II - LAS CHINELAS DE EMPÉDOCLES

En un anuario estadístico de las actividades literarias en el mundo correspondiente a 1963 publicado con el patrocinio de la Unesco, mi nombre figuraba después del de Cervantes en la lista de escritores en castellano más traducidos. El hecho, en vez de halagarme, me llenó primero de inquietud y luego de desconsuelo. ¿Qué había hecho para merecer esto? Un éxito tan discordante con la endeblez y falta de enjundia de la obra no podía ser sino resultado de un conjunto de circunstancias y equívocos que de un modo u otro convergían en mi persona. La identificación oportunista y abusiva de mi nombre con la causa de la democracia española, mi pequeña posición privilegiada en el mundo editorial y periodístico, ¿no habían creado acaso una imagen fácilmente exportable de joven autor comprometido, que se adaptaba con fidelidad a los clichés y estereotipos relativos a nuestro país? Ese fenómeno prescindía del todo de la especificidad del factor literario: se desenvolvía en un orden exclusivamente editorial. Como escribió por estas fechas uno de mis críticos —expresando, si va a decir verdad, el malestar de mis propios sentimientos— ¿no era yo «un globo prodigiosamente hinchado» que se desinflaría a su debido tiempo «para quedar reducido a sus justas proporciones»?

Globo prodigiosamente hinchado, como ese hombre gas magistralmente descrito por Larra en uno de sus ensayos: la exactitud del retrato me sobrecogió. Pero ¿hinchado como, por quién? Una cadena bien trabada de causas y efectos me había convertido en el lapso de un quinquenio en uno de esos abanderados oficiales de las causas progresistas en el ámbito hispano, saludado a la vez por la maquinaria propagandística de los partidos y una intelligentsia aferrada a los mitos de la España romántica y su desdichada guerra civil. Mientras las versiones finesa, noruega, ucraniana o eslovaca de mis novelas se apilaban en las estanterías de mi biblioteca, la Rué Poissonniére era un punto de cita obligado de los proyectos o encuentros culturales referentes a la Península. Mi amistad con los redactores de L’Express, France-Observateur y Les Temps Modernes me confería una parcelilla de influencia literaria y política de la que por un tiempo me serví sin empacho. Una mezcla de sectarismo marxista, afán de protagonismo y sentimientos mezquinos de rivalidad, me inducirían a actuar de forma poco gloriosa, a la manera de aquellos arribistas de la prensa y mundo editorial cuyas pasiones dignas de Shakespeare y astucias inspiradas por Maquiavelo tendría ocasión de verificar por mi cuenta lustros más tarde. Como un puñado de escritores que hoy aborrezco, ¿no había edificado una precoz y vistosa carrera literaria a costa de las desgracias históricas de mi propio pueblo? Ensalzar la obra del autor patriota enfrentado a los abusos de un régimen detestable equivale en esos casos a defender la causa de la justicia y viceversa. La ecuación es desde luego simplista y falaz, pero altamente beneficiosa para el poeta o novelista que impúdicamente se arropen con ella. Se puede criticar a un individuo que escribe a cuerpo, pero no a un pueblo en lucha y menos aún a todo un continente. El globo prodigiosamente hinchado, portavoz de la cólera, sueños y esperanzas de doscientos millones de seres, planeará mirífico por encima del bien y del mal.

¿Vanidad oronda, autosuficiencia narcisista, engreimiento de pavo real? La hinchazón existía y era palpable: desajuste entre el ser y la imagen, el personaje exterior y el yo agazapado, el novelista asequible y mundano y su soporte insomníaco y depresivo, el militante político y el hombre angustiado, el marido «normal» y el gradualmente poseído de violentas, suntuosas, marciales fantasías nocturnas. Una ligera pero tenaz sensación de incertidumbre y precariedad —algo así como la que experimentaríamos al soñar, por ejemplo, en que bailamos con la agilidad y desenvoltura de un Fred Astaire y recordar no obstante, en la semiinconsciencia, nuestra real y mostrenca ineptitud de patanes— aumentaba la extrañeza y distancia que hacia mí mismo sentía. La hinchazón del otro, sus entusiasmos políticos, concesiones mundanas, oportunismo moral, mezquindades, envanecimientos, me resultaban opresivos y duros de aguantar. Conforme comprobaba que, fuera del campo teórico, los ideales marxistas se oxidaban y adquirían un aspecto no sólo mísero sino lúgubre e infamante, mi celo político empezó a flaquear. Mi participación en reuniones, proyectos, discusiones, congresos, ¿no constituía una enorme pérdida de tiempo y un derroche agotador de energías? Las cenas y compromisos con escritores, periodistas y funcionarios de la edición, ¿se adaptaban realmente a mi carácter y el de Monique, a nuestros crecientes deseos de retraimiento e intimidad? ¿No estábamos embarcados en una singladura que no nos convenía y exigía de nosotros esfuerzos sin consonancia alguna con la satisfacción que obteníamos de ellos? Éstas y otras preguntas, formuladas a lo largo de dos o tres años, me abocaron a una decisión, dieron a la postre su fruto: había que pinchar de una vez el globo hinchado, reducirlo a unos límites más humanos y justos.

La resolución de partir en guerra contra mi imagen fue firme, pero las incidencias del combate se prolongaron durante años y sus resultados fueron tardíos. Aun ahora, no he logrado borrarla del todo de la mente de quienes me conocieron por aquellas fechas y, pese a mis esfuerzos de desalojo, pequeños ecos o vestigios de ella subsisten dentro de mí. De cuantas batallas he trabado contra inclinaciones personales que desprecio, ésta ha sido tal vez la más ingrata y ruda. ¿Cómo liberarme de ese doble joven y a primera vista agraciado por la fortuna pero cuyos gustos, ideas y ambiciones han dejado de ser los míos e incluso me repelen? La paciente labor de desmarcarme de él no se ha visto coronada siempre con el éxito. Pinchar el globo exigía una serie de renuncias y transformaciones que ponían mi vida patas arriba. Para hacerlo, debía sabotear mi modesta, pero envidiada posición en el mundo editorial a cambio de otra dudosa, arriesgada, difícil en el de la literatura; encontrar una alternativa económica a mis ingresos de escritor; defender las causas perdidas o impopulares frente a las rentables y oportunas; vivir aislado y cultivar las enemistades; dejar de concebir la vocación como una carrera y al novelista o poeta como portavoces del interés nacional. Sólo el tiempo y su inevitable cortejo de tropiezos y errores me permitirán compendiar unas pequeñas analectas a las que procuraré ceñir mi conducta: menguada victoria pero que aclarará en lo futuro con estrictez nodular las pasadas, confusas relaciones conmigo y con los demás.

A partir de cierta edad, el individuo aprende a despojarse de lo que es secundario o accidental para circunscribirse a aquellas zonas de experiencia que le proporcionan mayor placer y emoción: escritura, sexo y amor configurarán en adelante tu territorio más profundo y auténtico: lo demás es un pobre sucedáneo de ellos, del que un principio elemental de economía puramente egoísta le aconseja prescindir y, en consecuencia, prescindirás por completo: como advertirás con tu propio ejemplo, quien aspira a convertirse en personaje sacrifica su verdad más íntima a una imagen, al perfil exterior: la gracia literaria es un fenómeno aleatorio y sutil y suele vengarse de quienes corren tras el reconocimiento alejándose de ellos y abandonándolos: desde tu atalaya editorial asistirás durante años a numerosos ejemplos de desertización literaria y moral: ese proceso de autorrepresentación del escritor que, a causa de su infidelidad a lo más genuino y medular de sí mismo acaba por perder sin saber cómo su prístino estado de gracia.

