VI - LA MÁQUINA DEL TIEMPO

Me sería difícil expresar cabalmente el estado de ánimo en el que aquel tres de julio de 1965 me embarcaba para la URSS en el viejo, destartalado aeropuerto de Le Bourget. Una sensación de ingravidez excepcional, como un súbito cambio de presión en cabina, envolvía los trámites y formalidades del vuelo en un nimbo impreciso de irrealidad. Liberado del peso que me abrumaba, tenía la impresión de actuar bajo el influjo sutil de la grifa. La angustia de los últimos días, consagrados a la penosa redacción de la carta y preparativos del viaje, había disminuido poco a poco a partir del instante en que, de modo irreversible, había confiado mi destino al buzón. Los vagabundeos por Barbes, la Chapelle, la Gare du Nord, a escasa distancia del lugar en donde Monique, a su regreso de Saint-Tropez, iba a encontrar el sobre abultado y releer una y otra vez unas páginas que sacudían las bases del precario edificio de nuestra vida, me bañaban en una atmósfera de sonambulismo, casi de levitación. Calculaba la hora de su llegada con Carole a la Rué Poissonniére —alegre, confiada, tostada por el sol, con su carga habitual de bolsos y maletas—; imaginaba, aprensivo, su sorpresa ante la carta, las imprevisibles reacciones a la lectura de su contenido, su desconcierto o pánico frente a la exposición de un problema que, aunque barruntado por ella, iba a cegar bruscamente su horizonte e interponerse abrupto entre los dos. Mis duermevelas agitados en el hotel de la Rué de Lafayette, sabiéndola cerca de mí y no obstante lejana e inasequible —sin poder comunicarme con ella, puesto que me creía ya en Moscú—, me habían dejado exhausto y vacío. Reducido a sombra o fantasma del viajero supuestamente embarcado dos días antes, mataba el tiempo como podía, de callejeo por unos barrios familiares en cuyo anonimato hallaba refugio, aguardando el momento de fundirme con aquél en uno solo en la pista asoleada de Le Bourget. Acomodado en el avión de la Aeroflot, me dejaba invadir por una especie de fatalismo: conciencia de haber cortado los puentes y quemado las naves, partir en guerra contra mi falsa imagen, internarme en un futuro difícil, pero lleno de incentivo y de novedad. Mi renacimiento a los treinta y cuatro años sin identidad precisa, resuelto tan sólo a terminar con mi anterior oportunismo y mentira, me abocaba a una etapa de rupturas en serie, en la que el círculo de mis amistades se contraería gradualmente: la previsible soledad que me acechaba sería únicamente soportable, lo sabía, con el sostén y comprensión de Monique. Sentimientos y emociones mezclados, alivio de disipar el equívoco y temor a un inconcebible rechazo, me escoltaban así mientras me alejaba de ella y volaba al lugar donde nos habíamos dado cita días más tarde, en el ámbito nuevo y exótico del país del futuro: a ese bastión del socialismo científico, cuna de la gloriosa Revolución de Octubre, esperanza y alquibla de los explotados, la URSS tan temida, admirada y odiada, objeto de efímeras pesadillas juveniles y adhesiones adultas no menos fugaces, a un Moscú cuya simple mención hacía sobresaltar a mi padre y que, con la libertad concedida por mi flamante cambio de piel, me disponía a recorrer y examinar por fin sin anteojeras de ninguna clase.

A diferencia de mis viajes a Cuba de unos años antes, me dirigía a la Unión Soviética con una tesitura receptiva y abierta, lejos a la vez del anticomunismo primario inculcado en mi adolescencia y la credulidad y candidez de mis pasados fervores castristas. Los rumores filtrados de La Habana y amarga experiencia política del sesenta y cuatro contribuían a volverme más precavido y cauto: atacado simultáneamente a derecha e izquierda, por el partido comunista y el régimen de Franco, había perdido mi anterior inocencia política y me movía a cuerpo en una especie de no man’s land. La realidad, como me mostraba el caso de mis compañeros expulsados, era bastante más compleja y capciosa de lo que anteriormente suponía. Los paralelos y simetrías existentes entre los métodos de descalificación del adversario empleados por amigos y enemigos me llenaban de estupefacción. Habituado durante años a mirar el mundo desde un prisma único y dividir a la humanidad en dos campos opuestos perfectamente delimitados, había vivido momentos de perplejidad y desamparo antes de reaccionar saludablemente con propósitos de enmienda: dejar de comulgar con ruedas de molino, actuar en lo futuro con mayor discernimiento y lucidez.

Debía ir a la URSS sin prevenciones ni apriorismos, dotado de la curiosidad e interés de un mirón. Adoptar una postura si no neutral, al menos ecuánime y fría. Convertirme en una cámara cinematográfica y cinta grabadora de cuanto escuchaba y veía. Anotar puntualmente hechos, incidentes, conversaciones. Redactar por primera vez en mi vida una suerte de dietario.

Aunque no cumplí entonces esta última resolución, Monique lo hizo por mí. En su agenda, con una letra menudísima y casi indescifrable, resumió día tras día las jornadas del viaje, y sus notas, aun en su escueta condensación telegráfica, me permiten evocar hoy sin anacronismos ni errores las escenas de nuestra regalada vida burguesa en la patria mundial del proletariado.

La excitación de mis primeros días en Moscú sufrió las consecuencias de una corrosiva inquietud: la de la demora de Monique en responder al telegrama con mis señas y la creciente, agobiadora ansiedad de mi espera. En contra de lo que suponía, los trámites de policía y aduana se desarrollaron con sorprendente rapidez. Siendo, como era, huésped de la Unión de Escritores de la URSS, los funcionarios del aeropuerto no mostraron ningún interés por el contenido de mi maleta. En la terminal de pasajeros aguardaban Agustín Manso, un soviético de origen español, miembro del grupo de niños asturianos refugiados en Rusia durante nuestra guerra, a quien había conocido en París unos meses antes, y una camarada responsable de la Unión, de aspecto ameno y acogedor, llamada Irina. Con ellos me dirigí al hotel Sovietskaya, reservado entonces, según supe luego, a los invitados selectos.

Mientras Agustín me aclimataba en su peña de paisanos y amigos, Irina se ocupó en orientarme por los dédalos del mundo oficial y burocrático: visitas protocolarias a sus colegas y jefes de la Unión, entrevistas con escritores y directores de revistas culturales, cobro de mis sustanciosos derechos de autor, determinación del itinerario y etapas de nuestro viaje. Para evitarnos el engorro de las jiras organizadas a koljoses y fábricas modelo, insistí en nuestra particular afición a las iglesias y monumentos históricos con el resultado paradójico de que nunca vi tantas imágenes religiosas, templos y capillas como durante mi estancia en aquel mundo supuestamente ateo. Sabiendo la pasión de Monique por las playas, conseguí añadir a la lista de excursiones previstas unos días de descanso en Crimea. Como es norma en los países del «socialismo real», un pirivocho debía hacerse cargo de nosotros y escoltar nuestros pasos. Yo había sugerido a Irina el nombre de Agustín pero, conforme éste suponía, el elegido resultó otro: un muchacho lituano pequeño, vivaz, anguloso, con gafas, de apariencia un tanto disneyana, llamado Vidas Silunas, a quien Agustín conocía de la universidad y cuya posterior cercanía a nosotros fue no sólo ligera sino incluso agradable. Vidas, Agustín e Irina me introdujeron a los despachos de los redactores de la Revista de Literatura Extranjera en la que habían aparecido mis obras; de las editoriales especializadas en la traducción de novelistas y autores occidentales; del consejo de redacción de Novy Mir, en donde Alexander Tvardovski me recibió con los brazos abiertos, me presentó a sus colaboradores y me sorprendió con la honradez y franqueza de sus preguntas. Primer y único editor de Soljenitsin en el breve período del deshielo jruschoviano, el poeta, aunque premiado anteriormente por Stalin y miembro distinguido de la nomenclatura, se destacaba entonces entre sus pares por su mayor espíritu de independencia y una notable apertura de ideas. Recuerdo que, nada más llegar, quiso conocer mi opinión sobre Neruda. ¿Sobre el poeta o el hombre? Sobre los dos, me contestó. Le dije que un veinte por cien de su obra me parecía espléndido, un sesenta por cien más bien mediano y el resto execrable; respecto a su persona, añadí, no podía ser objetivo ya que encarnaba a mis ojos cuanto aborrecía en los demás y en mí mismo: oportunismo, egolatría, asunción de un concepto lineal de la historia con risueña fatalidad. La reacción de Tvardovski fue inesperada: se incorporó del asiento, me abrazó, palmeó cariñosamente mi espalda. Mientras él fuera director de Novy Mir, dijo, no publicaría jamás una línea suya. Con vehemencia, me explicó que en la época de las purgas y magisterio de Zdanov, Nerúda había sido la caución internacional del dictador, el cancerbero voluntario de su ideología. Luego, dejando la palabra a sus asesores, asistió al turno de preguntas y respuestas sobre temas de actualidad literaria en España, París, Cuba y países de Latinoamérica. Pero Tvardovski, era una rara avis en el mundo oficial soviético. En los demás centros culturales en los que tuve ocasión de penetrar, el diálogo con sus responsables tomó inevitablemente rumbos distintos. Fuera del campo de los clásicos universales, los gustos literarios de mis anfitriones revelaban la amalgama de una increíble ignorancia, un dogmatismo obtuso y una satisfecha, desoladora mediocridad. Ninguno o casi ninguno de los escritores modernos que más admiraba merecía su aval: ni Proust ni Joyce ni Kafka ni Svevo ni Borges circulaban vertidos al ruso ni se hallaban entonces en curso de traducción. Los consejeros de la sección española divulgaban la obra de Celaya y Marcos Ana pero no la de Cernuda; la de Dolores Medio pero no la de Martín-Santos. Me acuerdo de que pregunté a uno de ellos por qué no publicaban Tiempo de silencio. La réplica de mi interlocutor o, por ser más exacto, interlocutora me causó estupor. Se trataba, me dijo, de una novela demasiado compleja y el lector soviético no la entendería. Debí contestarle —ya que no lo hice— que con tal criterio el progreso intelectual y literario resultaba imposible y el público de su país seguiría aún en el año dos mil en un estado de minoría legal, privado de las obras más enriquecedoras y significativas.

