A fines de abril de 1982, después del pequeño acto de presentación de un libro mío en la ya histórica librería parisiense de Ruedo Ibérico, me fui a cenar con un grupo de amigos a uno de los numerosos restaurante norteafricanos del barrio: un figón barato en donde, según José Martínez, servían un excelente alcuzcuz. Bordeamos la plaza de Maubert-Mutualité, atravesamos el bulevar Saint-Germain y, conversando animadamente, torcimos por una bocacalle estrecha, a la izquierda de la cual, a una cincuentena de metros de la esquina, se hallaba el local: una estancia mediana, rectangular, cuya configuración, en el momento de sentarme a la mesa, me recordó de pronto una habitación conocida. Sólo entonces advertí que estábamos en la Rué de Biévre —famosa ahora por residir en ella el presidente François Mitterrand—, una callejuela que años atrás, por espacio de muchos meses, había sido objeto asiduo de mis visitas. Pregunté en árabe al camarero que nos atendía el número del restaurante: setta u aacharin, yasidi, el veintiséis, señor. Mientras mis acompañante elegían el menú de la cena, empecé a recomponer mentalmente, tras el decorado marroquí de circunstancias, la disposición de los muebles de esa antigua oficina de Libre censurada por mí hasta el extremo de no identificarla cuando el azar me había hecho Penetrar en ella. Aquellos pocos metros cuadrados del 26 Rué de Biévre habían desempeñado, con todo, un papel importante en mi vida y la de un puñado de escritores de lengua castellana: la revista crítica trimestral del mundo de habla española que debía habernos aglutinado se convirtió en verdad, por una serie de causas e imponderables, en el arma de nuestro enfrentamiento y, a la postre, de nuestra enemistad. Las relaciones personales que unían a sus iniciadores —protagonistas casi todos ellos del mal llamado boom latinoamericano— se agriaron y, en cierto modo, terminaron allí. Sentimientos de duda, recelo y aun franca hostilidad sustituyeron la vieja cordialidad y camaradería. Un gato negro había cruzado inopinadamente el domicilio de la revista: el célebre caso Padilla. Sus consecuencias dieron al traste con nuestros originarios propósitos de diálogo y discusión. El anatema, la agresión, el ataque iban a transformar en adelante a la comunidad cultural hispánica en un mundo de buenos y malos digno de una película del Far West. Libre significó así el final de muchas amistades e ilusiones. Desde su clausura por razones tanto políticas como financieras —tras año y pico de existencia tensa y zarandeada—, no había vuelto a acercarme a la travesía del bulevar Saint-Germain en la que ya en 1971 se alojaba el futuro presidente de la República francesa. Que once años después, nuestro local se hubiese metamorfoseado en un modesto restaurante de alcuzcuz me pareció no sólo una broma personal sino también una especie de señal del destino. Aquella noche, a lo largo de la cena, no dejé de pensar en el olvidado episodio de la revista y, paladeando aún el sabor familiar del té con menta, decidí volver sobre él por escrito cuando el tiempo y la ocasión lo permitieran.
En la primavera de 1970, una periodista militante en los movimientos marginales surgidos de mayo del 68 telefoneó para decirme que una amiga suya, atenta a las cuestiones de Iberoamérica, estaba dispuesta a financiar una revista político-cultural destinada al público de habla hispana. Me dio sus señas y, después de una breve conversación telefónica con la interesada, acudí a verla, en compañía de la periodista, a su elegante residencia de la Rué du Bac. Albina de Boisrouvray era entonces una mujer muy joven, sumamente bella, apasionada de cine y literatura, cuyos orígenes —su abuelo materno Nicanor Patiño, había sido el famoso «rey del estaño» boliviano— explicaban su familiaridad con los problemas y realidades de nuestro mundo. Un viaje reciente a Latinoamérica —adonde volvería más tarde a reunir testimonios y materiales sobre la captura y asesinato del Che— le había revelado brutalmente la opresión, injusticia y atraso reinantes en la mayoría de nuestros países y hecho concebir el propósito de crear un medio de expresión al servicio de quienes, en el campo literario y político, se esforzaban en denunciarlos. Me alargó modestamente, como tarjeta de visita, sus colaboraciones en revistas y semanarios como II Manifestó, Politique-Hebdo o J’accuse y estableció los límites precisos de su empeño en la empresa: estaba de acuerdo en adelantar la suma de cien mil francos para la creación de la revista y respetar escrupulosamente su independencia. Expuse ante ella a brochadas mi idea de la futura publicación, sus propósitos y ambiciones, la lista de los eventuales colaboradores con quienes me pensaba asesorar. Albina mostró su conformidad con mis planes y convinimos en que, una vez hubiese realizado las primeras gestiones y me hubiera puesto al habla con mis amigos, nos volveríamos a encontrar.
Durante las semanas que siguieron a esta entrevista, expliqué el proyecto de viva voz o por carta a una docena de autores entre los que figuraban Cortázar, Fuentes, Franqui, García Márquez, Semprún, Vargas Llosa y Sarduy. Recuerdo que Severo, tras escuchar mi panegírico de Albina —«joven, bella, culta, millonaria y, además, de izquierda»— exclamó con su inimitable acento: «¡No puede ser! O, si es así, tiene cáncer».
Dada la dispersión física de los contactos, decidimos aplazar la discusión sobre el tema en espera de la circunstancia oportuna que nos reuniese. Ésta se presentó sólo meses más tarde, con motivo del estreno de una obra teatral de Carlos Fuentes en el festival de Aviñón. Sus amigos habíamos prometido asistir al acto y el mismo día de la premiére nos congregamos a discutir de la revista en la casa de veraneo de Cortázar, en la vecina localidad de Saignon.
Yo había salido por carretera de París con dos periodistas y, al llegar al pueblecito provenzal en e] que nos habíamos dado cita, descubrí en seguida el autobús en el que numerosos amigos de Carlos habían venido desde Barcelona. Donoso, García Márquez, Vargas Llosa nos aguardaban en el jardín del pequeño chalé de Cortázar: éste vivía ya separado de Aurora y su compañera de entonces, Ugné Karvelis, oficiaba de anfitriona. Acababa de regresar de Cuba —en donde mantenía numerosas relaciones con escritores y funcionarios culturales—, y nos transmitió a Vargas Llosa y a mí los recuerdos del ya «conflictivo» Padilla.
Cuando abordamos el tema de la revista, mis compañeros coincidieron conmigo en el interés y oportunidad de la empresa: el objeto primordial de ésta, subrayé, debería consistir en una desmilitarización de la cultura, tal y como la había propuesto Sartre años atrás en un coloquio de escritores de Leningrado. La radicalización de la revolución cubana y el recrudecimiento de los conflictos sociales y políticos en Latinoamérica tendían a instaurar una atmósfera de guerra fría en el campo de las letras hispánicas y recluir a los escritores de la isla en una mentalidad de fortaleza asediada perjudicial a sus intereses. Una revista como la que nos proponíamos, resuelta a prestar desde afuera un apoyo crítico al régimen de La Habana, no sólo contribuiría a evitar el aislamiento cultural de éste sino que reforzaría la posición de los intelectuales que, en el interior del mismo, luchaban, como Padilla, por la libertad de expresión y una auténtica democracia.
La operación Mundo Nuevo —denunciada inmediatamente por Cuba como una cobertura de la CIA— había avivado el recelo de los responsables culturales castristas de cualquier iniciativa venida de Europa. Aunque la imagen entonces difundida de Emir Rodríguez Monegal como un peligroso superagente hacía reír a quienes le conocíamos, lo cierto es que las pasadas conexiones de Encounter, Preuves y Cuadernos con los servicios secretos estadounidenses habían envuelto a la publicación sucesora de la que por espacio de años dirigiera Gorkin en una nube de sospechas difíciles de barrer. Rodríguez Monegal aseguraba que la nueva financiación de la revista era absolutamente privada y, como los hechos se encargaron de probar, decía la verdad. Con todo, los vínculos existentes entre la nueva publicación y la vieja —simbolizados por su permanencia en el local de Cuadernos— entretenían un equívoco del que todos, empezando por el propio Emir, éramos plenamente conscientes. Si autores luego asociados al proyecto de Libre como Paz, Fuentes, García Márquez, Donoso, Sarduy o yo habíamos publicado textos o entrevistas en Mundo Nuevo, otros, como Cortázar y en general los colaboradores de la revista de la Casa de las Américas, se habían mantenido prudentemente a distancia. Las suspicacias del núcleo dirigente de la cultura cubana habían aumentado dos años más tarde a causa del malestar creado entre nosotros por los ataques del órgano de las Fuerzas Armadas a Padilla, cuya crítica de Lisandro Otero y defensa de la novela de Cabrera Infante produjeron escándalo. La famosa entrevista del autor de Tres tristes tigres en Primera Plana en agosto de 1968 había tenido el efecto de un explosivo: independientemente de nuestras voluntades y esfuerzos, la idea de una turbia conspiración contra Cuba empezó a tomar cuerpo. Coincidiendo con la entonces sorprendente aprobación por Castro de la invasión soviética en Checoslovaquia, la política cultural del gobierno revolucionario adoptó progresivamente una actitud de repliegue y endurecimiento. A las desilusiones e inquietudes con respecto a Cuba de un núcleo de compañeros de viaje entre los que yo me encontraba correspondía una política cada vez más ruda y sectaria de la revolución. Aunque arriesgada, la idea de tender un puente entre nosotros y ésta —de propiciar el diálogo entre Cuba y la izquierda no comunista europea y latinoamericana— era no obstante tentadora. Como los hechos se encargarían de probar, iba a resultar inviable. Inevitablemente, durante nuestra conversación informal en la escalera del jardín de Cortázar, el tema de la participación de Cabrera Infante en nuestro proyecto provocó un primer y ya revelador enfrentamiento: mientras Vargas Llosa y yo nos mostrábamos favorables a ella siempre que fuese estrictamente literaria, nuestro anfitrión afirmó de modo rotundo que si Guillermo entraba por una puerta él se salía por la otra. No recuerdo las intervenciones de los demás asistentes, aunque sí las palabras de Donoso en el autocar que nos conducía a Aviñón, sorprendido e irritado como yo por el veto de Cortázar. Con todo, unas razones políticas que entonces me parecie ron de peso me indujeron equivocadamente a ceder: según pienso ahora, el proyecto de nuestra publicación debería haber muerto allí. La necesidad de mantener el contacto con la revolución cubana y ayudar a los amigos que dentro de ella y en condiciones cada vez más difíciles compartían mis posiciones e ideas se impuso a mi repugnancia al anatema. Libre nació fruto del cabildeo y compromiso: la eventual participación de los escritores cubanos en la misma exigía el sacrificio de Guillermo y, tanto Cortázar como Vargas Llosa, cuyos vínculos permanentes con la Casa de las Américas los convertían en nuestros intermediarios ideales, se comprometieron a defender el proyecto ante sus colegas en la siguiente reunión anual del comité de redacción. Agrupados en torno a Carlos Fuentes, en el soberbio recinto pontifical que servía de marco a su obra, los futuros promotores de Libre brindamos inocentemente por e] éxito de nuestro intento.
