de Verona era extremada, preguntó—: ¿Y si os ofreciese esa suma?
—Quizá aceptase, con determinadas condiciones.
—¿Condiciones? ¿Aún las añadiríais a tal suma?
—Tened presente que, de un modo u otro, me vería obligado a proteger a mi señora. Supongo que no me creeréis un tunante vulgar, que vende a su amo. Si vuestro hermano está dispuesto a observar la tregua de un año con Rovieto, lo pensaré.
—¡Ya comprendo! —contestó Giacomo, con sonrisa desagradable—. No sólo queréis a vuestra señora, sino las apariencias por lo que a vos respecta. Desde luego. Un año importa poco. Estoy autorizado a contestar por mi hermano. Aceptará la condición.
Colombino se tragó tranquilamente aquel insulto y luego dijo:
—Muy bien. Consultaré a mis capitanes. Podéis volver por la respuesta dentro de tres días.
Estas palabras quitaron el ánimo al veronés y fue algo casi como ver la expresión de su desencanto. Para Verona, en el estado en que se hallaba, tres días eran una eternidad y muchos habrían ya muerto de hambre. Pero Giacomo no debía confesarlo porque, de lo contrario, aquel tunante aumentaría el precio.
—¿Y qué tienen que ver vuestros capitanes con eso? —preguntó entonces.
—¿Os figuráis que puedo hacer algo parecido sin su participación? Habrán de recibir su parte en el botín. ¿Cómo, si no, aceptarían? Y aun así, es posible que no consiga su conformidad. En fin —añadió muy secamente—, es imposible comprometerme a nada sin hablar con ellos.
—¿Y no podríais darme la respuesta mañana? —preguntó Giacomo.
—¡Ah! ¿Tan apurados estáis? —preguntó Colombino—. Pero, en fin, quizá podré ayudaros. Por ejemplo, como prueba de mis sentimientos amistosos, podría permitir el paso inmediato a la ciudad de las barcazas que capturamos.
Mientras hablaba, observó una expresión de alivio en el rostro de su interlocutor, y Colombino, sin darle tiempo a replicar, tomó la pluma.
—Ante todo, permitidme que ponga por escrito vuestra oferta: el precio que vais a pagar y a cambio de qué. Aquí tenéis una pluma y tinta. Escribidlo.
—¿Para qué? —preguntó Giacomo.
—A cambio de la devolución de las barcazas. Ésta será una explicación para mis capitanes y eso les demostrará que vos ya estáis condicionalmente comprometido.
El veronés tomó la pluma, se inclinó y no sin grandes trabajos, escribió lo siguiente:
«En nombre de mi hermano, Filippo della Scala, señor de Verona, ofrezco la suma de doscientos mil ducados a cambio de que se levante el sitio de Verona y se retiren todas las tropas enemigas del territorio veronés. Además, en nombre de mi hermano, aseguro que durante un año, a partir de esta fecha, no hará armas contra Rovieto…».
Aquí se interrumpió Giacomo, enderezándose, porque se le ocurrió una idea.
—Puesto que se paga tanto, quiero pedir otra cosa.
—¿Cuál?
—Supongo que tenéis en vuestro poder a un pariente nuestro… a Agostino della Francesca.
Colombino recordó al fugitivo patricio y luego contestó:
—Es verdad. Creo que está en Rovieto. ¿Qué queréis de él? Decid.
—Añadiré la condición de que se le entregue un salvoconducto para volver a Verona. No creo que vayáis a negármelo.
—¿Un salvoconducto? —preguntó Colombino.
Y ni siquiera la sorpresa de su tono demostró a Mecer Giacomo la torpeza de haber pedido un salvoconducto para un hombre que se presentó a Colombino como fugitivo de la cólera de los Scaglieri. Habría sido razonable pedir a Colombino la entrega de aquel hombre, encadenado, y ello no excitaría ninguna sospecha; pero un salvoconducto era cosa sin efecto, a no ser que existiese por parte de Messer Agostino el deseo de aprovecharse de él. Si esto último era lo que fingió, ello no podía ser. Y daba a entender que la fuga de aquel hombre fue simplemente una comedia.
Mientras le pareció olfatear la traición, Colombino preguntó astutamente:
—¿Insistís en esa condición?
—Os lo ruego.
—Muy bien. Consignadla.