Cuando en las lecturas o actos culturales en los que hoy intervengo algún asistente me plantea la socorrida pregunta de por qué escribo textos tan sibilinos y herméticos como Don Julián o Makbara si el lector medio no alcanza a comprenderlos, saco a relucir esta anécdota como recordatorio del menosprecio real y profundo a las posibilidades de mejora del gusto público implícito en la actitud demagógica y paternalista de quienes deciden rebajar por su cuenta el nivel de la creación y se arrogan el derecho de decidir lo que el pueblo entiende o no entiende en achaques de arte y literatura. La historia de ésta —como la de todas las manifestaciones del espíritu humano— se compone de una sucesión de empresas difíciles, a menudo ignoradas en sus orígenes: para ser captada en su hondura y complejidad, toda obra innovadora y original exige un lapso a veces muy largo durante el cual pueda abrirse camino. El caso de la gran poesía de Góngora, asequible tan sólo a los lectores tres siglos después de haberse creado, es un ejemplo extremo de lo que digo. Pero bastaría con extender al ámbito de las ciencias el criterio discriminador adaptado por los burócratas al campo de la literatura para revelar al punto la burda patraña de su postura: puesto que el pueblo tampoco entiende, pongamos por caso, los descubrimientos de la física, el Estado, en buena lógica, debería prohibirlos también. Si no lo hace, ello responde, claro está, a motivos de estricta rentabilidad: la ciencia, en sus aplicaciones concretas, puede ser movilizada a su servicio; la literatura en cambio no lo es ni lo será jamás. Los principios de utilidad o función politicosocial del arte acaban fatalmente con éste.

Entre tocias las doctrinas literarias y artísticas formuladas en los dos últimos siglos, la del realismo socialista se distingue en verdad por un rasgo verdaderamente excepcional: no haber producido una sola obra de valor en el terreno de la novela, poesía, música ni pintura. Cuando los colaboradores de Tvardovski me preguntaron mis preferencias respecto a la moderna literatura rusa, la lista de autores que mencioné —Blok, Essenin, Babel, Ajmátova, Mandelstam— les hizo sonreír: todos ellos habían compuesto su obra al margen y a contrapelo de la doctrina oficial y algunos habían pagado con la vida su atrevimiento. La magnitud del castigo y riesgo inmanente a todo acto de desafío explican el hecho de que en la URSS tanto los escritores como los lectores tomen la literatura totalmente en serio. Si realizar una obra diferente de la propugnada por el credo estatal conduce a su autor a la muerte civil y el ostracismo; si el común de los libros impresos son simple morralla, híbrido de conformismo y propaganda, dicha situación aclara la avidez de una minoría despierta y activa por los títulos difíciles de conseguir incluso en el mercado negro y que, si son editados, desaparecen inmediatamente de los estantes de las librerías. Hacer cola al raso una noche entera para comprar un volumen de poesía, como ocurrió meses antes de mi viaje a la URSS al ser autorizada una pequeña selección de poemas de Ajmátova, es un indicativo del alto valor otorgado a la creación literaria por un público hambriento de ella y, a la inversa, del justificado temor de los censores a unas manifestaciones de fervor producto de su política ciega y absurda. La diferencia de status del creador en el orbe soviético y los países occidentales, documenta el respeto y admiración religiosos con que los lectores rodean la figura del escritor cuya trayectoria se aparta de los cánones establecidos y aúna la exigencia literaria y artística con un insobornable rigor moral. La busca de nuevas formas de expresión, la exploración de territorios lingüísticos vírgenes pueden ser tildadas de juego en Occidente; en la URSS, a causa de la sanción exterior en que incurren, asumen a ojos de los lectores una insólita, consensual gravedad.

En el intervalo de mi llegada y la fecha de vuelo de Monique, frecuenté igualmente a los amigos de Agustín Manso y al núcleo de españoles cuyas señas me había procurado Claudín. Algunos eran miembros del Partido y se hallaban más o menos integrados en los rígidos, compartimentados estratos de la jerarquía soviética; otros, como el director teatral Ángel Gutiérrez, tropezaban con serios obstáculos profesionales o vivían enteramente fuera de aquélla, como Dionisio García. Este último, recién divorciado entonces de una gitana, había convivido largo tiempo con los monjes de Zagorsk, se ocupaba en la restauración de iconos y profesaba una viva afición a la literatura y filosofía, aunque sus conocimientos en ésta fueran reducidísimos: su ignorancia de otras lenguas con excepción del castellano y ruso y la dificultad en proveerse de libros sobre el tema en ambos idiomas circunscribían el ámbito de sus lecturas a una lista de autores breve y heteróclita. Recuerdo su curiosidad e interés por la obra de Kierkegaard, Bergson y Berdaiev, cuyas doctrinas conocía sólo de oídas, y su desconfianza y desdén radicales tocante a la política. Gracias a él, pude entrever algunos aspectos de la realidad soviética distintos y aun contrapuestos a los exhibidos en circuitos oficiales: el piso que compartía con varias familias o vecinos y del que solamente ocupaba una modesta habitación llena de libros; la existencia de grupos antisemitas, en los que, en su condición de español —del país de la Santa Inquisición y los Reyes Católicos—, fue recibido un día en medio de parabienes y halagos. Aunque sentimentalmente afines a lo ruso —cultura, costumbres, paisaje—, mis nuevos conocidos daban muestras de una independencia de ideas realmente estimable. Su visión de la URSS era ecuánime y matizada: hablaban de ella con cariño, pero no disimulaban sus defectos. Mis derechos de autor, cobrados en rublos no convertibles y que debía por consiguiente gastar in situ, me permitían el lujo de invitarles a los restaurantes más caros. Por primera y, probablemente, única vez en la vida, disponía de medios suficientes para obsequiar a mesa y mantel a una banda de amigos y, aguardando el día en que Monique y Carole debían reunirse conmigo, saboreaba fugazmente el placer de conducirme como un millonario.

Junto a su hija, vestida con un ligero impermeable blanco, había aparecido al fin por el pasillo de llegada de viajeros después de cumplir con las formalidades de policía. Mis acompañantes no sospechaban la profunda emoción del reencuentro ni el cambio que mi carta había introducido en nuestra vida. Su sonrisa cálida, los gestos y ademanes de ternura disfrazaban en verdad su soledad e incertidumbre ante el enigma que yo le planteaba. En una tarde lluviosa, pero embebida de luminosidad pasamos a dejar las maletas en el Sovietskaya antes de dar una vuelta por la plaza Roja y las murallas del Kremlin. Irina y sus colegas de la Unión de Escritores se habían afanado en allanar con delicadeza todos los problemas de forma que nuestra estancia resultara cómoda. El programa del viaje, establecido conforme a mis deseos, encantó a Monique. La novedad del cuadro —amigos, decorado, ritmo de vida— facilitaba una cauta adaptación recíproca. Sin la excitación de explorar aquel mundo extremo, vasto y ajeno, las cosas habrían sido distintas para los dos y, probablemente, más arduas.

Mi breve carnet de notas de la URSS, elaborado a partir de la agenda de Monique, no se propone sino restituir, con las indispensables reflexiones posteriores, la frescura de mis impresiones de entonces. Su deliberada superficialidad y el partí pris de humor y desenvoltura podrían indisponer por igual a defensores y adversarios del sistema soviético, pero reflejan la visión de un observador que, como yo, se esforzaba en desprenderse de las telarañas de la ideología. El hecho de examinar el «socialismo real» con la simpleza de un párvulo no era así fruto de una decisión caprichosa o un enfoque arbitrario; se integraba en el conjunto de circunstancias que envolvían mi ruptura con el pasado y el deseo de hacer tabla rasa de cuanto me asfixiaba para forjarme a contrapelo de todos —amigos, enemigos, seres próximos— una nueva identidad e imponer desde ella, en lucha conmigo mismo, un rumbo diferente a mi vida.

1

A la entrada del hotel Sovietskaya, Monique tropieza con una amiga a la que había frecuentado años antes por razones profesionales. Acaba también de llegar a Moscú, no conoce a nadie en la ciudad y pregunta si nos molestaría llevarla a cenar con nosotros. Monique le dice que no y convenimos en que iré a recogerla después a su habitación. Ésta se halla en un piso diferente de la nuestra y, a la hora fijada, tomo la escalera, paso junto a una mujer corpulenta que impasiblemente sentada ante una mesilla cuida de las llaves de los dormitorios, me interno en el corredor y golpeo con los nudillos en el número de la habitación que me ha indicado. Pero, por una razón que ignoro, mi ademán desencadena una reacción furibunda en la guardiana: se incorpora gritando, corre hacia mi, agita amenazadoramente los brazos. En el instante en que la amiga de Monique abre la puerta, el cuadro que contempla la llena de pasmo: la matrona repite niet, niet y, no contenta con ello, me tira de súbito de la manga.

—¿Qué ocurre? ¿Se ha vuelto loca?

Le digo que no lo sé; pero el mensaje parece claro: he cometido sin saberlo una infracción gravísima. La situación es insólita y no podemos evitar la risa. Para soslayar una prueba de fuerza de la que a todas luces seríamos perdedores acordamos reunimos en el vestíbulo. Cuando refiero el incidente a Monique y mis amigos, la hilaridad es general. Algo confuso, Agustín me dice que el reglamento de algunos hoteles impide los intercambios de visitas entre huéspedes de diferente sexo a fin de prevenir actos inmorales.

La Acción Católica española que conocí en mis años de bachillerato se sentiría sin duda orgullosa de ver florecer inopinadamente las semillas de su apostolado en las remotas orillas del Moscova!

2

La comida de los restaurantes suele ser excelente, pero el personal desconoce la noción de tiempo y permanece a menudo absorto en reflexiones misteriosas, sin prestar la menor atención a las llamadas y señas inútiles del cliente. Entre el momento en que éste se sienta a la mesa y el que le presentan la carta puede transcurrir un lapso increíble sin que, al menos en apariencia, ninguna ocupación o servicio lo justifiquen.

Mis predilecciones van al «Uzbekistán» y «Tibilisi»; allí, los camareros son más despiertos y encajan sin pestañear las propinas. Con todo, los escritores prefieren reunirse en los locales reservados al gremio, en donde las estrellas como Evtushenko tienen derecho a mesa y pueden acoger teatralmente la llegada del visitante ilustre arrojando al suelo su copa de champaña (el «visitante ilustre» que redacta estas líneas será sometido a tal ordalía en el curso de un segundo viaje y tratará vanamente de encontrar un agujero o rincón en el que sustraerse a la aparatosa gesticulación del bardo).

Mis anfitriones celebran el reencuentro familiar con brindis de vodka y vino blanco y, a la hora de levantarnos y abandonar los salones del Café de los Artistas, Monique y yo nos sentimos alegres, pero levemente achispados.

Menos afortunado que la clientela de los restaurantes, el pueblo llano se emborracha de pie y solitario. Durante nuestro primer recorrido moscovita, mis amigos nos muestran una cola de hombres silenciosos, con ese vago aire de tristeza y desaliño de los asiduos del Salvation Army, a la entrada de una tienda de bebidas. Como podré advertir en otras ocasiones, la botella de vodka se paga con frecuencia a escote entre dos o tres personas y es consumida por éstas en la calle, a morro limpio, sin cruzar una sola palabra. La comunión que procura el alcohol es sustituida con un ritual cuya insularidad me causa desconcierto: los bebedores preservan su anonimato y, tras la breve conjunción del trago, se alejan cada uno por su lado con paso tambaleante y mirada ciega. El precio del vodka es relativamente asequible al bolsillo del ciudadano medio y, según me cuentan, el sistema vela por que su suministro no se interrumpa jamás.