Prodigiosa condensación de impresiones, imágenes, ritmos, olores, nada más bajar del avión en un aeropuerto en el que contra todo pronóstico no te espera nadie: acento isleño dulce a tus oídos, cálida inmediatez del aire, rostros morenos lampiños o hirsutos, uniformes y gorras verde olivo, aromas vegetales difusos, tronco esbelto y langor de pencas de palmas reales. Vuelos irregulares, llegada a todas luces intempestiva, radiogramas sin aparente destinatario. Cumplir con las formalidades policiales, coger un taxi, dudar entre las señas de la Casa de las Américas y las del periódico dirigido por Carlos Franqui. Escoger las últimas y aterrizar con la maleta en el vestíbulo de Revolución custodiado por milicianos armados. Franqui acude a recibirte con sencillez, bromea sobre el funcionamiento del servicio postal cubano, te acompaña al hotel Habana Libre en donde te han reservado una habitación.
Las plantas de todos los invernaderos de Europa parecen haber huido de golpe y haberse dado cita en La Habana: flamboyanes, buganvillas, araucarias, especies de hojas lobuladas y consistencia cauchosa, ficus de tronco inmenso y nudoso, con ofidianas raíces al aire. Agitación callejera, exuberancia de ademanes y gestos, una mulata que camina calzada en sus pantalones, con un temblor de caderas, dirá el chófer, semejante al de un flan en la mano de un viejo.
Hay ciudades que se apoderan del viajero desde el instante de su llegada y otras que exigen un tratamiento cautelar, de imprevisibles tropismos. Las hay también a ¡as que el forastero no se adaptará jamás y su encuentro será como el de dos desconocidos que, después de charlar en un café o compartimento de tren, se separan con rumbos distintos.
Aire sutil de La Habana, embebido de luminosidad tenue e inconfundible: viento racheado del Malecón, empírea serenidad del Prado, brisa tutelar de muelles portuarios, atmósfera estancada de un callejón sacudida de leve temblor festivo.
Marea humana de la Revolución invadiendo las calles del Vedado. Manifestación contra el asesinato de un niño brigadista: desfile incesante de voluntarios, despliegue de pancartas patrióticas e iracundas, himnos carraspeados por altavoces, letras burlonas, lemas y consignas.
Te abres camino con Franqui entre la masa de asistentes al acto, venidos a escuchar las palabras del Líder. De pronto, un vendedor de helados, obligado a ausentarse de allí unos minutos, confia con natural premura a tu acompañante la guarda de su carrito; para maravilla tuya, el director de Revolución atiende de buen humor el negocio y despacha mantecados a los clientes con la rapidez, eficacia y ahínco de quien no hubiera hecho sino esto a lo largo de toda su vida.
Tus cartas a Monique transmiten sentimientos de arrobo y felicidad, se esponjan en una atmósfera solidaria propicia a la ilusión lírica. El pueblo ha recobrado su dignidad y lo proclama; la dicha está al alcance de todos; pese al boicoteo y las amenazas nadie está dispuesto a ceder. ¿Cómo vivir, después de tantos sueños frustrados, sin el fervor y apoderamiento de Cuba? ¿Qué mejor prenda de amor que invitarla a compartir contigo la Isla?
Curiosa sensación de vivir una prismática aceleración del tiempo. Reacción popular espontánea a la conferencia de Punta del Este y exclusión de la OEA: movimientos de vaivén sincopados, círculos de manos alzadas, clamor de millares de gargantas contra la inadmisible intervención extranjera. Tercer aniversario de la caída de Batista: enfebrecidos discursos, frases coreadas con ritmo de pachanga, empeño en defender las conquistas revolucionarias y dar la vida por ellas. Viaje a Santiago y provincia de Oriente: suntuoso esplendor vegetal, playas blancas, milicianos bailando bajo los cocoteros, zafra liberada de esclavitud secular, guajiros cortando alegremente la caña, discusiones y charlas políticas con fonética musical caribeña.
Experiencia literaria de Pueblo en marcha, exorcismo de tus contradicciones y culpabilidad ancestral. Operación de desconstruir moralmente un pasado que te fascina y deslumbra: apropiación de un universo mulato en cuyo dulzor te sumerges con inocente beatitud lustral.
Imposibilidad de distinguir en tu bisoñería y confusión de ánimo la compleja superposición de estratos, lo español y lo africano, lo propiamente isleño, lo creado e impuesto por obra de la Revolución; presencia simultánea de un pasado residual condenado a extinguirse y de un futuro transmutado en presente con apresurado, jubiloso fervor.
Descubrimiento feraz del ámbito lucumí y abakuá: plantes ñañigos, diablitos danzantes, misterios del cuarto fambá, sincretismo religioso, sacrificios rituales, ceremonias y altares de santería. Querencia, orientación instintivas a zonas promiscuas y de existencia precaria: nocturnidad salina del muelle, cenas en la taberna San Román, veladas musicales con sirenas coriáceas e irredimibles, infinitos cuba-libres en los chaflanes de Jesús María, mescolanza barriobajera de fecunda porosidad. Capilaridad y ósmosis de los dos planos: los milicianos de los Comités de Defensa son simultáneamente ñáñigos, las prostitutas se alfabetizan e insertan en los programas de reeducación.
El itinerario de tus merodeos, paralelos a los de un Infante difunto, comulgan con su premonitoria visión de Bulwer: rastreo minucioso de un mundo seductor y caduco antes de verlo inexorablemente barrido por el pompeyano torrente de lava, el fuego purificador.
Creencia medular en un destino compartido, libre de las nociones de clase social, poder económico, racismo, explotación, plusvalía. Pláticas vesperales en el Parque Central, vagabundeos aguijadores por Regla y Guanabacoa, conversaciones con ron y música de vitrola, tuteo inmediato de allanadora familiaridad. Imantación personal a nuevos campos magnéticos, afinidades subterráneas y tácitas, ideales enardecedores todavía sin oxidar. El cerco a que está sometida la isla instiga a cerrar filas, desdibuja y abóle la frontera de lo público y lo privado. Acodado en tu balcón del piso decimoctavo, contemplas exaltado y aprensivo el panorama de la ciudad transfigurada por el crepúsculo: horizonte cautivo, luz amedrentada y cobarde, leve irisación del aire, evanescente labor de esfumino, lenta, suave palpitación de gigantesco animal herido y jadeante.
Acechadero, mirador de diablo cojuelo, perdido en tu reflexión solitaria: parpadeo intermitente de antenas en algún rascacielos, sombras agazapadas, siluetas confusas, avasalladora negrura, lamento sordo de bestia a punto de ser absorbida en el remolino y desaparecer contigo en la noche, en el vórtice del sumidero.
Como esa nubecilla aborregada e ingenua que, surgida sin saber cómo en un cielo nítido y liso, convocará poco a poco en torno a ella masas de bordes brillantes, expansivas, voraces, de hosca y amenazadora presencia, la aparición del primer, de los primeros síntomas de deterioro pasará inadvertida a tus ojos y será descartada por fútil e incierta, pese a la cauta previsión de los meteorólogos.
Por distintos medios y vías, tus amigos transmiten prudentemente el mensaje: Lunes ha sido cerrado, los funcionarios del Partido acaparan los puestos responsables, la cultura ha perdido su autonomía y acata paulatinamente las directivas de nuevos y obtusos comisarios. Silencio embarazado a tus preguntas, conversaciones interrumpidas por la llegada de extraños, inquietudes regularmente acalladas por tu voluntad de contrapesar los eventuales defectos can los beneficios inmensos que aporta la Revolución.
Walterio Carbonell, Padilla y Cabrera Infante te irán a despedir el 21 de febrero a Rancho Boyeros y tu agorera fotografía con ellos, conservada en tu Archivo de Boston University, aparecerá el día siguiente en las páginas del diarto de Carlos Franqui.
