I - EL LADRÓN DE ENERGÍAS

Al instalarme provisionalmente con Monique en su apartamento de la Rué Poissonniére abrigaba de nuevo el designio, tantas veces discutido con Castellet y Elena de la Souchére, de crear una tribuna de discusión común a la oposición interior y el exilio abierta a las corrientes literarias y políticas de la cultura europea. Mi primera idea en aquel quince de septiembre de 1956 que, sin saberlo, iniciaría un alejamiento de decenios de Barcelona y España, había sido proponer a Mascolo la organización de un comité de intelectuales antifascistas franceses solidarios de tal empresa. A los pocos días de mi llegada, Monique y yo fuimos invitados a cenar a la Rué de Saint-Benoít con un grupo de escritores a quienes Mascolo había informado del proyecto: no sólo su compañera Marguerite Duras y los íntimos del clan sino también autores como Edgar Morin y Roland Barthes, cuyas Mythologies, publicadas regularmente en Les Lettres Nouvelles, había devorado en Garrucha semanas antes. Pero, con gran consternación mía, la charla de la cena se centró en las posibilidades concretas de un atentado contra Franco. El magnicidio parecía factible en una plaza de toros: alguno de los comensales había asistido a una corrida presidida por el dictador y afirmaba que el blanco era fácil. La policía no recelaba de los turistas: un tirador de elite de aspecto extranjero podría ocupar una de las tribunas cercanas sin despertar sospechas, disparar y escabullirse entre el gentío aprovechando los primeros instantes de confusión. La idea sedujo igualmente a Jean Cau, entonces secretario de Sartre: semanas después, en el curso de una discusión política en la Rué Poissonniére, afirmó con aplomo, casi con arrogancia que se sentía capaz de organizar él solo, en pocos meses, el estallido de una revolución en España. Con todo, pasada la exaltación momentánea, favorecida en nuestra sobremesa de la Rué de Saint-Benoít por el consumo generoso de alcohol, mi plan de Comité no prosperó. La Historia corría de prisa, el mundo entraba en un período rico de acontecimientos y la brújula política de Mascolo y sus amigos se orientaría en seguida a nuevos polos de atracción. La crisis interna del sistema soviético en Polonia y Hungría, la nacionalización del canal de Suez por Nasser, la ofensiva del FLN en Argelia acaparaban los titulares de los periódicos y la causa española secundaria, modesta, cesó bruscamente de interesar. Mascolo fue a Varsovia y regresó de allí en un estado de gran exaltación a la vez sentimental y política, enamorado de una dama joven polaca que se reunió temporalmente con él unos meses más tarde y con quien viajamos Monique, él y yo a Chartres y Chinon durante un largo fin de semana: cuando fuimos a visitarle a su vuelta, el vodka Wyborowa había sustituido a la manzanilla y en vez del fondo musical flamenco que sucedió a sus vacaciones hispanas, escuchamos ya desde el rellano de la escalera un coro melancólico, casi quejumbroso de melodías eslavas o bálticas.

La rebelión de Budapest y su aplastamiento por los tanques soviéticos sacudieron entre tanto la firmeza de nuestras convicciones. Monique militaba aún en el PC francés y yo seguía frecuentando en París a algunos camaradas de Luis, miembros de la agrupación universitaria barcelonesa. El espectáculo de millares de manifestantes resueltos a asaltar el vecino local de L’Humanité nos resultaba a los dos chocante y penoso. El barrio había sido acordonado por la policía y, al bajar a curiosear a la calle, descubrí a uno de los compañeros de lucha de Reventós y Pallach, el sindicalista Ramón Porqueras, gritando consignas antisoviéticas. Su vehemencia me desagradó: lo ocurrido en Hungría me parecía confuso. Si, por un lado, Mascolo, Marguerite Duras y, en general, los escritores franceses que conocía denunciaban el imperialismo ruso y hablaban de un nuevo Cronstadt, por otro, mis amigos españoles sostenían impertérritos que se trataba de un levantamiento burgués, fruto de un minucioso complot contrarrevolucionario. No sé si Octavio Pellissa o uno de sus camaradas había ido a la conferencia de prensa de uno de los primeros fugitivos de Budapest, un individuo obeso, decadente, cubierto de anillos, de acento francés aprendido en la infancia con institutrices o nurses, en los antípodas de aquellos milicianos heroicos fotografiados con dramatismo en las páginas de París Match. Un reaccionario cabrón, decían, a quien la nueva sociedad había expropiado sus bienes y que, no contento con salvar su feo pellejo, se atrevía a criticar desde París las grandiosas conquistas populares. Más expuesta que yo a la indignación reinante en los medios intelectuales, la fe de Monique en el Partido se desvaneció[1]: recuerdo que la acompañé, en calidad de consorte, a una reunión de la célula de su barrio en la callejuela de la iglesia de Bonne Nouvelle, junto a la escalera que luego filmaría Louis Malle en Zazie dans le métro. Los temas de discusión fijados eludían toda mención a los sucesos de Hungría y, más que a una asamblea de revolucionarios, tuve la impresión de concurrir a una junta parroquial o de Acción Católica ocupada en la programación o cumplimiento de tareas minúsculas. Mi alusión al informe de Jruschov, publicado en la prensa burguesa pero no la comunista, causó un embarazoso silencio: aunque conocido sin duda por una parte de los asistentes, no había recibido el placet de la dirección y desde el punto de vista oficial no existía. Si, cediendo a las presiones amistosas de sus compañeros de célula, Monique renovó su carné del Partido, cesó de participar en sus actos y se distanció paulatinamente de él.

En las primeras y ajetreadas semanas de mi estancia en París entré igualmente en contacto con algunos exiliados españoles y viajeros procedentes de la Península situados entonces, en su mayoría, en la órbita del PCE: Tuñón de Lara, Antonio Soriano, dueño de la librería española de la Rué de Seine, Eduardo Haro Tecglen, Ricardo Muñoz Suay, Alfonso Sastre y Eva Forest, Juan Antonio Bardem. A los pocos días de mi llegada, Mascolo me llevó al despacho de Maurice Nadeau, director de Les Lettres Nouvelles para que le expusiera mi idea de una revista en castellano destinada a romper el cerco de la censura: primera de una larga serie de iniciativas al respecto que concluyeron de ordinario, después de discusiones inútiles e interminables, vetos, exclusiones, enfrentamientos, con el carpetazo y olvido del proyecto, de puro cansancio, no sin haber provocado antes entre los participantes en el mismo unos sentimientos de encono y amor propio herido difíciles de cicatrizar. Aunque Nadeau aprobó calurosamente el plan, no disponía de medios para financiarlo y nos aconsejó una gestión con Albert Beguin y Paul Flamand. Tras una visita mía al primero, acudimos con Mascolo y Muñoz Suay al despacho del último. Flamand, a la sazón director del Seuil, nos recibió con cortesía. Mientras yo exponía en líneas generales el alcance político y literario del intento advertí que mis argumentos o, por mejor decir, la viabilidad del esquema, no convencían a mi interlocutor. La empresa, tal como se la presentaba, era pura filantropía política y no podía interesar a ningún editor responsable. Tras esperar vanamente respuesta por espacio de unas semanas, arrumbé el fantasioso proyecto y decidí aguardar para resucitarlo la hipotética ocasión en la que una favorable evolución de las cosas en la Península pusiera naturalmente a España en el candelero.

Por estas fechas —octubre de 1956— conocí en el café de Deux Magots a Eduardo Haro Tecglen, corresponsal del diario Informaciones y autor, según averiguaría luego, de un divertido análisis de la censura española y las originalísimas concepciones en la materia del ministro del ramo, Rafael Arias Salgado, recién aparecido, sin su firma, en la revista Esprit, Con ese aire de conocimiento y misterio de quien está en el meollo o sancta sanctorum de la organización, Ricardo me dio a entender que Haro era «de confianza» —un sésamo ábrete o palabra mágica que en meses y años sucesivos los miembros del Partido musitarían a mi oído con insinuante y halagadora complicidad—. Otro de los primeros aureolados con ese prestigio encubierto, casi sibilino fue, para sorpresa mía, el cónsul general de España, Enrique Llovet. Recuerdo que Muñoz Suay y Bardem, antes de presentarnos, me dijeron que con él «podía hablar a mis anchas». Con su santo y seña, expuse a Llovet el proyecto de la revista; pero su afable cautela me desanimó. Unos pocos meses después, cuando ya había desistido de la empresa, nos invitó a cenar a su casa a Monique y a mí, en vísperas de mi proyectado viaje a Almería[2]. Su esposa, hija del escritor y traductor de Oscar Wilde, Ricardo Baeza, mantenía posiciones mucho más liberales que las suyas y, contrariamente a la vieja práctica leninista de la infiltración —caballo de Troya— del adversario, era partidaria de una ruptura pública con el Régimen que pusiera fin, de manera abrupta y sonada, a sus ambiguas funciones de diplomático. Una especie de euforia de la que todos participábamos nos inducía a creer que los días de Franco en el poder estaban contados. En el lapso de un año, el Partido había extendido el radio de su acción clandestina a las diferentes ramas de la vida cultural del país, conquistando en ella unas posiciones e influencia que no volvería a alcanzar en lo futuro; pero el fenómeno se limitaba, como los hechos se encargarían de probar, a un sector muy preciso de la clase intelectual, sin propagarse, como entonces creíamos, a los protagonistas históricos de la revolución, el proletariado y los campesinos. El acercamiento pasajero al Partido de un puñado de funcionarios y miembros de la clase dirigente española era y sería interpretado no como una operación de ruptura individual cuya fuerza centrífuga se hallaba en función directa a la de un orden social inmóvil y su inexorable gravedad, sino como indicio general de que la descomposición interna del franquismo había llegado a las esferas del poder, convencidas ya de su cercano hundimiento y el advenimiento de una sociedad nueva en la que el PC desempeñaría naturalmente un papel aglutinador y protagonista. Las posteriores conversiones casi paulinas de algunos hijos de ministros del Régimen o aristócratas como la duquesa de Medinasidonia entretendrían durante años la esperanzadora pero errónea imagen del país como «una caldera a punto de estallar». No dudo de que este subjetivismo o voluntarismo revolucionarios fueran necesarios al mantenimiento de la estructura y moral de una organización constantemente acosada en su larga y a menudo descorazonadora travesía del desierto. No obstante, la creencia infundada en un discurso elaborado por razones tácticas o de propaganda se convirtió con el tiempo en una forma de espejismo o autoengaño, como verifiqué a mi costa en 1964, durante la crisis interna del Partido que desembocó en la exclusión de mis amigos Semprún y Claudín. Esta ofuscación de la que, quien más quien menos, todos fuimos víctimas resultaba en sus comienzos difícil de diagnosticar. Dentro del pequeño círculo en el que nos movíamos, el sentimiento de que se avecinaban grandes cambios se fortalecía a diario con nuevos ejemplos y experiencias. En uno de los despachos del consulado del bulevar de Malesherbes, Llovet me había presentado a uno de sus colegas, el vicecónsul Rafael Lorente: extrovertido, generoso, impulsivo, dotado a veces de esa simpática e irresponsable extravagancia juvenil que tanto abunda en España, Rafael manifestó gran interés en conocerme. Durante aquel otoño apareció varias veces por la Rué Poissonniére a exponerme sus cuitas personales e inquietudes políticas: a diferencia de mis amigos españoles estaba convencido de que el comunismo no sobreviviría a Budapest y pretendía organizar con gente como yo un partido nuevo, al que jocosamente bautizaríamos «de los señoritos sociales». Una noche vino a casa a pedirme un favor: quería que le presentase a Pasionaria, discutir y tomar unas copas con ella. Aunque le dije que no la conocía e ignoraba del todo si residía secretamente en Francia o la Unión Soviética, vi que no me creía sino a medias. Luego, algo excitado con el coñac o calvados que yo le servía, me expuso su plan de desembarcar con un puñado de amigos en Fernando Poo y proclamar la República: si resistíamos unos días al asedio de la armada franquista, podríamos reunir allí al gobierno y diputados en el exilio y obtener el reconocimiento diplomático de los países del campo socialista. Si bien no volvimos a hablar del tema ni de su encuentro a solas con Pasionaria, seguí frecuentándolo varios meses hasta que, al recibir otro destino, resolvió abandonar la carrera y, contagiado de mi entusiasmo por Almería, se instaló en el pueblecillo costero de Aguas Amargas y se dedicó a la promoción de sus tierras.

Pero Rafael Lorente era una curiosa y amena excepción en el núcleo de españoles que me rodeaban, imbuidos como yo de un marxismo elemental y tosco, casi siempre a través de las simplificaciones doctrinales de Politzer, y una concepción lineal de la historia fundada en supuestas observaciones científicas. Alfonso Sastre, obsesionado con la idea del compromiso, dudaba aún en aquellos tiempos en solicitar su ingreso en el Partido pero sus vacilaciones no duraron mucho: a su vuelta a Madrid, tras el nacimiento de su hijo, entró en la organización y fue pronto catapultado al Comité Central de la misma. Antonio Soriano y Tuñón de Lara, con un largo pero discreto pasado militante, evitaban hablar de sus lazos políticos y mantenían una posición tolerante y abierta. El futuro publicista y divulgador de temas históricos acababa de dar a la estampa un libro sobre España escrito en colaboración con una hispanista, de quien mis amigos franceses huían prudentemente, llamada Dominique Aubier. La que años más tarde será conocida en mi provincia adoptiva por la Dame de Carboneras, vestirá un sari hindú y se paseará a lomo de camello consagrada a la lectura cabalística de Cervantes, manifestaba ya una exuberante pasión hispana, traducía a los cronistas de Indias y, como tuve ocasión de descubrir, recibía a los visitantes en su piso de la Rué de Seine tocada con una montera —fresco hontanar—, precisaba, de su inspiración estilística. Tuñón y Soriano soportaban como podían el torrente de su avasalladora elocuencia pero, menos paciente que ellos, me resolví en seguida a evitarla: informada de mi proyecto de revista, había querido tomar cartas en el asunto, decidir de su contenido, determinar quién debía escribir y no escribir en ella. Su intervención alarmó a más de uno y fue probablemente crucial en mi desánimo y consiguiente disposición a arrojar la toalla.

Este empeño y porfía míos en torno a la idea de la revista no cuajaron hasta muchos años más tarde, cuando ya había abandonado en el trayecto numerosas ilusiones y plumas. Aunque mi sociabilidad primeriza se desvaneció con el tiempo y el plan de un trabajo en equipo cesó de cautivarme, me asocié no obstante a la empresa de los Cuadernos de Ruedo Ibérico y articulé desde sus orígenes la de Libre a sabiendas de que no me procurarían motivos de satisfacción ni convenían a mi verdadero carácter. Como en otros terrenos de mi vida, conseguiría el objetivo ansiosamente buscado en un momento en el que había perdido su anterior aliciente y mis intereses y gustos tomaban un nuevo rumbo. Moviéndome a deshora y aun a contratiempo de la historia, los cambios y novedades de ésta me pillarían menos desprevenido que desganado —como ese cadáver extemporáneo y absurdo de Franco, en cuya muerte había dejado de creer—.

Lo que más llama mi atención al reseñar calamo cúrrente mis primeros meses en Francia desde una atalaya de casi treinta años es la diferente postura política o, por ser más exacto, el distinto grado de madurez y experiencia de los amigos parisienses y españoles que aparecen en estas páginas: mientras los últimos eran miembros o simpatizantes del Partido, se embebían en la lectura de L’Humanité y daban por buenas sus tesis y explicaciones sobre la radiante sociedad del futuro, los primeros habían atravesado ya esta fase, hablaban con repugnancia o desdén de la URSS y ejercían una militancia matizada y compleja que si bien aparecía a mis ojos inoperante e incluso ridícula era no obstante mucho más lúcida y honesta que el daltonismo y sordera moral en los que mis compatriotas y yo destacábamos y destacaríamos. Fuera de algunos casos aislados como Soriano y Muñoz Suay, mi amistad con aquellos «renegados» y excluidos era juzgada con severidad. La relación que me unía a la taifa de la Rué de Saint-Benoít, Roger Stéphane —a quien pronto conocería por Monique— y Elena de la Souchére suscitaba reservas y advertencias de mis compañeros hasta el día en que la necesidad de recurrir a medios de información burgueses como France-Observateur o L’Express para divulgar y sostener la nueva política de «reconciliación nacional» o la campaña de amnistía en favor de los presos políticos del franquismo, les condujo a revisar su posición y utilizar mis conexiones e influencias al servicio de sus intereses y fines. Pero, en el período que abarca mi relato —el de las repercusiones del informe de Jruschov y la intervención de Hungría—, la «irresponsabilidad», «contradicciones», «doble juego» y «espíritu anarquista» de los escritores franceses de izquierda atraían como un imán las críticas y observaciones mordaces de mis paisanos: ¿A qué obedecía esa preocupación morbosa con los derechos humanos en Polonia y Hungría? ¿No advertían acaso que las pequeñas e inevitables imperfecciones de las nuevas sociedades en los países de democracia popular eran una paja minúscula en proporción a las lacras e injusticias sociales de las supuestas democracias burguesas y su carencia de libertades profundas? ¿No incurrían, al criticar a la URSS, en una burda maniobra de diversión manipulada directa o indirectamente por los agentes del imperialismo? La frivolidad real de la intelectualidad parisiense de la Rive gauche, esa propensión suya, satirizada no sin razón por Genet, a mudar de causa si no de chaqueta obedeciendo al magnetismo de los titulares de France Soir, se prestaban a menudo, es verdad, a tales ataques y burlas: meses más tarde, uno de los autores con quien entré en contacto a propósito del Comité de solidaridad con España, después de desentenderse del todo del proyecto, encabezó en cambio, con gran sorpresa mía, un vano y esotérico llamamiento de apoyo al Dalai Lama y los monjes budistas del Tibet con motivo de la invasión china. No obstante, junto a los arranques y rasgos de comicidad involuntaria de estos animaux malades de la pétition, como cariñosamente los designara uno de sus íntimos, la generosidad y afán de justicia de Mascolo y sus colegas —opuestos a la vez a la derecha y el Partido, al moralismo de Camus y filocomunismo de Sartre— se manifestaron breve tiempo después de forma eficaz, arriesgada y concreta —en abrupto, saludable contraste con la prudencia y ambigüedad del Partido— si no tocante a España al menos respecto a la guerra de Argelia. Entre los asiduos al piso de Marguerite Duras en la Rué Saint-Benoit —Robert Antelme, Louis-René des Fórets, Blanchot, Edgard Morin, etcétera— figuraba Madeleine Alleins, esposa de un médico de renombre y defensora apasionada de las causas tercermundistas: integrada desde el comienzo en una de las agrupaciones de ayuda clandestina al FLN como el célebre réseau Jeanson, la futura novelista ocultaba dinero, propaganda, armas e incluso a miembros de la resistencia argelina en los domicilios de sus amigos de confianza. A las pocas semanas de mi llegada se presentó en el nuestro por consejo de Mascolo y preguntó si estaríamos dispuestos a custodiar temporalmente los fondos de la organización. Monique aceptó sin vacilar y, unos días después, Madeleine reapareció con un maletón que depositamos en el estante superior de una alacena junto a la puerta de entrada. Durante casi un año, nuestro enlace se asomaba de vez en cuando por casa a recoger las cantidades de dinero que necesitaba y cuyo monto precisaba a Monique, en lenguaje cifrado, telefoneándola a Gallimard. En este caso, yo abría la maleta rebosante de fajos de billetes de cinco mil francos de la época, metía la cuantía indicada en un sobre y se lo entregaba a nuestra amiga cuando a la hora fijada sonaba puntualmente el timbre. Viviendo como vivía con muy escasos medios —mi única fuente de ingresos se reducía a las notas de lectura que empecé a redactar para la editorial— me lamentaría a menudo con Monique —deslumbrada también por el espectáculo de aquella prodigiosa caverna de Alí Babá— de que el tesoro perteneciera a los combatientes del FLN y no nos hubiera sido confiado, por error, por un agente de Franco, Trujillo o Somoza, para que pudiéramos patearlo alegremente en viajes recorriendo con él medio mundo tras las huellas de Phileas Fogg.