3

Vidas Silunas nos ofrece un sightseeing-tour de Moscú con paradas en el Kremlin, plaza Roja, mausoleo de Lenin, calle Gorki, monumento a Puschkin. Por indicación de Dionisio, nos detenemos a visitar el metro, construido en la época de Stalin. Nuestro guía nos lleva a una estación imponente, fría y conminatoria, con lámparas de cristal en el techo y cuya escalera mecánica desciende a unos andenes adornados con estatuas de héroes de la Revolución; éstas han sido forjadas en bronce, en un tamaño algo superior al real y representan soldados, marinos, comisarios, milicianos en actitudes bizarras, aguerridas, marchosas. Los uniformes, correaje, botas son reproducidos con esmerada minuciosidad y uno de los bravos esgrime incluso, con titánica e inspirada furia, un verdadero revólver. Decidimos dar una vuelta y nos introducimos con Vidas en uno de los convoyes. Los vagones parecen más espaciosos, cómodos y aseados que los del metro de París y los usuarios, escasos por la hora, entran y salen de ellos con holgura, graves, pacientes, disciplinados. Nos sentamos en hilera, curiosos y objeto de la curiosidad de los instalados frente a nosotros: mujeres con pañuelos, de aspecto pueblerino; hombres de media edad, rostro sanguíneo, tocados casi siempre con un sombrero o gorro. La mirada fija, aviesa, de una de las primeras en dirección a Monique atrae súbitamente mi atención; cuando me dispongo a comentarlo con ella, la mujer se incorpora y, sin decir palabra, le baja de un tirón el borde de la falda hasta cubrirle enteramente las rodillas. Su ademán nos deja boquiabiertos y Vidas Silunas se apresura a tranquilizarnos: las campesinas, dice, no están acostumbradas al modo de vestir de las extranjeras; cualquier anomalía, por inocente que sea, choca con su exagerada noción del recato.

En días sucesivos tendremos ocasión de verificar esa mezcla de dureza, cordialidad y modales bruscos tan extendida en el pueblo ruso: el chófer del vehículo que nos conducirá a Suszdal manifestará gran interés y simpatía por nosotros, nos ametrallará a preguntas a través del intérprete, reirá como un niño de nuestra franqueza y se volverá continuamente a mirarnos hasta hacernos temer que descuide el volante y se estrelle contra un árbol; en los grandes almacenes Gum, adonde Monique irá con su hija a comprar chucherías, las clientas, me dice, empujan y se abren paso a codazos con increíble brutalidad; más tarde, en Crimea, el día en que vaya al lavabo de una farmacia o tienda, una empleada se colará al mismo tiempo que ella y aprovechará la circunstancia para examinar su ropa interior sin empacho y hacer preguntas o comentarios sobre el origen o calidad de sus sostenes.

4

Viaje a Vladimir: la ciudad acaba de ser abierta a los extranjeros y mis amigos españoles me aconsejan vivamente una visita. Nos trasladamos en tren, con Vidas Silunas y recorremos durante dos o tres horas un paisaje de robles, abedules, abetos. Al entrar en la estación, un pequeño grupo de hombres y mujeres aguarda vistosamente en el andén con unos ramos de flores. Mis temores de ser la víctima de tan gloriosa acogida se confirman al punto: prevenidos desde Moscú, los responsables locales de la Unión de Escritores han acudido a saludarnos en bloque. Monique, Carole y yo recibimos, entre sonrisas e inclinaciones, nuestro correspondiente ramillete. El mío se lo confío a Vidas y le pregunto si no me habrán confundido con Aragón o Alberti.

Trayecto al hotel en donde nos aguarda un banquete. Durante más de una hora permaneceremos sentados en un pequeño salón con nuestros anfitriones. El vodka habitual sufre una inexplicable demora y todos callan ceremoniosamente, con una compostura premiosa y rígida. Para aliviar la pesadez del ambiente, me veo obligado a hacer preguntas: ¿Desde cuándo existe la delegación provincial de la Unión? ¿Cuántos miembros o afiliados tiene? ¿Qué géneros literarios cultivan? ¿Cómo se desenvuelve la vida artística? ¿Cuáles son sus actividades principales? Las respuestas son minuciosas, mecánicas, aburridas y al interrumpirse la traducción y arreciar el silencio empujan de nuevo a la inanidad, la extravagancia gratuita: ¿En qué fecha inauguraron la biblioteca? ¿De cuántos volúmenes consta? ¿Qué clase de obras gozan de la preferencia del público? Las cifras revolotean inútiles, irreales, absurdas y cuando me dispongo a averiguar el número de revistas culturales —o filatélicas o bursátiles— a las que se han abonado, la noticia de que la mesa está lista interrumpe felizmente la pesadilla. La especialidad gastronómica siberiana anunciada por el presidente resulta ser una variedad de raviolis. Pero el vodka aparece al fin y, con la boca llena, nadie se ve en la obligación de prolongar el incongruente diálogo.

Después de despedirnos de aquel grupo mortal de escritores, salimos a la calle. Es un domingo o día festivo y las aceras se hallan atestadas de gente: un público ensimismado, sombrío, inerte, que me trae a la memoria el descrito gráficamente por Jovellanos, en sus sobrecogedoras, inolvidables páginas sobre el aire de agobio, tristeza y desolación de los pueblos castellanos. El que se cruza con nosotros parece más bien un tropel de soldados súbitamente abandonado por sus jefes. Los viandantes vagabundean a lo largo de la avenida principal y se aglomeran en torno a unos paneles gigantes en los que figuran el nombre y fotografía de los obreros más meritorios del mes. La contemplación de este cuadro tiene las trazas de ser el único entretenimiento de la ciudad y atrae sin cesar a nuevos grupos de mirones. Nadie ríe, bromea o se expresa en voz alta: el silencio es de rigor. De vez en cuando, la música de un transistor rompe de modo efímero la densidad casi física de aquel híbrido de alienación, torpor y monotonía.

Las iglesias son espléndidas y, como celebran los servicios del culto, están llenas de fieles. Los cánticos de los popes, olor a incienso, ritual solemne de los oficios crean un extraño contrapunto a la grisura y uniformidad exterior. La asistencia masiva a los templos no refleja necesariamente con todo el sentimiento religioso de la población: según puedo comprobar, Vladimir carece de cafés, cines y otros lugares de recreo. En tales circunstancias, cualquier novedad atrae forzosamente la mirada del pueblo y, como nuestra indumentaria y aspecto, es objeto de curiosidad y distracción.

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Seguimos rastreando iglesias y monasterios de la región. Su arquitectura es noble y majestuosa, pero esbelta, ligera de líneas. El oro de las cúpulas bizantinas resalta purísimo en un cielo condescendientemente azul.

En Suszdal avistamos de lejos una batalla campal protagonizada por centenares de caballeros. El anacronismo no sorprende en exceso; no obstante, nos detenemos a indagar. Al apearnos del vehículo en el que viajamos, Vidas se aboca con un grupo de técnicos y chóferes que participan en el rodaje de la película. Según nos informa en seguida se trata del ya famoso filme de Tarkovski sobre la vida de Andrei Rublev. Los preparativos de la escena, con grandes movimientos de masas y despliegue de ejércitos, se integran armoniosamente en un paisaje que parece haber cambiado muy poco desde los tiempos del célebre pintor de iconos.

Estas calas fugaces en la “Rusia profunda' revelan sin embargo el turbador atraso del campo: la persistencia de unas condiciones y modos de vida profusamente descritos en la literatura desde los tiempos de Gogol, Turgueniev y Tolstoi. Las pequeñas isbas, con sus estufas, dobles ventanas, plantas de interior se ajustarían sin problema a los decorados del filme de Tarkovski y probablemente siguen siendo las mismas de siglos atrás, después de casi cincuenta años de Revolución. Cuando vaya a Uzbekistán y el Cáucaso, esta apatía e inmovilismo, casi enmohecimiento de los campesinos a sólo dos horas de automóvil de la capital me resultarán todavía más intrigantes. Sería no sólo injusto sino además erróneo achacar las culpas de todo al régimen soviético: bajo éste, el nivel de vida de georgianos y uzbecos ha mejorado espectacularmente y se sitúa muy por encima del de sus antiguos señores y ocupantes. Más que colonizador, el campesino ruso da la impresión de vegetar pobre y colonizado. Las características peculiares de su historia aclararían tal vez tan llamativo contraste y el apego tenaz de numerosas capas de la población de la república socialista mayoritaria —tanto rurales como urbanizadas— a las normas y usos tradicionales.

Tendencia a otorgar al paisaje un valor-refugio: todos mis conocidos, españoles y autóctonos, hablan con beatitud y arrobo de los bosques de alerces, robles, abedules, a los que escapan cuando pueden y en los que parece alquitararse la quintaesencia de su identificación a lo ruso. La evocación de abetos, nieve, trineos, les llena de emoción. La disparidad entre mis gustos y los suyos es tan abrupta como extrema: cuando les digo que soy un animal urbano, idóneo para caminar docenas de kilómetros por las calles de la ciudad que me estimula, pero incapaz de dar unos pasos en un cuadro cuyo sosiego me fastidia se muestran sorprendidos e incrédulos. La quietud y silencio del campo, ¿no favorecen acaso el trabajo e inspiración? Sin el menor afán de paradoja, Ies respondo que aquéllos se asocian, en mi caso, al tráfago y animación de la ciudad: mientras el zumbido y furia de ésta apenas me molestan, el leve susurro de unas hojas o el trino de un pájaro me distraen e impiden concentrarme. ¿No me atrae entonces ningún tipo de paisaje? El del desierto, les contesto; la abundancia de vegetación me abruma y sólo aprecio lo verde cuando es parvo y escueto, en contraposición al esplendor mineral, producto de un arduo, laborioso esfuerzo. Unas higueras, olivos o almendros en un paraje seco, el culebreo tenaz de unas adelfas a lo largo del lecho de una rambla me conmueven mucho más que un parque natural siberiano de sesenta mil millas cuadradas. La insensibilidad recíproca a nuestras respectivas querencias nos hará finalmente reír. Dionisio me dice —aludiendo a su lectura reciente de Campos de Níjar— que me he convertido en un incorregible ejemplar de almeriense.

6

Viaje a Leningrado: paseamos a pie, incansablemente, por los alrededores del hermoso Palacio de Invierno, los vetustos, absortos barrios aristocráticos, los puentes y orillas del Neva, el muelle en el que permanece atracado el «Aurora», junto a la sombría, intimidatoria fortaleza de Pedro y Pablo.

