VII - NO ES MORO TODO LO QUE RELUCE

El recién llegado se ha dirigido a la portera del inmueble y han intercambiado unas frases de cortesía: ella, la anciana de pelo blanco recogido en moño, con marcado acento meridional. La señora la ha prevenido de su visita y confiado el llavero. El apartamento está en el primer piso; para un hombre joven como él, le dice, la escalera será preferible al ascensor. Ella se excusa de no acompañarle: no puede dejar la portería abandonada y el hipotético, conjeturable olor de algún guiso indica quizá que la vieja mantiene además encendida su cocina de carbón o de gas.

El forastero ha aceptado las excusas con una sonrisa comprensiva: a pesar de la amable o neutral expresión de su rostro, el desmemoriado recreador de la escena podría imaginar que incluso con una discreta satisfacción. Acaso prefiere que ningún extraño comparta con él la primera ojeada a la que será durante un tiempo su casa: la primicia exclusiva de la visión. Acaso quiere también guardar para sí aquellos ademanes que delatan su torpeza, la difícil relación de sus manos con los objetos más nimios de la vida diaria: inevitable confusión de llaves hasta dar con el agujero correspondiente al cerrojo y la cerradura, posible tropezón con un objeto al buscar el interruptor de la luz a tientas, forcejeo poco glorioso con la correa de una persiana combada por la humedad. El piso, según descubrirá, se compone de dos piezas holgadas, cuarto de baño y cocina. El mobiliario es cómodo, pero impersonal: tresillo tapizado quizá de verde, juego de comedor, cama matrimonial dispuesta, varias sillas, armario empotrado, nevera, cuadritos con dibujos y grabados, lámparas de pie, una mesa apta para escribir. El forastero inspecciona las cosas como para adaptarse a ellas y registrar su forma y dimensiones exactas antes de entrar en su posesión. Por primera vez en su vida se establece a solas en una ciudad que ignora y en la que es a su vez un perfecto desconocido. El anonimato del domicilio que alquilará horas más tarde le satisface: después de treinta y tantos años vividos en familia, la idea de acampar entre muebles carentes de historia le llena de alivio: La apropiación será cautelar, por etapas: verificar el funcionamiento de la caldera del baño, el buen estado de los enchufes y las bombillas. Los objetos y prendas de vestir que ha traído consigo caben en una maleta mediana: antes de que anochezca, acomodará chaquetas y pantalones en los colgadores, camisas y ropa interior en los anaqueles; tintero, pluma, libros, papeles, en la mesita. La nevera seguirá desconectada y vacía: el nuevo inquilino conoce sus límites y no le viene siquiera a las mientes la idea de servirse de ella. Vajilla, cacerolas, cubiertos permanecerán ordenados y limpios, apilados en los estantes del armario o alineados a lo largo de la espetera. Concluida la somera instalación, descubrirá que el piso no ha perdido el aspecto frío y destartalado: su presencia en él debe ser anodina y leve, la de un mero huésped de quita y pon. La ventana del comedor, en la fachada delantera, da a un bloque de inmuebles deslucidos del inconfundible estilo arquitectónico que marcó su niñez en los años cuarenta; un solar cercado de muros en ruina, cubierto de escombros y maleza, sirve de almacén o escondite, según advertirá luego, a chamarileros y rapaces europeos e indígenas; desde el balcón posterior contiguo a su cuarto, el recién llegado puede divisar, encajonado entre dos edificios, un pequeño retazo del puerto, con su escollera y grúas y, a lo lejos, como una cicatriz embrumada y blancuzca, la costa borrosa de su remoto y execrado país.