Este primer contacto político con el Maghreb, a través del proceso descolonizador, se intensificó a lo largo de la guerra de Argelia y sus repercusiones odiosas en la metrópoli: discriminación racial, acoso a la inmigración norafricana, toque de queda, asesinatos, ratonnades. Tres años y pico después, Monique sería una de los primeros firmantes del «manifiesto de los 121» que instaba a desertar a los reclutas del cuerpo expedicionario, lo que le valdría ser inculpada, con una docena de escritores amigos, de «atentado a la moral del Ejército» e «incitación a los soldados a desobedecer las órdenes de sus superiores»: On dirait que j’ai fait le tapin devant une cáseme!, exclamó divertida, al recibir la notificación judicial. Al evocar más tarde las vicisitudes de este período y mis posteriores afinidades árabes, comentaría riendo que, si bien no deploraba en absoluto su firma ni las complicaciones que le acarreó —convocatorias, amenazas telefónicas, procesos—, militaría tal vez por «mis» argelinos, en caso de tener que vivir de nuevo los hechos, con un poco menos de celo y entusiasmo.

Pero me alejo de la estricta sucesión del relato. En enero de 1957, a nuestro regreso de un breve y excitante viaje a Italia, apareció la edición francesa de juegos de manos con una documentada y esclarecedora introducción de Coindreau. La novedad que suponía una novela procedente de la España franquista después de quince años de silencio opaco provocó un inmediato y desmedido interés de la crítica, desde L’Humanité a Le Fígaro. Los periódicos y semanarios de izquierda subrayaban, como es lógico, su índole rebelde e inconformista, mi implícita pero indudable hostilidad a los valores oficiales. Pese a sus grandes defectos, limitaciones e influencias, el libro respondía a una espera y fue acogido con entusiasmo abultado: ninguna de mis obras adultas, de Señas de identidad a acá, recibiría después ni mucho menos tal aprobación masiva, lo que indica a las claras las servidumbres e imponderables de esa seudo crítica periodística, sujeta en París como en todas partes a una amalgama de prejuicios, modas, intereses y amiguismo que desvirtúa su función y la convierte en una feria de vanidades propicia a todos los éxtasis, a todos los ridículos. Si el estrépito armado en torno a la novela me descubría de forma inequívoca a las autoridades franquistas me otorgaba de pasada cierta inmunidad: en la medida en que el Régimen aspiraba a una respetabilidad europea, no le convenía perseguir a un escritor cuyo nombre «sonaba» en razón de unas obras y actividades culturales que en ningún país democrático serían consideradas delictivas.

Desde mi partida a París habíamos convenido con Monique en que al cabo de tres o cuatro meses volvería a España por una temporada: el tiempo necesario para ponerme al día de la situación en los medios intelectuales y universitarios y recorrer sin las premuras de mi anterior viaje los pueblos del sur de Garrucha. El catorce de febrero tomé el tren en la estación de Austerlitz contento de mí e ingenuamente envanecido con el éxito de mi libro. Si la visión exterior de las cosas predisponía al optimismo e incluso a la euforia, la dura tenacidad de los hechos me devolvió en seguida a la realidad. Tras una estancia alegre y llena de estímulos en la Rué Poissonniére el regreso a Pablo Alcover encogía el ánimo: decrepitud de personas y cosas, frío, luz avarienta, preguntas ansiosas de mi padre, silencio del abuelo, sonrisa patética de Eulalia, opresión difusa, remembranzas penosas, angustia, zozobra, remordimiento. A la inquietud que insidiosamente se adueñaban de mí en aquel cuadro familiar poblado de fantasmas y recuerdos, se agregó la de un suceso acaecido la víspera de mi venida: la detención de Octavio Pellissa. Su caída ponía en peligro el grupo universitario organizado por Sacristán y, directamente amenazado, Luis extremaba sus precauciones. Recuerdo que poco después de mi retorno alguien llamó al timbre muy de mañana, cuando los dos dormíamos en nuestra habitación común de la fachada delantera de la torre. Eulalia se asomó al jardín y vino a avisarnos, con ese sordo presentimiento que la corroía respecto a nuestras nuevas frecuentaciones, de que un hombre preguntaba por él. La noticia nos sobresaltó pero, desmintiendo nuestras aprensiones, el visitante resultó ser no el temido inspector de Jefatura sino un viejo conocido mío de París, el crítico de arte Arnau Puig, enviado desde allí por la dirección del PC a informarse del origen y alcance de la redada en la que habían apresado a Pellissa. Aquella misión un tanto imprudente y chapucera, para que mi hermano le pusiera en contacto con los «cuadros» de la organización, alarmó con razón a Luis: la falta elemental de cautela en unos momentos en los que posiblemente estaba sometido a vigilancia no se compadecía ni poco ni mucho con la exigencia de meticulosidad y rigor de la actividad clandestina. Aunque Octavio resistió con valentía a los «interrogatorios» y fue el único estudiante comunista aprehendido, la operación policial de limpieza se extendió en los días sucesivos a todos los medios de la oposición, desde monárquicos y catalanistas a los socialistas de Pallach y Joan Reventós.

En medio de aquella atmósfera agobiadora, llena de interrogantes y amenazas, procurábamos aparentar una existencia normal: salíamos a cenar con amigos menos comprometidos que nosotros, recorríamos los bares de Escudillers y las Ramblas, nos recogíamos a casa de madrugada. Pero la primitiva excitación de mis correrías barriobajeras había desaparecido: la alegría era forzada, las veladas con putas y maricas en La Venta y el Cádiz resultaban monótonas, cumplíamos con desgana un vacuo, tedioso ritual. Monique telefoneaba a diario y nuestras largas conversaciones en francés intranquilizaban misteriosamente a papá. Un miedo instintivo pero atinado a nuestras frecuentaciones sospechosas le mantenía en vela hasta que regresábamos: al cruzar el corredor de puntillas le oíamos revolver algún medicamento o yogur con su cucharilla, buscar la perilla de la luz, preguntarnos indefectiblemente la hora. Presionado por las circunstancias abandoné el proyectado viaje a Almería: en caso de peligro o nueva redada de la policía, mi estancia en aquella provincia aislada y remota excluía cualquier posibilidad de ayuda o de información. Monique, por su parte, comenzaba a inquietarse de las repercusiones de la politización parisiense de mi novela y, convencido al fin de que sería más útil fuera que dentro, decidí acortar mi visita barcelonesa y regresar precipitadamente a París.

En la creencia de que el primer control policíaco de pasaportes, entre Massanet y Gerona, me exponía inútilmente al peligro de una consulta de los inspectores con los servicios centrales de Jefatura, se me ocurrió la idea, que hoy juzgo pueril y absurda, de tomar el tren en Figueras. Jaime Gil de Biedma, a quien acompañaba a veces de noche en sus más cautas correrías rambleras[3], se ofreció a conducirme allí en su automóvil y recuerdo que durante el camino, en el atardecer soleado de dos de marzo, no sé si por el nerviosismo y agitación de un viaje con visos de huida o absorto en nuestra grave conversación sobre el compromiso gramsciano, rozó la rueda de un carro en un adelantamiento y anduvimos a pique de patinar y darnos un batacazo. Tras unas disculpas con el arriero, seguimos el trayecto a Figueras y nos despedimos a la llegada del tren. El examen de pasaportes en la destartalada estación de Port Bou se efectuó sin incidentes: los inspectores estampillaron el mío en silencio y minutos más tarde me hallaba en territorio francés.

El síndrome fronterizo, desenvuelto en mis primeras salidas de España, remitiría poco a poco con la frecuencia de los viajes, conforme aprendía a dominarme, pero sin desvanecerse del todo hasta la muerte del dictador. En años subsiguientes al presente narrativo del relato, cuando cruzaré la frontera en circunstancias potencialmente más arriesgadas, lo haré con mayor flema, con una mezcla de despego, fatalismo y confianza irracional en mi buena estrella que causarán sorpresa en mi entorno. Dicha actitud, como había advertido en el campamento de las milicias universitarias en donde pasé mis primeros meses de servicio militar el día en que decidí escaquearme por las buenas y no cumplir con las prácticas ni ejercicios que más execraba, despertaba admiración por su desfachatez o valentía. Con todo, tanto en un caso como en el otro, no se trataba exactamente de éstas sino de algo más modesto: una incapacidad personal mía de admitir la eventualidad del castigo, mi fe supersticiosa en un destino aparte. Sostenido por ambas, actuaba sin tener en cuenta los riesgos. Hablar entonces de coraje no reflejaría la verdad de los sentimientos con los que afronté mis viajes de 1960 y 61; pero si en los momentos decisivos actué con un aplomo del que me enorgullezco, la amenaza implícita a cuanto se relacionaba con España acabó por infiltrarse en mis sueños. La temprana asociación de mi país a una nebulosa idea de peligro, al lugar en donde podía ser detenido sin causa aclararía tal vez la índole ambigua de mis futuras relaciones con él. Mientras mis colegas europeos circulaban por el mundo con inocente serenidad, conscientes de ejercer un derecho inalienable, yo lo hice durante años en un estado de tensión soterrada, con el presentimiento tenaz y por fortuna erróneo de meterme como Luis en la boca del lobo, de sacrificarme a una deidad canibalesca y saturnal, devoradora implacable de sus hijos más lúcidos. La experiencia familiar e infantil reforzaba aún esa impresión de pertenecer fatalmente a una nación en sempiterna guerra civil y cuyos ajustes de cuentas feroces se transmitían por herencia de forma ineluctable. España simbolizará para mí, hasta bien entrada la cuarentena, no una tierra acogedora y benigna, receptiva o al menos indiferente a mi labor al servicio de su cultura y lengua sino un ámbito de hostilidad y rechazo, de un solapado, acechante amago de sanción. Las cicatrices que dejan las dictaduras y regímenes totalitarios son difíciles de borrar. El proceso de curación es largo y aleatorio: en mi caso, aclara el hecho en verdad elocuente de que, diez años después de la muerte de Franco, me sienta todavía más a gusto en París, Marraquech, Nueva York o Estambul que en las ciudades, lugares y escenarios en donde para bien y para mal se desenvolvieron los fantasmas y miedos de mi niñez y de mi juventud.

En mis cortos viajes a España en febrero y agosto del cincuenta y siete, había expuesto a los escasos periodistas amigos que colaboraban en la prensa oficial los proyectos editoriales de Gallimard: nuestra labor de difusión en Francia de las novelas más destacadas publicadas últimamente en la Península. La lista de obras contratadas incluía a una buena docena de autores representativos de las distintas corrientes narrativas de la posguerra —Cela, Delibes, Ana María Matute, Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, etc.— pero esta iniciativa —que en otro país menos cainita que el nuestro hubiera sido objeto de elogios y aplausos— iba a ser acogida en Madrid, como era de prever, con desconfianza y cautela. Algunos escritores no seleccionados y que ocupaban puestos de responsabilidad en el escalafón oficial del Régimen comenzaron a expresar su malhumor y despecho en los periódicos del Movimiento. La traducción de una obra prohibida, La otra cara de José Corrales Egea, sirvió de pretexto al lanzamiento de una campaña hostil encabezada por el aún Director General de Prensa Aparicio y su colega de Pueblo Emilio Romero. El cese del primero en 1958, si bien abrió nuevos espacios de libertad cultural con la aparición de revistas como Acento y la emergencia tímida y a cuentagotas del nombre de algún proscrito, no modificó sustancialmente las cosas[4]. Coincidiendo con la salida de un manifiesto o panfleto mío en la revista ínsula, «Para una literatura nacional y popular», los ataques de Pueblo y Arriba recrudecieron: ofendido tal vez por el hecho de que ninguno de los partos de su ingenio figurara en la colección que yo alentaba, Emilio Romero emprendió una ofensiva, a través de sus acólitos, contra «el émulo de Blasco Jbáñez instalado en Francia» cuyas siniestras funciones de «aduanero» impedían según él el conocimiento de nuestros valores literarios auténticos.

El manifiesto de ínsula, producto de una bulímica lectura de Gramsci y no de mi propia y aún modesta experiencia narrativa, originó una pequeña conmoción en las aguas quietas por las que solía navegar la revista a causa de sus críticas un tanto desenfocadas e injustas a Ortega y el desenvolvimiento mal hilvanado pero neto de unas tesis abiertamente marxistas. Lo que me asombra hoy más al releerlo no es el repaso de algo fiambre y repetido después con machaconería por los profesionales del «progresismo» sino el absoluto divorcio existente entre las ideas y consignas expuestas y mi personalidad literaria y producción novelística: ni mi obra juvenil —Juegos de manos, Duelo en el Paraíso, Fiestas, El circo— tenía por fortuna nada que ver con la vagarosa y esquemática literatura nacional popular que propugnaba ni mi sensacionalista y chillona promoción editorial europea y norteamericana se compaginaba con el gramscismo un tanto barresiano del que alardeaba. Guillermo de Torre, en su ácida respuesta al panfleto, subrayaría con razón la debilidad de sus premisas y, sin recatarse de los argumentos ad hominem, lo flagrante de mis incoherencias. El enfant terrible de la burguesía barcelonesa que mi editor neoyorquino, en su estridente lanzamiento propagandístico, comparaba con la figura entonces en boga de Françoise Sagan no se ajustaba en verdad demasiado al yelmo y armadura del ideólogo de provincias que fustigaba el decadentismo, deshumanización y experimentalismo intrascendentes e inanes. La crítica daba en el blanco en cuanto exponía a la luz la doblez de mi personaje o, por mejor decir, el abismo existente entre la realidad y mi impostura: mientras mi obra mostraba la influencia de Gide, Malraux, Faulkner y los jóvenes novelistas sureños, mi panfleto condenada implícitamente a estos autores y sostenía unos principios y normas situados en los antípodas. Aunque sin admitir en mi orgullo herido las carencias y antinomias denunciadas por mi contrincante, me esforzaré en adelante, al menos por un tiempo, en adecuar mi escritura a los postulados más o menos marxistas que esgrimo de puertas afuera: tras la fallida tentativa de novela social en La resaca, tantearé las modalidades del reportaje narrativo y relato breve que, siguiendo las huellas de Rocco Scotellaro, Vittorini y Pavese, desenvolveré con mayor o menor ventura de Campos de Níjar a Pueblo en marcha. Con todo, las reacciones extemporáneas de otros impugnadores —Julián Marías, con su habitual desgarbo, había achacado indirectamente mi artículo a una conjura internacional antiorteguiana y evocado a este propósito el espectro de «las comunas de Mao»— me autorizaron a interpretar la polémica como fruto de una contraofensiva de la derecha y escamotear así el indispensable debate conmigo mismo. El hecho de que Corrales Egea, Juan Ñuño y otros marxistas salieran en mi defensa me dispensaba de reflexionar en la dicotomía de mi conducta y larvada esquizofrenia moral: esa actitud tan común todavía a numerosos intelectuales de nuestra área idiomática de correr tras el éxito y aprovechar las ventajas de las democracias burguesas, obtener becas y enseñar en universidades norteamericanas al tiempo que adoptan posiciones rígidas, jacobinas, extremas en el campo político y doctrinal.

En lo que a mí concierne, el desfase entre vida y escritura no se resolvió hasta algunos años más tarde, cuando el cuerpo a cuerpo con la segunda, exploración de nuevos espacios expresivos y conquista de una autenticidad subjetiva integraron paulatinamente la primera en un vasto conjunto textual, el mundo concebido como un libro sin cesar escrito y reescrito, rebeldía, pugnacidad, exaltación fundidos en vida y grafía conforme me internaba en las delicias, incandescencia, torturas de la composición de Don Julián.

El viaje a Almería, demorado por la detención de Octavio Pellissa, lo realicé con Monique siete meses más tarde cuando, tras dejar a su hija en el pueblo valenciano de Beniarjó, volvimos a Garrucha a visitar a nuestros amigos de la pensión Zamora. Durante unos días recorrimos en un pequeño Renault de cuatro caballos las poblaciones y aldeas de las cercanías: Huércal Overa, Cuevas de Almanzora, Mojácar, Palomares, Villaricos. La miseria y abandono que observamos impresionaron fuertemente a Monique: sin las motivaciones personales ni afinidades secretas que me imantaban a aquellas tierras, la idea de pasar las vacaciones, tomar el sol, disfrutar de la vida en un paraje bello y luminoso pero indigente y áspero con la indiferencia reptil de una sueca le horrorizó. Nuestra frecuente discusión sobre el tema arranca de allí: Monique me reprochará en adelante la fascinación estética por lugares, regiones, paisajes cuyas condiciones de sobrevida ofenden necesariamente a toda persona con un mínimo de sensibilidad social. Más coriáceo que ella al espectáculo de la pobreza y atraído de modo oscuro por unas cualidades y rasgos humanos inexorablemente barridos por la allanadora mercantilización del progreso, mi actitud desde luego peca de ambigua. Los sentimientos de inmediatez, cordialidad y afecto que descubro en Almería suscitan en mi fuero interior una contienda insoluble, encarnizada, mordaz. Mis inquietudes morales fundadas en la realidad de una experiencia surgirán entonces: no producto superficial, mimético de mi culpable conciencia de clase ni lecturas marxistas sino de una reflexión que abarca asimismo ingredientes de simpatía y solidaridad. Mi propósito de denuncia se matiza en verdad con el amor y anticipada nostalgia de lo denunciado: la lucha por desterrar la inicua situación reinante en Almería no excluía mi convicción tosca pero real de que la necesaria transformación económica y social barrería al mismo tiempo aquellos componentes de llaneza, querencia, espontaneidad que eran el germen o almendra de mi compromiso. Sin dejarme paralizar por la antinomia, volveré a solas por la provincia con la firme intención de testimoniar. La estética del Sur impregnará en lo futuro mis incursiones en este terreno y reflejará al trasluz el desgarro íntimo o guerra civil entre las vivencias de belleza y subdesarrollo: como advertiré después en uno de mis primeros ejercicios de lucidez, los intelectuales que no estamos formados de una pieza sino de rasgos y atributos diversos, abigarrados y antitéticos, combatimos por un mundo que tal vez será inhabitable para nosotros.

En vez de seguir nuestro camino a Sorbas y Carboneras como inicialmente habíamos planeado, torcimos en dirección a Granada y Málaga en busca de mayor holgura y confort. En agosto de 1958 y marzo de 1959 regresaré sin Monique a Almería, exploraré a pie, en camión y autocar la conmovedora región de Níjar y al concluir en París el manuscrito del libro —condensando en un viaje, por razones de eficacia narrativa, los lances, incidentes y encuentros acaecidos en diferentes itinerarios—, escudriñaré aún en automóvil toda la zona para fotografiar con el director de cine Vicente Aranda los lugares descritos en el relato. Mis viajes posteriores a la región se realizarán en circunstancias difíciles y reacias a mis propósitos: si, por un lado, la detención de Luis, asunto de Milán y escándalo armado por la prensa en torno a nuestro desdichado apellido volvían ilusoria mi libertad aparente de movimientos, por otro, la aparición de Campos de Níjar, pese al nihil obstat de la censura, había provocado la reacción airada del alcalde de la villa y autoridades gubernativas de la provincia. Mientras en 1959 logré bucear de incógnito en el barrio de cuevas de la Chanca con el subterfugio de buscar al familiar de un compañero exiliado en Grenoble sin despertar sospechas entre sus habitantes ni atraer la atención de la policía, un año después mi presencia no podía pasar inadvertida y ello me obligaba a multiplicar las precauciones: acompañado de Vicente Aranda, visitaré Almería primero con Simone de Beauvoir y Nelson Algren, luego con el cineasta Claude Sautet, sin aventurarme a indagar ni seguir mis encuestas en Níjar ni la Chanca. El temor a comprometer a mis informantes no es en absoluto imaginario como tendré ocasión de comprobar más tarde en los encierros de toros de Albacete; pero, privada de sus motivos y alicientes, mi estancia en Almería pierde su razón de ser. Cautivo como sus moradores en una difusa atmósfera de libertad vigilada, me siento atrapado con ellos en el interior de la nasa: con una amargura y melancolía difíciles de expresar, renunciaré a volver a ella, desposeyéndome de ese calor, familiaridad y apoderamiento que de un modo instintivo, compensatorio buscaré y encontraré en el Maghreb.

