III - EL TERRITORIO DEL POETA

Unas semanas antes de revisar estas páginas, recibí un día dos o tres llamadas de un hombre con un vago acento extranjero que quería a toda costa hablar con Monique. Cuando ésta regresó a casa y se puso al teléfono, el desconocido la asaltó ansiosamente a preguntas respecto a Genet. ¿Dónde estaba? ¿Le había ocurrido algo? ¿Quién podía procurarle sus señas? Monique le explicó que desde hacía tiempo sabíamos poco de él y casi siempre de forma indirecta: lo único que se le ocurría aconsejarle era escribir al domicilio de su editor. Pero su interlocutor parecía consternado y no daba el brazo a torcer. Ni su mujer ni él entendían lo sucedido: la antevíspera, Genet había almorzado con ellos y les pidió que al día siguiente le telefonearan sin falta; no obstante, en el hotel en donde se alojaba, pretendían que pagó la cuenta y se fue sin dejar recado. No era posible que hubiera olvidado su cita con ellos; tal vez había sufrido algún percance; tal vez…

El desconcierto y tristeza del sujeto no resultaban nuevos para nosotros: reproducían una situación genetiana que conocíamos desde hacía décadas. Tras haber convivido con él y su esposa por espacio de unos días o semanas, concediéndoles el don fortuito de su presencia, Genet había desaparecido bruscamente de sus vidas, del ámbito amistoso en el que acampaba y en el que fugazmente se había sentido a gusto. Abandonado sin razón aparente alguna, privado de su dicha y estado de gracia, el desconocido no alcanzaba a comprender que el momentáneo bienestar del escritor, su impresión de integrarse en el núcleo de una familia habían sido probablemente las causas de su fuga y condena. Su nombre y el de su esposa se agregarían así a la larga lista de los seducidos por su personalidad e inteligencia apeados de golpe a la vera de un camino con altibajos, revueltas, bifurcaciones y cambio de sentido. Aturdido e incrédulo, verificaría poco a poco, amargamente, que Genet había dejado de existir para ellos salvo en el caso hipotético de que en el futuro tuviera que recurrir a sus servicios o se viera en el brete de solicitarles algún favor.

Fue exactamente el ocho de octubre de 1955. Monique Lange, a quien había conocido unos días antes en el vestíbulo de Gallimard, me había invitado a cenar en su piso de la Rué Poissonniére, añadiendo en seguida, temerosa, según me confesó luego, de que su cálida y bella sonrisa no fuera motivo bastante para que aceptara su hospitalidad: «Jean Genet irá también. ¿Le conoce?»[13]

Sí, le conocía a través de sus libros o, mejor dicho, de su último libro publicado entonces, Journal du voleur, que un amigo me había prestado dos años antes, durante mi primera y breve estancia en París. El efecto moral y literario que causó en mí su lectura fue enorme. A la expresión personal, fascinadora e insólita del autor se agregaba la introducción a un mundo para mí totalmente desconocido; algo presentido de modo oscuro desde la adolescencia, pero que mi educación y prejuicios me habían impedido verificar. Recuerdo que quien me pasó el ejemplar manoseado de la obra apuntó una vez con el dedo a un individuo de una treintena de años, de aspecto fanfarrón y malencarado, que se dirigía a la terraza del café situado exactamente delante del nuestro —se llamaba y creo que se llama todavía La Pérgola, junto a la boca de metro de Mabillon—, murmurando con aire entendido: «Es el amigo de Genet». Días más tarde, al devolverle yo el libro, me preguntó si me había masturbado al leerlo. Le dije que no y me miró sorprendido, con una mezcla de decepción e incredulidad.

—Yo lo he hecho docenas de veces. Cada vez que lo leo, me hago una paja.

No me han gustado nunca esa clase de confidencias y corté la conversación. Según me dijo años después Genet, nada le irritaba más que el inoportuno homenaje a las virtudes pornográficas de su obra: la opinión de los homosexuales sobre ella no le merecía ningún crédito y sólo apreciaba el elogio de quienes, fuera del gueto por él descrito, tomaban sus novelas por lo que eran, es decir, un mundo autónomo, un lenguaje, una voz. En cuanto al supuesto amigo señalado por mi iniciador en aquéllas, debía de ser, teniendo en cuenta las fechas, Java o Rene. «Pero ninguno de ellos frecuentaba Saint-Germain-des-Prés, observó Genet al mencionarle el hecho. Los dos chuleaban putas en Montmartre o robaban a los maricas en los urinarios o el Bois de Boulogne».

Diez días después de nuestro primer encuentro en la Rué Poissonniére, acompaño a Monique a verle. Genet está enfermo, no recuerdo de qué, y ella le lleva un bolso con comida y medicamentos. Subimos a un pequeño estudio de la Rué Pasquier, en donde nos recibe acostado. AI cabo de un rato aparecen nuevas visitas: Madeleine Chapsal y Jean Cau, entonces secretario de Sartre y más tarde fiel portavoz de los miedos y fobias de la derecha.

Los diarios traen noticias cada vez más alarmantes de la represión en Argelia y Genet ha tenido la idea de celebrar a su manera el Día de Difuntos que se avecina. Ha redactado un texto, dirigido a quienes visitan la tumba de sus próximos, para ser distribuido a la puerta de los cementerios. Genet busca sus gafas en la mesita de noche, se las cala y lee con esa voz suya inimitable, grave, severa, llena de intensidad y cólera retenida, un escrito acusador, de gran violencia poética, incitando a la asistencia a pensar en los otros muertos, los que caen diariamente segados por las balas criminales de su ejército y su policía: viejos, niños, mujeres, campesinos humildes y analfabetos…

El texto me conmueve, pero Jean Cau arroja en seguida un cubo de agua fría: el tono es demasiado agresivo, dice, y su efecto sería contraproducente. Propone entonces redactar otro, mucho más mesurado y eficaz, en el lenguaje habitual a esa clase de manifiestos. Mientras discute los términos con los visitantes que ahora llenan el estudio, observo que Genet parece desentenderse por completo de la conversación, como si la acción planeada de acuerdo con la línea política de una oposición respetuosa y siempre a la defensiva no le concerniera.

Su texto no será difundido nunca y, según me escribe Monique a Barcelona, adonde regreso unos días después, la empresa de agitación poética propuesta por Genet no se lleva a cabo.

Pasa un año. Monique me ha informado regularmente de sus contactos con el poeta y yo he leído entre tanto la totalidad de sus obras durante mis últimos meses de servicio militar. Cuando concluyo éste, vuelvo a París con Monique y me instalo en su casa de la Rué Poissonniére.

Genet se descuelga allí sin previo aviso —el piso de Monique es para él una especie de cantina—, y aunque deseo hablarle de sus libros, advierto en seguida que el tema le disgusta. Acostumbrado a la oronda vanidad de los letraheridos hispanos, su actitud me sorprende. Genet impone una distancia infranqueable entre él y la obra, huye como de la peste de quienes por buenas o malas razones la admiran, asume la lejanía y despego de un Rimbaud traficante en las estepas desoladas de Harar. Cuando mucho más tarde me pregunte mi opinión sobre ella, lo hará con pudor y modestia, sin la agresividad e ironía en que, para defenderse de una veneración o curiosidad inoportunas, se envuelve de ordinario.