Mientras Giacomo escribía y por fin firmaba el documento, Colombino reflexionaba. En cuanto el veronés dejó la pluma, el condottiero disparó un tiro al azar.
—Quizá, en definitiva, se lo debo a Ser Agostino. Él citó la suma que acabo de pediros, y a no ser por su obstinación en el asunto de la tregua de un año, este sitio podría haber terminado un mes atrás.
—¿Acaso Agostino trató de esto con vos? —preguntó Giacomo estupefacto.
—¿Os sorprende?
Giacomo reflexionó, pellizcándose el labio inferior; y luego, encogiéndose de hombros, lo descubrió todo.
—No. Ahora que me fijo en ello, no me sorprende. Quizá le pareció mejor medio, pero el muy tonto podía habernos informado de vuestra insistencia acerca de la tregua.
Por el momento aquello era más que suficiente para Colombino. No podía adivinar ni preguntar y, por otra parte, tampoco tenía importancia el propósito alternativo de Agostino della Francesca, ni lo que pudiera intentar en Rovieto. Tomó la pluma que Giacomo acababa de dejar y dijo:
—Tengo el capricho de que a la condición del salvoconducto para Messer Agostino della Francesca, añadáis las siguientes palabras: «… que es amigo y pariente de Filippo della Scala y fue autorizado por él para negociar, en su beneficio, el levantamiento del sitio de Verona o para tomar cuantas decisiones pudieran librar al señor de Verona de sus actuales dificultades».
—Y ¿por qué? —preguntó Giacomo—. ¿Qué razón tenéis para ello?
—Simplemente para que el caso quede bien explicado en mi archivo —contestó Colombino—. Me gustan las cosas bien hechas.
Aquello era griego para Messer Giacomo. No advirtió ningún significado y sabía que las tonterías suelen ser una máscara para los malos propósitos, de modo que en tono duro añadió:
—Necesito una razón mejor que ésa.
Colombino continuó riendo afablemente, pasó por el lado de Giacomo y se dirigió a la entrada del pabellón.
—Venid acá.
Y cuando Giacomo estuvo a su lado, le mostró la fila de barcazas cargadas.
—En cuánto hayáis firmado y sellado el documento, en las condiciones indicadas, esas barcas se dirigirán a la ciudad y vuestros hambrientos podrán hartarse. —Hizo una pausa y mientras Giacomo continuaba atormentado por las dudas, Colombino preguntó burlonamente—: ¿Es razón suficiente? ¿Queréis escribir?
Desesperado ya, Giacomo volvió a la mesa e hizo que se le pedía.
—Selladlo —ordenó Colombino—. Lleváis una sortija con las armas de Saglieri. Así. —Tomó el documento—. Para lo demás, venid a recibir mi propuesta dentro de tres días. Ahora será ya menor vuestra urgencia, puesto que os doy el medio de alimentar a vuestra gente. Volved el domingo.
Aún no había salido del campo Giacomo, cuando se cumplían ya las órdenes de Colombino, de poner en libertad a Pantaleone y a sus hombres, a fin de que pudiesen llevar las provisiones a Verona por la Puerta Acuática. Al mismo tiempo, Colombino llamó a Sangiorgio y a Caliente, quienes acudieron en el acto, sin disimular su sorpresa ante aquellas órdenes.
Por toda respuesta, Colombino les dijo que las hostilidades quedaban suspendidas hasta el domingo.
—¿Un armisticio? —preguntó Sangiorgio, incrédulo.
—Precisamente —contestó Colombino.
—¡Por Dios y por la Virgen! —contestó Caliente—. ¡Un armisticio en tales momentos! ¡Cuando la ciudad está a punto de caer en nuestras manos y habiendo descubierto un punto débil en el bastión de la Madonna! ¡Cuando ya teníamos organizado el ataque!
—Es, un armisticio para hacer más seguro el éxito del ataque. Engañados por esta seguridad, los veroneses disminuirán su vigilancia. Así el asalto que daremos el sábado por la noche nos entregará la ciudad antes de que ellos se den cuenta.
Ninguno de los dos capitanes se resolvía a creer lo que estaban oyendo. Era increíble que aquel jefe, tan escrupulosamente caballeresco en todas sus medidas, pensara seriamente en violar un armisticio.
—¿Y la traición? —le recordó Sangiorgio.