Disfrutamos de la dulce suspensión temporal, ingravidez sutil, impregnadora luminosidad de las noches blancas en compañía de dos intelectuales de la ciudad, ambos ex voluntarios de las Brigadas Internacionales: el doctor Pritkere, profesor de español en la universidad, especialista en Larra, y Ruth Zernova, una traductora judía que domina igualmente bien castellano y francés y cuya madre —a la que visitaremos brevemente en su minúsculo pero céntrico apartamento— resulta ser una vieja bolchevique divorciada de Karl Radek antes de que éste cayese en una de las purgas y fuera fusilado por Stalin. Tanto Ruth como el profesor manifiestan una espontaneidad y calor insólitos en un mundillo intelectual coriáceo, lleno de escamas y experimentamos en seguida una corriente de simpatía recíproca. Cuando les interrogamos sobre el período del terror, la guerra de España, el asedio y resistencia a los nacis sus respuestas son directas y francas. Con ellos visitaremos la casa museo de Puschkin; bordearemos los jardines de la mansión de Yusopov, el ejecutor de Rasputín; seguiremos el itinerario de Raskolnikov, minuciosamente trazado por Dostoievski. La antigua Petersburgo, bella y crepuscular como lo es a veces Venecia, vela en una atmósfera ligera, mortecina, irreal; nuestra presencia parece onírica y falsa. Tenue, exangüe, cansino, el sol se oculta al fin a medianoche tras un escenario de palacios dormidos y plazas desiertas. Desde la ventana del hotel, lo veremos reaparecer aún, entre amarilleces y brumas, a las tres y media de la mañana.

7

Como sabemos desde París, Sartre y Simone de Beauvoir se encuentran también en Leningrado acompañados de Lénina Zónina, una mujer atractiva y joven con la que el primero mantendrá durante años una discreta relación afectiva. Monique, Carole y yo vamos a visitarles al hotel Asteria y cenamos con el Castor y Lénina en un restaurante caucasiano. Sartre tiene un compromiso pero el día siguiente almuerza con nosotros y nos refiere anécdotas muy sabrosas sobre la fobia antichina: en una de las reuniones del Consejo Mundial de la Paz, a cuya presidencia o consejo asesor pertenece, uno de los anfitriones soviéticos, al parecer algo achispado, le ha susurrado jocosamente al oído que, si bien aquélla es muy deseable sin duda, una pequeña bomba de hidrógeno sobre Pekín, junto a la residencia de Mao, tampoco sería del todo inadecuada. Esta sañuda animosidad —tan acertadamente prevista por mi padre— no se limita a la consabida retórica antimperialista de los círculos oficiales: abarca, al contrario, como podremos verificar a lo largo del viaje, la generalidad de la población. El número de chistes, bromas e historietas antichinas que oímos es inacabables: mientras el soviético medio muestra por los americanos una mezcla de envidia, admiración e indulgencia, los camaradas del este no le merecen sino desprecio, sarcasmo y aversión. Cuando una heroína del mundo de Guermantes decía suspirando la Chine m’inquiéte en uno de sus salones mundanos no podía sospechar que, medio siglo después, sus opiniones serían compartidas por un inmenso país cuya doctrina oficial sería nada menos que el llamado internacionalismo proletario.

A la hora de los postres recibimos una visita inesperada. Luis Miguel Dominguín recorre la URSS en viaje de negocios y, enterado por terceros de que estamos allí, acude brevemente a saludarnos. Yo conozco a su hermano Domingo y su cuñado y rival Antonio Ordóñez: en la ocasión en que fui a Nimes con Monique, durante la temporada en que frecuentamos a Hemingway, me llevaron a España con ellos sin que la policía de fronteras, en su calurosa recepción al torero, se molestara en averiguar quién iba en el automóvil ni me sellase siquiera el pasaporte. En el trayecto a Barcelona, quizá para ahuyentar el sueño, Domingo y Ordóñez habían sostenido una divertida discusión política. El primero, apoderado entonces de su cuñado, insistía en convertirle a sus ideas comunistas, pero el torero no se dejaba convencer y contratacaba con argumentos ad hominem: si tanto presumía de rojo, ¿por qué le cobraba un diez por ciento de comisión?; ¿aquélla no era acaso una forma de explotación burguesa? ¡Pues claro que lo era!, contestaba Domingo. La única regla moral del capitalista consistía precisamente en apropiarse de la plusvalía de los demás. Cuanto más explotador fuera, más contribuiría a disipar las ilusiones reformistas y fomentar objetivamente una conciencia revolucionaria. La colaboración interclasista, las componendas de la socialdemocracia incurrían en los vicios revisionistas condenados severamente por Lenin. Ordóñez, sin dar su brazo a torcer, concluía entre risas: ¡Qué comunista ni leches! Lo que eres es pancista. La actitud de Domingo —que veré reflejada después en la conducta y lenguaje de algunos magnates latinoamericanos cuando abrían puntualmente sus paraguas de lujo, al enterarse de que llovía en Moscú, bajo el firmamento luminoso de México o de Caracas— es un producto característico del maniqueísmo y confusión de estos años y expresa muy bien las contradicciones y carencias de nuestro espacio político y cultural. Apenas se va Dominguín, le cuento la anécdota a Sartre y ríe de buena gana. Como Monique me recuerda después, tanto él como sus amigos mantienen una postura de reserva frente a la corrida, cuando no, como en el caso de su compañera, de discreta reprobación moral. Por fortuna, ninguno de los dos aborda el tema y, al despedirnos de ellos, quedamos en vernos de nuevo en Moscú, a nuestro regreso de Crimea y Uzbekistán.

8

Luis Miguel nos ha invitado a cenar y vamos con Vidas y Ruth Zernova al hotel Europa, en donde tiene reservado un saloncito. El torero viaja con un pequeño séquito de españoles en el que figura Lucía Bosé, elegantemente vestida de rojo, más bella aún que en sus primeras películas. A pesar del vodka y champaña del Cáucaso la conversación languidece pero Estela, una intérprete soviética, traductora de nuestros poetas sociales, se encargará, involuntariamente, de animarla. Con esa carga de buenos sentimientos que exhiben a veces los personajes cómicos de Chejov, pregunta al torero si el pueblo español sufre mucho bajo las cadenas de un régimen opresivo como el de Franco. ¿Sufrir?, dice Luis Miguel. ¿Por qué diablos ha de sufrir? ¡Está la mar de contento! ¿Contento?, exclama Estela. Sí, contento, los españoles adoran a Franco y yo también. Pero Franco ha matado a mucha gente, es muy cruel e injusto… Todos los gobiernos matan alguna gente y son crueles e injustos: si el pueblo les obedece, ¿qué más da? Yo creía que las masas en España… Mire, señorita: las masas siguen a quien les manda y tienen razón; ¿quién manda aquí, en Rusia? ¿el partido comunista? Estela dice que sí pero se embarulla y aclara: bueno, el Soviet Supremo. Pues si fuera ruso, yo me arrimaría al Soviet Supremo, pero como soy español y en mi país manda Franco estoy con el franquismo. Pero eso es terrible, murmura, desolada Estela; su modo de ver las cosas es egoísta, es cínico… Exactamente, aprueba él, ésta es la palabra apropiada: cínico, sí, señor, cínico.

El diálogo nos pone de buen humor: el aplomo burlón de Dominguín, la consternación de Estela regocijan a una buena parte de los comensales, sobre todo a los obligados a encajar la fúnebre seriedad de los discursos oficiales y su habitual referencia fiambre a los valores humanistas. La risa desempeña un papel liberador y allí donde reina la ortodoxia asfixiante de una doctrina política o religiosa —como me enseñará años más tarde Bajtín a propósito del mundo de Rabelais—, las verdades del bufón serán un soplo vivificador, la válvula de escape gracias a los cuales resultará más llevadera la vida.

9

La estancia en Leningrado —las caminatas por las calles de una ciudad belladurmiente y sonámbula, en una atmósfera serena, de luminosidad difusa— nos parece cortísima. El Petersburgo o Petrogrado admirablemente descrito en la literatura, sobrevive espectral en esas noches blancas embebidas de memoria y nostalgia. El desolado esplendor urbano, la indecisa claridad nocturna sumergen de golpe al viandante en el ámbito de la novela rusa. Decidimos releer a Puschkin, Dostoievski, Tolstoi. Biely es para mí entonces poco más que un nombre: el escritor decadente fustigado por Trotski. Pero mis esfuerzos por ver a Ajmátova no darán fruto: según me cuentan, se recupera de una larga dolencia y ha ido a descansar unas semanas lejos de la ciudad.

En el aeropuerto, después de facturar el equipaje, tomamos unas copas con Vidas, aguardando la salida del avión. Enzarzados en una discusión sobre la sexualidad de ¡os soviéticos, no advertimos el paso del tiempo y un aviso del altavoz, para reclamar nuestra presencia inmediata en la pista, sobresalta a nuestro guía. Corremos tras él al pie de la escalerilla en donde se aglomeran una docena de personas, congregadas allí con el propósito de ocupar a última hora los asientos vacíos. Nuestra llegada intempestiva frustra el intento y hay un coro de voces sordas, de expresiones de malhumor. Para abrirnos paso entre los que no se dan por vencidos y acechan en vano un milagro, una pareja de milicianos los empuja con innecesaria brutalidad: algunos pierden el equilibrio y caen de bruces al suelo. Sorprendentemente, la intervención expeditiva del servicio de orden no provoca reacción alguna. Los defraudados viajeros retroceden y nos escurrimos entre ellos y nuestros protectores cabizbajos y avergonzados. La escena no chocaría tal vez en Calcuta o Bombay pero, dado el contexto en el que se produce, nos ocasiona a mí y a Monique un indefinible y tenaz malestar.

10

Pasamos un día en Moscú, de paso para Taschkent. Agustín, Ángel, Dionisio vienen a visitarnos al hotel y Monique proseguirá con ellos su encuesta sobre los jóvenes soviéticos. ¿Cómo se desenvuelve la vida de las parejas? ¿Cuáles son sus criterios morales? La pudibundez reinante en la prensa, televisión, libros y películas, ¿es una reliquia de la vieja tradición campesina o embebe también las costumbres, los códigos sociales?

Aunque la censura elimine toda referencia o alusión al acto sexual, dicen mis amigos, la actitud de los muchachos y muchachas es bastante laxa. Según ellos, el mayor obstáculo a las relaciones íntimas radica en la penuria y hacinamiento de las viviendas, la falta de espacio. En verano, la gente va a follar a los bosques pero, en invierno, únicamente el feliz poseedor de una habitación individual puede permitirse el lujo de disfrutar a solas con su pareja; los demás, deben contentarse con pedir prestadas de vez en cuando las llaves del cuarto a sus colegas más afortunados. Los que disponen de influencia o de medios emplean también los camarotes de los barcos que navegan por el Volga o lo:' coches camas del tren para Leningrado. En cuanto a la homosexualidad —sobre la que Monique, juguetonamente ha insistido—, su respuesta no puede ser más decepcionante: todos han oído hablar de ella como de algo extravagante y remoto, pero afirman no conocer personalmente a ningún «pervertido».