Durante mi breve y última visita a Cuba —invitado junte a una cincuentena de escritores y artistas a las fiestas de aniversario del asalto al Moneada, en julio de 1967—, me encontré con una situación muy distinta de la que había conocido en mis anteriores estancias. A las dificultades creadas por el riguroso bloqueo estadounidense y los errores de la propia dirección cubana se había agregado un clima de reserva, cuando no de temor, que quienes hemos sido educados bajo una dictadura captamos con mayor facilidad que las personas habituadas a los derechos y libertades de una sociedad democrática. No es mi propósito señalar aquí las transformaciones sufridas por el proyecto revolucionario cubano desde sus comienzos al fracaso histórico de la zafra gigante de 1970: a ellas me he referido en otro lugar y no volveré sobre el tema[15]. Indicaré tan sólo que el entusiasmo popular que había conocido había sido sustituido con un entusiasmo de consigna, que disimulaba a duras penas su índole forzada, puramente oficial. La cordialidad de nuestra recepción, los esfuerzos desplegados por Franqui para facilitarnos las cosas y dar un tono de espontaneidad a las festividades no bastaban para ocultar Ja presencia de una burocracia ubicua y omnímoda que, entre bastidores, seguía discretamente nuestros pasos. Recuerdo que durante el happening organizado por Franqui frente a la antigua funeraria Caballero fui entrevistado en directo por la televisión y, mientras estábamos preparando el esquema de lo que debía ser la entrevista, el periodista encargado de ésta me rogó que, al referirme a la narrativa cubana, no mencionara a Cabrera Infante pese a que por aquellas fechas no había roto aún con la revolución: obedeciendo en apariencia a sus consejos, me abstuve de citar su nombre pero observé que las novelas cubanas más importantes aparecidas en los últimos años eran Paradiso, Tres tristes tigres y El siglo de las Luces. El día siguiente, recibí una llamada telefónica en mi habitación del hotel Nacional: era Lezama Lima. Me agradeció la referencia que había hecho a su novela y añadió: «¿Sabe usted que es la primera vez que alguien ha hablado de ella en la televisión de mi país?» Pero, para la mayoría de los invitados, en especial aquellos que visitaban Cuba por primera vez y desconocían nuestro idioma, el viaje fue un éxito. Mis amigos franceses —Marguerite Duras, Nadeau, Guyotat, Schuster— estaban encantados con la atmósfera de libertad reinante que empequeñecía a sus ojos, según Dionys Mascolo, la que conocían en París. La luna de miel de Castro con los intelectuales europeos —calificados por él de únicos y verdaderos amigos de Cuba en un sonado discurso— había alcanzado su punto culminante. En 1967 el Líder Máximo admitía de buena gana sus observaciones y críticas. K. S. Karol, que entonces redactaba su libro sobre la revolución, era objeto de atenciones particulares por parte de Castro, a quien acompañaba en jeep y helicóptero en sus viajes por la isla. Surrealistas como Leiris y Schuster creían haber encontrado allí la revolución libertaria de sus sueños: cuando en el acto de inauguración del Salón de Mayo tropezaron con un estaliniano empedernido como Siqueiros, la poetisa Joyce Mansour le dio una formidable patada en el trasero «de parte de André Bretón».
Para alguien que conocía bien Cuba y contaba con numerosos amigos entre sus escritores e intelectuales, la perspectiva era muy otra. Durante mi estancia en La Habana pude conversar extensamente con Franqui, Padilla y otros compañeros que no cito porque residen todavía en el país: por ellos me enteré de los problemas y obstáculos con que tropezaban, de la omnipresencia policial, de los estragos de la autocensura. En el hotel Nacional recibí igualmente la visita de Virgilio Piñera: su deterioro físico, el estado de angustia y pánico en el que vivía se advertían a simple vista. Receloso, como un hombre acosado, quiso que saliéramos al jardín para conversar libremente. Me contó con detalle la persecución que sufrían los homosexuales, las denuncias y redadas de que eran objeto, la existencia de los campos de la UMAP. Pese a sus repetidas y conmovedoras pruebas de apego a la revolución, Virgilio vivía en un temor constante a la delación y el chantaje; su voz era trémula y aun recorriendo los bellos y bien cuidados arriates del hotel, se expresaba mediante susurros. Cuando nos despedimos, la impresión de soledad y miseria moral que emanaba de su persona me resultó insoportable.
Mis sentimientos y opiniones acerca de la revolución cubana se habían modificado sensiblemente durante aquel rápido y agotador viaje. El proyecto de sociedad más justa e igualitaria, pero democrática y libre preconizado en sus orígenes por el 26 de Julio había sido reemplazado con un esquema que conocía muy bien desde mis viajes a los países del bloque soviético: ese «socialismo real» en el que, como dijo en una ocasión el líder estudiantil berlinés Rudi Dutschke, «todo es real excepto el socialismo». Desde entonces, mi sostén exterior a aquélla carecía de convicción y entusiasmo. Con la partida discreta de Franqui poco antes del discurso de Castro en el teatro Chaplin de agosto de 1968, mi esperanza un tanto vaga en una modificación de la línea caudillista y sectaria disminuyó todavía: en un lapso de dos o tres años, Cuba había dejado de ser para mí un modelo.
Mientras consumía mi porción de alcuzcuz en el restaurante marroquí de la antigua oficina de Libre, comencé a repasar en mis adentros las etapas de aquel distanciamiento paulatino mío del régimen de Castro: el paso de esa «efusión lírica» que detectaba en mis compañeros de viaje de 1967 —la de los «turistas revolucionarios» magistralmente descritos por Hans Magnus Enzensberger— a una actitud más prosaica y lúcida propia de quien ha dejado de ver las cosas con las anteojeras de la ideología y ha perdido bastantes plumas a lo largo del accidentado trayecto.
El 8 de noviembre de 1968, hacia las dos y pico de la tarde, había bajado como de costumbre al bulevar de Bonne Nouvelle a estirar un poco las piernas y comprar Le Monde, cuando una crónica del corresponsal del periódico en Cuba llamó bruscamente mi atención: «El órgano de las Fuerzas Armadas denuncia las maniobras contrarrevolucionarias del poeta Padilla». El artículo, firmado con las iniciales de Saverio Tutino —enviado especial asimismo del Paese Sera— reproducía algunos pasajes de la filípica de Verde Olivo contra el poeta, a quien acusaba no sólo de un catálogo de provocaciones literario-políticas, sino también —lo cual era mucho más grave— de haber «dilapidado alegremente» los fondos públicos durante la etapa en que había dirigido Cubartimpex. Según el autor del editorial, Padilla encabezaba a un grupo de escritores cubanos que se dejaban arrastrar por el sensacionalismo y modas foráneas «creando obras cuya molicie se mezcla a la pornografía y la contrarrevolución».
La polémica de Heberto con Lisandro Otero y la antigua y nueva redacción de El Caimán Barbudo durante el verano y otoño de 1967 sobre los méritos comparados de Tres tristes tigres y una novela hoy justamente olvidada del entonces vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura había dividido al mundillo intelectual cubano en dos bandos opuestos e inconciliables: Padilla, con una temeridad rayana en la inconsciencia —esa actitud desenfadada que le conduciría a jugar un juego muy superior a sus fuerzas y para el que a todas luces no estaba moral ni físicamente apercibido— había contrapuesto el talento literario del emigrado a la mediocridad del escritor oficial, motejado a la Unión de Escritores de «cascarón de figurones» y arremetido contra «las falsas jerarquías establecidas a partir del ángulo de flexión de la espina dorsal del escritor, su edad y los cargos desempeñados en el gobierno»; en Cuba, concluía el poeta, «se da el caso de que un simple escritor no puede criticar a un novelista vicepresidente sin sufrir los ataques del cuentista-director y los poetas-redactores parapetados detrás de esa genérica, la redacción».
Sus sarcasmos a la docilidad y conformismo de sus colegas suscitaron una serie de reacciones de los «jóvenes autores revolucionarios» agrupados en El Caimán Barbudo y del propio Otero. Cuando el eco de la polémica no se había desvanecido todavía, la ruptura pública de Cabrera Infante con la revolución y la recompensa obtenida por Fuera de juego en el concurso anual de la UNEAC volvieron a colocar a Padilla en el candelero. Puesto en una situación inconfortable por la violencia del ataque de su defendido, Padilla reaccionó con su ambigüedad característica: si por un lado se desolidarizaba de Cabrera Infante en una carta enviada a Primera Plana, del otro —dentro de una perspectiva oficial— mantenía sus «provocaciones». Sea como fuere, su vulnerabilidad era evidente y la lectura de la nota de Tutino en Le Monde colmó de inquietud a sus amigos.
Por consejo de Franqui, me puse en contacto con Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, Semprún y García Márquez y, desde el despacho de Ugné Karvelis en Gallimard, intenté comunicarme telefónicamente con Heberto. Ante la inutilidad de mis llamadas —su número nunca respondía— resolvimos enviar un telegrama firmado por todos nosotros a Haydée Santamaría en el que, tras declararnos «consternados por las acusaciones calumniosas» contra el poeta, manifestábamos nuestro apoyo «a toda acción emprendida por Casa de las Américas en defensa de la libertad intelectual». La respuesta telegráfica de Haydée —recibida dos días más tarde— nos llenó de estupor:
Inexplicable desde tan lejos puedan saber si es calumniosa o no una acusación contra Padilla. La línea cultural de la Casa de las Américas es la línea de nuestra revolución, la Revolución cubana, y la directora de Caso de las Américas estará siempre como quiso el Che: con los fusiles preparados y tirando cañonazos a la redonda.
Desde entonces, poco o muy poco había vuelto a saber de Padilla y una serie de amigos que, como Virgilio, Rodríguez Feo, Lezama, Arrufat, Walterio Carbonell o Pablo Armando Fernández, parecían directamente afectados por las denuncias del Verde Olivo y la UNEAC y la apropiación del poder cultural por parte de ese grupo de arribistas desenfrenados que se habían distinguido tres años antes por sus absurdas y lamentables invectivas contra Neruda. El número de viajeros de confianza se había reducido considerablemente desde el eclipse de Franqui y los recados o cartas en clave que a veces recibía sugerían ya ese clima de desconfianza casi paranoica tan elocuentemente descrito por Jorge Edwards en su controvertido relato: al proyecto justiciero y fraterno de Marx había sucedido a no dudar la tangibilidad del universo de Orwell.
Inolvidable atmósfera de vigilia de la crisis de los cohetes incertidumbre general, aprensión difusa, relaciones humanas de autenticidad insólita, lectura nebulosa de signos precursores del cataclismo. Pero humor y serenidad prevalecen: la vida se apura hasta la última gota. Escasez de productos, liquidación del pequeño comercio callejero, austeridad igualitaria impuesta por decreto, aceptación resignada o alegre del heroísmo.