Entre los que aparecen por casa de vez en cuando figura asimismo René, a quien Monique conoce de la época en que él frecuentaba al poeta y se buscaba un modus vivendi despojando con nocturnidad a los homosexuales en las zonas habituales de ligue. Dicha relación amistosa, puntuada de incidentes cómicos, ha sido retratada con gracia en Les poissons-chats, la primera novela de Monique. René tiene entonces una treintena de años, es alto, macizo, basto y su rostro, vulgar y abultado, delata en seguida su pasada condición de truhán; casado ahora y padre de dos hijos, limpia colchas, sofás y sillones a domicilio, un trabajo que le permite no sólo ganarse honradamente la vida sino calzarse también, siempre que la ocasión se presente, a numerosas sirvientas y aun amas de casa. Para ello pregunta con insistencia el origen de las manchas rebeldes a su enérgica terapéutica, descarta secamente hipótesis confusas y acaloradas, centra poco a poco las sospechas en el origen espermático de la libación. Sus visitas a la Rué Poissonniére obedecen tanto al deseo de evocar los viejos tiempos con Monique como al propósito de tirarse a Héléne, la asistenta que vive con nosotros y acompaña a la niña a la escuela.

Héléne habla a tontas y a locas, se maquilla exageradamente y sale a bailar por las noches. A través de sus relatos extravagantes deducimos que se trata con algún proxeneta, pues ha sido invitada a Casablanca a trabajar como esteticista; es madre soltera y ha confiado a sus tres hijos a la Asistencia Social. Su continua verborrea irrita a Genet: mientras ella sirve la comida, reclama bolas de cera para los oídos. Un día, avasallado por su chachara, exclama fuera de quicio:

—Nom de Dieu! Vous ne pouvez pus avoir une idée genérale?

Algunos encuentros de aquellos meses, preservados del olvido gracias a la pequeña agenda de Monique.

Acompañamos a Genet al Quai de Conti, adonde debe asistir a la recepción oficial de Jean Cocteau en la Academia: es el primer y último acto mundano al que le he visto acudir en mi vida. Visiblemente, la ceremonia le fastidia y, al dirigirse al encuentro de sus colegas, lo hace a regañadientes, excusándose con nosotros y furioso consigo mismo. Ni física ni moral ni literariamente pertenece a su mundo: Genet, en la galería de invitados del Institut, es el halcón introducido por error en una asamblea de pavos reales. Lo que verá y oirá allí alimenta cuanto desprecia: sentimientos de asco, ganas de vomitar.

Cocteau había contribuido decisivamente doce años antes a hacerle salir de la cárcel y se siente en deuda con él. No obstante, evita su trato siempre que puede: su mundanería y exhibicionismo le ofenden. Cuando el autor de Les enfants terribles fallezca, Genet me hablará de él y la superficialidad de su obra sin malquerencia pero sin piedad.

En otra ocasión, la agenda indica escuetamente una «cena Genet-Violette Leduc en un restaurante chino», de la que no conservo con todo ningún recuerdo.

Violette Leduc acaba de salir entonces del sanatorio siquiátrico en donde, gracias a la generosidad de Simone de Beauvoir, se había recuperado de una de sus crisis, medio reales, medio simuladas, de locura y depresión. La fuimos a ver con Monique —quien admiraba profundamente su obra y me había hecho leer sus libros, entonces casi desconocidos—, a una hermosa villa de las afueras de París, con un gran parque de castaños de Indias amarillos y casi deshojados. Violette —cuya terrible semblanza física trazó Maurice Sachs de manera inolvidable— había sollozado sobre su abandono y soledad: sufría o fingía sufrir de un delirio de persecución, pero a ratos parecía serenarse y su tosco rostro de pepona se ensanchaba en una astuta y maliciosa sonrisa. Era «comediante y mártir», conforme a la expresión acuñada por Sartre, y había aparentado extasiarse ante la «feliz pareja» que formaba yo con Monique. Quería que le pasase algún pantalón viejo, «con un poco de semen en la bragueta», decía con aire plañidero, pues vivía sola, sin hombre, y aquel recuerdo mío la calentaría un poco. A falta de unos téjanos disponibles, consiguió unas cuantas fotografías que nos habían sacado en España: con ellas dormiría mejor, se sentiría más acompañada, podría forjarse la ilusión de participar a distancia de nuestra dicha. Unos días después telefoneó a Monique, todavía desde la clínica: mientras paseaba por el jardín, alguien se había colado en su habitación y había hecho trizas, frenéticamente, todas nuestras fotos. Dites a Juan qu’il y a sans doute quelqu’un qui lui veut du mal.

Fuera de sus vínculos lésbicos, tan bellamente descritos en sus libros, Violette había tenido dos pasiones en su vida: Maurice Sachs y Genet. Amores imposibles, si puede decirse, por la diferencia de sexos, cuyo fracaso, tristeza y humillaciones referirá más tarde en La bátarde de modo magistral. Años atrás, según Genet nos confió un día, le había invitado a cenar con su amigo Java a su pequeño apartamento cerca del Faubourg Saint-Antoine. Violette había guisado un plato con salsa e insistía en que se sirviera, aunque Genet no tenía apetito. Como él rehusara, adoptó un tono quejumbroso: «Ya veo que desprecia usted a los pobres» o algo por el estilo. Furioso, Genet volcó la mesa con cuanto había encima y la salsa cayó en el escote de ella y se escurrió entre sus pechos. Él salió con su amigo dando un portazo y el día siguiente la había encontrado tendida delante de su puerta, sollozando, todavía cubierta de salsa. Desde entonces, oponía una resistencia implacable a sus acosos admirativos e ignoro por qué razón bajó la guardia y cenó con nosotros y ella en la fecha marcada en la agenda de Monique.

En aquella época Genet mantiene intacta su voluntad de provocación: cantor del crimen, el robo, la homosexualidad, no cesa de cobrarse la deuda que, desde la concepción en el vientre de su madre, la sociedad ha contraído con él; de resarcirse, ahora que es respetado y famoso, de las miserias e injusticias sufridas en su niñez y juventud. Responde con insolencia a la admiración de los respetables, exhibe su ruda franqueza ante los hipócritas, saca sin escrúpulo dinero a los ricos para entregarlo a quienes, como él, no han gozado de entrada de fortuna y educación. Sus cóleras son violentas y bruscas: su primer editor, el traductor norteamericano de sus obras, Jean Cau —que ha venido a justificar su despido por Sartre—, recibirán un día u otro sus bastonazos e injurias.

A la invitación de asistir a la cena oficial de homenaje a un ministro por el mundo de la cultura, contestará con la pregunta de si ha sido invitado a título de ex presidiario, ratero o maricón. Una vez, en la terraza del Flore, será saludado desde otra mesa, con ademán furtivo, por un homosexual vergonzante y, alzando la voz, le espetará: «¿Qué, te la metió bien el chulo de la otra noche?» En el restaurante en donde almorzamos, una señora pintarrajeada habla y besuquea a un perrillo faldero en la mesa vecina; Genet hace una mueca de asco y la dama le pregunta:

—Vous n’aimez pas les animaux?

—Madatne, je n’aime pas les gens qui aiment les animaux.

Recuerdo igualmente la ocasión en que, bastantes años más tarde, Monique y yo le acompañamos a ver a una ferviente admiradora suya, esposa de una importante personalidad estatal, a quien acudía a solicitar una intervención en nombre de un amigo. La dama, para halagarle, cita de memoria una frase suya, no sé ahora a propósito de qué, que había sido reproducida tiempo atrás en los periódicos.