Fuera de estos intercambios de opiniones con mis amigos españoles y personalidades excepcionales como Ruth Zernova, la conversación con los intelectuales soviéticos accesibles a los extranjeros deviene muy pronto ritual y penosa. Obligados a callar lo esencial —su dependencia absoluta del sistema que los aloja, viste, alimenta, procura trabajo y, en caso de buena conducta, les concede el privilegio de la dacha, automóvil y permiso de viajar—, su diálogo con los occidentales es un continuo ejercicio de reservas, escamoteo y trivialidad. Sabiendo que sólo pueden decir lo que deben decir, se esfuerzan en compensar su desertización personal con una serie de manifestaciones exuberantes de vitalidad o planteamientos políticos humanitarios, vagos y generales: su propensión a reír de un modo brusco y fuerte, con un tono estridente ligeramente superior a lo normal; el recurso a los clichés retóricos y sentimentalismo fácil; el prurito de contar chistes anodinos sobre el régimen, como prueba de su independencia ilusoria; la necesidad de ahogar rápidamente en alcohol cualquier conato de comunicación potencialmente peligrosa, traducen la existencia de una autocensura o represión interior que transmite a sus gestos y movimientos más nimios un aire de rigidez forzada. El conocimiento o trato con uno de ellos permite captar el síndrome en los demás. Como podré comprobar años después, estos signos acompañan incluso a quienes han tenido el arrojo de romper con el sistema y, aun en el exilio, muestran las huellas y cicatrices de su traumático aprendizaje y cultivo de la cautela y restricción mental.

11

Primeras impresiones al apearse del avión: ajetreo, dulzura, sensualidad, inmediatez de las relaciones humanas; mayor variedad de rostros, indumentarias, colores; brusco ascenso de la temperatura; vivificante estereofonía de voces.

El cetáceo, imponente automóvil de la Unión de Escritores avanza en tromba por una carretera polvorienta, se cruza y deja atrás una abigarrada sucesión de vehículos de toda laya. El chófer uzbeco, tocado con una especie de birrete, parece conducir alegremente, conforme al ritmo musical de la radio: una melopea intensa, cálida, desgarrada similar a la turca, pero que entonces escucho por primera vez. Lleva el volante y parabrisas adornado con rosarios, fotos, talismanes, como sus colegas árabes. A veces saluda o grita una frase a un amigo a través de la ventanilla y ríe a solas, no sé si de la casualidad del encuentro o el gracejo de sus propias palabras. En el trayecto, divisamos cuadros y escenas familiares, cafés al aire libre sombreados con parrales, clientes tumbados perezosamente en esteras. Algunos permanecen en cuclillas, absortos ante una bandeja de té o un tablero de damas. El ocio es una forma de vida. Me siento, estoy, soy parte integrante del paisaje.

Taschkent tiene el aspecto de una ciudad moderna, de arquitectura funcional y desangelada; pero el contraste del temperamento y carácter de sus habitantes con los de sus camaradas rusos no puede ser más extremo. El aura de tristeza y enajenación que envuelve a las masas peatonales de Moscú o Vladimir se disipa aquí por la acción combinada del islam y del sol. El nivel económico de la población es a todas luces correcto. Si el etnocentrismo ruso subsiste, como podré verificar más tarde, Uzbekistán no conoce en cambio el régimen expoliador de tropelía y rapiña de los ex protectorados y colonias occidentales. La pobreza ha sido eficazmente barrida: la gente viste mejor que en Moscú y, sobre todo, con mayor variedad y fantasía. Ningún mendigo importuna a los visitantes como en otros países musulmanes. La indolencia no es fruto de la miseria sino de un cierto desahogo y holgura. Ejemplo casi único entre los pueblos sujetos a una capitis diminutio, los uzbecos pueden enorgullecerse de unas condiciones materiales muy superiores a las de su lejana pero omnipotente metrópoli.

Esta cala en una nación de cultura islámica, anexionada a la fuerza por los zares e inserta después, contra su voluntad, en el conglomerado plurirracial de la URSS, me permitirá distinguir a la vuelta a Moscú, lo propiamente soviético de lo ruso y no reincidir en el error que cometí años atrás en La Habana, cuando atribuía equivocadamente a la Revolución unos rasgos y elementos de alegría, espontaneidad y relajo inherentes en realidad al pueblo cubano. El agobio, melancolía, silencio que sobrecogen al forastero en Tula o Vladimir no son achacables tan sólo, como pudiera creerse a primera vista, al hermetismo e inmovilidad del régimen sino también el resultado de una tradición y experiencia viejas de siglos: obra tanto de Iván, Pedro y Catalina como de Lenin y Stalin. Cuando después de un convite al aire libre, paseamos con Vidas y Valeri, el guía uzbeco, entre los jardines, cenadores, prados y estanques de un parque municipal lleno de familias, parejas, bañistas, jugadores de ajedrez o de damas, una difusa sensación de bienestar impregna la atmósfera y acaba por embebernos de una suave y liviana felicidad.

El calor es extremadamente seco y saludable: el tenaz reumatismo de Monique, consecuencia de sus baños invernales en Saint-Tropez, desaparecerá a las pocas horas de su estancia en Uzbekistán. De noche, la temperatura ahuyenta el sueño pero, luego de haberme duchado en vano una docena de veces, termino por cabecear como Marat en la bañera, mordisqueando las rajas de una sandía que providencialmente adquirimos en un mercado.

12

El tacto y diligencia de Vidas reducen nuestros contactos oficiales a un mínimo indispensable: no obstante, soy el primer escritor español, fuera de Alberti, que visita el país y no podemos evitar en torno a nosotros un sentimiento de natural y amistosa curiosidad. Los dirigentes de la Unión de Escritores me muestran con orgullo varios folletos de propaganda político-turística en castellano y quieren cerciorarse de visu de la fidelidad y escrúpulo de su versión. Cortésmente, examino las páginas de uno de ellos —La promoción de la mujer uzbeca con el socialismo— y debo hacer un esfuerzo por evitar la carcajada. Más que traidor, el genial traductor parece entusiasta de Ionesco y sus diálogos de La cantante calva. Su afanosa labor de hormiga —ensartar una tras otra, como cuentas, palabras desconocidas extraídas del diccionario— ha creado una prosa amazacotada y anfibia —sujeta a los tirones y descoyuntamientos de un feroz potro de tortura— pero dotada de una increíble comicidad. Refiriéndose a la costumbre tradicional musulmana del velo, abolida por los soviéticos, ha redactado una frase inspirada, en las fronteras de lo sublime: «Ellas andaban interceptadas por tupidos velamentos». Cuando lea en Tres tristes tigres el divertidísimo capítulo cervantino dedicado a la traducción me acordaré de aquel anónimo pero gallardo émulo de Riné Leal y su inefable adaptación del cuento del bastón y Mr. Campbell…

El mismo lance se repetirá poco después en el comedor del hotel con un peripuesto cantor vernáculo ansioso también de comprobar conmigo la melodiosa perfección de su acento, no sé si brasileño o antillano. Como podré advertir durante el viaje, numerosos uzbecos están al corriente de la misión diplomática de Ruy González de Clavijo, mensajero de Enrique IV en la corte de Tamerlán: las palabras España, Castilla suenan así a sus oídos de un modo a la vez exótico y familiar. Con todo, días más tarde, un joven de aspecto campesino me dirigirá la palabra en el avión, luego de acomodarse a mi lado y examinarme indiscretamente. Su breve diálogo con Vidas, a quien llamaré para que me auxilie, será más o menos éste:

—¿De qué país es?

—De España.

—¿De dónde dices?

—De España.

—España, España… ¿En qué parte de la Unión Soviética queda?

13

La llegada a Samarcanda nos deslumbra: aunque gran parte de las mezquitas y medersas se hallen en ruina, el conjunto urbano es espléndido y confirma mis presentimientos de inmediatez, familiaridad, concordancia con la vieja civilización musulmana. Alminares espigados y esbeltos, cúpulas doradas, fachadas de mosaico gloriosamente azul se articulan con armonía ingrávida, la vida callejera es densa y ajetreada, la incitación al medineo, sutil. Recorremos a pie varios mercados protegidos del sol con toldos y sombrajos, entramos en una de las raras mezquitas destinadas al culto. Los fieles son escasos y, en su mayoría, de avanzada edad. Valeri, nuestro guía local, comenta que los jóvenes no suelen frecuentarlas. Su explicación —«por falta de tiempo»— no resulta del todo convincente y se verá corregida poco después por otro muchacho uzbeco que susurra en inglés a nuestro oído: los creyentes no tienen acceso a la universidad.

Vamos a visitar uno de los palacios de Tamerlán. El cicerone encargado de encajarnos sus profusos conocimientos históricos es una señora rusa de mediana edad, mustia e inexpresiva, tocada con un sombrero que tira a sombrilla y con el rostro cubierto de una espesa capa de polvos. A cada paso, se detiene a referir en pleno sol, con voz monótona y parda, anécdotas sin importancia sobre la vida y costumbres del emperador mongol, su afición a las letras y astronomía, el número de sus esposas y concubinas, sus frecuentes charlas de sobremesa en compañía de los astrólogos. El calor es inaguantable y busco en vano la sombra de un árbol en donde cobijarme. La dama sigue soltándonos su discurso, obviamente aprendido de carrerilla y se interrumpe de vez en cuando para permitir a Vidas una lenta y mortífera traducción. Un cursillo sobre los diferentes matices turquescos de los zellijes o azulejos dura varios minutos: en tiempos de Tamerlán había sólo once; ahora, gracias a los progresos de la industria soviética, hay cuarenta y tres. ¿O ciento veintitrés? Al borde del crimen, contemplo aquella especie de máscara medusea y blanca, cuyos labios exangües articulan sin cesar palabras inanes, vacuas, incomprensibles. ¿Acabará de una vez? Ella no parece advertir mis síntomas de impaciencia y se lanza aún a una historia prolija sobre la esposa preferida de Tamerlán, de la que recuerdo vagamente unos vocablos trasladados por Vidas: corza, tobillo, caída. Sin poderme contener, apunto con el dedo al rostro hierático, inexorable. Dile que cande el pico, le suelto al guía. Vidas obedece y su traducción, a todas luces, no se anda por las ramas: la rusa me mira estupefacta y, de pronto, un doble río de lágrimas surca sus acartonadas mejillas. Monique, consternada, se vuelve hacia mí con indignación: acabo de humillar a aquella pobre mujer que no hace más que cumplir con su deber, soy un odioso señorito español. Avergonzado de mí mismo, turbado por las lágrimas, doy marcha atrás y le suplico a través del guía que continúe su preciosa charla. La rusa se repone en seguida, limpia su rostro con un pañuelo y retoma la anécdota de la esposa, herida al juguetear con la corza, en el punto exacto en que la dejó. La solana es un auténtico abrasadero; hasta el aire parece encenderse y flamear. En un estado de casi delicuescencía, soporto como puedo el cursillo con la camisa liada a la cabeza. Cuando nos despedimos al fin del monstruo, todos nos sentimos agotados, nerviosos. De vuelta al hotel en donde nos espera el almuerzo, me remojaré largo tiempo la frente y las sienes para amortiguar tardíamente los efectos de la insolación.