A primera vista, el nuevo inquilino es hombre de costumbres sobrias, esmerado y pulcro hasta la nimiedad: se levanta temprano, se ducha, se afeita e inmediatamente sale a estirar las piernas y adquirir por unos centavos algún desmirriado, esotérico diario local. Ha descubierto el café de un compatriota a cincuenta metros de casa y decide aparroquiarlo de momento en espera de mejor solución. A media mañana, luego de escribir una extensa carta y ponerle sellos, comprueba que todo está en orden y se pertrecha de lo necesario para su programado vagabundeo: un manual de conversación comprado en el quiosco del aeropuerto, una breve guía turística de la ciudad. Pese a que el manual no le procurará gran ayuda y la guía carece de plano indicativo de las callejas del barrio que le interesa, emprenderá cotidianamente su itinerario de rompesuelas armado de ellos, como una minúscula e irrisoria barrera de protección. Decisión tanto más absurda cuanto que el expatriado —como años después su mujer en Roscoff[21]— no quiere en verdad preservarse de nada y se abandona al contrario a la aventura con aguijadora disponibilidad. Por primera vez en su vida también no tiene horario ni planes de trabajo: su estadía en la villa es la de un ocioso cualquiera, atraído allí, como los grupos de turistas con quienes se cruza al bajar al paseo marítimo, por su típico, proverbial colorido o el disfrute azaroso de una esquiva, impregnadora luminosidad. De ordinario, se detiene en la terraza de algún café cercano a la estación y parada de autocares, pide la misma infusión aromática que sus vecinos, atiende discretamente a su plática y de vez en cuando garabatea un vocablo en la cajetilla de cigarrillos o los márgenes del manual de conversación. Más tarde, conforme pierda el apocamiento y se sienta en su territorio, dirigirá la palabra a los autóctonos aunque después de un intercambio elemental de frases sobre el tiempo, nacionalidad o procedencia se vea obligado a desistir en el empeño a menos que, como sucede a veces, su interlocutor practique su lengua o, para mayor mortificación suya, le responda directamente en francés.

El expatriado parece en retrospección un topógrafo por su minuciosa domesticación de lo exótico. Día tras días recorre el dédalo de callejuelas, copia el rótulo trilingüe de cada una de ellas, traza y corrige planos, rehace itinerarios, se cerciora de su exactitud. Sus periplos serán a un tiempo obsesivos y errátiles, como si siguiera los pasos a alguien o fuera al revés seguido por otro y lo intentara desorientar. En realidad, se conduce en la ciudad con la misma circunspección con que se ha conducido inicialmente en el piso. A menudo da la impresión de sentir una oscura necesidad de abarcar y medir el espacio en el que se mueve para insertarse en él: antes de entrar en los cafetines que le seducen, sumidos en el silencio y penumbra de las callejas, explora las angosturas y reconditeces de éstas, establece de antemano una escueta composición de lugar. Su porfía en vencer su manifiesta inseguridad y timidez obtiene al cabo una recompensa: los bastiones más arduos e inexpugnables se rinden por turno a su curiosidad. Poco a poco se aclimatará en ellos, será reconocido por el mozo o el dueño, saboreará su infusión, fumará unas pipas, alternará lecturas y anotaciones con el acecho de cuanto acaece a su alrededor. A falta de la deseada comprensión del idioma, se consagrará como un sordomudo a la observación de ademanes y gestos. Su propósito es familiarizarse y confundirse con el medio, adquirir la impunidad y privilegio del camaleón.