Preparas un guión de cine para el ICAIC y con Gutiérrez Alea v Sarita Gómez recorres y examinas posibles exteriores de rodaje. El aire salitroso del Caribe corroe no sólo fachadas de inmueble y casas legañosas de madera, carrocerías de automóvil y barandillas metálicas: hace mella también en el aspecto y rostro de los moradores de los barrios bajos, devotos de Ochún, Yemayá y Changó: arrugas transformadas en grietas, vetustez súbita, sonrisas enfermas, miradas de soslayo, ojos enmohecidos y opacos, oxidado timbre de voz.
Un domingo de noviembre de 1962, Franqui te lleva a una explotación agropecuaria próxima a La Habana adonde Fidel va a menudo. Al cabo de un rato de paseo en los huertos, una comitiva de automóviles oficiales os previene de su llegada: el Comandante está allí, rodeado de otros comandantes que fuman cigarros como él y le corean las gracias. Franqui acude a saludarle y os presenta: acá el gallego, dice sonriendo, en vez de salir escapado como otros escritores que tú sabes, ha tenido la ocurrencia de hacernos una visita. Fidel bromea contigo y, mientras expone sus proyectos en materia de quesos y derivados lácteos con una pasión que habría encantado a tu padre, le observas con curiosidad. Su rostro es vivo, móvil, astuto: vigila con el rabillo del ojo el efecto de sus palabras y a veces le pillas una expresión matrera o esquiva, instintivamente suspicaz.
Por desdicha para ti, tomará la rauda decisión de enseñarte sus flamantes depósitos de vinagre: aunque entras gallardamente con él dispuesto a seguir hasta el fin sus cursillos, tu alergia innata al ácido acético es más fuerte que tu albedrío y te ves forzado a salir de las cavas enfermo y a punto de asfixiarte. La violencia de tu reacción parece desconcertarle y, después de un recorrido señorial por la finca, se va sin despedirse de ti.
En adelante, le verás de lejos y en público, en sus visitas impromptu al diario de Franqui, saltando de un jeep o encaramado en la tribuna de sus discursos, antebrazo magistral, índice brujo, impartiendo lecciones de cosas con su extrema voluntad didascálica.
Encuentro programado con las brigadas de voluntarios que plantan café en el futuro cinturón de La Habana. El entusiasmo colectivo parece real y la gente se inscribe para sembrar antes o después del horario habitual de trabajo en fábricas y oficinas. Algunos de tus amigos escritores participan en la campaña con brío y animosidad. La escena te impresiona pero Franqui se encarga de darte la ducha de agua fría. El café no crecerá allí jamás[16] porque aquélla no es tierra idónea para cafetales. Él es guajiro y sabe la distancia que media entre la realidad y la consigna. Sorprendido, le preguntas por qué pierden tanto tiempo, tesón y energías en una actividad condenada al fracaso.
Fue una decisión personal de Fidel. ¿Quién le cuelga el cascabel al gato?
En el vestíbulo del ICAIC, adonde has ido a recoger tu cheque, tropiezas con su director Alfredo Guevara y aprovechas la ocasión para charlar con él. Los ataques de que es objeto por parte del núcleo directivo del viejo PC cubano a causa de su presunta condescendencia con el arte decadente burgués te llenan de alarma. Blas Roca, Vicentina Antuña, Edith García Buchaca le reprochan haber permitido el pase de Accatone y La dolce vita: su enfrentamiento sañudo al ICAIC presagia quizá la llegada de tiempos difíciles, de una etapa cerril, adusta y sectaria. Guevara te escucha sin desdibujar la sonrisa, modula las eses con sibarita fruición: que griten, dice, que griten, lo que Blas y esa gente no saben es que antes de autorizar un guión o comprar un filme europeo, voy y se los cuento a Fidel y, si le gusten, sanseacabó.
Una primera entrevista con el Che, organizada por la Casa de las Américas, quedará en nada: la persona encargada de acompañarte se extravía, llegáis al Ministerio de Industria resollando y el ordenanza os informa de que despacha con otros y justifica el plantón con vuestro lamentable retraso.
Te contentarás de momento con examinarle desde la tribuna de invitados, durante las grandes festividades revolucionarias. Fidel está en el poder; él, solamente acampa. A diferencia del primero, evita con irónico distanciamiento cualquier tentación de servilismo y lisonja. Sus subordinados le admiran y temen, le aureola un carisma evidente y parece defenderse de él atrincherándose en un refugio erizado de pullas y bromas.
Cuando finalmente podrás verle será fuera de Cuba, en Argel, adonde has ido invitado con un grupo de simpatizantes franceses a las ceremonias conmemorativas del primer aniversario de la independencia. Che Guevara está allí, de vuelta de un largo viaje a la URSS y Jean Daniel tiene Id idea de un magnífico scoop: entrevistarle para L’Express sobre esta nueva y sin duda instructiva experiencia. Telefoneas al embajador "Papito’’ Ser güera y os cita en la embajada la noche misma. Acudirás con puntualidad escarmentada, pero os hará esperar a su vez en una sala de muebles modestos y en cuya mesa central, de patas bajas, rodeada con un sofá y dos butacas, destaca señera la edición barata de un libro: un volumen de obras teatrales de Virgilio Piñera. Apenas el Che y Serguera aparecen, antes de saludaros y acomodarse en el sofá, aquel repetirá tu ademán de coger el libro y, al punto, el ejemplar del desdichado Virgilio volará por los aires al otro extremo del salón, si multcineamente a la pregunta perentoria, ofuscada dirigida a los allí reunidos quién cono lee aquí a ese maricón?
¿Presentiste entonces lo que ocurriría, lo que iba a ocurrir, lo que estaba ocurriendo a tus hermanos de vicio nefando, de vilipendiado crimine pessimo y, junto a ellos, a santeros, poetas, ñáñigos, lumpens, ociosos y buscavidas, inadaptados e inadaptables a una lectura unicolor de la realidad, a la luz disciplinada, implacable, glacial de la ideología?
Rescata la escena del olvido, en su breve y deslumbrador fucilazo.
Crudo amanecer del trópico, alto en el camino, tiempo de poner gasolina en el automóvil que te lleva o te trae de algún lado, pequeño quiosco con tacitas de café y batidos de fruta, barrio silencioso, clientes madrugadores o noctámbulos, y la irrupción, su irrupción, irreal, atildado, minúsculo, sin edad, ojeroso, temblando, mi novio, dónde está mi novio, con vocecita trémula y queda, pero aguda y hasta desafiante, hoja sacudida por el vendaval, arrebatada presa de pánico, dónde está, qué será de mí, preguntas formuladas a nadie sino a su propio terror, en medio del silencio embarazado del café insomne, de los clientes enmudecidos por el espectáculo, ademanes veloces de acariciar su escaso
cabello, empolvarse, peinarse sin peine, polvera ni lápiz de labios, sólo guiños, tics, baile de San Vito, devastada sonrisa, seísmo febril, gestos desacordes, incontrolados.
Impresión del barrio negro de Jesús María, al salir de tu local preferido de madrugada: barecitos y tiendas precintados, aceras desiertas, casas desvencijadas y como vaciadas de su sustancia, acre discusión de borrachos en una calleja oscura, viejos carteles de propaganda desgarrados por el viento, Cuba no es el Congo, no es el Congo, el Congo, pero ninguna pista o indicación acerca de lo que es Cuba.
Antes, después, un día cualquiera, no sabes cuándo, tu amigo el poeta Navarro Luna pasará a recogerte al hotel para llevarte con él al acto de clausura de un curso de instrucción política de varios centenares de jóvenes voluntarias, a lo que promete ser y no será, como comprenderás más tarde con retrospectiva lucidez, una anodina, rutinaria, velada[17]
A mi vuelta a París en diciembre de 1970, después de una estancia de tres meses en Boston, realicé las primeras gestiones con miras a la creación de la revista. La busca de la persona idónea para el cargo de jefe de redacción ocasionó algunos roces. Ugné Karvelis tenía al parecer un candidato al cargo, pero Franqui desconfiaba profundamente de ella: inmerso en una pesadilla kafkiana en la que realidad y neurosis se unían hasta confundirse, Padilla nos había enviado varios mensajes para ponernos en guardia contra su «doble juego». La ex compañera de Julio Cortázar había tejido poco a poco una red de relaciones privilegiadas entre el mundillo cultural de la Rive Gauche y la dirección revolucionaria cubana, y aunque entonces yo ignoraba su agresividad incontrolada, desmesurado afán de poder e increíble, casi florentina capacidad de intriga —particularidades que tendría ocasión de comprobar a mi costa unos años más tarde—, nuestras divergencias de opinión tocante a la evolución del régimen de Castro y el futuro papel que debía desempeñar la revista me aconsejaban mantenerla a distancia. Los candidatos que barajaba tenían el inconveniente de ser españoles o latinoamericanos residentes largo tiempo en Europa, y por consiguiente, alejados de la problemática concreta y real de sus países. Mientras elaborábamos con Severo y Albina una posible lista de escritores adecuados al puesto, García Márquez me sugirió el nombre de un íntimo amigo suyo, cuyas ideas y concepciones culturales y políticas, precisó, eran muy próximas a las mías. Días después, recibí la visita de Plinio Apuleyo Mendoza y, al cabo de una conversación abierta e informal, nos pusimos de acuerdo en la orientación y opciones de Libre: apoyo a la experiencia socialista de Allende y movimientos de liberación de América Latina; sostén crítico a la revolución cubana; lucha contra el régimen franquista y demás dictaduras militares; defensa de la libertad de expresión dondequiera que fuese amenazada; denuncia del imperialismo americano en Vietnam y soviético en Checoslovaquia. Plinio tenía por otra parte relaciones de amistad con dirigentes del MAS venezolano—a la sazón el grupo político más vivo y dinámico de Hispanoamérica—, cuya contribución al proyecto me parecía indispensable. Este extremo, y el interés manifestado por García Márquez, me convencieron de que era la persona que buscaba. Se lo presenté a Albina y, tras fijar con ella las condiciones materiales de su trabajo, asumió inmediatamente sus funciones de jefe de redacción.
