V - MONIQUE

Pese a los propósitos iniciales expresados a lo largo de nuestra correspondencia, mientras cumplía las prácticas de sargento en el regimiento de infantería de Mataró, de formar una pareja abierta, móvil, indomiciliada, cuya relación no fuera afectada por mis frecuentes ausencias ni nuestras mutuas y alegres «infidelidades», los proyectos un tanto ilusorios de no caer en la trampa de la rutina y aburguesamiento, de quererse sin convivir a diario y respetar recíprocamente un espacio de libertad chocaron en seguida con la inercia insidiosa del hábito. Una vez instalado en el piso moderno, cómodo y agradable de la Rué Poissonniére, la idea de retornar de vez en cuando a mi hotelito de la Rué de Verneuil dejó de tentarme. Las costumbres caseras y ritos de trabajo, el deseo de estar junto a Monique, la complicidad diariamente establecida entre ambos fueron más fuertes que mis teorías sobre la independencia y las aprensiones con respecto al hermetismo nodular de la pareja. El período de prueba a que nos sometíamos por unos meses se transformó imperceptiblemente en una vida en común sin que, al pasar el plazo fijado al comienzo, ninguno de los dos lo evocara. Las medidas cautelares dictadas por el fracaso matrimonial de Monique y mi rechazo gideano de la noción de familia sucumbieron a la escueta tenacidad de los hechos, la compleja y sutil red de afectos creada por la proximidad. Cuando meses después viajé a España, lo hice ya a sabiendas de cumplir una visita pasajera al término de la cual regresaría a París: con una facilidad desconcertante, si se tiene en cuenta mi aversión juvenil a la pareja burguesa, la Rué Poissonniére se había convertido en mi hogar.

En un solo punto me mantuve inflexible: la firme decisión de no tener hijos, de no extender en ningún caso el árbol genealógico familiar. El origen de esta obsesión es oscuro y arraiga profundamente en mi infancia: un deseo de no dejar tras mí sino mis libros, de no someterme al fatalismo azaroso de la paternidad. De cuantas razones he barajado al analizar este tema, ninguna me satisface por entero ni aclara del todo la raigambre visceral del sentimiento. ¿Afán de prorrogar la leve irresponsabilidad adolescente, de no querer hipotecar para siempre un bien tan precioso como la libertad? ¿Deseo de evitar a mi eventual descendencia una experiencia como la que me tocó vivir de niño? ¿Una zozobra de orden existencial o, si se quiere, metafísico? ¿Miedo exagerado y enfermizo a la herencia de fragilidad y desequilibrio síquico de mi rama materna, revelada en los casos de la abuela y tía Consuelo? Fuera como fuere, lo cierto es que la angustia existía y me acosó durante años. Recuerdo el día en que, a la salida de un cine de los Campos Elíseos, Monique se sintió de repente mareada y con ansia de vomitar y nuestro acompañante comenzó a gastar bromas sobre el asunto y se apresuró a felicitarme irónicamente: aunque tomábamos todas las precauciones para evitar un percance, la posibilidad de un fallo y consiguiente aborto me llenaron de horror. A los pocos meses de conocernos, Monique había sufrido esta experiencia para interrumpir un embarazo de alguien con quien no podía ni quería vivir y su descripción minuciosa de ella en una carta enviada a Mataró me conmovió hasta las lágrimas. Desde entonces, sabía lo que significaba ponerse en manos de un desconocido, el calvario moral y físico de unas intervenciones toscas y clandestinas, brutales, a menudo sin anestesia; con todo, mi rechazo instintivo de la paternidad era más fuerte aún: a riesgo de comprometer irremediablemente una relación auténtica pero frágil, no habría dudado en imponérselo. Por fortuna, fue sólo una alarma falsa y no me vi obligado a afirmar hasta los límites de la crueldad los privilegios de mi egoísmo. Conforme pasó el tiempo y disminuyó el peligro, la neurosis condigna a mi miedo a tener hijos se disipó gradualmente hasta extinguirse en la época en que inicié mis frecuentaciones árabes y nos mudamos a Saint-Tropez.

La dureza correosa del destino impuesto a las mujeres, la nitidez, serenidad y valentía con que a menudo lo afrontan te harán dudar para siempre de la exactitud incluso aproximativa de los términos sexo débil y sexo fuerte. Como podrás comprobar más tarde en la urdimbre de las sociedades patriarcales, tanto en la España de hace treinta años como en el mundo islámico y Latinoamérica, la presunta fuerza del varón enmascara de ordinario actitudes irreflexivas e incluso infantiles, una inseguridad transmutada en jactancia, una real y lastimosa endeblez ante las ordalías de la existencia mientras el status inferior de la mujer la dota al contrario, por una reacción natural de autodefensa, de una capacidad de reflexión, magnanimidad y fortaleza erróneamente atribuida al otro sexo: de cara al dolor, vejez y demás cargas y achaques de la vida, su tesitura suele ser más lúcida, animosa y sufrida que la del varón. A la verdad, tu temor e incluso repulsión a la idea de ser padre no pueden imputarse únicamente a sentimientos de flaqueza y egoísmo masculinos: descubren también una mezcla saludable de escepticismo y desvío de las servidumbres de la especie que un número creciente de mujeres y hombres comparten. Eligiendo la escritura, el libro gestado, como sucedáneo, te ponías a salvo de las contingencias de una ley genética aleatoria, rompías voluntariamente la cadena causal. La deuda y haber respectado a tus padres concluían contigo: no eras ni serías responsable de la existencia de nadie más. Esta decisión de no propagar la especie en un planeta de recursos limitados y cebado para colmo de armas destructoras, merece, a una distancia de más de dos décadas, tu aprobación incondicional. La chapuza creativa no se prolonga por tu culpa: la sorpresa de lo bello se te dará de añadido. Cuando la vida te otorgue en la cincuentena el luminoso don de una niña, tu apego a ella será libre y ligero: maná u ofrenda cuasi divinos, cuyo grácil disfrute será la ebriedad.

Estos primeros meses de vida en común sobresalen en diafanidad y precisión en mi memoria por su exaltadora y feraz novedad. El paso de Pablo Alcover a la Rué Poissonniére, de la vida marchita de hijo de familia a una flamante situación conyugal con el consiguiente cambio de escena, decorados, personajes y acción me enfrentó a un conjunto de situaciones y responsabilidades frescas e inesperadas. Al llegar yo, Carole tenía cuatro años: la fecha temprana del divorcio de sus padres le había evitado las tensiones y traumas comunes de los hijos de matrimonios desavenidos, pero debía obrar con tiento y delicadeza para integrarme en su vida sin perturbar ni interferir la imagen paterna. Las escasas ocasiones en que me llamó papá —de manera distraída y sin duda involuntaria— le corregí al punto, insistiendo en que pronunciara a la española el nombre de Juan. Nuestras relaciones fueron buenas desde el comienzo a causa tal vez de su carácter familiar impreciso. Cuando, al entrar en la pubertad, atravesó un período turbulento y me vi forzado por las circunstancias a actuar de forma represiva, no me guardó rencor. Aun en los momentos más duros de su rebelión juvenil contra todo mantuvo siempre conmigo una comunicación regular.

A las pocas semanas de estancia, nuestro proceso de adaptación triangular recibió una inesperada ayuda de fuera. Héléne, la asistenta que salía a bailar todas las noches con la ilusión de atrapar un novio no marcado por el estigma de unos orígenes árabes o africanos y recibía llamadas telefónicas de suspirantes denominados Tony, Dédé, Jojo y otros de idéntica y ejemplar prosapia, comenzó a sentir dolores vaginales y sufrir hemorragias —menudamente descritas, helas, mientras nos servía el café en la cama— hasta que su condición se agravó y, a medianoche, hubo que prevenir a una ambulancia para que la transportara al hospital.

Liberados de su presencia —su locuacidad tenía la virtud de sulfurar a Genet— decidimos buscar a una española recomendada por uno de nuestros amigos. Vicenta nos aguardaba en un café de la Rué de Buci: pequeña, apacible, vestida de oscuro, en las inmediaciones de la cuarentena, acababa de llegar de su pueblo de Beniarjó, en donde había dejado al marido y una numerosa parentela de hermanos, cuñados, sobrinos y primos. Su estampa nos agradó y se embarcó para casa con todos sus bártulos. La idea de ocuparse en una niña le encantaba: no tenía hijos y su único y posterior' embarazo, a los pocos meses de la llegada de Antonio, acabó tristemente en una clínica desde donde nos escribió una conmovedora misiva que todavía conservo entre mis papeles. Aunque no sabía una palabra de francés, envolvió inmediatamente a Carole en su ruidoso cariño de pueblo: cargándola en brazos, comiéndola a besos, tarareando villancicos y canciones de cuna. Al principio, su vehemencia irritaba a la niña. Taistoi!, le decía. Tetuán y Melilla, respondía Vicenta sin inmutarse. Mientras habíamos supuesto erróneamente que aprendería poco a poco el idioma del país, verificamos muy pronto que la comunicación operaba en sentido inverso: Carole empezaba a hablar en castellano, interpolado a veces con giros y tacos de Valencia. Al cabo de unos meses, las dos se entendían a la perfección. Vicenta la llevaba los domingos al bar Piles de la Rué Tiquetone o a las cercanías de la Rué de la Pompe, en donde solía reunirse con sus paisanos y Carole deslumbraba a todo el mundo con su gracia infantil y asombrosos conocimientos idiomáticos. El papel desempeñado por Vicenta en su educación fue esencial y amortiguó en cualquier caso los problemas que inevitablemente le crearon la separación de sus padres y mi irrupción, aun discreta, en su mundo. La inteligencia práctica y sabiduría instintiva de aquella mujer sencilla, cuyo horizonte se detenía en los límites de su comarca nativa, fueron siempre para mí causa de maravilla. Recuerdo el día en que Carole volvió intranquila de los jardines del Champ de Mars a los que había ido a jugar con otras niñas y nos habló de un individuo que, según dedujimos, se había masturbado delante de ellas y, antes de que Monique o yo pudiéramos formular un comentario embarazado e inútil al hecho, Vicenta la arrebató en sus brazos al aire y exclamó alborozadamente: ¡Claro, como que era la fiesta en su pueblo!, insólita explicación que tuvo la virtud de apaciguar a Carole y hacerle olvidar inmediatamente el lance.

La presencia grata, cálida y sosegada de Vicenta en la Rué Poissonniére no benefició solamente a la niña: fue una mina para los tres. Como Eulalia, era mujer de una fuerte personalidad; pero, como advertí en seguida, no adolecía de su coquetería y caprichos ni de su tenaz, aprensiva melancolía tocante al destino propio y familiar. En contraposición a la ternura impregnada de angustia que vertebró mis relaciones con Eulalia desde el día en que me fui de Pablo Alcover, mi afecto a Vicenta era liso y alegre, compuesto únicamente de simpatía y cordialidad. Fuera de nosotros, su mundo se centraba de forma exclusiva en Beniarjó y sus cercanías. Cuando salíamos a pasear en coche, Monique había intentado mostrarle las bellezas de París y «la Francia». Empresa inútil: Vicenta miraba sin verlas y establecía comparaciones inmediatas con paisajes o lugares de su pueblo de los que los términos o puntos de referencia franceses de aquéllas salían inevitablemente malparados: la Place de la Concorde tenía una fuente luminosa como la de Beniarjó mas esta última cambiaba continuamente de color; el Loira le traía a las mientes el río medio seco pero mejor sombreado que discurría junto a su barrio; la gente de París salía de trapillo y vestía de cualquier modo mientras en su pueblo, los domingos, lo hacía con verdadera elegancia. Su concepción estrictamente acotada del mundo propio, ajeno del todo al que observaba en Francia, actuaba asimismo en el terreno de la moral: en tanto que, en el curso de los años que pasó con nosotros, vio desfilar por casa parejas que se formaban y deshacían, mujeres que cambiaban de marido, homosexuales solitarios o apareados con la mayor naturalidad y desparpajo —a rey muerto, rey puesto, decía imperturbablemente al enterarse de algún divorcio o ruptura—, dicha condescendencia jovial se detenía abruptamente en las fronteras de Beniarjó y su comarca. Allí, la tradición más austera y rígida campaba por sus respetos: cualquier transgresión a la misma acarreaba al culpable una fulminante sanción social. Me acuerdo de que una vez aludió a una muchacha que habíamos colocado en casa de unos amigos dando a entender que jamás encontraría marido —bueno, rectificó, a menos que pesque a un francés— y, cuando quisimos averiguar las causas de ese ostracismo, explicó que el tío de la joven la había manoseado en su niñez y todo el pueblo estaba al corriente de ello. ¿No era absurdo reprocharle algo tan remoto y de lo que no tenía ninguna culpa? En Francia, sí, decía Vicenta impávida, pero no en Beniarjó.