14

A fin de evitar en Bujara lo ocurrido la víspera en Samarcanda, aconsejo a Vidas en el trayecto que comunique cortésmente a los delegados de Inturist en el aeropuerto nuestro deseo de prescindir de expertos en el arte e historias locales. Apenas el avión se ha posado en pista, un grupo de personas, agentes o guías, acuden a recibir a los pasajeros. Vidas intercambia algunas frases con uno de ellos —un europeo alto y apuesto, con aires de húsar u oficial de la guardia del Kaiser— que resultará ser —colmo de la mala suerte— el mismísimo cicerone. Visiblemente contrariado por el mensaje de nuestro intérprete, nos escolta en silencio hasta un minibús y, tras cruzar la ciudad con innecesaria prisa, nos deposita a la puerta del hotel con un sonriente y enigmático hasta la vista.

Empezará entonces una espera interminable: el minibús se ha volatilizado con el húsar y las gestiones de Vidas para localizarlo se revelan inútiles. La mañana entera transcurre entre llamadas telefónicas a Inturist y una fantasmal delegación de la Unión de Escritores. El bar y salón del hotel en donde aguardamos permanecen cerrados, no disponemos de habitación en la que acomodarnos y una temperatura próxima a los cincuenta grados descarta toda posibilidad de un paseo a pie por el exterior. Sin saber qué hacer —aprendices de brujo de una situación creada por nosotros—, acechamos con creciente desánimo el resultado de las febriles gestiones de Vidas: su pinta derrotada —perfiles, ángulos, gafas— de mensajero anunciador de Waterloos nos confirma a distancia la refinada, sibarita venganza del húsar. Náufragos de un sol obstinado y rijoso, varados sin remedio en un pasillo lóbrego, vemos desvanecerse como espejismos o trampantojos las ilusiones suscitadas por la visita. La deliciosa comida uzbeca que nos sirven al abrir el comedor —una sopa fría parecida al gazpacho, un arroz con carne denominado plof— no nos consuela de la encerrona. Inturist ha prometido mandar un vehículo después del almuerzo, pero cuando llega son casi las cinco y sólo contamos con una hora antes de volver al aeropuerto. Subimos al minibús con el chófer y una agente malencarada de Inturist. Al arrancar, le digo a Vidas que nos lleve rápidamente a unas cuantas mezquitas y monumentos, ya que nos pillan de paso. Nuestro amigo habla con la mujer y, por la viveza y brusquedad del diálogo, deduzco que ella se niega. Ha recibido la misión de acompañarnos al aeropuerto, dice, no de mostrarnos la ciudad. Harto, impaciente, le digo que hemos tomado el avión para ver Bujara, no para soportar su mala educación y su histeria. Contagiado de nuestra excitación, Vidas traduce directamente mis palabras y el efecto es fulminante: la mujer ordena al chófer que se pare y se apea gesticulando y gritando del minihús. Nosotros gritamos y gesticulamos también y, mientras el chófer arranca, dejándola plantada en la acera, celebramos esta victoria exquisita con una explosión de hilaridad general. El conductor uzbeco da señales de apreciar nuestro atrevimiento y nos transportará entre risas a media docena de mezquitas abandonadas o en ruina, cuya belleza cenicienta y marchita no se borrará nunca de mi memoria: una emoción pura e intensa, que reviviré años después en El Cairo, en el simétrico, desolado esplendor de Ibn Tulun.

El regreso a Taschkent será alegre: habituado a escoltar funcionarios grises o simpatizantes de buenas tragaderas, Vidas se divierte a ojos vistas y confiesa que nunca había sospechado hasta tratarnos de la existencia de escritores tan irreverentes e indisciplinados como nosotros. ¿Todos los franceses y españoles actúan así o constituimos una excepción? ¡Él había creído ingenuamente que acompañaba a una ejemplar familia progresista y descubría de golpe que éramos unos ácratas muy peligrosos!

Al acercarse la fecha de partida a Crimea, Valeri se muestra sombrío y melancólico. Durante nuestra estancia se ha prendado de la belleza de Carole que, a sus trece años, se encamina a la pubertad con una gracia turbadora: quiere pedirnos su mano, invitarnos a casa, presentarnos a su familia. Al despedirnos de él, deberemos consolarlo. Uzbekistán nos ha cautivado y volveremos otra vez a Bujara, le prometemos, sin las premuras ni contratiempos de aquella primera y accidentada visita.

15

El veintitrés de julio volamos a Crimea y aterrizamos en Sinferopol. Como es de noche, nos recogemos a dormir a un motel cercano al aeropuerto. El automóvil de Inturist vendrá a buscarnos temprano y viajaremos por carretera a Y alta, a través de un paisaje verde y lozano cuyos habitantes parecen esponjarse con la tibieza acariciante del sol.

Y alta ofrece todas las apariencias de una anticuada ciudad de la Riviera, con sus villas y palacetes edificados por aristócratas y burgueses antes del estallido de la Revolución. El vehículo serpentea, cuesta arriba, una carretera flanqueada de jardines y bosques. En vez de alojarnos en un hotel, vamos a la residencia veraniega de la Unión de Escritores, magníficamente situada en medio de un parque, en lo alto de una colina. Al llegar, una vez depositado el equipaje en las habitaciones, somos acogidos por dos varonas sonrientes, con uniforme de enfermeras, que se apresuran a controlar nuestro peso e insisten en someternos, a Monique y a mí, a un enérgico masaje terapéutico. Rehusamos con cortesía y firmeza —nuestra salud, les dirá Vidas, es absolutamente perfecta— y vamos a dar una vuelta por los jardines aguardando la hora del almuerzo. Monique deseaba ir a bañarse inmediatamente, pero el autobús que lleva a la playa sale muy pronto y está ya a punto de regresar.

Caminaremos un rato por el parque, objeto de una discreta curiosidad de los demás huéspedes: según advertiremos luego, somos los únicos extranjeros y, al topar con nosotros, algunos se vuelven a mirarnos. Los escritores allí reunidos presentan un aspecto escasamente intelectual y a menudo inquietante: matrimonios corpulentos, de rostro hermético, inescrutable, en shorts y sandalias; un individuo fornido y alto, con uniforme de atleta; una especie de japonés viejo, diminuto, ensimismado, envuelto en un pijama de rayas, con aires de recién evadido de un asilo o colonia penitenciaria. Cuando llegue el autobús con los bañistas, otearemos en vano algún rostro afín o familiar. Yo tenía la débil esperanza de coincidir con el novelista Víctor Nekrasov, al que conocí en una asamblea de la Comunidad Europea de Escritores celebrada en Florencia y con quien había simpatizado en seguida; desde entonces, parece haber caído en desgracia, me dicen que se da a la bebida y escribe «cosas impublicables». En Moscú, me habían informado de que descansaba en Y alta pero, según averiguo por Vidas, ha concluido sus vacaciones antes de tiempo y regresado a Kiev Fuera de una pareja con dos hijos de la que hablaré luego, los comensales con quienes compartimos la nutritiva, pero insípida comida que nos sirven en el almuerzo, pertenecen de manera obvia a la omnívora, proliferante burocracia estatal. A juzgar por lo que se ve, nadie sabe idiomas y la lectura de los pensionistas se reduce a las páginas amazacotadas, verdaderas sábanas impresas, de los Izvestia y la Pravda. Mis sondeos, en cualquier caso, no dan con ningún nombre conocido. La imponente materfamilias de muslos llenos de celulitis y una funda de plástico en el lomo de la nariz aparatosamente tumbada en el césped, ¿es escritora o esposa de escritor?; el imperturbable gimnasta entregado, brazos en jarras, a sus tenaces ejercicios flexibilizadores, ¿también escribe? Tras breve correveidile, Vidas nos comunica que el último es miliciano. ¿Qué diablos hace un miliciano en la casa de descanso de los escritores? Se trata de un canje, aclara: un novelista quiere redactar una novela consagrada a las hazañas de la milicia y, para ambientarse, ha solicitado pasar las vacaciones en su centro de reposo; en contrapartida, con esa simetría estricta y puntillosa de ingenieros, ideólogos y geómetras, los milicianos envían a uno de los suyos a la mansión de los escritores. El vagaroso japonés con el pijama listado resulta ser en cambio ejemplar de una especie rarísima: bardo oficial de un país, el yacuto, situado en un remoto confín siberiano y cuyo idioma no ha sido codificado aún. Desde hace años, compone una gramática o diccionario y se prepara a escribir un poema de miles de versos sobre la mitología e historia de su pueblo: su Odisea, su Ilíada. Abrumado con el peso de tan ingente responsabilidad, el Homero yacuto discurre como un sonámbulo por las veredas del parque, con su pijama anacrónico y una incurable melancolía. A mí, su destino insólito me amedranta y, cuando tropiezo con él, pienso en el poeta ciego y su patética reencarnación a destiempo en aquel amable decorado teatral de Chejov en el que texto, dirección y actores nos remiten sin quererlo al universo de Kafka.

16

Cuando el autobús de la tarde viene a recogernos, subimos a él con una cincuentena de escritores y escritoras que se precipitan a ocupar los asientos e intercambian bromas ruidosas mientras el vehículo resuella, baja sin prisas una carretera de revueltas y se inmoviliza al fin en una agradable plazuela arbolada. Nos apeamos y me encamino con Monique y Carole a la playa, pero el grupo de matronas que nos preceden me hacen señales con los brazos indicándome que no debo seguir. El lugar adonde iba es la zona reservada a las mujeres; para alcanzar la destinada a los varones debo volver pies atrás. Perplejo ante tan inesperado acontecimiento —sin comprender aún las razones de aquella rigurosa segregación digna de nuestros obispos ultramontanos—, me veo obligado a separarme de ellas y me asomo, con mis pares, a una orilla rocosa, cubierta de una uniformé multitud de bañistas gruesos, desnudos, desangelados. Más que campo de concentración de nudistas, el lugar parece una colonia de pingüinos de vientre prominente, gafas chillonas, sandalias de caucho; el suelo accidentado, de peñas y guijarros, entorpece todavía sus movimientos patosos; vergas y testículos cuelgan tristemente, fláccidos, inermes, desamparados. El espectáculo evoca a la vez estampas del Bosco y de Doré, ornamentadas con detalles surrealistas: mientras docenas de individuos se zambullen y afloran como morsas en la lumbre del agua, otros permanecen inmóviles en la orilla, brazos tendidos al sol en ademán de entrega o adoración, con sus narices y anteojeras de plástico, ¿Limbo, pesadilla, alucinación, anticipo de una futura sociedad extraterrestre de selenitas y marcianos? ¿Dónde están los jóvenes espigados, atletas nervudos, Tadjos de cuerpo glorioso inmortalizado por Thomas Mann? Al otro lado de la verja alambrada que separa a las playas, descubro a Monique y Carole que, muertas de risa, se han acercado a consolarme.