—Esos señores de Verona no se asombrarán, porque, según veréis por lo que me han propuesto, me consideran un felón. Leed eso.
Y les mostró el documento de Giacomo. Esperó a que hubiesen leído y luego dijo:
—Filippo della Scala se atreve a enviarme a su hermano para sobornarme. Me creen tan corrompido para proponerme que traicione a la condesa de Rovieto. En la hora de la derrota, me suponen tan falso y traidor, que no dudan de que me persuadirán para que les venda la victoria. —Ya inflamado, daba rienda suelta a la pasión, que contuviera en presencia de Giacomo—. Y tan convencidos están de mi vileza, que me han hecho estas proposiciones sin el menor rodeo: «¿Cuál es vuestro precio, para vender a la condesa de Rovieto?». Tales han sido, casi, las palabras de Messer Giacomo. Eso es muy halagüeño, ¿verdad? Ese individuo no ha sospechado aún cuán cerca estuvo de tener el cuello roto al hacer tal pregunta y sólo se libró por habérseme ocurrido repentinamente la idea de que podría castigar mejor sus viles suposiciones. Me conduciré como si fuese el desleal traidor que ellos suponen en mí. ¿Comprendéis ahora, señores? ¿Creéis que debo considerar que obro contrariamente a las leyes caballerescas, cuando me veo ante unos hombres sin honor?
—Tenéis razón, ¡así Dios me ayude! —contestó don Pablo.
—Aun así, la historia será muy desagradable —replicó Sangiorgio—. La gente solo verá vuestra traición y nunca se enterará de que correspondisteis a otra. Los Scaglieri nunca proclamarán lo sucedido y nadie os creerá.
—¡Pero tengo la prueba! ¿Para qué, si no, hice escribir a Messer Giacomo?
—Pueden negar la legitimidad de este documento. Eso no sirve para nada, Colombino. Vos seguís el oficio de las armas y la lealtad vale tanto como la habilidad de un Jefe. Vos habéis conquistado fama de caballeroso y no podéis exponeros a perderla, ni siquiera al tratar con esos perros.
—¿Caballerosidad? La observaré con los enemigos que, a su vez, sean caballerosos, pero con los estafadores me pondré a su nivel. Obrar de otro modo es locura.
—No hay vergüenza en salir perjudicado cuando uno se conduce honorablemente —dijo Sangiorgio.
—Esperad —exclamó Colombino—. En este papel hay un detalle que os ha pasado por alto. Es la alusión de Messer Agostino della Francesca. Aquí también hay una traición, aunque ignoro su naturaleza. Me voy inmediatamente a Rovieto para averiguarla, porque el armisticio me da tiempo para ello.
Y demostró que la oposición de Sangiorgio le había impresionado un poco, porque no tomó ninguna decisión acerca del asalto, en la noche del sábado siguiente. Sin embargo, dejó que Caliente siguiera sus preparativos.
* * * *
V
OLOMBINO salió aquélla tarde, escoltado solamente por diez lanzas. Viajaba de prisa, porque tenía poco tiempo. La patrulla descansó un buen rato a la puesta del sol y luego continuó el viaje, de modo que, al apuntar el día, llegaron a las tierras altas de Rovieto, pero allí se encontraron con una fuerte nevada.
No solamente tenía Colombino el deseo de averiguar lo que había hecho Ser Agostino, sino que también sentía el deseo de contemplar de nuevo la hermosura de Madonna Eufemia, y así, a pesar del intenso frío que hacia, prosiguió rápidamente su viaje.
Era el primer día de noviembre, fiesta de Todos los Santos, y en la Catedral se celebraba la Misa Mayor, cuando Colombino y sus lanzas atravesaron la plaza y luego tomaron la estrecha senda que conducía a la ciudadela.
Una vez en patio, desmontaron y Colombino interrogó a un oficial. Por él supo que Messer Agostino della Francesca continuaba en Rovieto y que en aquel momento estaba oyendo misa en compañía de Su Alteza.
—¿De modo que está rezando, eh? —preguntó Colombino, con dura sonrisa—. Muy bien. Mandadle inmediatamente un mensajero, para decirle que le llama Messer della Porta. Que es asunto urgente.
Luego, después de averiguar que Della Porta estaba arriba, en sus habitaciones, Colombino subió la escalera de piedra para ir a su encuentro.