Antonio, el marido, llegó semanas después y fui a recogerle con ella a la Gare d’Austerlitz: cenceño, modesto, de maneras un tanto rudas, había sido pastor de cabras en Extremadura hasta el día en que llegó a Valencia, se dedicó a la cosecha de la naranja y conoció al cabo de poco a la que sería su mujer. Tomamos el metro los tres y, después de acomodarle en casa, propuse a Antonio que diera una vuelta conmigo para facilitar sus movimientos por la ciudad. No se moleste, señor Juan, que ya está vista, dijo serenamente. Como entendí en seguida, su única preocupación se cifraba en encontrar inmediatamente empleo: tras varias tentativas frustradas en diversas fábricas, consiguió colocarse de mozo de cuerda en una empresa importadora de frutas de Les Halles. A pesar de que el apartamento de Monique se componía entonces de tres habitaciones con cocina y dos baños, nos ajustamos como pudimos a la nueva situación. Yo escribía en un pequeño cuchitril que antes fue cocina y Carole dormía junto a nosotros en el comedor. Cuando Monique volvía de su trabajo, Antonio partía para la carga y descarga de camiones y no regresaba a casa sino de amanecida. La promiscuidad no nos molestaba y el carácter alegre e impertérrito de Vicenta se adaptaba cabalmente a nuestra existencia irregular y desordenada. Cualquiera que fuese la hora a la que llegáramos, disponía rápidamente la cena sin perder su placidez ni buen humor: hay carne, hay huevos, hay de todo. Guisaba como había aprendido en su tierra y los refinamientos de la cocina francesa no le impresionaban. Un fin de semana en el que fuimos al Mont Saint Michel y retornamos con la idea fija de saborear un exquisito foie-gras que habían regalado a Monique, descubrimos con desolación que la delicia en la que soñábamos no estaba en la nevera. Preguntamos a Vicenta qué había sido de él. Allí lo tienen, dijo apuntando al cubo de la basura. Se nos ocurrió la tontería de abrir la lata y, nada más probarlo, lo echamos. ¡Vaya diferencia con el fuagrá de conejo de mi pueblo! ¡Aquello sí que es rico!

La instalación de Antonio y Vicenta en nuestro piso no tardó en imantar a la Rué Poissonniére a numerosos parientes, amigos y vecinos oriundos de su comarca; pero la responsabilidad de lo que se convertiría pronto en una verdadera invasión dominical no fue, a decir verdad, exclusivamente suya. En el compartimento contiguo del tren que nos condujo a París desde España, había un grupo de emigrados que, con el polvo del país todavía pegado a la suela de los zapatos, comían, bebían, cantaban y batían las palmas con soberana indiferencia a las miradas reprobadoras de los indígenas, visiblemente molestos con un bullicio y estrépito ajenos a su noción de civilidad. Uno de aquéllos, había ido al común antes que yo; al sucederle en el lugar, descubrí que había dejado su pasaporte junto al grifo automático del lavabo. Di una ojeada a su nombre (José), lugar de nacimiento (Lora del Río) y domicilio (un pueblo de la región de Valencia) y me asomé a entregárselo a su compartimento. José charló un rato con nosotros (era la primera vez que salía de España), pidió nuestras señas y, al cabo de un tiempo, cuando Monique y yo habíamos olvidado el episodio, apareció por casa con un grupo de valencianos. Al parecer, habían encontrado trabajo en unas obras de Rueil-Malmaison: el domingo siguiente iban a guisar un arroz y querían que fuéramos a compartirlo. Con la trastienda de preparar una novela o documental sobre la emigración que despoblaba regiones enteras de España, acepté su invitación. Aquel otoño, fui varias veces con Monique y su hija a comer con ellos en los barracones de madera en los que se alojaban, unos barracones muy semejantes a los que visitaría a solas años después invitado por amigos raagrebís. Los almuerzos eran ruidosos pero agradables: en medio de mis compatriotas exiliados por razones económicas me sentía en España más que en la propia España, envuelto en una atmósfera de cordialidad, inmediatez y llaneza viva y estimulante. Monique me dirá más tarde que mi actitud en aquel ámbito de trabajadores manuales, exclusivamente masculino, le fascinaba: según descubriría entonces, mi seducción intelectual y afectiva se desplegaba siempre ante hombres que no pertenecían a mi clase —nunca con mujeres ni varones de nuestro medio social—. Aunque no dudo de que su observación sea justa, mi afinidad instintiva a quienes se ganan la vida con la fuerza de sus brazos y carecen de esos estigmas «burgueses» que, como los sacramentos de la Iglesia, imprimen carácter no incluía entonces sino de forma sublimada un elemento sexual. Dicha atracción innata, que otorga a la desigualdad social un papel muy similar, en el juego de lo complementario y opuesto, al que ejerce de ordinario la diferencia de sexo, se ahondaría y sexualizaría luego, al extenderse y rebasar los límites de mi cultura y lengua, en el fulgor e incandescencia de la zona sotádica. Pero en aquella época constituía simplemente un rasgo peculiar que podía pasar muy bien a ojos de terceros por rareza o capricho. El mundo de las amistades viriles apasionaba a Monique: en la medida en que no se sentía rechazada, mi ambigüedad le atraía. En la playa de Peníscola me había visto una vez algo achispado, acariciando o dejándome acariciar por uno de los amigos pescadores que bebían tumbados conmigo junto a las barcas y el espectáculo le llenó de emoción: la cosa no pasó de ahí y en el hotel hice el amor con ella —oliendo todavía a él, me dijo—, mientras mis compañeros bebían y se zambullían en la oscuridad, borrachos y desnudos. Las comidas domingueras en Rueil-Malmaison se prolongaron durante algunos meses: en una o dos ocasiones, respondiendo a las invitaciones de nuestros amigos, les convidamos a la Rué Poissonniére. La agenda de Monique del 2-12-56 reza escuetamente: ¡diecisiete españoles en casa! Vicenta y Antonio guisaron la paella para todos y el banquete se prolongó hasta muy tarde, con gran contento y excitación de Carole, agasajada y mimada por aquellos expatriados nostálgicos, separados de sus mujeres e hijos.

Junto a la invasión fortuita de los obreros amigos de José, comenzó otra más lenta, intersticial y furtiva: los hermanos y allegados de Vicenta desembarcaban paulatinamente en París y aparecían con sus maletones y bolsas en nuestro piso. Había que ayudarles a buscar acomodo y empleo y, a través de Jadraque y los amigos de Monique, conseguimos sacar de apuros a algunos. La flamante emigración de Beniarjó transitaba a sus anchas de la Rué Poissonniére al bar Piles y, de allí, a las vastas aceras de la Rué de la Pompe. A veces, Vicenta extendía la esfera de sus recomendaciones a otros pueblos de la región: la muchacha vestida de luto que se había presentado en casa preguntando por ella, es de Benifla, nos decía, pero es buena. Al cabo de un tiempo, tras haber peinado a fondo el campo de las relaciones y amistades, clausuramos algo aliviados nuestra agencia gratuita de empleo. Las visitas y apariciones intempestivas se espaciaron. La experiencia de aquellos meses de españoleo intensivo nos había agotado y, como nos confesamos mutuamente riendo una noche, al cabo de una jornada particularmente bulliciosa y movida, nous commencions a en avoir assez.

Vuestra inmensa vitalidad os consentía atropellar las exigencias del sueño, asumir el ritmo boreal de las noches blancas: escribir una novela o cumplir con el horario de la editorial, leer por gusto u obligación, departir largamente de sobrecena, beber calvados en vuestros bares favoritos, frecuentar locales de travestidos, emborracharos y hacer el amor. Mientras dedicabais los fines de semana a las visitas a Rueil-Malmaison o excursiones con Carole a los pueblos de la costa normanda, completabais vuestras respectivas jornadas con un recorrido de los cabarés de la Rué de Lappc próximos al hotel en donde se alojaba entonces Genet o una cena en los modestos figones vietnamitas de las cercanías de la Gare de Lyon. La noche os parecía sonámbula y joven y no percibíais los primeros síntomas de su envejecimiento y arrugas sino de madrugada. £1 cuerpo obedecía a los caprichos y decisiones sin renuncia alguna, como un mero apéndice o ejecutor de vuestra voluntad. El cansancio no existía aún y combatíais bravamente los efectos del alcohol con Alka Seltzer en el curso mismo de la velada. Monique profesaba en aquel tiempo un verdadero culto a las locas. Guiados por su primo Frédéric, empezasteis a explorar sus madrigueras y escondrijos: a veces, ibais a cenar a Narcisse, un restaurante en el que pasasteis un exuberante réveillon rumbero con serpentinas, confetti y gritos histéricos de un grupo de españoles tocados de peinetas y mantillas, como al acecho del héroe de Sangre y arena o algún remoto e improbable Escamillo; otros, os asomabais al baile de la Montagne de Sainte-Genéviéve en donde un marica inmenso y procaz, también de tu tierra, ejecutaba números cómicos con profusión de ademanes obscenos y retorcía helicoidalmente la lengua con la celeridad de un ventilador. Genet te dirá después que las mariconas más provocativas y audaces con quienes tropezó en sus vagabundeos y estancias en los barrios bajos y cárceles de Europa fueron siempre españolas. Bellas u horrendas, patéticas o irrisorias, su rechazo de toda noción de decencia, desafío a las normas y buenas maneras, los contoneos y muecas de sus cuerpos laboriosamente rehechos impregnaban a éstos de una ejemplar coloración moral. El que España forjara y exportase las más feroces y descaradas no era producto del azar: mostraba la prepotencia del tabú, el estigma social que les marcaba. Su réplica excesiva actuaba en función directa de un rechazo excesivo también. A diferencia de la zona sotádica, en donde una bisexualidad extendida y difusa borra o desdibuja las fronteras de la ilicitud y se integra en la enjundia social de manera sigilosa e implícita, la fuerza gravitatoria del canon hispánico determina la existencia de reacciones centrífugas, extremas, desorbitadas. La abundancia y agresividad de las locas, te mostró Genet, respondía a la atmósfera opresiva que las configuraba: eran el envés del estreñido machismo oficial, su rostro inferior escindido y lunar, su otra cara.