—Sabe usted —le dice—, cuando leo o escucho algo inteligente siempre lo retengo.

—Y cuando oye usted una tontería, la suelta —responde Genet.

Ella encaja el golpe sin pestañear y, dando muestras de magnanimidad y señorío, toma nota de cuanto él le pide e interviene decisivamente en su favor.

La representación de su teatro empieza a procurarle dividendos y, por primera vez, vive con cierta holgura. A partir del éxito mundial de Le balcón, repartirá los derechos de autor entre sus protegidos reservando tan sólo para sí lo estrictamente indispensable.

Hasta la fecha, sus estratagemas para obtener pasta podrían ilustrar una antología de trucos y expedientes, dignos de un héroe de nuestra picaresca: préstamos, sablazos, hoteles abandonados sin abonar la cuenta… Genet actúa en estos casos sin remordimiento alguno: su moral se sitúa a un nivel diferente. Una vez en éste, su conducta será, al contrario, modelo de escrúpulo, de rigor. Pero, y esto sólo lo advertiré más tarde, su nivel varía. La entrega absoluta a la amistad no excluye así el germen de una posible e inopinada traición.

Su recurso habitual cuando se halla sin fondos consiste en vender a sus editores títulos de libros inexistentes: Le bagne, La fée, Elle, Splendid’s (La rafale), Les fous… Cuando Gallimard adquiere los derechos de publicación de sus «obras completas», Genet socaliña dinero a Gastón con el aliciente de promesas miríficas: Jeanne la Folie, Les hommes, Foot-ball… El fundador de la NRF, cuyo olfato literario es el de un auténtico perro de caza, tiene además un faible por Genet: mientras es capaz de rehusar con sequedad la ayuda a un autor anciano o menesteroso, cede siempre, con excitación mal oculta, a sus continuos ardides y trampas. La certeza de ser engañado por él le procura intensa satisfacción. El viejo Gastón es un «monstruo sagrado», bajo el cual Gallimard no será una mera fábrica de producir libros: su personalidad, caprichos y fantasía ejercen entonces un influjo saludable y el poeta, con su insolencia y desenvoltura, disfruta sin trabas de su beneplácito y protección.

Genet me llama ahora l’hidalgo y parece sentirse a gusto en mi compañía cuando aparece por Ja Rué Poissonniére. Monique le sirve de buzón y le ayuda a resolver los pequeños, pero enojosos problemas de la vida diaria: concertar citas, rehuir encuentros molestos, obtener Nembutal o Supponéryl para dormir.

Vive solo, en hoteles modestos situados casi siempre en las proximidades de alguna estación, como para subrayar así su movilidad y ligereza. Sus bienes caben en una maleta mediana o pequeña: una muda de ropa, algunos libros y cuadernos, los somníferos y medicamentos, sus manuscritos. En esa época escribe aún: ha publicado meses atrás Le balcón y pronto seguirán Les négres y Les paravents. Lee los periódicos y comenta luego los acontecimientos políticos: la guerra de Argelia, los últimos coletazos del colonialismo francés…

Su austeridad y retraimiento monacales evocan la idea de santidad: desapego real tocante a propiedades y bienes. Come de modo frugal, bebe apenas, el único lujo que se consiente lo constituyen los cigarros o puritos holandeses de cajetilla metálica, que fuma sin parar. Fuera de la satisfacción de sus módicas necesidades personales, el dinero le quema las manos: lo guarda siempre en pequeños fajos en el bolsillo del pantalón, presto a distribuirlo entre sus protegidos, alguien con quien simplemente simpatiza o el muchacho o macarra con el que acaba de ligar.

Hablamos sobre todo de política. Aunque estoy físicamente en París, mentalmente sigo viviendo en España. Mi hermano Luis y gran parte de los amigos barceloneses han ingresado en el PCE clandestino y soy el compañero de viaje marginal, pero útil que ayuda a coordinar desde fuera campañas de prensa y actividades culturales contra el régimen de Franco. Empiezo a conocer la obra de autores como Céline, Artaud, Beckett y sé en mi fuero interno que su expresión literaria, como la del propio Genet, es mucho más bella, densa y audaz que la que yo y mis colegas nos proponemos por meta; pero, al mismo tiempo, estoy convencido de que es un lujo que no podemos permitirnos. La situación de España, pienso entonces, exige de nosotros la claridad y eficacia (léase facilidad y maniqueísmo) de la novela realista y testimonial (Karl Marx, Véternel voleur d’énergies! que hubiese dicho Rimbaud). Así, me impermeabilizo durante años a la influencia políticamente peligrosa de Genet (lo que no impedirá sin embargo que cale más tarde en mí lenta y perdurablemente).

Genet simpatiza con nuestras opciones políticas y le agrada discutir con Luis y su amigo Octavio Pellissa, cuando vienen a París a informar o recibir instrucciones de la dirección. Como verificaré después, la disciplina, impenetrabilidad y secreto inherentes a la jerarquización de los partidos comunistas y su perenne mentalidad de «fortaleza sitiada» le atraen y fascinan. Por encima de todo, siente un odio visceral por el sistema social en que vive y las desigualdades económicas, culturales y étnicas que engendra su dominación. Pero, al mismo tiempo, nuestro apoyo exclusivo a España le choca y es objeto de su ironía. Genet conoce bien la Península y encuentra a los españoles resignados a su suerte, sentimentales y blandos, en una palabra, incapaces de repetir sus hazañas revolucionarias del 36.

Machado es entonces nuestra Biblia y le presto una traducción de su poesía y el Juan de Matrería. Genet me devuelve los ejemplares al cabo de unos días y formula una serie de críticas: el horizonte literario y humano del autor le parece reducido y estrecho; su castellanismo es una forma de contemplarse narcisistamente el ombligo y resucitar los valores retrógrados del paisaje. Machado no sólo escribe en español —como él escribe en francés— sino que quiere ser español, una identificación cultural que él no comprende y tilda de chovinista. A él, el paisaje moral francés le deja totalmente indiferente: ni los jardines de Versalles ni la catedral de Reims ni la campiña normanda le provocan emoción alguna. Entonces, ¿por qué ese amor por Soria, Castilla, los chopos del río, la lenta procesión de los álamos? La patria, dirá mucho después, sólo puede ser un ideal para aquellos que no la tienen, como los fedayín palestinos.

—¿Y el día que la tengan? —le pregunto.

El guarda silencio durante unos momentos.

—Entonces habrán conquistado el derecho de arrojarla a la taza del retrete y tirar, como yo, de la cadena.

Tras una de sus frecuentes ausencias reaparece un día en Rué Poissonniére con un muchacho de una veintena de años. Abdallah es hijo de un argelino y una alemana, ha trabajado desde niño en un circo y hace números de acrobacia. Su rostro, de una gran seducción, presenta una mezcla armoniosa de rasgos viriles y femeninos. Su voz es suave, su porte gracioso y elegante y, al hablar, se expresa siempre con gran delicadeza y pudor.

La relación entre ambos es paterno-filial. Genet ha decidido convertirle en un gran artista e inventa para él suertes de saltimbanqui que exigen un paciente y riguroso entrenamiento. Un admirable texto poético, Pour un funámbulo, será el resultado de la conjunción de sus voluntades. Abdallah se entrega con entusiasmo a la tarea, Genet parece muy satisfecho de sus progresos y su amistad irradia una gloriosa belleza moral.