Lo halló en aquella larga y triste habitación donde el capitán conoció a la condesa, y el anuncio de la presencia de Colombino le distrajo del trabajo que llevaba a cabo con el secretario. Y, a juzgar por su actitud, cuando este último fue despedido y entró el condottiero, estaba muy preocupado. Púsose en pie, cubierto por su hopalanda larga y forrada de piel y, consternado, se apoyó en la mesa.
—¿Cómo estáis aquí, señor? —pregunto ¿Por qué habéis abandonado vuestro puesto en Verona?
—No desaparecerá Verona durante mi ausencia. Mis capitanes tienen ya órdenes. El asalto que daremos tendrá lugar el sábado. Mientras tanto, he venido porque tengo algo que hacer.
Pasó por el lado del anciano consejero, en dirección al fuego y mientras tanto, aflojó el broche de la capa. Por debajo iba vestido de cuero, calzaba espuelas de acero y llevaba un cinturón y una gola del mismo metal.
—¿Y qué más? —preguntó el consejero, siguiéndolo con la mirada.
—Vais a saberlo inmediatamente —le contestó Colombino que, al parecer, sólo pensaba en calentarse. Luego volviéndose otra vez hacia el consejero, le pidió, con voz más suave, noticias de la condesa.
Della Porta contestó de un modo vago. Andaba de un lado a otro, por la gris estancia, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada. A Colombino le produjo la impresión de un buitre. Su paseo lo condujo a la ventana y, apoyando la mano en el antepecho, miró hacia fuera.
—¿Qué hacen ahí esos hombres?
—Son míos y cumplen mis órdenes.
—¿Vuestras órdenes? —preguntó Della Porta, estremeciéndose, porque acababa de ver el tajo de un verdugo sobre la nieve y en el centro del patio—. ¿Vuestras órdenes? —repitió.
Colombino no tuvo necesidad de explicarse, porque se abrió la puerta para dar paso al oficial que había transmitido su orden.
—Señor capitán —exclamó al entrar—, vuestros hombres están haciendo violencia a Messer Agostino.
—Lo supongo —replicó Colombino, indiferente.
Della Porta se sentó a la cabeza de la larga mesa y dio un gemido. Colombino miraba ceñudo al consejero, cuando Agostino della Francesca, magníficamente vestido de blanco y oro, entró, luchando y retorciéndose, sujeto por dos soldados.
Al ver la marcial figura que estaba ante el hogar, Ser Agostino se inmovilizó. Pero sólo por un momento, porque luego empezó a proferir una serie de imprecaciones y de violentas amenazas, asegurando que Messer Colombo da Siena habría de responder ante la condesa de Rovieto por aquella violencia.
—¡Oh, sin duda alguna! Pero no debéis excitaros, porque os aseguro que no seréis testigo de ello.
—¿Qué es eso? —preguntó el veronés, cuyo rostro tomó un tinte grisáceo.
—¿No tenéis que reconciliar vuestra alma con Dios, Ser Agostino? Para ello disponéis de diez minutos. Vuestra vida traidora ha terminado.
Con ojos desorbitados, Messer Agostino lo miró largamente. Luego, recobrando el ánimo, se dirigió al viejo, que estaba anonadado.
—¡Della Porta! —gritó, pidiéndole socorro. Pero éste lanzó un gemido y, extendiendo las temblorosas manos hacia Colombino, exclamó:
—Señor, señor, ¿qué vais a hacer?
Colombino no le hizo caso. Sus ojos fieros y tristes estaban fijos en Agostino. Habló con gran calma, aunque le hervía la sangre.
—¡No hay que malgastar palabras! Messer della Francesca. Sabéis muy bien lo que vinisteis a hacer aquí. Y si no he llegado a adivinarlo por completo, eso poco importa.
—Vuestro primo, Giacomo della Scala, me aseguró, por su palabra, que vinisteis aquí con el objeto de librar a Filippo della Scala de sus actuales dificultades. Eso es más que suficiente. Ignoro cuál es el salario que os proponíais cobrar. Pero el precio que ahora vais a pagar es el que se suele imponer a cualquier traidor, a quien se le sorprende como a vos. —Y, secamente, añadió con un ademán—: Lleváoslo y haced justicia.
Lo arrastraron a pesar de su resistencia y de sus voces, y en cuanto se cerró la puerta, Colombino se estremeció, en tanto que Della Porta lo miraba lleno de pánico.