Acompañados de Frédéric y Violette Leduc, recién dada de baja del sanatorio en el que fue internada, concurríais a los locales un tanto sórdidos de la Gare de Lyon o Montmartre de preferencia a los más aburguesados y elegantes de los Campos Elíseos. Cuando Monique descubrió a Michou, el sótano de la Rué des Martyrs se convirtió en su querencia. A menudo ibais allí con otros matrimonios y parejas: el ambiente era promiscuo y una noche Monique fue invitada a bailar por un individuo que, engañado con su cabello corto y pantalón negro, creía buscar plan con alguien de su sexo. Je suis prise pour un travestí!, anotó triunfalmente en su agenda. Un viaje a Hamburgo, invitados por el editor Rowohlt, acentuó aún vuestro interés por las frondosidades, umbrías y arborescencias de la selva nocturna. Del 16 al 22 de abril de 1957, inspeccionasteis con él los establecimientos mal afamados de Reeperbahn y Sankt Pauli: el Rattenkeller, Katakombe, Rote Kotze, Mustafa. Los travestidos alemanes y españoles eran más insolentes, culirrotos y exagerados que los de París; la lucha libre de mujeres en una pista de barro, rodeadas de clientes que bebían güisqui o champaña con baberos, para protegerse de las salpicaduras, os encandiló. Al cabo de unas semanas, Rowohlt devolvió la visita y quiso que le llevarais a un local para masoquistas; pero ninguno de vuestros amigos conocía entonces ni de oídas la existencia de tales antros. En tal brete, Monique tuvo la idea feliz de plantear el problema a Gastón Gallimard: éste se trataba al parecer con un inspector de la Brigade Mondaine que a todas luces debía estar informado del asunto. Sumamente excitado por cuanto rompía la monotonía de su reino editorial, el viejo Gastón se apresuró a cumplir el encargo: días después, dio a Monique las señas de un restaurante de la Rué Guisarde en el que, según su amigo, había un ambiente como el que su colega editor buscaba. Monique se las comunicó a Rowohlt y nos encaminamos con él allí después de reservar prudentemente una mesa.

Las inquietas y deliciosas emociones sadianas que te asaltaban en el trayecto se desvanecieron nada más llegar: la entrada del local, una diminuta poterna, obligaba a agacharse al cliente para introducirse en él y, mientras se adentraba cabizbajo y con la espalda encorvada, alguien, al otro lado, le colgaba un cencerro del cuello como un escapulario en medio de las risas y burlas de quienes, con tintineantes esquilas como él, asistían regocijados a la humillación del recién venido. Dentro, el clima infantil, alborotado y bullicioso hubiera inspirado sentimientos de horror al autor de Justine. Los camareros eran arrogantes y malencarados, decidían la composición del menú sin tener en cuenta los deseos del cliente y, si la ocasión se terciaba, obsequiaban a éste con codazos y groserías. El silencio y gravedad sepulcrales de las mazmorras de tortura, habían sido sustituidos, para consternación de vuestro amigo, con un vocerío festivo de alumnos calvos y obesos. Aunque Rowohlt ocultó su decepción, comprendisteis que la oferta de París en la materia, menos mediocre que falsa, se reducía a una especie de simulacro. Habituado a mayor seriedad y rigor, volvió a Alemania convencido de que los franceses deberían recorrer todavía un largo trecho para ponerse a la altura de sus paisanos en lo que al conocimiento de sí se refiere.

Si Genet rehuía la vida nocturna y se recogía a dormir temprano, Violette Leduc soñaba en acompañaros y romper aun pasajeramente la agobiadora soledad que le envolvía. La agenda de Monique rememora a lo largo del 57 algunas veladas con ella: su fealdad insólita y aires de comedianta tenían la virtud de desarmar la habitual misoginia de las locas, contentas de exhibirse con aquella mujer a la vez ingenua y astuta, divertida y excéntrica e incapaz sobre todo de hacerles sombra o suscitar sentimientos de rivalidad. Cuando, con el éxito de La bastarda, Violette consiguió de golpe dinero y fama, se rodeó de la vistosa corte de homosexuales en la que siempre soñó: una reina de deslumbrantes pelucas de Carita y trajes confeccionados por los mejores modistos, cuyas apariciones en Laurent u otros lugares elegantes serían acogidas con murmullos de mofa, curiosidad o admiración.

Repartida entre política, escritura, vínculos sociales y hábitos noctámbulos, tu vida soportaba el desgaste con aparente entereza. Tus relaciones físicas con Monique nunca alcanzarían un nivel más satisfactorio, y habías arrinconado una tras otra las antiguas veleidades de independencia, de alegres «engaños» recíprocos. Monógamo, conyugal, posesivo, sutilmente celoso, te adaptabas de modo paulatino a un papel clásico y convencional de consorte: vacaciones en el Midi, proyectos de viaje a países desconocidos. Durante un tiempo, mirarías tu homosexualismo latente como algo pasado y remoto: pero el amor a Monique no se acompañaba de un interés físico ni afectivo por otras mujeres. En el orden sexual, éstas seguían siendo objeto de una indiferencia que prudentemente te esforzarías en ocultar. El mundo amoroso se reducía a Monique y la minúscula burbuja que os capsulaba. El carácter precario y lábil de tu dicha te inquietaba. ¿Qué ocurriría si la burbuja se rompía, si ella o tú dejabais bruscamente de amaros? Atrincherado en tu luciente y endeble heterosexualidad, descartabas la idea de repetir tus experiencias mediocres del Barrio Chino y empezaste a eludir las situaciones que podían avivar tu imantación hacia quienes el Partido designaba «nuestros camaradas explotados». Pero tu lejanía y retraimiento del mundo femenino no cedían. La excepción que jubilosamente vivías confirmaba la regla aprendida en la adolescencia. Si de puertas afuera eras como los demás, lo eras y seguirías siendo aún por espacio de un tiempo, de manera singular y única.

Mis viajes a España abrían paréntesis más o menos extensos en nuestra convivencia. Mientras el «amancebamiento» se consolidaba y revestía las características de un vínculo matrimonial estable, los breves retornos a Barcelona e incursiones a la región de Almería restablecían de forma pasajera la situación liminar. Monique y su entorno se habituaron pronto a mis desapariciones: sin ser todavía ese marido «siempre ausente» que ella describirá más tarde, el empeño político y deslumbramiento ante el paisaje de mi provincia adoptiva me convertían a menudo en fugitivo de la domesticidad. El habitual desconocimiento francés de las realidades hispanas, que llegaba a confundir el biombo agujereado del Pirineo con el telón o muro de cemento de los virreinatos de Stalin, envolvía esos viajes en un clima de espera e inquietud. Con su dramatismo innato, Marguerite Duras no perdía entonces la ocasión de preguntar a Monique si yo volvería, si las autoridades franquistas me permitirían salir de nuevo, sí aquel eclipse de París y de su vida no era o sería un punto final. Otra amiga empleada en la editorial, preocupada asimismo con mis ausencias, había resumido de manera muy parisiense su reiterada, casi morbosa curiosidad: Je ne veux qu’il te quitte, tu comprendí? Mais s’il le faisait, je voudrais étre la premiére a le savoir! Con todo, las pausas, tal como las planeábamos, no sobrepasaban nunca la zona intermedia entre el goce fugaz de la libertad recobrada y el comienzo de la nostalgia o melancolía. Como en la época de mi servicio militar, nos escribíamos o telefoneábamos casi a diario; pero, diferentemente de entonces, mis cartas no mencionan sino de pasada los coitos ocasionales con putas y adoptan un tono mirón y humorístico respecto a las correrías nocturnas con Luis, María Antonia, Jaime Gil o algún otro amigo a los bares y zonas homosexuales. Una censura implícita omite mis solitarias escapadas a aquellos tugurios de la Barceloneta o el Barrio Chino en los que, como en el varadero flotante de Raimundo, me esponjaba al calor de una camaradería entre hombres mientras recarga las tintas y acumula detalles y anécdotas sobre mi folclórica afición a las mariconas. Más significativo aún: las cartas no aluden ya a las posibles «infidelidades» recíprocas, los calafells alegres que nos otorgamos. Inseguro de mí mismo, consciente de la fragilidad de nuestros lazos, mi actitud ha cambiado de forma perceptible. Estoy celoso de ella y mi desinterés por las mujeres de su medio, cuyo atractivo, cultura e inteligencia podrían competir con los suyos o fomentar una rivalidad potencial, me condena a una situación de inferioridad. La libertad que teóricamente nos concedemos al separarnos es en mi caso letra muerta: vigilando, como vigilo, mi homosexualismo latente, las presuntas infidelidades se limitan a encuentros con putas, generalmente por influjo del alcohol. Pero en el suyo no lo es y existe el riesgo de que se concrete, como en los meses de mi estancia en Mataró. A pesar de mis protestas de liberalismo y permisividad, la idea me llena de desazón: insidiosamente, mis mecanismos internos se vuelven, sin que yo lo advierta al principio, los de un tradicional marido español. Según descubro, mi vulnerabilidad es extrema y acentúa a la vez mi dependencia de Monique y la tesitura precavida y astuta de quien se siente propietario autorizado de un cuerpo. Aunque me esfuerzo en ocultar la inquietud y reprimir las manifestaciones posesorias, la tensión soterrada influye en nuestras relaciones. Si mi ambigüedad seduce a Monique y crea esa zona de opacidad y secreto que la impulsa desde la juventud al mundo de los homosexuales, mi heterosexualidad exclusiva pero insegura, la angustia que a partir del otoño de 1958 empieza a abrumarme alteran simétricamente sus nexos conmigo. Sé que sus aventuras y enamoriscamientos no ponen en peligro el vínculo creado entre ambos: no obstante, mi incapacidad de respuesta práctica —de suscitar a mi vez en ella un sentimiento de celos con otra mujer de su estilo— introduce un factor de desequilibrio que se agravará con los años. Según pienso ahora, una bisexualidad aceptada por ella hubiera podido desviar el curso de los acontecimientos: nuestras relaciones habrían recuperado la armonía perdida, su dimensión de singularidad y misterio. La asunción opresora de los criterios y prejuicios dominantes en el mundo español en torno al cual gravitaba frustró tal eventualidad. Cuanto más incierto y perturbado era mi impulso respecto a las mujeres, mayor sería mi ostentación puertas afuera de una conducta sin rendijas, netamente heterosexual. Metido por mi culpa en aquel atolladero, me agarraba con todas las fuerzas, como a una rama salvadora, a una supuesta normalidad erótica en el momento mismo en que ésta comenzaba a fallarme y la rama se desgajaba. Resuelto a ocultar a Monique y los demás la causa de mi ansiedad, acumulaba obstáculos e impedimentos a la deseable salida. En nuestras visitas ya rutinarias a los bares homosexuales no manifestaba como antes señales de simpatía o afinidad: mi actitud condescendiente y burlona es la de un español estreñido como los militantes políticos con quienes me trato. Las bromas y opiniones reprobadoras sobre las locas que oigo diariamente a mi alrededor, las adopto por propias: me asomo a las sordideces y miserias del gueto, pero pertenezco a la urbe exterior, limpia y planificada.

Monique no podía interpretar correctamente los síntomas que percibía: dolosamente, me había tragado la clave. Nuestra vida seguiría siendo en apariencia la misma; con todo, mis carencias y excesos, escenas de celos cuando se interesaba por otros e inevitable recurso al alcohol por mi parte en nuestros calafells cotidianos, pesaban de modo creciente en ella. «Todavía quiero a Juan», escribía para sí misma en su agenda. Los viajes a España e Italia, cambio de decorado y amigos devolvían a trechos a nuestro nexo su antigua lozanía y frescura. Pero la degradación y caducidad que tanto temía proseguían su insinuación microscópica. Un día leí La fisura de Scott Fitzgerald y me sentí acometido de un pesimismo cósmico: el regreso a España era imposible, mi vida con Monique no tenía futuro, no sabía siquiera si podría seguir manteniendo mi empeño heterosexual. Acampaba en un estado precario, sembrado de incertidumbres, del que sólo la Revolución, con su llama, creía, podría sustraerme quizá.