La composición de Campos de Níjar cierra un capítulo de mi narrativa en relación a España. Escrito con un cuidado extremo, a fin de sortear los escollos de la censura, es un libro cuya técnica, estructura y enfoque se explican ante todo en función de aquélla: empleo de elipsis, asociaciones de ideas, deducciones implícitas que si resultan oscuras a un público habituado a manifestarse libremente no lo son para quienes, sometidos largo tiempo a los grillos de una censura férrea, adquieren, como observara agudamente Blanco White, «la viveza de los mudos para entenderse por señas». Alumno aventajado en el arte de dirigirme a los sin voz, conseguí la proeza de redactar una obra llena de guiños y mensajes cifrados a los lectores despiertos sin que los probos funcionarios del Ministerio de Información y Turismo —de la información al servicio de la imagen grata al turismo— pudieran agarrarse a nada concreto ni me quitaran un párrafo. Aunque esto constituía un triunfo del que entonces me sentí orgulloso, una reflexión subsiguiente me convenció de que se trataba de un arma de doble filo o, si se quiere, de una victoria pírrica. Para eludir las redes y trampas de la censura, me había convertido yo mismo en censor. Obligado a obedecer las reglas del juego, a actuar en el campo limitado del posibilismo, había pagado un odioso tributo a los cancerberos del Régimen. Como señalaban con razón los defensores de esta estrategia, la frontera existente entre lo prohibido y tolerado no era rígida ni establecida de una vez para siempre: el espíritu de la época, porfía de los escritores, cambios circunstanciales permitían pequeños avances, la liberación de espacios largo tiempo acotados, una serie de logros parciales pero reconfortantes. Con todo, dicho ejercicio imponía al escritor una penosa automutilación cuyos efectos devastadores se revelaban más tarde: acatamiento aun impuesto a la norma dominante, miedo a las propias ideas, conformismo insidioso, cansancio, esterilidad. Al acomodarse a las reglas de la censura, el autor no puede estar seguro de salir indemne, de no exhibir en adelante la marca de sus melancólicas cicatrices y huellas. La idea de deslindar los campos, de dejar al censor su trabajo y cumplir yo el mío sin preocuparme con su existencia se abrió lentamente camino. La práctica de cinco años de posibilismo me había forzado a tragar demasiadas culebras y, como diría mi amigo Fernando Claudín en unas circunstancias bastante similares a las que evoco, todo tenía un límite, hasta el consumo de culebras. Dicha decisión liberadora iba a desencadenar como es obvio una guerra sin cuartel tocante a mi persona y mi obra: después de la salva de acusaciones e improperios orquestada por el Director General de Prensa don Adolfo Muñoz Alonso, cuanto escribiré por espacio de tres años será vetado en España hasta la muerte del dictador.

La absurda prepotencia que los gobiernos oprensivos de derecha e izquierda achacan a la literatura —un honor en verdad absolutamente inmerecido por ésta— impidiendo su difusión y oponiéndole toda clase de trabas, suscita un curioso pensamiento reflejo en los medios opositores que la cultivan: la creencia de que un poema, novela u obra teatral, por el mero hecho de ser o poder ser prohibidos, actúan directamente en la realidad y disfrutan de la milagrosa virtud de transformarla a su arbitrio; una suposición desde luego inepta, ya que el influjo del texto literario en la mente del lector es fortuito y se desenvuelve en general con lentitud y a muy largo plazo. No obstante, un compañero de Partido, a quien Campos de Níjar llenó de entusiasmo, había intentado persuadirme en vísperas de uno de mis viajes de que el relato iba «a despertar la conciencia —éstas fueron más o menos sus palabras— de las masas populares de la provincia»; con una exaltación y optimismo a toda prueba tocante a mis facultades esclarecedoras, me incitó a visitar las librerías y centros culturales de Almería, presentarme al personal o responsables de los mismos y discutir provechosamente con ellos del contenido social de la obra. Aunque sin compartir sus ilusiones, decidí seguir el consejo y, una vez en la ciudad, entré en la librería cuyo escaparate me pareció mejor surtido y, con voz sorda a causa de la timidez que siempre me agobia al referirme a mi trabajo, pregunté a la empleada si tenían Campos de Níjar. Su respuesta, enarcando las cejas con amabilidad absorta, desvaneció de golpe sus castillos miríficos.

—Perdone —me dijo—. ¿Campos de qué?

Fuera de mis viajes a Almería, dos acontecimientos político-culturales en los que de un modo u otro participé despuntan por su interés a lo largo del período accidentado y a trechos amargo del año cincuenta y nueve: el homenaje a Machado en Collioure y la Huelga Nacional Pacífica del 18 de junio que, según sus organizadores, debía marcar el comienzo del fin de la dictadura de Franco.

En un folleto conmemorativo de la reunión machadiana[5], Claude Couffon me atribuye generosamente la iniciativa: «La idea fue de Juan Goytisolo, que vivía entonces en París, en donde después del éxito de la traducción de su novela Juegos de manos por M. E. Coindreau, se dedicaba a poner el día la sección de español de Gallimard. Machado era el Dios y modelo de inquietud nacional de toda la poesía de resistencia en el interior. Goytisolo me expuso su proyecto: constituir un comité de honor y juntar en Collioure a las dos Españas». En punto de verdad, la proposición no fue mía sino de mis compañeros del Partido: el amigo y mentor de Pellissa, Benigno Cáceres —un hombre pequeño, con gafas, feo hasta el atrevimiento pero dotado de indudable simpatía y una personalidad carismática— me había convencido de la oportunidad y trascendencia de conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte del poeta convocando en torno a su tumba a escritores e intelectuales antifranquistas de todas las tendencias en una ceremonia de homenaje a su figura política y literaria. Convertido en portavoz de la idea, organicé con la ayuda de Couffon, Elena de la Souchére y otros amigos el comité de nombres ilustres que debía apadrinar el acto: después de una visita a Bataillon en el Collége de France, reuní, entre otras muchas, las firmas de Marcelle Auclair, Cassou, Mauriac, Sarrailh, Queneau, Sartre, Beauvoir, Tzara mientras mis compañeros del Partido obtenían las de Picasso y Aragón. En esta primera y fructífera cosecha de nombres famosos —una actividad en la que por espacio de unos años sobresaldría— sólo tropecé con una negativa y un semifracaso: el director del Instituí Hispanique de la Rué Gay-Lussac, de quien había recabado la adhesión al comité, quiso examinar antes la lista de sus miembros y enrojeció súbitamente de cólera: ¿Qué diablos tenían que ver con Machado y España, dijo, Sartre y Simone de Beauvoir?; Albert Camus, al que Elena de la Souchére dirigió unas líneas encabezadas por un Cher Maitre, me hizo saber por medio de su secretaria que el calificativo le caía grande y, aunque se asociaba a Ja celebración del poeta, no deseaba formar parte de un comité cuya composición le disgustaba.

Elidía veinte de febrero, nuestra comitiva de más de un centenar de personas cogió el tren de noche en la Gare d’Austerlitz. A nuestra llegada a Collioure, nos encontramos frente al hotel Quintana con los amigos venidos de Madrid, Barcelona, Ginebra y otros lugares: Blas de Otero, Gil de Biedma, José Ángel Valente, Costafreda, Barral, Castellet, Caballero Bonald, Senillosa, mi hermano José Agustín… El cortejo se dirigió a la tumba del poeta, cubierta de flores para la circunstancia y don Pablo de Azcárate leyó unas palabras en medio de un tenso, emotivo silencio. Después de una comida multitudinaria, con brindis y referencias a Machado y España, la pequeña multitud se dispersó. Hubo abrazos, píos deseos, fotos de recuerdo, despedidas. Luego, el trayecto de regreso, en un compartimento de segunda, con Benigno, Isidoro Balaguer, Octavio Pellissa, discutiendo por horas de arte, política, literatura. Recuerdo la pasión de Benigno por esta última y también sus fobias viscerales al homosexualismo de Cernuda, a las primicias teatrales de Arrabal. Rodeado siempre de militantes jóvenes, medio Pigmalión y medio Tiresias, Benigno era en muchos aspectos un comunista distinto que mantuvo conmigo hasta su enfermedad y muerte una viva, atrayente relación personal.

A fines de mayo, viajé con Monique a España durante las primeras conversaciones literarias de Formentor y, concluidas éstas, me detuve unos días en Torrentbó con Maurice E. Coindreau antes de volver a París el 9 de junio. En Barcelona, había asistido a los preparativos de la huelga organizada por el Partido, con el apoyo a menudo simbólico de otras organizaciones antifranquistas: el ambiente en los medios opositores era de euforia y me fui con la impresión de que se avecinaban grandes cambios. En las barriadas obreras e incluso en algunas zonas del Ensanche, las consignas de paro y la «P» de Protesta se multiplicaban: ante la imposibilidad material de borrarlas a diario, los policías transformaban la letra en garabatos a lo Miró, convirtiendo así a Barcelona en una singular capital del grafito abstracto. Un manifiesto firmado por toda la oposión —con la notable excepción del PSOE de Llopis—, distribuido por correo, pegado a las fachadas de los inmuebles, arrojado de noche en las calles por algunos automovilistas audaces, invitaba a protestar contra la corrupción del Régimen y su política económica, exigía un aumento general de salarios, la amnistía de los presos políticos y exiliados, la salida de Franco y una convocatoria de elecciones libres. Luis y sus amigos habían intervenido activamente, con diferentes medios, en este esfuerzo propagandístico: mientras unos estudiantes lanzaban puñados de octavillas desde la cúpula de los almacenes El Águila, otros, encabezados por Ricardo Bofill, repetirían la hazaña en lo alto de la estatua de Colón, al final de las Ramblas. Simultáneamente, intelectuales, escritores y personalidades del sistema a quienes no se podía tildar de simpatizantes comunistas como Menéndez Pidal, Marañón, Azorín e incluso el general Kindelán, jefe de la aviación franquista durante la guerra, se adherían a la petición de amnistía en una carta dirigida al ministro de Justicia que circulaba bajo mano. Aunque la prensa y demás medios informativos guardaban un mutismo completo, Radio España Independiente transmitía desde Moscú los llamamientos encendidos de Pasionaria. Ante esta proliferación de actos hostiles, la dictadura puso finalmente en marcha el vasto arsenal de sus recursos disuasivos: atraído a Madrid con el pretexto de una consulta de rutina, Julio Cerón, líder del FLP, fue detenido a su descenso del avión en Barajas; una vasta redada preventiva en medios obreros e intelectuales causó bajas en las filas del Partido, felipes y MSC; rompiendo su silencio y reaccionando con histeria al peligro, los periódicos denunciaban la «tentativa de revolución comunista» y desempolvaron recuerdos y fotografías del treinta y seis, ilustrativos de los crímenes y atrocidades rojos.

El clima de confrontación imperante acabó por llamar la atención de la prensa francesa. Aunque desde mi llegada a París, había prevenido a mis amigos de L’Express y France-Observateur de cuanto se fraguaba, su respuesta fue perezosa y cauta: en España nunca ocurría nada, lo mejor de momento era esperar. Por eso mi sorpresa fue total cuando, la víspera de la fecha fijada para la huelga, Florence Malraux telefoneó para preguntar si me interesaría viajar a España como corresponsal de L’Express. Le dije inmediatamente que sí y, tras correr a recoger el billete en la agencia de viajes, agarré el primer avión para Barcelona. Mi estancia allí y en Madrid duró apenas tres días al término de los cuales regresé a París con el aspecto abatido de un torero después de una tarde desafortunada[6], para escribir el reportaje titulado «P de Protesta», publicado con una entradilla en la que se leía «un enviado clandestino de L’Express ha vivido en España el «gran día de protesta» de los resistentes a Franco» y firmado, a fin de envolver su autoría en una nube de tinta, con el seudónimo de Thomas Lenoir. Testigo visual del fracaso de la huelga —tiendas y comercios abiertos, medios de transporte atestados, fábricas trabajando con aparente normalidad— me esforcé en remontarme a sus orígenes y esclarecer sus razones. Sin detenerme ahora en el relato de mis merodeos por las cercanías de la ENASA y España Industrial, me limitaré a reproducir algunos fragmentos del artículo que, aun en su obligada superficialidad periodística, apuntaban a causas más profundas y pueden interesar todavía a algunos lectores de hoy.

Los dos campos permanecen al acecho y un observador extranjero como yo vive en los días que anteceden a la huelga un suspense singular. Dos contendientes: uno, el Régimen, muestra ostensiblemente su fuerza y sus cartas. Los diarios, la radio, los medios oficiales no cesan de proclamar la primera; las segundas se llaman miedo, ejército, policía. Pero las personas que me rodean, todas de la oposición, encarecen la importancia y valor del otro contendiente. De haber vivido exclusivamente con ellas, la fecha del 18 me habría parecido decisiva, resolutoria: todas las clandestinidades transmiten esas fiebres y exaltaciones, como si la conciencia íntima de su debilidad empujara a los hombres que las animan a vivir en el paroxismo de sus esperanzas […]

El aspecto que ofrecen Barcelona y Madrid con sus calles patrulladas por la policía, el tono cada vez más estridente de los diarios gubernamentales tranquilizan paradójicamente a los promotores de la huelga. En el molde de las fuerzas que exhibe el Régimen creen leer el vaciado de las propias. Aislados, sin conocerse unos a otros, fragmentados en grupúsculos diferentes, sólo tienen un espejo en el que pueden verse reflejados: el dispositivo montado contra ellos. Por mi parte, advierto aquí un segundo error común a todas las clandestinidades: el de medir sus fuerzas —imaginarias— con las que el adversario —en lo real— ordena metódicamente […] Los dirigentes de la oposición que he logrado ver en Madrid coincidían en admitir el fracaso de la huelga. Las explicaciones que daban eran éstas: en los años precedentes, los movimientos de paro en Barcelona, Madrid, Asturias y el País Vasco consiguieron victorias parciales porque surgieren espontáneamente de la base; esta vez, la orden vino de arriba y el día fue fijado por los estados mayores de los grupos políticos no en función de la situación española sino de la fecha en la que por fin se pusieron de acuerdo […] La idea de una huelga nacional era de un optimismo fantástico. El analfabetismo polídeo reinante en la Península determina que las masas sólo respondan a propuestas concretas (boicoteo de los tranvías, por ejemplo) con objetivos limitados (reducción del precio de los transportes) […] El miedo al despido y desempleo —en un período de crisis intensa como el que atraviesa España— ha recortado las alas al movimiento […]. Pero sobre todo, detrás de las razones tácticas, está la realidad de un país al que veinte años de franquismo han quitado el gusto de la política. Si, parafraseando a Valéry, el fascismo es el arte de impedir que la gente se ocupe en lo que le interesa, Franco, mucho más que Hitler, es un artista en la materia.

La lectura del reportaje al cabo de más de un cuarto de siglo, contrariamente a la de otros textos míos de la época cargados de un indigesto lastre doctrinal, me sorprende agradablemente con su lucidez. Escrito de un tirón y sin consultar a mis amigos, libre de todo filtro o corrección ideológicos, provocó, claro está, algunos roces y piques con mis compañeros del Partido, que lo motejaron a la vez de pesimista y miope. Unas semanas después de su publicación, fui citado, a través de Octavio Pellissa, por dos miembros de la dirección en un café de la Place de la République. Los encargados de discutir mis conclusiones y enmendarme amistosamente la plana resultaron ser Jesús Izcaray y Fernando Claudín, a quien veía por vez primera. Recuerdo que al debatir el problema de si la huelga podía considerarse o no un fracaso, su receptividad a mis observaciones, a mil leguas de la seguridad del sustentador de verdades de que hacía gala su compañero, llamó mi atención: en una organización rigurosamente jerarquizada como todas las que se inspiran en el modelo leninista la versión «correcta» de los hechos circula siempre de arriba abajo y nunca al revés o desde la periferia; según me revelará Claudín años después, mis observaciones y argumentos llovían sobre mojado en la medida en que, habiendo viajado clandestinamente a Madrid a preparar la huelga, pudo advertir las insuficiencias de su trabajo. Curiosamente, yo me había presentado en el piso de Pilar y Eduardo Haro Tecglen sin saber que había servido de escondrijo a Claudín días antes, lo que me aclaró en retrospección el fingido despiste de mis anfitriones cuando les pedí informes de lo sucedido, ajeno del todo a la idea de que la policía podía haber seguido mis pasos. El juego del gato y el ratón del Régimen con los opositores tenía por fortuna quiebros y pausas: gracias a éstos, los múridos podíamos correr sin peligro cuando el gato cazaba fuera y eludir momentáneamente la ratonera o pedazo de queso que aquél, con su omnipotencia serena, nos destinaba.

Un viejo militante del Partido, cuya esposa pasaba mis manuscritos a máquina, me confió unos tres o cuatro años después de la fecha en la que ahora se sitúa el relato una copia del diario de vigilancias de la Brigada Regional de Investigación Social de Valencia, al que el abogado defensor de uno de los comunistas recientemente detenidos y encausados pudo tener acceso y logró microfilmar en secreto en una de las salas del Juzgado: un documento extraordinario, verdaderamente enjundioso y significativo por sus atisbos y calas en los métodos, organización, lenguaje y hasta referencias culturales a veces sorprendentes y agudas de un adversario ubicuo, implacable y omnímodo pero desconocido y abstracto más allá de sus manifestaciones de poder y zarpadas bruscas, compendio y retrato de la lucha quijotesca, desigual, condenada de antemano de los núcleos de la oposición clandestina acechados noche y día en sus suspiros y exclamaciones a media voz por una oculta pero omnipresente red de malsines, escuchas, centinelas, vigías cuya constancia y empeño volvían irrisoriamente patéticos las precauciones y esfuerzos de aquéllos por asegurar su invisibilidad. La inmediatez, casi intimidad entre perseguidores y perseguidos, sus cruces y desencuentros en bares, cafés, avenidas, chaflanes, trazan en filigrana la imagen del juego del gato y el ratón que evocaba antes y confieren al documento de redacción impersonal, desubjetivizada, conforme a los cánones más estrictos del relato behaviorista, un alcance a la vez general y emblemático. Cuando en Señas de identidad quise mostrar la lid desproporcionada de los amigos de mi alter ego Mendiola con la policía, no encontré mejor manera de hacerlo que insertar ese diario de vigilancia en el cuerpo de la novela: documento real integrado en el texto literario del mismo modo que el artista compone ocasionalmente su tela con materiales y elementos como algas, conchas, trozos de soga, herramientas, en vez de imitar el mundo exterior y pintarlos. El destino y vicisitudes de los personajes adquirían así un grado de representatividad que desbordaba en el contexto nacional de la trama y situaciones reproducidas en el libro: epítome de mi historia personal y familiar, de la de mis amigos y conocidos y, por encima de ellas, de la de todos los militantes obreros, intelectuales y universitarios antifranquistas caídos tarde o temprano en las redes de la policía en unos años de labor paciente y esperanzas vanas, teje y desteje de lienzos de Penélope, telarañas rehechas y sin cesar aplastadas por las pisadas o escobazos de una remota deidad obstinada y maligna.