La visión de su zona, me dicen, no es más reconfortante: soviéticas y soviéticos ignoran las curas de adelgazamiento y, pasada la juventud, el desgarbo físico es general.

De vuelta a la residencia, confiamos nuestra cómica desdicha a Vidas y, tras varias llamadas y consultas, obtenemos un pase especial para la difícil y codiciada playa de los artistas en la que, nos asegura, podremos bañarnos juntos. La cena es servida a las seis y, sin apetito alguno, nos resignamos a la misma dieta enérgica y desaborida que sufrimos al mediodía. Monique reclama tímidamente vino de Crimea, pero nos dicen que no hay. ¿De Moldavia, del Cáucaso? El establecimiento no despacha bebidas alcohólicas, traduce Vidas: los escritores acuden precisamente a él a desintoxicarse. Nosotros no estamos intoxicados, objetamos. Nuestros reparos corteses no sirven de nada: el reglamento es inflexible. La cena concluye en seguida y, como aún es día, salimos al jardín. El Homero en pijama, las materfamilias, los lectores de la Pravda, el bravo miliciano se dedican a sus ocupaciones habituales, integrados ya en el paisaje. Sin saber qué hacer —el barrio carece de cafés y no es hora de acostarse a leer— vagabundeamos también por el parque discutiendo de Chejov y Kafka. Un hombre de aspecto ameno y distinguido, tocado con un panamá y vestido sencillamente de blanco, viene del brazo de su esposa en sentido opuesto y, al cruzarse con nosotros, saluda con una leve inclinación de cabeza. Su talante y modales discretos —en los antípodas de los de los demás huéspedes de la residencia— intrigan y avivan nuestra curiosidad. Al reunirnos con Vidas, nos enteramos de que se trata de un conocido traductor del francés y castellano, entre cuyas versiones figuran nada menos que el Quijote y la obra de Rabelais. Corroborando estas palabras, sus dos hijos se acercan a saludarnos y transmitirnos su bienvenida y satisfacción de vernos allí. Ingenuamente, creemos que su embajada preludia una visita, mas no es así. Pese a su buen dominio de los idiomas en que hablamos, el traductor se contentará con saludarnos a distancia y comunicarse con nosotros por medio de su prole. Boris, el muchacho, tiene la edad de Carole y, durante nuestra estancia y aun después de ella, charlará con ella en inglés de libros y poesía. Gracias a esas pláticas, averiguaremos que su padre ha traducido A la recherche du temps perdu a sabiendas de que ninguna editorial la aceptaría. Por varias alusiones de su conversación adulta e impropia de sus años, deduciremos que “ha tenido problemas Pero ni Carole ni nosotros nos atrevemos a interrogarle. El día en que alguien mencione en Moscú su pasado encarcelamiento por Stalin aclararemos al fin los motivos de la cautela: sabiéndose en el punto de mira de alguno de sus presuntos colegas, ha preferido sonreímos de lejos y eludir así el riesgo de una relación con un extranjero sin el correspondiente permiso de las autoridades.

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La playa de los artistas no ofrece un espectáculo deprimente como el de la víspera: la mayoría de los bañistas son jóvenes y algunas muchachas atractivas y esbeltas, a lo que parece bailarinas, hacen ejercicios de gimnasia rítmica a la vera del mar. Junto al hueco en donde nos tendemos, un grupo de actores escucha en silencio la lectura de un discurso o editorial de prensa que despiadadamente les encaja un colega enjuto y moreno, untado de crema antisolar. Algo más lejos, hay media docena de comunistas egipcios recién liberados, me cuenta Vidas, de las prisiones de Nasser: han traído consigo bastantes libros en sus bolsos playeros y, al pasar a su lado para zambullirme, miro de reojo y distingo varias novelas en francés.

Barcos de motor para viajeros, similares a las viejas golondrinas del puerto de Barcelona, bordean lentamente la costa, enlazando entre sí las diferentes estaciones balnearias; el día siguiente, en vez de quedarnos en tierra, nos embarcaremos en uno de ellos y recorreremos varios kilómetros de litoral, contemplando a distancia la muchedumbre de veraneantes que, como un banco de sardinas, chapotea en la orilla. Según explica Vidas, los diferentes sindicatos y asociaciones profesionales disponen de sus correspondientes playas, reservadas a su uso exclusivo. Las destinadas al público son escasas y se distinguen a simple vista por su mayor densidad. Entre dos monumentales residencias obreras, existe una zona acotada, casi desierta, moteada de vez en cuando con toldos y parasoles. Con ayuda de los prismáticos, divisaremos pequeños núcleos de bañistas desperdigados con holgura a lo largo de la ribera: es la playa de los jerarcas del Partido e invitados de honor extranjeros, la misma quizá en la que, dos o tres años antes, mis amigos Claudín y Semprún, miembros todavía del Buró político, se consolaban al sol de los fracasos y dificultades del Partido en adaptarse a las nuevas, desconcertantes realidades del cambio estructural español.

La estancia en la casa de reposo de los escritores deviene con todo insoportable: su régimen dietético, horario de comidas, parque atestado de funcionarios y materfamilias, la comunicación indirecta, casi clandestina, con los padres de Boris instilan gota a gota una penosa sensación de claustrofobia y decidimos con Monique mudar aires, romper la diaria monotonía, evadirnos por espacio de unas horas, en una palabra, respirar. Aeropuertos, hoteles, oficinas de Inturist ostentan llamativos carteles de propaganda con la acuciante invitación a visitar Sebastopol, la ville héroique. Aunque sin gran entusiasmo por los circuitos patrióticos, rogamos a Vidas que organice la excursión. El proyecto parece sencillo y en principio no plantea problemas, pero nuestro amigo vuelve de Inturist con el semblante mohíno: el tráfico entre Yalta y Sebastopol está provisionalmente cortado por causa de obras en un tramo de la calzada y, de momento, no se puede ir. Algo incrédulos, discutimos otros proyectos de viaje cuando, al examinar un mapa de Crimea, me doy cuenta de que otra carretera une a las dos ciudades por el interior. Transmito el descubrimiento a Vidas y le acompaño a las oficinas de Inturist. Durante unos minutos discutirá con la agente, antes de regresar cabizbajo: la vía del interior también está cortada. Entonces iremos en barco, digo yo: hay un servicio de aliscafos. Nueva plática brusca, a media voz, con la encargada: ¡su funcionamiento ha sido suspendido! Excitado ya por la increíble acumulación de obstáculos, pido a Vidas que le pregunte sin rodeos por qué diablos no le da la gana de que vayamos a Sebastopol. Nuestro amigo traduce mis palabras y, por toda respuesta, ella se cruza de brazos, altiva, con una mezcla elocuente de enojo y desaprobación.

Días después, al comentar el extraño episodio en Moscú, con Sartre y Simone de Beauvoir, descubrimos divertidos que en su anterior viaje a Crimea les sucedió exactamente lo mismo: tampoco ellos, pese a su insistencia, pudieron llegar a Sebastopol. Probablemente, una nueva reglamentación veda a los extranjeros el acceso a la villa; pero, si éste es el caso, lo que nos intriga y no acertamos a explicarnos es la abundancia de carteles políglotas incitativos a su visita. El desacuerdo entre realidad y propaganda desafía cualquier esquema lógico o racional. ¿Qué oso encerrado hay en la ciudad? ¿A qué obedece esa contradicción tan absurda? Entre las hipótesis que baraja Sartre, la de un embarque secreto de armas con destino a Cuba u otro país amigo sería la más plausible. Pero, veinte años después de los hechos, this I never got to Sebastopol sigue, seguirá siendo uno de los enigmas del viaje que, según me temo, nunca alcanzaré a despejar.

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La perspectiva de pasar un día más en la aséptica residencia de “escritores nos induce a nuevos planes y estratagemas de huida: paseo en automóvil por los alrededores de Yalta, visita a los jardines de Livadia en donde Roosevelt, Churchill y Stalin decidieron el reparto y futuro del mundo. Por fortuna, Vidas nos menciona la presencia cercana de Nicolai Tomacbevski, a quien conocí con Nekrasov en Florencia, en un congreso de la COMES: hijo de uno de los fundadores de la célebre escuela formalista de Brik, Jakobson, Chklovski y Tinianov, el joven Tomachevski ha sido lector de ruso en Napóles, domina perfectamente el castellano y es hombre de vitalidad desbordante y aficionado al trago, de una espontaneidad, franqueza y carácter a mil leguas de la reserva y oficialidad de la mayoría de sus colegas. Tomachevski veranea en una casa de las inmediaciones y ríe a carcajadas al enterarse de que nos alojamos con los cultísimos e inteligentes funcionarios de la literatura. Fuera de la familia de Boris, dice, ninguno de los huespedes de la casa escribe otra cosa que informes burocráticos ni es aficionado tan sólo a la lectura: ¿qué malvado agente trotsquista ha tenido la perversa idea de mandarnos allí?

Pilotados por él, subimos a una hermosa zona montañosa y nos sentamos a beber en un merendero al aire libre. ¿El famoso vino blanco de Crimea?, pregunta Monique. El vino de Crimea ya no existe, dice él: antiguamente lo producían los tátaros pero, tras su deportación, fueron reemplazados por ucranianos y el secreto de su exquisitez se perdió. El actual tira a agrio y no nos lo aconseja. Mientras los catadores beben hoy vino del Cáucaso, el preferido en tiempos del zar pertenece exclusivamente a la leyenda. Acomodados en el claro del bosque, hablaremos largo rato de literatura. Tomachevski admira como yo la obra de Svevo y Gadda y habla con gran entusiasmo de dos escritores rusos que, recién salidos del largo purgatorio en el que permanecieron bajo Stalin y Zdanov, comienzan a publicarse a cuentagotas y no han sido traducidos todavía: Platonov, Bulgakov. Las creaciones de sus contemporáneos no le infunden en general excesivo respeto: Voznezenski ha escrito buenos versos, pero es víctima de su esnobismo provinciano y afán de notoriedad; la poesía de Bella Ajmadúlina, autora de una delicada evocación de Puschkin y Dantés cuya versión en Les lettres francaises me ha impresionado, entronca según él con la mejor tradición lírica rusa sin alcanzar no obstante la hondura y desgarro de Tsvetaieva y Ajmátova. Con desgaire, procurando no dejar traslucir mi ironía, le pregunto por Evtuschenko. Bueno, dice sonriendo, es algo así como nuestro Zorrilla. Yo me acuerdo de la glosa de Eugenio D’Ors sobre éste y se la cito de memoria: “una pianola; y como el que se cansa pedaleando es él… Oh, exclama Tomachevski, ¡lo malo es que ni siquiera se cansa! ¡Sus lectores si, pero no él!