Cuando Genet viaja, Abdallah viene a visitarnos y tanto Monique como yo nos sentimos muy bien en su compañía. Al cabo de unos meses, Genet nos comunica que su amigo ha recibido su hoja de recluta y, ante la perspectiva de ser enviado a «pacificar» Argelia, han resuelto de común acuerdo que debe desertar. Abdallah no responde a la convocatoria de alistamiento y viene a despedirse de nosotros con su luminosa sonrisa: la aventura le excita y sabe desde luego que moviliza la vitalidad y energías de Genet, para quien la deserción es un valor absoluto. Desarraigado de nacimiento, pupilo de la inclusa, éste predica con el ejemplo las virtudes del exilio. Acercarse a él implica desprenderse de las propias coordenadas, desacostumbrarse a la educación recibida, cortar con pasados sentimientos y efectos, vivir como un extranjero en perpetua disponibilidad. Para acomodarse a la imagen que de él desea, Abdallah asumirá su nomadismo, construirá la propia vida en torno a una empresa llena de riesgo, caminará sobre su cuerda floja de volatinero sin seguro ni red. Pero es joven y fuerte, la voluntad de Genet le sostiene y confía animosamente en que la suerte le sonreirá.

Cuando le acompañamos a la Gare de Lyon, en donde toma el tren que le conduce a Bordighera con su material de funámbulo, ignoro que su deserción no será la última y, años más tarde, la situación se repetirá con Ahmed y Jacky. Monique y yo le besamos ambas mejillas y él nos hace desde la ventanilla del tren en marcha un adiós, cada vez más pequeño, con su mano.

Durante varios meses Genet viaja: sigue a Abdallah por Italia, Bélgica y Alemania y vigila de cerca su entrenamiento. L’Arbaléte acaba de publicar Les négres, que pronto será montada por Roger Blin. El buen humor de sus mensajes y llamadas telefónicas indica que atraviesa una fase creadora: sólo se lamenta de sus dificultades en conseguir somníferos. Monique se los envía de vez en cuando por correo, pero el procedimiento es peligroso. Cuando se instala en Amsterdam junto a Abdallah decidimos ir a verles y salimos de París por carretera en compañía de Octavio. Odette, una amiga de Monique, se reunirá con nosotros por tren el día siguiente.

Genet nos enseña la ciudad, bromea sobre De Gaulle y sus manías de grandeza, le encanta saber, dice que la France se fatt baiser per sa grosse biíe molle. Nunca le he visto tan contento de existir como entonces y no le volveré a ver ya después. Come con excelente apetito, hace el payaso cuando Monique saca fotos, se interesa por la situación española y el reciente exilio de Octavio. Luego, nos conduce a la sala donde Abdallah ensaya diariamente su número de baile.

El muchacho lleva un vestido diseñado por el propio Genet, que acentúa la gracia y esbeltez de su cuerpo. Sube al cable tendido entre los dos postes y comienza a moverse con agilidad y ligereza irreales. Sus pies parecen rozar apenas la cuerda mientras oscila al compás de un C’ilypso a casi dos metros del suelo. Al llegar al salto mortal todos retenemos el aliento contemplando el increíble desafío a la ley de la gravedad: su acrobacia es una levitación. Sévére et pále, danse, et si tu le pouvats, les yeux jermés, ha escrito su amigo. El funámbulo los mantiene abiertos: cuando concluye y salta a la alfombra bajo el techo artesonado de la inhóspita sala de fiestas en que se ejercita, advierto de golpe su tensión y esfuerzo, el sudor que le baña la frente, la fragilidad de su bella sonrisa. Genet oculta su orgullo de Pigmalión y dice a Abdallah que ha mejorado su técnica, pero el número no está a punto: debe olvidarse de los espectadores, concentrarse exclusivamente en el baile, aligerar todavía sus movimientos. Abdallah le escucha, cansado, pero satisfecho y aguardamos a que se mude de ropa para salir a cenar.

No sigo una cronología estricta de los hechos sino el desorden coherente de la memoria.

Asistimos —empleo el plural por Monique— al estreno de Les négres en el Lutéce. Aunque soy muy poco aficionado a espectáculos teatrales —casi siempre me aburro en ellos y basta con que me acomode en el asiento para que me entren ganas irresistibles de toser, me hormigueen súbitamente las piernas o me duela la espalda—, la densidad poética del texto, el extraordinario montaje escénico, la recitación y mímica de los actores me entusiasman: es una obra más bella y provocadora aún que Le balcón y prefiero la escenificación de Blin a la que Peter Brook presentó, de la última, en el Gymnase.

Un espectador se levanta en medio de la representación y sale dando muestras de desagrado: es Ionesco. La secretaria de Gastón Gallimard, que ha presenciado el incidente con nosotros, le preguntará el día siguiente el motivo.

—Me sentí el único blanco de la sala —responde el escritor.

Genet sigue en Holanda rehuyendo la curiosidad de los periodistas pero, cuando vuelvo a verle, acepta por primera vez de buen grado discutir de teatro y literatura. Los autores que entonces ocupan el candelero —Malraux, Sartre, Camus— no le interesan ni poco ni mucho. La literatura de ideas, dice, no es literatura: quienes la cultivan se equivocan de género. Su lenguaje es liso, convencional, previsible: parte de algo ya conocido para llegar a algo conocido también. Su empresa no es una aventura, sino un simple trayecto de autobús. Entonces, ¿para qué tanto esfuerzo?

Admira sobre todo a los poetas: Nerval, Rimbaud, Mallarmé e, inesperadamente para mí, Claudel. El deseo de ser escritor le vino en la cárcel después de leer a Ronsard. Céline, Artaud, Michaux, Beckett le merecen igualmente respeto. Años más tarde, instalado ya en una soledad absoluta y sin retorno, me hablará con emoción de Dostoievski y Los hermanos Karamazov.

Hemos vuelto a Amsterdam con Florence Malraux y un amigo. Genet nos ha reservado habitaciones en un hotel del centro, pero nos encontramos con la sorpresa de que la dirección no nos admite: nuestras parejas son «ilegítimas». Genet ríe complacido: Abdallah y él, en cambio, no tienen ningún problema. ¡Bendita Holanda, paraíso del homosexual!

Abdallah se entrena ahora con Ahmed, un amigo de infancia que trabaja también en el circo. Es Navidad, y pasamos el día vagabundeando junto a los canales. Los dos muchachos nos muestran el barrio de vida alegre, el baile frecuentado por guyaneses y curazoleños, las prostitutas al acecho tras las vitrinas como sirenas iluminadas en un acuario.

En vísperas de Año Nuevo vamos a Haarlem a ver «Las Regentas» de Hals. Genet admira apasionadamente el cuadro y afirma que el pintor descubrió en él la bondad. La obra de los grandes holandeses le conmueve: es un visitante asiduo del Rijskmuseum y bastantes años después de sus páginas sobre el maestro de Ley den, confiará a Monique, tras haberse visto desnudo en el espejo, que su cuerpo envejecido le recuerda a la «Betsabé» de Rembrandt. La Rué Poissonniére sigue siendo entonces su point de chute. Aparece de pronto, entre dos trenes, a recoger sus somníferos y correspondencia o concertar una cita con sus editores. Huye, con repugnancia, de la gloria y reconocimiento mundanos. Un día, de visita en Gallimard, ve un rimero de libros en la habitación en donde los autores firman los ejemplares reservados a personalidades, libreros y críticos: se trata de una obra de Montherlant. Tras asegurarse de que nadie vigila, transforma el consabido Avec les hommages del autor en un insólito Avec les hommages de ce con de Montherlant. Los volúmenes serán enviados a sus destinatarios y algunos académicos y espíritus distinguidos protestarán telefónicamente del ultraje y los devolverán.