A las pocas semanas de mi llegada a París, Mascolo me pidió que le ayudara a desbrozar el trabajo con la lectura y selección previa de los manuscritos en castellano que se apilaban polvorientos en su despacho de la editorial. Aunque se trataba de una labor escasamente retribuida, tenía para mí el incentivo de estrechar mi relación con Monique y sus colegas, mientras me ponía también en contacto con escritores que admiraba o conocía de oídas desde mis años de la universidad. El efecto de esa vecindad amistosa en un autor bisoño y provinciano como yo era a la vez estimulante y nocivo. Si por un lado me acercaba a la obra de los novelistas, poetas, ensayistas o dramaturgos con quienes me cruzaba a menudo en el vestíbulo de Gallimard, por otro halagaba mi juvenil vanidad de moverme entre ellos, de aceptar su tuteo condescendiente e inmerecido. Intruso en el sancta sanctorum de la intelectualidad parisiense, habría sucumbido como muchos al relumbre de la vida literario-mundana —ese universo prolijamente descrito por el genio novelesco de Proust— de no haber mediado oportunamente en mi caso la militancia política y el saludable rigor de Monique. Mi vinculación con ella y la banda de Mascolo, me incluía de entrada en un grupo de características muy precisas, cuyas posiciones tajantes acerca del estalinismo y los escritores tildados de derechas desalentaban cualquier excursión personal mía extramuros de un campo cuidadosamente trazado. Si su exclusivismo no llegaba a los extremos del de Debord y su minúscula Internacional Situacionista, podía parangonarse en cambio con el de Bretón y sus seguidores. Con una perentoriedad muy extendida en los círculos de la Rive Gauche, la afirmación de sus posiciones e ideas implicaba de modo automático la descalificación y desahucio de las del adversario. Mientras Camus resumía a sus ojos el moralismo huero y abstracto, Aragón encarnaba la imagen del total y perfecto salaud. Incluso Sartre, con quien compartían no obstante criterios y afinidades, incurría, según ellos, en una política oportunista tocante al Partido, como para compensar con sus coqueteos con el estalinismo su pasado apoliticismo respecto a los nacis. Su célebre ensayo sobre la reaparición del fantasma de Stalin con los tanques soviéticos en Hungría, no había resuelto el contencioso con mis amigos: el calificativo de «sartriano» conservó siempre en sus labios un matiz peyorativo y reprobador.

A causa de eso, aunque Camus se interesaba vivamente por España y mantenía una posición muy digna frente a su régimen, al punto de dar un portazo a la Unesco cuando el representante franquista ingresó en ella, su actitud conmigo fue fría y distante. Alguna vez había topado con él en la escalera o corredores de la editorial y con cierta decepción por mi parte se limitaba a inclinar la cabeza con cortesía. Viviendo, como vivía, con Monique, y ligado por tanto al clan Mascolo, me incluía mentalmente en el bando de quienes, en el momento de la polémica suscitada por El hombre rebelde, se habían alineado con Sartre. Como me reveló Monique más tarde —cuando sus ideas habían evolucionado y admitía de buen grado su injusticia juvenil con Camus—, éste había entrado en el despacho en donde ella y otros miembros del personal de Gallimard acababan de leer en voz alta y subrayar con lápiz los pasajes más duros de la respuesta de Sartre a su carta abierta a Les Temps Modernes, preguntando si tenían el último número de la revista en el que, al parecer, se le atacaba. El ejemplar se hallaba visiblemente sobre la mesa y Camus lo cogió y dio una ojeada a las páginas señaladas por ella mientras los asistentes callaban confusos. El recorrido hiriente del texto de Sartre —una lectura que, según numerosos testimonios, afectó Hondamente a Camus— se asociaba así en su memoria al contexto inicial en el que se produjo; desde entonces, el autor de La peste había trazado una línea divisoria entre la gente que le rodeaba: frente a una mayoría de partidarios de los brillantes pero a menudo erróneos argumentos de Sartre, se refugiaría en el núcleo cordial de un pequeño grupo de fieles y amigos.

En estos años, Monique y yo frecuentábamos el piso de la Rué de Saint-Benoit en donde Mascolo y Marguerite Duras convivían de forma precaria después de su ruptura afectiva. Allí, en una atmósfera paulatinamente cargada de humo y soterradas tensiones, hablábamos de literatura y política con Edgar y Violette Morin, Robert Antelme, André Frenaud, Louis-René des Foréts hasta bien entrada la noche. Recuerdo la voz cálida, intensa, fascinadora de Marguerite, esa magia sutil que transmite a sus personajes novelescos y teatrales, el dramatismo deliberado que impone a las discusiones más nimias. Bebemos abundantemente y aunque no compartimos del todo el pasado y complicidades de la banda, se nos admite en ella con generosidad y calor. A mis recientes calas en la obra de Genet y Violette Leduc, agrego el rastreo sabueso del mundo poético de nuestra amiga: orientados por Monique, los responsables de Seix Barral no tardarán en contratar y traducir sus obras al castellano. Más tarde, el éxito de su incursión bautismal en el campo del cine —el guión de Hiroshima mon amour, realizado por Alain Resnais— acentuará, con simpática espontaneidad, su indomable predisposición egocéntrica y narcisista. Un día en que se había debatido por turno el mérito comparado de sus libros, obras teatrales y empresas cinematográficas y, a la hora de los postres, uno de los comensales desvió tímidamente la charla al tema de los últimos acontecimientos de Argelia, Marguerite se encastilló en un mutismo esquivo y exclamó: Bon, puisque vous avez une conversation technique, je m’en vais!

Al único miembro de la peña que no residía en París, el novelista Elio Vittorini, le conocí al margen de los demás, cuando viajé con Monique a Venecia en enero de 1957 y nos detuvimos unos días en Milán. Imposible olvidar aquel ático de Viale Gorizia —una avenida gris algo alejada del centro, surcada por un canal hosco y desangelado— en donde se alojaba el escritor. La impregnadora sensación de belleza que desprende el rostro de Vittorini; sus facciones serias, bigote y cabello grises, mirada que ahonda en el interlocutor con curiosidad y simpatía; aquella sonrisa suya agreste y embarazada que, a despecho de su agudeza y finura, descubre la rudeza de sus orígenes; una combinación extraordinaria de fuerza e inteligencia, apariencia montaraz y domesticidad suave, seducían a quien tenía la oportunidad de departir con él en la intimidad mientras rodeado de su esposa y amigos sicilianos charlaba, reía o jugaba con éstos, como en su pueblo, una animada partida de naipes. Ginetta, junto a él, participaba de su majestuosidad delicada y bravia: alta, serena, de rasgos nobles, poseía una voz cuyo poder encantatorio se emparentaba curiosamente con el de Marguerite. La imagen de ambos, armoniosa en el aura de su llameante hermosura, era la de una pareja castellana y heráldica, león y leona sosegados y gratos, una conjunción de varón y hembra tan luminosa y perfecta como no he visto ni veré jamás. Ginetta y Elio nos recibieron con los brazos abiertos: conocían a Monique desde la época de su divorcio y se sentían manifiestamente contentos de verla conmigo, alegre y llena de vitalidad. Vittorini había viajado por España dos veranos antes y tenía interés en discutir con un español de mi edad sobre la situación del país y porvenir del franquismo. Posteriormente, su obra literaria iba a ejercer un influjo temporal en la mía: cuando leyó el texto castellano de Campos de Níjar, me sugirió la idea de prolongarlo con una leve trama narrativa y, a la luz de su experiencia en El Simplón guiña un ojo al Fréjus, escribí el documento novelado de La Chanca, cuya edición española le dediqué post mortem. A nuestro regreso de Venecia, visitamos de nuevo su casa como viejos amigos. Ginetta nos obsequió con sus especialidades gastronómicas y Elio departió con nosotros con una cordialidad y sencillez insólitas en el zoo vistoso de los tocados por la insania de la literatura. Su fallecimiento, ocho años después, nos sumió a los dos en una profunda tristeza: de cuantos escritores he frecuentado fuera del ámbito de mi lengua, Vittorini fue, con Genet, quien me inspiró, como persona mayor respeto y aprecio.

Simultáneamente a la banda de Mascolo, Monique me introdujo, a través de su médico de cabecera, en un núcleo de artistas y escritores más o menos vinculados en sus orígenes al grupo surrealista. El doctor Théodore Frankel había sido en su juventud uno de los fundadores de éste y aparece en los retratos de la época con Bretón, Crevel y Aragón, en un discreto segundo término. Monique solía almorzar con él una vez por semana; ocasionalmente, nos invitaba a cenar a los dos con sus viejos amigos. Frankel era un solterón y mujeriego empedernido, cuya ígnea, devoradora pasión por la compañera de un célebre escritor le habría impulsado, según una leyenda difícil de comprobar, a perseguir a su rival por todo París con un revólver justiciero o vengativo: el crimen no se llegó a consumar y, pasado el tiempo, frustrado tirador y presunta víctima hicieron las paces, volvieron a tratarse sin resquemor alguno. En sus cenas conocí a Alberto Giacometti, Georges Bataille, Michel Leiris y otros creadores y artistas. La angostura del espacio ideológico en el que me movía reducía también por desdicha el ámbito de mis proyectos e intereses literarios: los escritores situados en el arcén de la vía mayoritaria, heredera del humanismo de Gide y compromiso histórico de Malraux, me seducían a veces con un atractivo que juzgaba malsano y al que me esforzaba en resistir. Mis modelos eran y serían aún por un tiempo Sartre y Camus: Artaud, Bataille, Michaux permanecieron así en el purgatorio de lo desaconsejable e ilícito hasta la fecha en que, libre de la camisa de fuerza de mis teorías literario-políticas, pude entregarme sin rebozo al brujuleo de mi propio gusto. Aunque esa resistencia o desconfianza tan carpetovetónicas a las novedades y corrientes oriundas de fuera —en el polo opuesto del mimetismo plus parisién que el de los mismos parisienses en el que incurren con frecuencia bastantes escritores y artistas de Latinoamérica— me evitó caer, como a alguno de éstos, en el galicultismo y adoración indiscriminada a todo lo francés, dificultó entonces mi aproximación a la obra de unos autores con quienes departí sin provecho. Junto a la vitalidad desbordante de Giacometti y su fealdad esplendorosa, potenciada por el genio a una nueva dimensión estética, el rostro pálido y como exangüe de Bataille, con unos ojos cuyo azul me recordaba el del abuelo, creaba un contraste sobrecogedor, difícil de olvidar. Al amparo de sus cejas frondosas e hirsutas, el doctor Frankel no separaba la vista de su amiga o amada de turno con la hierática paciencia de un fauno.