—Os ruego que esperéis, siquiera. Es preciso llamar a la condesa, si… si lo que habéis dicho es verdad.
—¿Verdad? ¡Dios mío! ¿Qué os figuráis de mí? Tengo pruebas. Si no fuese así, ¿obraría como lo hago?
—Pero… pero… —Della Porta se acercó a él, tartamudeando— a pesar de todo, es preciso llamar a Su Alteza. Podría ser funesto para todos…
—No hay necesidad de interrumpir las devociones de su Alteza —contestó Colombino—. Es asunto de poca monta.
—¿De poca monta? ¡0h, Dios mío!
El anciano no se atrevía a darle cuenta de la importancia del caso. Desesperado se volvió en busca de una silla para dejarse caer en ella. Y, sin cruzar otra palabra, aguardaron la llegada de Madonna Eufemia. Colombino con la impaciencia del enamorado, aunque algo triste por la justicia que ordenara hacer.
Ella se presentó por fin. Apeándose en el patio de la litera que la llevaba, se detuvo, horrorizada, al ver el tajo lleno de sangre recién derramada y, al pie, una masa sobre la cual habían arrojado una capa carmesí. Al lado estaba una lanza hincada en el suelo, y en ella, empalada, una cabeza, en cuyo cerúleo rostro se veían unos ojos vidriosos, que parecían mirar tontamente.
Con los suyos fijos, Madona Eufemia dio uno o dos pasos. Luego lanzó un grito y se tambaleó, cual si fuese a caerse. Pero; dominando la debilidad, dirigió una pregunta con voz ronca a uno de los soldados.
—¿Quién ha hecho eso?
Su respuesta, breve y completa, le obligó a subir rápidamente la escalera. Colombino, desde arriba, oyó aproximarse sus apresurados pasos y cuando se abrió la puerta, acudió con vehemencia a su encuentro, pero su aspecto lo contuvo.
—Tan desencajada estaba, que apenas la reconoció, pues la rabia había borrado su belleza, inocente y suave.
—¡Perro! ¡Bestia! ¡Asesino! —y así, con los labios llenos de espuma, lo saludó—. ¡Juro por Dios que vuestra cabeza se verá como esa otra!
Desapareció el color del rostro de Colombino, hasta el punto de que palidecieron sus labios. Pareció disminuir momentáneamente de estatura y de dignidad en su porte y luego ambos se miraron respirando agitados.
Contemplaba la escena Della Porta, demasiado aterrado para ponerse en pie y, a espalda de la condesa, un grupo de hombres y mujeres, dos consejeros, otros tantos lacayos y soldados, así como también media docena de los hombres de Colombino, a quienes envió el sargento, temeroso de que ocurriese algo desagradable. Por fin, Colombino interrumpió el silencio:
—¡Caramba! Parece que he encontrado más de lo que andaba buscando. ¿Qué era ese hombre para vos?
Ella retrocedió dos pasos, como fiera que se dispone a saltar. Y la esbeltez de su figura se acentuaba con su ceñido traje de terciopelo negro, adornado con un cinturón, en el que había unos rubíes. En su rabioso deseo de herir y de castigar, arrojó todo disimulo al viento. Y, sollozando, por entre sus temblorosos labios, le contestó:
—Más vale que lo sepáis antes de morir. Agostino della Francesca era mi amor y hubiera sido mi marido. Era mi igual, el compañero apropiado para mí y no el hijo de un traidor degradado, un matachín con suerte que traficó con mi necesidad, para que yo fuese el precio de su servicio alquilado.
—¿Ésa es vuestra justificación? —preguntó él.
—Ninguna necesito - Pero os lo digo para que sepáis qué perdón podéis aguardar.
—Si —contestó Colombino, sonriendo de un modo terrible. Era vuestro igual, según decís. Vuestro igual en todo. Por eso le hice cortar la cabeza, porque entonces sólo conocía la mitad de su crimen.
—¡Y yo mandaré que os corten la vuestra! —chilló ella—. ¿Acaso esperáis perdón?
La cólera devolvió la fuerza a Colombino. Se enderezó, echando atrás la cabeza y su voz llenó, sonora, la vasta estancia.
—¡Perdón, decís! ¡Quédese para los traidores como, vos y él!