La observación cotidiana del expatriado permite establecer un horario de sus actividades que, aun sujeto a modificaciones e imponderables, ratifica sin embargo su propensión liminar a la rutina: aguarda para salir de casa la hora en la que suele llegar el correo, baja minutos más tarde a la portería y, cuando la anciana le tiende la carta que espera, la separa de las otras, las que le importan menos, y la guarda en un bolsillo de la chaqueta a fin de leerla con calma en alguno de los locales del paseo en los que acostumbra a sentarse antes de subir la pendiente y afrontar las escaleras abruptas que llevan al casco antiguo de la medina. Si la respuesta de su corresponsal se demora y el cartero no le trae nuevas, en lugar de repasar éstas en el café, se encamina a la oficina central de Correos, se alinea en la cola del teléfono y, al tocar su turno, pide una conferencia a Saint-Tropez. Fuera de esa breve y esporádica incursión al barrio moderno, habitado en gran parte por europeos, sus caminatas le conducen exclusivamente a los cafetines y terrazas a los que se ha aquerenciado: almuerza a solas en un figón, saluda o sonríe tímidamente al camarero, se detiene a beber una infusión en la encrucijada de caminos del barrio viejo, se interna en el laberinto de pasajes que obstinadamente rastrea con creciente aplomo y seguridad. Su manual de conversación, de imprecisa e incluso desorientadora transcripción fonética, está ahora lleno de vocablos, correcciones y tachaduras. Este interés por dominar la lengua del país contrasta con su lentitud o dificultad para encontrar alguien con quien compartirla. Ya sea en los cafés con vista al mar engastados en la muralla, los tabucos sombríos en donde se acuclilla en la estera o el local desde el que disfruta en contemplar las azoteas y cúpulas de la ciudad, entra y sale sin compañía,' fuma silenciosamente unas pipas y, ajeno a menudo a las voces de jugadores de loto y ruido de fichas de dominó, trata de memorizar una frase recién aprendida o la enrevesada conjugación de un verbo. La novedad de cuanto ve, oye, tienta, gusta, respira, le basta. A diferencia de otros viajes que ha hecho, no busca la confirmación de teoría alguna ni la validación de sus propios conocimientos. El monolitismo ideológico en el que vivía ha cedido paso a la feraz dispersión de las taifas. Lo vasto y mudable del ámbito excluye una asimilación fácil y prefiere anexionarlo gradualmente, como quien penetra por escalo en el interior de una fortaleza o recinto. Sólo la apropiación mental de aquel mundo puede facilitarle el olvido de viejos errores y aprendizaje de errores nuevos, la operación de desprenderse de un pasado y experiencia opresores, el proyecto de extender a sí mismo la indagación predicada hasta entonces a los demás. El expatriado convalece de una dolencia cuyo nombre no figura en los diccionarios y contra la que no se receta medicina alguna. Su rechazo de cuanto le identificaba toma proporciones alérgicas: la cercanía de sus paisanos le irrita y, en lo posible, huye de su presencia. Cuando se recoge a casa transcribe en un cuaderno el léxico adquirido durante el día y se esfuerza en expresar la efervescencia de sus ideas en las cuartillas que dirige a su mujer.

Aunque la correspondencia no esté fechada, el contenido de las cartas permitirá establecer sin lugar a dudas su correcta ordenación cronológica.

Con la habitación inundada de sol el calor es casi veraniego. Me siento feliz, paseo diez horas diarias, veo a Haro [Tecglen] y a su mujer, no me acuesto con nadie y miro a España de lejos, lleno de excitación intelectual.

Necesito estar aquí: no puedo permanecer en Saint-Tropez sin ideas ni ganas de escribir y presiento que en Tánger recobraré ambas. Esto es lo que me importa de verdad, no el sexo.

Una observación que te interesará: mientras los homosexuales europeos se dan a conocer de ordinario imitando a las mujeres acá asumen al contrario un suplemento de virilidad exacerbada. Eso es lo que más me atrae en ellos y me ayuda a distinguirles sin error pues desde luego abundan quienes no lo son.

Hace un rato, en un café moro, veía y escuchaba la televisión española [que se capta aquí]. Su cretinismo y la profanación de nuestra lengua me impresionaron de modo increíble.

Me muero de ganas de escribir, y no sé todavía sobre qué.

Es cierto que te echo de menos, pero temo regresar a Saint-Tropez y fastidiarme. Admito que es difícil vivir conmigo y has encajado muchas cosas desde Moscú; mas en Saint-Tropez, sin algo concreto entre manos, simplemente no existo. Aunque aborrezco a España, este sentimiento tiene algo positivo: es útil para mí pues me sirve en el campo de la escritura. En Saint-Tropez, e insisto en que ello no te concierne, no estoy en España ni frente a España ni puedo mirarla como aquí de una manera nueva. Sin trabajar, envejezco sin más en un clima ameno, no hago ningún progreso intelectual ni moral.

Acabo de recibir tus tres cartas a un tiempo: te quiero un poco-mucho-apasionadamente del todo. Como las he leído en un crescendo amoroso, me sentía feliz. Pero be visto después que el orden verdadero es el contrario. Dicho esto, tienes razón y trataré de ser más explícito. Debes creerme cuando te digo que si me demoro aquí un poco ello no guarda ninguna relación contigo. Te añoro y el tiempo sin ti me parece largo; con todo, no quiero volver a Saint-Tropez para sentirme jodido, emborracharme y echarte luego las culpas. Prefiero que te cabrees conmigo a tenerte rencor. Mi idea de trabajo se funda en la visión de la costa española desde Tánger: quiero arrancar de esta imagen y escribir algo hermoso, que vaya más allá de cuanto he escrito hasta hoy. Tánger me resulta todavía indispensable [para] esta lucha diaria con un tema todavía borroso. [De momento] estoy sumido en la literatura del Siglo de Oro.