Mi relación con Raymond Queneau, a quien Monique conocía desde hacía años, fue más original e imprevista. Entre la comunidad de emigrantes valencianos, familiares, amigos o vecinos de nuestra asistenta y su marido a los que íbamos a visitar algún domingo en sus barracones de Rueil-Malmaison, figuraba un albañil cuya biografía incluí en un reportaje sobre la emigración publicado en Tribuna socialista. José se interesaba a su manera por la política y me habló admirativamente de un capataz de la empresa constructora que le empleaba, un exiliado de la guerra civil española con quien daba gusto hablar, dijo, y al que iba a ver a menudo al hospital en el que se reponía de un accidente de trabajo. Jadraque era un hombre de aspecto aún joven, sanguíneo, bien plantado, atraído por la cultura y dotado de un humor fino y socarrón. Afiliado no sé si a la CNT o la FAI, había sufrido la prueba de los campos de internamiento franceses y adherido a la resistencia antinaci antes de adaptarse a la grisura de la vida en el destierro y obtener un cargo de capataz en la sociedad en la que trabajaban algunos de mis amigos valencianos. Jadraque se lamentaba, con razón, de su ignorancia política y escasa inquietud sindical: su visión de la España franquista era amarga y lúcida; no fantaseaba como otros con la idea de un regreso cercano. Convencido de que el Régimen había castrado a la gente joven, buscaba refugio en la lectura de los clásicos del pensamiento ácrata y discutía conmigo de las tendencias autoritarias de Marx. Recuerdo que un día mencionó inopinadamente a Queneau y preguntó si le conocía. Le dije que Monique se cruzaba a diario con él en la editorial. Yo también le veo a menudo, comentó; sus novelas me divierten mucho. Las causas de esta relación insospechada se aclararon días más tarde. Jadraque vivía maritalmente con la asistenta de Queneau y éste le profesaba una gran simpatía. Como mi compatriota le había hablado de mí, el autor de Les dimanches de la vie expresó a Monique deseos de conocerme y nos invitó a cenar a su piso de Neuilly. Tras la sonrisa fácil e irónico distanciamiento, Queneau me pareció un hombre afectuoso y tímido, lleno de escondrijos y rincones secretos, de un carácter suavemente festivo y una cultura sin límites, portentosa y heterogénea. Su singular aventura literaria, que asimilé poco a poco conforme le frecuentaba, me parece hoy única y seminal. Anarquista de ideas y temperamento, el escritor trataba a Jadraque con un afecto casi paterno. Mi nexo con él, fuera del ámbito literario parisiense, había sido el mejor camino de acceder al espacio recoleto de su intimidad.

Esta singular relación por la base, a través de los amigos o paisanos de nuestra asistenta emigrados a Francia después de las heladas que arruinaron pasajeramente la agricultura valenciana, me procurará por otro lado, durante un tiempo, una visión insospechada de algunos aspectos y hábitos de la burguesía intelectual indígena. Tras haber colocado a buen número de ellos en las obras de la sociedad que emplea a Jadraque y las casas de escritores o periodistas más o menos conocidos de Monique, nuestro piso se convertirá los domingos en un mentidero en el que los oriundos de la comarca de Gandía intercambiarán confidencias ruidosas sobre sus patrones y empresas. De este modo, sin proponérnoslo, averiguaremos que un famoso crítico literario de Le Fígaro cierra su nevera con candado al ausentarse los fines de semana o una autora de renombre hace comer a su bonne española lo que queda en los platos. Dicho fisgoneo indirecto e involuntario —que habría colmado de dicha a alguien más cotilla o chismoso que yo—, me revelará con todo la existencia de una sordidez y tacañería que, hasta entonces, había creído patrimonio exclusivo de nuestra subdesarrollada y lóbrega clase media.

Del mismo modo que un lugareño del Bierzo o las Batuecas introducido milagrosamente en un harén perdería poco a poco en él su primitivo deslumbramiento hasta acomodarse con naturalidad y cierta dosis de hastío a las delicias de su sueño encarnado, mi súbita admisión al olimpo de los consagrados tuvo como previsible consecuencia el curarme en fecha temprana del afán pueblerino de trepar por escalo en él. Por su generosidad afectiva y competencia profesional, Monique había establecido lazos amistosos no sólo con los escritores franceses publicados en la editorial sino también, merced a su buen dominio del inglés, con autores extranjeros de la talla de Faulkner. El día en que la conocí, éste conversaba precisamente con ella en su despacho y sonrió al enterarse de que le dejaba unos minutos para saludar a un joven español de «aspecto belmontiano». La amistad de Monique y su ex marido con el autor de Palmeras salvajes se remontaba a la época en que pasó por París después de que le concedieran el Nobel[12]. Desde entonces, el escritor y ella se carteaban con intermitencia: huyendo del acoso de los faulknerianos profesionales, aquél prevenía a Monique de sus visitas privadas a Francia. Cuando nació Carole en 1952, Faulkner quiso ser su padrino y se empeñó en regalarle una copa de plata con su nombre y una dedicatoria; en las prisas del regreso, no tuvo tiempo de encargarla y confió el dinero necesario a Monique quien, en vez de gastarlo en aquel vistoso y un tanto absurdo objeto, prefirió consagrarlo a cosas de mayor interés y enjundia. Meses más tarde, informada de la llegada súbita del padrino, se vería obligada a comprar precipitadamente otra copa y abollarla a fin de quitarle su aspecto de nuevo y sin estrenar: un engaño que la propia Monique descubriría riendo a Faulkner cuando acudió a ver a su ahijada. En los comienzos de nuestra relación, ella me había preguntado si quería conocerle pero mi absoluta ignorancia del inglés en aquel tiempo —ignorancia que me habría obligado a desempeñar un papel de convidado de piedra o estropear cualquier charla con un laborioso ejercicio de traducción— me indujo a rehusar sensatamente la oferta. No obstante, aun fuera de los casos en los que mi reticencia obedecía a una situación objetiva de inferioridad, el repentino y casi vertiginoso acercamiento a los monstruos sagrados me hizo comprender pronto que, salvo en algún caso excepcional de comunicación como el de Genet, el papel de mirón me aburría y no se compaginaba con los gustos y aficiones de mi verdadero carácter.

Así, cuando el uno de agosto de 1959, Monique, Florence Malraux y yo coincidiremos con Hemingwav en la plaza de toros de Málaga, en una corrida de Diego Puerta, Manolo Segura y Gregorio Sánchez, la decisión de ellas, y en especial de Monique, enamorada románticamente de España a causa de su lectura juvenil de Muerte en la tarde, de abordar al escritor a la salida del coso topará con mi inercia y me limitaré a seguirlas en una aventura cuyas ramificaciones se extenderán, como en un folletín, a una de mis estancias neoyorquinas de profesor visitante, bastantes años después del suicidio del novelista; a lo largo de una cena familiar de imprevisible desenlace.

Estabais en las gradas del tendido y él, a un cuarto de circunferencia del ruedo, en el punto más visible de la barrera: en mangas de camisa y tocado con una gorra de visera para defenderse del sol. Olvidando pasados rencores, la prensa había divulgado profusamente su estampa y el público le reconocía: los diestros le brindaban la faena y alguien le había pasado una bota de la que bebió a caño, empinando el brazo en medio del aplauso de los mirones. Seguía a Ordóñez en su mano a mano con Dominguín por las arenas de la Península: la temporada descrita en El verano sangriento.