Abdallah ha ultimado entretanto su danza de volatinero y empieza a representarla con éxito en Bélgica y Alemania. Las noticias que nos llegan de su jira son optimistas. Tu seras cette merveille emhrasée, toi qui hrüles, qui dure quelques minutes, ha escrito para él Genet; y el público, ignorant que tu es l’inc en diaire, il applaudit l’incendie. Las fotografías que recibimos lo muestran airoso y grácil mientras brinca sobre la cuerda floja con su traje brillante y ceñido. Un día, de modo indirecto, nos enteramos de su accidente: ha caído en Bélgica, durante su número y se ha fracturado una pierna. Una operación posterior ha dado resultados satisfactorios, pero debe someterse a un largo tratamiento reeducativo. Genet permanece a su lado para alentarle. Abdallah quiere volver a su baile, presintiendo oscuramente que, de no hacerlo, dejará de apasionar a su amigo: sabe quizá que la empresa es superior a sus fuerzas; con todo, se obstina en vencer al destino. La vida que conocía y apreciaba antes de encontrar a Genet ha perdido para él todos sus alicientes. No sólo ha desertado del ejército sino de cuanto satisface de costumbre al individuo «normal»: trabajo rutinario, diversiones, amigos, espacio familiar. Su entrega moral y afectiva a Genet es un camino sin retroceso: ruptura de puentes, táctica de tierra quemada. Por eso, seguirá bailando sobre la cuerda floja, asumirá la soledad absoluta de su reto, se confundirá con esa imagen leve y concisa que mantiene al público en vilo mientras ejecuta audazmente su salto mortal.

El territorio de Genet es discontinuo: presenta quiebras, altibajos, rupturas, bruscas desafecciones. Pacientemente construye escenarios que abandona de pronto dejando a sus actores alienados y huérfanos. Es abnegado, fiel, generoso, sumiso en apariencia al amado pero, al mismo tiempo, voluble, posesivo, exigente, capaz de dureza y de crueldad. Esa discontinuidad tiende no obstante a repetirse, obedece a ciclos sutiles y aleatorios, adquiere con los años una misteriosa coherencia.

Cuando Abdallah cae por segunda vez, la plenitud moral de su amistad con Genet descabalga a una realidad inhóspita, gris y sin perspectivas: el funámbulo de ademanes escuetos y puros, investido de exactitud milagrosa, no volverá a bailar. Acomodarse a una vida ordinaria resulta difícil: la experiencia le ha marcado para siempre. En adelante está condenado a ser un peso muerto en la vida de Genet, el recordatorio molesto de un sueño frustrado. Ni uno ni otro intentarán un vano proceso de reinserción social. Para consolarle, Genet le dará un cuadro de Giacometti, con el producto de cuya venta podrá viajar durante meses por Extremo Oriente: fugitivo de sí mismo, exiliado del mundo, ha empezado, tal vez sin saberlo, su inexorable cuenta atrás.

Genet milita entonces activamente por la independencia de Argelia. L’Arbaléte publica Les paravents que, por la candente actualidad del tema, tardará años en poderse representar.

Se presenta a menudo en casa en compañía de Jacky. El muchacho es hijastro de Luden, ese pécbeur de Suquet a quien dedicara alguna de las novelas y poemas de su primera etapa. Genet lo ha seguido tratando después de su matrimonio, le ha ayudado a establecerse y conoce a Jacky desde niño. Éste manifiesta muy temprano una irresistible pasión por los automóviles: a los trece o catorce años se dedica a forzarlos siempre que puede para escapar en ellos a gran velocidad. La policía le detiene, pero le suelta en seguida por tratarse de un menor. Su espontáneo desprecio de las leyes, audacia y desenvoltura divierten y seducen a Genet, quien descubre en el mozo una incipiente afinidad espiritual. Tiempo atrás, se había fugado de casa y lo albergamos unos días en la nuestra. Frente a un Lucien aburguesado y conformista, su desvío precoz le reviste a sus ojos de un aura atractiva de marginalidad.

Releo al redactar estas notas L’enfant criminel. La experiencia carcelaria infantil de Genet, esa región moral, cruel y fascinadora de los centros correctivos para menores no dejará nunca de obsesionarle. Denunciado por el músico ciego a quien servía de lazarillo —España, con su brillo y andrajos, se cruza ya en su camino—, será enviado a reeducarse a uno de ellos por haber gastado en los tenderetes y barracas de la feria la pequeña cantidad de dinero que le había confiado aquél. Genet me dirá una vez que, al darse cuenta de su «crimen», pensó en suicidarse. En su lugar, conocerá ese feroz universo que abona sus sueños de abyección y de gloria, crea una distancia insalvable entre falta y castigo, preserva intacto su orgullo rebelde y tenaz. La severidad de la pena le impone una conducta digna de la misma: Genet se esforzará en merecerla. En adelante, el niño adiestrado a la mímica hipócrita del monaguillo podrá entregarse a la verga dura de sus amantes senegaleses, robar, mendigar, prostituirse, aceptar con arrogante desafío su idealizada imagen de delincuente vocacional.

Cuando, escritor ya célebre, será invitado por el director de una institución juvenil sueca, tras una visita a su centro «humanizado» y sin rejas, a dirigir la palabra a los adolescentes en vías de rehabilitación, el discurso de Genet a éstos llenará de estupor al filántropo y dejará al punto de traducirlo: la sociedad busca castraros, volveros grises e inofensivos, privándoos de cuanto os singulariza y distingue de ella, ahogando vuestra rebeldía, despojándoos de vuestra belleza; no aceptéis la mano tendida, no caed en la trampa; aprovechad la estupidez de este fulano para largaros y dejarlo plantado…

Según me dijo Genet al referir el episodio, los jóvenes le escuchaban sin comprender una palabra, el director estaba furioso y, olvidando su liberalismo y buenos sentimientos, le había conminado a irse de allí con amenazas e insultos.

El adolescente que, en ruptura con la familia, se dirige instintivamente a él en busca de apoyo, no pertenece a la categoría de los rebeldes que se dejan normalizar. Jacky no aspira a un hogar propio ni una existencia holgada ni un puesto de trabajo sino a una profesión difícil y peligrosa en la que se explaya y tiene fe. Es vivo, porfiado, simpático y no carece de gracia física. Cuando madure y se haga hombre entrará, muy naturalmente, en la vida de Genet.

No me propongo relatar los acontecimientos que configuran una biografía sino delimitar y ceñir con ayuda de ciertos hechos y elementos el espacio físico y moral del poeta: su vitalidad, humor, caprichos, comedias, sus cóleras fingidas, sus cóleras reales: la gracia singular que implica su conocimiento y también la condenación.