La elección de una secretaria fue menos laboriosa: Cortázar propuso el nombre de Grecia de la Sobera, entonces esposa de su amigo Rubén Bareiro Saguier. El despacho donde debía asentarse la revista nos fue suministrado por Albina: un pequeño local situado en los bajos del 26 Rué de Biévre, propiedad de una ex empleada suya. La habitación daba directamente a la calle y disponía de un lavabo y trastienda. Al ser amueblada con materiales de oficina de saldo —mesas, butacas, archivos clasificadores—, descubrimos que resultaba inservible para recibir visitas e incluso circular por ella: la pomposamente titulada «oficina de información de Libre en Francia» era en verdad un simpático cuchitril. Al evocar la reducida dimensión del futuro restaurante de alcuzcuz, y aludiendo quizá con humor a las tormentosas relaciones personales de sus antiguos ocupantes, García Márquez sentenciaría unos años más tarde:
—Aquel espacio tan chico no daba más que para joder.
Conforme habíamos acordado en Saignon, Cortázar y Vargas Llosa aprovecharon su viaje a La Habana en enero de 1971, con motivo de la reunión anual del comité de la Casa de las Américas para exponer el proyecto de Libre y tratar de interesar a los escritores cubanos en él. El carácter independiente de nuestra empresa y la imposibilidad de controlarla a distancia habían suscitado una actitud de recelo de aquéllos ante Ja misma, pese a que la declaración de intenciones y la lista de colaboradores constituían la mejor garantía de nuestra predisposición favorable a la revolución. Según me informaron ambos a su vuelta, los cubanos se limitaron a escuchar sus argumentos sin comprometerse a intervenir.
Durante las semanas que siguieron —llenas de rumores hostiles a Libre y noticias alarmantes filtradas de La Habana—, Plinio y yo redactamos una nota que, con el aval de Cortázar y los amigos residentes en Barcelona, aparecería más tarde en el número uno de la revista:
Las circunstancias existentes en América Latina y en España reclaman con urgencia la creación de un órgano de expresión común a todos aquellos intelectuales que se plantean de modo crítico la exigencia revolucionaría. Libre, publicación trimestral de financiación absolutamente independiente, dará la palabra a los escritores que luchan por una emancipación real de nuestros pueblos, emancipación no sólo política y económica sino también artística, moral, religiosa, sexual […] Libre propone una labor revolucionaria en todos los planos fundamentalmente accesibles a la palabra: el «cambiar el mundo» conforme al propósito de Marx, y el «cambiar la vida» según el anhelo de Rimbaud.
La personalidad social de Albina y sus orígenes familiares —ese «dinero sucio de Patiño» que pronto nos echarían en cara—, habían salido a relucir desde el comienzo mismo de la revista: quienes trataban de descalificar a nuestra amiga a causa del pecado original de sus antepasados parecían ignorar en cambio que un burgués revolucionario como Marx había vivido casi toda su vida de la apropiación de la plusvalía de los obreros de Engels. Tales acusaciones, por grotescas e injustas que fuesen, conseguían no obstante su objetivo: ponernos de entrada en una posición defensiva y obligarnos a justificar una modesta ayuda económica que no requería en verdad justificación alguna.
Mientras establecíamos el sumario del primer número, en el que figuraban colaboraciones de Vargas Llosa, Cortázar, Paz, Donoso, Fuentes y mi hermano Luis, además de unos textos inéditos de Che Guevara prologados por Franqui y un estudio de Teodoro Petkoff, el pequeño despacho de la Rué de Biévre desbordaba de vida y actividad. Plinio recibía la visita de numerosos latinoamericanos interesados en el proyecto mientras Grecia despachaba con su cohorte de admiradores. Las inquietudes que había experimentado a mi regreso de Boston sobre los riesgos inherentes a la aventura —inquietudes que estuvieron a pique de hacerme arrojar el proyecto por la borda tras haberme ocasionado un dolorosísimo zona— se disiparon gradualmente a medida que la revista cobraba cuerpo. Por primera y única vez en mi vida conocí las alegrías y problemas del trabajo en común —trabajo que, quiero puntualizar, realizaba de forma totalmente desinteresada—. Con Marvel Moreno, entonces esposa de Plinio, éste y la mujer de Rubén Bareiro redactábamos la correspondencia con nuestros futuros colaboradores, sentábamos las bases de la distribución de Libre en Europa —confiada, por intermedio de Sarduy, a las Editions du Seuil— y discutíamos de su posible impacto en Hispanoamérica. La tempestad que se estaba fraguando sobre nuestras cabezas nos pilló así desprevenidos. Un día me despertó el timbre del teléfono y Plinio me anunció muy excitado que habían detenido a Padilla.
Aquel día gris de marzo del 71, el 3252645 de nuestra oficina de Libre sonó constantemente ocupado. Los amigos de Heberto llamaban de España, Inglaterra, Italia, y nos preguntaban qué debían hacer. La escueta brutalidad de lo ocurrido venía a confirmar los temores que desde hacía meses nos asaltaban y nos enfrentaban de golpe a nuestra irremediable impotencia.
A instancias de Franqui, me puse en comunicación con Cortázar para componer un escrito de protesta al Líder Máximo y solicitar su intervención. El autor de Rayuela me citó en su domicilio de la Place du General Beuret y entre los dos redactamos la que luego sería conocida por «primera carta a Fidel Castro», carta que obtuvo la aprobación de Franqui, con quien nos habíamos mantenido al habla en el curso de su redacción. Conforme decidimos entonces, la misiva debía ser privada, a fin de que el destinatario atendiese a nuestras razones sin el inevitable efecto nocivo de una divulgación ruidosa. Únicamente en el caso de que, transcurrido un cierto tiempo, no obtuviéramos respuesta alguna nos reservaríamos el derecho de remitir una copia de aquélla a los periódicos.
El texto, escrito en términos mesurados y respetuosos, proclamaba la solidaridad de los firmantes con los principios y fines de la revolución, expresaba su preocupación por el empleo de métodos represivos contra intelectuales que ejercían el derecho de crítica dentro de ella y ponía en guardia contra las repercusiones negativas de tales procedimientos entre los escritores y artistas del mundo entero «para quienes la revolución cubana es un símbolo y una bandera». Una vez reunida una cincuentena de firmas entre las que constaban las de Sartre, Beauvoir, Claudín, Calvino, Fuentes, Moravia, Nono, Paz, Anne Philippe, Susan Sontag, Semprún y Vargas Llosa, transmitimos la carta a la embajada cubana en París con la advertencia de que al cabo de un lapso la haríamos pública. Plinio había intentado localizar en vano a García Márquez en Barranquilla y, creyendo erróneamente que contábamos con su aprobación, incluyó su nombre en la lista. Este punto sería desmentido después por el autor de Cien años de soledad. Con su consumada pericia en escurrir el bulto, Gabo marcaría discretamente sus distancias de la posición crítica de sus amigos sin enfrentarse no obstante a ellos: el nuevo García Márquez, estratega genial de su enorme talento, mimado por la fama, asiduo de los grandes de este mundo y promotor a escala planetaria de causas real o supuestamente «avanzadas» estaba a punto de nacer.
Unos días después, Vargas Llosa telefoneó de Barcelona para anunciarme la visita de Jorge Edwards, quien, al término de su misión diplomática en Cuba, debía incorporarse a la embajada de Allende en París. Edwards quería vernos a mí y a Cortázar, y su sobrecogedor testimonio de los últimos meses, recogido después en las páginas de Persona non grata, me convenció de que la detención de Heberto podía ser mucho más grave de lo que habíamos supuesto al comienzo. El caso Padilla no era un simple episodio infortunado de una lucha de tendencias internas sino fruto de una decisión política personal de Castro. Por unas razones que él solo conocía, el Líder Máximo había resuelto acabar con cualquier forma de disidencia y establecer la intangibilidad de su «monolito ideológico».
Cuando nuestra carta apareció en los periódicos, yo andaba de viaje por el Sahara, Argelia y Marruecos. El resumen de la retractación de Padilla en la UNEAC lo leí poco antes de mi regreso a Europa, en uno de esos taxis colectivos que circulan entre Tetuán y Tánger. Había comprado el Herald Tribune y el contenido del breve despacho informativo de la agencia estadounidense me llenó de sonrojo e indignación. Tras una llamada telefónica a Plinio, determiné hacer un alto en Barcelona, en donde Mario disponía ya del texto completo de la «confesión» y quería discutir el asunto conmigo.
Repasar con la perspectiva de los años la versión taquigráfica de Prensa Latina de la intervención de Padilla en la UNEAC resulta un ejercicio irreal y burlesco. La estrafalaria escenificación del acto, las dostoievskianas revelaciones del acusado, la palinodia de sus presuntos cómplices, las referencias de los comisarios culturales a la «hermosa noche» echada a perder por la terquedad de Norberto Fuentes no son sólo un remake paródico de los procesos estalinianos sino un auténtico montaje ubuesco que hubiera colmado de arrobo al propio Jarry.