Me llega ahora mismo una carta de Luis. Eulalia murió hace tres días y la enterraron el dos de enero[22]. Prefirieron que no viniera ya que ella se acordaba de mi llegada en la agonía de papá y el abuelo y pensaba que si yo no acudía eso significaba que su enfermedad no era grave y no estaba por tanto a punto de morir. Quizá haya sido mejor así pero, no obstante lo previsible del hecho, su noticia me ha causado un efecto terrible. Ni a Luis ni a mí nos queda nada detrás —respecto al pasado y familia— ni tampoco delante —en lo que toca a la muerte. Cortado el cordón umbilical y en lista de espera.

El expatriado ha encontrado a un amigo. Sus miradas se habían cruzado la víspera en la terraza de un café del Zoco y al atravesar la calzada camino de Correos ha topado de nuevo con él. El desconocido le ha saludado sin preámbulos en su trabucado castellano morisco: va tocado con un gorro azul marino de lana y viste pantalón y tabardo del mismo color. Parece pescador o navegante, pero no lo es; ha trabajado varios años en el muelle con los españoles, le explica, y allí aprendió a manejarse en el idioma de Joselito y Cantinflas. Después de beber un té juntos, han ido a comprar vino a la tienda de unos judíos y se han encerrado tranquilamente en el piso de la Rué Moliere.

Aunque el gañán tiene una edad aproximada a la de nuestro hombre, su aspecto difiere en todo del suyo: el rostro macizo y agreste y una complexión ruda y fuerte le dan una apariencia pugnaz de remero, de membrudo y sólido luchador. Su tosquedad e inteligencia silvestre no excluyen el humor ni la picardía. Cuando conversa, ríe mostrando los dientes bajo el espeso bigote y el gesto entre zaino y perplejo le recuerda al expatriado el de Alfredo, el difunto aparcero de Torrentbó. Para desvergonzarse con él, asegura, lo mejor es el vino: según pretende, no lo ha probado desde hace meses y lo bebe anchurosamente mientras contesta a sus preguntas, a tus preguntas, desnudo ya, pero sin quitarse el gorro.

A partir de entonces —fines de noviembre— el montaraz acudirá a menudo a tu casa y te escoltará con aires sombríos de guardaespaldas en el rastreo de la medina: de ordinario, sube contigo a los cafetines de la Alcazaba, te ayuda a deshebrar y mezclar la hierba, te inicia en una fecunda incursión al maaxún: gracias a él, arropado en su robusta presencia, has forzado los antros más duros y descubierto el' placer de fumar unas pipas en el jardín colgante de la Jafita, avizorando la costa enemiga desde tu atalaya o acechadero. Pasada la cena, tu guía prefiere los atributos de la ciudad moderna y la visita sedienta a los bares ingleses, en alguno de los cuales sirvió tiempo atrás de portero o, más exactamente, de bouncer. Contagiado de su desmesura y furia noctivaga, barajarás también el alcohol con el maaxún y la grifa, compensarás la engañosa austeridad de los primeros días con la busca zahori de la sima o derrumbadero. Has dado con el agente inductor perfecto y aguardas tan sólo la ocasión que le aguijará. La gravitación tenaz que te aspira es luminosa y cognoscitiva. Únicamente cediendo a ella alcanzarás la plenitud de la escena mental presentida: crudeza, cocedura, consumación paralelas a las del verbo en su ascesis a lo sustancial.