Sus afinidades y ojerizas son instantáneas e imprevisibles. La presencia de una persona que le resulta antipática lo encierra en un mutismo hosco y excluyente, que obliga al apestado a retirarse de su campo visual. Le gusta contradecir los lugares comunes y evidencias presuntas, desmontar alegremente las certidumbres más asentadas. Acoge con un silencio glacial los torpes intentos de conversación de los taxistas o responde a sus trivialidades con ironía mordaz. Cuando el mozo del gran hotel de lujo descorre la cortina del balcón para mostrarle la sublime perspectiva que de allí se contempla, ordena que la corra de nuevo y traiga, si lo tiene, un panel o biombo con la fotografía de una fábrica. Los pavos reales de la literatura le provocan una náusea irresistible: un día, hojea la novela de uno de ellos y exclama: «¿Por qué diablos no hace como yo, y cierra el pico cuando no tiene nada que decir?» Pero si se siente bien, entre personas que aprecia, es afectuoso y atento a sus problemas, mantiene con ellas relaciones de respeto y pudor. El tuteo agresivo le molesta: pese a nuestra larga intimidad, nos hablamos siempre de usted.

Me escribe de vez en cuando de Grecia, Marruecos, España o alguna ciudad francesa de provincias. En el sobre añade, bajo mi nombre, «el amigo» o «el concubino de Monique». En una ocasión —doy un salto adelante de varios años— le acompaño, después de almorzar, a la Gare du Nord: en el compartimento del vagón en el que se instala hay una dama de mediana edad que le reconoce y entabla conversación con él. Como es la hora de la partida, nos despedimos y me apeo. Dos días después recibo una carta suya:

Ahí va, Juan, la tarjeta de visita de la idiota del tren […] Adora el Fin de los Romanov y está muy impresionada con la aventura de Anastasia. Ha votado no en el referéndum. Su gran hombre es Tixier-Vignancourt. «Es el mejor abogado de la audiencia» y «tiene una voz de bronce». ¿Mayo del 68? Dios nos libre de que el 69 sea igual […] Su marido es un gran cerdo que le aguarda en la estación. El cerdo es alcalde de un pueblecillo junto al mar.

Pero… llegando a A., en donde baja, había en la redecilla del portaequipajes una maleta enorme, sí, enorme y probablemente pesada: es lo que ella me da a entender, y que ella, aunque joven, empezaba a sentir la edad, y se sentía débil, y no había maletero en la estación de A…

Entonces!!!

Me reí burlonamente, cogiendo con una sola mano mis dos maletillas minúsculas y el bastón. Ella tuvo que cargar con su maletón esperando que el viejo cerdo viniese a auxiliarla.

Y así hicimos los dos un bout de chemin ensemble como decía el Frente Popular.

Cuando Genet asume el destino de alguien apecha también con la responsabilidad de su familia: primero la mujer de Luden y los hijos de ésta; luego, la madre de Abdallah, una alemana gruesa y semiparalizada, que vive sola y a quien Monique va a visitar de vez en cuando durante las ausencias de su hijo: chapurrea un francés difícil, se queja de su aislamiento y un día se levanta las faldas y le muestra una hernia enorme. Pronto seguirán la jovencísima esposa de Jacky con el hijo de ambos y Ahmed, el amigo de infancia de Abdallah. Según sabría mucho más tarde, se ocupó igualmente del hogar larachí de Mohamed y el porvenir de su niño.

Para resolver los múltiples problemas de sus pasaportes, permisos de residencia, visados, antecedentes penales, amnistías, Genet utilizará sin escrúpulo su fama y el esnobismo de los poderosos, recurrirá a Pompidou, Defferre o Edgard Faure, escribirá una carta extravagante al embajador de China. Cuando necesita algún servicio, despliega una actividad y tesón increíbles, moviliza las fuerzas de sus amistades. Exige una entrega absoluta: quiere todo e inmediatamente.

Le agrada llegar a casa a la hora del almuerzo, irrumpir en la cocina y servirse allí, sin perder un segundo, del petit salé aux lentilles que hierve en la cacerola. Entonces lo devora sentado en cualquier sitio, como un niño malcriado y hambriento, con la risa bailándole en los ojos.

Jacky eludirá también el servicio militar. Genet viaja con él a Italia, en donde se entrena en el circuito automovilístico de Monza y cuando el muchacho adquiere un buen dominio del volante, le compra el bólido indispensable a su oficio de corredor profesional. Durante meses, le acompañará a pruebas y competiciones por diversos países europeos. El dos de junio de 196.3, Jackv corre en Chimay, junto a la frontera francesa, y vamos a verle con un matrimonio amigo. Genet está agitado como un padre en vísperas de un examen decisivo para el futuro de su hijo: cuida de su reposo y alimentación, le prodiga consejos. Permanece en la pista con Jacky hasta la señal de partida y, cuando el Lotus pilotado por éste gane la carrera, su rostro resplandecerá de júbilo.

Abdallah ha vuelto entretanto de su viaje a Japón y Oriente Próximo. Genet ha conseguido su indulto, se muestra con él vigilante y solícito pero, inevitablemente, sus relaciones se degradan: Abdallah no será nunca el artista «precioso y raro» que inflamará con su audacia la pasión del poeta. Se ha jubilado de cuanto le asía a la vida y sabe que su puesto ha sido ocupado por un rival.

Intentará suicidarse en Casablanca y, cuando su amigo acuda a verle, comprobará que regresa, tal un espectro, del «escuadrón compacto de las sombras[14]». Abdallah mantiene una relación tempestuosa con Erika, una muchacha griega, seca y dura, que Genet no soporta: se manifiesta con éste vindicador y agresivo, le responsabiliza de su propio fracaso. Le vemos a menudo, con él o con ella —pero nunca con ambos—, vulnerable y frágil, como un condenado cuya sentencia ha sido momentáneamente suspendida. A solas sigue siendo el muchacho —ahora hombre— inteligente y sensible, púdico y delicado que nos cautivó desde el primer encuentro. Pero desprende de sí un aire de angustiosa precariedad. Genet tiene la idea desafortunada de que asesore a Jacky, concurra a sus competiciones y entrenamiento. Él lo intenta, de modo patético, pero desiste en seguida. Las riñas son frecuentes y Abdallah deja el receptor descolgado la noche en que Genet debe telefonearle a casa. Así lo confía después a Monique, pero Genet tiene probablemente razón cuando responde: «no, en realidad temía que yo no le llamara». Cuando ninguno de nosotros tiene noticias suyas, Ahmed se escurre del cuartel para verle y comprobar que sigue en capilla. Un día rompe con Erika y nadie vuelve a saber de él. El doce de marzo de 1964, prevenidos por Genet, los dueños de la chambre de bonne que ocupa en la buhardilla de un inmueble de la Rué de Bourgogne, forzarán la puerta y encontrarán su cadáver.

Concluida la encuesta policial, nos reunimos en la Morgue con un pequeño grupo de amigos. Abdallah es irreconocible: el envenenamiento causado por los somníferos le ha teñido el rostro, su cara es la de un negro. Genet dirá sollozando que ha vuelto a África, ha expulsado de sí cuanto, ajeno a sus orígenes, había adherido engañosamente a su piel…

El entierro en el pequeño cementerio musulmán de Thiais es siniestro. Genet apenas puede sostenerse y camina penosamente tras el mufti. De pronto, entre las tumbas, divisamos a Ahmed, que acaba de desertar a su vez y se esconde de la policía. Sopla un viento desagradable y, como corresponde a tan melancólicas circunstancias, la llovizna no falta a la cita.