En una entrevista concedida hace algún tiempo, Jaime Gil de Biedma observaba con agudeza que, a partir de un determinado momento, una relación amorosa estable nos suele traer una mala noticia respecto a nosotros mismos: la de no ser realmente como creíamos o, a decirlo más bien, como imaginábamos ser. La sorpresa debería resultar desalentadora para nosotros mas de ordinario no lo es ni lo será sino de forma retrospectiva. El descubrimiento de que somos peores, mucho peores de lo que suponíamos —sujetos a celos, reacciones mezquinas, actitudes incongruas, arrebatos pasionales, ambivalencia afectiva, autocompasión enfermiza, mala fe, irracionalidad— no se acompaña en general de sentimientos de bochorno ni afanes de enmienda. El huésped que vive dentro de nosotros y actúa de esa manera goza de impunidad absoluta. Su nombre verdadero es Mr. Hyde.

El proceso que favorece su instalación en nuestro fuero interior no es casual y, como sé por experiencia, sigue una vía que, sin embargo de sus sinuosidades y meandros, cualquier cartógrafo competente y honrado puede retrazar. La proliferación o arborescencia que, desde el núcleo inicial enterrado, oculta al prójimo las causas de nuestra conducta, no nos impide llegar, si nos lo proponemos, a la raíz del mal. Una admisión más temprana de mi homosexualidad reprimida y una total sinceridad con Monique en la materia, podrían haberme evitado el estado de tensión y de crisis en el que viví con ella por espacio de cuatro años, la angustia larvada que le transmití, las secuelas de mi conducta a menudo agresiva e incoherente. Falto a la vez de la lucidez y valor necesarios, no seguí el único camino que podía conducirme a la resolución del problema y me encerré poco a poco en mi trampa. Si bien podría alegar en mi descargo que no había trabado aún conocimiento en aquellas fechas con ninguno de esos inmigrados con quienes me cruzaba en la calle a diario y cuya estampa imperiosa, violenta correspondía a la que de manera discontinua pero pugnaz acosaba mis sueños, lo cierto era que, temeroso de su poder sobre mí y el peligro que suponían respecto a Monique, procuraba alejar la vista de ellos aunque mi corazón, presa de su apoderamiento, latía, al azar fugitivo de esos encuentros, brutal y desacompasado. El rechazo deliberado de la claridad, promovido por un conjunto de presiones sociales, políticas y morales acumuladas desde la infancia, me arrastraba a una situación penosa e insostenible en la que, enviscado en mis contradicciones, percibía la irresponsabilidad neurótica como un posible valor-refugio. La propensión familiar a dejarnos atrapar por las circunstancias en prisiones o atrancos morales de los que resulta casi heroico escapar; a elaborar con absoluta sinceridad fantasías compensatorias momentáneamente lenitivas por más que nunca se lleven a efecto; a fijarnos plazos resolutorios para realizarlas y justificar a posteriori su incumplimiento; a rehuir la verdad desnuda y escamotear el nudo gordiano, proyectando nuestras frustraciones o descontentos en otro sujeto o ámbito —toda la triste herencia de efugios, debilidad, resignación, evasivas y apocamiento que arruinó la vida o acabó con la salud mental de mis abuelos maternos— ha pesado en distintos momentos en mi destino y el de mis hermanos pero sin justificar, si me ciño a mi caso, una reacción incomprensiblemente tardía. Aunque inquieta de mis frecuentes altibajos entre una euforia y depresión igualmente excesivas, Monique me había puesto en contacto, a través del doctor Frankel, con mi compatriota Ajuriaguerra —entonces director de un centro siquiátrico en Ginebra pero que mantenía una consulta privada en París—, mi ocultación obstinada de la verdad, del punto causal de mi desequilibrio, convirtió nuestra conversación en un engaño: mintiéndole, como le mentía, no podía procurarme ayuda y así lo debió comprender pues cuando no acudí a la siguiente cita no se tomó la molestia de llamarme para averiguar qué había pasado. La plétora de acontecimientos que antes he referido —absorbente militancia política, detención de Luis, asunto de Milán, etc.— me distraían de la apretura y angustia que me oprimían sin conseguir no obstante borrarlas. En los períodos de mayor agitación y actividad, las relaciones con Monique mejoraban: volvía a sentirme cerca de ella, recobrábamos la complicidad perdida y mi entrega apasionada a la causa revolucionaria, primero española y luego cubana, nos acoplaba de nuevo, favorecía una cauta reciprocidad. Los viajes conjuntos a España, llenos de suspense y novedad; las escapadas a Italia, a las playas en donde siempre se ha sentido dichosa, abrían pausas durante las cuales el perceptible deterioro de las cosas se detenía. Como en las dunas de Guardamar o en Garrucha, gozábamos sin trabas del paisaje esfuminado por la calina, el mar luminoso y quieto, la dulce, impregnadora tutela solar: letargo reptil, sorbos de vino helado, siestas enjundiosas, claustrales, fecundas. Pero la vuelta a París, la vida social, el contacto con los amigos que pasajeramente la atraían o interesaban, me devolvían a la realidad del callejón sin salida en el que me hallaba, del dilema que no osaba afrontar. Mis lecturas de la época traslucen una delectación morosa con obras embebidas de pesimismo y autores cautivos de la música suave de la impotencia, la melodía auroral del suicidio: Pavese, Scott Fitzgerald, Larra, Ganivet. Mi abatimiento y la incapacidad de arrancarme a él lograban, conforme a mis propósitos, culpabilizar a Monique. Sobre mi escritorio, cuando regresaba de dar una vuelta, encontré alguna vez mensajes suyos, como botellas inciertas arrojadas al mar. Consciente del progreso de mi neurastenia, se lamentaba de que su vitalidad, energía y amor fueran inútiles conmigo y, pese a sus esfuerzos, no alcanzara a transmitírmelos. Su tristeza era punzante, pero me llenaba de secreta satisfacción. El apoyo que me hubiera podido prestar dependía de una cooperación que yo le negaba. En esas condiciones y estado de ánimo, el pequeño infierno en el que tan a menudo cae la pareja apuntaba en el horizonte como una amenaza real. La mala noticia sobre mí mismo, me pillaría menos desprevenido que indiferente: el enfermo que se aferra a sus males no encontrará finalmente otro consuelo que propagar en torno a él las semillas de su enfermedad.

Vista desde la atalaya del tiempo, mi conducta de aquellos años me parece irreal. La dualidad de mi relación con Monique afectaba inevitablemente las relaciones con los demás, teñía mi vida entera de una irracionalidad difusa. Taciturno, impotente, asistía como un huésped a mis escenas de celos, acusaciones absurdas, eclipses chocantes de mi sentido moral. Si mis viajes y ausencias me procuraban al comienzo un alivio pronto se convirtieron en nuevos motivos de desazón. Sin mi presencia admonitoria, mohína e hipocondríaca, Monique iba a sentirse aliviada de un peso, contenta de su soltura y movilidad. La conciencia de mi propia flaqueza promovía el desarrollo de una imaginación tortuosa y astuta: el deseo inconsciente de atrapar a la causante de mis cuitas en las redes de una ominosa culpabilidad. Un cotejo de las cartas escritas en el primer viaje a Cuba con las que le envié en el segundo, muestra un neto progreso de la actitud autocompasiva y recriminatoria, del afán de impedir que fuera dichosa y respirara lejos de mí. El descubrimiento del cáncer de garganta de su madre en enero de 1962, durante mi encendida y exaltadora estadía en La Habana, había frustrado la posibilidad de un viaje, de mi propuesta de compartir con ella los sentimientos de embriaguez y fervor que me inspiraba la isla. A mi vuelta a París, había encontrado a Lucienne con una cánula, áfona y disminuida, obligada a soportar un martirio que se agravaba a diario y cuya contemplación estéril conmocionaba a su hija. Abocada a la certeza de su muerte, Monique parecía presa de una agitación compensatoria que acentuaba mi neurastenia e incidía negativamente en nuestros ya maltrechos lazos. Como yo, aunque por razones diferentes y con una base objetiva, alternaba períodos de esperanza ilusoria y alegría forzada con otros de abatimiento y melancolía. Mi proceder con ella no arreglaba las cosas: nuestra desdicha superpuesta y paralela repetía de modo cruel viejas situaciones de mi familia. En vez de ayudarla a soportar la prueba dolorosa que vivía, le reprochaba sus momentos de olvido, generosidad afectiva, vitalidad indomable e, incapaz de coger la realidad por sus cuernos, me refugiaba en la militancia como en una orden tutelar religiosa: pero ni Marx ni Lenin ni la clase obrera tenían nada que ver con mis preocupaciones radicales. A la verdad, mi caso no difería demasiado del de aquellos jóvenes de clase media que, como escribiría Octavio Paz más tarde, «transformaban sus obsesiones y fantasmas personales en fantasías ideológicas en las que el fin del mundo asume la forma paradójica de una revolución proletaria sin proletariado». Durante mi segunda estancia en Cuba, mientras sus cartas me refieren por extenso el tormento diario de su madre y su descubrimiento feliz del libro de Jorge, le echo en cara nuestro «distanciamiento irreversible», el «diálogo de sordos» que mantenemos, mi despego e indiferencia respecto al mundo que me rodea: bebo mucho, jodo con dos mujeres y «no sé dónde estamos los dos ni lo que nos queda». El tono amargo de la misiva era sincero; pero mi exposición de los hechos omite adrede el «detalle» de que, a más de las dos mujeres, había el dueño de un pequeño bar del barrio de Jesús María, un mulato alegre y festivo con el que un par de ocasiones me acosté borracho. Aunque esa relación no tuvo para mí ninguna importancia ni respondió a lo que oscuramente esperaba de ella, su escamoteo de la carta muestra mi empeño de entonces en dificultar el diagnóstico de Monique sobre las causas de mi neurastenia. Mientras ella escribía en su agenda cafard atroce[19], emborronaba conscientemente las pistas.

La zozobra latente que dictaba mi comportamiento —y no lo formulo aquí en mi descargo— era la certeza de internarme de modo irremediable en una zona de marejadas y turbulencias en la que debería nadar a solas: como el que engañado por el poco fondo de la corriente, pierde pie y desaparece en la encabritada marea, temía alejarme de cuanto componía mi vida y extraviarme mar adentro. La homosexualidad risueña, amable, jocosa y desenfadada de los maricas que frecuentaba Monique no era la mía. La ambigüedad que le atraía corresponde sin duda a un ideal femenino del hombre mucho más extendido de lo que se cree, no sólo insensible sino también reacio a los elementos, atributos y rasgos de una virilidad aguerrida y extrema; pero el afeminamiento más o menos explícito se hallaba en los antípodas de mi propio deseo. En diferentes etapas de mi vida he tenido relaciones sexuales ocasionales o esporádicas con mujeres mas nunca, absolutamente nunca, con maricas ni heterosexuales de mi medio cultural y social, clásicamente apuestos, bien educados y de traza o maneras elegantes; más tarde, extendería este riguroso criterio excluyeme a mi propio grupo étnico: a partir de 1963, sólo los hijos curtidos y rudos de la zona sotádica suscitarían mi pasión y apoderamiento. Con todo, aun antes de mi encuentro iniciador con Mohamed, podía reproducir mentalmente, con la minucia y exactitud de un miniaturista, la imagen masculina que me imantaba desde su mágica irrupción en la infancia: de forma intermitente y como a salto de mata, se había insinuado en mis sueños hasta acuciarme al fin con su apremio y porfía. Cambiaba, como dijo bellamente Ibn Hazm, una tierra de hierba suave y verde «por otra rodeada de setos espinosos». Monique no podía acompañarme a ella y yo lo sabía. Mi persistencia en la mentira fue así una última e inútil tentativa de no dejarla atrás antes de encararme al coto vedado en el que, «por un decreto inexorable» y una absoluta sentencia amorosa «a la que nadie puede hurtarse», no tardaría en entrar.