La charla, el vino nos han puesto de buen humor: ninguno de nosotros tiene ganas de regresar y Tomachevski propone una visita a un viejo cementerio tátaro. Tomamos un camino de montaña con vistas súbitas al mar Negro, hasta desembocar en un pueblo de viviendas graciosas y rústicas, no desbaratado aún por la modernidad. El mezarlek otomano reproduce en miniatura los que después recorreré en Turquía: el cipo de las sepulturas, rematado con un turbante o sin él, indica el sexo de los enterrados y la simétrica disposición de las tumbas, orientadas conforme a la alquibla, ofrece un cuadro sereno, impregnado de calma y benignidad. Pero algo en él junto a la astucia teatral del atardecer, acentúa la sensación de melancolía y añade subrepticiamente una nota patética y desolada: la ausencia total de los vivos. Trasterrados a miles de kilómetros de distancia, los tátaros no pueden venir a recogerse ante las tumbas de sus antepasados y éstas descaecen solitarias y abandonadas, cubiertas de hierba y de musgo. Privados de su comunidad, borrados del recuerdo, los difuntos viven allí su muerte segunda y definitiva: ningún visitante curioso alcanza a descifrar siquiera sus nombres grabados en caracteres arábigos. De vuelta a París, añadiré a las líneas garabateadas apresuradamente en el viaje, los versos sencillos de Luis Cernuda:

No es el juicio aún, muertos anónimos.
Sosegaos, dormid; dormid si es que podéis.
Acaso Dios también se olvida de vosotros.

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Aunque nos hospedamos en otro hotel, la tercera estancia moscovita transcurre en un marco ya familiar, de acuerdo a las pautas de unos flamantes pero bien asentados ritos: cenas alegres en alguno de nuestros locales predilectos, veladas con Sartre y Simone de Beauvoir en el restaurante Praga o salones del Nacional, paseos en compañía de Agustín, Ángel y Dionisio.

Agustín me refiere una anécdota ilustrativa de la reciente lucha de tendencias en la dirección del PCE y su peregrina repercusión en el campo de la literatura: unos dos años antes, los responsables de la edición de una antología de autores peninsulares vertidos al ruso a quienes él asesoraba, recibieron la visita de un «cuadro» español; éste quiso examinar la lista de los seleccionados y les reprendió con severidad: ¡Cómo! ¿No figuraba en ella Jorge Semprún? ¡Pues había que incluirlo inmediatamente! Ninguno de los recopiladores sabía entonces quién era mi amigo, pero consiguieron que les mandaran de París las galeradas de su novela, tradujeron aprisa y corriendo un capítulo de Le long voyage y lo incorporaron al volumen. Cuando al cabo de unos meses el libro estaba listo, el mismo personaje apareció por segunda vez. Consultó de nuevo el índice y su rostro reflejó aún una contrariada sorpresa. ¿Qué diablos hacía allí Jorge Semprún? ¡Tenían que eliminarlo en el acto! Ni Agustín ni sus camaradas soviéticos habían comprendido aquella disparatada sucesión de órdenes antinómicas hasta que a través de militantes del PCE descubrieron la identidad del misterioso Federico Sánchez, levantado primero por su colega a los cuernos de la luna y arrojado después, con la misma convicción, aux poubelles de Fhistoire.

Con un grupo de españoles vamos a dar una vuelta por una de las travesías de la céntrica calle de Gorki en donde se reúnen más o menos furtivamente vendedores de libros de lance sin el nihil obstat de las autoridades. Aquéllos circulan por el lugar con pinta de conspiradores y al cruzarse con un eventual comprador murmuran el santo y seña de su mercancía. A un joven rubio y romántico, ceñido en una gabardina raída, le oiré repetir en voz baja: Pasternak, Pasternak. La zona ofrece un curioso aspecto de ligue masculino callejero o venta clandestina de droga: pero allí, los autores non sanctos o aureolados del nimbo de lo prohibido sustituyen ventajosamente a la grifa. Según me dicen, el titulo más codiciado y caro es la Vida secreta de Salvador Dalí. ¡Un dato que debería hacer meditar a nuestros futuros censores hispanos sobre las maravillas e imponderables de su benéfico y estimulante oficio!

Como podremos observar por múltiples signos, el país vive un compás de espera desde la caída de Jruschov. La personalidad y designios de los nuevos dirigentes constituyen todavía una incógnita: los escritores con quienes hablo no saben si el tímido deshielo iniciado por aquél va a prolongarse o se encaminan al contrario hacia tiempos más duros. Curiosamente, mientras el nombre de Stalin sigue envuelto en un halo de temor y respeto, su sucesor acumula sobre sí los reproches y críticas más sorprendentes y absurdos: se le echa en cara su mala educación, su actitud vulgar del día en que golpeó con su zapato en la tribuna de las Naciones Unidas. Casi nadie parece guardarle reconocimiento por la liberación de centenares de miles de presos ni su denuncia de los crímenes y persecuciones de Stalin, un hecho del que deduciré con acierto que los vientos que soplan de arriba e inspiran los comentarios supuestamente personales de los colegas más o menos «oficiales» con quienes trato apuntan a una fase de mayor rigidez ideológica y retorno a los sacrosantos principios del leninismo.

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A medida que se aproxima la fecha de partida, los camaradas de la Unión de Escritores y otras entidades culturales multiplican con nosotros su amabilidad y atenciones. Tanya —la eficaz consejera de la Revista de literatura extranjera—, Irina —siempre cordial y llena de delicadeza—, los hispanistas y traductores de mis libros acuden al hotel, nos acompañan de compras, procuran facilitarnos las cosas mientras Boris sale a pasear con Carole y la inicia en el estudio del ruso.

Las cuatro semanas compartidas con Monique han suavizado poco a poco el golpe que le infligió mi carta y, en los diversos escenarios y episodios del viaje, hemos reaprendido unos gestos que creíamos muertos, recuperado la querencia comunicativa, alcanzado la intimidad física con la misma novedad turbadora de nuestro primer encuentro barcelonés. La Unión Soviética —modelo y espantajo de tantos escritores— no nos ha causado entusiasmo pero tampoco horror. La estancia en ella ha sido incitativa, cordial y a veces simpática. En cualquier caso, los atisbos y calas en la sociedad del futuro nos han inoculado un saludable escepticismo tocante a la programación estatal de la dicha y afinado, quizás involuntariamente, nuestro sentido del humor.

Catorce meses después, a fines del verano del 66, repetiría el viaje en circunstancias muy distintas. Convidado a las festividades conmemorativas del centenario de un titánico poeta caucasiano del que nunca había oído hablar antes de aquellos actos y a quien nunca volvería a oír mencionar después, formaba parte de un grupo de huéspedes extranjeros, en su mayoría franceses, simpatizantes o afiliados al partido comunista. El año transcurrido había sido pródigo en acontecimientos no sólo tocante a mi vida privada —primera estancia en Tánger, distanciamiento afectivo de España, regreso a París con Monique—, sino también a mis relaciones con la política y sentimientos de ambivalencia respecto a la URSS: sovietización del proceso revolucionario cubano, detención de los escritores Daniel y Siniavski, abrupto final de las esperanzas en un deshielo cultural paulatino. En agosto, Carole fue a pasar unas semanas al domicilio moscovita de Tanya y había hecho grandes progresos en ruso gracias a Boris y sus amigos. Yo pensaba al principio rehusar cortésmente la invitación, pero la insistencia amistosa de los soviéticos y breve duración del viaje me llenaron de dudas. Persuadido con razón de que aquélla sería la última visita si publicaba, como tenía el proyecto, una suerte de diario del recorrido anterior me pareció poco sensato desperdiciar la ocasión de contraponer mis impresiones con la realidad que las producía. Aunque meses después daría carpetazo a la idea, tanto por desinterés pasajero en el tema como por el temor de que mis críticas fueran utilizadas por el franquismo, el argumento de poner a prueba mi enfoque de voluntario subjetivismo me indujo finalmente a aceptar.

Mi afinidad con la naciente disidencia soviética, la condena de la ocupación militar de Checoslovaquia —adonde iré, inmediatamente después de la invasión, huésped de la Unión de Escritores checos, a fin de escribir un artículo que aparecerá en Les Temps Modernes— rematarán de modo inevitable mis relaciones un tanto ambiguas con el mundo oficial de la URSS. La certeza de que el aplastamiento de la «primavera de Praga» no difiere en nada del envío de los marines a Santo Domingo me impondrá en lo futuro una doble y más compleja militancia respecto a palestinos y afganos, víctimas dé la dictadura castrista y de las Juntas criminales de Centroamérica y el Cono Sur. El descubrimiento cardinal de las últimas décadas, como ha visto muy bien Máxime Rodinson, es el de que las revoluciones son relativas y la lucha final se aleja indefinidamente conforme creemos acercarnos a ella en la medida en que el «socialismo existente» no acaba ni mucho menos con la explotación ni opresión sino que las transforma y a veces las acentúa; en consecuencia, los métodos, objetivos y programas de los Estados o movimientos revolucionarios reales o supuestos deberán ser examinados con lucidez y cautela: «La adhesión incondicional empuja siempre a aprobar errores y, a menudo, horrores». Dicha experiencia, llena de tropiezos, desencantos, batacazos, caídas, me conducirá poco a poco a la conclusión que formularé años después, en un acto universitario, a los estudiantes de la facultad de Sevilla: la de preferir equivocarme por mi cuenta a tener razón por consigna.

Desde mi despedida de la Unión Soviética en 1966 he visto fugazmente a alguno de los amigos que han aparecido en estas páginas o he sabido indirectamente de ellos: Agustín Manso sigue en Moscú, ocupado en sus labores de traductor; Dionisio mantiene una existencia un tanto marginal, próximo, al parecer, a las corrientes ideológicas nacionalistas y antisemitas expuestas en la últimas y sobrecogedoras entrevistas de Alexander Zinoviev; Ángel regresó a España convertido en un anticomunista aguerrido y colabora o colaboró en las emisiones en ruso de Radio Europa Libre.

Lénina Zónina pasó breves temporadas en París, fiel a su vieja amistad con Sartre y el Castor y la noticia de su muerte en Moscú mientras redacto estas líneas me llena de tristeza y emoción; Vidas trabaja en la universidad y frecuenta a sus compañeros de siempre; Ruth Zernova emigró a Israel al fallecer su madre y la noche en que cenó en París con Monique y conmigo opuso argumentos extraños en boca de una ex voluntaria de las Brigadas Internacionales a mi defensa del derecho a la autodeterminación de los palestinos…

He soñado varias veces en los últimos años que visito de nuevo la URSS: la trama onírica no es opresiva ni angustiosa y discurre en términos generales en una atmósfera amable y un tanto irreal. Vaga conciencia del retorno a un pasado muerto e irrepetible que me proyecta con frescura al recuerdo de mis viajes y, de modo subliminal e indirecto, al tardío descubrimiento de lo absurdamente feliz que allí fui.