Le habíais perdido de vista al fin de la corrida, pero Monique no se desalentó: le encontraríais en el bar del mejor hotel de la ciudad. Os encaminasteis sin prisas al desaparecido Miramar y preguntasteis por él. Díganle que la hija de André Malraux desea verle. La estratagema surtió efecto: al cabo de unos minutos, el escritor apareció en el vestíbulo y os acogió con efusión. Se expresaba en una mezcla peculiar de inglés, francés y español y os presentó al séquito: desde un viejo conocido pamplonés retratado en Fiesta a la esposa de un millonario peruano decadente y alcohólico. Habló a Florence de su padre y la guerra civil como para justificarse de su vuelta al país. La velada fue amena y concluyó con abrazos de oso. No recuerdas ahora si entre los presentes se hallaba Valerie Danby-Smith.

Hemingway partía el día siguiente a reunirse con Ordóñez y, acabadas las vacaciones, debíais regresar a París. Pero el escritor ha anotado vuestras señas y promete avisaros si viaja a Francia. A fines de septiembre, cumpliendo su palabra, previene a Monique de su visita al Midi y envía generosamente tres billetes de tren para Nímes. Allí, durante un par de días, tendréis ocasión de verle en medio de sus asiduos y fieles —Ordóñez, Domingo Dominguín, Valerie, la millonaria francoperuana—, plenamente identificado con su personaje: discutiendo de toros y bromeando sobre Shakespeare con Ordóñez, bebiendo sin tregua desde media mañana un exquisito Tavel rosé. La relación afectiva, casi paterno-filial con Valerie, canaliza su dispersa energía: sin ser convencionalmente bella, Mary es una irlandesa muy joven y de sutil encanto que, meses antes, ha ido a entrevistarle a su hotel y, desde entonces, le acompaña en sus viajes. El novelista y autor de cuentos que admirabas en tu juventud se ha convertido en una estatua animada de sí mismo: ese Papá Hemingway con quien cualquier vivales puede tratarse de tú y cuyo rigor literario y vigilancia moral han naufragado en un mar de publicidad e interesada lisonja.

Mientras viajas a España con Dominguín y Ordóñez, Monique y Florence le verán de nuevo en el hipódromo de Auteuil, en su querencia parisiense del Ritz. Aquel invierno, Monique recibirá varias cartas de Estados Unidos escritas en su personalísima jerga trilingüe: Hemingway parecía deprimido y tocaba extensamente en una de ellas el tema del suicidio. Después de un año de silencio, en el que una o dos misivas de Monique quedaron sin respuesta, la noticia del disparo con el que dio fin a sus días os llegó a través de la radio el dos de julio de 1961, al poco de cruzar la frontera hispano-francesa en automóvil, camino de Torrentbó.

En la siguiente década habíais tenido, indirectamente, noticias de Valerie: el matrimonio inesperado con Brendan Behan, la agonía alcohólica de éste, su viudez. En 1974, a raíz de un artículo sobre Don Julián aparecido en el New York Times, el periódico te remitió una carta suya en la que evocaba afectuosamente vuestros encuentros y te comunicaba su teléfono y señas. Te pusiste en contacto con ella y te invitó a cenar. La noche fijada, al llegar a la puerta de su inmueble, caíste en la cuenta de que desconocías el número y letra del piso. En el curso de la conversación mencionó que había vuelto a casarse, pero ignorabas cómo diablos se apellidaba el marido. Vanamente buscaste un Danby-Smith en la lista contigua al portero automático: no lo había. Cuando te disponías a llamarla desde una cabina telefónica, descubriste en la columna indicativa la existencia de un Hemingway: ¿simple coincidencia?; o, ¿había sido adoptada legalmente por el escritor antes de su suicidio? Pulsaste el timbre: contestó su voz. Momentos después, entrabas en un piso pequeño en donde Valerie te recibió en compañía de sus dos hijos. El mayor se llamaba Brendan y era del primer marido. El segundo, un chiquillo, parecía serlo del otro, de cuya ausencia se excusó: Gregory terminaba su consulta muy tarde y llegaría tal vez después de la cena. A lo largo de ésta, rememorasteis amigos comunes sin que el marido misterioso apareciera. Cuando lo hizo al fin y fuisteis presentados empezaste a atar cabos, a establecer la auténtica composición de lugar: uno de los hijos del segundo o tercer matrimonio de Hemingway era médico y se llamaba justamente Gregory. A medida que se aclaraba el enredo y reconstituías in mente la extraordinaria biografía de Valerie, su marido se sirvió un vaso de güisqui puro, te mostró el manuscrito de un libro que, según dijo, acababa de escribir sobre su padre, separó de él una veintena de cuartillas y te las pasó. Te acomodaste en un sillón y, mientras él bebía vaso tras vaso hasta apurar la botella, recorriste primero con sorpresa, luego con malestar, por fin con fascinación unos pasajes en los que, conforme a tu anfitrión, Hemingway se habría jactado ante él de haber precipitado, con una llamada telefónica brutal, la muerte de su madre en el hospital en el que ella convalecía de una grave crisis cardíaca: I got her, o algo por el estilo. Gregory parecía aguardar ansiosamente tu dictamen y, atrapado en aquella situación imprevista, sentías adensarse por momentos una curiosa impresión de irrealidad: ¿vivías la escena o sólo estabas soñando? Sentías los ojos del hombre fijos en ti, escuchabas sus frases confusas en torno al suicidio. Valerie, la esposa, permanecía impasible: retiraba la vajilla de la mesa, hablaba cariñosamente a los niños. No sabes lo que pudiste decir a Gregory sobre el manuscrito ni recuerdas cómo te despediste de los dos. Te ves ya en la calle, devuelto al tráfago nocturno de la ciudad, a punto de ser devorado por la poderosa absorción de una boca de metro, enhebrando la absurda cadena de hechos que te han conducido allí a partir de un encuentro casual en la plaza de toros de Málaga.

Lamentablemente, existe en los medios literarios que mejor conoces una tendencia muy marcada del escritor a tomarse a sí mismo en serio en vez de tomar en serio su propio trabajo: como dijiste hace años en Don Julián, el genio se confunde con la figura y la figura da la clave del genio: cuanto más genio, más figura; cuanto más figura, más genio: desde entonces, la situación ha empeorado lo mismo en España que fuera de ella: mientras el número de figurones prolifera, el de autores que tomen su trabajo a pecho en vez de cultivar amorosamente sus ínfulas parece en neta regresión.

La presencia física del escritor entorpece una evaluación correcta de su obra con interferencias ajenas a los criterios específicos de la literatura: el autor vivo, si además es un vivo, procura salpicar las ojos de quienes le observan y ocupar posiciones de difusión y prestigio muy por encima de sus méritos reales: por eso, cuando alguno de esos vivos fallece parece deshincharse como te deshinchaste tú mismo y cae súbitamente en el olvido: por habérsele aupado en exceso, se le hunde también con desconsideración excesiva: sólo lo que no está de moda no pasa de moda: como decían los surrealistas, toda idea o persona que triunfan corren fatalmente a su ruina.

Los ataques dirigidos a un escritor prueban muy a menudo que su obra existe, hiere las convicciones morales o estéticas del lector-crítico y, por ello mismo, provocan su reacción: en corto, entablan una relación dinámica con él: en lo que a ti respecta, los tomas de ordinario por homenaje y, por fortuna, los matamoros profesionales no faltan: la obra innovadora promueve una respuesta defensiva de quienes se sienten amenazados o agredidos por su fuerza o novedad: ello es tan real hoy como en tiempos de Góngora.

La novela que elude la facilidad de los caminos trillados crea inevitablemente una tensión, un choque con las informuladas expectativas del público: éste se enfrenta de súbito a un código diferente de aquel al que está habituado y dicho código le plantea un reto: si lo acepta y penetra en el significado del nuevo sistema artístico, el victorioso cuerpo a cuerpo con el texto es precisamente su premio: su goce activo de lector.

Si tus libros fueran recibidos un día de forma unánime con espuma de jabón, ello indicaría que se habrían vuelto fáciles, inocuos y anodinos, habrían perdido en un lapso muy corto su poder revulsivo y vitalidad.

En términos generales, los escritores pueden dividirse en dos clases: los que conciben la literatura como una carrera y los que no: a los primeros se les reconoce en seguida porque actúan conforme a una estrategia de avance, híbrido de Maquiavelo y von Clausewitz: postulan honores y empleos, alaban a quien les alaba, leen a quien les lee, practican la economía de trueque, son congresistas y presentadores profesionales, sirven a todos los Gobiernos, ascienden tenazmente a las cumbres del escalafón.

Por tu parte, con razón o sin ella, estimas que las reivindicaciones gremiales del autor en las sociedades libres y permisivas no te conciernen: has defendido y estás dispuesto a sostener los derechos económicos y laborales de cualquier oficio o empleo excepto el de los escritores y artistas: la actividad de estos últimos es, según entiendes, resultado de una vocación que tiene algo a la vez de gracia y condena: si eres escritor porque no puedes ser otra cosa, la escritura es un elemento esencial de tu vida, como pueden serlo, por ejemplo, tu origen familiar, tu lengua nativa, tu orientación sexual: profesionalizarte en cuanto escritor sería para ti tan incongruente y absurdo como hacerlo por el hecho de ser varón, barcelonés, expatriado, bisexual o moralmente gitano.