La vigilancia, acoso, seguimiento y detenciones descritos en el capítulo cuarto de la novela traducían fielmente mi experiencia de aquellos años. Noviembre de 1958: caída de los dirigentes de la Agrupación Socialista Universitaria, entre los que figuraban Francisco Bustelo, Juan Manuel Kindelán y el diplomático Vicente Girbau; junio de 1959: arresto, proceso y posterior condena de Julio Cerón, Juan Gerona y otras cabezas visibles del felipe. El asedio paciente a los intelectuales y estudiantes comunistas de Barcelona resultaba cada vez más claro y cualquier fallo o error en el dispositivo de seguridad del Partido podía desencadenar de forma automática el tropismo o movimiento reflejo de la policía. Desde marzo del 58, la frecuencia de los viajes de Luis a París, a solas o con María Antonia, había aumentado con regularidad inquietante. La agenda de Monique señala su presencia en mayo, octubre y en Navidades, cuando se alojó provisionalmente en casa y un extraño, chocante y feo estuche de fibra o imitación de lagarto para los objetos de aseo y afeitado, en los antípodas de su personalidad y gustos, me convenció a simple vista de que era el escondrijo en el que ocultaba sus mensajes e informes de correo a la dirección del Partido. Por sus conversaciones con Pellissa, deduje que había visto a Carrillo y acrecentado su actividad y la importancia de sus contactos. Recuerdo igualmente su llegada a la Rué Poissonniére el trece de diciembre del 59, en vísperas del viaje que, en compañía de Solé Tura, Isidoro Balaguer y otros conocidos míos, debía conducirle al fatídico congreso de Praga mientras, con Monique y Florence Malraux, yo iba a visitar a Genet y Abdallah a Amsterdam y gozaba con ellos del espectáculo de los canales, puentes, museos, atardeceres mortecinos, gabarras majestuosas y lentas como caimanes, en un estado precario de arrobo y de dicha.

Pocas semanas más tarde, el siete de febrero, Monique recibió en su despacho de Gallimard una llamada telefónica de Barral desde Barcelona: Luis había caído súbitamente enfermo en lo que tenía todas las trazas de ser un brote de epidemia y su afección parecía grave. La noticia, aunque temida, me anonadó no sólo a causa del mal trago que en aquellos mismos momentos estaba apurando mi hermano sino también del contexto familiar en el que se producía: ese universo fantasmal, angustioso, decrépito de la torre de Pablo Alcover, con tres ancianos —mi padre, Eulalia, el abuelo— abrumados y hundidos por la catástrofe que les caía encima; sentimientos de remordimiento y de culpa por vivir lejos de ellos, preservado de la visión de su angustiosa, asoladora orfandad. Las dos imágenes me hostigaban con pugnacidad intolerable y me precipité en busca de Pellissa, y a través de él del Partido, a averiguar lo ocurrido y obtener una orientación. Según me diría horas más tarde, la dirección no estaba al corriente de las detenciones y, esperando la llegada de informes fidedignos, no podía tomar de momento medida alguna ni aconsejar nada. Abandonado a mis propios recursos, elaboré con Monique y nuestros amigos franceses un plan de acción: dar cuenta a los periódicos y semanarios en los que tenía entrada de la operación policíaca contra un escritor disidente como Luis, cuya novela Las afueras estaba a punto de ser publicada en francés por el Seuil, y promover, como en el homenaje a Machado, una recogida de firmas conocidas, esta vez de protesta. Sabía instintivamente que sólo el clamor y, mejor aún, un escándalo de dimensiones internacionales podía salvar a Luis y a quienes, como Isidoro Balaguer y el pintor Joaquín Palazuelos habían caído con él, de una larga estancia en la cárcel. Desde casa y el despacho de Monique en Gallimard, telefoneamos o nos pusimos en contacto con gran número de escritores y artistas, sometiendo a su aprobación el contenido de un texto en el que expresaban su inquietud por la detención de mi hermano y exigían el ejercicio de sus derechos de defensa reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas: Picasso, Sartre, Paz, Mauriac, Senghor, Genet, Peter Brook, Gabriel Marcel, Marguerite Duras, Butor, Robbe-Grillet, Queneau, Claude Simón, Nathalie Sarraute y otras personalidades firmaron la carta divulgada unos días después en Le Monde. En Italia, por medio de Vittorini, conseguimos la adhesión de Moravia, Pasolini, Cario Levi y una veintena de nombres célebres. En México, Max Aub, Carlos Fuentes y los miembros del Movimiento Español 1959 organizaron mítines y recogidas de firmas. Gracias a mis amigos de Caracas y de la revista Marcha obtuve igualmente manifiestos de condena de numerosos escritores de Venezuela y el Cono Sur.

Teniendo en cuenta la prevención y suspicacia de los medios informativos «burgueses» a cuanto de cerca o de lejos oliera a comunismo, traté de desvincular la presentación del caso de Luis y sus amigos de su participación en el congreso de Praga. Jacques Grignon Dumoulin, periodista de Le Monde especializado en temas de España, redactó un artículo en el que, conforme a mis sugestiones e instancias, exponía e interpretaba las detenciones como una advertencia de las autoridades a los intelectuales juzgados «tibios u hostiles al Régimen»; una medida tan extemporánea, agregaba, inducía a creer que, pese a su evolución en el campo diplomático, el gobierno franquista no había «perdido, en el interior, ni un ápice de su intolerancia». Otros comentarios de la misma línea aparecieron en L’Express y France-Observateur dando nuevo empuje a la recogida de firmas y manifestaciones de solidaridad.

Las noticias que tenía de Luis por conducto de José Agustín no eran alentadoras. Transferido de Jefatura a la cárcel Modelo de Barcelona, había sido enviado al cabo de unas semanas a Carabanchel, lo que dificultaba la regularidad de las visitas. En casa, la atmósfera era opresiva y mi padre daba a quien quería oírle una versión sui generis de los hechos, insistiendo en nuestro historial familiar de derechas y estricta educación religiosa: blanco de los reproches envenenados de alguna de mis tías, se defendía como podía y protestaba de nuestra inocencia. Un día me llamó a París, alarmado: había recibido la visita de un inspector de policía la mar de educado, todo un caballero, que le dio nuevas reconfortantes de Luis; el asunto no era grave y podía resolverse, le dijo, pero desde fuera yo estaba politizando las cosas con firmas y artículos y ello no hacía más que perjudicarle y agravar sus problemas. Con voz temblorosa me pidió que impidiera hablar de él a la prensa francesa mientras desplegaba los argumentos de defensa que, como descubriría mucho más tarde, utilizó en un memorial dirigido a las autoridades. Aunque entonces carecía de mi actual experiencia de las dictaduras, atrapadas siempre en el dilema de acallar la disidencia con métodos coercitivos y mantener de puertas afuera una fachada de respetabilidad, mi intuición de que el silencio era el mejor cómplice de los sistemas opresores y únicamente la denuncia reiterada de sus abusos podía dar fin a éstos salió reconfortada del lance. Si la policía había despachado a uno de sus funcionarios a casa para que mi padre ejerciera presión sobre mí y me quedara quieto, ello indicaba que mi actividad perturbaba y, por consiguiente, había que proseguirla. Esta demostración a contrariis de los efectos de la movilización exterior por la libertad de Luis se vio reforzada aun cuando, rompiendo el silencio de la prensa en torno al asunto, el diario Pueblo, órgano de los llamados Sindicatos Verticales dirigido por Emilio Romero, manifestó su malhumor en dos editoriales titulados «La moda francesa de la joven literatura española» (29-2-1960) y «Tergiversación» (15-3-1960).

El anónimo autor de los mismos se sorprendía de la extraña devoción de la prensa francesa por el autor novel de Las afueras y denunciaba la boga de la literatura española traducida no en función de su valor sino «como testimonio de la oposición a la España de hoy»; luego, aludiendo a mí de manera obvia, escribía: «hasta hay una aduana que expide certificados de ello, a la que es muy difícil escapar; y el escritor aduanero se apellida igual que el último joven escritor glorificado». Dos semanas más tarde, en respuesta a una breve nota de L’Express inspirada por mí, pero de cuya ilustración sensacionalista no era responsable, el editorialista volvía a las andadas justificando el interés del periódico por nuestro apellido en la misma medida, decía, en la que éste gozaba «de un trato de favor en cierta prensa extranjera, que no se deriva tanto de sus actividades literarias, por las que los autores «suenan» en las librerías, como de ciertas actividades políticas en las que se anda más cerca de “sonar’ en las comisarías». El 24 de marzo, repliqué en el semanario francés[7] a las acusaciones del diario de Emilio Romero, con una defensa del realismo de nuestra novela que, vista con la perspectiva de hoy, no me parece totalmente desencaminada. Pocos días después, amparándonos en el derecho de respuesta reconocido en la ley de Prensa promulgada por el propio Régimen, José Agustín y yo enviamos dos apostillas al director de Pueblo mientras una cuarentena de colegas de Madrid y Barcelona protestaban en una carta abierta, que sólo sería difundida fuera, contra el estilo de denuncia política empleado en los ataques del diario, expresaban su solidaridad humana y profesional conmigo, exigían la publicación de mi réplica y calificaban mi gestión literaria en Gallimard de «notablemente beneficiosa para la difusión de nuestra literatura en el extranjero». Tras varias semanas de silencio, el portavoz de los Sindicatos Verticales consagró una doble página al asunto compuesta de nuestras cartas de rectificación y de una nueva y extensa arremetida a mis posturas políticas y actividades culturales («La joven ola y otras cosas», 22-4-1960): el estilo, clichés y ataques personales del editorialista —ignoro si se trataba o no del propio director— anticipaban ya los empleados en dosis masivas un año más tarde por la prensa, radio y televisión. Cuatro días después de la publicación de esta controversia insólita, aireada por Romero en un folleto traducido al francés para enmendar la plana a L’Express a costa de los fondos sindicales, viajé con Monique a España, en donde debía celebrarse en circunstancias un tanto kafkianas, la segunda reunión literaria de Formentor.

Contrariamente a lo que pudiera creerse a primera vista teniendo en cuenta la acrimonia verbal de los ataques que sufría, mi presunto historial de resistente perseguido por el franquismo no puede prevalerse de ningún padecimiento ni detención. Si prescindimos de un interrogatorio por la guardia civil de Albacete durante los encierros de Elche de cree vivir un sueño. Alrededor de él todo contribuye a desarraigarle del tiempo en que vive y acaba por sentirse como un habitante de otro planeta, caído en su país por equivocación. Este desarraigo provoca un vacío que es preciso colmar, que cada cual colma a su manera. Para los escritores españoles, la realidad es nuestra única evasión». La Sierra, mi único paso por comisarías, en agosto de 1958, fue apolítico, casual y poco glorioso: atrapado con Jaime Gil de Biedma y un amigo suyo en una redada preventiva del Barrio Chino, pasamos la noche en vela en un cuartucho mal alumbrado, con un puñado de individuos —borrachos, macarras, chorizos y hasta un joven rubio y apuesto, acusado del extravagante delito de «acompañar a francesas»— en espera de que nos trasladaran en furgón a la Jefatura de la Vía Layetana, para ser fichados de forma indeleble como gamberros y puestos en libertad unas horas más tarde —sin que a todas luces nadie se percatara de quiénes éramos y tratara de explotar el incidente—, gracias a una eficaz intervención del padre de Jaime. ¡Lance escasamente modélico y que, de aspirar a la hagiografía oficial o autorretrato donoso, debería recatar prudentemente en lugar de sacarlo a relucir con inoportuna torpeza en un momento del relato en que mi conducta pública se presta o pudiera prestarse, con aparente descuido y como quien no quiere la cosa, al encomio y ejemplaridad!

No obstante, cuando el domingo 26 de abril aterrizamos en el aeropuerto de Barcelona y entregamos los pasaportes a la policía, el agente encargado de controlarlos retuvo el mío y desapareció con él en un despacho, probablemente para consultar el caso con sus superiores. Monique, situada justo detrás en la fila de espera, había asomado audazmente la cabeza por la puerta entreabierta y sonrió al inspector que, con mi pasaporte en la mano, telefoneaba a Jefatura. ¿Ocurre algo?, preguntó con inocencia fingida. Pero no ocurría nada y el documento me fue devuelto sin explicaciones ni excusas. Mientras, comentando el incidente, aguardábamos la correspondencia con Palma en la sala de tránsito, el funcionario espiado por Monique se acercó a nosotros y, con aire de disculparse de haber sido pillado in fraganti, dijo que seguía con mucha atención mi obra y me deseaba la bienvenida: tras pedir cortésmente el permiso de sentarse a nuestra mesa, encargó unas copas al camarero, se interesó por la situación de Luis y la polémica con Pueblo, departió de novela y literatura conmigo hasta que los altavoces nos convocaron a la puerta de salida del avión y nos reunimos excitados y alegres con los demás escritores y editores que se embarcaban con nosotros para Formentor.

Durante las discusiones literarias y sesiones de trabajo consagradas al futuro Prix International, hicimos circular una petición relativa a Luis, que fue firmada por todos los asistentes. La presencia de escritores y personalidades de renombre me confería temporalmente una inmunidad de la que podía aprovecharme, y me aprovechaba, sin rebozo. Con un instinto y cálculo político de los que ahora me asombro —la madurez o simplemente el cansancio me volverían después más mostrenco o zafio— adecuaba mi táctica al margen de maniobra de las circunstancias, sin incurrir en acciones temerarias ni golpes en falso. Careciendo, como carezco, de cristiana propensión al sacrificio, me rodeaba de pretiles y muros de defensa. La mejor manera de evitar la suerte corrida por Luis consistía en plantear al adversario el dilema de recurrir al empleo de medidas drásticas pero perjudiciales a su imagen o tolerar alfilerazos sin perder la compostura, de modo que entre las dos opciones la balanza se inclinara lógicamente hacia la segunda. Aunque no abrigo la menor duda de que los partidarios de la línea dura dentro del Régimen desearan darme un buen escarmiento, no les concedí la oportunidad de hacerlo y las consideraciones negativas que habría acarreado el hecho pesaron siempre más en el platillo que las ventajas de tal decisión.

A mi llegada a Barcelona, pasado el coloquio, después de una noche en nuestra antigua querencia del Cosmos con nostálgicas correrías rambleras, me asomé como un conturbado y culpable hijo pródigo a la torre de Pablo Alcover: la ausencia forzada de Luis había precipitado a simple vista la decadencia de personas y cosas y el cuadro familiar de los tres viejos me llenó a un tiempo de angustia y consternación. Papá hablaba obsesivamente de una supuesta trampa de los comunistas a Luis, el abuelo callaba, Eulalia acariciaba inescrutable el abrigo de ante y los regalos que le trajimos de París. Antes de ir a Mallorca, habíamos convenido con Monique en que, cuando ella se reincorporase a su trabajo en Gallimard, yo permanecería aún unas semanas en España a fin de ver a Luis en la cárcel, cumplir las diligencias que habíamos planeado respecto a él y viajar por Andalucía con Simone de Beauvoir. El ocho de mayo, la fui a despedir al aeropuerto y, tras un duermevela agobiador en casa, sumido en las peores pesadillas nocturnas, como refiero en una carta posterior, me trasladé a Madrid, en donde me había citado con Florence Malraux tres días más tarde. Recuerdo mi visita a Carabanchel: la cola de los familiares de los presos, en la que coincidí con la mujer de Celaya con un paquete de comida para uno de sus hermanos y la madre de Luis y Javier Solana; la entrevista con mi hermano entre dos hileras de rejas; su aspecto sereno pero desmejorado a causa de la huelga de hambre en la que había participado; mi sensación de impotencia y vacío cuando sonó el timbre y nos vimos obligados a interrumpir la conversación.

El 13 de mayo fui a recoger a Florence en Barajas y pasé a hospedarme con ella en una anticuada pero cómoda suite del hotel Victoria, cuyos balcones daban a la plaza del Ángel. La hija del escritor y entonces ministro de Cultura del general De Gaulle, había conocido a Luis en Formentor un año antes y, con una generosidad y afecto a Monique y nosotros que nunca olvidaré, aceptó mi idea de viajar a Madrid para pedir una intervención de la embajada de su país en favor de mi hermano. La estancia de Florence fue ajetreada y rápida: mis reminiscencias de ella se reducen a una abigarrada sucesión de instantáneas y apuntes. Durante veinticuatro horas corrimos bajo la lluvia del Prado al palacete de la calle de Serrano en donde fue recibida por el embajador poco antes de una cena apagada y triste con un grupo de amigos. El diplomático le había prometido realizar una discreta gestión en el ministerio de Asuntos Exteriores y sus palabras nos inspiraban un cauto, pero lenitivo optimismo. El mismo día de su marcha se cruzó brevemente con Simone de Beauvoir y Nelson Algren y la acompañé a Barajas en un estado de emoción y gratitud difíciles de expresar.

Nuestra partida de Madrid no debía realizarse sino dos días más tarde, de modo que los recién llegados pudieran visitar rápidamente algunos monumentos y lugares de la ciudad. Olvidando el horror de Sartre y el Castor a los crustáceos, llevé a almorzar a la segunda y su compañero al Hogar Gallego, en donde la visión de los caparazones rosados y articulaciones retráctiles de langostas, cabrajos y gambas la indujo a buscar un rincón aislado, distante de los acuarios y cestas en los que el dueño del local exhibía orgullosamente sus manjares y exquisiteces. No sé si aquella noche o la siguiente, organicé también una pequeña cena en su honor con mis colegas del Partido. Como todo el mundo quería conocerla y el número de candidatos a aquélla aumentaba de manera alarmante, mis compañeros adoptaron la resolución heroica pero desatinada de concurrir a la reunión sin sus esposas, a fin de no agobiarla con el asedio e inconvenientes de un banquete formal. ¡Error craso e imperdonable!: apenas instalados en el reservado de un restaurante contiguo a la plaza Mayor, uno de los comensales mencionó el enorme interés de su mujer por Le deuxiéme sexe. ¡Cómo! Era casado y ¿no había traído a su compañera? El Castor volvió los ojos hacia mí y me preguntó si los demás tenían pareja. Le dije que sí, fuera de una o dos excepciones. Mais voyons, exclamó ella, vous dites que vous étes des antifascistes et vous laissez quand méme vos femmes au foyer comme s’il s’agissait de bonnes. C’est vraiment incroyable! Ni las excusas y aclaraciones embarazadas de los presentes ni sus posteriores exposiciones y análisis instructivos de la situación reinante en España lograron disipar del todo el mal efecto de su bienintencionada conducta machista. Con esa sequedad profesional, nítida y cartesiana que la caracterizaba, la escritora me dijo después que si bien mis amigos la habían impresionado favorablemente en términos políticos, su inmadurez respecto a la condición de la mujer y problemas de la pareja confirmaban sus temores de que la lucha contra los resabios de la sociedad patriarcal sería entre nosotros especialmente penosa y ardua.