Es una velada como las demás, ni más ni menos que las demás, conforme a la inquietud voltiza de tu medineo: idas y vueltas de la Alcazaba, pipas de compartido kif, cátedra televisiva de españoleo, rauda colación en Hammadi, nocturno ajetreo en un taxi, desembarco alegre con tu guarda y mentor en el circuito habitual de bureo: guaridas recatadas y muelles, fondo musical de Rolling Stones, sonrisitas connives, contoneos de reina africana, maricas remilgadas, acento oxoniano de noble tronado o jubilado lord: risueñas libaciones en la penumbra, sed jamás satisfecha, euforia expansiva del montaraz aljamiado, repetición obsesiva de viejas historias de rezagado zegri, de último abencerraje gorro azul marino tal vez encasquetado, cejas hircinas y espesas, nariz tosca, mostacho silvano, labios voraces, mandíbulas trituradoras y enérgicas, resuelto a servir para siempre, jura y rejura, a un compadre tan comprensivo y bueno, guiarle por la ciudad, velar por su reposo y seguridad, atender día y noche al cumplimiento exacto de sus deseos, lavar y guisar para él, ir diariamente al mercado, acompañarle al baño, prevenir cualquier molestia, incidente o peligro, dispuesto a lo que sea con tal de satisfacer a su amigo, beber con él unos reconfortantes tragos de vino, liarle la grifa, dar una vuelta por los bares lejos de la suciedad y la morralla, de la gentuza sin fe ni religión ni palabra, atenta sólo a robar y dar por el culo a sus semejantes, un hombre de confianza, él, cuyo sueño es conocer algún día España, cruzar el maldito Estrecho, largarse para siempre de Tánger y tanto ladrón e hijoputa suelto, viajar con su amigo, saludar a los españoles tan buenecitos que faenaban con él en el puerto, carga y descarga de naranjas, cajas de sesenta y hasta ochenta kilos sobre sus espaldas, basta tentarle el cuerpo para ver que es verdad, que él no farolea ni miente como los demás

ha elevado la voz, comenzado ya a desnudarse a fin de mostrar la recia trabazón muscular de sus brazos o será después, en otro decorado o, más probablemente, en la habitación?

no lo sabes ni sabrás jamás porque todo es neblinoso e irreal y el discurso imaginado es el que has oído y oirás después de sus labios, tartajosamente reiterado conforme la noche avanza y las vacías botellas de Bulauán se acumulan: quince años al servicio de esos cabrones, de sol a sol, apechando con todo, para luego cerrar la empresa y dejarle en la puta calle tirado como una colilla, sin indemnizaciones ni primas, sólo una carta de recomendación, mírala, veinte litros de aceite, un par de botas nuevas y un saco de harina, cómo coño mantener y sacar adelante con eso a su madre y hermanas, sosegado y tranquilo de golpe, escarmentado ya con el recuerdo de lo sucedido esta noche, presto a reír o llorar según se devana o deslía los sesos, sí, así es la vida, hermano, el tiempo de apurar otro trago y mirarle fijamente, al borde de la risa y las lágrimas

todavía en el bar, en el burbujeo acolchado del bar, rodeado de presencias esquivas, inquietas criaturas lucífugas, contabilizando quizá, para asirte a algo, la alarmante reposición de los vasos, ginebra coñac vodka?, tal vez todo mezclado, extraviados ambos en densa y oscura frondosidad, senderos meandros atajos simplemente borrados, ningún recuerdo de ellos tras la tormenta que sopla y os zarandea, deshoja, arranca de cuajo, expulsa de allí, a pie o en taxi?, pero en el piso al fin, sin saber cómo habéis llegado ni por qué os disputáis, provocación tuya?, como dirá él después al enfrentarse a las secuelas de la escena, afán soterrado de atizar su furor hasta sacarle de las casillas?, de alcanzar la cruda verdad de tu acerbo jardín de delicias?, imágenes veladas, opacidad interrumpida por el fucilazo esclarecedor de la violencia, vuestra fulgurante comunicación energética, contundencia del golpe, caída, penosa incorporación, orden brutal de tenderte en la cama, conciencia intermitentemente alumbrada, acorchamiento, pesadez, modorra mientras él recorre la habitación como fiera enjaulada, va a procurarse alcohol a la cocina, bebe a caño, profiere amenazas y acusaciones sordas contra ti, contra la ciudad, contra la perra vida, se planta sin quitarte la vista de encima sabueso y torvo como un cancerbero, minutos u horas cabeceando en el asiento hasta que el sueño te vence, os vence y, al despertar, le ves tumbado en el suelo, inerte, despatarrado, roncando, en medio del interior devastado, ropa esparcida, sillas volcadas, cama sucia y deshecha, percepción gradual del encuadre encrespado que te rodea, cruel agresión diurna, horario acusador y revuelto, desorden material y mental, esfuerzo trabajoso de levantarse, ir al baño, mirarse con incredulidad en el espejo y descubrir un rostro que no es el tuyo, transmutado también en el feroz remolino nocturno, incapaz de reflexionar aún y entender qué ha ocurrido, el chispazo casual de aquel brusco arrebato de virulencia