Voy a ver a Genet con frecuencia a su hotel del bulevar Richard Lenoir. Su aspecto es calmoso en apariencia, pero el gesto irreparable de Abdallah ha liberado en él una serie de mecanismos internos hasta entonces ocultos. Su forma de razonar, brillante, original, grávida de sorpresas, converge de pronto a una mística de la entrega, al salto absoluto a una trascendencia sin Dios. Inmolando su vida, su amigo ha ganado la última y más difícil batalla, hacia la que su arte singular de funámbulo irremediablemente tendía. Su aniquilación física es la victoria que anula pasados fracasos: Genet ve en ella el símbolo de su fuerza y purificación.

Me resulta difícil seguirle por esos caminos: advierto que se está gestando en él un debate intenso en términos de exaltación y culpabilidad. Respeto y comparto su dolor pero compruebo con impotencia que no puedo prestarle ningún auxilio.

Genet regresa a París después de una ausencia de varios meses. El 22 de agosto me pide que vaya a verle a solas al hotel Lutecia. Cuando llego a su habitación está vestido como para salir, pero me dice en seguida que me acomode, que comeremos luego. Le obedezco, sorprendido por la solemnidad del tono y escucho su voz —esa voz grave, severa, inimitable de las grandes circunstancias— mientras me anuncia su decisión irrevocable de suicidarse.

Para mi gran consternación, explica que ha destruido la totalidad de sus manuscritos, sus ensayos, las dos obras de teatro posteriores a Les paravents. En adelante no volverá a escribir ni tocar siquiera un bolígrafo o lápiz. Ha redactado, y me entrega, un testamento ológrafo en el que lega sus bienes, por partes iguales, a Ahmed y Jacky y nos designa, a Monique y a mí, sus albaceas. Al concluir el breve parlamento parece alegre y sereno, como si se hubiera sacado un peso de encima. Me hace prometer que no hablaré del asunto con nadie y me invita a almorzar.

Durante algún tiempo le veo constantemente y trato de mostrarle la inutilidad de su autopunición. Genet no me escucha: habla del gesto de Abdallah con el bello lenguaje de un Mavlana o un San Juan de la Cruz. Aunque el vértigo de la muerte sea intenso, intuyo no obstante que su resistencia interior no lo es menos. A decir verdad no conozco a nadie con mayor vitalidad ni apego a la vida que él: su energía física es endiablada. El uso y abuso de los somníferos hubiese acabado con la salud de cualquiera mientras apenas hace mella en la suya. Recuerdo la ocasión en que, cebado de hipnógenos y calmantes para combatir un dolor de muelas, saltó como un tentetieso de la camilla del odontólogo cuando la enfermera le había exhortado a un poco de paciencia mientras aquél procedía a otra, interminable, extracción: había salido en tromba a la calle, en medio del estupor de todos y atravesó París, cargado como una pila eléctrica, hasta dar con otro dentista.

Aunque le había prometido mi silencio, informo de todo a Monique. La decisión de Genet es indudablemente absurda, pero no sabemos qué hacer para razonarle. Entonces ella tiene la idea de hablar con Sartre: sólo él, dice, posee la inteligencia necesaria para argüir convincentemente a Genet. Según me contará después de verle, Sartre se muestra menos inquieto que nosotros: está persuadido de que no se matará. Le dice a Monique que no sabe lo que es envejecer y que el remordimiento de Genet se debe menos a su tristeza que a su carencia de ella. Si ha quemado sus manuscritos, añade, no lo ha hecho para castigarse sino, sencillamente, porque no los juzgaba a la altura de sus exigencias.

Su opinión nos alivia, pero Genet continúa obsesionado con la idea de suicidarse. No lee siquiera los periódicos, parece desinteresarse de todo y su rechazo de la escritura le conduce al extremo de negarse a estampar la firma en cheques y documentos. Ha conseguido una suma importante de sus editores y la distribuye entre sus protegidos y la madre de Abdallah. Poco a poco, me invade la molesta impresión de que me toma por testigo, de que mi presencia sólo sirve para reafirmarle en sus propósitos. La situación es penosa y no sé cómo cortarla. Un día, mientras almorzamos cerca de casa, abandono mi reserva y delicadeza, busco la forma de provocarle y le alargo brutalmente un bolígrafo. Genet lo arroja al otro lado del comedor y se encastilla en un silencio ceñudo. Es la ruptura, y durante casi dos años no le volveré a ver.

Monique y yo hemos ido a vivir a Saint-Tropez y allí nos enteramos de sus dos tentativas de suicidio en Domodossola y Bruselas, del grave accidente automovilístico de Jacky que, como el de Abdallah años atrás, pone punto final a su sueño. Por las noticias que nos’ llegan de sus amigos, deducimos que Genet sale lentamente del túnel. Durante un viaje a París, Monique le ve un par de veces a solas y le refiere el cambio operado en nuestras relaciones: la pasión árabe ha irrumpido en mi vida, la parte más secreta de mí mismo le escapa. Genet parece encantado por la novedad: mi homosexualidad le satisface enormemente y desea verme. Cuando al fin nos encontramos se muestra de nuevo cordial, irónico e incisivo, pero ni él ni yo somos los mismos de antes: de común acuerdo, evitaremos en el futuro toda referencia a Abdallah.

Fuera de sus fugaces rachas de lujo —cuando se hospeda en hoteles de cinco estrellas— la habitación del poeta es pequeña, modesta, sin adornos de ninguna clase: una cama, un par de sillas, la mesita de noche, el lavabo. También: un cenicero con las colillas de sus cigarros, unos cuantos periódicos, su maleta, el bastón.

Ahora camina apoyándose en éste, con cierta coquetería y evita los barrios donde la gente le reconoce. Almuerza en cualquier sitio, pasea, lee, acostado, la prensa parisiense. Su relación con el francés es paradójicamente monógama: Genet opone una total impenetrabilidad a los otros idiomas; sólo comprende el italiano y las expresiones¹ más crudas del nuestro.

De noche cena apenas y se acuesta temprano. Toma su dosis de Nembutal y, cuando el sueño le vence, es como si se sumergiera con lentitud en un pozo o una tumba: su viaje nocturno a las sombras con la mascarilla rígida de la muerte. Todos los días, al amanecer, su resurrección será la de un Lázaro.

Genet ha vuelto a la vida, pero no escribe. A momentos, la literatura parece serle indiferente y extraña, como a un creyente que sin saber cómo ha perdido de golpe la fe, el estado de gracia. Su prodigiosa inteligencia sigue funcionando, pero actúa sólo en terrenos baldíos: el arco voltaico, el chispazo generador de la obra no se reproducirán, milagrosamente, sino en la fase terminal de su cáncer.

Su anterior exaltación lírica —«je ne connais d’autre critére de la beauté d’un acte, d’un objet ou d’un étre, había escrito, que le chant qu’il suscite en moi et que je traduis par de mots afin de vous le communiquer: c’est le lyristne»— ha sido reemplazada por sentimientos y afectos más pedestres y rutinarios: se ocupa escrupulosamente, como un padre, de la vida errante de sus protegidos. Ahmed prepara en España un número ecuestre; Jacky, divorciado, seguirá los pasos de Abdallah en el Japón. Hace muchos años que Genet no va al cine ni al teatro ni lee obras literarias: ha vivido siempre al margen de las modas y antojos del mundillo intelectual, pero ahora pasa de la literatura. El canto interior —si lo hay— no se traduce en esa escritura bella y revulsiva que inflama y se propaga como un fuego desde el milagro de Notre-Dame des Fleurs. También él sobrevive a la mutilación del impulso que trasciende, como Abdallah después de su caída de la cuerda o Jacky del accidente que casi le costó la vida.