No te propones vivir de la pluma: tu posición al respecto es exactamente la opuesta a la de los escritores de oficio: no escribir para ganarse la vida sino ganarse la vida para poder escribir: de alimento, la literatura se transmuta en vicio obsesivo: una forma incurable de adicción: como en los últimos años te ha proveído no obstante de ingresos decentes, hoy tu adicción literaria se autoabastece y, merced a la difusión de tus libros, has pasado de la categoría de simple adicto a la de camello o revendedor.

La atención prestada a España por las editoriales francesas ha sido casi siempre mezquina, desenfocada e intermitente. Fuera del caso especial de García Lorca, glorificado ab initio con el lanzamiento de sus obras completas, ni los autores más representativos del Noventa y Ocho ni de las generaciones sucesivas de antes y después de la guerra habían alcanzado en los años cincuenta una mediana difusión ni eran objeto de una traducción selectiva y correcta. Si el público y crítica de nuestros vecinos ignoran todavía en general una novela de la magnitud de La regenta, ¿cómo sorprenderse de que, hace más de un cuarto de siglo, conocieron sólo un puñado de obras, a veces agotadas e inasequibles, de Baraja, Unamuno, Machado, Valle Inclán y Ortega? Recuerdo que a la muerte del primero, acaecida a poco de mi llegada, recibí varias llamadas telefónicas de periódicos y revistas literarias preguntando por «ese novelista español a cuyo entierro había asistido Hemingway». Más tarde, al estrenarse el filme de Buñuel sobre Nazarín, un reseñador galiculto pariría una nota inefable en la que concedía graciosamente a Galdós la nacionalidad mexicana. Este menosprecio o desinterés tradicionales a lo escrito allende los Pirineos —tan similares a los nuestros respecto a Portugal y al mundo árabe— se habían visto reforzados por la convicción bastante extendida de que la cultura española murió con la guerra. El franquismo había convertido a España en un erial; ningún fruto, aun raquítico, podía brotar de ella. Los escritores exiliados —novelistas como Barea y Sender, poetas como Alberti y Guillén— obtenían una pequeña y solidaria audiencia más allá de los círculos hispanistas pero, no obstante la acción propagandística de los partidos comunistas en favor de sus mártires, miembros o simpatizantes —de Antonio Machado a Miguel Hernández—, la barrera mental erigida en torno a la Península se mantuvo indemne: Max Aub fue traducido solamente en los últimos años de su vida y, al fallecer Cernuda, no hubo ninguna reseña necrológica sobre él ni siquiera en las revistas poéticas.

Cuando empecé a leer libros para Mascolo, el único lector fijo de español en Gallimard era Roger Caillois, director de una colección, La croix du Sud, consagrada a la narrativa hispanoamericana. Refugiado en Buenos Aires, como Gombrowicz, durante la ocupación naci, Caillois se había relacionado con el grupo de la revista Sur y le corresponde el mérito de haber sido el introductor de la obra de Borges en Francia. Sus conocimientos acerca de la literatura española moderna adolecían en cambio de vaguedad y atraso; según me confió él mismo, no disponía de información ponderada ni fresca sobre el lento resurgir de las letras en la Península. El descubrimiento de los nuevos valores por Maurice-Edgard Coindreau incitó a Claude Gallimard a asesorarse conmigo al respecto y, de acuerdo con aquél, establecimos una lista de obras que en nuestra opinión eran dignas de traducirse. Por espacio de una década, la editorial publicó una veintena y pico de novelas de desigual valor, representativas del panorama literario existente en España. Aunque factores ideológicos y de amistad personal incidieron, como examinaré después, en la selección, ésta tenía también en cuenta los gustos de Coindreau y si de algo pecaba era probablemente de laxismo: no todos los autores incluidos alcanzaban un nivel aceptable, pero lo cierto es que el país no daba más de sí. La única ausencia significativa y lamentable del cuadro es la de Martín Santos: su novela me llegó con retraso y, cuando la leí, la había contratado el Seuil. La prensa comentó casi siempre en términos favorables las obras traducidas; con todo, salvo dos o tres excepciones, su carrera comercial fue un fracaso. Cuando Monique renunció a su puesto y me fui con ella a Saint-Tropez, el interés de Gallimard en el asunto decayó. Los nuevos lectores se orientaban con razón al naciente boom hispanoamericano y si bien intervine esporádicamente en favor de autores que pronto serían célebres como Carlos Fuentes o Cabrera Infante y contribuí a la publicación de Valle Inclán, Cernuda, Max Aub y Mercé Rodoreda, mi parecer dejó de ser decisivo. El ambiente de la editorial había cambiado en mi ausencia y aun cuando continué vinculado a ella por espacio de unos años, el eclipse de algunas caras conocidas y los mangoneos de la que fue compañera de Cortázar transformaron mi primitiva querencia en una indefinida sensación de lejanía y despego. Mucho antes de que, por mi amistad con Sarduy, me acogiera al pabellón literario del Seuil, la frecuentación de la editorial en la que conocí a Monique y a Genet y tanto influyó en una etapa importante de mi vida, comenzó a resultarme forzada e incómoda: prisionero de una imagen anterior a mi muda de piel, me veía obligado a asumir en ella un papel que ya no era mío. Desembarazado del doble o «huésped importuno», comprobaría con alivio, al acaecer el rechazo de Juan sin tierra, que, para bien o para mal, había cesado de pertenecer definitivamente a su mundo.

Aunque tus funciones de asesor eran más que modestas, la importancia que les atribuía la prensa franquista al motejarte de aduanero y las relaciones que tejiste aquellos años con los responsables de las páginas culturales de varios periódicos y revistas de izquierda, acabaron por conferirte nolens, volens una parcelilla de poder. Mientras disponías de un margen holgado para seleccionar las novelas traducibles conforme a tus gustos literarios, sentimientos políticos y afinidades personales, el hecho de contar con buenos amigos en Le Monde, Les Temps Modernes o Les Lettres Frangaises y entrar como Juan-por-su-casa en los despachos de France-Observateur y L’Express, te ponían en la situación ventajosa, tan común en los medios culturales sin distinción de épocas ni climas, de obtener reseñas y críticas fundadas menos en el valor de la obra que en el compadrazgo e intercambio de servicios. Los cumplidos que acogen hoy urbi et orbe cualquier parto o engendro de quienes ejercen algún tipo de influencia o de los que el requebrador espera algo, hacen sonreír a cuantos, voluntariamente o no, se sitúan al margen del sistema y no aspiran a trepar en el escalafón. No obstante, en las primeras fases de tu vida parisiense, los habías tomado por oro de buena ley a riesgo de convertirte a su lectura en uno de esos botijos pletóricos de autosuficiencia, prestos a comulgar no ya con ruedas de molino sino con girándulas de feria. Sólo la autocrítica y experiencia te mostrarán con los años que, en el Parnaso, una cosa es lo que se piensa, otra lo que se dice y otra aun lo que se escribe y es publicado. La distancia entre estos términos es enorme y autores hay a quienes nadie admira de pensamiento y muy pocos de palabra, que en la prensa y medios informativos son cubiertos literalmente de flores. Otros, en cambio, como ocurrió con Cernuda hasta su muerte, son admirados en secreto, pero nadie o casi nadie manifiesta por escrito dicha admiración. Como concluirás divertido más tarde, el impacto real de una obra, ya sea la de Clarín, ya la de Américo Castro, se mide por las arremetidas —más sañudas cuanto más íntimas— que el autor suscita en vida y, de manera más solapada e hipócrita, por el silencio estruendoso de los aduladores y panegiristas profesionales.

¡El viejo aire reconfortante de España!

Como asesor de la colección de novelas hispanas incluidas en el catálogo de la editorial, me correspondía a veces la tarea de orientar los pasos de sus autores por las espesuras, meandros y vericuetos de la selva cultural indígena: entrevistas, ruedas de prensa, encuentros con hispanistas y otros medios habituales de publicidad. Mi papel se reducía a telefonear a periodistas y críticos eventualmente interesados, establecer una cita con mis paisanos y traducir las preguntas y respuestas si, como acaecía con frecuencia, éstos ignoraban el francés.