No corresponde a mis propósitos referir las ocurrencias, etapas y pormenores de un viaje que nos llevó a los tres y a Vicente Aranda a Granada, Almería, Almuñécar y Málaga por espacio de ocho o diez días. Simone de Beauvoir los describe a vuela pluma en el último volumen de sus memorias y, con mayor humor y facultades fabuladoras —a veces en el límite de lo caprichoso y absurdo—, Nelson Algren trazó una serie de cuadros o estampas del trayecto que fueron publicados meses después en una revista norteamericana. Sin ánimo de sacar conclusión alguna, me ajustaré a una sencilla observación: la pasión minuciosamente descrita en Los mandarines parecía ser agua pasada y aun escoltando a Algren por una especie de fidelidad amistosa, el Castor vivía mentalmente con el autor de El ser y la nada, al que no dejaba de referirse si algo que oía y veía le interesaba con su inevitable comentario de Ah, il faut que je racconte fa a Sartre!

Después de despedirnos en Málaga —y mientras ellos seguían rumbo a Sevilla—, regresé con Aranda a Madrid. Los padres de mi concuñado Luis Carandell me habían brindado alojamiento en su piso de la calle Libertad y allí me sorprendió, el sábado 28 de mayo, cuando me disponía a ver a Luis en Carabanchel, la buena noticia de su liberación. No recuerdo con exactitud si mi primo el notario Juan Berchmans Vallet fue a recogerle a la puerta de la cárcel o nos reunimos posteriormente con él mi hermano y yo, para agradecerle su constante y preciosa ayuda. Pero no se han borrado de mi memoria la larga conversación recíprocamente informativa en nuestra habitación de la familia Carandell ni la visita de parabienes de la señora Solana, cuyo hijo seguía preso. Para no mostrar a las claras que habían cedido a la campaña de protesta centralizada en torno a la figura de Luis, las autoridades excarcelaron junto a él a los asistentes al congreso de Praga menos comprometidos, entre ellos a Isidoro Balaguer, mientras otros detenidos con el mismo cargo pasaron meses y aun años encerrados, en una convincente ilustración de la regla conforme a la cual el silencio ha sido, es y será el mayor cómplice de los abusos y atropellos de las dictaduras. De las historias y anécdotas que nos fueron transmitidas aquellos días por nuestros amigos madrileños, retendré sólo una: la de ese novelista que, arrellanado en su butaca del café Gijón, después de leer en voz alta algún recuadro o artículo de fondo tocante a mi hermano, con su voz recia, cavernosa de antiguo burócrata o jubilado oficial, estigmatizaba las conductas antipatrióticas en «aquellas horas transidas de inquietudes polémicas» y, contagiado de la virulencia afirmativa del editorialista, la avalaba con la fuerza de su carrasposa autoridad:

—Me consta que sus actividades rozaban el delito común.

Tras acompañar a Luis a Barcelona, a su reencuentro alborozador con la familia y María Antonia, regresé el ocho de junio a París.

La euforia provocada por nuestro modesto triunfo había fortalecido mi decisión de proseguir la lucha y aumentado la confianza en las posibilidades de un cambio cercano y radical de la sociedad hispana, por esa vía de «ruptura democrática, antifeudal y anticapitalista» que propugnaba el Partido. Quince días después de mi vuelta a París, estábamos de nuevo en España Monique y yo, con Carole, Florence Malraux, el cineasta Claude Sautet y otros amigos: instalados en el caserón familiar de Torrentbó, recibíamos las visitas de Luis y María Antonia, Ricardo Bofill, Castellet, Barral, Gil de Biedma y otros intelectuales y escritores que pronto integrarían la denominada gauche divine; a menudo, nos encontrábamos con ellos en Barcelona y, luego de cenar en el Amaya o en la Barceloneta, medineábamos por Escudillers v Barrio Chino, visitábamos el Cádiz y La Venta, buscando quizá en la pobreza y sordidez del encuadre la confirmación de mis perspectivas catastrofistas. Ignorando la enfermedad pulmonar contraída en la cárcel, Luis parecía poseído de un violento afán de vivir y resarcirse del tiempo perdido; mi crisis larvada con Monique y la tensión de aquellos últimos meses habían acentuado igualmente mis tendencias al trago y aficiones noctivagas. Esa inclinación a la bebida que en un período u otro de nuestra vida padeceríamos los tres hermanos chocaba de frente con el antialcoholismo visceral que desde niños nos había inculcado mi padre. En lo que a mí concierne, traducía un sentimiento de exasperación paulatina ante mis propias contradicciones y la incapacidad personal de dinamizarlas o resolverlas. La dicotomía existente entre vida burguesa e ideas comunistas, afectividad e impulsos sexuales —cuyos bruscos, devastadores ramalazos sufría de vez en cuando durante mis correrías nocturnas— sólo podría superarse, pensaba, en la vorágine de una escalada revolucionaria en la que aquélla perdiera su razón de ser. Aguardando el terremoto y la emergencia de una nueva moral entre sus ruinas y escombros, soportaba con creciente dificultad la obtusa ceguera de lo real a los signos agoreros del cataclismo. Mis cartas a Monique de estos años —tanto de España como de Cuba— reflejan una incontenible impaciencia respecto a un proceso que —a raíz de lo ocurrido en la isla a la caída de Batista— me parecía ilusoriamente a la vuelta de la esquina. La lenta, pero profunda transformación de la sociedad española que se inició aquellos años me pillaría, como a muchos, totalmente desprevenido. Recuerdo mi última visita a Almería en septiembre de 1960 con Aranda y Sautet y nuestro encuentro casual con un grupo de cineastas y actores franceses, deslumbrados por la belleza del paisaje y sus posibilidades futuras: los recién llegados hablaban de complejos hoteleros, estudios de rodaje, instalaciones dignas de una nueva Cinecittá o miniHollywood. El cambio por el que habías apostado ¿era ése?; ¿podían disociarse el bienestar y progreso de la conquista de la libertad y la justicia? Con una angustiosa aprensión y desgarro íntimo dejarías aquella tierra aún pobre y ya codiciada, exhausta y apetecida, rica de dones y no obstante huérfana para no volver a ella sino dieciséis años más tarde, convertido en un ser distinto: anónimo como cualquier forastero, recorriendo con sigilo los parajes evocados en sueños, ansioso de tropezar con rostros familiares o amigos y escuchando tan sólo, como en la fábula, el ladrido acusador de los perros.

El descubrimiento de la enfermedad de Luis y su retiro simbólico a Viladrau, las trabas y agitación de los últimos viajes a España habían dado al traste con tus proyectos de pasar las Navidades en casa. Como dos meses después ibas a Italia con ocasión del lanzamiento de uno de tus libros, decidiste aplazar el viaje unas semanas y volar a Barcelona desde allá. El once de febrero de 1961 estabas en Roma y, tras unos días de promoción editorial y encuentros con escritores amigos, te trasladaste a Milán, en donde Feltrinelli organizaba una velada cultural en el Teatrino del Corso. Su asesor literario Valerio Riva había aprobado tu sugerencia de ilustrar el tema expuesto en La resaca —cuya trama ambientabas en los barrios de barracas barceloneses habitados por gitanos y andaluces— con un documental sobre la emigración filmado sin permiso con una cámara de dieciséis mms, por dos conocidos tuyos que cursaban estudios con Ricardo Bofill en la escuela de arquitectura de Ginebra. Siguiendo tus indicaciones, sus autores, Paolo Brunatto y Jacinto Esteva Grewe, habían recorrido numerosos pueblos y comarcas de Murcia, Almería y Granada, fotografiado zonas rurales medio despobladas y entrevistado a continuación en Suiza a algunos inmigrantes oriundos de ellas; otras secuencias mostraban las chabolas y cuevas que entonces componían en buena parte el cinturón industrial de tu ciudad. El filme, Notes sur l’émigration, pecaba sin duda de amateurismo e incurría en simplificaciones histórico-sociales pero Riva estimó como tú que contenía escenas e imágenes de interés y merecía ser divulgado. Para completar la velada, la editorial había programado un recital de canciones españolas de contenido más o menos político, populares en Italia, en los medios antifascistas, desde la época de la guerra civil.

El dieciocho de febrero, después de una breve introducción de Riva y unas palabras tuyas sobre la novela, se proyectó el filme en la pequeña sala atestada de público. Pero, apenas había comenzado aquél cuando escuchasteis dos explosiones sordas y la sala, bruscamente, se llenó de humo. Hubo momentos de pánico, los asistentes corrieron hacia la salida y alguien se puso a gritar: «Un herido, hay un herido». Al punto —todo sucedió con una rapidez extraordinaria—, dos enfermeros milagrosamente surgidos nadie sabía de dónde con su equipo de socorro y camilla transportaron a la presunta víctima afuera, cubierta con una manta. Aunque la escena era absurda, ninguno de los presentes tuvo la idea de detenerles ni seguir sus pasos hasta la ambulancia. Mientras os reponíais de la sorpresa y los espectadores regresaban poco a poco a las butacas convencidos de que se trataba de una provocación fascista, Brunatto y Esteva Grewe salieron acalorados de la cabina de proyección: aprovechando la confusión, alguien había sustraído los rollos de la película y había puesto tierra por medio. El estallido de los petardos e irrupción de los camilleros resultaron entonces perfectamente claros: los ejecutores materiales del latrocinio acababan de cumplir su misión con la eficiencia y maestría de unos profesionales. El día siguiente, la prensa italiana daba cuenta de lo ocurrido con grandes titulares e imputaba la fechoría a los grupos fascistas milaneses, estrechamente vinculados a sus correligionarios de España: una investigación policial de los mismos conduciría el tres de marzo a la detención de cuatro individuos, un ex camisa negra y tres paracaidistas conocidos por su militancia en los círculos de extrema derecha de la ciudad, sospechosos de robo y perturbación de acto público. Pero la identidad real de los inductores —sugerida no obstante por el hecho de que la copia sustraída del filme se exhibiera poco después en España— no lograrías establecerla sino años más tarde. Cuidadosas de evitar un roce diplomático, las autoridades locales se apresuraron a enterrar el asunto: el interrogatorio de los aprehendidos no dio resultado alguno y, poco después, fueron puestos en libertad.

El episodio y, sobre todo, las reacciones de la prensa italiana al mismo, te habían hecho temer de inmediato su posible repercusión en España. Tus inquietudes, expresadas por teléfono a Monique y a un par de amigos barceloneses al producirse los hechos, no tardaron en verse confirmadas. El 22 de febrero, la totalidad de los medios informativos de la Península publicaban un despacho de la agencia Efe referente al suceso que lo ligaba insidiosamente a un atentado terrorista de la FAI contra el consulado español en Ginebra y la celebración de un «acto de propaganda antiespañola» presidido por Waldo Frank y Álvarez del Vayo en el teatro Barbizon Plaza de Nueva York. Mientras algunos periódicos exponían esa triple agresión de forma más o menos discreta, Arriba, órgano oficial del Movimiento, anunciaba en primera plana: «CNT-FAI, Álvarez del Vayo, Waldo Frank, Goytisolo: nueva fórmula del cóctel Molotov contra España» y el titular de Pueblo rezaba en tres columnas: «J. G. intenta proyectar un documental falso e injurioso sobre España y un grupo de espectadores protesta y lanza bombas de humo». El texto de Efe subrayaba la índole comunista del «mitin» de Milán, te atribuía de modo indirecto la autoría del documental incriminatorio, pretendía que los petardos fueron lanzados por italianos patriotas, honestos y dignos. «La prensa comunista —concluía— se muestra indignada por el incidente y denuncia la desaparición de la película durante la refriega, llegando a afirmar que todo ello fue provocado por agentes del Consulado español». Por las mismas fechas, un artículo de fondo de El Español, obra probable de su director Juan Aparicio, salía al paso de su indigna labor «difamadora» en Europa y una inefable crónica del corresponsal en Roma del Diario de Barcelona, «La última pirueta de J. G.», te acusaba de haber intervenido públicamente, «con prudentes remilgos y calculada táctica, no para discutir políticamente al régimen de España sino para calumniar a [tu] propia Patria»; después de tildarte de «gánster de la cámara fotográfica o cinematográfica», su autor arremetía contra el «cóctel agrio de palabras, imágenes y canciones de marca soviética, que ofendían a España con el objeto de presentar el libro de un español que [vivía] ricamente en el extranjero coreado por los partidos comunistas».

Pero aquel insólito aluvión de improperios y denuncias impresos era sólo un comienzo. El 28 de febrero, José Agustín informó por teléfono de que la película robada en Milán había sido proyectada la víspera por Televisión Española, acompañada de una respuesta contundente de José Antonio Torreblanca en la que te calificaba de impostor, mercenario y otras lindezas. En realidad, según pudiste averiguar en seguida, se trataba de una versión truncada y amañada de aquélla, con una banda sonora y comentarios que a trechos divergían del original. Como la copia exhibida deformaba gravemente el contenido e intenciones del filme, enviaste cartas certificadas a Efe y a los responsables del organismo televisivo, invocando el derecho de rectificación que te asistía. Pero tus protestas, esta vez, permanecieron inéditas. La divulgación por TVE de la película de Esteva Grewe y Brunatto iba a levantar la veda de una jauría estridente de cazadores en torno a una presa muda. La relectura actual de los recortes de prensa que conservas[8] y a partir de los cuales compusiste el soliloquio de las Voces en tu primera novela adulta, incita a la sonrisa; un cuarto de siglo atrás, te produjo una mezcla de anonadamiento, tristeza e incredulidad. A veces, la acumulación de términos denigrantes e imputaciones absurdas es tan exagerada que raya en lo grotesco y parece un remedo o caricatura («En esa serie de actos de agresión contra la Península Ibérica resalta la participación como «compañero de viaje de un joven gigoló llamado J. G., con residencia habitual en París»); otras, el estilo enfático y un tanto familiar a tu oreja del articulista, te trae a la memoria su deliberada inserción o parodia en el corpus de Señas de identidad («Con más años de residencia en Francia que en España, con más costumbres francesas que españolas, incluso en el amancebamiento (…) sirve lo que le piden. Fabricar estampas de suburbios es sumamente fácil. Unos extras, disfrazados de guardias pueden «apalear a un obrero». Desnudar a un chiquillo, embadurnarle de carbón y sentarlo sobre un montón de estiércol, está al alcance de cualquier desaprensivo. Pero quien hace eso revela tal catadura moral que mejor es no mencionarlo, aunque nos bastaran dos sustantivos y una preposición»). La palma de oro de tan desdichada justa se la lleva quizás el director de La Vanguardia, Manuel Aznar, con su editorial del 16-3-1961 «Feltrinelli o el festival de los agravios», un verdadero monumento de demagogia, hipocresía y grandilocuencia que, a falta de poder figurar en la eventual edición de una «Historia particular de la infamia», recibió también la merecida recompensa de su inclusión en tu libro. Pero la lista de ejemplos es larga y para no abusar de los lectores, la interrumpirás aquí.

Ese sordo rencor anidado en la entraña, «toda hiel sempiterna del español terrible», hermosamente evocado por Cernuda lo descubriste entonces. Las injurias vertidas aquellos días y sus consecuencias domésticas —visitas y cartas consternadas de tu padre a los directores de los medios informativos, empeñado quijotescamente en salvar el buen nombre de la familia— te dejarán en la boca un regusto amargo pero te conferirán de rechazo una suerte de inmunidad, transformándote en ese quitinoso ejemplar de escritor que eres hoy, insensible y coriáceo a la perdurable reiteración de denuestos, salivazos y pullas. Si va a decir verdad, la reacción a lo acaecido en Milán prefiguraba de modo simbólico tus relaciones con el fuero secular de la tribu: cuanto vendría luego —escándalo, mala leche, ostracismo— tendría para ti el aire cansino de un déja vu. Lo advertido decenios o siglos antes por otros francotiradores y díscolos, se verificaba puntualmente contigo: quienes en España atacan un día desde la derecha lo hacen más tarde desde la izquierda aguardando la ocasión de hacerlo otra vez desde la derecha —y los atacados son siempre los mismos—. Ello te mostraba tempranamente —y sería un descubrimiento de importancia capital— que sólo la persona u obra muertas son dignas entre vosotros de lauros y recompensas. Las que se mantienen vivas molestan y concitan esa forma indirecta de loa que adopta la cara falaz del insulto. Los ascos y aspavientos que suscitarás en lo futuro se limitarán a repetir, a veces literalmente, expresiones y giros acuñados lustros atrás sin hacerte mella; leyéndolos al revés, como aconseja melancólicamente el Poeta, formas superiores de elogio descifrará en ellos tu orgullo. El aprendizaje de los usos y leyes de la tribu no se completará sino años más tarde; pero la lección recibida entonces será una admonición o advertencia cuya impronta no se borrará jamás.

Mientras la prensa franquista se hacía lenguas de la probidad informativa de Televisión Española al ofrecer a la curiosidad de tus paisanos un documento cinematográfico «preparado para engañar a incautos» —pero guardándose muy bien de explicar cómo tu supuesto engendro había llegado a sus manos— las preguntas formuladas por los periódicos italianos quedaron sin respuesta. La intervención de las autoridades hispanas en el hecho no ofrecía duda; con todo, el enigma habría permanecido envuelto en la bruma si la jactanciosa indiscreción de uno de sus protagonistas no te hubiera suministrado tardía e involuntariamente la clave. En otoño de 1965, durante tu primera, fecunda e impregnadora estadía en Tánger, Eduardo Haro Tecglen —que había mudado su residencia a esta ciudad, al ser nombrado director del desaparecido diario España— te revelaría que en el curso de una cena a la que asistió el cónsul general en Tetuán, éste se había vanagloriado ante los demás comensales de su bizarra actuación en el asunto; conforme a su testimonio, los autores de la agresión al acto del Teatrino del Corso le habrían confiado la copia del filme y, de acuerdo a las instrucciones recibidas de Madrid, él se encargó de hacerla llegar a buen puerto por medio de la valija diplomática. Tan meritorio comportamiento le había valido una calurosa felicitación de sus superiores, y el ex vicecónsul español en Milán vibraba todavía de entusiasmo al rememorar las divertidas y emocionantes secuencias de su folletín yemsbondesco…

Aunque su triste papel en una trama policíaca cuyas salpicaduras contribuyeron a amargar los últimos años de tu padre justificaría sobradamente la exposición de su nombre y apellidos en la picota, el abrupto disparo con el que acabó sus días en Argentina te mueve a la piedad. Servidor fiel de un sistema del que fue instrumento y hechura, se erigió trágicamente a la postre en su propio e implacable juez. El sagrado terror que te inspira el suicidio te fuerza al respeto: concédele el silencio, y déjale en paz.