El período más desdichado entre ella y tú fue sin duda el que siguió a tu segundo viaje a Cuba. Lucienne se había extinguido poco después de tu vuelta sin abrigar ninguna ilusión sobre el futuro de vuestra pareja. Cuando acabó su suplicio, acompañaste a Monique, con un grupo de amigos, a la siniestra ceremonia de la incineración. La urna con sus cenizas que, tras una hora de tensa espera, os entregaron los empleados de la funeraria revestía a tus ojos un valor simbólico: siete años de vida común se abreviaban en ellas; los átomos dispersos de Lucienne resumían la historia de vuestra relación. Nueve días más tarde estabais en Venecia, adonde Monique quiso ir con la esperanza de distraerse y aliviar su dolor. En la anterior estancia del cincuenta y siete, habíais bordeado los canales, recorrido el dédalo de callejuelas y cuppo di sacchi, zigzagueando en vaporetto de embarcadero en embarcadero, con una venturosa sensación de arrobo estético y plenitud recíproca. En marzo de 1963, los paseos por Via Garibaldi, en un decorado luminoso de aguas muertas y caserones en ruina, atestiguaban el cambio operado en el intervalo: vuestra solitaria incomunicación glacial. La habitación del hotel Montecarlo, cerca de San Marcos, sería escenario de recriminaciones y disputas. Arisco, intratable, llevabas las cosas al límite de la ruptura evitando con todo que ésta se produjera. Como aquellas personas que al destrozar los bienes domésticos en arrebatos de incontrolada apariencia descargan su cólera en pequeños objetos y se guardan de tocar los valiosos —mostrando a las claras la existencia de un mecanismo interno de vigilancia—, tu doble se conducía con una irracionalidad selectiva, que mediatizaba pero no abolía el ejercicio de la voluntad. Dicha actitud —que luego verías repetida en allegados y amigos de manera penosa—, te parece ejemplificar ahora la ambigüedad de las nociones de sinrazón y cordura: esa vasta zona intermedia en la que el neurótico tiende lazos y trampas a los demás para huir en realidad de sí mismo y se arroja de cabeza al mar provisto no obstante de salvavidas. Pero la lucidez retrospectiva con que te juzgas no vino entonces en tu socorro: por espacio de un tiempo odioso, vivirías irremediablemente a la sombra de tu Mr. Hyde.

Figuraciones, pesadillas, desdoblamientos: impresión de asistir impotente a los manejos y ardides de un personaje que asume tus apariencias, actúa en tu nombre, lleva tus documentos, estampa tu firma, vestido y calzado como tú, identificado contigo por tus vecinos, inquilino de tu propio apartamento; de encarnar con la evanescente irrealidad de los sueños sus deslealtades y felonías. Evocar sus oníricas, espectrales hazañas, ser su juez y memoria, apechar con la desazón de su reaparición fugitiva: afán de lavar la ropa sucia, exponerle en picota, desmarcarte de él. Escudriñar los recovecos de una esquizofrenia remota y percatarte con alivio de su ausencia definitiva. ¿Producto morboso de un ofuscamiento pasajero o ente real, expulsado a escobazos, en enérgica, saludable barrida? Enfrentado a la conminatoria disyuntiva, no sabes, de incierta ciencia, qué responder.

De regreso a París, incapaz de soportar la tensión de nuestra convivencia, hice una de mis habituales escapadas a España; pero, con mi ambivalencia característica, persuadí a Monique a que se reuniera conmigo y, dos semanas después, nos bañábamos juntos en la playa de Torremolinos en un estado de engañosa bonanza. Allí, una llamada telefónica desde Barcelona me informaría a la vez de la muerte de Benigno y la agravación súbita del «caso Grimau».

El diecisiete de abril estaba de nuevo en Francia. No es mi propósito referir ahora la vana agitación de aquellos días: recogida de firmas, actos de protesta, esperanzas de que Franco suspendiera a última hora la ejecución de la sentencia, no llevara hasta el fin su inicua venganza. Nuestro fracaso acentuó los sentimientos de indiferencia y lejanía respecto a mi personaje público, la conciencia mordiente de su absurdidad. Monique debía embarcarse para Corfú con la delegación de Gallimard a fin de asistir a la reunión del jurado que otorgaría días después el premio Formentor al libro de Jorge. La misma noche de su viaje, salí a dar una vuelta por Barbes. Desde la independencia de Argelia, la policía había aflojado su cerco al barrio y era posible deambular por él sin topar a cada paso con la sombría hostilidad de sus patrullas. Recuerdo que, como otras veces, examiné desde fuera los cafetines árabes, con sus clientes acodados en el mostrador o sentados en las mesas, absortos en una partida de dominó o la baraja española de naipes: un ámbito homogéneo y compacto, pero atractivo y vivaz del que me sentía dolorosamente excluido. Ningún europeo Penetraba en él, como si una frontera invisible se lo vedara, y no obstante mis esfuerzos en vencer el apocamiento, me resigné finalmente a pasar de largo. Mi absoluta ignorancia de su idioma, cultura, normas de conducta e idiosincrasia, ¿no condenaba de antemano cualquier tentativa desmañada de abocarme a ellos? Teniendo en cuenta la acerba experiencia de acoso y discriminación de que eran víctimas, ¿con qué ojos podían mirar a un nesrani que con timidez pretendía asomarse a su gueto? La música extraña y cautivadora de sus tocadiscos me invitaba a gravitar en su territorio. ¿Qué expresaban aquellas voces desgarradas e intensas, escuchadas por ellos con fervor y nostalgia? Después de romper las suelas, como un intruso, por la Goutte d’Or, Rué de Chartres, Rué de la Charbonniére, bajé al bulevar de la Chapelle, concurrido por algunos autóctonos y me acomodé en la barra de un café de la esquina del bulevar de Barbes sacudido regularmente por los temblores del metro aéreo. A mi izquierda, dándome la espalda, un hombre joven hablaba en árabe con un amigo y, bruscamente, al eclipsarse éste, se volvió hacia mí. Delgado, nervudo, de mediana altura, ojos oscuros, gran bigote negro, su rostro transmitía una viva impresión de fuerza y cordialidad. Me pidió lumbre y, al advertir que mis manos temblaban al alargarle una cerilla, Jas inmovilizó suavemente con las suyas. Merci, juya, dijo mezclando su lengua con el francés. No sé de qué hablamos ni tengo idea de lo que bebimos: quizá dos o tres rondas de cerveza, apresuradamente repuestas por el camarero a una señal mía, con el designio de alargar aquella conversación casual grávida de promesas. Temía cortar el hilo al pagar y que cada uno se fuera por su lado; pero, desmintiendo la aprensión, mi vecino aguardó a que el empleado me devolviera el cambio y salió conmigo. No sé adonde ir a dormir, me dijo. ¿Conoces un sitio en el que podamos pasar la noche juntos? Aunque el corazón me dio un vuelco, procuré ocultarlo y dije que había muchos hoteles en el barrio: en alguno de ellos encontraríamos habitación. Subimos por el bulevar de Rochechouart y dimos en seguida con uno, situado al comienzo de la Rué de Clignancourt. El cuarto era destartalado y pobre, con una sola cama de matrimonio encabezaos yui un largo travesaño. Mientras me desvestía, Mohamed se coló, acechante, entre las sábanas, sonriendo con su mostacho montaraz y labios rotundos. Mi lento naufragio en el placer se acompañó, en el duermevela agitado de la noche, de una lúcida, recobrada serenidad.

Mohamed debía madrugar y, como nos despertamos con retraso, le llevé en taxi a la Porte de la Chapelle, en donde excavaba una galería subterránea por cuenta de una empresa de obras públicas con un equipo de mineros inmigrados, en el tramo inicial de la futura autopista del Norte. Al levantarse, me había dicho con sencillez que quería ser mi amigo y nos citamos la misma tarde a las seis a la salida de su trabajo. Durante unos días, mientras Monique permaneció fuera, seguí yendo con él de mañana a la obra y acudía a recogerle horas después en un gran café del bulevar Ney, frente a la boca del metro. Bebíamos, cenábamos, jodíamos en algún hotelucho vetusto a la sombra del Sacré Coeur, con una llana y alegre complicidad. El terreno en el que me internaba era engañosamente fácil: a pesar de la naturalidad y simpatía de Mohamed —expresadas en un francés trabucado y ronco—, la inmediatez corporal que nos unía —nuestra nocturna trabazón connive— se asentaba en unas bases precarias. El desconocimiento recíproco de quiénes éramos no parecía importarle gran cosa; pero la dimensión recóndita y singular de su mundo, solapada por el magnetismo que irradiaba, me imponía como un reto la necesidad de esclarecer y ahondar en las razones de mi apoderamiento. Mi afán posterior de saber, explorar paso a paso el ámbito en el que se desenvolvía su vida, embeberme de su lengua y cultura, acotar la imprecisa extensión de lo exótico, nacieron entonces. La tardía vocación de lingüista y etnólogo, que me ha hecho consagrar en los últimos años un tiempo y esfuerzos aparentemente absurdos primero al estudio del árabe magrebí y luego del turco, fue resultado de una porfiada voluntad de acercamiento a un modelo físico y cultural de cuerpo cuyo fulgor e incandescencia me guiaban como un faro. La operación de transmutar el estigma inherente a mi desvío en fecunda curiosidad de lo ajeno se convertía así en una gracia inasequible al burgués atrapado en la convencional rigidez de su universo mezquino. Conjugando de golpe sexualidad y escritura, podía forjar en cambio un nuevo lenguaje alquitarado y decantado en la dura, pugnaz expresión del deseo, largo, seminal proceso originado en el aleatorio encuentro inicial: Mohamed, con su cajetilla de Gitanes, en medio de la barra del café del bulevar de la Chapelle adonde había entrado sin verle.

Mi inexperiencia de su mundo, reacciones, carácter imponían la elección de una estrategia afectiva: en vez de formularle las preguntas que me asaltaban, dejaba que las respondiera él mismo conforme ganaba su confianza. ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos? ¿Por qué vivía a salto de mata, sin domicilio fijo? ¿Quién le guardaba las maletas con la ropa y adónde iba a mudarse? Poco a poco, me explicó que su esposa e hijos habitaban en una aldea de montaña cercana a Uxda; en los últimos meses, se había juntado con una kahba con la que riñó la víspera de la noche en que nos conocimos; aunque su idea al emigrar a Francia era mejorar la suerte de su familia, estaba perdiendo miserablemente el tiempo: no sólo había malgastado el dinero de los suyos con aquella mala puta sino también, por su culpa, se había metido en líos. ¿Qué líos? Mohamed me refirió la historia confusa de una pistola vendida por un inspector de policía pied-noir infiltrado en los medios árabes; al parecer, se había servido de ella en un acto de legítima defensa, hiriendo levemente a un rival. A raíz del hecho estuvo unos días en la cárcel y vivía pendiente de un proceso, quizá de una convocatoria de la policía. Si le imponían una multa, se las arreglaría para pagarla; pero, si le expulsaban a su país, ¿qué sería de su mujer y sus hijos?

Convertido por las circunstancias en el buen samaritano, le ayudé a encontrar una chambre de bonne, renovar sus documentos de trabajo, responder a las cartas inquietas de la familia. Mi candidez de entonces no tenía límites; con todo, aunque Mohamed, con su mezcla campesina de inocencia y astucia, me mentía a menudo como se miente a una esposa, nunca abusó verdaderamente de ella. Cuando, al regreso de Monique de Corfú, volví a dormir a la Rué Poissonniére y le aguardaba al atardecer en un café o el interior de su tabuco minúsculo, descubrí señales inequívocas de la visita de una desconocida. Mohamed se dejaba querer por mí y aprovechaba mi situación conyugal para eclipsarse a su vez y recorrer hasta las tantas los bares de Barbes en donde se reunía con sus paisanos. En algunas ocasiones, me llevaba consigo y entraba de su mano en aquellos reductos densos, compactos, exclusivamente masculinos, poseído de un apetito de conocimiento brusco y devorador. Lentamente, aprendía gestos y ademanes, saludos, fórmulas de cortesía, palabras guturales aureoladas de una magia sutil, que garabateaba a hurtadillas o procuraba registrar en la memoria. Único europeo del lugar, compartía el privilegio de la excepción con unas cuantas prostitutas argelinas. La introducción de Mohamed me consentía la discreta contemplación que buscaba: transcurrido el primer momento de curiosidad, mi presencia pasaba inadvertida. No obstante, mi superioridad cultural, cifrada en el dominio del francés, me convertiría al cabo de un tiempo en una suerte de escritor público, a quien Mohamed y sus camaradas daban a llenar los impresos de la Seguridad Social o dictaban mensajes para sus familias. A fin de mantener a Monique al margen de mis nuevas amistades, me había inventado una plausible profesión de impresor obligado a viajar a menudo a provincias: pero nadie, fuera de Mohamed, me preguntó jamás por mi vida privada, trabajo ni domicilio. Para los asiduos de la media docena de cafetines de la Goutte d’Or que frecuenté mientras duró nuestra relación, sería sólo un anónimo español que chapurreaba su dialecto y escribía gratuitamente sus cartas.