lavarse, afeitarse, ocultar la hinchazón tras misericordiosas gafas de sol, abrir de par en par la ventana para que el aire entre y tu anublado cancerbero despierte, se incorpore a su vez, vaya mear espaciosamente al lavabo, reaparezca con semblante azorado, bigotón desvalido y contrito como un niño que acaba de romper su juguete: musitando lamentos y excusas, ansioso de reconciliarse y hacer las paces con amigo tan formal y tan bueno, un verdadero hermano que cuida de él y le socorre cuando está sin dinero, más fino que el alquicel, más blando que el algodón, presto a llegar al último confín del rebajamiento como el amante pillado en falta tan bella y agudamente descrito por Ibn Hazm

pero tú quieres estar a solas, digerir lo acaecido, poner tierra por medio, transformar humillación en levadura, furia en apoderamiento: llegar a ese punto de fusión en el que la guerra emprendida contra ti mismo simbólicamente trascienda, augure moral y literariamente una empresa, vindique la razón del percance, del cataclismo buscado y temido: recia imposición del destino cuyo premio será la escritura, el zaratán o la gracia de la creación.

El mismo día llegabas a Marraquech en un vuelo inicialmente planeado para los dos pero que sólo tú realizaste: desvaída imagen del atardecer en el palmeral y la tierra ocre, insensible, en su estado de_ entonces, a la belleza, facundia e irradiación de una ciudad que en lo futuro te concederá el don magnifícente de la palabra. Encerrado en tu habitación del hotel, entre la Kutubia y Xemáa el Fna, vivías momentos de soledad, exaltación y de rabia, consciente de haber roto la corteza de tu centro ardiente, llegado a la entraña de la que brota a borbollones el magma de escorias, materias abrasadas. La brusca y violenta jubilación, el nítido ramalazo destructor presentidos desde la infancia habían dejado de ser una visión sigilosa, acechante para hacerse reales: fuerza ligada a tu vivencia peculiar del sexo, gravitación animal de los cuerpos que debías asumir e integrar en tu conjunto textual con la misma desengañada lucidez y tranquila fatalidad en las que el bachiller de la Puebla de Montalbán fundó, para los amantes de la tragicomedia, las leyes recónditas de su íntima, sustancial vulcanología.

A diferencia de lo acaecido en Madrid años atrás, la velada en la que te emborrachaste con Lucho, el descalabro moral se ha convertido en una fuente vital de conocimiento. Más allá de la esfera personal, diafaniza y revela los mecanismos latentes en la sociedad, exhuma y rescata de lo medular la energía que propulsará la vandálica invasión que proyectas: esa obra no escrita aún en nuestra lengua, contra ella, a mayor gloria de ella, destrucción y homenaje, profanación y ofrenda, agresión alienada, onírica, esquizofrénica, alianza integral de imaginación y razón, como dice del Gran Sordo Malraux, bajo la apariencia mendaz del delirio. Resoluciones en serie forjadas vertiginosamente a partir de tu huida a la ciudad en donde hoy evocas y fijas por escrito lo sucedido: calar en la historia auténtica del país del que te sentías inexorablemente proscrito; embeberte en el baño lustral de sus clásicos; espulgar la totalidad de su corpus literario con la misma frenética minuciosidad con la que rastreabas a diario el caos tangerino; poner el acervo humanístico de la época —lingüística, poética, historiografía— al servicio de dicha empresa; llegar a las raíces de la muerte civil que te ha tocado vivir; sacar a luz demonios y miedos agazapados en lo hondo de tu conciencia. Días, horas, instantes privilegiados, de riqueza y enjundia inigualadas después, rumiando tu cólera, agravios, sed de venganza contra esos molinos o gigantes llamados religión-patria-familia-pasado-niñez. El dispositivo mental puesto en marcha por el vejamen de tu cancerbero es alambicado y proliferante: presenta recovecos, umbrías, escabrosidades, un vasto campo de sondeo y exploración. Por un tiempo, la cercanía de tu iniciador será indispensable y, de vuelta a Tánger, te someterás al magnetismo de su ciega, revulsiva labor.