En la primavera de 1958, coincidiendo con el lanzamiento de La colmena, recibimos la visita de su autor. Camilo |osé Cela era ya una figura consagrada de la literatura española, creador de obras que como el Pascual Duarte y Viaje a la Alcarria merecían mi aprecio y cuyo ingreso en la Real Academia de la Lengua le había conferido, apenas entrado en la madurez, el espaldarazo y respeto de los medios oficiales. Durante dos o tres días le introduje en los despachos directivos de la editorial, le escolté a las interviús concertadas por el servicio de prensa, actué de árbol de transmisión con encumbrados o temibles especialistas y grupos fervientes de admiradores. Al cabo de un tiempo, modesta, llanamente me comunicó sus grandes deseos de saludar a Sartre.

Confieso que la petición me sorprendió —por mucho que forzara mi cerebro no alcanzaba a imaginar cuál podía ser el nexo o diálogo entre los dos hombres—, pero cedí a su amistosa insistencia y telefoneé al secretario del filósofo. Éste nos convocó unos días después en el antiguo domicilio de la esquina de la Rué de Bonaparte y la plaza de Saint-Germain-des-Prés que Sartre se vería obligado a abandonar más tarde por las amenazas y atentados de los cruzados y hampones de L’Algérie Frangaise. Se lo notifiqué así a Cela y mi colega me preguntó, algo incómodo, si podía llevar a Sartre su botella de coñac. Creí que se trataba de un regalo y dije que sí, aunque añadí, si mal no recuerdo, que el autor de La náusea seguía un régimen seco a causa de su hipertensión arterial. No, no es para que se la beba, aclaró él: es para que me la firme; cuando Hemingway estuvo en España me la firmó también. Le expliqué que ese tipo de gestos no se compaginaba ni poco ni mucho con el temple de Sartre y haría mejor en dejar la botella en paz. Cela se avino a mis razones y no volvió a insistir en el asunto. Transcurrió un lapso y, mientras yo seguía sin entender el móvil de la entrevista, recibí la llamada telefónica de un compatriota cuyo nombre he olvidado. El señor Cela, me dijo, me ha pedido que me ponga en contacto con usted para sacar las fotografías de su encuentro con Sartre. Caí de la copa del árbol y le repuse con sequedad que había en efecto una reunión de los dos escritores pero él no estaba invitado a asistir a ella: conociendo, como conocía, la actitud recelosa de Sartre con los periodistas, no quería verme involucrado en un lance que le desagradaría y del que me haría responsable a mí.

Sin estos arquitrabes y frisos de adorno, el supuesto tú a tú de los grandes resultó deslavazado y mustio. Yo había acudido al piso con Cela y nuestro amigo común Eugenio Suárez y, por espacio de una hora, traduje como pude un ejemplar diálogo de sordos, con blancos, esquives y fintas. Al principio, Sartre parecía interesado en averiguar la situación real del escritor en el franquismo, la índole de sus problemas literarios y políticos, su lucha contra la censura pero su interlocutor se evadía de estos temas con chistes y anécdotas, algunos de ellos graciosos en castellano, y que si bien me esforzaba en trasladar con humor al francés, perdían inevitablemente en el trasiego algo de su chispa. Al cabo de unos laboriosos ejercicios de «inanidad sonora», Sartre nos dio a entender discretamente que había concluido la cita y nos despedimos de él. Las razones de aquella entrevista solicitada por Cela le resultaron siempre misteriosas. Al tanto de Sansueña y sus ritos, el episodio no me asombró: las supervivencias tribales en el medio literario, evocadas con tanta lucidez por Cernuda en su poema sobre Dámaso Alonso, son parte integrante de nuestro folclor y el que por idiosincrasia o temperamento no las asuma de cara a la galería pasará por antipático y esquinado a ojos de sus teleciudadanos —espécimen raro de un subgénero solitario y huraño, probablemente en vías de extinción—.

Las mismas causas que alimentaban mi presunción de chef de file de Ja nueva generación española contribuyeron de forma más ruin a fomentar unas inclinaciones caciquiles bajo el disfraz de una causa política e ideológica. Aun cuando mis informes de lector en Gallimard solían ser ecuánimes y tomaban en consideración el valor literario de las obras, manifesté sin duda mayor indulgencia por los escritores de mi generación simpatizantes o miembros del Partido que por cuantos en general se situaban a la derecha. Ello es hasta cierto punto normal y no me lo reprocho. Pero mi celo guardián de la ortodoxia antifranquista española, desplegado si no en la editorial en las publicaciones y medios en donde intervenía, me parece desde luego, con el retroceso del tiempo, dudoso y lamentable.

Recuerdo que Arrabal, furiosamente denostado entonces por Benigno y mis amigos del Partido, había hecho llegar a Sartre, a través de Nadeau, una de sus primeras obras teatrales y ésta debía aparecer en su revista con una nota introductoria del filósofo. La noticia me llenó de malhumor, como si un intruso hubiera invadido mi territorio y su talento pudiera poner en peligro el mío; el hecho, comentado por mí, escandalizó asimismo a mis compañeros de militancia. Siguiendo sus consejos, acudí muy democráticamente a Simone de Beauvoir para impedir el «desaguisado»: Arrabal, le dije, era idealista, reaccionario y se desentendía de nuestra lucha; su promoción por Sartre sería desorientadora para muchos y, en cualquier caso, perjudicaría la causa del antifranquismo. A consecuencia de ello Sartre no escribió el prólogo y mis amigos y yo saboreamos sin sonrojo nuestra victoria mezquina. Sólo al zafarme, entre otras muchas cosas, de ese sentimiento de rivalidad sórdida de quienes conciben la literatura como una contienda de lobos y los resabios de arbitrariedad y maniqueísmo del medio español, caí en la cuenta de mi efímera pero triste actuación de censor. Como traté de expresar en Señas de identidad, la policía ideológica y cultural se adaptaba perfectamente al código peculiar de la tribu. Cinco siglos de inquisición y denuncia habían configurado su estructura síquica y, en mayor o menor grado, el torquemada, el malsín, el vigía se habían infiltrado insidiosamente en la mente de todos. La institución forjada por el Estado Nuevo en plena guerra civil engendraba así, por una especie de proliferación cancerosa, tribunales condenatorios de distinto signo. Según descubriría al fin con bochorno, la diferencia existente entre los censores pagados y quienes actuábamos espontáneamente era una mera cuestión de matiz.

Como no te cansas de decir, la única moral del escritor, frente a la que no cabe recurso alguno, será devolver a la comunidad literario-lingüística a la que pertenece una escritura nueva y personal, distinta en todo caso de la que existía y recibió de ella en el momento de emprender su tarea: trabajar en lo ya hecho, seguir modelos aceptados es condenarse a la parvedad e insignificancia por mucho que el escritor consiga así el aplauso del público: la obra de quien no innova podría no existir sin que su desaparición afectara en nada al desenvolvimiento de su cultura.

Dar forma narrativa o poética a las ideas comunes de la época —libertad, justicia, progreso, igualdad de razas y sexos, etc.— carece de interés artístico si el autor, al hacerlo, no les tiende simultáneamente una trampa, no las ceba con pólvora o dinamita: todas las ideas, aun las más respetables, son moneda de dos caras y el escritor que no lo advierte en vez de actuar en la realidad opera en su fotografía.

La empresa novelesca, tal como la concibes, es una aventura: decir lo aún no dicho; explorar las virtualidades del lenguaje; lanzarse a la conquista de nuevos ámbitos expresivos, de esos pocos metros de tierra que, como dijo Carlos Fuentes, los holandeses ganan pacientemente al mar: escribir una novela es dar un salto a lo desconocido: aterrizar en un lugar insospechado por el autor al arrojarse al vacío sin red ni paracaídas: cuando se domina una técnica o se ha llegado al final de una experiencia, hay que dejarlas en busca de lo que se ignora: en el campo del arte y la literatura, valen menos cien pájaros en mano que el que, para encanto y tortura nuestros —versátil, inspirado, ligero— sigue volando.

La literatura extiende el campo de nuestra visión y experiencia, se opone a cuanto reduce o anestesia nuestras virtualidades perceptivas, nos condiciona cultural, ideológica y sexualmente, nos lava el cerebro y embota los sentidos: frente al discurso, el contradiscurso: frente a la recuperación inevitable de lo nuevo y revulsivo, la parodia de lo normalizado o acatado con borreguilismo cortés: como Bouvard y Vécuchet, traza un inventario de las ideas comunes del día y reactualiza burlona el mapa universal de la idiotez.