Monique menciona en Las casetas de baño ese «margen de perversidad» concomitante al hecho de que, siendo escritor, haya querido o me haya interesado únicamente a lo largo de la vida por hombres analfabetos o de instrucción tosca y primaria. La observación es acertada en tanto en cuanto la sexualidad se alimenta de emociones, fantasmas e ideas «perversas». Pero, sin descartar su incidencia en mi caso, el factor primordial en mis amistades con montañeses, campesinos o áscaris cuya estampa correspondía a unos gustos oscuramente ancestrales fue compensar con su vivificante e impregnadora rudeza el refinamiento mental exigido por la escritura: poseído de ellos y su placer áspero, buscaba instintivamente la manera de contrapesar mi sumisión física con una dominación intelectual capaz de establecer el equilibrio entre los platillos de la balanza. El goce que me proporcionaría ese resarcimiento —la taimada, sigilosa sensación de adueñarse de su destino y vidas mientras confiaban a mi pluma las palabras dirigidas a sus próximos— sería tan fuerte como el que alcanzaba en comunión con su sexo: el acto de escribir y asumir la voz con la misma plenitud con que unas horas o unos minutos antes habían dispuesto de mi cuerpo mezclaría a menudo la benevolencia aparente de la escritura con el regodeo secreto de la erección. Éste y otros descubrimientos realizados en aquel breve período de vida, fueron de consecuencias perdurables: el cuadro, escenario, situaciones, lugares, en los que acaecerían otras aventuras más o menos efímeras, se fijaron entonces de una vez para siempre. No sólo el poder convocador de unas fisionomías y rasgos presentidos o soñados desde la adolescencia, sino también de un conjunto de elementos cuya reiteración desmentiría su presunto carácter circunstancial. Quienes sentados junto a mí dictaban torpemente sus cartas, cambiarían con los años; pero el mismo gozador disfrazado de escritor público, extendería pacientemente su señorío de un francés convencional y aproximativo a la vandálica, jubilosa apropiación de la grafía árabe.

Mi amistad con Mohamed estaba amenazada desde el comienzo. El engranaje de la maquinaria administrativa puesto en marcha por su pasada condena apuntaba ominosamente en el horizonte pese a mis esfuerzos por conjurarlo y conseguir la suspensión de la sentencia. Con un fatalismo que a veces me irritaba, Mohamed ponía su destino en mis manos; mas si ello le descargaba de toda responsabilidad tocante a su futuro, me abrumaba a mí con los deberes de una engorrosa tutoría moral. La batalla con la administración, jalonada de reveses y triunfos, iba a durar varios años; obligado a abandonar el territorio francés durante mi estancia en Saint-Tropez, Mohamed obtendría, gracias a los buenos oficios de mi abogado, un período de prueba que concluiría abruptamente en 1969, mucho después de que nuestra vinculación íntima hubiera cesado, con una segunda y definitiva orden de expulsión. Por esas fechas, mi experiencia y conocimiento del mundo islámico se habían extendido y cobrado profundidad. Mi elección de los camaradas con quienes mantendría unos lazos más o menos durables no obedecía ya como antes al azar de los encuentros: respondía también a obsesivos y más estrictos criterios tanto de orden físico como emocional.

La entrada del mundo magrebí en mi vida, influyó de manera beneficiosa en la turbulenta relación con Monique. Aplacado, lúcido, consciente, gané poco a poco en dominio y seguridad en mí mismo lo que perdí, respecto a ella, en dependencia enfermiza y agresividad. Aunque mi resolución de ocultar lo ocurrido y mantener preciosamente el secreto estaba condenada al fracaso, nuestra pareja se aquietó. Mis reacciones turbias e incontroladas desaparecieron progresivamente. Por primera vez desde hacía años, nuestras vacaciones en Venecia y la costa dálmata fueron serenas y felices. La puridad que guardaba confería momentáneamente a mi existencia una excepcional ligereza. La maldición asociada al vicio nefando se había transformado de súbito en gracia. Como una culebra ondeante, me escurría a nuevos pozos y manantiales en busca del lugar y momento propicios al demorado cambio de piel.

En el limpio cuadro invernal de Saint-Tropez, nuestras relaciones se estabilizaron. Habíamos alquilado una casita en la Rué de la Citadelle pero, semanas después, Monique encontró un dúplex más holgado con vista sobre el puerto, que pertenecía o había pertenecido a Dominique Éluard. Para no echar de menos mi pequeño escritorio-cocina de la Rué Poissonniére escogí por despacho un cuchitril en el que apenas cabía una mesa, con un ventano desde el que divisaba los tejados rojizos del pueblo y en el que me sentía aislado y flotante, como en lo alto de un palomar. Allí, trabajaba regularmente por las mañanas mientras Monique leía en la playa u ordenaba las notas tomadas durante el cáncer de su madre, que luego incluiría en Une dróle de voix.

Su decisión de poner tierra por medio, abandonar el empleo editorial, huir del ambiente literario en el que hasta entonces había vivido correspondía a lo que secretamente, desde hacía meses, esperaba de ella. La irrupción del goce viril en mi ámbito imponía una entrega en cuerpo y alma al abismo de la escritura; no sólo una convergencia o ajuste entre ésta y aquélla sino algo más complejo y vasto: introducir universo personal y experiencia del mundo, las zonas hasta entonces recatadas, en el texto de la obra que vislumbraba hasta integrarlos e integrarme en él como un elemento más. El cambio operado en la vida se articularía así en un proceso globalmente generador: mi existencia perdería su entidad autónoma y ejercería una mera función dinámica en un mundo concebido como espacio de escritura, en el omnívoro conjunto textual. Mi brega diaria con las sucesivas versiones de Señas de identidad se distinguía cualitativamente de mis forcejeos anteriores con la literatura; debía ser un texto de ruptura y salto al vacío: iniciativo, genésico, fundacional. Como advertí más tarde, al releer la novela impresa, no alcancé el objetivo sino a medias. Compendio y superación de la narrativa pasada, Señas sería finalmente el híbrido de la nueva subjetividad conquistada y un esquema formal, del que no conseguí escapar del todo.

Aclimatados rápidamente en un lugar que por distintas razones nos convenía, Monique y yo vivíamos la experiencia con aparente serenidad. Las tensiones provocadas por mi inseguridad sexual, períodos depresivos, amagos de esquizofrenia se habían disuelto en una atmósfera de trabajo y sosiego propicia a la intimidad y acercamiento. La angustia física y ramalazos suicidas que me torturaban desaparecieron allí para siempre. Cuando terminaba de escribir, si la bondad del tiempo lo permitía, me tumbaba con ella en la playa; al atardecer, salíamos a pasear por el pueblo y nos sentábamos en un barecito frecuentado por pescadores y marinos, con cuyos dueños habíamos trabado amistad. El puerto acogía en invierno numerosos yates de recreo: los guardianes o encargados de alguno de ellos eran marineros españoles que, al descubrir los lazos de paisanaje, solían tomar unas copas conmigo en nuestro local favorito o subían a visitarme a casa cuando divisaban encendidas las luces del comedor. El ritmo tropeziense, con sus menudos ritos, acentuaba por contraste el cansancio y desafecto a París. Durante meses, los dos rastreamos la región en compañía de agentes inmobiliarios: en su entusiasmo de neófito, Monique forjaba planes de vender su apartamento, establecerse en serio en el Midi, comprar allí una casita o terreno. La agonía atroz de su madre, no asimilada aún, la impulsaba a una ruptura con su querencia de la Rué Poissonniére que ella creía definitiva. Carole seguía estudios en un colegio de Saint-Maxime y se mostraba también enteramente dichosa del cambio.

En la hora en que todo parecía encauzarse y nuestra pareja inestable y frágil atravesaba una época de bonanza un factor previsible pero intempestivo descabalgó mis designios y echó por tierra aquella felicidad precaria. Al sacrificar los vínculos con Mohamed al proyecto de vida provinciana, consagrado a Monique y el trabajo, no había tenido en cuenta un hecho esencial: mientras el anonimato y mescolanza de París consentían una actividad sexual clandestina, sin atraer la atención de nadie, la transparencia social de Saint-Tropez, en donde el núcleo de inmigrados norafricanos vivía en su gueto, visible y marginado por el resto de la población, condenaba de antemano cualquier tentativa de acercarse discretamente a ellos. El racismo cotidiano de los autóctonos, tan visceral y larvado como el que profesaban al gremio des enfoirés o sales tantes al que ocultamente pertenecía, falseaba no sólo de raíz mis relaciones con el prójimo; me imponía también, como un yugo, el tormento de la castidad homosexual. Como en otros momentos de mi vida, pero de manera más abrupta y tiránica, una fuerza ciega me impulsaría al encuentro de quienes respondían a la imagen concreta y nítida formada misteriosamente en la niñez. En el barecito en donde nos reuníamos con nuestros vecinos, había reparado un día en un marino «alto, ancho de espaldas, tez curtida por la intemperie, cuyos rasgos puramente árabes, mentón y boca enérgicos» ofrecían de modo retrospectivo una extraordinaria semejanza a los que hallaría luego en la iconografía de Sir Richard Burton y la detallada descripción de su esposa Isabel. Aunque oriundo de África del Norte, el cliente era nesrani, casado y padre de una numerosa familia. Apenas fuimos presentados, surgió entre nosotros una viva corriente de simpatía: buen bebedor, aceptaba con gusto mis invitaciones y, sentados a una mesa en forma de tonel, nos habituamos muy pronto a vaciar diariamente dos o tres botellas de vino. Mi amigo era sensible al interés que manifestaba por él, pero, criado en un medio pied-noir hostil a esa clase de afectos, si bien se dejaba cortejar a media voz a la vista de todos, evitaba a solas cualquier ocasión de comprometerse. Los demás parroquianos asistían a nuestras libaciones y charlas sin abrigar el menor recelo: casados los dos, nuestra conducta y porte masculinos nos ponían a salvo de la murmuración. El alcohol propiciaba el acercamiento mas lo reducía a un simulacro. El Tavel rosado —del que tanto abusara Hemingway— actuaba en el caso de sucedáneo, con un efecto desalentador para mí. Bebía de nuevo, como antes de conocer a Mohamed y maravillaba a los tropezienses con mi temple y aguante. Monique había advertido, desde luego, la ambigüedad de una situación que le recordaba mis pasadas borracheras en el Varadero o con los obreros valencianos del pueblo de Vicenta, en sus paellas dominicales de Rueil-Malmaison. Ese aspecto de mi personalidad le seducía y a veces se aventuraba a tocar el tema conmigo, a hacerme preguntas. Meses después, me reprocharía duramente no haber aprovechado esas oportunidades de hablar claro, el acoquinamiento inexcusable que se adueñaba de mí al encarar la verdad.