Dándose golpes de pecho, Padilla confesaba haber sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual nunca realmente me cansaré de arrepentirme. Admitía que la revolución no podía seguir tolerando esa situación venenosa de todos los grupitos desafectos de las zonas intelectuales y artísticas. A la postura errónea y agriada de sus amigos, contraponía la humildad, sencillez, sensibilidad de los muy inteligentes policías de la Seguridad del Estado, un grupo de compañeros esforzadísimos que trabajan día y noche para asegurar momentos como éste mediante una larga e inteligente y brillante y fabulosa forma de persuasión que le había hecho ver claramente cada uno de mis errores. Tras revelar que había escrito una novelita sutil que afortunadamente no se publicaría nunca, porque yo he roto y romperé cada uno de los pedacitos que yo pueda encontrar algún día delante de mis zapatos, aseguraba que estaba tan mal, tan enfermo, tan feamente triste, tan corrosivamente contrarrevolucionario que no podía ni escribir. En tal situación de bancarrota, había vivido íntimamente la experiencia de su detención como una cárcel moral y justa en la que había escrito cosas lindas, poemas nuevos —sobre la primavera, por ejemplo— en una suerte de catarsis desesperada.
Para quienes conocíamos a Heberto y estábamos al tanto de sus lecturas literarias y políticas, la desgarradora y caricaturesca confesión aparecía sembrada de lazos y redes para sus cancerberos y mensajes en clave destinados a sus amigos. El poeta se sabía al dedillo el discurso oficial impuesto a trotsquistas y bujarinistas en las grandes purgas estalinianas y había asumido sus fórmulas y clichés exagerándolos hasta el absurdo. Las autoinculpaciones abyectas, las referencias típicamente vichinsquianas del tipo el polaco-francés Karol o viejo agrónomo contrarrevolucionario René Dumont, su servilismo sin límites al sistema que le oprimía podían engañar a los funcionarios estatales que habían organizado el acto, pero no a los lectores de Swift o de Brecht. Doblegándose en apariencia a la fuerza y utilizando su lenguaje, Heberto recurría a la astucia del personaje de Marco Antonio durante su arenga sobre el asesinato de César. Si, como dice un héroe de Valle Inclán, «España es un reflejo grotesco de la civilización europea», el montaje teatral del esperpéntico mea culpa de Padilla en la UNEAC era un grotesco reflejo caribeño de las célebres purgas de Moscú.
Muchas veces me he preguntado cómo los dirigentes culturales cubanos pudieron caer en una trampa tan burda. El acto entero constituía una sangrienta burla de los principios de libertad, dignidad y justicia que la revolución pretendía defender y que sin duda había defendido en sus comienzos. Que los paniaguados de ésta no supieran verlo me ha llenado siempre de asombro e incredulidad. Cuando Padilla dice «esta experiencia tienen ustedes que vivirla» y añade, después de corregirse y desear misericordiosamente a los presentes que «no la vivan», «hay que vivirla, vivirla para poder sentirla, para poder entender lo que estoy diciendo», el mensaje que nos transmitía no podía ser más claro.
Dicho esto, y con la mayor objetividad que procura la visión retrospectiva de los hechos, si la palinodia extravagante del poeta ponía al desnudo los mecanismos opresivos del régimen «caudillista-leninista» de Castro, traducía también una serie de peculiaridades y características del acusado que auspiciaban la farsa que le había tocado representar. Cuando Heberto evocaba sus defectos de carácter y problemas sicológicos graves, sus palabras introducían en el contexto onírico de la ceremonia una breve nota de sinceridad. Junto a ese calor, generosidad, agudeza y humor suyos que tanto seducían y seducen a sus amigos, Padilla nos sorprendía a veces con una conducta narcisista y frívola, se complacía en adoptar aires de enfant terrible, se abandonaba a irritantes o patéticas actitudes de histrión. Una imprudencia e irreflexión incomprensibles le impulsaban a un juego en el que necesariamente debía resultar perdedor. Su inteligencia era a menudo cínica y corrosiva: un vértigo irresistible parecía empujarle al abismo, a esa «propia destrucción moral y física» que había mencionado en el curso de su intervención.
Desde su regreso de la URSS, en donde había vivido más de un año trabajando de corrector de pruebas en el semanario Novedades de Moscú, conocía perfectamente los mecanismos del «socialismo real» practicado en los países del bloque soviético. La sociedad de zombis que pudo analizar desde dentro le había traumatizado. Recuerdo que a su paso por París me acompañó a un cóctel literario en los jardines de Gallimard y mientras contemplaba a los escritores e intelectuales alegres y confiados que, con un vaso de güisqui o de champaña en la mano, evolucionaban sobre el bien cuidado césped, había prorrumpido en una de sus carcajadas sardónicas: «¡Ah, si supieran!» Él había vuelto de la sociedad del futuro, y sabía. Con todo, había continuado su viaje a La Habana, a la boca del lobo, sin tomar la precaución elemental de revestir la máscara salvadora del conformismo. Como mi amiga Martha Frayde, había seguido expresando sus ideas en voz alta; como ella, había sufrido el castigo que merecía su temeridad.
El ritual chocante y ridículo de la célebre velada en la UNEAC es sin duda uno de los mayores desatinos de la revolución cubana: cuantos participaron en él, ya fuera en calidad de jueces, reos o simples testigos, salieron inevitablemente manchados y las salpicaduras alcanzaron asimismo a quienes, tras leer la transcripción de la agencia oficial castrista, nos creimos obligados a reaccionar.
A pesar de mi gran repugnancia a poner los pies en la España de entonces, hice una corta escala en Barcelona. Mario vivía en un piso de la Vía Augusta, muy cerca del barrio de la Bonanova en el que nací y, al llegar a su casa, lo encontré reunido con un grupo de amigos que, en un momento u otro, habían viajado a Cuba y se habían proclamado solidarios de su revolución: Castellet, Barral, mi hermano Luis, Hans Magnus Enzensberger… Allí, junto al texto completo de la sesión de autocrítica de la UNEAC, me enteré de las últimas y pasmosas noticias procedentes de la isla. El violento discurso del Líder Máximo contra los «señores intelectuales burgueses y libelistas y agentes de la CIA […] los seudoizquierdistas descarados que quieren ganar laureles viviendo en París, Londres, Roma […] en vez de estar en la trinchera del combate» y la declaración del Congreso Nacional de Educación y Cultura celebrado a fines de abril en La Habana que, en su afán de preservar el «monolitismo ideológico» de la revolución, se lanzaba a la caza de cualquier forma de desviacionismo y heterogeneidad, indicaban que el régimen de Castro se había propuesto cortar por lo sano con sus partidarios dubitativos o tibios. Éstos eran tildados de «basuras», «ratas intelectuales», «agentillos del colonialismo», etc., y en la gran barrida de las «modas, costumbres y extravagancias foráneas», se preconizaba la eliminación de la homosexualidad en todas sus «formas y manifestaciones», las religiones africanas eran calificadas de «semillero de delincuentes», los jóvenes inconformistas condenados al trabajo forzado en virtud de unas normas de saneamiento moral que recordaban asombrosamente a las dictadas por los regímenes fascistas.
Nuestra carta respetuosa y comedida a Castro valía así a sus firmantes una formidable diatriba en la que los clichés más sobados y acusaciones más necias se daban la mano. Una reacción tan desproporcionada —añadida a la mascarada tragicómica protagonizada por Padilla— nos obligaba a coger el toro por los cuernos y replicar a la avalancha de insultos. Nuestra segunda carta al comandante Fidel Castro, redactada aquella tarde del 4 de mayo en el piso de Mario, no supo responder cabalmente al desafío: en vez de analizar punto por punto la acumulación de opciones regresivas que en los últimos años habían transformado la revolución cubana en un sistema totalitario, centraba la contestación en el espectáculo de la UNEAC, si bien a última hora subsanamos parcialmente el error y agregamos, por consejo de Enzensberger, un párrafo que debería haber sido en realidad el tema de nuestra reflexión:
El desprecio a la dignidad humana que supone forzar a un hombre a acusarse ridiculamente de las peores traiciones y vilezas no nos alarma por tratarse de un escritor, sino porque cualquier compañero cubano —campesino, obrero, técnico o intelectual— pueda ser también víctima de una violencia y una humillación parecidas.
Aunque ninguno de nosotros se forjaba la menor ilusión sobre el eco de la protesta, resolvimos reunir el mayor número posible de firmas al pie de la misma antes de remitirla, directamente esta vez, a Le Monde. El día siguiente, con el texto de la carta en el bolsillo —mientras Mario escribía su renuncia al comité de la Casa de las Américas—, regresé de una zancada a París.
Cuando llegué a la oficina de Libre, ésta parecía sacudida por un vendaval. Los escritores y corresponsales de prensa latinoamericanos querían conocer nuestra posición sobre el caso y el teléfono sonaba sin interrupción. Si bien la diversidad de puntos de vista de los colaboradores impedía a la revista tomar partido, centralizamos en ella, de acuerdo con Plinio, la recogida de firmas de la segunda carta. Con una simpática pero inexcusable inconsciencia, llamamos a las cinco partes del mundo olvidando que el reducido presupuesto de nuestra publicación no nos permitía semejante gasto. Pero la indignación moral del momento y nuestra solidaridad con los amigos cubanos sobre los que acababa de cerrarse la trampa estaban por encima de cualquier cálculo. Un año después, con motivo de la efímera detención de Rubén Bareiro por la policía paraguaya, la apasionada Grecia revolvería igualmente cielos y tierra en demanda de ayuda, en uno de sus frecuentes accesos de remordimiento por sus infidelidades reales o supuestas. Entre otras razones, Libre murió a causa de la factura del teléfono. Las vicisitudes políticas de la época y la defensa de los escritores amigos nos condujeron a asumir una función humanitaria para la que no estábamos pertrechados. Si la revista cerró al cabo de cuatro números, ello se debió no sólo a la crisis surgida en su propio equipo sino también a nuestra generosidad, imprevisión y ligereza.