La asociación de nuestra pareja a la vida literaria —encuentros, reuniones, cenas, etc.— abarca el período comprendido entre mi llegada a la Rué Poissonniére y la mudanza al Midi a fines del sesenta y cuatro. Desde el diagnóstico del cáncer de la madre de Monique a la canibalesca digestión de su muerte, una lectura de la agenda en la que anota escuetamente los acontecimientos del día revela una apretada sucesión de citas profesionales o amistosas con editores, intelectuales y periodistas, como si el drama y desgarro interior que sufría la hubieran incitado a buscar refugio en un torbellino de almuerzos y recepciones. Su agitación de entonces, encubridora del dolor real de una agonía vivida como un proceso de catarsis afectiva, púdicamente descrito en Une dróle de voix, coincidía con una crisis personal mía y de mis vínculos con ella, con una desestabilizadora sensación de extrañeza y despego respecto a nuestro medio: sigilosa conciencia de impostura, producto de la inadaptación al personaje que encarnaba; hastío de la vida nocturna, soportable únicamente gracias al uso y abuso del alcohol. A mis recientes decepciones políticas y certidumbre amarga de haber creado una obra que, si bien cumplía con mi responsabilidad cívica, no pertenecía en modo alguno a ese ámbito sustancial, decantador, iniciático forjado por la literatura, se sumaba la brusca actualización de mi homosexualidad y la penosa clandestinidad de unas relaciones en las que me detendré después. La conjugación de todo ello podía resumirse en un término: cansancio. Cansancio del trajín literario-editorial, militancia política, escritura funcional, imagen ambigua, respetabilidad usurpada. De manera cada vez más precisa y nítida, sentía necesidad de concentrar mis energías físicas, intelectuales y afectivas en aquellas zonas o puntos que juzgaba esenciales y echar por la borda todo lo demás.

En un pasaje del último volumen de sus memorias, Simone de Beauvoir menciona el hecho de que una cena con Sartre en la Rué Poissonniére les había devuelto la afición a las fiestas. Dos años después, éstas se sucederían regularmente a lo largo del angustiado cuenta atrás de Monique. Recuerdo una en la que, abrumado con el peso de las tensiones de mi esquizofrenia incipiente, me escabullí a respirar y dar una vuelta con gran desconcierto de nuestros invitados: editores franceses y americanos, los Semprún, Simone Signoret habían charlado o bailado hasta las tantas e, incapaz de asumir mis funciones de anfitrión, acechaba con descaro la aguja del reloj, aguardando el momento liberador de tumbarme en la cama. Sea como fuere, las cenas multitudinarias que celebrábamos empezaron a poner mis nervios a prueba con efectos a veces perdurables: mi portentosa capacidad de ausencia, de evadirme a mil leguas de los demás desarrollada entonces se agudizaría con los años hasta convertirse en un rasgo de mi carácter y fomentar mi sordera. Originada probablemente como defensa contra la interrupción por el prójimo de mi realidad más profunda, me permitía mantener la fachada, no sé si agrietada, de unas formas sociales correctas, sin sustraerme a la secreta gravitación del binomio que regía mi vida. Palabras volanderas e inútiles, sonrisas pinchadas, discusiones de enroscada voluta: la «realidad» era sólo esa corteza que una metáfora incandescente y feraz o la representación imaginaria de un cuerpo podían destruir en un segundo. Fulgurante, concreto, el universo evocado desvelaba —como un raudo y silente fucilazo— la nocturna opacidad del rito. Únicamente la literatura, el corpus tejido podía crear aquel súbito y breve esplendor que esclarecía el mundo. Cuando leería Soledades y la feroz ardiente muestra de aquellos luchadores de recíprocos nudos impedidos / cual duros olmos de implicantes vides, la ofidiana lubricidad de la frase y copulación del verbo hecho carne me revelarían la transmutación del cotidiano desvivirse de Góngora en la alquitara de su poesía: su genitiva facultad de aunar, en polisémico acorde, sexualidad y escritura.

Reducido a una presencia paulatinamente residual, ¿advirtieron mis amigos de entonces la radicalidad de] cambio?: ¿mis escapadas mentales en medio de la conversación, señales de mal disimulada impaciencia cuando la velada se prolongaba, huidiza expresión de mi rostro abstraído o hermético? Algo debió filtrar de mi estado de ánimo pues el alejamiento y dejadez fueron pronto recíprocos. En otoño del sesenta y cuatro, las cenas en la Rué Poissonniére se espaciaron y, cuando volvimos después de dieciocho meses de ausencia, algunos de sus asiduos se habían olvidado ya de ellas: sin el aliciente del influjo editorial, el núcleo de amigos se redujo de forma significativa. En adelante, acompañado de Monique y unos pocos, rastrearía el campo vedado de cuanto había permanecido silvestre e implícito.

El territorio al que lentamente accedía exigía una renuncia completa a cuanto no engarzaba con él. La conciencia de perder miserablemente el tiempo en cosas que no me incumbían y con personas que no me importaban, aceleró todavía el extrañamiento. La nueva concepción de la literatura exigía una entrega absoluta, hacer tabla rasa del universo anterior. Cambiar de vida al cambiar de escritura. El orgullo creador, desenvuelto mientras componía Don Julián, oscurecerá en adelante el relumbre de mi engreimiento. Según veré formulado después en Flaubert, no seré ya, desde entonces, lo bastante modesto como para sentirme halagado por recompensas ni honores.

La decisión de Monique de cortar con Gallimard, París y nuestra sociabilidad, cayó sobre mí como agua de mayo. Si bien dificultaba el nexo secreto que mantenía con Mohamed, me permitía escapar de un contexto asfixiante en el que día tras día aumentaba mi alienación. Viajar, aislarme, partir sobre bases nuevas en la literatura y la vida valía más que París y todas sus misas. El dolor de Monique a la muerte de su madre se ajustaba a mis deseos de poner tierra por medio. Unidos en la tristeza y necesidad de mudar aires como no lo estábamos desde bacía tiempo, liaríamos los bártulos con unos sentimientos lenitivos, casi epifánicos al apaciguador decorado de una existencia provinciana en Saint-Tropez.

A veces, a su salida del despacho de Gallimard, nos reuníamos Monique y yo, a solas o con otras personas relacionadas con su trabajo, en el cómodo, silencioso bar subterráneo del vecino hotel du Pont Roy al. La disposición del lugar, sabia distribución de las lujosas y confortables butacas, luz tamizada creaban una atmósfera íntima y recoleta, propicia a las confidencias y charlas a media voz. La clientela era en gran parte intelectual, pero los presentes se mantenían a una distancia discreta unos de otros, cada uno en su propia querencia o rincón. Allí le había visto a menudo, vestido con sencillez distinguida —jersei de cuello de cisne, chaqueta de tweed inglesa— con el cabello áspero y rostro inconfundible con el que aparece en sus escasas fotografías. Acostumbraba a sentarse lejos del bar y la escalera, al otro extremo del saloncito, en compañía de una dama algo más joven o de algún traductor. Su timidez, reserva, manifiesto temor a cualquier interferencia ajena establecían a su alrededor una especie de zona inviolable y sagrada como la que abre en la calle el blanco bastón de un ciego. La imposibilidad de traspasarla y hollar como un patán la frontera de su invulnerable modestia convertían en algo sacrílego la simple idea de acercarse a él. El escritor y su amiga platicaban aislados en su transparente burbuja. Aunque conocía y admiraba su obra, respetaba como todos la integridad de su territorio. Era Samuel Beckett.

En Beckett, precisamente en Beckett, había pensado en mi habitación del hotel Habana Libre el día en que recibí la visita de otro colega. El poeta Evgeni Evtushenko residía desde hacía algún tiempo allí, en un aposento contiguo al ID1°: caído en una relativa semidesgracia por una humorada de Jruschov, había sido enviado a Cuba en una suerte exilio dorado y aguardaba con impaciencia, mordiendo el bocado, el momento de hacer las paces con el jefe y poner de nuevo su musa prolífica al servicio del credo oficial. Amigo de la notoriedad y el halago, soportaba a rudas penas su estadía en un lugar en el que su figura y obra eran desconocidos. Informado de mi vecindad por los amigos del diario Revolución, se presentó una noche en mi dormitorio, altísimo, rubio, aniñado, con unos ojirrines azules que al cabo de unos minutos de examen revelaban un curioso parecido con esos lentes bifocales, hechos para ver de cerca y lejos: candorosamente siberianos arriba y astutos y picaros abajo, o tal vez al revés. Evtushenko chapurreaba inglés y castellano y, en una jerga pintoresca, me explicó que nuestra celebridad respectiva nos predestinaba a una amistad no sé si terrenal o eviterna. Escribía, me dijo, docenas de poemas en la soledad de su cuarto, privado de la presencia reconfortante del público, deferencia de sus admiradores, estruendo de los aplausos: el ozono que le permitía respirar. Tras varias pausas y algún quid pro quo lingüístico, se eclipsó de pronto de la habitación y reapareció con un fajo de cuartillas, las primicias de su estro poético. Dijo que iba a leérmelas, pero me negué con firmeza: no entendía una palabra de ruso. No importa, repuso él, tú miras, tú escuchas. Adoptó una pose teatral de rapsoda en guayabera: la escena era grotesca y la corté con brusquedad. Expliqué que carecía de oído para otras lenguas y odiaba los recitales desde que vi a Berta Singerman; cuando traducirían sus poemas al castellano los leería con sumo interés. Visiblemente contrariado, el poeta cambió de planes: quería ir conmigo a alguna sala de fiestas, tomar unas copas de daiquiri helado. No recuerdo con exactitud si fuimos primero al Salón Rojo del hotel Capri o penetramos directamente en un ruidoso local del que parecía ser un asiduo pues fue abordado al punto por una bella mulata y comenzó a obsequiarme, iluminado a brochazos por el rabioso arcoiris de un foco giratorio, con una enérgica, casi acrobática exhibición de twist. Le dejé absorto en la contemplación de su propio espectáculo y salí de allí. Pero el bardo de la taiga era obstinado y no daba su largo brazo a torcer. Días después, volvió a mi habitación, esta vez sin poemas, y me miró con semblante desvalido de niño huérfano. Tú no me admiras. ¿Por qué? Debí de sonreír al decirle que las admiraciones no pueden ser decretadas. Si comprendieras mi poesía me admirarías, aseguró. Desdichadamente para él no era el caso y mi coriacidad hispana le torturaba y llenaba de desolación.