Un sentimiento de extrañeza y alejamiento de cuanto me rodeaba surgía a menudo, con limpidez fulgurante, en el curso de una conversación anodina entre amigos o el propio ámbito familiar: la certeza de ser distinto de los demás, vivir íntimamente a mil leguas de ellos, de asistir como un convidado de piedra a sus ceremonias ajenas y absurdas cobraba en ocasiones una tangibilidad casi física. Traidor emboscado en un mundo de apariencias risueñas, me invadía de golpe un hosco afán de profanación: deseos de rasgar con un cuchillo el lienzo tranquilo que componía mi vida, de afirmar frente a él mi violenta revulsión interior. Mi ensimismamiento subsiguiente, la sordera mental que precedió en quince años el inicio de la somática, se desenvolvieron entonces; una capacidad de abstraerme en medio de la gente, de asistir a la comedia social riéndome en mis adentros, de elaborar in situ unas fantasías compensatorias en los antípodas de tal universo se convertirían así en atributos fijos de mi carácter. Paulatinamente taciturno y huraño, mi distanciamiento y reserva me ganarían muy pronto una sólida, merecida reputación de esquinado. Pero más que estos rasgos, captados o sufridos por mi entorno más inmediato, me inquietaba la frecuente rotura o cortocircuito que se producían en mí en las circunstancias más imprevistas. Recuerdo que Roger Vailland nos había referido la historia de un asiduo a un burdel que, un día por semana, escogía a la misma prostituta y, una vez a solas con ella, desataba un paquetito de chukrut y le confiaba sus diversos elementos para que los introdujera por turno en la vagina. El cliente presenciaba el quita y pon sin masturbarse, metía de nuevo el plato cocinado en el paquete y se despedía de la mujer tras recompensarla generosamente. Según reveló por fin a ésta, se encaminaba con el chukrut a casa, lo entregaba a la esposa y compartía con una sonrisa inefable el ágape de la familia. La anécdota o, por mejor decir, la actitud de su protagonista en ella reflejaban con acuidad los apagones bruscos de mi yo social y el desdoblamiento burlón con el que intervenía —y a veces interviene aún— en escenas públicas u hogareñas supuestamente entrañables o serias: velada con vecinos bondadosos, visita de un pariente, recepción oficial con subsecretarios o ministros, una risueña merienda de aniversario. Un detectador de pensamientos o fantasías nómadas habría provocado o provocaría en tales casos mi expulsión inmediata del lugar en el que, con una trastienda mental similar a la del refinado cliente de la historia, actúa mi yo visible y ventrílocuo.

La concentración exigida por el trabajo contribuía sin duda a mi aislamiento y la emergencia de aquel ego travieso encerrado como un diablo en su caja. Tal vez dicho fenómeno sea consubstancial con una vocación vivida como una devoración continua; en cualquier caso, sus efectos se prolongarían aun cuando la causa inductora desapareciese: indiferencia amable a cuanto no forma parte de mis afectos, obsesiones y gustos personales; conciencia apremiante de que sólo la emoción amorosa, sexo y escritura son reales, de que el mundo social burgués y ordenado perturba o interrumpe esa autenticidad subjetiva que, con el poder absorbente de una vorágine, me sumiría en adelante en los sustratos privilegiados de la creación literaria, comunicación personal o sumisión corporal consentida. Frente a estos dominios pacientemente conquistados, lo demás —vínculos sociales, intervención en la vida cultural y literaria, vanidad, fama— carecía de importancia, no justificaba ningún derroche de energía. Mi moral sufrió un cambio y se hizo más pragmática: la busca de la intensidad en el triple ámbito ya mencionado se trocaría desde entonces en el objeto fundamental de mi vida.

Pero estoy anticipando los acontecimientos: en aquellos primeros meses de Saint-Tropez, una doble conciencia de la imposibilidad de eludir la ley del cuerpo y asentar mi vida con Monique en el disimulo y mentira se abrió penosamente camino hasta arramblar con el dispositivo mediocre de mis defensas. Los argumentos sublimatorios de mi renuncia a proceder sin rebozo me parecieron falsos y aun monstruosos: un tributo vergonzante, como el que había pagado el abuelo, a la moral inicua del catolicismo. Lo que me atormentaba no era el hecho de descubrir la verdad a los demás —convencido, como estaba, de que al despejar el equívoco en el que me guarecía me liberaría de una carga cuyo peso aumentaba de día en día— sino el riesgo de que la situación así creada arruinara y pusiera un término a mi estrecha relación con Monique. Su nueva felicidad conmigo, después de las borrascas y tensiones de París y La Habana, me conmovía y paralizaba. Nunca, desde nuestros encuentros en España, la había visto tan radiante y diáfana, centrada en su trabajo, generosa y cordial con sus recientes y viejos amigos. Varias veces a lo largo de la primavera, conforme el clima templaba y solíamos tendernos al sol en alguna de las calas cercanas al pueblo, había intentado franquearme con ella y revelarle lo ocurrido con Mohamed. Pero, por una razón u otra, las palabras no salían de mi garganta, el corazón me latía con violencia y, después de una fatigosa lucha conmigo mismo, abandonaba miserablemente el intento. En mi fuero interno, había compuesto diversos guiones con circunstancias y ambientes favorables a una conversación esclarecedora: un paseo por los bosques de La Garde Freinet; una cena a solas en algún restaurante del puerto; en la connivencia y placidez posteriores al coito. No obstante, llegado el instante de la verdad, las cosas sucedían de diferente manera: ni siquiera el alcohol conseguía desatar mi lengua ni evitarme la rabia y humillación del fracaso. El rostro confiado de Monique, la vulnerabilidad de su sonrisa, su dulce apego a la vida tras la ordalía de la enfermedad de la madre, transformaban mi propósito en un acto cruel, despiadado: la idea de asestarle tal golpe me resultaba insoportable y me inducía a claudicar. Desde entonces, sé que un hombre es capaz de llegar a los peores engaños o extremos por simple, cobardía.

Vistas desde hoy, esa indecisión y cortedad me producen sonrojo. Ninguna mujer podía comprender mejor que Monique el problema y la disyuntiva que me planteaba: devota del mundo de Genet y autora de Les poissons-chats, abrigaba una simpatía y emoción auténticas por los homosexuales y su reacción no hubiera sido en ningún caso áspera ni mezquina. A menudo tocaba el tema conmigo, como si de modo inconsciente adivinara mis cuitas y, discretamente, quisiera echarme una mano. Como diría luego con razón, habría sido muy fácil aprovechar la oportunidad y discutir tranquilamente con ella nuestro futuro. Un miedo tenaz, absurdo e inexplicable frustraba una tras otra las ocasiones propicias y, odiándome por ello, dejaba la decisión para más tarde. Durante los meses de mayo y junio fijé con solemnidad media docena de fechas definitivas únicamente para comprobar mi impotencia y acumular nuevos y más hirientes fiascos. La causa de esa resistencia tenaz, ¿provenía de mi remota educación española u obedecía a una ambivalencia encubierta, a un deseo egoísta de nadar y guardar la ropa? Sea como fuere, la espera me abrumaba: de cuantas decisiones difíciles he tomado en mi vida, ésta seria sin duda la que me costaría más.

Mientras bregaba con mis contradicciones y miedos había recibido una invitación oficial a visitar la Unión Soviética acompañado de mi familia. El proyecto de viajar en verano, durante las vacaciones de Carole, nos sedujo a los tres. Yo debía ir a París a fines de junio a obtener los visados y ocuparme de los billetes y, para eximir a Monique y su hija de las previsibles y engorrosas obligaciones profesionales consecutivas a la llegada a Moscú, resolvimos que apecharía con ellas y cogería el avión unos días antes La idea de explicarme por carta, sopesada cuidadosamente tras el malogro de varias tentativas, me pareció de pronto una bendición. Entre mis numerosos guiones fallidos figuraba el de un sobre visiblemente dispuesto en su mesa de trabajo en el momento de salir a pescar a la bahía con alguno de mis paisanos; pero diversos motivos —presencia de Carole, falta de un lapso de reflexión antes de que pudiera tratar del asunto conmigo— me movieron al fin a descartarlo. Si redactaba en cambio la misiva en París, en vísperas del vuelo a la URSS, los inconvenientes de una reacción brusca, depresiva o pasional, desaparecían. Separados por miles de kilómetros —¡y el telón de acero!— por espacio de una semana, Monique tendría tiempo de reflexionar y discurrir una estrategia defensiva. La certidumbre de la cuarentena brutal que así le imponía no me disuadió del empeño. Un distanciamiento provisional, pensaba, permitiría decantar las emociones, abordar aquel nuevo capítulo de nuestra vida con mayor entereza y serenidad.

Durante un día entero redacté la carta en mi cocina-escritorio de la Rué Poissonniére emocionado y confuso. Temía a la vez ser demasiado neto y no serlo suficientemente; me angustiaba la idea de herirla sin verdadera necesidad. Para colmo de dificultades, un cambio de planes a última hora iba a complicarme todavía las cosas; mi avión salía el tres de julio —veinticuatro horas antes de la llegada de Monique en automóvil desde Saint-Tropez— pero, impaciente de ver a sus amigos parisienses después de tan larga ausencia, adelantó tres o cuatro días la fecha del viaje. Su inopinada irrupción trastornaba el guión laboriosamente amañado y me obligaba a una última y lamentable pirueta: avanzar también falsamente mi partida de forma que, al llegar ella, me supusiera en Moscú. El nuevo esquema exigía mi abandono inmediato de casa y, con todo mi equipaje, me acomodé durante dos días en un pequeño hotel de la Rué de Lafayette cercano a la Gare du Nord. La carta, leída y corregida varias veces, me parecía finalmente aceptable y, tras un paseo melancólico por el barrio en cuyo anonimato me amparaba como un malhechor, asumí mi poco glorioso alea jacta est y la arrojé en el buzón.

Hace tiempo que tenía el propósito de escribirte para confiar algo que me toca en lo vivo, pero la impresión de internarme en un camino sin salida y una mezcla de miedo y rubor habían aplazado la decisión de día en día. Temía asimismo, en una conversación, ponerme nervioso, no expresarme de modo justo y exacto, carecer de la necesaria sangre fría, hacerme entender mal. No obstante, he resuelto intentarlo aun a sabiendas —pues ahora estoy seguro de ello— del auténtico afecto que me tienes, de los lazos tan fuertes y duraderos que nos unen. Sé cuáles son tus sentimientos y también yo te quiero en cierto modo mucho más que antes: con una intensidad que no conocía ni volveré a conocer; y cuando digo «en cierto modo \ hablo de amor moral, aprecio a tu persona y a unas cualidades sin duda únicas, a cuanto has representado para mí estos nueve años y representas hermosamente hoy en tu necesidad de amor»: generosidad, ternura, amistad sin límites a quienes te rodean. Hubiera querido añadir «físicamente», de la manera en que te amé durante años —pese a que entonces te quería menos que hoy— mas no puedo mentir en el momento en que me esfuerzo en ver claro e intento adecuar a la realidad mi conducta respecto a ti y los demás. Sé que no te sorprenderás al leer esta carta: tú misma habías rozado el tema, sobre todo en las últimas semanas, respecto a[20]… Tu instinto no te engañaba acerca del interés profundo que desde hace un tiempo siento por un tipo muy concreto de hombres —interés manifiesto, supongo, a pesar de mis evasivas embarazadas. La certeza de nuestro amor y deseo de preservarlo me impedían hablar contigo como hubiese querido. En los tres últimos meses me había resuelto a hacerlo sin encontrar la ocasión. No me eches en cara no haberlo cumplido antes. He vacilado mucho antes de dar el paso y he necesitado reunir para ello todo mi valor. La idea del daño que te causaré la peso y sopeso con angustia. Será duro para ti, pero lo es aún más para mí. Me siento ligado del todo a ti y mi carta es la confesión de una derrota y desdicha profundas. Hubiese preferido no haberla escrito nunca, pero no puedo seguir sin escribirla. Tengo que explicarte por qué y cómo he comprobado sin lugar a dudas mi inclinación a los hombres y la razón por la cual no te lo había revelado hasta hoy.