El objetivo de aquella campaña desaforada parecía claro: al transformar el acto cultural antifranquista de Milán en un mitin rojo y vincular mi intervención en él con actividades terroristas propiciadas por «el marxismo internacional», las autoridades pretendían amedrentarme e imponerme un exilio forzado. Mi status ambiguo de disidente, viajes testimoniales a la Península, simpatías filocomunistas y conexiones con la prensa francesa habían acabado por sulfurar a los jerarcas del Régimen, enfrentados a la disyuntiva de detenerme o seguir tolerando una conducta cuyo ejemplo podía cundir y propagarse a otros escritores y artistas. Abrumándome con un alud de injurias y amenazas veladas, intentaban cerrarme las puertas, hacer de mí un desterrado remoto e inofensivo. Convencido de ello, adopté una táctica similar a la de los aficionados al póquer: engañar al adversario con una falsa apariencia de fuerza, persuadiéndole de que al regresar para ser detenido le estaba tendiendo una trampa. Mientras, durante la detención de Luis el año anterior, había viajado a España arropado con la presencia de personalidades tutelares, resolví hacerlo esta vez a cuerpo, con el simulado descuido o inconsciencia de quien se mete alegremente en la leonera. En vista de que mis escritos de rectificación no obtenían respuesta, había recurrido como otras veces a los buenos y desinteresados oficios de mi primo el notario Juan Berchmans Vallet: con la flema y ecuanimidad que le caracterizan, éste me aconsejó el nombre de un abogado de su confianza, ajeno por completo a la política, y que asesorado con él, pusiera una querella por injurias al omnímodo Director General de Prensa. La empresa parecía absurda y mis posibilidades de llevar el asunto a los tribunales eran a todas luces escasas; con todo, al envidar de aquella manera desviaba la atención del enemigo de mi objetivo principal: volver impunemente a España. El 21 de abril, una semana antes del viaje de Monique a los Encuentros literarios de Formentor, tomé el avión para Madrid y fui acogido por mi primo en el aeropuerto de Barajas. Los trámites de entrada con la policía se desenvolvieron sin incidentes. La misma noche, Juan Berchmans Vallet había agenciado una cita con el abogado a fin de planear una estrategia certera antes de mi anunciada visita al Ministerio. Recuerdo muy bien nuestra llegada matinal a éste y el vasto mural del vestíbulo con las figuras de la anunciación a María por el Arcángel. Si, como señaló en su día Umberto Eco, la cantidad de información que transmite una unidad comunicativa depende de su probabilidad y, cuanto menor sea ésta, mayor será el contenido informativo de aquélla, el Ministerio de Información franquista no podía haber escogido a sabiendas un símbolo mejor: el rubio, rollizo y salutífero enviado del Señor transmitiendo a la ruborizada Virgen la improbable unidad comunicativa y, por tanto, sustanciosísima información acerca de los inesperados beneficios de la visita de una paloma que, por lo gorda, blanca y lustrosa mantiene en el piadoso contemplador del fresco una excusable confusión entre el Holy Ghost invocado por la opulenta Mahalia Jackson y el anuncio en colores de Avecrem, no se despintaría de mi memoria pese a la agitación del momento y afloraría a mi escritura en las páginas de Don Julián.

El Director General de Prensa, el filósofo y profesor don Adolfo Muñoz Alonso —que en aquellos benditos tiempos solía representar gloriosamente a España en todos los foros internacionales de ciencia y pensamiento: una contribución luminosa y profunda, cuyos perdurables efectos habrá que glosar algún día con calma— nos recibió con insólita rapidez. Era un hombre untuoso y de ademanes afables, seguro de detentar la Verdad y consciente de su importancia. Tenía sobre la mesa un voluminoso dossier de artículos de prensa extranjera consagrados, dijo, a mis actividades políticas. Estaba al corriente de todo, añadió: mi actitud de continua hostilidad al Régimen y los valores que encarnaba no podía ser más patente ni abierta. Actuando, como yo actuaba, fuera de la legalidad, no debía extrañarme de la violencia de las reacciones de condena suscitadas por mi lamentable conducta. Comprendía las preocupaciones políticas de los jóvenes, precisó; pero éstas debían expresarse dentro de los cauces trazados. Volviéndose a uno de sus secretarios —un hombre joven, con gafas, que entraba y salía de su despacho con aire atareado—, me presentó al escritor Jaime Capmany y me lo puso de ejemplo: también él tiene inquietudes y las manifiesta de forma responsable y constructiva en lugar de comerciar como usted con el buen nombre de España. Si el tono duro y mordaz de algunas respuestas y ataques de la prensa le duelen, concluyó, la culpa es de usted mismo: silenciar las ofensas a la Patria sería una falta de hombría y un premio a la inmoralidad. Mientras el abogado, mi primo Juan Berchmans y yo exponíamos nuestras pretensiones, nos escuchó en silencio. El tema era grave y complejo, repuso al fin, y exigía un lapso de reflexión. Tras un intercambio de observaciones sobre la legalidad o ilegalidad de mis actos, nos citó en su despacho el día siguiente.

A la hora fijada, acudimos de nuevo al Ministerio y el profesor Muñoz Alonso me acogió con una sonrisa: «Esta noche, me dijo, he rezado mucho por usted». Confieso que aquella confidencia, inesperada como el requiebro de alguna criatura celeste, me hizo ruborizar como a una doncella. Incapaz de articular una respuesta, miré fijamente no sé si la pared, la alfombra o el techo. La argucia angelical del filósofo me había elevado de golpe a un limbo confuso de irrealidad en el que levitaría muellemente a lo largo de la laboriosa entrevista. El texto de mi carta, compuesto con ayuda de mi primo y el abogado, no desmentía mi hostilidad al franquismo, como pretendía el ilustre pensador después de aconsejarse con la almohada; se limitaba a restaurar la simple verdad de los hechos. Tras un tira y afloja en el que, encaramado en mi abrupto nirvana, no alcancé a participar atinadamente, el Director General de Prensa dio su visto bueno a una breve nota aclaratoria de que mi intervención «en el acto cultural celebrado en Milán» fue puramente literaria y no había adoptado en el curso del mismo ninguna «actitud insultante, grosera ni despectiva para el Régimen español». Dicha apostilla sería publicada en Arriba y La Vanguardia y, en contrapartida, yo retiraría mi querella por injurias al Ministerio de Información. Nos despedimos amablemente y, conforme a lo convenido, mi carta apareció de inmediato en los dos periódicos. En cuanto al profesor Muñoz Alonso, absorto en sus múltiples quehaceres oficiales y alquitaradas reflexiones agustinianas, ignoró si dispuso de tiempo para pensar en mí y evocarme en sus preces como bondadosamente me prometió al despedirse. Convertido en antorcha viva del pensamiento hispano falleció quince años después, de tristeza o cansancio, al producirse el ocaso y exit definitivo de su Bienhechor.

Aunque convertido en aquel personaje de Chamisso desprovisto de sombra —ciudadano en vilo, condenado al silencio, puesto en cuarentena moral, objeto de una vigilancia discreta pero eficaz por parte de las autoridades—, proseguí mis correrías por España. El temor a un salto al vacío —la ruptura del cordón umbilical que me unía a la tribu—, unos sentimientos de solidaridad y patriotismo que pronto me serían profundamente ajenos —¿cómo iba a ser solidario de los demás si, como descubría poco a poco, apenas llegaba a serlo de mí mismo, del personaje oficial que encarnaba?— me empujarían a prolongar durante un tiempo una presencia testimonial de apestado o fantasma. En mayo de 1961, participaré en las reuniones literarias de Formentor sin que mi nombre figure en ellas, mientras Jaime Salinas, entonces secretario del jurado internacional que otorgó el premio a Beckett y Borges, recibirá la visita de dos inspectores vivamente interesados por los dichos y hechos de Feltrinelli y mi modesta persona; por penúltima vez hasta la muerte de Franco, pasaremos Monique y yo en julio unas vacaciones en Torrentbó, rodeados de Florence Malraux y nuestros amigos barceloneses; entre el 7 y el 28 de septiembre, viajaré con Aranda y Ricardo Bofill a Albacete, cautivo del sombrío esplendor de la sierra de Yeste y la fascinadora brutalidad de los festejos taurinos de su comarca; en abril de 1962, al retorno de mi exaltadora estancia en Cuba, asistiré como invitado de piedra al postrer Encuentro internacional celebrado en Formentor —denunciado ya por cierta prensa como un «nido de comunistas»— y al Congreso de Editores de Barcelona —en el curso del cual, con una impavidez e ironía ejemplares, un pequeño editor portugués denunciará los estragos de la censura en nuestra desdichada Península: allí me enteraré, a través de la prensa y radio extranjeras, de la lenta pero incontenible propagación de la huelga de los mineros de Asturias a las regiones vecinas y sus primeros brotes contagiosos en el cinturón industrial de la ciudad.

Aunque volví a París el 12 de mayo, diez días después estaba de nuevo en España. La amplitud del movimiento de paro y el desafío que planteaba al Régimen reavivaron bruscamente mis ilusiones de que la lucha final se acercaba. Enviado por France-Observateur a reseñar los acontecimientos recorrí las zonas obreras madrileñas y barcelonesas pero sin poder llegar a Asturias, como inicialmente pretendía, a causa de la proclamación del estado de excepción en la provincia por el ministro del Interior Camilo Alonso Vega. Mis contactos con los responsables políticos de la huelga fueron escasos: los tiempos incitaban a la prudencia y la mayoría de ellos dormía fuera de casa. Recuerdo que, con todo, López Salinas me llevó a una terraza de la Castellana en donde nos esperaba Federico Sánchez, perfectamente adaptado a su papel de burgués desenfadado y ocioso: su increíble, temerario aplomo en unos momentos en que era el hombre más buscado por todas las policías de España me impresionó en la medida en que se ajustaba cabalmente a su leyenda de inasible y burlón Pimpinela Escarlata. Mi reportaje A travers l’Espagne en greve, publicado el 31-5-1962 con la advertencia de que «su autor debía conservar el anonimato por hallarse todavía en España», evoca con bastante fidelidad el clima político de aquellos días. Algunos párrafos del mismo —la visita al cementerio de los mártires franquistas de Paracuellos del Jarama— los reproduje textualmente en Señas de identidad. Otros, leídos con la perspectiva del tiempo, reflejan la ambigüedad y contradicciones existentes entre la escueta visión de los hechos y su lectura correctiva, «ideologizada»:

Si bien es cierto que la huelga comenzó de manera espontánea y por razones estrictamente profesionales, el desarrollo del movimiento reveló en seguida la existencia de una coordinación y encuadre políticos […] Si, como lo acredita el fracaso de la Jornada de Reconciliación Nacional del 5 de mayo de 1958 y de la Huelga Nacional Pacífica del 18 de junio de 1959, el Partido Comunista carece de la fuerza necesaria para desencadenar una huelga en frío, ha demostrado ahora que ejerce una influencia suficiente para canalizar la protesta de las masas gracias a la disciplina y experiencia adquiridas en veinte años de acción clandestina […] Enfrentado al orden y serenidad de los huelguistas, el gobierno recurre ya a medidas de fuerza, ya de apaciguamiento, con una indecisión que revela la crisis profunda de sus instituciones y estructuras […] De cara al extranjero, se esfuerza en sacar partido de ello presentando el actual movimiento como la prueba de esa «democratización» necesaria para la entrada de la España franquista en el Mercado Común. No es aventurado prever que la diplomacia hispana desenvolverá el tema en los próximos meses. El proyecto de legalizar las huelgas puramente profesionales constituye ya un primer paso por dicha vía […] Un tren acaba de ponerse en marcha y Ridruejo aconseja a la burguesía que se suba a él antes de que sea demasiado tarde[9]. Los partidarios de un régimen liberal corren el riesgo de verse desbordados si no asumen desde ahora la responsabilidad que les incumbe.

Pero, tras esta mesurada exposición de la que hoy no me desdigo, agregaba unas conclusiones que sólo traducían mi impaciencia y hostilidad visceral de entonces a la larga y penosa, aunque previsible, salida europeísta:

Abandonado poco a poco por sus partidarios, el Poder parece más aislado que nunca. En cualquier caso —como lo confirma la actitud de los jóvenes— sus días están contados […] El Régimen ha entrado en una fase de descomposición y, tras veintitrés años de somnolencia, el país se halla en vísperas de cambios importantísimos.

No obstante, después de unas significativas concesiones patronales, cuyos efectos y perspectivas no se manifestarían claramente sino años más tarde, la agitación social se extinguió. Decepcionado, a la vuelta de unas vacaciones en Capri, con Monique y su hija —en donde coincidimos con Semprún y su esposa, huéspedes del entonces director de L’Unitá Mario Alicatta— regresé a España el once de septiembre a completar mi encuesta sobre los sucesos de Yeste de mayo del 36 y asistir a la expiatoria y feroz ceremonia de los encierros. Acompañado de Ricardo Bofill y Vicente Aranda, visité la presa y orillas del pantano causante de la tragedia, rastreé las pedanías y caminos forestales en donde acaeció la matanza de campesinos, corrí y trepé por las talanqueras, plazas y callejones en los que veinte años más tarde me arrastraría uno de los bichos, departí largamente con un vecino de lo ocurrido en el lugar antes y después de la guerra, me entretuve hasta una hora avanzada en los quioscos y puestos de la feria para topar al fin de súbito con una pareja de guardias civiles apostados en un callejón contiguo a la fonda, al acecho de nuestra llegada.

El interrogatorio nocturno —¿Qué habíamos venido a hacer allí? ¿A qué se debía mi interés en charlar con sujeto de malos antecedentes y notoriamente desafecto al Régimen? ¿Quién, y en qué circunstancias, me lo había presentado?— se realizó en un portal, casi a oscuras, como si pretendieran intimidarnos. Aunque la cosa no pasó de ahí y, luego de mostrarles nuestra documentación, recibimos la autorización de retirarnos, el incidente trascendió: la intrusión de unos «señoritos rojos» venidos de Barcelona era observada en el pueblo con recelo y hostilidad. Según descubrí recientemente al retornar a las fiestas de Elche de la Sierra, mi conversación casual con un socialista represaliado fue espiada por dos representantes de las fuerzas vivas —un veterinario y un farmacéutico fallecidos luego—, los cuales no sólo habían divulgado el hecho en el café sino que habían extremado su patriótica exquisitez al punto de denunciarme en el cuartelillo, únicamente un huésped de la fonda —un individuo de mediana edad, demacrado, calvo, de rasgos castellanos y ascéticos— se atrevió a dirigirnos una sonrisa y entablar una conversación amistosa conmigo sobre lo que era ya la comidilla del lugar. Después de sondear cautamente mis ideas, recuerdo que apuntó con un gesto al automóvil rojo de Bofill y preguntó si mi amigo procedía de una familia adinerada. Bueno, dije yo, es de la burguesía. ¿De la nacional o de la monopolista? De la nacional, de la nacional, le tranquilicé. Con esa clave identificatoria, nítida como la presentación de un carné, adiviné sin dificultad alguna que el lugar en el que convivió, según me dijo, con un pintor muy majo de París era la cárcel y el nombre del artista Pepe Ortega. ¿Cómo lo sabe usted?, exclamó admirado. Su forma de hablar es una tarjeta de visita, le repuse. El militante —una de esas personas con cara de llamarse Ramiro, Prudencio o Casto—, tenía un puesto de juguetes en el real de la feria y allí fuimos a despedirle a nuestra salida del pueblo cuando, a través del burdo altavoz, pregonaba los méritos de una preciosa muñeca articulada, encaramado en su modesta caseta.

Aquel lance —al frustrar mi tentativa de proseguir la encuesta in situ— dio la puntilla definitiva a mis vagabundeos por las tierras del sureste de la Península en las que había descubierto tardíamente un sentido de afinidad o pertenencia y de cuya opresión y miseria quise atestiguar. En adelante, cuando vuelva fugazmente a España, lo haré ya forzado y a contrapelo, con una paulatina desafección a un país en vías de progreso pero moral y políticamente estancado, rollizo y saludable pero obstinadamente mudo. Como muchos españoles de mi edad, me había apercibido para algo que nunca ocurriría y una penosa sensación de estafa se adueñó por un tiempo de mí. La perspectiva que presentía era tan clara como ingrata: el Régimen duraría lo que durara la estampa odiosa de su creador. El año que seguirá a esta conclusión melancólica buscaré en Cuba, de forma compensatoria, la llama de una revolución milagrosa con sus promesas de libertad y de justicia. Fui te en avant, de España y de mí mismo, que me abocará finalmente a un cambio de escritura: muda de piel, final de impostura, decantación gradual, purgativa de una arisca e inhóspita identidad.

En este año 1962 en el que a bandazos y saltos discurre el relato, tu activismo político se intensificó y extendió del campo estrictamente español a nuevos y más exaltadores empeños revolucionarios. Coincidiendo con un período de fama literaria sin proporción alguna con la dimensión de la obra y sus méritos reales —fruto sin duda de tu rentable y acomodaticia postura de compañero de viaje—, fue al mismo tiempo —como luego tratarás de mostrar— la época más desdichada de tu vida. Los problemas no resueltos de tu identidad sexual, precariedad de los vínculos con Monique, una sorda, corrosiva impresión de sumirte en tus contradicciones, cada vez más lejos de la salida, te habían conducido paulatinamente a la neurastenia y el trago, a breves lapsos de euforia y fervor, ciclos helicoidales de depresión y obsesiones suicidas. Tu entusiasmo por la epopeya cubana obedecía no sólo al hecho de ver en ella una suerte de ajuste de cuentas con el pasado execrable de tu propio linaje sino también a su valor profético y auroral respecto a una hipotética revolución social que rimbaudianamente transformara tu vida. La lucha victoriosa de un puñado de hombres contra la supuesta inercia de los pueblos hispanos y su tradicional fatalismo constituía a tus ojos la prueba irrefutable de que las cosas podían variar radicalmente en tu país a condición de conjugar imaginación y denuedo con voluntad y espíritu de sacrificio.

Aun siendo el más espectacular, el ejemplo cubano no era único: en el mismo París en donde vivías, otro pueblo, el argelino, mostraba a diario que la causa de la dignidad y la justicia podía imponerse a la fuerza bruta. Toque de queda, detenciones, asesinatos camuflados, torturas, amenazas, tropelías no habían conseguido arredrar a decenas de millares de inmigrados milagrosamente surgidos a medianoche de las bocas de metro de Saint-Michel, Opéra o Concorde, en una actitud de provocación serena y grave, luminosa y tranquila: emocionado, lleno de asco e indignación contra los pieles blancas, asististe a las incidencias de su detención y redada cuando, sin oponer resistencia alguna, eran empujados a culatazos al interior de los coches celulares o, alineados en batallones compactos en esa Place de l’Étoile que tout a coup était devenue jaune, permanecían firmes, espectrales, sonámbulos, barridos crudamente a brochazos por los focos giróvagos de la policía. Los sentimientos de inmediatez y apoderamiento no respondían tan sólo a tu simpatía natural por los marginados ni a motivos exclusivamente políticos. Un factor soterrado e íntimo —tu deslumbramiento ante la belleza física de los inmigrados— se entreveraba de manera inextricable con ellos. A medida que sus rostros encarnaban los que de manera intuitiva pero nítida aparecían en tus remotas fantasías y ensueños, el deslumbramiento se transmutó en pasión: contiguo ya, aunque todavía vedado, el mundo masculino que irrumpía cegadoramente en tu vida aguardaba la ocasión oportuna de fulminar y descabalgarte.

Una mezcla confusa de angustia y descontento personal, anhelo revolucionario frustrado y solidaridad con un paisaje cultural y humano que pronto te fascinaría, impregna las páginas de tus libros y artículos escritos por estas fechas. Mientras luego te esforzarás en cerner las cosas y distinguir |a visión crítica de lo real de tu escenografía mental y libido, tu ensayo «España y Europa» refleja penosamente las tensiones, crispación, instintos sublimados y exigencias opuestas con los que entonces contendías. Las sombras y opacidades censuradas en la superficie del texto terminaban por contagiarlo de una insidiosa irracionalidad y, bajo la urdimbre falaz de la ideología marxista, emergía a trechos la hilaza de una fantasía revolucionaria sonámbula. A horcajadas del mundo exterior y la autenticidad subjetiva, tu examen adolecía cuando menos de desorden e incoherencia. La falta de una relación limpia contigo mismo se traducía así, inevitablemente, en la falta de limpieza de tu relación con el mundo y con los demás.