—¡Perro! ¿Aún no habéis podido desahogar vuestro rencor celoso?
—¿Yo, celoso? —exclamó, riendo sarcásticamente—. Eso os figuráis. Tal vez lo hubiese estado, porque nunca soñé en que ese pobre Judas fuese mi rival. Que ese hombre, , vuestro igual, según habéis dicho, pudiera ser fiel a nadie.
Del pecho de su túnica sacó el pergamino de Giacomo y se acercó a ella.
—Mirad. Leed eso y sabréis por qué le he hecho cortar la cabeza. Para servir a su pariente de Verona, vino a haceros traición. Y, con el dedo, indicaba las líneas acusadoras.
Ella se estremeció al leer, y cuando lo hubo hecho, se llevó la mano a la frente, apenada. Tambaleóse un poco y una de sus mujeres acudió a sostenerla, sentándola luego en una silla.
Colombino se acercó a Della Porta para enseñarle el documento.
—Ahí está la prueba qué justifica la pena que he impuesto —dijo—. Ya que el precio que debía recibir por mi servicio me ha sido arrebatado traidoramente, ha terminado también mi compromiso con Rovieto. Consideradme despedido.
—¡Señor! —exclamó Della Porta, poniéndose en pie.
Colombino lo miró de tal modo, que Della Porta volvió a caer, derrumbado en su asiento. Luego, muy erguido, salió de la estancia, haciendo seña a sus hombres para que lo siguieran, sin dirigir una mirada a la hermosa y rubia condesa, que gemía en la silla en que se había sentado.
Maquinalmente he insensible a la fatiga de su viaje nocturno, dio orden de ensillar y con una escolta tan fatigada como él mismo, pero sin el peso que llevaba en el corazón, emprendieron el regreso hacia el campamento.
Llegó a la tarde siguiente, después de pasar la noche en una posada que encontró en el camino y, por su aspecto, Sangiorgio pudo advertir que aquel hombre ya no era el mismo Colombino que tan alegre saliera del campamento.
Luego el condottiero envió un mensaje a los Scaglieri para pedirles su respuesta. Y en cuanto Messer Giacomo llegó, le dijo con acento indiferente:
—Estoy dispuesto a levantar el sitio contra el pago de doscientos mil ducados. No puedo cumplir la condición acerca de vuestro pariente Della Francesca, porqué ha perdido la cabeza. Sin embargo, y a cambio de eso, os perdono la condición de observar un año de tregua con Rovieto. En cuanto haya levantado el sitio, sois libres de hacer lo que os plazca.
Messer Giacomo, por su gusto, habría prolongado la entrevista, pero Colombino dijo:
—No tengo nada que añadir. Os concedo tres días para encontrar el dinero. En cuanto lo hayáis pagado, nos retiraremos a nuestros cuarteles de invierno.
—Ya sabía —dijo Giacomo a su hermano— que ese hijo de Barbieri sucumbiría a la tentación del oro. Si ese tonto de Agostino me hubiese echo caso, estaría ahora con nosotros.
En la tienda de Colombino, Sangiorgio meneó la cabeza al pensar en el asunto y luego, muy triste, le dijo que la gente opinaría lo mismo que Giacomo estaba diciendo en aquel momento. Habló de honor, pero Colombino replicó, sarcástico:
—¡Honor! ¿Acaso con él podré pagar a mi gente? En mundo, antes que ser honorable, es preciso ser práctico. Y yo debo tener bastante dinero para mis yelmos. Además, ya no me preocupa obligarles a capitular, porqué he dejado el servicio de Rovieto.
Luego, incapaz de resistir la pena y el reproche que leía en los ojos de su capitán, Colombino le refirió toda la historia, cosa que le desahogó.
—Nada he hecho que no tuviese el derecho de hacer. La señora de Rovieto terminó nuestro compromiso al faltar a las condiciones fijadas. En todos mis actos no hay ninguno que manche mi honor.
El viejo soldado sonrió tristemente, dio un suspiro de alivio y dijo:
—Veo que aún os importa el honor, hijo. Y no tenéis ningún motivo para entristeceros. Cuando se cure esa herida, os alegraréis. Ya os avisé que es una mujer peligrosa.
—Sus besos llevan la muerte. Agostino della Francesca es el tercero que los paga con la vida. Dad gracias a Dios de haberla besado y de seguir viviendo.