La gran mayoría de quienes suscribieron la primera carta y otros que, como Resnais, Pasolini o Rulfo, no habían tenido ocasión de hacerlo, aprobaron su contenido. Pero hubo también defecciones, algunas de ellas importantes. Cortázar —que al redactar el primer escrito de protesta me había dicho que incluyera el nombre de Ugné y había llamado horas después para pedirme que lo retirara—, tras dar una rápida ojeada al texto, dijo que no lo rubricaba. Sus amigos decidieron asimismo abstenerse, y el día en que nos disponíamos a transmitirlo a Le Monde, Barral me telefoneó desde Barcelona para que quitara su firma. Aunque era íntimo de Padilla, con quien había hecho buenos negocios editoriales en la época en que éste dirigía Cubartimpex, su decisión no me sorprendió en absoluto: el rigor de sus convicciones y su noble sentido de la amistad me eran ya por aquellas fechas sobradamente conocidos.
La carta, con sesenta y dos firmantes, apareció cuando yo estaba en Siria, en donde participé con otros intelectuales europeos en una emisión sobre la lucha de los palestinos. A mi vuelta a París el 27 de mayo, el revuelo levantado por la declaración en el mundo hispánico era enorme. En Cuba, Chile, México, Perú, Uruguay, Argentina y España circulaban o se habían publicado cartas de escritores opuestos a nuestra posición, llenas de acusaciones e invectivas. Luigi Nono, que había visitado semanas atrás la Rué de Biévre con un recado de Franqui, iba a dar muestras de un desgarbado salto cualitativo en el terreno de la estolidez y delirio ideológico mediante un sabroso telegrama enviado de Chile en el que me invitaba a «suspender publicación revista Libre financiada por Patino verdadera ofensa mortal a mineros bolivianos y a todos compañeros de lucha latinoamericanos».
Como era de prever, la prodigiosa e imparable máquina del infundio se puso en seguida en marcha. La presencia entre los firmantes de algunos de los escritores más destacados y respetables de Europa e Iberoamérica había liberado una marejada de frustraciones, envidias, rencores que, tras el barniz de la inflexibilidad revolucionaria, disimulaba el más bajo y vulgar ajuste de cuentas. La decisión del Líder Máximo de ponernos en la picota daba la señal de una ofensiva sin cuartel, en la que todas las armas y métodos tenían cabida. Nuestra situación no era nueva: la crónica de los últimos cincuenta años está plagada de casos semejantes, cuyas víctimas fueron precipitadas también real o simbólicamente al Gran Muladar de la Historia.
«Las acusaciones llueven sobre los imprudentes que osan violar los tabús», escribe Máxime Rodinson resumiendo su propia experiencia de veterano militante tercermundista. «Analizar, es insinuar; describir, calumniar; criticar, combatir. Vuestro pasado, orígenes, costumbres privadas, cuanto permita desacreditar sin necesidad de un gran esfuerzo —el del entendimiento e impugnación de vuestras ideas— serán espulgados. Se sembrará la duda en torno a vuestras fuentes. El libro que usted cita, ¿quién lo ha escrito? ¿Un trotsquista, un bujarinista, un burgués? ¿Editado por quién? ¿Con qué dinero? ¿Por qué en este momento? ¿En conexión con qué maniobra?»
Recuerdo que algunos periodistas «bienintencionados» o simplemente en caza de sensacionalismo se presentaron en la Rué de Biévre a fotografiar el hotel particulier o palacete de Libre. Su asombro y contrariedad al descubrir las exiguas dependencias de la revista resultaban cómicos. Aquel cuchitril amueblado de segunda mano, ¿era la peligrosa publicación imperialista financiada por Patiño? Paralelamente a las proclamaciones oportunistas de lealtad y recogidas de firmas por consigna, los presuntos revolucionarios ortodoxos se habían lanzado a una campaña de falsedades y absurdos contra nosotros: a mi paso por Argel semanas antes di casualmente en la calle con Régis Debray, quien, tras ser liberado de su encierro boliviano por presión de los intelectuales de izquierda de Occidente, acababa de hacer una rápida visita a Cuba. Cuando le pregunté qué sabía de Padilla, el cual, en su polémica con El Caimán Barbudo le había citado precisamente como un «hermoso ejemplo» de intelectual revolucionario, me contestó que era un simple agente de la CIA y merecía su suerte. Más tarde, ya en París, Simone de Beauvoir me refirió muy indignada que Sartre y ella habían tropezado en el bulevar Raspail con Alejo Carpentier y éste, desconcertado y temeroso de comprometerse por el mero hecho de saludarles, les volvió bruscamente la espalda y pegó la nariz contra un escaparate. Según les habían informado unos amigos, los cubanos estaban propagando el rumor de que Sartre era igualmente un agente de la CIA.
Una atmósfera de sospecha y espionitis envolvía a la revista aun antes de nacer. Pero, como tuvimos ocasión de comprobar durante las siguientes semanas, dicha atmósfera no era del todo infundada. Un día apareció por la Rué de Biévre un «profesor» norteamericano que dominaba perfectamente el español y expresó un gran interés por Libre: después de interrogar a Plinio sobre nuestra posición política y orientaciones culturales, dijo que podría ayudarnos materialmente, en caso de que tuviéramos problemas, a través de una fundación privada de cuyos fondos él disponía. Pero, en el curso de la conversación, el supuesto profesor había revelado una asombrosa ignorancia en achaques de literatura. Su insistencia en obtener las señas de Franqui y la maravillosa filantropía de que hacía gala convencieron a Plinio de que se trataba de un verdadero agente estadounidense. Él mismo debió captar esta reticencia, pues, a despecho de sus promesas, no se le volvió a ver el pelo.
K. S. Karol, cuyo libro sobre la revolución cubana había encolerizado a Fidel Castro, me contó por esas fechas un incidente acaecido un año atrás, relacionado con aquél. La esposa de un importante personaje oficial, al que había frecuentado durante su estancia en Cuba, acababa de separarse de su marido y, tras instalarse en París, había ido a verle y le pidió que la ayudara a encontrar algún trabajo relacionado con América Latina. Sin recelar de ella, Karol le confió la transcripción mecanográfica de su manuscrito Los guerrilleros en el poder en el cual, junto a unos análisis y comentarios muy favorables a la revolución, exponía una serie de críticas a sus opciones regresivas en materia de censura y represión policíaca. Con motivo de la recepción anual que ofrecía la embajada cada 26 de julio, Karol acudió a sus salones sin percatarse de que aquel año no le habían mandado una invitación. El embajador, al verle, le dijo que no tenía por qué estar allí dado que había escrito una obra contrarrevolucionaria y anticubana. Como Karol se extrañara de que pudiese conocer el contenido de un libro todavía inédito, el embajador, confuso, había guardado silencio. A raíz de este incidente, el escritor había llegado a la conclusión de que la amiga que le pidió el favor de pasarlo a máquina había transmitido secretamente una copia a la embajada.
Unos días después de que Karol me relatara esta anécdota, Plinio me dijo que, en el curso de una cena en casa de unos amigos, había conocido a una mujer muy interesante, divorciada de una alta personalidad cubana, que parecía muy próxima a las posiciones de nuestra revista y deseaba trabajar gratuitamente en ella. Alarmado, le pregunté el nombre y descubrí que era la misma persona.
—¡No le habrás dicho que sí! —exclamé.
—No. ¿Por qué?
—¡Es una espía!
Cuando le puse al corriente de lo sucedido a Karol, rompimos a reír de forma desatada. Sin saber bien cómo, nuestro bello proyecto de revista cultural, revolucionaria y vanguardista se había convertido insensiblemente en un mediocre, archisabido argumento de novela barata.
En el tiempo en que el caso Padilla se abatió sobre nosotros, el número primero de Libre estaba listo para la imprenta. La candente actualidad del tema y el papel que los principales colaboradores de la revista desempeñaban en él nos decidió a aplazar su publicación al otoño para incluir en aquél un dossier con los documentos, testimonios y demás elementos de juicio indispensables a la correcta apreciación del problema. De acuerdo con Cortázar, agregamos una entradilla en la que declarábamos:
Muchos de los colaboradores de Libre han estimado necesario fijar su posición al respecto. Las opiniones que han expresado muestran hasta qué punto hay matices y diferencias en la evaluación de un mismo hecho por parte de la izquierda. Revista critica, Libre considera útil la discusión sobre el caso Rodilla por las implicaciones ideológicas que supone en cuanto remite a problemas de nuestro tiempo tales como el socialismo y sus orientaciones, la creación artística dentro de las nuevas sociedades y la situación y compromiso de los intelectuales frente al proceso revolucionario de nuestros países[18].
El dossier reproducía íntegramente la sesión de autocrítica de la UNEAC, fragmentos de la declaración del Consejo Nacional de Educación y Cultura cubano y del discurso de Castro en el acto de clausura del mismo, el texto de las dos cartas que habíamos dirigido al Líder Máximo, la correspondencia cruzada entre Vargas Llosa y Haydée Santamaría así como numerosas exposiciones, cartas abiertas y apostillas de escritores latinoamericanos y europeos. La lectura de estas últimas al cabo de los años resulta enjundiosa: junto a la lucidez y dignidad de autores como Paz, Fuentes, Revueltas, Ponce, Valente o Enrique Lihn, la reacción de otros evoca el recitativo de aquellos «adiestrados periquitos» sobre los que en su día ironizaba Bataille. La entrevista de Julio Roca a García Márquez es un prodigioso ejercicio de saltimbanqui cuyo virtuosismo impone la admiración ya que no el respeto. Pero la palma de lo deleznable y grotesco corresponde —ahora como entonces— a la famosa «Policrítica en la hora de los chacales».
Cuando Cortázar mandó el texto, nuestra reacción fue de abrupta y frondosa incredulidad. El autor sutil de Bestiario y Las armas secretas, ¿podía haber escrito aquellos versos ramplones y zafios, que merecían figurar por méritos propios en una antología ucraniana o uzbeka de los tiempos benditos del zdanovismo?