El artículo, redactado si mal no recuerdas a petición de Simone de Beauvoir o algún otro miembro de la redacción de Les Temps Modernes, pretendía ser una réplica a un ensayo de Enrique Ruiz García aparecido unos meses antes en el que, tras pesar cuidadosamente los pros y contras del futuro ingreso de España en la Comunidad Europea, su autor concluía que éste implicaría un progreso histórico para la nación y no habría a la larga otra alternativa que afrontarlo. Aunque su análisis no obviaba los problemas que dicho acontecimiento plantearía a las distintas clases de la sociedad española desde una perspectiva liberal y democratizadora, chocaba de lleno con las concepciones políticas del Partido, encerradas en la pregunta disyuntiva del contumaz statu quo franquista o una revolución democrática, antifeudal y antimonopolista impuesta por la creciente pauperización de las masas. Alineándose exteriormente con las posiciones de tus amigos, tu texto trazaba a saltabardales una historia de los fracasos del liberalismo europeísta español para llegar a la conclusión un tanto paradójica de que, a la luz de la reciente experiencia anticolonial y antimperialista, Europa representaba el pasado muerto y el Tercer Mundo, un lozano y brillante futuro:

Durante más de siglo y medio, la intelectualidad avanzada española ha tratado de suprimir los Pirineos y barreras que nos cortaban de Europa y el conservadurismo de nuestras clases rectoras dio al traste con su esfuerzo. Actualmente, cuando los viejos enterradores nos proponen la unión, no debemos caer en la trampa de una concesión fingida, ni dejarnos embaucar por su retórica huera. Respondamos, simplemente: «Demasiado tarde.» […] Hoy, nuestras miradas deben volverse hacia Cuba y los pueblos de América, Asia y África que combaten por su independencia y libertad. Europa simboliza ya, históricamente, el pasado, el quietismo. Hora es, quizá, de africanizarse, como diría Unamuno y convertir en bandera reivindicativa la ironía trasnochada de lo de «África empieza en los Pirineos».

Si la expresión de tu solidaridad con el mundo explotado y oprimido por las «naciones civilizadas» estaba totalmente justificada por los hechos, la identificación de España con él era, desde luego, aberrante y mostraba con claridad meridiana tu desdichada propensión de entonces a convertir tu impaciencia en ley histórica y tomar tus deseos por realidades. La crisis profunda que vivías, aun disfrazada de compromiso político y mirífica exaltación revolucionaria se transparentaba con todo en unas líneas cuya dolorosa sinceridad despunta señera en el magma pardo y prosaico de tus embarullados sentimientos e ideas: «El lector debe comprender piadosamente que escribir en España es llorar y que no hay castigo peor al de encarar nuestra realidad sin excusas ni componendas. El intelectual español es víctima de una neurastenia profunda. La desesperación de Larra le persigue como un espectro y, ¿cómo escapar a ella si todos los días son grises? Perdónensenos, pues, nuestros instintos homicidas. Pero es difícil vivir y conservar siempre la calma».

En un estado de ánimo frágil, morboso, lleno de altibajos, habías ido con Monique a Sicilia a pasar unas semanas de descanso y allí os pilló la crisis de octubre —el enfrentamiento Jruschof-Kennedy sobre los cohetes— que puso al mundo al borde de la guerra. Tu convicción moral de que la Revolución castrista encarnaba los valores de justicia y libertad que defendías, te impulsó a interrumpir abruptamente el viaje y regresar a París. Unas horas después, corrías a la embajada cubana a ofrecer tus servicios a la Revolución, dispuesto a volar a La Habana en el primer avión que forzara el bloqueo. En unos días en los que el futuro no podía ser más incierto y los simpatizantes e invitados extranjeros abandonaban precipitadamente la isla (entre ellos un poeta comunista de reputación mundial) tu decisión parecía aventurera y aun temeraria. No obstante, la tomaste sin vacilación ni temor. Por primera y única vez en tu vida, aceptarías el riesgo de perderla por una causa que estimabas digna: acudirías a la Cuba sitiada y en vilo después de un trayecto interminable con paradas, esperas, registros, cacheos en varios aeropuertos, en un viejo, pesado cacharro estrechamente vigilado por cazas norteamericanos, para aterrizar al fin en Rancho Boyeros y, vestido con un uniforme que te procuraría Carlos Franqui, pernoctar primero en una base aérea erizada de inútil artillería soviética y seguir después, con algunos oficiales y jefes del Ejército, las operaciones de «limpieza» del Escambray. Retrospectivamente, tu ingenuidad de entonces, tan similar a la que indujera a poetas y escritores del temple de Cernuda, Spender o Auden a ponerse a disposición de la República española en el preciso momento en que los ideales que la sustentaban sucumbían a la doble embestida fascista y estaliniana, te resulta simpática y no te desentiendes de ella. Con todo, la visión apocalíptica de las cosas y deseo inconsciente de dirimir tus problemas en un acto de inmolación suicida presentes en tu actitud pecan de exagerados y enfáticos, incurren en una pathetic fallacy que te molesta y perturba. Aunque sincero, tu gesto era excesivo y escamoteaba teatralmente el debate contigo y con tu verdad. La estancia en Cuba, justificada por tu trabajo de guionista en el ICAIC y rica de acontecimientos políticos y personales, no respondió esta vez a tus expectativas ni entusiasmo: la paulatina degradación del proceso revolucionario, la inquietud de los escritores e intelectuales que frecuentabas, las primeras ratas mensajeras de la plaga que años después haría presa de toda especie de inconformismo y conducta impropia eran demasiado visibles como para que pudieras ignorarlas. Lleno de dudas sobre la viabilidad y condición deseable del modelo cubano respecto a la sociedad española, volviste a Europa para encontrarte con una dura pero pertinente respuesta a tus vagarosas propuestas tercermundistas.

El ensayo de Francisco Fernández Santos «España, Europa y el Tercer Mundo», escrito para Tribuna socialista, rebatía las conclusiones del tuyo y ponía al desnudo sus defectos, falsedades e incongruencias. La Europa a la que nos encaramos, argumentaba, es múltiple y ambigua: una cosa es la opinión de un intelectual de izquierda sobre su política colonial en el Tercer Mundo y otra muy distinta la cuestión de las incidencias y efectos estructurales de un ingreso en aquélla en la sociedad española en general y el régimen franquista en particular.

Pero ¿es que no es ya España, en sus peores aspectos, bastante africana? […] ¿es que nadie puede pensar en serio que una política basada en la africanización (suponiendo que pueda formularse con alguna coherencia, lo que dudo) no suscitaría el asombro burlón o indignado del pueblo español? ¿Se puede predicar a ese pueblo como meta aquello de lo que precisamente huye? […] Me parece evidente que hoy por hoy, bajo la dictadura feudal-capitalista que oprime a las masas populares españolas, éstas no tienen otra salida, otro foco de atracción más real, más eficaz que Europa. Los países capitalistas avanzados de Europa aparecen a los ojos de los españoles como una realidad cercana, tangible, tentadora a la que un número cada vez mayor va teniendo acceso. En tales condiciones […] un acercamiento real a Europa es un proyecto revolucionario en la práctica.

La bien trabada argumentación de tu adversario y el tono desabrido que adoptaba contigo lastimaron tu presunción y amor propio. Apresuradamente, redactaste una contrarréplica en la que, aunque matizabas y esclarecías algunos puntos confusos de tu anterior ensayo, te encastillabas en afirmar que junto a una solución europea concreta, seductora y sin duda alguna popular entre una mayoría de españoles, existían otras que, como en el caso de Cuba, habían impuesto la sorpresa dialéctica de lo nuevo a despecho de su esquema difícil, minoritario. En realidad, al defenderte de las críticas de Fernández Santos lo hacías con una gran incomodidad, obligado a asumir de puertas afuera unas posiciones jacobinas en las que habías dejado de creer paulatinamente bajo la doble experiencia e influjo del burocratismo policial cubano y el florecimiento ostensible de vuestra burguesía. Para comprender tu viraje súbito de meses más tarde, habría que tener en cuenta el hecho de que se venía gestando desde tu segundo viaje a La Habana y sólo la desdichada polémica en la que te trabaste te obligó a solaparlo y adoptar un radicalismo de circunstancias de cara a la galería.

Cuando Fernández Santos definía tu actitud como una típica «evasión revolucionaria o seudorrebelde» de burgués con mala conciencia, ponía el dedo en la llaga; pero acertaba menos al mancharla asimismo con un presunto oportunismo moral y apetito de medro político. Iniciada como mera confrontación de ideas, la controversia terminaría de forma muy hispana con un ácido intercambio de descalificaciones personales, juicios desdeñosos e invectivas. Si el genus irritabile vatum del que diste muestra no tardaría en disiparse con tu apego a la vida literario-mundana, la lección aprendida entonces sería a la vez conjuradora y bautismal. La indispensable nitidez del ensayo en el que se incluyen propuestas de orden práctico no admitía la contaminación de fantasías compensatorias ni una lectura al trasluz de tu libido. En adelante, mientras expresarías en tus artículos opiniones e ideas, el componente irracional ínsito a la literatura —esa verdad puramente poética que traspuesta a la esfera de lo real pierde su sentido y puede incluso parecer aberrante— no volvería a desbordar en el campo de lo concreto ni sobrepasar de forma aleve sus maldororianos límites.

A raíz de una cena en casa de Giséle Halimi con Jorge Semprún y Teresa de Azcárate, empezamos a frecuentar con asiduidad, Monique y yo, al mítico y elusivo «Federico Sánchez». Hasta entonces, el trato con él se había reducido a mi participación casi siempre silenciosa en los seminarios de tema cultural celebrados en el estudio del escultor Baltasar Lobo en los que, investido de esa seriedad algo superior y remota que le confería el cargo, intervenía en las discusiones o charlas de forma precisa y breve, con aires de tener muy lejos otra cita urgente y lamentar en su fuero interior aquella pérdida formidable de tiempo y palabras: miradas de soslayo al reloj, condescendencia profesional con la oxidada verborrea hispana, risa seca, forzada en el momento de incorporarse y dar fin a la zamorana y leninista tertulia. Aunque nadie me había informado de la identidad Semprún-Federico Sánchez, no tardé en atar cabos y adivinarla. Monique compartía mi fascinación por el personaje y su doble rostro de Jano: a diferencia de esos plúmbeos y apelmazados compatriotas del exilio, cuyo eterno discurso nostálgico sobre el país se convertía con los años en un viejo e insoportable disco rayado, Jorge era culto, seductor, desenvuelto y brillante, se movía en el medio intelectual francés como un pez en el agua y compaginaba su audacia de hombre de acción con una soterrada pasión a la literatura. Según descubrí luego, estaba redactando a saltos Le long voyage, pero guardaba celosamente el secreto de una actividad ajena y, a decir verdad, contrapuesta a las responsabilidades y gravedad funeral de un «cuadro». Sólo meses después, durante mi segunda estancia en Cuba, Monique lograría tirarle de la lengua acerca de su misterioso manuscrito y no cejaría en el empeño hasta conseguir que se lo prestara. La novela era espléndida, como me escribió en seguida a La Habana llena de entusiasmo. Bajo sus trazas de ideólogo y Robin Hood urbano, Jorge se revelaba de súbito un notable y ambicioso escritor: dos o tres meses después, el jurado internacional de Formentor, reunido en Corfú, otorgaría ]a recompensa a su libro mientras los paparazzi se apresuraban a difundir la sensacional noticia de que el premio había recaído en el enemigo público número uno de la policía de Franco.

Compañero de Jorge en la dirección del PCE, Fernando Claudín, pese a su larga permanencia en la URSS y una curiosa y a primera vista inquietante fisionomía que dudo en calificar de rusa o soviética, se reveló en la intimidad un hombre abierto y llano, interesado por los problemas culturales y artísticos y a una distancia patagónica o australiana del monolitismo y cerrazón en el que tanto destacaban sus correligionarios. Su esposa Carmen y él venían a cenar a menudo con los Semprún a la Rué Poissonniére: habituados al rigor, adustez y cautela de una vida clandestina en el cinturón industrial de París, la atmósfera libre, desordenada y bohemia que hallaban en casa les estimulaba y atraía. Por primera vez en la vida, me relacionaba con unos comunistas —y más notable aún, unos líderes del Partido— con los que me sentía naturalmente a mis anchas, sin esa molesta sensación de discutir, platicar o reír con el representante de una agrupación estructurada y férrea que, como todas las sectas religiosas poseedoras de la verdad, imprime una suerte de carácter sacramental a sus miembros y transforma a momentos el rostro de éstos en una rígida e insondable máscara. Por dicha razón, cuando ambos me anunciaron que iban a asumir la responsabilidad de la revista cultural del Partido y me pidieron que formara parte de su comité de redactores, acepté la invitación sin reservas: no obstante mi ofidiana indigestión de bueyes doctrinales y sus efímeras manifestaciones externas, la línea abierta y antidogmática defendida por mis amigos correspondía del todo a mis gustos y temperamento. Prueba de la nueva singladura emprendida por Realidad, sería el largo ensayo de Claudín sobre las artes plásticas, ensayo que, si a ojos de un lector occidental, se limitaba a establecer argumentos y hechos no discutidos ya por nadie o casi nadie, constituía un verdadero manifiesto subversivo en el bloque soviético y sus dependencias ideológicas y territoriales, potenciado aun por la circunstancia de que apareciera en la revista oficial de un «partido hermano» y fuese obra, por contera, de un miembro de su Comité Ejecutivo. El impacto de aquellas tesis heterodoxas en la esfera cerrada y autosuficiente del dogma fue instantáneo y vivísimo: Alfredo Guevara, director del ICAIC, trabado entonces en una ruda polémica con los figurones del viejo Partido Socialista Popular a propósito de la difusión de filmes «burgueses» y «decadentes», lo hizo reproducir pro domo en Cuba, como una tutelar y oportuna sombrilla ideológica. En las filas del partido español comenzaron a elevarse murmullos de rancia y escandalizada protesta que, si bien acallados de momento por el sagrado respeto de las bases a cuanto implicara autoridad y jerarquía, no tardarían en ser explotados por Carrillo y sus fieles para destruir política y doctrinalmente a su colega el día en que sus divergencias con él se manifestaron a cielo limpio.

La amistad que nos unía a los Semprún y Claudín se afianzó a lo largo del año 63: la agonía prolongada y cruel de la madre de Monique en una época en la que mis relaciones con ésta se hallaban en su punto más bajo; nuestra impotencia contra la parodia de proceso y asesinato legal de Julián Grimau, cuando corrimos ella y yo a medianoche al edificio del Secours Populaire Frangais en donde Jorge, Carrillo y otros líderes o miembros conocidos del PC esperaban en vano la milagrosa intervención papal que suspendiera la sentencia; las emociones y alegría del premio concedido a la novela, me habían acercado política y humanamente a los dos a pesar de mis frecuentes crisis depresivas y angustiosos desdoblamientos. Su visión certera y matizada de España y las perspectivas democráticas que abría la rápida evolución de nuestra sociedad, influyó sin duda en la mía conforme abandonaba mi sonambulismo teórico, escardillos y trampantojos en las afueras de la realidad. A fines de diciembre, empecé a redactar un artículo en el que, desde unas premisas menos subjetivas, paticojas y desvencijadas, planteaba de nuevo el problema de las relaciones entre España y Europa. El tema era esencial para mí, no ya por razones de orden estrictamente político sino también por sus inferencias personales y literarias. Mientras creía en la posibilidad de un cambio radical violento de nuestra sociedad, había puesto mi pluma, de una forma a veces primaria y didáctica, al servicio de dicho objetivo. Mi actitud nacionalista y patriótica de aquellos años obedecía a la convicción errónea de que la revolución española era una alternativa deseable y cercana; pero cuando resultó claro para mí que el país se modernizaba y aburguesaba bajo el Régimen y éste se mantendría lo que durase Franco, mi fervor decayó. Como resumí años después al analizar dicho cambio, la España que emergió hacia 1960 del despegue ocasionado por una favorable coyuntura europea y la pacífica invasión de millones de turistas, no podía suscitar ya la llama amorosa de sus intelectuales ni la mística ardiente del compromiso: «ello no quiere decir en absoluto, escribí, que aquéllos dejen de interesarse de un modo razonable y práctico en el destino de su país: lo que digo es que su pasión, cuando exista, se proyectará hacia otros ámbitos[10]». Cotejando la situación española de la década de los sesenta con la británica de principios del siglo XIX —cuando, obtenidas las libertades políticas, resueltos los conflictos religiosos, lanzado el país a una salvaje revolución industrial que destruía a la vez su paisaje moral y físico el problema nacional cesó de inspirar a los escritores y artistas—, observaba que si bien éstos intervenían en la vida política y social inglesa su corazón latía por otras causas, como sucedió aún en julio del 36 al estallar la guerra de España. Furgón de cola de Europa, nuestro país estaba perdiendo los contrastes y caracteres dramáticos de su pintoresquismo y atraso, sin adquirir todavía las ventajas materiales y morales de las naciones más ricas. La lucha por esas últimas —libertades políticas y sindicales, eliminación de la injusticia social, abolición de la censura— debía continuar; pero tal objetivo podía promover difícilmente una vehemencia o calor como los que originaban por ejemplo la causa vietnamita o palestina. La imagen de España se aproximaba y aproximaría más a la de los demás países europeos, y del mismo modo que ningún intelectual de izquierda francés podía vibrar por Francia ni un holandés por Holanda ni un inglés por Inglaterra, nuestro empeño con una España ni quimérica ni revolucionaria sino sensata y burguesa perdía su razón de ser. Había que enterrar el hacha de un nacionalismo anacrónico y adaptarse a la realidad. Dicha metamorfosis modificaba la estrategia del escritor y la naturaleza misma de su discurso: su destinatario mental era otro. Al renunciar a los valores subyacentes a mi anterior literatura «comprometida» lo hacía, claro está, con la conciencia de pertenecer no a una cultura débil ni perseguida sino fuerte, vasta, rica y dinámica como lo es la castellana en su doble vertiente de España e Iberoamérica. El acto de desprenderme de unas señas de identidad opresivas y estériles, abría el camino a un espacio literario plural, sin fronteras: prohibidos por el franquismo, mis libros podían asilarse en México o Buenos Aires. En adelante el idioma y sólo el idioma sería mi patria auténtica.

Animado de mis nuevas certidumbres, procuré exponerlas de forma abreviada, nítida y convincente. Gracias a su política represiva de la clase obrera, mantenimiento de las viejas relaciones de producción en el sector agrario y supeditación de la retórica falangista a los intereses de los monopolios, el Régimen había sentado las bases de la acumulación capitalista moderna: mientras, por un lado, el éxito del plan de estabilización ofrecía a la burguesía unas perspectivas insospechadas y le daba una seguridad y confianza de las que antes carecía, la emigración masiva a Europa y aumento espectacular de la oferta en el mercado interior del trabajo ponían a la clase obrera española en unas condiciones ventajosas en cuyo marco su acción reivindicativa se aproximaba más a la de los obreros franceses o italianos respecto a la clase patronal de estos países que a la del proletariado peninsular de diez años antes, enfrentado sin defensa alguna a un poder monolítico y duro, sostenido por una burguesía asustada y sin horizontes. La doble corriente circulatoria de turistas y emigrados iba a barrer la mentalidad tradicional ligada a los modos de producción tradicionales. A través de unos y otros, el pueblo español descubría los valores crematísticos de las sociedades «avanzadas» y adaptaba miméticamente su conducta y aspiraciones a los principios calvinistas de la modernidad. Sólo los exiliados republicanos y en particular, aunque no lo mencionaba, el partido comunista, sostenían la vigencia de unos planteamientos progresivamente alejados de la realidad: el franquismo no se desplomaría por la lucha revolucionaria de las masas sino víctima de una dinámica social que lo vaciaría de su substancia y lo convertiría en un caparazón hueco e inútil:

Él que la evolución emprendida no sea la prevista en 1951. 1956 o 1961 no es una razón suficiente para rechazarla ni obrar como si no existiera. Los análisis y programas tienen que acomodarse a los hechos y no viceversa. Que el cambio implique reconversiones morales, políticas, sociales, económicas y hasta estéticas extremadamente dolorosas, no cabe la menor duda; pero debemos tener la inteligencia y el valor de afrontarlas.