Paralelismos y esquemas antagónicos: apropiación topométrica del núcleo urbano en el que te refugias y distanciamiento ultramarino de la tierra vislumbrada en escorzo; torpe aprendizaje infantil del idioma nuevo e irresistible imantación del antiguo, arrobado y para siempre cautivo del esplendor incandescente del verbo; renuncia a un espacio ancho y ajeno e inmersión gradual en los estratos de su historia y cultura; alquitara, decantación, acendramiento de un lenguaje diamantino y extremo frente al monopolio esterilizador de una casta ensoberbecida y omnímoda.

Medineo ritual después de atisbar desde la ventana la llegada del mensajero con nuevas de Saint-Tropez o el cáncer de Eulalia, acompañado no sólo del manual de conversación y el plano paulatinamente enmendado, sino también de un modesto y sobado ejemplar de Soledades. La lectura atenta, ceñida, casi obsidional del texto, de sus arborescencias y sinuosidades, se entrevera provechosamente con pausas y ensoñaciones de kif. Sentado en alguno de los cafés que frecuentas, interrumpes el asedio al poema para levitar a tu aire, atalayar alminares, terrados y cúpulas blancos, escudriñar la esfuminada cicatriz de una patria repudiada y hostil. Góngora indisolublemente aunado en tu memoria al cielo versátil, caprichoso de Tánger como Juan Ruiz años más tarde al foro bullicioso de Xemáa el Fna: versos y versos trabados entre sí como cerezas, metáforas de aleve e insidiosa belleza, goce, beatitud sutil. Despertar a medianoche con su cita en los labios, como si hubieras encomendado tu sueño al Poeta: inmediatez, trasvase, impregnación de una escritura que suplanta ventajosamente el mundo, le sirve de punto de referencia y, como un faro, te dispensa sus señas en medio del caos.

Sólo más tarde, mucho más tarde, establecerás la existencia de una cartografía y espeleología comunes al místico y al amante que, por trascender y generalizar lo que creías privativo tuyo, te desculpabilizará pero despojará también de tu preciosa rareza: similitud de experiencias traducida en imágenes y pulsiones idénticas, apretura y anchura, dolor y gozo, crudeza, llama, consumación: ley universal del subsuelo, complementaria de los descubrimientos de Kant y Descartes, Marx y Bakunin, Humboldt, Rousseau gracias a San Juan de la Cruz y Mawlana, Eckhart y Al Haüax, el marqués de Sade y el oscuro Masoch.

Como Mlle. de Viriteuil en la escena amorosa junto a la foto paterna, incorporarás la temida, imaginada agonía de Eulalia a las cimas, altibajos, derrumbaderos de tu encuadre perverso: asunción iluminadora del centro y su realidad ígnea: extender, ahilar, intensificar el ludimiento hasta el vértigo asociándolo al nodulo original de tu angustia: contrapunteo de visiones opuestas, lenta devoración de fauces abiertas, rostro consumido y exangüe, santificado por el dolor: relación enigmática de la imagen intrusiva, inductora, de la cala tenaz en la pena gloriosa con el brusco, sincopado deliquio: eruptividad magmática, de abrasadas escorias volcánicas surgidas de tu propio gehena: dualidad, ambivalencia, zoroastrismo de amor y profanación, chispazo generador de una secreta corriente alterna.

Un día escueto y avaricioso de enero, recrudece el invierno, Eulalia ha muerto y el expatriado ha digerido a su modo la nueva, ha subido sin su cancerbero a uno de los cafetines de la Alcazaba, disuelto una buena dosis de maaxún en su vaso de hierbabuena, delirado sollozado gemido durante horas a culpa abierta, cumplido con el rito milenario, fúnebre y antropofágico, de la explicación final omitida. La estancia en la ciudad toca a su fin y ha enviado unas líneas a Saint-Tropez anunciando el regreso[23]. Su relación con el entorno es ya familiar: reconoce espacios y actores y, poco a poco, se siente a su vez aceptado y reconocido. Diariamente rehace el itinerario trazado con sus variantes posibles, se detiene a beber té o fumar unas pipas en los mismos lugares, lee algunos versos de Soledades, anota palabras o frases en los márgenes del manual de conversación.