Cuando salimos de Cuba, él al rebato oficial de su musa antichina en las páginas de los Izvestia o la Pravda y yo a una vida parisiense mucho más oscura, creí que no nos volveríamos a encontrar. No obstante, el ocho de febrero de 1963, en la fase terminal del cáncer de la madre de Monique, recibimos una llamada telefónica de nuestro amigo K. S. Karol, a la sazón redactor de L’Express en el equipo dirigido por Jean Daniel. Evtushenko estaba en París y quería verme. En el estado de ánimo en que nos hallábamos, la idea de un bureo nocturno con él me pareció oportuna: divertiría momentáneamente a Monique de su angustia y nos permitiría disfrutar de la grandilocuencia del personaje. Todavía hoy ignoro las razones de su segundo y previsiblemente infructuoso encuentro conmigo: según averiguaría después por la indiscreción de otro periodista, la mayor aspiración del bardo —embebido de ese mismo espíritu lacayuno y rústico que impulsaría a su colega y rival Vossnezenski a escribir poemas a la gloria de Jacqueline Kennedy— se cifraba entonces en codearse con De Gaulle y Brigitte Bardot.

Sea cual fuere el motivo de su amable insistencia, le fuimos a buscar con K. S. Karol al hotel du Louvre y, escoltados por una funcionaría de la embajada soviética, asistimos conforme a sus deseos al espectáculo del Crazy Horse. Los números de estriptís eran amenos e ingeniosos: en un momento de la representación parodiaban con gracia una especie de desfile militar. Unas muchachas con guerreras, correajes y botas ocupaban jocosamente la escena y sonaron, burlescos, los populares acordes de Rouget de Lisie. Inopinadamente, ante el asombro de todos, el poeta se puso de pie y se cuadró tieso como una estaca, con un metro noventa de altura insoslayablemente siberiana, en una encomiable muestra de acato al sacrosanto himno nacional. Hubo murmullos, sonrisas, carraspeos: ¿a qué obedecía aquel arrebato de patriotismo? ¿Formaba acaso parte del show? El resto de la velada fue menos colorido y aunque siguiendo los malos consejos de Monique acabó horas más tarde, para desconcierto del bardo, con los procaces travestidos del Carrousel la imagen del turefelesco Evtushenko mientras las mozas risueñas comenzaban a desnudarse al son de La Marsellesa alcanza ese grado de representatividad ejemplar en el que la anécdota trasciende a categoría y abrevia la concepción romántica y espectacular del poeta demiurgo calzado con las chinelas de Empédocles. Don Evgeni o Beckett, don Camilo o Cernuda, don Ernesto Lezama: autenticidad y mito, pasión crítica y egotismo, conocimiento moral y proyección emblemática. Dos maneras opuestas de concebir la literatura y la vida: el trago de una y otra a secas o el aderezo teatral y clownesco del vate en las bambalinas del kitsch y ampulosidad letraherida.

Monique te ha referido la anécdota.

De vuelta de Corfú, aguarda el avión que va a llevarla a París en el soleado aeropuerto de Atenas. Los altavoces anuncian la llegada del vuelo de Air France y, mientras mira distraídamente la pista y los preparativos del personal de servicio en torno al aparato recién inmovilizado, observa de pronto ráfagas de agitación. Una docena de periodistas y fotógrafos corren hacia la escalerilla y se apiñan al pie de ésta al acecho de una celebridad. Los pasajeros emergen lentamente de la puerta de a bordo y, al poco, divisa la silueta inconfundible de la pareja Sartre-Simone de Beauvoir. Los escritores bajan los escalones, ponen pie en tierra, cruzan la jauría de paparazzi sin que nadie advierta su presencia ni les preste atención. Momentos después, un Eddie Constantine que arroja besos y agita el sombrero, será objeto de un recibimiento apoteósico y, para el testigo de la escena y sus diferentes actores, realmente difícil de olvidar.

Proponerse como difícil ideal literario y humano la moral genetiana del malamatí: practicar abiertamente lo que leyes y costumbres reprueban, infringir normas de recato y prudencia, admitir con impavidez el escarnio y los alfilerazos de la murmuración: renunciar al prestigio de una conducta fundada en el conformismo o el ejercicio de la bondad oficial: escudarse, al revés, en el desdén para mantener la virtud secreta, perseguir la extinción paulatina de la presunta decencia, sacrificar ventajas y honra a la fidelidad escrupulosa a sí mismo: vivir en fin sin veneración ni discípulos en el acendramiento y perfección de la puridad.

Polizonte del brusco naufragio, orillas a tierra ajena con júbilo de Robinsón: tus afinidades de escritor permiten compensar los precarios lazos de sangre con la imantación de unos campos magnéticos alejados de tu suelo y semilla: posibilidad de escoger antepasados y deudos, arrinconar el pobre escudo de hidalgo, olvidar cuanto fue destruido: forjar una genealogía a tu aire e incluir en ella a los que acusados de patria renuncia eludieron el modelo común y su conminatoria fuerza centrípeta: dibujar las constelaciones literarias en torno a las que órbitas y dotar a tu nuevo tronco de arborescencia y frondosidad: la galería de retratos que ventajosamente sustituye a la antigua incluye a ladrones y prófugos, herejes, sodomitas, proscritos: ninguna posibilidad de subasta o ultraje a causa de un revés familiar o mudanza de la fortuna: su levedad les dispensa de lecho: libremente, viajan contigo.

Cuando la moral familiar o tribal baile en ti motivo de escándalo y éste brote profuso en la página impresa aceptarás sus salpicaduras como oblicuo, involuntario homenaje al orgullo y rigor de tu independencia: la decisión de no acatar las normas consensuadas y preservar con celo tu desvio de la alabanza o reprobación ajenas, te depara la ocasión de transmutar en fuente de energía el desorden sentimental de tu vida, la gravitación solar de su incendio: afán de llevar al término de la consumación artística tu sañuda trabazón con el verbo: ardor, plenitud, incandescencia de suave feroz cuerpo a cuerpo, de implicante lúbrica presa que se alonga en abrazo y coyunda: dicha y exaltación del hallazgo, sincopada beatitud del deliquio, gracia del apoderamiento: el ámbito al que te asilas, como quien se acoge a sagrado, te guarda de la intemperie: lo dulce no excluye lo arriscado: el ensimismado gozador no percibe la nocturna agitación de los perros.

Mi Lil Al Qader acaeció un ocho de octubre, no sé si dentro o fuera del mes sagrado de Ramadán, la noche en que fui por vez primera al lugar en el que escribo estas líneas y conocí a un tiempo a Monique y Genet, dos personas que por vías y maneras distintas influyeron decisivamente en mi vida y cuyo encuentro desempeña en ésta un papel auroral. Mi evolución posterior la deberé en gran parte a ellas, a su contribución a arrancarme de mi medio y su agobiadora estrechez. Las apariciones y eclipses de Genet a lo largo de dos décadas me descubrirán un ámbito moral nuevo: tras el mundo burgués cerrado y compacto del barrio barcelonés de la Bonanova, con sus espectros familiares y hecatombe afectiva, me internaré poco a poco y con cautela, de su mano, en esa fecundidad desligada dé nociones de patria, credo, estado, doctrina o respetabilidad de mi ejido-medina de la Bonne Nouvelle.