A la visión seductora y un tanto romántica de la España heroica del 36 ha sucedido una realidad trivial, ingrata y ambigua. Un tren se ha puesto en marcha después de veinte años de inmovilismo y, cogidos de sorpresa, los partidos e intelectuales de izquierda continúan en el andén. Pero es inútil negar la realidad del tren o tirar con una cuerda, en dirección opuesta, del último vagón de remolque. El problema estriba, al revés, en subir al tren en marcha y acelerar en lo posible su movimiento[11].

Mi artículo estaba listo en enero de 1964 y mostré un borrador del mismo a Semprún y Claudín: recuerdo que ambos me expresaron sus desacuerdos y divergencias, sugirieron retoques y aclaraciones, arguyeron conmigo puntos concretos y cuestiones de matiz. Este intercambio de opiniones influyó de modo muy accesorio en su forma definitiva; contrariamente a lo que después se dijo no fue en modo alguno crucial. Aunque lo habían llevado a L’Express a primeros de año, el texto no se imprimió sino tres meses más tarde: el jefe de redacción de la revista había buscado una fecha oportuna para publicarlo y llegó a la conclusión de que el primero de abril, vigesimoquinto aniversario de la victoria de Franco, sería la más adecuada. La extensión del ensayo y su índole reflexiva, independiente de los pormenores de la crónica cotidiana, autorizaban tal demora sin que perdiera actualidad. En el lapso transcurrido entre la entrega y su aparición, los desacuerdos teóricos y estratégicos de Semprún y Claudín con sus compañeros de la dirección del Partido, revelados ya en un cursillo para «cuadros» celebrado en el verano del 63 en las cercanías de Arras, provocaron una serie de discusiones entre ellos y la mayoría encabezada por Carrillo. Yo estaba totalmente al margen de éstas y mis dos amigos no rompieron el silencio que les imponía su índole reservada; pero, por sus alusiones lacónicas a la existencia de problemas, deduje su preocupación y ansiedad. Como averigüé luego, una primera tanda de conversaciones con los miembros del Comité Ejecutivo residentes en Francia no había desembocado en acuerdo alguno. Apretados a formular lisa y llanamente sus críticas, Claudín y Semprún aceptaron la resolución de ponerlas por escrito y razonarlas semanas después con sus compañeros en presencia de Pasionaria. Las reuniones del comité' de redacción de Realidad fueron suspendidas temporalmente y Claudín se consagró con su energía y serenidad habituales a la exposición y defensa de sus posiciones. A fines de marzo los dos viajaron a Praga y se despidieron de nosotros en una cena de las tres parejas en la Rué Poissonniére como actores que conocen bien su papel y el desenlace infeliz de la obra: de buen humor y con una chispa de resignación melancólica. Lo ocurrido en aquel pleno resolutorio, el lector español lo descubriría años más tarde con la publicación de la Autobiografía de Federico Sánchez. Mientras se producía el duro y pronto encarnizado enfrentamiento, yo me hallaba en París, a mil leguas del mismo y de la tempestad que se fraguaba. El 2 de abril apareció en L’Express mi artículo On ne meurt plus a Madrid, con una llamativa entradilla sobre el «cambio decisivo» acaecido en España en los últimos años. Dos o tres días después, recibí la visita de un escritor amigo recién llegado de Madrid, a quien alguien acababa de comentar en términos muy adversos el contenido de mi ensayo. Si bien el escritor no lo había leído aún, me transmitió su inquietud respecto a mis posibles posturas revisionistas y aburguesadas. Algo molesto con su prevención, le dije que lo examinara antes de condenarlo ya que dudaba de que fuera tan negativo como se lo habían pintado. Añadí que se lo había pasado a Semprún y Claudín y sin embargo de algunos reparos y puntos de disconformidad no lo habían juzgado desenfocado ni derrotista. Mi colega prometió leerlo despacio y platicar de su contenido conmigo antes de su regreso a España. Pero no hubo tal plática y sí una llamada telefónica de Gregorio López Raimundo, a quien sólo conocía de vista, anunciando que me quería ver con urgencia. Le cité la misma tarde en casa, intrigado por su visita y la premura con que se producía y, apenas concluidos los saludos e intercambios de cortesías, me preguntó si era verdad que "había enseñado mi artículo de L’Express a sus dos colegas. Le dije que sí, pero a título personal y amistoso, como podría haberlo hecho con cualquier otro conocido del Partido, como Sastre o Teresa de Azcárate. Insistí en que ellos me formularon objeciones que no siempre tuve en cuenta y, por consiguiente, la responsabilidad del texto era exclusivamente mía. López Raimundo no me disimuló que el asunto le parecía grave: se inscribía, me dijo, en una ofensiva mucho más vasta contra la línea política del Partido. Su deber era informar del contenido de nuestra entrevista a sus compañeros de la dirección: él o alguno de sus camaradas me llamaría luego y discutiría del problema conmigo.

A su vuelta de Praga, mis dos amigos me habían descrito a grandes trazos la reunión del pleno en el antiguo castillo de los reyes de Bohemia y su exclusión del Comité Ejecutivo. Les referí mi entrevista con López Raimundo y su interés por su presunta vinculación con mi artículo de L’Express peroren las circunstancias en que se encontraban, sometidos al ninguneo o proceso de descrédito y muerte moral condignos del revisionismo dentro de la más pura tradición estalinista, no concedieron al hecho demasiada importancia. Su experiencia anterior de los métodos del Partido para eliminar, incluso físicamente, a trotsquistas y disidentes, les confería la luminosa impavidez del sentenciado a muerte, para quien todo está perdido excepto el honor. Mi preocupación con el tema de L’Express era no obstante justificada. Una nueva llamada telefónica, esta vez de Juan Gómez, me previno de su inmediata visita. El marido de Teresa de Azcárate, entonces el máximo experto en cuestiones económicas del Partido, me preguntó con voz alterada si de verdad yo había dicho a López Raimundo que su mujer conocía mi artículo. Le aclaré que no: López Raimundo, aquejado de una leve sordera, me había entendido mal. Algo más tranquilo, Juan Gómez pasó al fondo de la cuestión: elaborado o no con ayuda de los dos disidentes, mi ensayo contenía errores de bulto, adoptaba posiciones reformistas, se enfrentaba directamente al Partido y debía ser rebatido por éste en las páginas de Realidad. La tarea de componer la réplica había recaído en él y, según me anticipó con voz grave, iba a ser muy dura. Como la versión francesa del artículo había sufrido algunos cortes y contenía inexactitudes, le entregué el original castellano recién publicado en México. Juan Gómez se despidió de mí cortésmente, no sin sugerirme antes la conveniencia de un encuentro con Carrillo a fin de dejar bien claro mi papel en lo que a todas luces juzgaba un arborescente y bien tramado complot.

Pero Moscú, Roma o Santiago habían fallado sin tomar en cuenta mi testimonio ni mis protestas. El 19 de abril, la dirección del PCE convocaba un mitin en un local del municipio comunista de Stains en el que Carrillo, cuyo status era ilegal en Francia, tomó por primera vez la palabra en público para denunciar una tenebrosa conspiración contra el Partido, en un discurso lleno de alusiones crípticas y ataques velados a los dos ausentes, pero cuya única pista asequible a los militantes no informados conducía hasta mí: ¡los revisionistas y capituladores emboscados en las filas del Partido podrían en adelante, si Ies daba la gana, expresarse en las páginas de L’Express pero no en las de Realidad! Como me dijeron Semprún y Claudín —a quienes varios asistentes al acto pusieron al corriente de sus palabras—, Carrillo había resuelto ventilar la polémica interna de la dirección ante las bases y se servía de mi artículo como arma arrojadiza contra ellos, achacándoles la infamante responsabilidad. No pudiendo o no queriendo aún mencionar sus nombres, centraba sus ataques en mi escrito, convirtiéndolo así en cabeza de turco de todas las censuras, en ese punching hall sobre el que por espacio de semanas y aun meses lloverían los golpes.

Aunque semejante procedimiento no me sorprendía del todo, el cinismo, desprecio a la verdad y falta de respeto a las personas que evidenciaba, tan parecidos a los que medraban en el campo atrincherado del Régimen, me consternó. Las reglas elementales de la democracia y libre discusión eran conculcadas con alegre desenvoltura; la lucha de ideas se transformaba en un proceso de intenciones mezquino cuyo objetivo se cifraba en la destrucción o satanización del adversario. Según me reveló luego Francesc Vicens, miembro del comité de redacción de Realidad, la convocatoria de éste se hizo a espaldas de los tres apestados y, sin condescender en ninguna explicación de tan llamativa ausencia, Juan Gómez anunció que el editorial del tercer número se consagraría a impugnar mi malhadado artículo. Vicens y otros asistentes intervinieron para sugerir que, como yo formaba parte del comité, fuera invitado a debatir el asunto con los demás redactores de la revista. Su propuesta, aunque sostenida por una mayoría, no prosperó; en lugar de ello, quienes la apoyaron fueron despedidos de Realidad sin contemplaciones. Con todo, aquello era sólo un proemio y, mientras se desenvolvía y profundizaba la crisis entre la dirección carrillista y los excluidos, volaría de asombro en asombro. Un buen día me enteré de que mis ideas eran «discutidas» en todas las reuniones de célula, como hors d’oeuvre de un ataque más enjundioso y pérfido a las posiciones de mis amigos. Como explicaron dos intelectuales del PSUC, el abogado laboralista August Gil y el ex estudiante de arquitectura Javier Martín Malo en una larga entrevista aparecida en el semanario Mundo el 3 de abril de 1978, ambos fueron convocados a fines de mayo del 64 a una reunión clandestina del comité de Barcelona al que pertenecían: en ella, el mensajero de la dirección de París, Josep Serradell alias «Román», les puso al corriente de la exclusión de Claudín y Semprún del Comité Ejecutivo y su suspensión del Comité Central por sus planteamientos «derechistas», «derrotistas», «antileninistas» y «socialdemócratas»: «Como prueba definitiva y única, Román nos leyó un artículo de Goytisolo donde más o menos se decía que el capitalismo español estaba en una fase de auge y que, en aquel contexto de desarrollo económico, todas las ilusiones de que el franquismo se estaba derrumbando eran puras utopías […]. Lo increíble del caso es que J. G. ni siquiera era militante comunista, sino amigo personal de Claudín y Semprún. Sin embargo, pretendía que había sido instrumentado por ellos para dar publicidad a sus tesis». Corolario de dicha paranoia conspirativa, tan arraigada en las organizaciones clandestinas, sería el informe secreto de «Román», cuyo contenido y código me descifró Vicens al trasladar sus archivos a España: enterado de mi presencia en Cataluña —mis últimas vacaciones en Torrentbó, en vísperas de que falleciera mi padre—, Serradell prevenía contra ella a los militantes y aconsejaba que «se me sometiera a vigilancia». La historia se repite a veces de forma esperpéntica, convirtiendo el drama en sainete: después de los ataques escritos y celo policial del Régimen, la similitud de situaciones y actitudes que vivía resultaba en verdad singularmente esclarecedora y paradigmática.

La esperada contestación de Juan Gómez no puede ser leída hoy sin sentir rubor ajeno: la máxima autoridad económica del Partido manipula y escamotea los datos con artes de titiritero para demostrar que, bajo las apariencias del progreso, España seguía rezagándose de los demás países europeos, el Régimen se descomponía sin remedio y una aguda lucha de clases acabaría «finalmente» con él. Su triunfalismo y catastrofismo delirantes no eran por desgracia únicos: impregnaban la totalidad de los comentarios y declaraciones del PCE. Coincidiendo con mi artículo de L’Express un editorial de Treball titulado «¿Veinticinco años de paz?», describía la situación en estos términos: «Mientras la clase obrera y el pueblo llegan a este aniversario con la confianza en un futuro no lejano de libertad —nunca como este año pasado se había visto tan claro el proceso de liquidación del régimen de Franco—, la dictadura celebra el cuarto de siglo de victoria con acentos que tienen más de marcha fúnebre que de marcha triunfal». En esa atmósfera enrarecida y autosuficiente, recurrir al lenguaje de los hechos equivalía a hablar a una pared: la osadía de Semprún y Claudín al hacerlo constituía un crimen de leso optimismo, de consecuencias fáciles de calcular.

Si mi experiencia de aquellos meses resultó áspera, la de mis amigos excluidos, en especial la de Claudín y su familia, lo fue mucho más. Mientras Jorge tenía a su favor una serie de bazas personales —residencia legal, una prometedora carrera literaria—, Fernando quedaba a la intemperie, sin documentos, dinero, trabajo. Calumniado, puesto en cuarentena moral, objeto de presiones acuciantes para que se largara de Francia y aceptase la «generosa oferta» de un retiro o eterno descanso en los países del Este —desde la tentativa de desalojarlo de su pisito de La Courneuve y dejarlo en plena calle hasta la intimidación física que le obligó a abandonar temporalmente su domicilio y vivir en una chambre de bonne en París, ocultándose a la vez de la policía francesa y de sus propios camaradas—, resistió aquellas pruebas sin perder su sangre fría, paciencia ni buen ánimo. Años después, al recorrer las páginas de Blanco White sobre los procedimientos inquisitoriales de la Iglesia —sus estratagemas, recursos y trampas para reducir o eliminar a los herejes—, el paralelo de su bosquejo histórico y la reciente crónica de mis amigos me sobrecogió. El uso de argumentos ad hominem, afán de descalificar al adversario, absoluto desdén a las normas de la ética y la justicia que descubrí entonces me infundieron en adelante un sano recelo en los presuntos ideales democráticos de una organización que no retrocedía ante el empleo de la coacción, abuso e insidia contra sus propios miembros. La futura sociedad preconizada por el Partido de puertas afuera podía surgir difícilmente de tal conjunción de golpes bajos, inquina, falta de escrúpulos, apetito de poder, espionitis, irracionalidad. Lo acontecido en España después de la graciosa legalización del PCE —ese grotesco tablado de cismas, rupturas, exclusiones, condenas que terminaría, risum teneatis, con el apaleamiento y caída en el escotillón de Carrillo en persona, en una atmósfera bufa de córrala con tiras de greña, aspavientos e insultos dignos de golfos o rabaneras— no me pillará de sorpresa ni me entristecerá. Cuando, tras el anatema de Claudín y Semprún, oiga críticas virtuosas y bienpensantes a mi alejamiento del «socialismo real» y sus rosadas promesas de dicha, me contentaré con ironizar en mis adentros. Las acusaciones de individualismo burgués resbalarán sobre una piel curtida por la experiencia. Sin amargura ni rencor, y a costa de algunas plumas y picotazos, me he ganado a pulso mi fuero: el derecho íntimo a la sonrisa.

La denigración sistemática de aquellos meses llovía sobre mojado; después del chaparrón subsiguiente al poco glorioso episodio de Milán, me mostraba a la vez la dura entraña del país y la esplendidez de mi propio aislamiento. Responder al editorial de Juan Gómez y enzarzarme en una nueva polémica no tenía sentido. Una lucha intestina de la izquierda en las condiciones de acoso y precariedad que atravesaba, sólo podía beneficiar a los partidarios del Régimen: en un estado de excepcional ligereza y alivio, resolví cortarme la coleta de torpe aprendiz de político y no volver a tocar el tema hasta el día hipotético de la muerte de Franco.

Por espacio de once años vivirás física y moralmente alejado de tu país, fuera del devenir histórico, dueño del vasto olvido: mientras tu nombre desaparece de los periódicos, la obra impresa en París, México, Buenos Aires es rigurosamente prohibida. Dicho ostracismo favorece no obstante tu decisión de ser quien eres, de afirmar tu verdad y escala de valores frente a las normas y ritos de la tribu: de poner coto al apremio del tenaz ladrón de energías. En adelante, formularás opiniones políticas sobre Santo Domingo, Checoslovaquia o Palestina pero no sobre España. Su previsible evolución bajo el franquismo ha dejado de apasionarte. A veces la cruzarás brevemente, camino de Orán, Uxda o Tánger: simple impresión de hostal, fonda, lugar de pasaje; una mancha en el mapa. Desafecto, indiferencia, distancia que en momentos extremos alimentarán tus sueños de hacerte maltés, de conseguir como fuere el ansiado documento de apátrida: lejos de la belladurmiente sociedad de los tuyos, del gran pueblo de mudos ensordecidos por su largo, estruendoso silencio. Negación obstinada, neurótica de tu tierra, deseo instintivo de huir si tus vecinos se expresan enfáticamente en su lengua, inexplicable malestar al topar con paisanos que se dirigen no a ti sino a un doble molesto: desmentir con descaro tu identidad, responder al perturbador en idioma abrupto y extraño. Rechazo violento de un ámbito que, con ambivalencia significativa, compensas con un apasionamiento creciente por su historia y cultura: devoración bulímica de los clásicos, relectura de Asín y Américo Castro, deslumbramiento, apropiación de Blanco White. Inolvidable experiencia de traducirte al traducirle, sin saber a la postre si existió en realidad o fue una remota encarnación de ti mismo. Comprobar que su lucha y trayectoria moral son las tuyas porque el régimen opresivo con el que contendió se prolonga en el que conoces. Conmutar como él el castigo en gracia. Asumir con ligereza y provecho la carga impuesta por tu destino: especie aerícola, clavel del aire abierto a nuevos climas y estímulos. Estancias seminales en el Maghreb, viajes al Sahara, medineo gozoso por Estambul, lento descenso fluvial al sombrío esplendor de los nubios. Aprendizaje de novedades y gajes de tu oficio de profesor visitante: fecunda aproximación al mundo universitario, fascinación por el melting-pot neoyorquino. Repartir tu vida entre París, Manhattan y Tánger sin dolor ni nostalgia de la Península.

Impresión ilusoria, como la realidad se encargó de probar.

En septiembre de 1975 habías volado a Estados Unidos, a dar uno de tus habituales cursillos en Pittsburgh y allí te pillaron las noticias del proceso, condena y ejecución de los militantes vascos. La imagen del dictador moribundo pronunciando su grotesco discurso te trajo a la memoria el drama de Inés de Castro, contemplado en tu niñez en el cine: cadáver instalado solemnemente en el trono, revestido con los atributos de su autoridad, recibía también el homenaje silente de los cortesanos, hechizados por el símbolo de un poder inmóvil que parecía perpetuarse por inercia más allá de la muerte. Una violenta repulsión ante el espectáculo, el deseo de ver archivado para siempre el drama con la totalidad de sus héroes y comparsas en la biblioteca de vuestros clásicos te hizo comprender a un tiempo que tu indiferencia era ficticia y el viejo sentimiento de vergüenza por cuanto representaba la España oficial de entonces te acompañaría a la tumba. Aislado en el paisaje de piedra, metal y cemento del Golden Triangle, habías vivido varias semanas pendiente de las informaciones del televisor, presa de una cólera e impotencia que creías extintas. Desde la llamada telefónica de Monique anunciándote la nueva luego desmentida de su muerte hasta la consumación de ésta rememoraste tu infancia y juventud españolas como si asistieras a la agonía de quien fue de verdad el cabeza monstruoso de tu familia. La certeza de ser huérfano al fin de aquél cuya sombra había planeado sobre ti desde el vendaval devastador de la guerra civil avivaba el afán imperioso de escribir sobre él, de aclarar de una vez la índole de vuestras relaciones, más allá y por encima de las que te ligaron a un padre solamente putativo. La noche del veinte de noviembre redactaste el borrador del texto que leíste días después en la biblioteca del Congreso de Washington, como una venganza minúscula pero tónica contra aquella poco venerable institución que tanto había contribuido a mantenerle en el poder a lo largo de tu vida: texto que, evitando la mención directa de su nombre (In memoriam F.F.B. 1872-1975), reivindicaba la realidad ominosa de su paternidad y sería (sin saberlo tú entonces) la almendra o germen de esta incursión en el campo de minas de la autobiografía.