En un afán de simetría extraño, el destino los ha nivelado a los tres.

El escándalo suscitado por la representación de Les paravents en el Odéon le rescata brevemente del anonimato en el que se protege. Pero, si en adelante toma la pluma, lo hará únicamente al servicio de los grupos revolucionarios con quienes simpatiza: los palestinos, Panteras Negras, la banda Baader-Meinhof.

Los acontecimientos de mayo del 68 le devuelven su vieja combatividad y energía. Genet va a la Sorbona, recibe, abrumado, el aplauso de sus ocupantes y se vuelve a esconder. Un día, mientras almorzamos en casa, oímos los gritos de una manifestación frente al cercano edificio de L’Hutnanité. La víspera se trataba de los gochistas hostiles a la línea «prudente y responsable» adoptada por el PC francés. Según advertimos en seguida, los nuevos manifestantes pertenecen a la extrema derecha: agitan banderas francesas, claman contra el «oro de Moscú». Genet, sin vacilar, agarra la sopera y trata de arrojarla desde la ventana a los manifestantes reagrupados bajo nuestro inmueble. Monique se la arrebata: ¡es de la vecina! Él coge entonces un plato, que va a estrellarse contra la boina, el cráneo, de un individuo de una cincuentena de años, que parece un miembro de la Action Francaise inventado por Buñuel. La frente le sangra ligeramente mientras mira, arriba, al genio encolerizado que le insulta. Grossier personnage!, se limita a decir.

Durante mi estancia en California, Genet me bombardea de telegramas: quiere que le ayude a pasar ilegalmente la frontera canadiense para encontrarse con los Panteras Negras. Cuando me dispongo a reunirme con él en Toronto, me avisan que no es necesario. El agente de inmigración a quien ha tendido un pasaporte que no le pertenece, ha combatido en Francia durante la guerra mundial y ama el chic de París y el esprit francés. Sabe incluso silbar la Marsellesa. Genet, sonriente, la silba con él. El policía se olvida de mirar la fotografía y fecha de nacimiento a todas luces falsas y, entre sonrisas y silbos patrióticos, Genet se cuela en Estados Unidos, para perplejidad y desconcierto del FBI.

Desde entonces, prosigue su vida vagabunda: permanecerá varios meses en Jordania y el Líbano con los guerrilleros de la OLP, viajará por Pakistán y Marruecos. Me escribe de Tánger, quejándose del sol, «justo en el momento en que tengo ganas de lluvia», y de su reciente estancia en Barcelona: Ah, la Méditerranée, grand lac salé, comme tout ca me fait chier! Más tarde, reaparece en París con Mohamed, un hombre joven y físicamente atractivo, a quien ayudará a salir de la pobreza y acomodarse en su ciudad natal.

En los últimos tiempos dejo de verle, pero recibo noticias suyas a través de terceros: la discontinuidad reitera sus ciclos, irregulares pero previsibles. Como compruebo al redactar estas notas, la misteriosa coherencia que envuelve cuanto toca se extiende más allá de su obra y teje en la vida misma del artista la compleja red de atracciones, repulsas, órbitas, círculos, tensiones, rupturas de una especie de sistema solar con sus astros fijos, satélites, planetas muertos, estrellas fugaces: ámbito a la vez moral, poético y físico, universo genetiano cuyas leyes sutiles están todavía por descifrar.

Conocer íntimamente a Genet es una aventura de la que nadie puede salir indemne. Provoca, según los casos, la rebeldía, una toma de conciencia, afán irresistible de sinceridad, la ruptura con viejos sentimientos y afectos, desarraigo, un vacío angustioso, incluso la muerte física.

Si en mi juventud imité de modo más o menos consciente algunos modelos literarios europeos y americanos, él ha sido en verdad mi única influencia adulta en el plano estrictamente moral. Genet me enseñó a desprenderme poco a poco de mi vanidad primeriza, el oportunismo político, el deseo de figurar en la vida literariosocial para centrarme en algo más hondo y difícil: la conquista de una expresión literaria propia, mi autenticidad subjetiva. Sin él, sin su ejemplo, no habría tenido tal vez la fuerza de romper con la escala de valores consensuada a derecha e izquierda por mis paisanos, aceptar con orgullo el previsible rechazo y aislamiento, escribir cuanto he escrito a partir de Don Julián.

En enero de 1981 tropecé casualmente con Jacky en Marraquech, junto a la plaza de Xemáa el Fna. Hacía años que no le veía y tardé unos segundos en reconocerle: había enflaquecido, sus rasgos eran más puros y expresivos y una barba negra, cerrada, le daba la apariencia severa, casi arisca de un montañés marroquí.

Según me mostró nuestra plática, el cambio no se limitaba a su aspecto: su inteligencia y sensibilidad se habían afinado también. Acababa de acompañar a Mohamed al Sahara y regresaba sin prisas, a veces a pie, deteniéndose a descansar en los pueblos. Su vida era ascética y solitaria. A veces pintaba y quería aprender el árabe, como antes había aprendido el japonés. Tenía muy poco dinero, pero parecía feliz.

Mientras revisaba estas notas, un periodista me dio la mala nueva de la muerte accidental de Genet en uno de esos hoteles anónimos que frecuentaba, si no próximo a una estación en el camino de un aeropuerto: en los últimos años, había sustituido el tren con el avión pero su disposición a partir, su permanente transitoriedad seguían siendo las mismas. Desde su cáncer de garganta y sucesivos tratamientos quimioterápicos, le había perdido de vista: el núcleo de amigos se reducía a Jacky, Mohamed y los camaradas palestinos. Las estancias en Rabat y Larache alternaban con breves visitas a París adonde iba únicamente a cobrar los derechos de autor o someterse a vigilancia médica. Europa, en su totalidad, había cesado de interesarle y sólo se sentía bien entre árabes. El fin le pilló en uno de los viajes a esa Francia que odiaba, cuando quería corregir las pruebas de su último libro Un captif amoureux. Su voluntad de ser inhumado en Marruecos, de no dejar rastro de sí en su país fuera de su prosa revulsiva, bella y emponzoñada complicó al parecer las formalidades del entierro. Como veintidós años antes el de Abdallah, su cuerpo permaneció varios días en el depósito de cadáveres; y como Abdallah ennegrecido a causa del envenenamiento había vuelto a sus orígenes africanos, Genet se reintegraría a su vez simbólicamente en su tierra adoptiva: según supe por sus amigos palestinos, el funcionario de aduanas que acogió el féretro preguntó a quienes lo acompañaban si se trataba del cuerpo de un obrero marroquí emigrado. Conmovidos, orgullosos, dijeron que sí.

La soledad de los muertos, había escrito a propósito de Giacometti, «es nuestra gloria más segura»: Genet, obrero magrebí de honor, descansa en el viejo cementerio español de Larache actualmente abandonado y cuyo único acceso atraviesa el basurero de la ciudad. Su tumba tiene vista al mar y se halla significativamente en medio de la de nuestros olvidados compatriotas, de nuevo y para siempre ese Genet d’Espagne que, como el fulgor de un incendio aparece en las páginas de Diario del ladrón.