El aire de Tánger, embebido de tenue luminosidad, le estimula. Bajo su caricia, personas y cosas adquieren vivacidad y relieve, el ajetreo callejero se desenvuelve en una atmósfera de intensa plasticidad. Envueltos en albornoces, almalafas o jaiques, mujeres y hombres discurren en la penumbra de un callejón dispuesto como un escenario, la salina humedad del Estrecho impregna los muros enjalbegados, luces y sombras combinan sus toques con armonía diestra y sutil. El desocupado puede pasar minutos u horas absorto en la contemplación de las nubes o seguir casi hipnotizado los cautelosos movimientos, en un patio o terrado visibles desde el descubridero, de una viejecita arrebujada en una toalla alrededor de un minúsculo hornillo de carbón. El soplo matinal de la brisa transmite y esparce voces y mensajes: saludos, gritos, jirones de música, rumores y ecos artesanales, invocación simultánea de almuédanos llamando a los fieles a la oración. La dispersión y movilidad de las aves, su brujuleo inquieto, parecen obedecer a secretas e indescifrables consignas: las palomas que salpicaban el alminar de la cercana mezquita, lo abandonan con determinación rauda y vuelan en remolino de motas blancas a las murallas vetustas. Visiones inasibles, imágenes fugaces, empañadas de sol y de bruma: trompetas y atabales de nupcias serranas, procesión de cofrades con mustias oriflamas, vistosos rebaños políglotas tras el fez rojo de su pastor.

El expatriado ha orientado sus pasos por el laberinto de la Alcazaba, cruzado jardines y espacios verdes del Marshan, alcanzado la plaza de la Maternidad y zigzagueado hasta el mirador altivo de la Jafita. Un sol indulgente, cordial invita a sentarse en las mesas distribuidas en la pendiente a lo largo de las terrazas floridas: nidos de espeso verdor, a cobijo de toda mirada indiscreta, en los que solitarios, grupos, parejas fuman, leen, divagan, paladean un té con menta ovillados en la tibieza y ociosidad. La escarpa costera es abrupta y, desde la altura, puede atalayar el panorama del Estrecho de Tarifa a Gebel Tarik, la aguerrida sucesión de olas que en lenta cabalgata suicida rompen y mueren entre espumas al pie del cantil: verificación reiterada de la distancia que le separa de la otra orilla, almendra de su ansiedad agresiva y vehemente afán de traición. Con el libro de su gerifalte mentor en la mano, acecha el conciso relámpago cuya nitidez le transfigurará; pero de Lermontov y no de Góngora, de una indigente traducción española casualmente leída meses atrás, saltará la liebre veloz del refrán en forma de unos versos que se impondrán con evidencia avasalladora: adiós. Madrastra inmunda, país de siervos y señores / adiós tricornios de charol, y tú, pueblo que los soportas. Un alborozo y emoción nuevos se adueñan al punto de él, le disparan a la embriaguez de quien da por resuelto el enigma. El poema que acaba de adaptar conforme a su tesitura es aurora de algo: la frase febrilmente anotada, inaugura e impulsa el surco genitivo de la escritura.

El que ve y el que es visto forman uno en ti mismo, dice Máwlana; pero el expatriado de quien ahora te despides es otro y cuando haga su maleta y desaparezca de la ciudad a la que discretamente llegó en el efímero dulzor otoñal podrá flaubertianamente exclamar en el fervor de su empresa, confundido del todo con el felón de la remota leyenda, don Julián c’est moi.

La memoria no puede fijar el flujo del tiempo ni abarcar la infinita dimensión del espacio: se limita a recrear cuadros escénicos, capsular momentos privilegiados, disponer recuerdos e imágenes en una ordenación sintáctica que palabra a palabra configurará un libro. La infranqueable distancia del hecho a lo escrito, las leyes y exigencias del texto narrativo transmutarán insidiosamente fidelidad a lo real en ejercicio artístico, propósito de sinceridad en virtuosismo, rigor moral en estética. Ninguna posibilidad de escapar al dilema: reconstruir el pasado será siempre una forma segura de traicionarlo en cuanto se le dota de posterior coherencia, se le amaña en artera continuidad argumental. Dejar la pluma e interrumpir el relato para amenguar prudentemente los daños: el silencio y sólo el silencio mantendrá intacta una pura y estéril ilusión de verdad.