El «poema», como dijo Marvel Moreno después de leerlo en la oficina de Libre, parecía «un tango con letra de Vicbinsky». Pero peor que la acumulación de tópicos e insultos contra los «liberales a la violeta […] firmantes de textos virtuosos» que habían sido hasta entonces los amigos del autor, eran los efluvios líricos y cursilerías estajanovistas al consabido Mañana Luminoso que nos aguarda.
Sólo más tarde, al leer el Libro de Manuel y obras que le siguieron, comprobamos con tristeza que su autor era realmente el cronopio cuya lectura nos deslumbrara quince años antes.
Para dar un semblante de unidad en la diversidad a nuestra empresa, nos esforzamos en mantener asociados a ella a quienes, como Cortázar y sus amigos, habían adoptado una postura opuesta a la que la mayor parte de nosotros defendíamos. Este deseo de preservar el pluralismo en el equipo de colaboradores de Libre imponía no obstante una serie de concesiones que muy pronto me resultarían insoportables. Recuerdo que el notable hispanista inglés J. M. Cohén —quien había formado parte del jurado de la UNEAC el año en que ésta concedió su premio de poesía al libro de Padilla— nos remitió una carta de Lisandro Otero, respuesta a otra suya en la que protestaba contra la humillación infligida al poeta. Dicha misiva —un increíble compendio de referencias escatológicas, insultos y groserías— reflejaba de modo fiel la histeria entonces reinante en los medios oficiales cubanos y por ello mismo me parecía digna de publicarse. Cortázar se mostró disconforme. Por mi parte, había redactado un texto paródico comparando la experiencia de Padilla a la que conociera siglos atrás un poeta andalusí, Abu Bakr Ben Alhach: éste, culpable de haber satirizado en sus poemas al insigne cadí Ibn Tawba, había sido condenado por el último a recibir una soberana paliza y ser exhibido en los zocos —en público vilipendio—, «con chilladores delante y envaramiento detrás». Semejante acto de justicia, inspiró al poeta favorito de la corte, Abú Ishaq de Elvira —un aventajado precursor de los bardos oficiales de nuestro tiempo— una magnífica composición traducida al castellano por García Gómez, en la que figuran los siguientes versos:
El azote es más elocuente que dimes y diretes,
y que las falsedades que ladra un desvergonzado…
Hace bailar al hombre una danza sin música,
aunque sea más pesado o más duro de piel que el elefante.
Este presumido lo ha conocido y probado,
echando tiras de pellejo como vainas de habas…
Dile, si te vuelve a pasar una sátira por las mientes:
—Acuérdate de cuando ibas con los zaragüelles desatados.
Recuerda tu castigo por haber calumniado neciamente
a los señores caudillos y a los jefes excelsos,
gentes a quienes el Misericordioso
rodeó de grandes prerrogativas,
concediéndoles que se les honrase con veneración.
Ellos son la harina de flor de entre las gentes,
y los demás, en realidad, son lo que queda en los cedazos.
Mi felicitación al nuevo Caudillo y Jefe Excelso no pudo incluirse en el número dos de la revista: previendo la reacción de Cortázar, Plinio me convenció de que la retirara. Poco a poco, a mi alejamiento físico de París y de la Rué de Biévre —mis cursos universitarios en Nueva York, mis estancias en Marruecos— se agregó un distanciamiento moral de Libre, cuyo rumbo vacilante y actitud defensiva correspondían cada vez menos para mí al talante y ambición del proyecto. Los cuatro números que aparecieron —coordinados, después del mío, por Semprún, Petkoff y Adriano González León y, finalmente. Vargas Llosa— contienen sin duda creaciones y ensayos valiosos y encuestas y entrevistas ejemplares; pero, asimismo, textos y artículos fruto evidente de un compromiso y cuya lectura actual me avergüenza. Dichos acomodos y parches resultarían a la postre inútiles: cuando el último número salió a la calle, los nombres de Cortázar y sus afines no figuraban ya en la lista de colaboradores.
Las crecientes dificultades causadas por los gastos de impresión y envío a Hispanoamérica, la prohibición de ven ta en España y demás regímenes dictatoriales, el boicoteo cubano, las disensiones internas y nuestra manera artesanal y un tanto chapucera de llevar las cosas se agravaron a lo largo de 1972 hasta acabar con Libre. Las ofertas de ayuda económica que recibimos suponían el abandono de nuestra independencia y, de mutuo acuerdo, Vargas Llosa, Plinio y yo preferimos liquidar la revista.
Después de casi dos años de esfuerzos, tensiones, discordias, éxitos fugaces y abundantes reveses, tuvimos que admitir con melancolía que nuestra ambiciosa aventura había sido un fracaso.
La historia de Libre evocada por mí durante aquella cena de amigos en el restaurante de alcuzcuz de la Rué de Biévre, va mucho más allá de la simple anécdota: en la medida en que repite, con variantes mínimas, un conjunto de situaciones vividas por los intelectuales de izquierda occidentales en el curso de los últimos cincuenta años, se inscribe en una corriente histórica cuyos ejemplos abundan. Muchos de los simpatizantes de la revolución cubana, que habían creído ver en ella el modelo de sociedad del futuro conocían la triste trayectoria de los Barbusse, Romain Rolland, Éluard, Aragón, Alberti o Neruda, todos estos testigos directos de la cruda verdad del sistema soviético y la deportación, asesinato o amordazamiento de sus compañeros escritores, que habían guardado silencio, cuando no aplaudido, a la parodia de los procesos, habían seguido con sus viajes de turismo revolucionario disfrutando de unos privilegios de los que el pueblo llano carecía y llevado a la perfección ese «hábito de mentir sabiendo que se miente» denunciado por Enzensberger en uno de sus ensayos. Pero la idea de que semejante cosa pudiera ocurrir de nuevo nos parecía imposible. Cuando visitamos Cuba al principio de los sesenta, habíamos frecuentado más o menos a Lezama Lima, Virgilio Piñera, Padilla, Reinaldo Arenas, César López, Walterio Carbonell, Arrufat, Luis Agüero y otros autores que años más tarde, sufrirían las penas de la UMAP o serían reducidos al silencio. Y mientras la adopción del esquema represivo soviético por la dirección revolucionaria cubana nos llenaba de amargura e inquietud por la suerte que aguardaba a nuestros colegas, vimos con asombro que flamantes émulos de aquellos bueyes procesionales indiferentes al destino de los Biely, Pasternak o Ajmátova —por no mencionar ahora a los que perecieron—, se negaban a admitir la realidad de las nuevas persecuciones y el sufrimiento físico o moral de sus víctimas, como si unas y otros fueran el precio necesario a la edificación de su utopía. Las razones de su lastimoso ejercicio de mudez y sordera —no desanimar a los compañeros de lucha, no suministrar armas al enemigo, etc.— eran las mismas de antes. Cómodamente instalados en las democracias burguesas, los abanderados de la supuesta causa revolucionaria, agasajados por los líderes inamovibles de ésta en sus episódicas visitas «en globo», celebraban o encubrían con su complicidad todas y cada una de sus medidas opresoras, aun las más aberrantes. Su defensa a ultranza del «socialismo real» y la adopción de posturas verbalmente militantes seguirían también la pauta de sus predecesores europeos. Como dice con razón Vargas Llosa, al exponer las consecuencias lamentables de dicha actitud maniquea, «los intelectuales latinoamericanos han sido los grandes agentes del subdesarrollo latinoamericano». Las sangrientas dictaduras reaccionarias del Cono Sur y Centroamérica justificarían su apoyo sin reserva a la autocracia cubana. La sobrecogedora distinción «esencial» establecida por uno de ellos en entrevista memorable entre «los errores e incluso los crímenes que se pueden producir dentro de un contexto socialista y los errores y los crímenes equivalentes que se pueden producir dentro de un contexto capitalista o imperialista» debía conducir lógicamente a la diferencia igualmente «esencial» entre los cadáveres de vietnamitas, guatemaltecos y salvadoreños y los de los afganos: la ausencia de tres miembros latinoamericanos del Tribunal Russell reunido en Estocolmo para juzgar los crímenes soviéticos en Afganistán —después de haber condenado en años anteriores los de los norteamericanos en el Sureste asiático y Centroamérica—, ausencia censurada públicamente por el presidente de aquél, Vladimir Dedidjir, sería la consecuencia obligada de esa peculiar metafísica, no sé si tomista o zoroastriana.
Como comprobaríamos después con cierta sorpresa, los seguidores de la línea oficial cubana que estigmatizaban la inconsecuencia y frivolidad de los liberales a la violeta, se guardarían muy bien de analizar, conforme a la doctrina marxista y por una razón de honestidad elemental, sus propias relaciones y prácticas sociales, su modo de vida real y concreto: el hecho de preferir por ejemplo la beca estadounidense o el curso profesoral en California a una estancia prolongada y sin prerrogativa de ningún género en ese laboratorio político en donde sus sueños de una zafra sin imperios ni esclavos, alimentados a costa del dolor ajeno, corrían el riesgo de esfumarse. La experiencia de aquellos meses de Libre me reveló así que el alto grado de conciencia artística de alguno de mis colegas no correspondía necesariamente con el de su rigor intelectual y moral.
«La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux salió de su gabinete y tropezó con una rata muerta en medio del descansillo de la escalera», escribe Camus en el primer capítulo de La Peste. Desde los días ya lejanos en que divisé también mi primera rata había corrido mucha agua bajo los puentes del Sena, a cuya orilla desemboca la calle donde se alojó la revista. La exclusión de mis amigos del PCE, mis viajes a la URSS y Checoslovaquia, la breve visita a Cuba con los escritores y artistas del Salón de Mayo, la frustrada aventura de Libre e incidencias del caso Padilla multiplicarían poco a poco la invasión de los múridos hasta transformarse también en una epidemia. La realidad es a veces curiosamente simbólica: recuerdo que al salir del figón marroquí en el que había cenado con mis amigos, divisé de pronto, como un recordatorio, el cadáver de un auténtico ratoncillo frente al 26 de la Rué de Biévre.