En realidad, siempre me ha atraído un determinado tipo viril que tú conoces bien ahora y no pienso que mi enamoramiento de ti ni tu reciprocidad hayan sido algo puramente casual. Hallaba en ti lo que me faltaba y no encontraba en las demás mujeres: una «masculinidad» e independencia que consentían nuestra vida común. Mis experiencias homosexuales de antes fueron negativas y, desde que convivimos hasta hace un año, no mantuve ninguna relación con hombres ni pensé en ello sino de manera fugitiva. Tu amor me había inspirado una confianza en mí mismo de la que carecía y durante mucho tiempo creí que mi homosexualidad pertenecía al pasado. Me atraías físicamente y me sentía seguro de mí. Las cosas comenzaron a estropearse con el paso de…, cuando empezaron mis ciclos de depresión e impotencia debidos a los celos y la pérdida de mi anterior certidumbre —pese a la índole efímera de tus aventuras y la certeza de que me preferías a los demás—. A causa de ello viví años difíciles y, de rebote, te los hice vivir a ti. No creas sobre todo que te atribuyo la menor responsabilidad en lo que acaeció luego: las circunstancias, juzgo ahora, sólo contribuyeron a mostrar la precariedad de mi relación física con las mujeres. Piensa más bien que sin ti, no habría conocido nunca, probablemente, un amor femenino correspondido. Hubo muchos altibajos, períodos de calma y recaídas. Los celos se agravaban en mi caso porque, desde el primer ciclo depresivo, jodía otra vez difícilmente con las mujeres y dos veces de tres era impotente con ellas. Durante meses fui a la cama, como sabes, con las putas de Saint-Denis hasta que el número de fracasos me movió a cortar la experiencia. En esas circunstancias, sentirte enamorada, aun pasajeramente, de otro me resultaba insoportable. Pensaba con seriedad en el suicidio y me despreciaba por no tener el valor de llevarlo a cabo. Después hubo Cuba, la necesidad de asirme a algo, de buscar una puerta. Con… llegué al extremo de los celos, depresión, afán de echarlo todo a rodar. No tenía escapatoria alguna con las mujeres y había perdido el dominio de mis actos: las únicas cosas de las que me avergüenzo en mi vida son fruto de esta etapa; no era dueño de mí mismo y advertía con todo esa degradación moral. Luego, poco a poco, tuve la impresión de tocar el fondo, de saber que en adelante ya no podría sentir celos de ti. El día en que vi a Luis, le expuse la situación y le dije que no entreveía otra salida fuera de alguna clase de vida homosexual. Fue entonces cuando te habló y me hablaste del asunto, pero yo estaba tanteando aún y no podía responderte con certeza.

Hará cosa de un año empecé a ligar con árabes y me bastaron unas semanas para reconocer la evidencia: recuperé, sí, el equilibrio y volví a compenetrarme contigo; pero descubrí también que era total, definitiva, irremediablemente homosexual. Desde esa fecha, como habrás observado, nuestras relaciones mejoraron; aunque de manera distinta, empecé a quererte más que antes y conseguí una especie de dicha que en el pasado no alcancé. Me sentía sereno, alegre de compartir la vida contigo, de teneros a mi lado a ti y a Carole. Como supondrás, quería contarte lo sucedido; pero nuestro bienestar parecía tan endeble que temía echarlo abajo. Luego hubo tu necesidad de dejar Gallimard, escribir sobre tu madre: deseaba sostenerte en ambos puntos, no arruinar una decisión tan esencial para tu porvenir. No obstante mi secreto, el 64 fue un año feliz, el año en el que nuestras relaciones se afianzaron y recobré la quietud perdida. Resolví entonces callar, ayudarte a soltar las amarras con París y la editorial, apoyarte como me apoyas tú. Fui a Saint-Tropez dispuesto a renunciar a la vida que había descubierto, contento de consagrarme a la novela, a ti y a Carole. Los meses que hemos pasado juntos me han mostrado hasta qué punto me siento moral y afectivamente unido a las dos […] Pero me han enseñado también que no puedo prescindir de una homosexualidad efectiva. Las amistades [equívocas] que he trabado no bastan y, aun siendo feliz en vuestra compañía, la castidad con mi sexo me ahoga. En París, habría podido guardar el secreto sin que nadie sospechara; en Saint-Tropez es imposible y si a veces tenía ganas de acostarme con […], arrinconaba en seguida la idea a causa de ti, de tu status en el pueblo, del posible escándalo que se armaría, del qué dirán. El hecho de vivir allá ha imposibilitado la doble vida sexual que llevaba y me ha puesto en el brete de confesarte la verdad […]

La opinión ajena me tiene sin cuidado. Desde que sé de seguro mi homosexualidad, el único problema que me plantea es con respecto a ti y Carole —el efecto siniestro que ocasionaría ahora en ella su descubrimiento—. Soy lo contrario de un exhibicionista y mi pudor y apego a lo secreto están hondamente arraigados; pero no temo a la verdad y las pocas personas con que cuento sois tú, Carole y Luis. A él le puse al corriente de todo en el último viaje. No me faltaba sino decírtelo a ti.

Esta carta expresa mi zozobra. Sé de sobras qué efecto causará en ti y, sin embargo, me veo obligado a escribirla aun con ese riesgo […] Tengo treinta y cuatro años, te quiero y quiero a Carole, no puedo vivir sin vosotras, siento por ti un cariño sin límite. ¿Qué debo hacer? El vacío en el que viviría a solas me asusta, pero lo aceptaré si tú lo decides. Habría querido de corazón que las cosas hubiesen sido distintas, que mi desvío no hubiera ocurrido […] Mas lo que hoy sé de mí me corroe y, rodeado de los amigos de Saint-Tropez, tomo conciencia súbita de una usurpación, de que nuestro compañerismo es ficticio y se basa en la mentira, de que debo desprenderme de la estima de quienes se sentirían asqueados al conocer la verdad. ¡Cuántas veces no habré querido dar un portazo y salir cuando hablaban de mí como si fuera de los suyos, largarme lejos, vivir sin amigos en un país en donde nadie me entienda, absolutamente aislado! El destino de Jean [Genet] me obsesiona. A veces, al despertarme de noche, tengo ganas de gritar. Me digo entonces que mi verdad es ésta, que lo demás son componendas, facilidad. Que para hacer algo moralmente válido debo cortar en seco con todo.

Ahora estoy en un atolladero. No puedo proponerte nada, prometerte nada, nada. Me angustia tu reacción y secretamente la deseo. Sé que destruyo mi dicha de estar junto a ti, la tuya de estar junto a mí y que siento tan fuerte. He comenzado la carta muchas veces con el ánimo encogido. Hago preces por que no la tomes por una ruptura, aunque no puedo nada contra ésta. Tengo miedo a vivir sin ti: y hay tu rostro, tu capacidad de amar, tus ojos, tu cariño. No he estado nunca cerca de nadie como de ti. Ni he ido más lejos en el amor que contigo.

Aun cuando seas la destinataria exclusiva, puedes mostrar la carta a quienes nos quieren y desean que las cosas vayan bien entre nosotros […] Sé que la intervención de otros no te ayudaría y complicaría inútilmente el asunto.

No me queda por añadir sino el deseo de que halles el amor, dicha, amistad y estima que mereces y que quisiera poderte dar siempre.

Te espero el día 10 en Moscú con todo el amor y espero a Carole. Te besa fuerte…

La respuesta, acechada con impaciencia, llegó por fin. Un telegrama dirigido al hotel Sovietskaya, cuyo texto rezaba escuetamente: semana inhumana pero te quiero. Tres o cuatro días después, al ir a cogerla al aeropuerto con Irina, el intérprete y Agustín Manso, Monique me entregó un escrito redactado a tropezones y rachas durante su cruel cuarentena, en el que figuraba una larga posdata escrita y fechada en pleno vuelo. Sus reflexiones, preguntas, reproches, formulados en una soledad angustiosa y difícil, mostraban a la vez su fuerza y vulnerabilidad, nobleza, amor, frescura, generosidad, dudas, tormento.

Lo fundamental estaba dicho: en adelante, el logro o fracaso de nuestra relación —su adaptación a cuanto ella acababa de descubrir—, dependía de nuestra voluntad de seguir juntos. La ilusión de formar una pareja normal había naufragado y se nos planteaba el desafío de crear algo nuevo. Pero el amor, comprensión y respeto recíproco con los que contábamos, ¿bastaban para conservar la fuerza de unos lazos que juzgábamos primordiales? La zona abrupta y difícil en la que me internaba y a la que ella no tendría acceso, ¿no corría el riesgo de extenderse y resumir nuestra vida común a una suerte de simulacro? El peligro existía y los dos éramos plenamente conscientes. La decisión de no ocultarnos nada tropezaba en la práctica con un obstáculo de peso: el deseo de no herirnos ni hacernos sufrir de modo gratuito. Poco a poco, estableceríamos las reglas de un juego en el que el rigor respecto a lo estimado importante se suavizaría con el pudor aconsejado por el afecto. Aunque por espacio de unos años mantendríamos una intimidad física, el centro de gravedad de nuestra compenetración pasó a la esfera de los valores y sentimientos compartidos. Monique sabía que mis amistades árabes no ponían a prueba mi amor por ella: el sexo y características de mis compañeros excluían toda rivalidad potencial. Mi existencia se desenvolvía en dos planos paralelos, sin choques ni interferencias: sin Monique, habría quedado reducida a la mitad de mi personalidad. La liberación de los grillos que me tenían sujeto modificó así la naturaleza de nuestros vínculos. Dejé de ser el amante inseguro o torvo de los primeros tiempos para convertirme en otro distinto y, a fin de cuentas, más soportable; un hombre resuelto a integrar la escritura en su vida y su vida en la escritura y cuyo círculo de intereses y afectos se ceñiría paulatinamente a lo esencial. La convergencia en preservar lo que nos unía de las borrascas y agitaciones pasajeras triunfaría en su empeño. De modo oscuro, pero certero adivinaba que el hecho de no ceder a las presiones sociales y poner mi conducta a descubierto suponía un progreso tocante a las costumbres de la época gracias al cual mis nexos con Monique y con el mundo se depurarían y adquirirían mayor entidad. Frente a la sordidez, hipocresía y frustración de numerosos matrimonios, lo que nos proponíamos forjar era una modesta victoria de ambos contra el destino. La fascinación premonitoria de Monique por el universo genetiano, su prontitud en arrancarme al dilema con el que contendía serían cruciales en la conquista de ese nuevo territorio moral.

El 17 de agosto de 1978, catorce años después de la fecha en la que transcurre el relato, contraje matrimonio civil con Monique Lange en la alcaldía del Deuxiéme Arrondissement de París.

Impresiones de vuestra primera semana en Moscú. Sencillez y emoción del encuentro: mirada primicial, lenta aproximación cautelosa: conciencia aguda de hollar un suelo movedizo: de adentrarse en un campo sembrado de peligros: mecanismos de defensa instintivos, susceptibilidad a flor de piel, leves antenas sensorias.

necesidad de proceder con delicadeza recíproca: de acudir a tientas, exploraciones, sondeos: reinventar poco a poco ademanes y gestos: hallar de nuevo el deslumbramiento de su sonrisa

intimidad, turbación, beatitud de saberos huérfanos, vulnerables, desnudos: abandonados sin recursos a una vía riscosa pero feraz e inventiva: la de formar una pareja diferente, ajena a lo usual, convenido y estéril en la esperanza de que os llevará a un destino vivido no como doble sentencia condenatoria sino a un estado de gracia sutil de serena y misteriosa armonía.